XXXI — Zama

Al principio no supe que era el muerto. La habitación estaba oscura, y casi igual de oscuro el exiguo rellano de afuera. Yo me había dormido a medias; al primer hachazo abrí los ojos, sólo para ver un leve destello de acero cuando con el segundo golpe asomó el filo.

Burgundofara dio un grito, y yo rodé de la cama buscando a tientas unas armas que ya no tenía. Al tercer golpe la puerta cedió. Por un instante la silueta del muerto se recortó en el vano. El hacha dio en la cama vacía. El bastidor se rompió y toda la estructura se derrumbó ruidosamente.

Al parecer había vuelto el pobre voluntario que tanto tiempo atrás yo había matado en la necrópolis, y me sentía paralizado de terror y de culpa. Cortando el aire, el hacha del muerto me pasó sobre la cabeza, mimando el silbido de la espada de Hildegrin, y se hundió en la pared de yeso con el estrépito sordo de una patada de gigante. La débil luz que entraba por el vano se extinguió un momento mientras Burgundofara escapaba.

El hacha volvió a golpear la pared, creo que a menos de un cúbito de mi oreja. Frío como una serpiente y con olor a podrido, el brazo del muerto me rozó el brazo. Luché con él movido por el instinto, no por el pensamiento.

Aparecieron bujías y una linterna. Un par de hombres casi desnudos arrebataron el hacha al muerto y Burgundofara le puso un cuchillo en la garganta. Al lado de ella estaba Hadelin con un alfanje en una mano y una vela en la otra. El posadero acercó su lámpara a la cara del muerto y la dejó caer.

—Está muerto —dije—. Sin duda habrá visto hombres así alguna vez. También a usted y a mí nos llegará el turno. —Desplacé de una patada las piernas del muerto, como nos había enseñado el maestro Gurloes; el cuerpo se desplomó junto a la lámpara apagada.

Bugundofará balbuceó: —Lo apuñalé, Severian. Pero… —El esfuerzo por no llorar le cerró la boca. Le temblaba la mano con el cuchillo ensangrentado.

Mientras yo la abrazaba, alguien gritó: —¡Mirad!

Lentamente, el muerto estaba incorporándose. Si en el suelo había tenido los ojos cerrados, ahora los abría, aunque aún con la mirada desenfocada de los cadáveres y un párpado caído. De una angosta herida en el flanco le manaba una sangre oscura.

Hadelin se adelantó con el alfanje preparado.

—Espere —dije, y lo retuve.

Las manos del muerto me buscaron la garganta. Las tomé en las mías, ya sin tenerle miedo ni sentir horror. Lo que sentía en cambio era una pena terrible, por él y por todos nosotros, pues sabía que en cierta medida estamos todos muertos, medio dormidos, como él lo estaba del todo, sordos al canto de la vida adentro y a nuestro alrededor.

Dejó caer los brazos a los lados. Le acaricié las costillas con la mano derecha y por la mano fluyó la vida, como si cada dedo fuera a desplegar unos pétalos y abrirse como una flor. Mi corazón era un motor poderoso capaz de estar siempre en marcha y estremecer el mundo con cada latido. Nunca me he sentido tan vivo como entonces, mientras le devolvía la vida.

Y lo vi; todos los vimos. Los ojos dejaron de ser cosas muertas y se volvieron órganos humanos con los cuales nos miraba un hombre. La fría sangre de la muerte, la amarga materia que mancha los bordes del tajo del carnicero, se animaba en él otra vez y chorreaba de la herida que le había hecho Burgundofara. La herida se le cerró y cicatrizó en un instante, dejando apenas una mancha carmesí en el suelo y una línea blanca en la piel. La sangre le subió a las mejillas, que se oscurecieron y encendieron.

Antes de ese momento yo habría dicho que el muerto era un hombre maduro; el joven que parpadeaba ante mí no tenía más de veinte años. Recordando a Miles, le puse un brazo en los hombros, y con las palabras suaves y lentas que habría empleado con un perro, le dije algo así como bienvenido una vez más a la tierra de los vivos.

