Capítulo ocho

Trabajos y placeres de una autócrata

La gran tarea de Isabel consiste en vivir a su antojo sin descuidar demasiado los intereses de Rusia. Un equilibrio difícil de mantener en un mundo donde el trueque de sentimientos está tan extendido como el de mercancías. En ocasiones se pregunta si, ante la obstinación de Luis XV en negarse a tenderle la mano, no debería seguir más bien el ejemplo de su sobrino y buscar la amistad de Prusia, que se muestra más dispuesta a comprenderla. Aunque su «hijo adoptivo» sólo tiene quince años, ya piensa en buscarle una novia, si no del todo alemana, al menos nacida y criada en las tierras de Federico II. Al mismo tiempo, no renuncia a la esperanza de restablecer las buenas relaciones con Versalles y encarga a su embajador, el príncipe Kantémir, que haga saber discretamente al rey que la zarina lamenta la marcha del marqués de La Chétardie y que se alegraría de volver a verlo en la corte. Éste ha sido reemplazado en San Petersburgo por un ministro plenipotenciario, el señor D’Usson d’Allion, un personaje envarado por el que la emperatriz no siente ni inclinación ni estima.

En vista de que los franceses continúan decepcionándola, se consuela imitando, a su manera, las modas de ese país que admira pese a sus representantes oficiales. Este entusiasmo se traduce en una pasión desenfrenada por la ropa, las joyas, los perifollos y las muletillas que llevan el sello parisiense. Como se cambia tres veces de vestido en el transcurso de un baile, pues bailar la hace sudar copiosamente, no pierde ocasión de aumentar su vestuario. En cuanto le comunican la llegada de un barco francés al puerto de San Petersburgo, ordena inspeccionar la carga y exige que le lleven las últimas novedades de los costureros de París, a fin de que ninguna de sus súbditas las vean antes que ella. Sus preferencias se dirigen hacia los colores subidos y las telas sedosas, bordadas en oro o en plata. No obstante, le gusta vestirse de hombre para sorprender a los que componen su entorno por el delicado perfil de sus pantorrillas y la finura de sus tobillos. Dos veces por semana hay mascarada en la corte. Su Majestad participa disfrazada de atamán cosaco, de mosquetero de Luis XIII o de marino holandés. Como, a su entender, con ropas masculinas supera a todas sus invitadas habituales, instituye bailes de disfraces a los que, por orden suya, las mujeres asisten con traje y calzón a la francesa, y los hombres con falda y miriñaque. Tremendamente celosa de la belleza de sus congéneres, no tolera ninguna competencia en materia de acicalamiento y tocado. En una ocasión, decide ir a un baile con una rosa en los cabellos y descubre, indignada, que Natalia Lopujin, famosa por sus éxitos en sociedad, también luce una en lo alto de su peinado. Semejante coincidencia no puede ser fortuita, piensa Isabel. Ella la interpreta como una flagrante ofensa al honor imperial. De modo que, tras interrumpir a la orquesta en medio de un minué, obliga a la señora Lopujin a arrodillarse, pide unas tijeras, corta con rabia la flor responsable junto con los mechones artísticamente rizados que rodean el tallo, abofetea a la desdichada en ambas mejillas ante un grupo de cortesanos atónitos, hace una seña a los músicos y sigue bailando. Al final de la pieza, alguien le susurra al oído que la señora Lopujin se ha desmayado de vergüenza. Encogiéndose de hombros, la zarina masculla entre dientes: «¡Esa imbécil no ha hecho sino recibir su merecido!» Inmediatamente después de esta pequeña venganza femenina, recobra su serenidad habitual, como si la que ha actuado un momento antes hubiera sido otra persona en su lugar. Asimismo, cuando, durante un paseo por el campo, uno de sus últimos bufones, Aksakov, le enseña con ánimo de broma un puerco espín que acaba de capturar vivo y que lleva metido en el sombrero, profiere un grito de horror, sale corriendo hacia su tienda y ordena poner al insolente en manos del verdugo, a fin de que expíe con la tortura el crimen de haber «asustado a Su Majestad». [51] Estas represalias intempestivas corren parejas en Isabel con súbitos accesos de devoción. La espontaneidad con que se arrepiente es comparable a la facilidad con que se exaspera, y así, a veces se impone peregrinaciones que la obligan a caminar hasta el límite de sus fuerzas, a tal o cual lugar santo. Permanece horas de pie en la iglesia y observa escrupulosamente los días de ayuno, hasta el punto de sufrir en ocasiones un síncope al levantarse de la mesa sin haber comido nada. Al día siguiente tiene una indigestión por tratar de recuperar el «tiempo perdido». Todo es exagerado e inesperado en su comportamiento. Le gusta tanto sorprender a los demás como sorprenderse a sí misma. Desordenada, caprichosa, con poca cultura, sin respeto por los horarios que ella misma se fija, tan presta a castigar como a olvidar, campechana con los humildes, altanera con los grandes, asidua visitante de las cocinas para aspirar el olor de los platos que allí guisan, propensa a reír y a gritar sin venir a cuento, da a sus allegados la impresión de ser una ama de casa del antiguo régimen, cuyo gusto por los perendengues franceses no ha acabado con su sana rusticidad eslava.

En la época de Pedro el Grande, los habituales de la corte tenían que aguantar ser invitados a las «asambleas» que éste había instituido a fin de iniciar, creía él, a sus súbditos en los usos occidentales, y que no eran sino aburridas reuniones de aristócratas sin pulir, condenados por el Reformador a la obediencia, el disimulo y las reverencias. Durante el reinado de Ana Ivánovna, estas asambleas se habían convertido en focos de intriga y de inquietud. Un terror sordo imperaba en ellas bajo la máscara de la cortesía. La sombra del demoníaco Bühren merodeaba entre bastidores. Y he aquí que, ahora, una princesa cautivada por los vestidos, los bailes y los juegos pide que la gente vaya a sus salones a divertirse. De tarde en tarde, la anfitriona imperial tiene accesos de cólera o impone innovaciones insólitas, es cierto, pero todos sus invitados reconocen que por primera vez se respira en el palacio una mezcla de sencillez rusa y elegancia parisiense. En lugar de ser cargas protocolarias, estas visitas al templo de la monarquía se presentan por fin como oportunidades para divertirse en sociedad.

No contenta con organizar reuniones «nuevo estilo» en sus numerosas residencias, Isabel obliga a las familias más prestigiosas del imperio a dar bailes de máscaras bajo el propio techo. El maestro de ballet francés Landet es quien ha enseñado a toda la corte los pasos del minué. Muy pronto afirmará que en ninguna parte florecen mejor la galantería y la compostura que bajo su dirección, a orillas del Nevá. Los miembros de ese mundillo se reúnen en las casas particulares a las seis de la tarde; bailan y juegan a las cartas hasta las diez; luego, la emperatriz, rodeada de algunos personajes privilegiados, se sienta a la mesa para cenar, mientras los demás invitados comen de pie, codo con codo, esforzándose en no ensuciar sus atavíos durante este refrigerio acrobático; una vez que Su Majestad ha dado el último bocado, se reanuda el baile, que proseguirá hasta las dos de la madrugada. Para complacer a la protagonista de la fiesta, el menú es abundante a la par que refinado. A Su Majestad le gusta la cocina francesa, y sus chefs -primero Fornay, luego el alsaciano Fuchs- son los encargados de hacerla triunfar en los grandes banquetes a cambio de un salario de ochocientos rublos al año. La admiración de Isabel por Pedro el Grande no llega hasta el extremo de imitarlo en su pasión por las comilonas pantagruélicas y las borracheras mortales. Sin embargo, le debe su atracción por la consistente gastronomía nacional. Sus platos preferidos, fuera de las comidas de gala, son los blinis, la kulibiac (empanada) y la sémola de alforfón. En los festines solemnes de la Leib-Kompania, a los que se presenta con uniforme de capitán del regimiento (siempre la obsesión por los disfraces masculinos), da la señal para las libaciones vaciando de un trago grandes vasos de vodka.

Esta alimentación excesivamente nutritiva y esta afición al alcohol se traducen en Su Majestad en una gordura prematura y una antiestética cuperosis en las mejillas. Cuando ha comido y bebido copiosamente, se concede una hora o dos de siesta. Para hacer más agradable este descanso, compuesto de somnolencia y meditación, recurre a los servicios de algunas mujeres que, por turnos, le hablan en voz baja y le rascan la planta de los pies. Una de las especialistas en estos cosquilleos soporíferos es Elizaveta Ivánovna Shuválov, la hermana del nuevo favorito de Su Majestad, Iván Ivánovich Shuválov. Como, durante estas sesiones de frotamientos adormecedores, la zarina la hace depositaria de sus confidencias, en la corte la llaman «el verdadero ministro de Asuntos Exteriores de la emperatriz». Cuando la zarina se despierta, las rascadoras ceden el puesto al escogido del momento. Unas veces es Iván Shuválov, otras el chambelán Vasili Chulkov, Simón Narishkin, eterno pretendiente de Su Majestad, Shubin, un simple soldado de su guardia, o el indestructible y acomodaticio Alexéi Razumovski.

Este último, el más asiduo y respetado de todos, es conocido entre los familiares de Isabel como «el emperador nocturno». Aunque la emperatriz lo engaña, no puede prescindir de él. Tan sólo entre sus brazos tiene la sensación de dominar y a la vez ser dominada. Cuando oye sonar en sus oídos la voz grave del antiguo chantre de la capilla imperial, le parece que quien se dirige a ella es la Rusia profunda. Razumovski habla con el rudo acento ucraniano, sólo dice cosas sencillas y, cosa rara en el entorno de la zarina, no reclama nada para sí mismo. Todo lo más accede a que su madre, Natalia Demiánovna, comparta la suerte de que goza él en la actualidad. Sin embargo, teme el contacto de la corte para una mujer de su condición, acostumbrada a la discreción y la pobreza. La primera visita de Natalia Demiánovna al palacio es un acontecimiento. Se ha procurado que su vestimenta esté a la altura de la circunstancia. Al ver entrar en sus aposentos a esta viuda de un mujik vestida con ropa de gala, Isabel, olvidando su altanería, exclama con gratitud: «¡Bendito sea el fruto de tus entrañas!» Pero la madre de su amante carece por completo de ambición. Nada más ser nombrada dama de honor de Su Majestad y alojada en palacio, «la Razumijina», [52] como la llaman con desprecio a sus espaldas, solicita autorización para marcharse de la corte. Oculta en un humilde alojamiento, a salvo de las maledicencias, vuelve a ponerse sus ropas de campesina.

Alexéi Razumovski comprende perfectamente el terror de esta mujer del pueblo ante los excesos de la gloria e insiste ante Su Majestad para que dispensen a su madre de los honores que tanto ansían otros. Él mismo, pese a su elevada posición y su fortuna, se niega a creerse digno de la felicidad que le ha correspondido. Cuanto más aumenta su influencia sobre Isabel, menos desea meterse en política. Pero, lejos de perjudicarle, esta indiferencia hacia las intrigas y las prebendas refuerza la confianza que le otorga su imperial amante. La emperatriz va a todas partes con él, orgullosa de este compañero cuyos únicos méritos para gozar del respeto de la nación son los que ella le ha otorgado. Exhibiéndolo, lo que exhibe es su obra, lo que presenta a la consideración de sus contemporáneos es su Rusia personal. Es como si le debiera la vida, por lo mucho que desea el éxito de su favorito en el vano tumulto del mundo. Mientras que él parece desdeñar las distinciones oficiales, ella se alegra, tanto por sí misma como por él, cuando Alexéi recibe un diploma de Carlos VII por el que se le confiere el título de conde del Sacro Imperio romano germánico. Cuando Isabel lo nombre mariscal de campo, él sonreirá irónicamente y le dará las gracias con una frase que lo describe a la perfección: «Lisa, puedes hacer de mí lo que quieras, pero jamás harás que se me tome en serio, ni siquiera como simple teniente.» [53] Cada vez que, en la intimidad, la llama Lisa, ella se derrite de agradecimiento y se siente doblemente soberana. Razumovski no tarda en dejar de ser considerado por toda la corte simplemente el «emperador nocturno», para convertirse en un príncipe consorte tan legítimo como si un sacerdote hubiera consagrado su unión con Isabel. Por lo demás, desde hace unos meses corre el rumor de que la emperatriz se ha casado con él, en secreto, en la iglesia del pueblecito de Perovo, cerca de Moscú. Al parecer, la pareja ha sido bendecida por el padre Dubianski, capellán de la emperatriz y guardián de sus pensamientos secretos. Ningún cortesano ha asistido a esta boda clandestina. Aparentemente, nada ha cambiado en las relaciones de la zarina y su favorito. Si Isabel ha querido recibir este sacramento a escondidas es simplemente para meterse a Dios en el bolsillo. Por muy disoluta y violenta que sea, necesita creer en la presencia del Altísimo tanto en su vida cotidiana como en el ejercicio del poder. Esta ilusión de un acuerdo sobrenatural la ayuda a mantener el equilibrio en medio de las numerosas contradicciones que la sacuden.

Ahora, Razumovski va a verla por la noche con total impunidad, puesto que han recibido los sacramentos de la Iglesia. Esta nueva situación debería incitarlos a intercambiar sus opiniones políticas con tanta confianza y espontaneidad como las caricias, pero Razumovski sigue sin decidirse a abandonar su neutralidad. Claro que, aunque él nunca impone su voluntad a Isabel en las decisiones esenciales, ella sabe muy bien cuáles son sus verdaderas preferencias. Guiado por su instinto de hombre de la tierra, aprueba en conjunto las ideas nacionalistas del canciller Bestújiev. Por lo demás, los intereses de los estados cambian tan deprisa en esos años en que unos están en guerra y otros se preparan para estarlo, y en que la búsqueda de alianzas es la principal ocupación de todas las cancillerías, que resulta difícil ver con claridad en el rompecabezas europeo. En cualquier caso, lo que es seguro es que las hostilidades entre Rusia y Suecia, imprudentemente desencadenadas en 1741, durante la regencia de Ana Leopóldovna, tocan a su fin. Tras varias victorias rusas, obtenidas por los generales Lascy y Keith sobre los suecos, el 8 de agosto de 1743 se firma la paz entre los dos países. Por el tratado de Abo, Rusia devuelve algunos territorios recientemente conquistados pero conserva la mayor parte de Finlandia. Ahora que ha resuelto definitivamente las discrepancias que la enfrentaban a los belicistas de Estocolmo, Isabel espera que Francia se muestre menos hostil a un entendimiento con ella. Sin embargo, en el intervalo, San Petersburgo ha firmado un pacto de amistad con Berlín, cosa que Versalles ve con muy malos ojos. Es preciso desplegar de nuevo toneladas de seducción para adormecer las susceptibilidades y renovar las promesas.

En ese momento es cuando estalla un asunto para el que ni Bestújiev ni Isabel están preparados. En pleno verano, en San Petersburgo se habla de una conspiración fomentada entre la más alta nobleza, por instigación del embajador de Austria, Botta d’Adorno, y destinada a derrocar a Isabel I. Al parecer, esta camarilla sin escrúpulos pretende nada menos que ofrecer el trono a la familia Brunswick, reunida en torno al pequeño Iván VI. En cuanto estas revelaciones llegan a sus oídos, Isabel ordena arrestar al imprudente Botta d’Adorno, pero éste, oliéndose el peligro, ya se ha marchado de Rusia. Se dice que está camino de Berlín y que se dirige a Austria. No obstante, si bien el diplomático felón ha podido escapar, sus cómplices rusos siguen allí. Los más comprometidos pertenecen, de cerca o de lejos, al clan Lopujin. Isabel no olvida que tuvo que abofetear a Natalia Lopujin, en pleno baile, a causa de una rosa con la que a la desvergonzada se le había antojado adornarse el pelo. Además, esa mujer fue amante del mariscal de corte Loewenwolde, recientemente exiliado a Siberia. Dos razones para que Su Majestad no aprecie a la rival. Pero, para la zarina, ciertos miembros de la conjura son todavía más detestables. En la primera línea de los inculpados coloca a la esposa de Mijaíl Bestújiev, una Golovkin hermana de un antiguo vicecanciller, cuñada del canciller Alexéi Bestújiev, actualmente en funciones, y viuda, por un matrimonio anterior, de uno de los colaboradores más cercanos de Pedro el Grande, Yagujinski.

En espera de que se detenga y se procese a los culpables rusos, Isabel confía en que Austria sancione severamente a su embajador. Pero, a pesar de que el rey Federico II ha expulsado a Botta nada más llegar éste a Berlín, la emperatriz María Teresa recibe al diplomático en Viena y se contenta con amonestarlo. Decepcionada por las tímidas reacciones de dos soberanos extranjeros que creía más firmes en sus convicciones monárquicas, Isabel se venga haciendo encerrar a la pareja principesca de los Brunswick y a su hijo, el pequeño Iván VI, en la fortaleza marítima de Dunamunda, en el Duna, donde estarán mejor vigilados que en Riga. También quiere separarse de Alexéi Bestújiev, cuya familia se ha visto comprometida, pero, seguramente apaciguada por los consejos de Razumovski, partidario de la moderación en el manejo de los asuntos públicos, deja al canciller en su puesto.

Sin embargo, como necesita víctimas para calmar su furia contenida, decide que el peso del castigo caiga sobre la señora Lopujin, su hijo Iván y algunos de sus allegados. Lo que Isabel exige ahora para Natalia Lopujin no es una bofetada, sino horribles torturas, y a sus cómplices les espera la misma suerte. Bajo los efectos del knut, las tenazas y las quemaduras con hierro candente, Natalia Lopujin, su hijo Iván y la señora Bestújiev repiten, retorciéndose de dolor, las calumnias que han oído de boca de Botta. Pese a la falta de pruebas materiales, un tribunal de excepción, compuesto por varios miembros del Senado y tres representantes del clero, condena a todos los «culpables» a la rueda, el descuartizamiento y la decapitación. Esta sentencia ejemplar brinda a Isabel la oportunidad de decidir, en el transcurso de un baile, que perdonará la vida a los miserables que han osado conspirar contra ella y que se limitará a darles una «lección» en público. Ante el anuncio de esta extraordinaria medida de clemencia, todos los presentes ensalzan a coro la bondad evangélica de Su Majestad.

El 31 de agosto de 1743 erigen un cadalso ante el palacio de los Colegios. En presencia de una enorme afluencia de curiosos, el verdugo desnuda brutalmente a la esposa de Mijaíl Bestújiev. Como ella ha tenido tiempo de entregarle una valiosa joya en forma de cruz antes de que comience el suplicio, él se limita a rozarle la espalda con el látigo y a pasarle un cuchillo por la punta de la lengua, sin cortar la carne. La dama soporta este simulacro de azotes y heridas con una dignidad heroica. Natalia Lopujin, menos segura de sus nervios, se defiende desesperadamente cuando los ayudantes del verdugo le rasgan la ropa. La multitud permanece muda de asombro ante la desnudez súbitamente revelada de esta mujer, a la que incluso su desgracia embellece. Luego, algunos espectadores, ávidos de presenciar la continuación, gritan de impaciencia. Presa del pánico ante este desencadenamiento de odio salvaje, la infeliz intenta escapar de su torturador, lo insulta y le muerde la mano. El verdugo, furioso, le aprieta el cuello, le hace abrir las mandíbulas a la fuerza, empuña el arma del sacrificio y, un instante después, presenta a la eufórica multitud un trozo de carne chorreando sangre. «¿Quién quiere la lengua de la bella señora Lopujin? -dice-. ¡Es una suculenta pieza y la vendo a buen precio! ¡La lengua de la bella señora Lopujin por un rublo!» [54] Esta manera de invitar a reír por parte de un verdugo es moneda corriente en la época. Pero esta vez el público permanece más atento que de costumbre al desarrollo de las operaciones, pues Natalia Lopujin acaba de desmayarse de dolor y de vergüenza. El verdugo la reanima propinándole fuertes azotes con el knut. Cuando la dama vuelve en sí, la echan a un carro que la conducirá a Siberia. Su esposo se reunirá con ella en Seleguinski, no sin antes haber sido severamente fustigado. Él morirá allí unos años después, en el más absoluto abandono. En cuanto a la señora Bestújiev, llevará durante bastante tiempo una vida miserable en Yakutsk, padeciendo hambre, frío y la indiferencia de los habitantes, que no se atreven a comprometerse relacionándose con una réproba. Sin embargo, en San Petersburgo, su marido, Mijaíl Bestújiev, el hermano del canciller Alexéi Bestújiev, prosigue su carrera en la diplomacia, y su hija resplandece en la corte de Su Majestad.

Al resolver el caso Botta, Isabel ha tenido la impresión de hacer la limpieza que necesitaba su imperio. Alexéi Bestújiev, que ha conservado sus prerrogativas ministeriales pese a la desgracia que acaba de abatirse sobre la mayor parte de sus familiares, incluso podría decirse a sí mismo que su prestigio se ha visto reforzado por el revés que ha estado en un tris de sufrir. Sin embargo, en Versalles, Luis XV persiste en su intención de enviar a La Chétardie en misión de reconocimiento junto a la zarina, a la que, según sus informadores, no le desagradaría reanudar sus asaltos con florete contra un francés cuyas galanterías no hace mucho la divertían. Aunque es tan veleidosa que, según los mismos «conocedores del alma eslava», es capaz de ofenderse por una fruslería y de hacer una montaña de un grano de arena. Para no herir la susceptibilidad de esta soberana de humor cambiante, el rey entrega a La Chétardie dos versiones de una carta de presentación a Su Majestad. En una, el emisario de Versalles es presentado como un simple particular interesado por todo lo referente a Rusia; en la otra, como un plenipotenciario delegado por el rey ante «nuestra queridísima hermana y excelente amiga Isabel, emperatriz y autócrata de todas las Rusias». [55] La Chétardie escogerá, llegado el momento, la fórmula que mejor se adapte a las circunstancias. Con esta doble recomendación en el bolsillo, raro sería que fracasara una vez más en su cometido. Viajando como una exhalación llega a San Petersburgo el mismo día en que la emperatriz celebra el décimo aniversario de su golpe de Estado. Divertida por la prisa de La Chétardie en felicitarla, Isabel le concede durante la velada una entrevista medio amistosa, medio protocolaria. Él la encuentra cansada y más gorda, pero tan amable que cree haberle hecho cambiar de opinión hasta el punto de que ya no recuerda sus últimas quejas contra Francia. Pero, cuando se dispone a desplegar ante ella toda la seducción de que es capaz, se topa con el actual embajador de Francia, D’Allion. Éste, mortificado por una competencia que considera desleal, no sabe qué inventar para ponerle la zancadilla. Tras una serie de malentendidos, los dos representantes de Luis XV intercambian insultos y bofetadas y desenfundan las espadas. Aunque resulta herido en una mano, La Chétardie no pierde un ápice de dignidad. Luego, al constatar la inanidad de esta disputa entre dos franceses en territorio extranjero, los adversarios, de mejor o peor grado, se reconcilian. Se acerca la Navidad. Y es precisamente a fines de ese año, 1743, cuando a Isabel le llega de Berlín la noticia tan esperada: el rey de Prusia, a quien diferentes emisarios han pedido que escoja una esposa para el heredero del trono de Rusia, por fin ha encontrado la perla. Una princesa de cuna suficientemente elevada, de físico agradable y buena educación, que hará honor a su esposo sin sentirse tentada de eclipsarlo.

Es exactamente el tipo de nuera con el que sueña la emperatriz. La candidata, que sólo tiene quince años y nació en Stettin, se llama Sofía de Anhalt-Zerbst, Figchen para sus allegados. Su padre, Cristián Augusto de Anhalt-Zerbst, ni siquiera es príncipe reinante y se limita a dirigir su pequeño infantazgo hereditario bajo la condescendiente protección de Federico II. La madre de Sofía, Johanna de Holstein-Gottorp, es prima hermana del difunto Carlos Federico, el padre del gran duque Pedro que Isabel ha convertido en su heredero. Johanna tiene veintisiete años menos que su marido y grandes ambiciones para su hija. La zarina ve todo eso como algo maravillosamente familiar, germánico y prometedor. Simplemente estudiando, rama por rama, vástago por vástago, la genealogía de la jovencita, Isabel se siente en terreno conocido. Hasta concibe la ilusión de que es ella quien se va a casar. Pero ¿con quién? Porque, aunque está de antemano bien dispuesta hacia la muchacha, no lo está tanto hacia el pretendiente, al que conoce de sobra. Su sobrino la decepciona; ella querría que estuviese más impaciente por conocer el resultado de las maniobras matrimoniales que se llevan a cabo lejos de él. Por lo demás, la principal interesada también permanece al margen de las negociaciones de que es objeto. Todo transcurre en un intercambio de cartas confidenciales entre Zerbst, donde residen los padres de Sofía, Berlín, donde vive Federico II, y San Petersburgo, donde la emperatriz se impacienta en espera de las noticias de Prusia. Las informaciones sobre la joven que ha recibido hasta el momento coinciden armoniosamente: según las pocas personas que la han visto, es graciosa, culta, razonable, habla francés tan bien como el alemán y, pese a su juventud, se comporta con mesura en toda circunstancia. ¿No es demasiado bonito para ser verdad?, se pregunta Isabel. El retrato de Figchen que Federico II hace que le manden termina de conquistarla. La princesita, con su semblante fresco y su mirada inocente, es un verdadero bombón. Por temor a una decepción de última hora, la zarina continúa ocultando a su entorno la inminencia del gran acontecimiento que ha preparado para la felicidad de Rusia. Pero, si bien Alexéi Bestújiev no sabe nada del asunto, los diplomáticos cercanos a Prusia están al corriente y resulta difícil hacerles guardar silencio. Mardefeld informa día a día a La Chétardie y Lestocq del progreso de las negociaciones. Aquí y allá surgen rumores. El clan francófilo se alegra -aunque con cierta prudencia- de la llegada a la corte de esta princesa educada, según dicen, por una institutriz francesa. Aunque es de sangre prusiana, no puede, dada la enseñanza que ha recibido, sino servir a la causa de Francia. ¡Y eso aunque el proyecto de boda se malogre!

Misiva tras misiva, Isabel es informada de que la joven y su madre se han trasladado a Berlín, de que allí han recibido la bendición de Federico II y de que se han arruinado haciendo compras para el ajuar de la novia. En cuanto al padre de Sofía, se ha quedado en Zerbst. ¿Se ha negado a acompañar a su hija en busca de un marido prestigioso por motivos económicos o por orgullo? Isabel no se detiene a pensar en esta cuestión secundaria. Cuantos menos parientes prusianos haya alrededor de la jovencita, mejor, piensa. A fin de facilitar el viaje de Sofía y Johanna, les ha mandado algún dinero para los gastos y les ha recomendado mantener el secreto, al menos hasta su llegada a Rusia. Una vez que hayan cruzado la frontera, deberán decir que se dirigen a San Petersburgo para realizar una visita de cortesía a Su Majestad. De conformidad con las instrucciones de la zarina, un cómodo trineo, tirado por seis caballos, las espera en Riga. Se instalan tiritando en este primer vehículo «oficial» y se envuelven en las pellizas de marta cibelina que Isabel ha ordenado facilitarles para atenuar los rigores del viaje.

Al llegar a San Petersburgo, tienen la desilusión de enterarse de que la emperatriz y toda la corte se encuentran en Moscú para celebrar, el 10 de febrero de 1744, el decimosexto cumpleaños del gran duque Pedro. La zarina ha encargado a La Chétardie y al embajador de Prusia, Mardefeld, que reciban a las damas en su ausencia y les hagan los honores de la capital. Mientras la pequeña Sofía se maravilla ante las bellezas de esa inmensa ciudad construida sobre el agua, admira el relevo de la Guardia y bate palmas al ver los catorce elefantes que el sha de Persia le regaló a Pedro el Grande, Johanna, que no pierde el norte, está rabiosa por no haber sido presentada aún a Su Majestad. También le preocupa la mala disposición del canciller Alexéi Bestújiev hacia la proyectada unión. Sabe que es ruso hasta la médula y firmemente contrario a toda concesión a los intereses de Prusia. Además, según algunos rumores que circulan por San Petersburgo, quiere provocar la oposición del Santo Sínodo a un matrimonio entre parientes. Esas habladurías hacen desconfiar a Johanna, pero a Isabel no le preocupan. Sabe que le basta fruncir el entrecejo para que Bestújiev enmudezca por temor a un recrudecimiento de la severidad hacia su familia y para que los más altos prelados, pensando en las imperiales advertencias, se contenten con rezongar entre dientes antes de dar su bendición a los novios.

Impaciente por reunirse con la corte en Moscú, Johanna interrumpe los paseos y las diversiones de su hija y, por consejo de Mardefeld, a finales de enero se pone en camino con ella y La Chétardie. Isabel las cita en el palacio Annenhof, en el barrio este de la segunda capital, el 9 de febrero a las ocho de la tarde. Tras haberlas hecho esperar, ordena abrir de par en par las puertas de la sala de audiencias y aparece en el umbral, mientras frente a ella las dos visitantes hacen una profunda reverencia. De un rápido vistazo, evalúa a la futura esposa: una jovencísima muchacha delgadita y paliducha, con un vestido de color rosa y plata con corpiño y sin miriñaque. El tocado es mediocre, pero el rostro es gracioso. Al lado de esta deliciosa criatura, Pedro, que ha ido a recibir a la princesa que se le destina, parece todavía más feo y antipático que de costumbre. En los últimos tiempos ha conseguido irritar tremendamente a su tía aproximándose a Brummer, ministro del Holstein, y a unos cuantos intrigantes, todos de origen alemán. Y encima, en lugar de alegrarse por el hecho de que Su Majestad lo haya nombrado coronel del regimiento Preobrazhenski, ahora pretende llevar a Rusia un regimiento del Holstein a fin de que constituya un ejemplo vivo de disciplina y eficacia, dos cualidades esenciales que, según él, al ejército ruso le irían muy bien.

Ante las múltiples manifestaciones de esta germanofilia, Isabel, que muchas veces ha lamentado no poder ofrecer un heredero a Rusia, se sorprende alegrándose de que éste no sea hijo suyo. Este calamitoso sucesor no está emparentado con ella ni en la mentalidad ni en los gustos; tan sólo por el título que le ha dado. De repente, compadece a la desdichada chiquilla a la que va a entregar a un hombre que no la merece, y se promete en secreto ayudarla en sus esfuerzos para seducir y enderezar al maníaco obtuso que un día será emperador de Rusia. ¡Si la pequeña Sofía pudiera contar al menos con los tiernos consejos de una madre para consolarla de su desengaño! Pero, después de observar a Johanna, que gesticula y parlotea ante ella, la zarina la considera tan exasperante en su servilismo y afectación como agradable es Sofía con su aire de sinceridad, salud y alegría.

Ciertas enemistades se delatan por una palabra, una mirada, un silencio. Tras esta primera entrevista, Isabel ya sabe que entre Johanna y Sofía no hay mucho afecto. Su recíproco apego es puramente circunstancial y de conveniencia. De la «pareja madre-hija» que forman, emana el frío de las casas durante largo tiempo deshabitadas. Llevada por una ensoñación generosa, Isabel ya se ve reemplazando a Johanna en su papel tutelar. Si bien no ha sabido formar el carácter del gran duque a su gusto, quiere creer que ayudará a Sofía a convertirse en una mujer feliz, decidida e independiente, sin mermar nunca la autoridad tradicional del esposo. Para inaugurar esta serie de buenas acciones, le pide a Razumovski que le lleve las insignias de la Orden de Santa Catalina. Dos damas de honor de Su Majestad prenden la condecoración en el corpiño de Sofía. Isabel examina su obra con el orgullo de un artista al contemplar el cuadro que acaba de pintar y, satisfecha del resultado, dirige una mirada de complicidad a Razumovski. Éste intuye lo que la emperatriz piensa acerca de esta unión tan desigual y, sin embargo, tan necesaria. Esta muda comprensión la consuela, como siempre, en sus momentos de duda. Ella desearía que todo fuera sencillo y natural en las relaciones de Sofía y Pedro, como todo lo es en su propio amor por el favorito que se ha convertido en su esposo morganático.

Durante los días siguientes, ella misma vigila y hace que sus sirvientas y sus damas de honor espíen a esos dos jóvenes demasiado formales. Mientras que Sofía parece esperar iniciativas galantes por parte de su prometido, el absurdo gran duque Pedro se limita a darle matraca ensalzando las cualidades del ejército prusiano, tanto en los desfiles como en la guerra, y denigrando las costumbres, el pasado e incluso la fe de Rusia. ¿Acaso se burla sistemáticamente de todo lo ruso para afirmar su libertad de espíritu? Por su parte, Sofía, como si quisiera adoptar la postura contraria en todos esos puntos, parece cada vez más atraída por las costumbres y la historia del país que está descubriendo. Vasili Adadúrov y Simón Todorski, los dos maestros designados por Su Majestad para familiarizar a la joven con la lengua yla religión de su futura patria, elogian al unísono la aplicación de su alumna en el estudio del ruso y de los dogmas ortodoxos. Su gusto por el esfuerzo intelectual la lleva a trabajar hasta entrada la noche para «adelantar» en el conocimiento de los problemas más arduos de vocabulario, gramática o teología. Un día coge frío y sufre un fuerte acceso de fiebre que la obliga a guardar cama. Johanna, implacable, le reprocha que «se contemple demasiado» en lugar de seguir ejerciendo con valentía sus funciones de «princesa casadera». Un desfallecimiento tan cerca del objetivo puede dar al traste con todo el asunto, gime la madre, y le suplica a Figchen que se rehaga y se levante. Isabel, consternada por los sufrimientos y la soledad moral de la adolescente, va a visitarla. Mientras la pobrecilla se ahoga, arde de fiebre y castañetea de dientes, el clan antifrancés ya piensa, frotándose las manos, en la posibilidad de un desenlace fatal. Si Sofía desapareciera, habría que sustituirla, y esta vez la candidata elegida sería favorable a una alianza austroinglesa. Pero Isabel se enfada y declara que, pase lo que pase, no quiere una princesa sajona. Los médicos ordenan que se sangre a la enferma, a lo que Johanna se opone. Sin embargo, Isabel, apoyada por su médico personal, Lestocq, hace caso omiso del parecer de la madre. Durante las siete semanas que persiste la fiebre, a Sofía se le practican dieciséis sangrías. Este tratamiento de caballo la salva. Nada más levantarse, y estando todavía muy débil, la joven quiere volver al trabajo.

El 21 de abril de 1744, se acicala para celebrar su decimoquinto cumpleaños en el transcurso de una recepción. Pero su palidez y su delgadez son tales que teme decepcionar a los cortesanos y tal vez incluso a su prometido. La zarina, movida por una solicitud desacostumbrada en ella, hace que le lleven carmín y le recomienda que se pinte las mejillas para mejorar su aspecto. Muy emocionada ante el valor que muestra Figchen, observa que el deber maternal la empuja hacia esa encantadora personita -que no es nada suyo pero que desearía hacerse rusa-, en lugar de dirigirla hacia ese sobrino al que ha convertido en su hijo adoptivo y que desearía seguir siendo alemán.

Mientras la zarina considera este delicado problema familiar, Johanna, por su parte, se ocupa de la alta política. La diplomacia secreta es su monomanía. Recibe en sus aposentos a los adversarios, habituales del canciller Alexéi Bestújiev, ese ruso recalcitrante. La Chétardie, Lestocq, Mardefeld y Brummer celebran allí conciliábulos clandestinos. Lo que esperan estos aprendices de conspirador es que, dirigida por su madre, la joven Sofía utilice su influencia sobre el gran duque Pedro e incluso sobre la zarina, que visiblemente le tiene afecto, para provocar la caída del jefe de la diplomacia rusa. Pero Alexéi Bestújiev no ha permanecido inactivo mientras se llevaban a cabo estos tejemanejes. Gracias a sus espías personales, ha podido interceptar y descifrar las cartas escritas en clave por La Chétardie y enviadas a las diferentes cancillerías europeas. Una vez en posesión de estas pruebas comprometedoras, se las muestra a Isabel. Lo que la zarina ve, horrorizada, es todo un fajo de papeles llenos de frases irreverentes. Pasando las páginas, lee al azar: «No se puede esperar nada de la gratitud y la atención de una princesa [la emperatriz] tan disipada.» Y también: «Su vanidad, su ligereza, su conducta deplorable, su debilidad y su atolondramiento no permiten ninguna negociación seria.» En otro lugar, La Chétardie critica a Su Majestad por su excesiva tendencia a «la coquetería» y «la frivolidad», y señala que permanece en la más absoluta ignorancia de las grandes cuestiones de actualidad, que «le interesan menos de lo que la espantan». En apoyo de estas calumnias, La Chétardie cita la malévola opinión de Johanna, a la que, por lo demás, presenta como una espía a sueldo de Federico II. Isabel, aterrada por tal exposición de vilezas, ya no sabe quiénes son sus amigos ni si todavía le queda alguno. Se enemistó con María Teresa a causa del desvergonzado embajador de Austria, Botta, a quien tachó de «bandido de la diplomacia». ¿Debe pelearse ahora con Luis XV a causa de La Chétardie, que no es más que un chismoso? Para hacer bien las cosas, habría que expulsarlo en un plazo de veinticuatro horas. Pero ¿no se ofenderá Francia por esta afrenta, pese a que no va dirigida a un Estado sino a un hombre? Antes de tomar ninguna medida, Isabel convoca a Johanna y le expresa sin miramientos su indignación y su desprecio. Las cartas, extendidas sobre la mesa, acusan directamente a la madre de Sofía. Asustada al ver que todos sus sueños de grandeza se derrumban, la princesa de Anhalt-Zerbst cree que va a ser expulsada inmediatamente de Rusia. Sin embargo, se beneficiará de una prórroga providencial. En consideración a la inocente prometida de su sobrino, Isabel accede a dejar que Johanna se quede, por lo menos hasta la boda. Esta indulgencia no le resulta muy penosa a la zarina. Incluso la ve como una muestra de paciente caridad que le proporcionará algún beneficio. En realidad, compadece a su futura nuera por tener una madre desnaturalizada. Su entusiasmo por Sofía es tan vivo que espera ganarse, con su magnanimidad, no sólo el agradecimiento de la joven sino quizá también su afecto.

De repente, el ambiente irrespirable de San Petersburgo le resulta insoportable a Su Majestad, que, cediendo a uno de esos impulsos místicos que la dominan de vez en cuando, decide realizar una peregrinación al convento de Troitsa, el monasterio de la Trinidad y San Sergio. Se llevará a su sobrino, a Sofía, a Johanna y a Lestocq. Antes de partir, le dice a Alexéi Bestújiev que le encomienda la tarea de decidir la suerte del innoble La Chétardie. Cualquier castigo que considere oportuno infligir a ese falso amigo cuenta por anticipado con su aprobación. Tras haberse lavado así las manos de la suciedad de la capital, se dirige, aliviada, hacia Dios.

Desde el comienzo de la estancia de los peregrinos imperiales en la Trinidad y San Sergio, