Capítulo nueve

La Rusia isabelina

Cuando hay que organizar una fiesta de primera categoría, Isabel no deja nada en manos del azar. La mañana de la ceremonia nupcial, ha asistido al tocado de Catalina, la ha examinado desnuda de la cabeza a los pies, ha dado instrucciones a las doncellas encargadas de vestirla, ha discutido con el peluquero sobre la mejor forma de ondularle el pelo, ha escogido, sin admitir discusión, el vestido de brocado de plata, de falda ancha, mangas cortas y con una cola con rosas bordadas; luego, tras vaciar su joyero, ha completado el arreglo con collares, pulseras, anillos, broches y pendientes, cuyo peso dificulta todo movimiento e impone a la gran duquesa un porte hierático. El gran duque también está condenado al tejido de plata y la joyería imperial. Sin embargo, del mismo modo que su prometida podría parecer una visión celestial, él, con su aspecto de mono disfrazado de príncipe, mueve a la risa. Los bufones habituales de Su Majestad Ana Ivánovna resultaban menos divertidos cuando hacían muecas que él cuando intenta aparentar seriedad.

El cortejo atraviesa San Petersburgo en medio de una bulliciosa multitud que se prosterna al paso de los carruajes, se santigua precipitadamente y salmodia votos de felicidad dirigidos a la joven pareja y a la zarina. Jamás ha habido tantos cirios encendidos en la catedral de Nuestra Señora de Kazan. Durante toda la liturgia, Isabel está sobre ascuas. Teme en cualquier momento una de esas inconveniencias a las que tan aficionado es su sobrino en las circunstancias más graves. Pero el oficio se desarrolla sin tropiezos, incluido el intercambio de anillos. Al escuchar las últimas palabras del sacerdote, la zarina exhala un suspiro de alivio. Después de haber estado a punto de quedarse anquilosada por permanecer horas de pie en la iglesia, está impaciente por estirar las piernas en el baile que, como es habitual, rematará los festejos. Sin embargo, pese a lo mucho que disfruta bailando, no olvida que lo esencial del asunto no es la bendición, y todavía menos los minués y las polonesas, sino el acoplamiento que, en principio, muy pronto tendrá lugar. A las nueve de la noche, decide que ha llegado el momento de que se retiren los recién casados e interrumpe la fiesta. En su papel de concienzuda señora de compañía, los conduce a los aposentos conyugales. Varias damas de honor, excitadísimas, los escoltan. El gran duque desaparece discretamente para ponerse la ropa de dormir y las doncellas de la gran duquesa aprovechan la ausencia temporal de su marido para ponerle a la joven un camisón de sugestivas transparencias y un ligero gorro de encaje, y meterla en la cama ante la mirada atenta de la emperatriz. Cuando Su Majestad considera que la «pequeña» está «a punto», sale con una lentitud teatral. A decir verdad, deplora que la decencia le impida presenciar la continuación. Preguntas absurdas la atormentan. ¿En qué estado se encuentra su sobrino unos minutos antes de la prueba? ¿Posee suficiente energía viril para contentar a esa criatura inocente? ¿Serán capaces de amarse, tanto uno como otro, sin sus consejos? Antes de salir de la habitación, ha observado que Catalina tenía una expresión atemorizada y que un velo de lágrimas le empañaba los ojos. Por supuesto, ella sabe que ese tipo de temor virginal no puede sino excitar el deseo de un hombre normalmente constituido. Pero ¿el gran duque lo es? ¿No padece ese ser de temperamento excéntrico una impotencia que ninguna mujer sería capaz de curar? Al reunirse con Alexéi Razumovski al término de un día agotador, Isabel se felicita por no tener que hacerse la misma pregunta sobre ellos dos.

Durante los días siguientes, intenta en vano sorprender en la mirada de Catalina algo que denote la existencia de un entendimiento físico. Pero la joven esposa parece cada vez más pensativa y desilusionada. Cuando interroga a sus camaristas, Isabel se entera de que el gran duque Pedro, tras reunirse por la noche con su mujer en la cama, en lugar de acariciarla, se entretiene jugando con figuritas de madera posadas en la mesita de noche. Y muchas veces, añaden, con la excusa de que le duele la cabeza, deja sola a la gran duquesa para irse a beber y a reír con unos amigos a la estancia contigua. Y también se divierte haciendo que los criados caminen como si estuvieran desfilando. Son niñerías, por supuesto, pero no dejan de resultar ofensivas, e incluso inquietantes, para una esposa que lo que quiere es que le hagan sentir como mujer.

Pero, en tanto que Catalina permanece insatisfecha junto a un marido languideciente, su madre pierde la vergüenza sin ningún reparo. En unos meses pasados en San Petersburgo, ha encontrado la manera de convertirse en amante del conde Iván Betski. Se dice que está embarazada de este gentilhombre y que, si bien la gran duquesa está tardando en dar un heredero al imperio, su querida mamá va a ofrecerle a ella un hermanito o una hermanita en un futuro próximo. Indignada por la indecencia de esa mujer que, en consideración a Catalina, debería haber moderado sus ardores durante su estancia en Rusia, Isabel la invita firmemente a abandonar el país al que no ha llevado sino deshonor ynecedad. Tras una escena patética de excusas yjustificaciones, que la zarina escucha con un desprecio glacial, Johanna hace las maletas y regresa a Zerbst sin despedirse de su hija, cuyos reproches teme.

Pese a que durante todo este tiempo estaba consternada por las insensateces de su madre, Catalina se siente tan sola tras la marcha de Johanna que su melancolía se transforma en una desesperación silenciosa. Isabel, testigo de esta congoja, se empeña en creer que, viendo a su mujer desdichada, Pedro se acercará a ella, y que las lágrimas de Catalina conseguirán lo que ésta no ha sabido despertar en él mediante la coquetería. Sin embargo, la falta de entendimiento entre los esposos se acentúa de día en día. Herido en su amor propio por no poder cumplir con su deber conyugal, como Catalina le invita a hacer todas las noches con gestos tiernamente provocativos, Pedro se venga afirmando, con un cinismo soldadesco, que ama fuera del matrimonio e incluso que mantiene una relación de la que no puede prescindir. Le habla de algunas de sus damas de honor, que según él le prodigan sus favores. En su deseo de humillarla, lleva la insolencia al extremo de burlarse de su sumisión a la religión ortodoxa y de su respeto por la emperatriz, esa desvergonzada que airea sus relaciones con el antiguo mujik Razumovski. Los excesos de Su Majestad son, dice Pedro, la comidilla de todos los salones de la capital.

A Isabel le harían cierta gracia los altercados de la pareja granducal, si su nuera tuviera el acierto de quedarse embarazada entre un enfado y otro. Pero, al cabo de nueve meses de vida marital, la joven tiene el vientre tan plano como el día de la boda. ¿Será todavía virgen? Isabel se toma esta esterilidad prolongada como un atentado a su prestigio personal. En un acceso de cólera, convoca a su improductiva hija política, la hace única responsable de que no se haya consumado el matrimonio, la acusa de frigidez y de torpeza, y, repitiendo las quejas del canciller Alexéi Bestújiev, llega incluso a afirmar que Catalina comparte las ideas políticas de su madre y trabaja en secreto para el rey de Prusia.

Por más que la gran duquesa protesta y llora ante su suegra, inopinadamente convertida en furia, Isabel, más soberana que nunca, le anuncia que en lo sucesivo el gran duque yella tendrán que portarse bien, que su vida, tanto íntima como pública, estará sometida a reglas estrictas, redactadas en forma de «instrucciones» por el canciller Bestújiev, yque «dos personas distinguidas» garantizarán la ejecución de este programa: «un maestro y una maestra de corte», nombrados por Su Majestad. El maestro de corte se encargará de enseñarle a Pedro el decoro, el lenguaje correcto y las ideas sanas que corresponden a su estado. La maestra de corte incitará a Catalina a plegarse, en toda circunstancia, a los dogmas de la religión ortodoxa; le prohibirá la menor intrusión en el terreno de la política, alejará de ella a los jóvenes que podrían apartarla del amor conyugal y le enseñará ciertos trucos femeninos para despertar el deseo de su esposo, a fin de que, «de este modo, un vástago de nuestra altísima casa pueda ser engendrado», se lee en el documento. [56]