Hadelin y los demás que habían ido a ayudarnos retrocedieron, los rostros contraídos de miedo y asombro; y yo pensé (como pienso ahora) qué extraño era que hubiesen sido tan valientes frente a un horror y tan cobardes frente a la palinodia del sino.

Quizá sólo sea que la lucha contra el mal nos lleva a trabarnos con nuestros hermanos. Por mi parte, esa noche entendí algo que me había confundido desde niño: la leyenda de que en la batalla final ejércitos enteros de demonios huirán a la mera vista de un combatiente del Increado.

El último en marcharse fue el capitán Hadelin. Se detuvo en la puerta, buscando valor para hablar o simplemente palabras; luego dio media vuelta y desapareció, dejándonos en la oscuridad.

—En algún lugar hay una vela —murmuró Burgundofara. Oí que la buscaba.

Un momento después también la vi, envuelta en una manta, encorvada sobre la mesita que había al lado de la cama rota. De nuevo brillaba la luz que había aparecido en la choza del enfermo, y ella, advirtiendo entonces su propia sombra allí delante, se dio vuelta, vio la luz y gritando echó a correr tras los demás.

No parecía de mucho provecho correr detrás de ella. Bloqueé lo mejor posible el vano con sillas y los restos de la puerta, y a la luz que jugueteaba en donde pusiera los ojos arrastré al suelo el colchón rajado, para que descansáramos el que había estado muerto y yo.

Digo descansáramos, y no durmiéramos, porque no creo que ninguno de los dos haya dormido; una o dos veces yo dormité, pero me desperté y lo vi pasearse a lo largo de la habitación en trayectos no confinados por las cuatro paredes. Cada vez que cerraba los ojos, me pareció, se me volvían a abrir para ver cómo brillaba mi estrella en el techo. El techo se había vuelto transparente como una gasa, y yo veía la estrella disparada hacia nosotros, y no obstante infinitamente remota; y al fin me levanté y abrí los postigos, y me asomé a la ventana.

Era una noche clara y fría; cada estrella del firmamento parecía una gema. Descubrí que sabía dónde estaba la mía, tal como los grises gansos salvajes, que aunque sólo los oigamos gritar a través de una legua de niebla, siempre saben dónde posarse. O mejor dicho, sabía dónde tenía que estar mi estrella; pero al mirar sólo vi la oscuridad infinita. En cada rincón del cielo había una densa trama de estrellas, como diamantes en la capa de un maestro; y acaso pertenecieran, las estrellas, a algún insensato mensajero tan desolado y perplejo como yo. Pero ninguna era mía. La mía estaba allí (en algún lugar), lo sabía, aunque no fuera posible verla.

Cuando uno escribe una crónica como ésta, siempre quiere describir procesos; pero hay hechos que no se desarrollan como un proceso, que ocurren de una vez: no son, y por lo tanto son. Así pasaba ahora. Imaginad un hombre parado frente a un espejo; cae una piedra, y en un instante el espejo se hace añicos.

Y el hombre comprende que es él mismo, no el hombre reflejado que había creído ser.

Eso me pasaba a mí. Había sabido que era la estrella, un faro en la frontera entre Yesod y Briah, recorriendo la noche. Luego la certeza se desvaneció y volví a ser un hombre apoyado en un alféizar, un hombre aterido y empapado de sudor, temblando de oír cómo se movía por la pieza el hombre que había estado muerto.

La ciudad de Os estaba en tinieblas: la verde Luna acababa de ponerse detrás de colinas oscuras, más allá del negro Gyoll. Miré el lugar donde habían estado Ceryx y su público, y en la penumbra me pareció divisar algún rastro de ellos. Llevado por un impulso que no habría sabido explicar, retrocedí a la habitación y me vestí; luego me subí al alféizar y salté a la calle enfangada.

El impacto fue tan severo que por un momento temí haberme quebrado un tobillo. En la nave yo había sido liviano como un lanugo, y tal vez la pierna nueva me había dado una confianza excesiva. Ahora me daba cuenta de que tendría que aprender de nuevo cómo saltar en Urth.

Como las estrellas se habían velado de nubes, tuve que buscar a tientas lo que había visto desde arriba; pero descubrí que no me había equivocado. Un candelabro de latón sostenía los goteantes restos de una vela de cera que ninguna abeja habría reconocido. En la alcantarilla yacían juntos los cuerpos de un gatito y un pájaro pequeño.

