XXXIII — A bordo del Alcyone

Era un jabeque, bajo en el agua y angosto en el combés. El palo de trinquete llevaba una inmensa vela latina, el mayor tres velas cuadradas que podían bajarse a la cubierta para arrizarlas y el de mesana una cangreja con una gavia cuadrada encima. La botavara de la cangreja se prolongaba en un mástil, de modo que en las ocasiones festivas (y al parecer Hadelin consideró que nuestra partida lo era) se podía colgar sobre el agua un estandarte muy ornamentado. En las puntas de los palos ondeaban banderas de dibujo parecido, que hasta donde yo sabía no representaban a nación alguna de Urth.

La verdad es que navegar tiene algo de irresistiblemente festivo, siempre y cuando se haga de día y con buen tiempo. A cada momento tenía la impresión de que íbamos a zarpar, y a cada momento el corazón se me aligeraba. Me parecía que era incorrecto estar contento, que habría debido sentirme infeliz y exhausto, como en realidad me había sentido al mirar el cuerpo del pobre Zama y luego durante un tiempo más. Sin embargo había podido seguir así. Me subí la capucha tal como una vez, sonriendo, me había subido la de la capa de torturador mientras marchaba al exilio bordeando la Vía de Agua, y aunque esta capa (que había tomado de mi camarote en la nave de Tzadkiel una mañana ahora tan remota como el primer amanecer de Urth) era fulígena por pura casualidad, sonreí una vez más al darme cuenta de que la Vía de Agua se extendía a lo largo de ese mismo río y de que el agua que batía nuestro casco pronto llenaría sus oscuros brocales.

Temiendo que Burgundofara volviera de pronto o algún marinero me viese la cara, subí los pocos escalones que llevaban al alcázar y descubrí que habíamos zarpado mientras yo estaba a solas con mis pensamientos. Os había quedado muy atrás, y se habría perdido de vista si la atmósfera no fuera clara como hialita. Bien conocía yo sus desgraciadas calles y su gente viciosa; pero en el chispeante aire matinal, la tambaleante muralla y las torres destartaladas me parecieron las de una ciudad tan encantada como la que había visto en el libro marrón de Thecla. Recordaba la historia, desde luego, como recuerdo todo; y empecé a contármela, apoyado en la baranda y susurrando las palabras mientras miraba desvanecerse la ciudad, acunado por el suelto balanceo de nuestro velero, que apenas se escoraba bajo la más leve de las brisas.


EL CUENTO DE LA CIUDAD QUE OLVIDÓ A FAUNA

Hace mucho tiempo, cuando el arado era reciente, nueve hombres remontaron un río en busca de un terreno donde establecer una ciudad nueva. Después de fatigarse muchos días remando entre meros yermos, llegaron a un lugar donde una anciana había construido una choza de madera y había plantado un jardín.

Allí vararon la barca, pues las provisiones que llevaban se habían acabado y hacía muchos días que sólo comían lo que pudieran pescar y bebían nada más que agua del río. La anciana, que se llamaba Fauna, les dio hidromiel y melones maduros, alubias blancas, negras y rojas, zanahorias y nabos, pe— pinos gruesos como un brazo, manzanas, cerezas y albaricoques.

Aquella noche durmieron junto al fuego de ella; y por la mañana, mientras recorrían la tierra comiendo fresas y uvas, vieron que allí había todo lo necesario para construir una gran ciudad: de las montañas podía transportarse piedra en balsas de troncos, abundaba el agua buena y la riqueza del suelo engendraba retoños verdes en todas las semillas.

Entonces deliberaron. Algunos dijeron que apremiaba matar a la anciana. Otros, más compasivos, que sólo debían dejarla de lado. Otros más propusieron engañarla de un modo u otro.