Para poner en práctica estas disposiciones draconianas, se prohíbe a Catalina escribir directamente a nadie. Todas sus cartas, incluidas las destinadas a sus padres, son previamente sometidas al examen del Colegio de Asuntos Exteriores. Al mismo tiempo, se aleja de la corte a los pocos gentileshombres cuya compañía a veces la distrae en su soledad y su tristeza. Así, tres Chernichov -dos hermanos y un primo-, apuestos y de trato agradable, son enviados como tenientes, por orden de Su Majestad, a regimientos acantonados en Orenburg. La maestra de corte, a quien corresponde meter en vereda a Catalina, es una prima hermana de la emperatriz, María Choglokov, y el maestro de corte no es otro que el marido de ésta, un hombre influyente, en la actualidad enviado en comisión a Viena. Este matrimonio modelo está destinado a servir de ejemplo a la pareja granducal. María Choglokov es un dechado de virtud, puesto que está consagrada a su esposo, es tenida por piadosa, lo ve todo por los ojos de Bestújiev y a los veinticuatro años ya ha tenido cuatro hijos. En caso necesario, se añadirá a los Choglokov un mentor suplementario, el príncipe Repnín. También él tendrá que iniciar a Sus Altezas en la obediencia, la devoción y la supremacía rusa.

Con tales bazas en la mano, Isabel está segura de que logrará domeñar y juntar a ese matrimonio desunido. Sin embargo, no tarda en darse cuenta de que tan difícil resulta despertar el amor recíproco en una pareja desavenida como instaurar la paz entre dos países con intereses enfrentados. Tanto en el mundo como en su casa reinan las incomprensiones, las rivalidades, las exigencias, los enfrentamientos y las rupturas.

Durante una sucesión de amenazas de guerra y escaramuzas locales, de tratados chapuceros y concentraciones de tropas en las fronteras, se consigue, tras unas victorias de los ejércitos franceses en las Provincias Unidas, que Isabel acepte enviar un cuerpo expedicionario a los confines de Alsacia. Sin iniciar las hostilidades contra Francia, incita a ésta a mostrarse menos intransigente en las negociaciones con sus adversarios. El 30 de octubre de 1748, por el tratado de paz de Aquisgrán, Luis XV renuncia a conquistar los Países Bajos y Federico II conserva Silesia. La zarina, por su parte, sale del trance sin haber ganado ni perdido nada, pero habiendo decepcionado a todos. El único soberano que puede felicitarse por este acuerdo es el rey de Prusia.

Pero, a la sazón, Isabel está convencida de que Federico II mantiene en San Petersburgo, dentro de los propios muros de palacio, a uno de sus partidarios más eficientes y peligrosos: el gran duque Pedro. Su sobrino, al que la zarina nunca ha soportado, le resulta cada día más extraño y odioso. «Mi sobrino me ha decepcionado enormemente… Es un monstruo, ¡que el diablo se lo lleve!», le confiesa a Razumovski. Para sanear el ambiente germanófilo de que se rodea el gran duque, Isabel se dedica a eliminar de su séquito a los gentileshombres del Holstein y a alejar a los que intentan reemplazarlos. No queda uno solo, ni siquiera el ayuda de cámara de Pedro, un tal Rombach, que no sea encarcelado con un pretexto fútil. Pedro se consuela de estas vejaciones entregándose a extravagantes y caprichosas actividades. No se separa de su violín, cuyas cuerdas se pasa horas rascando hasta destrozar los oídos de su esposa. Habla de un modo tan deshilvanado que, en ocasiones, Catalina cree que se ha vuelto loco y le entran ganas de salir huyendo. Si Pedro la ve ocupada leyendo, le arranca el libro de las manos y le ordena que juegue con él a representar una batalla con los soldados de madera que colecciona. Llevado por su reciente pasión por los perros, instala una decena de ellos en el dormitorio conyugal, pese a las protestas de Catalina. Al quejarse ella de los ladridos y el olor, la insulta y se niega a renunciar a su jauría. En su aislamiento, Catalina busca en vano un amigo o, al menos, un confidente. Acaba por conformarse con el médico de la emperatriz, el inamovible Lestocq, que le demuestra interés e incluso simpatía. Espera haberlo convertido en su aliado, tanto contra la «camarilla de los prusianos» como contra Su Majestad, que sigue reprochándole su infecundidad cuando no es ella la responsable. Dado que se le impide escribir libremente a su madre, recurre al médico para enviar las cartas, a través de vías seguras, a su destinataria. Pero Bestújiev, que detesta a Lestocq por ver en él un rival potencial, está encantado de enterarse por sus espías de que el «medicastro», transgrediendo las instrucciones imperiales, hace favores a la gran duquesa. Valiéndose de esta información, acude a Razumovski y acusa a Lestocq de ser un agente a sueldo de las cancillerías extranjeras y de trabajar para desprestigiar al «gran favorito» ante Su Majestad. Esta delación concuerda con las denuncias de un secretario del médico de corte, un tal Chapuzot, quien, sometido a tortura, confiesa todo lo que se le pide. Ante este conjunto de indicios más o menos probatorios, Isabel se pone en guardia. Desde hace varios meses, evita ponerse en manos de Lestocq. Si ya no es de confianza, debe pagar por ello.

