XL — El arroyo más allá de Briah

Estaba en una hierba salpicada de flores, fragante y blanda como ninguna que hubiera conocido; arriba el cielo era azur, rasgado por nubes que escondían el sol y apresaban el aire superior con barras de índigo y oro. Débil, muy débilmente, se oía aún el bramido de la tormenta que barría el monte Tifón. En un momento hubo un fogonazo, o bien la sombra de un fogonazo, si esto es posible, como si un rayo hubiera dado en la roca o uno de los pretorianos hubiera vuelto a disparar.

Me bastó dar dos pasos para que dejara de ver todo esto; pero no parecía tanto que hubiese desaparecido como que yo había perdido la capacidad (o quizá sólo el empeño) de detectarlo, así como al crecer dejamos de ver cosas que nos interesaron de niños. Sin duda, pensé, esto no puede ser lo que el hombre verde llamó Corredores del Tiempo. Aquí no hay ningún corredor; sólo colinas y hierba ondulante y un viento dulce.

A medida que iba avanzando, me dio la impresión de que todo lo que veía era familiar, que caminaba por un lugar donde había estado antes, aunque no podía precisarlo. No era nuestra necrópolis, con sus mausoleos y cipreses. Tampoco los campos no cercados que había recorrido con Dorcas hasta dar con el teatro del doctor Talos; aquellos campos se encogían bajo la muralla de Nessus y aquí no había murallas. Tampoco los jardines de la Casa Absoluta, llenos de adelfas, grutas y fuentes. Se parecía más, pensé, a las pampas en primavera, salvo por el color del cielo.

Luego oí el canto de un torrente, y un momento después vi su resplandor plateado. Corrí hacia él, recordando mientras corría que en un tiempo había sido cojo, y que una vez había bebido en cierto arroyo de Orithya y que luego había visto las pisadas de un esmilodonte; entre sorbos, sonreí pensando que ahora no me asustarían.

Cuando levanté la cabeza, lo que vi no fue un esmilodonte sino una mujer diminuta, con alas de colores brillantes, que corriente arriba vadeaba el lecho pedregoso como refrescándose las piernas.

—Tzadkiel —grité. Luego quedé mudo de embarazo, porque al fin había recordado el lugar.

Ella saludó con la mano, sonriendo, y asombrosamente saltó desde el agua y voló, y las alegres alas ondearon como anafaya teñida.

Me arrodillé.

Sonriendo aún, ella se posó en la orilla a mi lado. —Creo que nunca me habías visto hacerlo. —Una vez te vi, tuve una visión de ti, con grandes alas, suspendida en el vacío, entre las estrellas.

—Sí, allí puedo volar porque no hay atracción.

Aquí tengo que ser muy pequeña. ¿Sabes lo que es un campo de gravedad?

Agitó hacia el prado un brazo no más largo que mi mano, y yo le dije: —Veo éste, poderosa hierogramata.

Se echo a reír; era una música como un tintineo de campanillas.

—¿Pero quieres decir que nos conocemos? —Poderosa hierogramata, soy el último de tus esclavos.

—Has de estar incómodo de rodillas, y desde que me separé de ella has conocido a otra de mis identidades. Siéntate y cuéntamelo.

Y eso hice. Y de veras que fue un placer sentarme en esa orilla, refrescándome de vez en cuando la afanosa lengua con el agua clara y fría del arroyo, y relatarle a Tzadkiel que la primera vez la había visto en las páginas del libro del Padre Inire, y que había ayudado a capturarla a bordo de su propia nave, y que ella era macho y se llamaba Zak, y que me había curado mientras yo estaba herido. Pero tú, que eres mi lector, ya conoces estas cosas (si en verdad existes) porque las he escrito aquí sin omitir nada, o al menos omitiendo muy poco.

Hablando con Tzadkiel junto al arroyo procuré ser lo más breve posible; pero ella no me lo permitía, y me instaba a tomar un desvío y otro hasta que acabé contándole la historia del angelito (sobre el cual leyera en el libro marrón) que había conocido a Gabriel, y mis infancias en la Ciudadela, en la mansión de mi padre y en la aldea llamada Famulorum, cerca de la Casa Absoluta.

Y finalmente, cuando me detuve a tomar aliento quizá por milésima vez, Tzadkiel dijo:

—No es extraño que te haya aceptado; en todas esas palabras no hay una sola mentira.