Pero el jefe era un hombre piadoso que dijo:

—Estad seguros de que, si cometemos alguna de esas maldades, el Increado no dejará que pase inadvertida; porque ella nos ha acogido y nos ha dado todo lo que posee salvo la tierra. Ofrezcámosle nuestro dinero. Quizá lo acepte, pues ignora el valor de lo que tiene.

Así que lustraron cada trozo de cobre o latón, los pusieron en una bolsa y se la ofrecieron a la anciana. Pero ella la rechazó, porque amaba su hogar.

—Atémosla y metámosla en uno de sus barriles —dijeron algunos—. Luego, para librarnos de ella, sólo tendremos que empujar el barril a la corriente; ¿y quién de nosotros tendrá sangre en las manos?

El jefe sacudió la cabeza.

—Seguro que su fantasma será la maldición de nuestra nueva ciudad —les dijo.

De modo que añadieron su plata al dinero de la bolsa y se la ofrecieron de nuevo; pero, como antes, la anciana la rechazó.

—Es vieja —dijo uno—, y según la naturaleza ha de morir pronto. Me quedaré aquí un tiempo mientras vosotros volvéis a vuestras casas. Cuando ella muera, iré yo también a llevaros la noticia.

El jefe meneó la cabeza, pues en los ojos del que había hablado veía asesinato; y al fin añadieron a la bolsa el oro que tenían (que no era mucho) y una vez más se la ofrecieron a la anciana. Pero ella, que amaba su hogar, la rechazó como antes.

Entonces el jefe le dijo: —Dinos qué aceptarás a cambio de este lugar. Porque te prevengo que lo conseguiremos como sea, y no puedo retener a los otros mucho más.

Y la anciana se concentró y pensó largo rato, y por fin dijo: —Cuando construyáis la ciudad, en el centro pondréis un jardín con árboles que den flores y frutos, y también con plantas modestas. Yen el centro de ese jardín alzaréis una estatua mía hecha de materiales preciosos.

Ellos accedieron de buena gana, y cuando regresaron al lugar con sus esposas e hijos no vieron a la anciana por ningún lado. La choza, el palomar y las conejeras las usaron como leña, y mientras construían la ciudad se deleitaron con los alimentos que ella había dejado. Pero en el centro de la ciudad, como habían jurado, hicieron un jardín; y aunque no era un jardín grande, juraron que lo agrandarían cada vez más. En medio del jardín alzaron una estatua de madera pintada.

Pasaron los años; la pintura se despegó, y en la madera se abrieron grietas. En los parterres crecían hierbajos, aunque siempre había algunas ancianas que los arrancaban para plantar caléndulas y malvalocas, y esparcían migas para las palomas que se posaban en los hombros de la figura de madera.

La ciudad se dio un nombre majestuoso y desarrolló murallas y torres, aunque las murallas eran pequeñas para impedir que entraran los mendigos y en los puestos de guardia de las torres anidaban las lechuzas. Ni viajeros ni campesinos usaban el nombre majestuoso: los primeros la llamaban Pestis y las Otros Urbis. Pero muchos mercaderes y muchos forasteros se asentaron en ella, y la ciudad creció hasta alcanzar los talones de las montañas, y los campesinos vendieron sus tierras y prados y se hicieron ricos.


Al fin cierto mercader compró el enmarañado jardincito del centro del Barrio Antiguo y sobre los parterres construyó galerías y tiendas. Como la leña era cara, quemó los viejos, nudosos manzanos y moreras; y al fin quemó la figura de la mujer y de la madera salieron hormigas que estallaron entre los tizones.

Cuando la cosecha era escasa, los padres de la ciudad tomaban el maíz que había y lo distribuían al precio del año anterior; pero un año no hubo cosecha. Los mercaderes pidieron saber con qué derecho los padres de la ciudad hacían eso, pues ellos deseaban vender el poco maíz que hubiese al precio del mercado.