La noche del 11 al 12 de noviembre de 1748, Lestocq es arrancado bruscamente de su sueño y conducido a la fortaleza San Pedro y San Pablo. Una comisión especial presidida por Bestújiev en persona, con el general Apraxin y el conde Alexandr Shuválov como asesores, acusa a Lestocq de haberse vendido a Suecia y a Prusia, de mantener correspondencia clandestina con Johanna de Anhalt-Zerbst, madre de la gran duquesa Catalina, y de conspirar contra la emperatriz de Rusia. Tras ser sometido a tortura, y pese a jurar ser inocente, será deportado a Úglich y privado de todos sus bienes. Sin embargo, en un rasgo de tolerancia, Isabel permite que la mujer del condenado se reúna con él en la prisión y más tarde en el exilio. Tal vez incluso se compadece de la suerte de ese hombre al que, por principio real, ha tenido que castigar cuando conserva un excelente recuerdo de la solicitud que siempre le ha demostrado estando a su servicio. Sin ser buena, es sensible e incluso sentimental. Incapaz de mostrarse indulgente, se siente completamente dispuesta a verter lágrimas por las víctimas de una epidemia en un país lejano o por los desdichados soldados que arriesgan su vida en las fronteras del imperio. Como casi siempre adopta una actitud campechana y risueña, sus súbditos, olvidando los suplicios, las expoliaciones y las ejecuciones ordenadas durante su reinado, suelen llamarla «la Clemente». Hasta sus damas de honor, a las que a veces obsequia con un bofetón o con un insulto que haría sonrojar a un granadero, se enternecen cuando les dice, después de haberlas castigado injustamente: Vinovata, mátushka! («¡Lo siento, madrecita!») Pero con quien se muestra más afectuosa y atenta es con su marido morganático, Razumovski. Cuando hace frío, le abrocha la pelliza, procurando que todos los que están a su alrededor se fijen en este gesto de solicitud conyugal. Si se encuentra inmovilizado en el sillón debido a un ataque de gota, cosa que le sucede con frecuencia, ella sacrifica citas importantes para hacerle compañía. En el palacio no se reanuda la vida normal hasta que el enfermo se cura.