—He dicho mentiras cuando pensaba que eran necesarias, e incluso cuando no lo eran.

Ella sonrió y no dijo nada.

—Y te mentiría a ti —dije—, poderosa hierogramata, si creyera que mis mentiras salvarían a Urth.

—Ya la has salvado; empezaste a bordo de mi nave y has completado tu tarea en nuestra esfera, también sobre el mundo que llamas Yesod y dentro de él. A Tifón y Agilus, y a muchos de los demás que lucharon contra ti, el combate tiene que haberles parecido desigual; si hubieran sido sagaces, habrían comprendido que el combate ya había concluido; claro que si hubieran sido sagaces, habrían comprendido que eras nuestro siervo y no habrían luchado.

¿Entonces no puedo fracasar?

—No: no has fracasado. Podrías haber fracasado en la nave o después; pero no podías morir antes de la prueba, ni puedes morir ahora hasta que cumplas tu cometido. De no ser así te habrían matado los golpes de los guardias, o el arma de la torre o muchas cosas más. Como sabes, el poder te viene de tu estrella. Cuando ella entre en vuestro sol viejo y dé a luz el sol nuevo…

Le dije: —Me he jactado demasiadas veces de no temer a la muerte para que hoy ese pensamiento me haga temblar.

Ella asintió.

—Eso está bien. Briah es una casa poco duradera.

—Pero este lugar es Briah, o parte de ella. Es un pasaje de tu nave, el que me mostraste cuando me llevabas a mi camarote.

—En ese caso, estuviste más cerca de Yesod mientras estabas conmigo en la nave. Este arroyo es el Madregot, y corre de Yesod a Briah.

—¿Entre los universos? —pregunté—. ¿Cómo es posible?

—¿Cómo podría no ser así? La energía busca a tientas un estado inferior, siempre; lo que significa meramente que las manos del Increado juegan con los universos como las de un malabarista.

—Pero es un arroyo —protesté—. Como los arroyos de Urth.

Tzadkiel asintió. —Esos también son de energía que busca un estado inferior, y lo que se percibe está dictado por el instrumento. Si tuvieras otros ojos u otra mente verías las cosas de otra manera.

Lo pensé un rato y al fin dije: —¿Y cómo te vería a ti, Tzadkiel?

Ella había estado sentada en la orilla, junto a mí; ahora se echó en la hierba, la barbilla en las manos y las brillantes alas abiertas en la espalda como abanicos con ojos pintados.

—Dijiste que éstos eran campos de gravedad y es lo que son, entre otras cosas. ¿Conoces los campos de Urth, Severian?

—Nunca he seguido el arado, pero los conozco tanto como cualquier hombre de la ciudad.

—Suficiente. ¿Y que hay al borde de todos vuestros campos?

—Cercos de madera partida o setos, para encerrar el ganado. En las montañas, muros de piedra sin mezcla, para desanimar a los ciervos.

—¿Y nada más?

—No se me ocurre nada —dije—. Aunque tal vez los he visto con un instrumento inapropiado.

—Los instrumentos que tenéis son los apropiados para vosotros, porque ellos os han moldeado. Es otra ley. ¿Nada más?

Recordé las filas de setos y un nido de alondras que había visto entre las ramas.

—Hierbas y criaturas salvajes.

—Aquí también. Yo misma soy una criatura salvaje, Severian. Tu pensarás que me había apostado para ayudarte. Ojalá fuera cierto, aunque te ayudaré de todos modos; pero soy una parte de mí que hace mucho fue proscrita, mucho antes de la primera vez que me viste. Puede que algún día la giganta que llamas Tzadkiel, aunque yo también me llamo así, quiera que vuelva a ser parte de ella. Hasta entonces permaneceré aquí, entre las atracciones de Yesod y Briah.

»Respecto a lo que preguntaste, si tuvieras algún otro instrumento quizá me vieras como me ve ella, y entonces podrías decirme por qué razón me han exiliado. Pero mientras no veas esas cosas yo no sabré más que tú. ¿Deseas ahora volver a tu mundo de Urth?

