Un silencio lúgubre se ha desplomado sobre el palacio de Invierno. Mientras que, por regla general, al desconcierto que provoca la muerte de un soberano sigue una explosión de alegría cuando se proclama el nombre de su sucesor, en esta ocasión los minutos pasan y el abatimiento y la incertidumbre de los cortesanos se prolongan de forma alarmante. Se diría que Pedro el Grande no acaba de morir. Algunos incluso parecen pensar que, desaparecido él, no hay futuro para Rusia. Según contemplan su cadáver, tendido con las manos juntas en el pomposo lecho, los notables, que se han apresurado a acudir al enterarse de la noticia, están asombrados de que ese monstruo de energía y audacia que ha sacado al país de su letargo secular, que lo ha dotado de una administración, una policía y un ejército dignos de una potencia moderna, lo ha liberado de las opresivas tradiciones rusas para abrirlo a la cultura occidental y ha construido una capital de maravillas imperecederas sobre un desierto de fango y agua, no se haya tomado la molestia de designar al que tendrá que proseguir su obra. Pero lo cierto es que, unos meses antes, nada permitía presagiar un desenlace tan rápido. El zar reformador ha sido víctima, como siempre, de su impetuosidad. Contrajo la pleuresía mortal de resultas de haberse zambullido en las aguas heladas del Nevá para socorrer a los marinos de un barco a punto de naufragar. La fiebre reavivó con increíble rapidez las secuelas de una afección venérea y se complicó con retención de orina, cálculos y gangrena. El 28 de enero de 1725, tras penosos días de delirio, el zar pide una escribanía y, con mano trémula, traza estas palabras en el papel: «Entregadlo todo a…» El nombre del beneficiario queda en blanco. Los dedos del moribundo se crispan, su voz se extingue en un estertor. Ya no está allí. Desplomada junto al lecho, su mujer, Catalina, llora mientras interroga en vano a un cuerpo mudo, sordo e inerte. Esta pérdida la deja desesperada y desamparada a la vez, pues habrá de sostener sobre los hombros la carga de una tristeza y de un imperio igualmente pesados. A su alrededor, todas las cabezas pensantes del régimen comparten la misma angustia. A decir verdad, el despotismo es una droga indispensable no sólo para quien lo ejerce sino también para quienes lo padecen. La megalomanía del señor se corresponde con el masoquismo de los súbditos. El pueblo, acostumbrado a las injusticias de una política coactiva, se asusta al verse repentinamente privado de ella. Tiene la impresión de que, al aflojar su abrazo, el señor del que antes se quejaba le retira al mismo tiempo su protección y su amor. Los que ayer criticaban al zar en voz baja hoy no saben a qué son bailar. Incluso se preguntan si es momento de «bailar» y si, tras esta larga espera a la sombra del tiránico innovador, algún día «bailarán» de nuevo.
Sin embargo, es preciso vivir cueste lo que cueste. Mientras vierte torrentes de lágrimas, Catalina no pierde de vista sus intereses personales. Una viuda puede estar sinceramente afligida y ser a la vez razonablemente ambiciosa. Es consciente de sus errores en relación con el difunto, pero siempre le ha sido afecta pese a las numerosas infidelidades de su esposo. Nadie lo ha conocido y servido mejor que ella durante los veintitrés años que ha durado su relación amorosa y su matrimonio. En la lucha por el poder, ella tiene a su favor, si no la legitimidad dinástica, al menos la del amor desinteresado. Entre los dignatarios cercanos al trono ya se cruzan las apuestas. ¿A quién le corresponde la corona de Monomaco? [1] A dos pasos del cadáver expuesto en su lecho de gala, se susurra, se conspira, se apuesta por tal o cual nombre sin que nadie se atreva a manifestar en voz alta sus preferencias. Está el clan de los partidarios del joven Pedro, de diez años, el hijo del infortunado zarevich Alejo, que murió bajo tortura por orden de Pedro el Grande, según dicen en castigo por haber conspirado contra él. El recuerdo