No obstante, Isabel se permite engañarlo con hombres jóvenes y vigorosos, como los condes Nikita Panín y Sergéi Saltikov. Aunque, de todos sus amantes ocasionales, el que goza de su preferencia es el sobrino de los Shuválov, Iván Ivánovich. Lo que la atrae de este nuevo elegido es, aparte de la apetitosa frescura de su cuerpo, por supuesto, su instrucción y sus conocimientos de Francia. Ella que no lee jamás, está maravillada de verlo tan impaciente por recibir los últimos libros que le han mandado de París. Tiene veintitrés años y se cartea con Voltaire, dos cualidades que, desde el punto de vista de Su Majestad, lo distinguen del común de los mortales. Junto a él, tiene la impresión de sacrificarlo todo al amor y a la cultura. ¡Y sin cansarse ni la vista ni el cerebro! Iniciarse en los esplendores del arte, de la literatura y de la ciencia entre los brazos de un hombre que es una enciclopedia viva, es la mejor forma, piensa Isabel, de aprender disfrutando. Y parece tan satisfecha de esta pedagogía voluptuosa que a Razumovski ni se le ocurre reprocharle su traición. Es más, incluso encuentra a Iván Shuválov absolutamente digno de estima y anima a Su Majestad a unir los placeres de la alcoba a los del estudio. Iván Shuválov es quien incita a Isabel a fundar la Universidad de Moscú y la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo. Con esta acción, la emperatriz experimentará un sentimiento de revancha cercano al vértigo. El hecho de ser consciente de su ignorancia hace que se sienta más orgullosa aún de presidir el despertar del movimiento intelectual en Rusia. Le resulta embriagador pensar que los escritores y los artistas de mañana se lo deberán todo a ella, que no sabe nada.

Sin embargo, aunque Razumovski acepta dócilmente ser suplantado por Iván Shuválov en los favores de Su Majestad, el canciller Bestújiev, por su parte, intuye con angustia que su propia preeminencia está amenazada por la incorporación de este joven favorito a la numerosa y ávida «comunidad». Así pues, se esfuerza en eliminarlo presentándole el encantador Nikita Beketov a la zarina. Pero, tras haber deslumbrado a Su Majestad en el transcurso de un espectáculo ofrecido por los alumnos de la Escuela de Cadetes, este Adonis ha sido llamado para servir en el ejército. En vano se intentará que vuelva a San Petersburgo para colocarlo ante los ojos de Su Majestad. El clan de los Shuválov se ocupa de hundirlo. Por pura amistad, le recomiendan una crema suavizante para el rostro, y nada más aplicársela, Nikita Beketov ve cómo las mejillas se le cubren de manchas rojas. Una fiebre horrible lo asalta. En su delirio, pronuncia palabras indecentes referidas a Su Majestad. Evidentemente, es expulsado de palacio, donde no volverá a poner los pies, dejando la vía libre a Iván Shuválov y a Alexéi Razumovski, que se aceptan yse aprecian mutuamente a la manera de un marido y un amante que «saben vivir».

Esta doble influencia es sin duda la causa de que la zarina se entregue a su pasión de construir. Querría embellecer el San Petersburgo de Pedro el Grande, a fin de que la posteridad la considerara digna de su antepasado. Todo reinado importante -lo sabe por atavismo- debe inscribirse en la piedra. Sin reparar en gastos, hace restaurar el palacio de Invierno y construir en Tsárkoie Seló, en el plazo de tres años, el palacio de Verano, que se convertirá en su residencia preferida. El italiano Bartolomeo Francesco Rastrelli, encargado de estas ingentes obras, también se ocupa de erigir una iglesia en Peterhof y de acondicionar el parque del castillo, así como los jardines de Tsárkoie Seló. Pero, para rivalizar con un Luis XV, que sigue siendo su modelo en el arte del fasto y la propaganda reales, Isabel se dirige a pintores de renombre cuya misión será legar a la curiosidad de las generaciones futuras los retratos de Su Majestad y de sus íntimos. Así, tras haber «utilizado» al pintor de corte Caravaque, le gustaría hacer venir desde Francia al famosísimo Jean-Marc Nattier. Pero, como éste presenta en el último momento sus disculpas por no poder acudir, tiene que conformarse con su yerno, Louis Tocqué, a quien Iván Shuválov persuade ofreciéndole veintiséis mil rublos de plata. En dos años, Tocqué pintará una decena de lienzos, y al término de su contrato les pasará el pincel a Louis-Joseph Le Lorrain y Louis-Jean-François Lagrenée. [57] Todos estos artistas son elegidos, aconsejados y pagados por Iván Shuválov, cuya mejor contribución a la gloria de su imperial amante fue atraer a San Petersburgo a pintores y arquitectos extranjeros.