Impulsados por los mercaderes, los muchos pobres de la ciudad también protestaron, reclamando pan a costo público. Entonces los padres de la ciudad recordaron que sus padres les habían enseñado el nombre con el que gobernaban la ciudad, pero ninguno consiguió pronunciarlo. Hubo lucha y muchos incendios —pero nada de pan—, y antes de que el último incendio se apagara muchos habían dejado la ciudad para buscar bayas y cazar conejos.

Hoy la ciudad está en ruinas, y sus torres desmoronadas; pero se dice que queda una anciana que en el centro, entre los destartalados muros, ha hecho un jardín.


Cuando murmuré las palabras que acabo de escribir, Os había casi desaparecido; pero yo permanecí donde estaba, apoyado en la baranda del pequeño alcázar, cerca del codaste, mirando el río que brillaba atrás, al noreste.

Esa parte del Gyoll, debajo de Thrase pero sobre Nessus, es muy diferente de la que está debajo de Nessus. Aunque ya trae desde las montañas una carga de limo, es demasiado fluido como para atascar el cauce; y por esto, y porque está confinado entre montañas rocosas, durante unas doscientas leguas corre derecho como una pértiga.

Las velas nos habían llevado al centro de la corriente, donde un velero podía recorrer tres leguas en una guardia; bien ceñidas, apenas dejaban lugar suficiente para que el timón mordiera el agua turbulenta. El mundo superior estaba hermoso, alegre y pleno de sol, aunque muy al este había una mancha negra no más grande que mi pulgar. De tanto en tanto la brisa que colmaba las velas se apagaba, y las extrañas, tiesas banderas dejaban de sacudirse y caían inertes en los mástiles.

Yo tenía conciencia de que cerca de mí había dos marineros acuclillados, pero suponía que estaban de guardia, dispuestos a orientar la mesana (el palo de mesana pasaba por la cubierta superior) si era preciso. Cuando por fin me volví con la intención de ir a proa, me estaban mirando; los reconocí a los dos.

—Lo hemos desobedecido, sieur —balbuceó Declan—. Pero fue porque nos dio la vida y lo amamos. Discúlpenos, se lo ruego. —No era capaz de mirarme a los ojos.

Herena asintió. —Mi brazo se desesperaba por seguirlo, sieur. Cocinará, lavará y barrerá para usted… Hará lo que usted le ordene. —Como yo no decía nada, agregó:— Son mis pies, que se rebelan. Cuando usted se va no quieren estarse quietos.

Declan dijo: —Hemos oído lo que le profetizó a Os. Yo no sé escribir, sieur, pero me acuerdo de todo y encontraré a alguien que sepa. La maldición que echó usted sobre esa ciudad maligna no será olvidada.

Me senté en la cubierta frente a ellos.

—No siempre es bueno dejar la tierra natal.

Herena extendió la mano ahuecada —la mano que yo le había moldeado— y la volvió hacia abajo.

—¿Cómo va a ser bueno encontrar al señor Urth y luego perderlo? Además, si me hubiese quedado con Madre no habría podido escapar. Pero aunque me pidiera en matrimonio un optimate, yo lo seguiría a usted adonde fuera.

—¿Me siguió también tu padre? ¿O algún otro? No os quedaréis conmigo si no decís la verdad.

—Yo no le mentiría nunca, sieur. No, nadie más. Me habría dado cuenta.

—¿Realmente me seguiste, Herena? ¿O corristeis los dos delante de mí, como tú cuando nos viste bajar de la nave voladora?

Declan dijo: —Ella no quería mentir, sieur. Es una buena chica. Era una forma de hablar, nada más.

—Ya lo sé. ¿Pero os adelantasteis?

Declan asintió. —Sí, sieur. Ella me dijo que el día anterior usted y la mujer habían hablado de ir a Os. Así que cuando ayer no nos dejó acompañarlo… —Hizo una pausa, frotándose la barbilla grisácea mientras rumiaba la decisión que lo había llevado a dejar la aldea.