de ese asesinato legal todavía planea sobre la corte de Rusia. La camarilla vinculada al pequeño Pedro congrega a los príncipes Dimitri Golitsin, Iván Dolgoruki, Nikita Repnín y Borís Sheremétiev, todos molestos por las vejaciones que les ha infligido el zar y ávidos de tomarse la revancha durante el nuevo reinado. Enfrente se alzan los conocidos con el apodo de los Aguiluchos de Pedro el Grande. Estos hombres de confianza de Su Majestad están dispuestos a todo para conservar sus prerrogativas. Los encabeza Alexandr Ménshikov, antiguo oficial pastelero, amigo de juventud y favorito del difunto (le otorgó el título de príncipe serenísimo), el teniente coronel de la Guardia Iván Buturlin, el conde Piotr Tolstói, senador, el conde Gavriil Golovkin, gran canciller, y el gran almirante Fiódor Apraxin. Todos estos importantes personajes firmaron tiempo atrás, para complacer a Pedro el Grande, el fallo del Alto Tribunal condenando al suplicio, y como consecuencia de ello a la muerte, a su hijo rebelde Alejo. Para Catalina, son aliados de una fidelidad indefectible. Estos «hombres de progreso», que se declaran hostiles a las ideas retrógradas de la vieja aristocracia, no ven motivo alguno de vacilación: tan sólo la viuda de Pedro el Grande tiene derecho a sucederle y está capacitada para ello. El más decidido a defender la causa de «la verdadera depositaria del pensamiento imperial» es quien más tiene que ganar en caso de éxito, el vigoroso Alexandr Ménshikov, que debe toda su carrera a la amistad del zar y cuenta con la gratitud de su esposa para conservar sus privilegios. Su convicción es tan fuerte que no quiere ni oír hablar de las pretensiones a la corona del nieto de Pedro el Grande, que es hijo del zarevich Alejo, por supuesto, pero al que, aparte de esa filiación colateral, nada designa para un destino tan glorioso. Asimismo, se encoge de hombros cuando mencionan ante él a las hijas de Pedro el Grande y Catalina, que después de todo podrían hacer valer su candidatura. La mayor, Ana Petrovna, acaba de cumplir diecisiete años; la pequeña, Isabel Petrovna, apenas tiene dieciséis. Ni una ni otra son muy peligrosas. Y, de cualquier modo, en el orden sucesorio figuran detrás de su madre, la emperatriz putativa. De momento sólo hay que pensar en casarlas cuanto antes. Por ese lado, Catalina está tranquila, confía plenamente en que Ménshikov y sus amigos la apoyen en sus intrigas. Antes incluso de que el zar haya exhalado el último suspiro, éstos han enviado emisarios a los principales cuarteles a fin de preparar a los oficiales de la Guardia para dar un golpe de Estado en favor de su futura «madrecita Catalina».
Cuando los médicos y a continuación los sacerdotes dan fe de la muerte de Pedro el Grande, un frío amanecer asoma sobre la ciudad dormida. Caen gruesos copos de nieve. Catalina se retuerce las manos y llora tan copiosamente ante los plenipotenciarios reunidos en torno al lecho fúnebre que el capitán Villebois, ayudante de campo de Pedro el Grande, escribirá en sus memorias: «Era inconcebible que pudiese haber tanta agua en el cerebro de una mujer. Infinidad de gente acudía al palacio para verla llorar y suspirar.» [2]
Finalmente se anuncia el fallecimiento del zar mediante ciento un cañonazos disparados desde la fortaleza San Pedro y San Pablo. Las campanas de todas las iglesias tocan a difuntos. Ha llegado el momento de tomar una decisión. La nación entera está esperando que le comuniquen a quién tendrá que adorar o temer en el futuro. Consciente de su responsabilidad ante la Historia, Catalina se presenta a las ocho de la mañana en una gran sala del palacio donde están reunidos los senadores, los miembros del Santo Sínodo y los altos dignatarios de las cuatro primeras clases de la jerarquía, una especie de consejo de sabios llamado la Generalidad del Imperio. La discusión se desarrolla desde el principio en un tono apasionado. Para empezar, el secretario particular de Pedro el Grande, Makárov, jura sobre los Evangelios que el zar no ha hecho testamento. Ménshikov, atrapando la pelota al vuelo, aboga con elocuencia por la viuda de Su Majestad. Primer argumento invocado: tras haberse casado en 1707 con la antigua sirvienta livonia Catalina (de soltera Marta Skavronska), un año antes de su muerte Pedro el Grande quiso que fuera coronada emperatriz en la catedral del Arcángel, en Moscú; mediante este acto solemne y sin precedentes, su intención, según Ménshikov, era confirmar que no había lugar a hacer testamento, puesto que se había ocupado en vida de hacer bendecir a su esposa como única heredera del poder. Sin embargo, a los adversarios de esta tesis la explicación les parece falaz; objetan que en ninguna monarquía del mundo la coronación de la mujer de un monarca le confiere ipso facto el derecho a la sucesión. En apoyo de esta postura, el príncipe Dimitri Golitsin presenta la candidatura del nieto del soberano, Pedro Alexéievich, el hijo del zarevich Alejo. Este niño, de la misma sangre que el difunto, debería pasar por delante de todos los demás pretendientes. Sí, pero, dada la tierna edad del muchacho, esa elección implicaría designar una regencia hasta su mayoría de edad. Y, en Rusia, todas las regencias se han caracterizado por conspiraciones y desórdenes. La última, la de la gran duquesa Sofía, estuvo a punto de comprometer el reinado de su hermano Pedro el Grande. Urdió contra él intrigas tan malvadas que fue preciso encerrarla en un convento para impedir que siguiera causando daño. ¿Acaso los nobles desean que se repita ese tipo de experiencia al entregar el poder a su protegido, apoyado por una consejera tutelar? Según los adversarios de esta propuesta, las mujeres no son aptas para dirigir los asuntos de un imperio tan vasto como Rusia. Tienen los nervios demasiado frágiles, dicen, y se rodean de favoritos demasiado ávidos cuyas extravagancias cuestan muy caras a la nación. A esto, los partidarios del pequeño Pedro replican que Catalina es, al igual que Sofía, una mujer, y que, después de todo, es preferible una regente imperfecta que una emperatriz inexperta. Indignados ante este denigrante calificativo, Ménshikov y Tolstói se apresuran a recordar a los críticos que Catalina ha demostrado poseer un valor casi viril al acompañar a su marido a todos los campos de batalla, y una mente sagaz al tomar parte con discreción en todas sus decisiones políticas. En el momento más candente del debate, unos murmullos de aprobación se elevan al fondo de la sala. Unos oficiales de la Guardia se han sumado a la asamblea sin haber sido invitados y dan su opinión sobre un asunto que, en principio, sólo atañe a los miembros de la Generalidad. El general Repnín, indignado por semejante desfachatez, se dispone a expulsar a los intrusos, pero Iván Buturlin ya se ha acercado a una ventana y agita misteriosamente la mano. En respuesta a esta señal, comienzan a sonar a lo lejos redobles de tambor, acompañados por la música marcial de los pífanos. Dos regimientos de la Guardia, convocados a toda prisa, esperan en un patio interior del palacio la orden de intervenir. Cuando éstos entran ruidosamente en el edificio, Repnín, rojo como la grana, grita: «¿Quién ha osado… sin mis órdenes…?» «He obedecido las de Su Majestad la emperatriz», le contesta Iván Buturlin sin alterarse. Esta manifestación de la fuerza armada sofoca las últimas protestas de los contestatarios. Mientras tanto, Catalina se ha esfumado. Desde las primeras réplicas, estaba segura de su victoria. El gran almirante Apraxin hace que Makárov confirme, en presencia de la tropa, que no existe ningún testamento que se oponga a la decisión de la asamblea, tras lo cual dice afablemente: «¡Vayamos a presentar nuestros respetos a la emperatriz reinante!» Los mejores argumentos son los del sable y la pistola. Convencida en un santiamén, la Generalidad -príncipes, senadores, generales y eclesiásticos- se dirige dócilmente a los aposentos de Su recientísima Majestad.
A fin de respetar las formas legales, Ménshikov e Iván Buturlin promulgan ese mismo día un manifiesto certificando que «el muy serenísimo príncipe Pedro el Grande, emperador y soberano de todas las Rusias», quiso solventar el asunto de la sucesión del imperio haciendo coronar a «su querida esposa, nuestra muy graciosa emperatriz y señora Catalina Alexéievna […], por los grandes e importantes servicios que ha prestado al Imperio ruso […]». Al pie de la proclamación puede leerse: «En San Petersburgo, en el Senado, el 28 de enero de 1725.» [3]
En vista de que la publicación de este documento no provoca ninguna recriminación seria, ni entre los notables ni entre la población de la capital, Catalina respira: ya puede dar la cosa por hecha. Para ella es un segundo nacimiento. Cuando piensa en su pasado de prostituta que seguía al ejército, siente vértigo al verse elevada al rango de esposa legítima y luego de soberana. Sus padres, unos simples campesinos livonios, murieron víctimas de la peste cuando ella era muy pequeña. Tras haber errado por el país, hambrienta y andrajosa, fue recogida por el pastor luterano Glück, que la empleó como sirvienta. Pero la huérfana de formas apetecibles no tardó en burlar su vigilancia y se dedicó a recorrer los caminos, dormir en los campamentos del ejército ruso que se disponía a conquistar la Livonia polaca y pasar de un amante a otro, subiendo de grado hasta convertirse en la amante de Ménshikov y después del propio Pedro. Si éste la amó, desde luego no fue por su cultura, pues es prácticamente iletrada y chapurrea el ruso, sino porque tuvo ocasión de apreciar repetidas veces su valentía, su entusiasmo y sus desbordantes atractivos. El zar siempre buscó mujeres metidas en carnes y de poco entendimiento. Aunque Catalina lo engañó a menudo, y aunque él la odió por sus infidelidades, siempre volvió con ella tras las peores disputas. La idea de que esta vez la «ruptura» es definitiva la hace sentirse a la vez castigada y aliviada. La suerte que Pedro le ha reservado le parece extraordinaria, no tanto a causa de sus modestos orígenes como de su sexo, históricamente condenado a papeles secundarios. Hasta entonces, ninguna mujer ha sido emperatriz de Rusia. El trono de ese inmenso país ha estado siempre ocupado por varones, siguiendo la línea hereditaria en orden descendente. Incluso tras la muerte de Iván el Terrible y la confusión que le siguió, ni el impostor Borís Godunov, ni el titubeante Fiódor II, ni la serie de falsos Demetrios que aparecieron durante los «tiempos turbulentos» modificaron un ápice la tradición monárquica de la virilidad. Hubo que esperar hasta la extinción de la casa de Riúrik, el fundador de la antigua Rusia, para que el país se resignara a aceptar que una asamblea de boyardos, prelados y dignatarios eligiera un zar. Esta asamblea fue la que escogió al joven Miguel Fiódorovich, el primero de los Románov. Después de él, la transmisión del poder imperial se realizó sin demasiados sobresaltos durante más de un siglo. Pero, en 1722, Pedro el Grande, rompiendo con el uso, decretó que en lo sucesivo el soberano podría designar heredero a quien mejor le pareciera, sin tener en cuenta el orden dinástico. Así, gracias a este innovador que ya había cambiado radicalmente las costumbres de su país, una mujer, aun siendo de cuna humilde y careciendo de formación política, tendrá el mismo derecho que un hombre a ocupar el trono. Y la primera beneficiaria de este privilegio exorbitante será una antigua criada livonia y, por si fuera poco, protestante, que se ha hecho rusa y ortodoxa tardíamente y cuyos únicos títulos de gloria los ha conquistado en las alcobas. ¿Es posible que esas manos que en el pasado tantas veces fregaron los platos, hicieron las camas, lavaron la ropa sucia y prepararon el rancho de la soldadesca sean las mismas que las que mañana, perfumadas y cargadas de anillos, firmarán los ucases de los que dependerá el futuro de millones de súbditos paralizados por el respeto y el miedo?
La idea de esta extraordinaria promoción obsesiona a Catalina. Cuanto más llora, más ganas tiene de reír. El luto oficial debe durar cuarenta días. Todas las damas de alcurnia rivalizan en oraciones y lamentos. Catalina representa espléndidamente su papel en este concurso de suspiros y sollozos. Pero, de pronto, un pesar suplementario le atraviesa el corazón. Cuatro semanas después de la desaparición de su marido, y mientras toda la ciudad se prepara para unos suntuosos funerales, su hija pequeña, Natalia, de seis años y medio, fallece víctima del sarampión. Esta muerte discreta, casi insignificante, unida a la muerte desmesurada de Pedro el Grande, termina de convencer a Catalina de que su suerte es excepcional tanto en el dolor como en el éxito. Inmediatamente, decide enterrar el mismo día al padre aureolado por una gloria histórica y a la niña que no ha tenido tiempo de saborear la dicha y la servidumbre de la vida de mujer. Las dobles exequias, anunciadas por heraldos en toda la capital, tendrán lugar el 10 de marzo de 1725 en la catedral de San Pedro y San Pablo.
En las calles que recorrerá el cortejo, las fachadas de todas las casas están adornadas con paños negros. Doce coroneles de considerable estatura llevan el imponente féretro de Su Majestad, que un palio de brocado dorado y terciopelo verde protege, lo mejor posible, de las ráfagas de nieve y granizo. Lo acompaña el pequeño ataúd de Natalia, bajo un palio de damasco dorado adornado con penachos rojos y blancos. Tras ellos caminan los sacerdotes, precediendo a un ejército de estandartes sagrados y de iconos. Finalmente aparece Catalina I, de riguroso luto y con la cabeza gacha. El inevitable príncipe serenísimo Ménshikov y el gran almirante Apraxin la sostienen en su avance vacilante. Sus hijas, Ana e Isabel, van escoltadas por el gran canciller Golovkin, el general Repnín y el conde Tolstói. Los dignatarios de toda índole, los nobles más encopetados, los generales más condecorados, los príncipes extranjeros de visita en la corte y los diplomáticos, colocados por orden de antigüedad, van desfilando detrás con la cabeza descubierta, al son de una música fúnebre acentuada por ocasionales redobles de tambor. Los cañones rugen, las campanas tañen, el viento enmaraña las pelucas de los notables, que se las sujetan con la mano. Tras dos horas de marcha soportando el frío y la tormenta, la llegada a la iglesia supone una liberación para todos. La inmensa catedral parece de súbito demasiado pequeña para albergar a esa multitud exhausta y desconsolada. Y, en la nave iluminada por miles de cirios, comienza otro suplicio. La liturgia es de una lentitud abrumadora. Catalina reúne sus reservas de energía para no desfallecer. Con idéntico fervor dice adiós al esposo prestigioso que le ha regalado Rusia y a su inocente hija, a la que ya no verá sonreír al despertar. Pero, si bien la muerte de Natalia le encoge el corazón como la visión de un pájaro caído del nido, la de Pedro la exalta como una invitación a las sorpresas de un destino de leyenda. Nacida para ser la última, se ha convertido en la primera. ¿A quién debe dar las gracias por su suerte, a Dios o a su marido? ¿A los dos quizá, según las circunstancias? Mientras se abisma en este interrogante solemne, oye pronunciar al arzobispo de Pskov, Feofán Prokópovich, la oración fúnebre por el difunto. «¿Qué nos ha sucedido, oh hombres de Rusia? ¿Qué vemos? ¿Qué hacemos? ¡Es a Pedro el Grande a quien estamos enterrando!» Y, para terminar, esta profecía reconfortante: «¡Rusia subsistirá tal como él la ha modelado!» Al oír estas palabras, Catalina levanta la cabeza. No le cabe duda de que, mediante esa frase, el sacerdote le ha transmitido un mensaje de ultratumba. Alternativamente exaltada y asustada ante la perspectiva del futuro que le espera, está impaciente por encontrarse al aire libre. Sin embargo, cuando sale de la iglesia, el pórtico le parece más grande, más vacío, más inhóspito que antes. Entre tanto, la borrasca de nieve ha arreciado. Aunque sus hijas y sus amigos están junto a ella, Catalina no ve ni oye a nadie. Sus acompañantes se inquietan al advertir que parece estar perdida en una región desconocida. Se diría que la ausencia de Pedro la paraliza. Debe tensar su voluntad para afrontar, sola y desprotegida, la realidad de una Rusia sin horizonte y sin señor.