Isabel no sólo considera que es su deber enriquecer su capital con bellos edificios y sus aposentos con cuadros dignos de las galerías de Versalles, sino que también ambiciona, pese a que raramente abre un libro, iniciar a sus compatriotas en los deleites del espíritu. Dado que habla bastante bien francés, se decide a intentar escribir versos en esta lengua que entusiasma a todas las cortes europeas, pero enseguida le parece que el ejercicio es superior a sus fuerzas. En contrapartida, fomenta los espectáculos de ballet, que a su entender son un modo divertido de fomentar la cultura en general. La mayoría los dirige su maestro de danza, Landet. Pero, todavía más que las veladas teatrales, son los innumerables bailes de sociedad los que brindan a las mujeres la ocasión de exhibir sus atavíos más elegantes. Sin embargo, durante estas reuniones apenas hablan, ni entre sí ni con los invitados masculinos. Mudas y tiesas, alineadas a un lado de la sala, evitan dirigir la vista hacia los caballeros alineados enfrente. Más tarde, las evoluciones de las parejas son también de una decencia y una lentitud adormecedoras. «La frecuente y siempre uniforme reiteración de estos placeres se vuelve enseguida fastidiosa», escribirá el malicioso caballero de Éon. En cuanto al marqués de L’Hôpital, le hará a su ministro, el duque de Choiseul, el siguiente comentario: «Del aburrimiento, ni os hablo. ¡Es inenarrable!»

Isabel trata de combatir este aburrimiento alentando las primeras representaciones teatrales en Rusia. Autoriza la instalación en San Petersburgo de una compañía de actores franceses, mientras que el Senado concede al alemán Hilferding el privilegio de montar comedias y óperas en las dos capitales. Además, los días de fiesta se ofrecen al público, en San Petersburgo y en Moscú, espectáculos populares rusos. Se representa, entre otros, El misterio de la Natividad. Sin embargo, por respeto a los dogmas ortodoxos, Isabel prohíbe que la Virgen María aparezca con los rasgos de una actriz ante los espectadores. Cada vez que la madre de Dios toma la palabra, sacan un icono al escenario. Por lo demás, como medida preventiva, está prohibido representar obras, aunque sean de inspiración religiosa, en las viviendas particulares. En esta época, un joven actor llamado Alexandr Sumarókov obtiene un gran éxito con una tragedia en lengua rusa, Jorev. Se habla también, como de una novedad increíble, de la construcción en provincias, en Yaroslavl, de un teatro de mil plazas fundado por un tal Fiódor Grigórievich Vólkov, que hace representar en él obras suyas en verso y en prosa. Muchas veces las interpreta él mismo. Isabel, sorprendida ante el súbito entusiasmo de la elite rusa por el arte teatral, se siente inclinada a la benevolencia y permite que los actores lleven espada, honor reservado hasta entonces únicamente a la nobleza. En realidad, la mayoría de las obras representadas en San Petersburgo y en Moscú son mediocres adaptaciones al ruso de las piezas francesas más célebres. El avaro alterna con Tartufo y Polieucto con Andrómaco. De repente, dominado por una audacia desconcertante, a Sumarókov se le ocurre escribir un drama histórico ruso, Sinav y Truvor, inspirado en el pasado de la república de Nóvgorod. Este ensayo de literatura nacional tiene eco hasta en París, donde el acontecimiento es reseñado como una curiosidad en Le Mercure de France. Poco a poco, el público ruso, arrastrado por Isabel e Iván Shuválov, se interesa por el nacimiento de un medio de expresión que todavía no es sino una imitación de las grandes obras de la literatura occidental, pero al que el empleo de la lengua materna confiere una apariencia de originalidad. Aprovechando este impulso, Sumarókov edita una revista literaria, La Abeja Laboriosa, que un año más tarde se convertirá en una antología semanal, El Ocio, publicada por el cuerpo de cadetes. Sumarókov incluso sazona sus textos con un poco de ironía de estilo volteriano, aunque sin ninguna provocación filosófica. En resumen, se mueve como un condenado en un terreno en el que todo es nuevo, ya sea el pensamiento o la escritura. Sin embargo, aunque forma parte de los pioneros junto con Trediákov y Kantémir, el que se dispone a ocupar el primer puesto es otro autor.

También en este caso, su «descubridor» es Iván Shuválov. El hombre cuyo talento acaba de presentir es un extraño personaje, una mezcla de iluminado, metomentodo y vagabundo: un tal Sergéi Lomonósov. Hijo de un humilde pescador de los alrededores de Arjánguelsk, Lomonósov ha pasado la mayor parte de su infancia en la barca paterna, expuesto al frío y a las tormentas, entre el mar Blanco y el océano Atlántico. Ha aprendido a leer con un sacerdote de su parroquia. Un buen día, asaltado por una súbita pasión por los estudios y el vagabundeo, abandona la casa familiar y se pone en marcha. Andrajoso y hambriento, duerme en cualquier sitio, come cualquier cosa y vive de limosnas y rapiñas, pero sin desviarse jamás del destino que se ha marcado: Moscú. Cuando, de etapa en etapa, llega al término de su largo viaje, tiene diecisiete años, el estómago vacío y la cabeza llena de proyectos geniales. Lomonósov es recogido por un monje, ante el cual se hace pasar por el hijo de un sacerdote que ha ido a instruirse junto a las mentes preclaras de la ciudad, y acaba siendo admitido en la Academia eslavogrecolatina, el único establecimiento de enseñanza existente entonces en el imperio. Enseguida destaca por su inteligencia y su memoria excepcionales, gracias a lo cual es enviado a San Petersburgo y, desde allí, a Alemania. Según las indicaciones de sus mentores, debe perfeccionar sus conocimientos en todas las materias. En Marburgo, el filósofo y matemático Christian von Wolff le brinda su amistad, lo anima en sus lecturas, le hace descubrir la obra de Descartes y lo inicia en los debates de ideas. Pero, si bien Lomonósov es amante de la especulación intelectual, también le atrae la poesía, tanto más cuanto que en Alemania, bajo la égida de Federico II, que presume de culto, la versificación es un pasatiempo de moda. Exaltado por ejemplos venidos de las altas esferas, Lomonósov también se pone a escribir, mucho y deprisa. Pero los ejercicios literarios no lo retienen mucho tiempo ante la mesa de trabajo. De pronto, deja a un lado la pluma para frecuentar garitos y andar con mujeres. Sus francachelas son tan escandalosas que le amenazan con detenerlo, y tiene que huir para que no lo enrolen a la fuerza en el ejército prusiano. Tras ser capturado y encarcelado, consigue escapar y regresa, extenuado y prácticamente sin dinero, a San Petersburgo.

Estas aventuras, en lugar de llevarle a sentar cabeza, le infunden unas enormes ganas de luchar con toda su energía contra la mala suerte y los falsos amigos. Pero esta vez no quiere distinguirse en las borracheras sino en la poesía. Su admiración por la zarina le inspira. Lomonósov ve en ella algo más que la heredera de Pedro el Grande: el símbolo de la Rusia en marcha hacia un futuro glorioso. En un hermoso impulso de sinceridad, le dedica poemas de una adoración casi religiosa. Por supuesto, no ignora que Vasili Trediakovski y Alexandr Sumarókov lo han precedido en el género, pero estos dos colegas, que le ponen mala cara cuando aparece en el pequeño círculo intelectual de la capital, no lo intimidan en absoluto. Desde el principio se siente superior a ellos. Por lo que se refiere a Trediakovski y Sumarókov, no tardan en percatarse del peligro que representa para su notoriedad este recién llegado que los supera por la amplitud de sus designios y la riqueza de su vocabulario. Su territorio de caza es el mismo que el de ellos. Siguiendo su ejemplo de ambos pioneros, escribe panegíricos de Su Majestad e himnos a las virtudes guerreras de Rusia. Pero, si bien el pretexto de los poemas de Lomonósov es convencional, su estilo y su prosodia poseen un vigor inédito. El lenguaje de sus predecesores, rebuscado y pomposo, todavía estaba impregnado de eslavón, mientras que el suyo, por primera vez en una obra impresa, se acerca -tímidamente, es cierto- al que emplean para hablar entre sí las personas que se alimentan de algo más que de escrituras sagradas y breviarios. Sin descender del Olimpo, da unos pasos hacia el bullicio de la calle. ¿Quién entre sus contemporáneos podría no estarle agradecido? Las recompensas llueven sobre su cabeza. Sin embargo, su avidez de conocimientos es tal que no puede contentarse con un éxito literario. Ampliando los límites de las ambiciones razonables, pretende recorrer todo el ciclo de la reflexión humana, aprenderlo todo, almacenarlo todo, experimentarlo todo, triunfar en todo al mismo tiempo.

Respaldado por Iván Shuválov, que lo ha hecho nombrar -¿por qué no?- presidente de la Academia, inaugura su cargo con un curso de física experimental. Dado que su curiosidad lo lleva de una disciplina a otra, publica sucesivamente Introducción a la verdadera química física, Disertación sobre los deberes de los periodistas en las exposiciones que hacen sobre la libertad de filosofar (en francés) y, seguramente para dejar de ser sospechoso de ateísmo occidental ante el clero ortodoxo, Reflexión sobre la utilidad de los libros de Iglesia en la lengua rusa. Otras obras del mismo estilo salen de su prolífica pluma, alternando con odas, epístolas y tragedias. En 1748 escribe un tratado de retórica en ruso. Al año siguiente, para variar, se pone a estudiar a fondo la coloración industrial del vidrio. Con el mismo entusiasmo, emprende la redacción del primer léxico de la lengua rusa. Es por turnos poeta, químico, mineralogista, lingüista y gramático, pasa semanas enteras encerrado en su despacho de San Petersburgo o en el laboratorio que ha instalado en Moscú, en la torre Sujárov, construida tiempo atrás por Pedro el Grande. Negándose a perder el tiempo comiendo, cuando problemas tan importantes requieren su atención, se limita a mordisquear de vez en cuando un trozo de pan con manteca y dar unos tragos de cerveza, para proseguir su tarea hasta desfallecer de inanición. Por la noche, los transeúntes miran con inquietud la luz que brilla tras las ventanas de este antro del trabajo, que no se sabe si cuenta con el beneplácito de Dios o del diablo. Monstruo de erudición y de avidez intelectual, en lucha contra la ignorancia y el fanatismo del pueblo, en 1753 Lomonósov llegará incluso a disputarle a Benjamín Franklin la prioridad del descubrimiento de la fuerza eléctrica. Pero también se ocupa de las aplicaciones prácticas de la ciencia. Desde esta perspectiva, y siempre con el apoyo de Iván Shuválov, reorganizará la primera universidad, fundará una fábrica imperial de porcelana e implantará en Rusia el arte de la vidriería y del mosaico.

Isabel, que ha reconocido enseguida los méritos de Lomonósov, le devuelve en admiración y en protección los numerosos homenajes que él le dedica en sus poemas. Siendo semiiletrada, sustituye gustosa la cultura por el instinto. El instinto es lo que la ha llevado a escoger como favorito, y más tarde como esposo inconfesado, a un simple campesino, antiguo chantre de iglesia, y a confiar la instrucción de su imperio a otro hombre de extracción humilde, hijo de pescador y polígrafo de talento. En ambos casos, se ha dirigido a un hijo del pueblo para ayudarlo a elevar al pueblo, como si supiera que en las capas profundas del terreno humano es donde reside la sabiduría. Le ha bastado conocer los primeros trabajos de Lomonósov para darse cuenta de que lo más importante que quedará de su reinado no serán ni los monumentos, ni las leyes, ni los nombramientos de ministros, ni las conquistas militares, ni las fiestas con sus fuegos artificiales, sino el nacimiento de la auténtica lengua rusa. Ninguna de las personas que la rodean intuye aún que, bajo una apariencia cotidiana, el país está viviendo una revolución. Lo que cambia imperceptiblemente no son las mentes o las costumbres, es la manera de escoger y de disponer las palabras, de expresar el pensamiento. Liberada de la ganga ancestral del eslavón eclesiástico, la palabra rusa del futuro toma alas. Y es el hijo de un pescador del Gran Norte quien, mediante sus escritos, la ennoblece.

Si la suerte de Lomonósov es haber contado con Isabel para ayudarlo en su prodigiosa carrera, la suerte de Isabel es haber contado con Lomonósov para crear, a su sombra, la lengua rusa de mañana.


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