Mientras los examinaba, el hombre que había estado muerto se plantó de un salto a mi lado, arreglándoselas para caer mejor que yo. Le hablé, pero no contestó; me alejé un poco por la calle. Me siguió dócilmente.

A esas alturas yo no tenía ganas de dormir, y una sensación que no estoy tentado de llamar irrealidad —el júbilo de saber que mi ser ya no residía en la marioneta de carne que la gente acostumbraba llamar Severian, sino en una remota estrella con suficiente energía para hacer florecer diez mil mundos— había lavado la fatiga que sintiera después de restaurar al hombre muerto. Recordé cuánto habíamos andado con Miles cuando ninguno de los dos habría debido dar un paso, y supe que ahora las cosas eran diferentes.

—Ven —dije—. Echaremos un vistazo a la ciudad, y no bien la primera cantina quite el cerrojo te convidaré a un trago.

No me respondió. Cuando lo conduje a un sitio donde brillaban las estrellas, puso la cara de alguien que se asombra en medio de sueños extraños.

Si describiera nuestros vagabundeos en detalle, lector, sin duda te aburrirías; pero para mí no fue aburrido. Caminamos por las cumbres de las colinas, hacia el norte, hasta topar con la muralla de la ciudad, una cosa destartalada cuya construcción parecía tanto producto del orgullo como del miedo. De vuelta caminamos por callejuelas acogedoras, tortuosas, bordeadas de casas a medias de madera, para llegar al río justo cuando a nuestras espaldas apuntaba sobre los techos la primera luz del nuevo día.

Mientras paseábamos admirando los veleros de muchos palos, nos paró un viejo, madrugador y (como tantos otros viejos) sin duda hombre de mal dormir.

—¡Caray, Zama! —exclamó—. Zama, muchacho, me dijeron que habías muerto.

Me reí, y al oír mi risa el hombre que había estado muerto sonrió.

El viejo cloqueó: —Vaya, en tu vida has tenido mejor aspecto.

Yo pregunté: —¿Cómo dijeron que murió?

—¡Ahogado! La barca de Pinian zozobró cerca de la isla de Baiulo. Eso oí al menos.

—¿Tiene mujer? —Viendo la curiosa mirada del viejo, añadí:— Es que lo conocí anoche, bebiendo, y me gustaría dejarlo en algún lugar. Me temo que se mandó a bodega un poco más de lo que le cabe.

—Familia no tiene. Le alquila una habitación a Pinian. La patrona de Pinian se lo cobra de la paga. —Me dijo cómo llegar y reconocer la casa, que parecía sórdida por demás.— Pero yo no iría tan temprano, con éste tan así de perdido. Seguro como un remo que Pinian le sacude el polvo. —Meneó la cabeza, maravillado.— ¡Caray, todo el mundo oyó que habían traído el cadáver de Zama después de sacarlo del agua!

Sin saber qué decir, comenté: —Uno nunca sabe a quién creerle. —Y después, conmovido por el deleite con que aquel viejo infeliz descubría aún vivo a un joven fuerte, le puse una mano en la cabeza y murmuré una serie de frases deseándole fortuna en esta vida y la próxima. Era una bendición que de vez en cuando había dado como Autarca.

No había pretendido hacer nada, y sin embargo el efecto fue extraordinario. Cuando retiré la mano pareció que los años lo hubieran estado cubriendo como polvo y que unas invisibles paredes se hubieran derrumbado para dejar paso al viento; los ojos se le pusieron como platos y cayó de rodillas.

Cuando ya estábamos a cierta distancia me volví a mirarlo. Seguía arrodillado, mirándonos fijamente, pero ya no era viejo. Tampoco joven: era simplemente un hombre en esencia, un hombre libre de la espiral del tiempo.

Aunque no habló, Zama me puso el brazo en los hombros. Yo hice lo mismo, y abrazados así subimos por la calle que la tarde anterior yo había tomado con Burgundofara, y la encontramos desayunando junto con Hadelin en la sala común de La Cazuela.

Загрузка...