Sí —repliqué—. Pero no a la época que he dejado. Como te he dicho, cuando volví a Urth pensaba que iba a helarse antes de que llegara el Sol Nuevo; por muy rápido que yo atrajera mi estrella, antes de que nos alcanzara pasarían muchas edades. Luego me di cuenta de que estaba en una edad que no conocía, y supuse que tendría que agotarme esperando. Ahora veo…

—Cuando hablas de ella se te ilumina la cara —me interrumpió la pequeña Tzadkiel—. Ya comprendo por qué te consideran un milagro. Llevarás el Sol Nuevo antes de dormirte.

—Si puedo sí.

—Y quieres que te ayude. —Hizo una pausa para mirarme con la expresión más seria que le había visto.— Me han tildado muchas veces de mentirosa, Severian, pero si pudiera te ayudaría.

—¿Y no puedes?

—Puedo decirte esto: el Madregot corre de la gloria de Yesod —señaló arroyo arriba— a la destrucción de Briah, hacia allá. —Volvió a señalar.— Sigue el curso del agua y estarás en un tiempo más próximo a la llegada de tu estrella.

—Si no estoy allí para guiar… Pero yo también soy la estrella. Al menos lo era. No puedo… Es como si se hubiera entumecido esa parte de mí.

—Ahora no estás en Briah, ¿recuerdas? Cuando vuelvas allí conocerás otra vez a tu Sol Nuevo… si es que todavía existe.

—¡Tiene que existir! —dije yo—. Él… yo… me necesitará, necesitará mis ojos y oídos para que le cuente qué pasa en Urth.

—Entonces sería mejor —señaló la pequeña Tzadkiel— que no remontes demasiado el arroyo. Unos cuantos pasos, tal vez.

—Cuando venía hacia aquí no lo vi. Puede que no haya caminado en línea recta.

Los pequeños hombros de Tzadkiel subieron y bajaron, moviendo con ellos los pechos minúsculos y perfectos.

—Entonces es irrelevante, ¿no? O sea que da igual este lugar que cualquier otro.


Me levanté, recordando el arroyo como lo había visto al principio.

—Se me cruzó en el camino —le dije—. No, creo que daré unos pasos aguas abajo, como sugeriste. Con un salto en el aire, ella también se levantó.

—Nadie puede saber hasta dónde lo llevará el paso siguiente.

—Una vez oí una fábula sobre un gallo —dije—. El que la contó dijo que era sólo un cuento bobo para niños, pero pienso que había en él cierta sabiduría.

Decía que el siete es un número de la suerte. Con ocho el gallo se pasó de la raya.

Di siete zancadas.

—¿Ves algo? —preguntó la pequeña Tzadkiel. —El arroyo, la hierba y a ti, nada más.

—Entonces tienes que retroceder. No lo cruces o acabarás en otro sitio. Despacio.

Volví la espalda al agua y di un paso.

—¿Ahora qué ves? Baja la mirada de los tallos de la hierba a las raíces.

—Oscuridad.

—Entonces da un paso más.

—Fuego… un mar de chispas.

—¡Otro! —Tzadkiel aleteaba a mi lado como una cometa pintada.

—Sólo tallos como de hierba común.

—¡Bien! Ahora medio paso.

Avancé con cautela. Mientras conversábamos en el prado, habíamos estado todo el tiempo en sombras; ahora fue como si una nube más negra oscureciera la faz del sol, de modo que ante mí apareció una franja de oscuridad, no más ancha que mis brazos abiertos pero profunda.

—¿Y ahora qué?

—Tengo delante el crepúsculo —le dije. Y luego, aunque más que verla la sentía—: Una puerta en penumbras. ¿Debo pasar?

—Eres tú quien decide.


Me acerqué más y me pareció que el prado estaba extrañamente inclinado, como lo había visto desde el refugio de la montaña. Aunque sólo la tenía a tres pasos detrás de mí, la música del Madregot sonaba distante.

Tenues letras flotaban en la oscuridad; sólo un momento después advertí que estaban al revés y que las más grandes componían mi nombre.

Entré en la sombra y el prado desapareció; me perdí en la noche. Tanteé con las manos y toqué una pared de piedra. La empujé y se movió, primero reacia, luego más fácilmente, aunque con la resistencia de los grandes pesos.

Como si sonara junto a mi oreja, oí el campanilleo cristalino de la risa de la pequeña Tzadkiel.

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