—Nosotros fuimos primero, sieur —concluyó Herena simplemente—. Dijo que nadie iría con usted salvo la mujer y que nadie podía seguirlo. Pero no dijo que no podíamos ir a Os de ninguna manera. Nos marchamos mientras Anian y Ceallach le hacían el bastón.

—O sea que llegasteis antes que nosotros. Y hablasteis con la gente, ¿no? Le contasteis lo que había pasado en vuestras aldeas.

—No teníamos mala intención, sieur —dijo Herena.

Declan asintió. —Debería decir que no la tenía yo. En realidad no fue ella quien habló, al menos mientras no le preguntaron. Fui yo, que siempre he sido tan lento de palabra. Sólo que cuando hablo de usted, no lo soy, sieur. —Tragó aire, y enseguida continuó:— A mí me han pegado, sieur. Dos veces los recaudadores de impuestos, una la ley. La segunda vez fui el único hombre de Gurgustii que luchó, y me dieron por muerto. Pero si usted quiere castigarme, no tiene más que decirlo. Si usted lo ordenara me tiraría al agua ahora mismo, aunque no sé nadar.

Meneé la cabeza.

—No tuviste mala intención, Declan. Gracias a ti Ceryx supo de mí y el pobre Zama tuvo que morir por segunda vez, y por tercera. Pero ignoro si fue todo para bien o para mal. No sabremos si algo ha sido bueno o malo hasta que no lleguemos al final del tiempo. De los que actúan sólo podemos juzgar las intenciones. ¿Cómo supisteis que íbamos a tomar este barco?

Se estaba levantando viento; Herena se envolvió mejor en su estola.

—Nos habíamos ido a dormir, sieur…

—¿En una posada?

Declan carraspeó. —No, sieur, en un tonel. Pensamos que si llovía no íbamos a mojarnos. Y además yo podía dormir a la entrada y ella en el fondo, para que nadie la agarrara sin pasar por encima de mí. Había gente que no quería, pero cuando les expliqué nos dejaron.

—Derribó a dos a puñetazos, sieur —dijo Herena—, pero creo que no les hizo daño. Se levantaron de nuevo y huyeron.

—Luego, sieur, hacía un rato que dormíamos cuando vino a despertarme un muchacho. Era mozo en la posada donde estaba usted, sieur, y quería contarme que le había servido la bebida y que usted había resucitado a un muerto. Entonces ella y yo fuimos a ver. En la taberna había un montón de gente, todos hablando de lo que había pasado, y algunos nos conocían porque ya les habíamos contado de usted. Como el mocito, sieur. Nos convidaron cerveza porque no teníamos dinero, sieur, y nos dieron huevos duros y sal, que para los que beben allí es gratis. Y ella oyó a un hombre decir que usted y la mujer zarpaban mañana en el Alcyone.

Herena asintió. —Así que esta mañana vinimos. El tonel no estaba lejos del muelle, sieur, y no bien hubo luz yo desperté a Declan. Aunque el capitán todavía no estaba, había un hombre a cargo, sieur, y cuando dijimos que si nos tomaban trabajaríamos, el hombre dijo de acuerdo, y ayudamos a subir cosas. Lo vimos venir, sieur, y lo que pasó en la orilla, y desde entonces tratamos de estar siempre cerca de usted.

Yo asentí, aunque miraba hacia la proa. Hadelin y Burgundofara habían subido y estaban en el castillo. A ella el viento le apretaba al cuerpo la raída ropa de marinera, y recordando el cuerpo pesado y musculoso de Gunnie me asombró que fuera tan delgada.


—Esa mujer… —susurró Declan con voz ronca—. Justo aquí abajo, sieur… Y el capitán…

—Ya sé —le dije—. Anoche en la posada también se acostaron juntos. No tengo nada que reclamarle. Es libre de hacer lo que quiera.

Burgundofara se volvió un momento, alzando la mirada a las velas (que ahora estaban plenas, como preñadas), y se rió de algo que le había dicho Hadelin.

Загрузка...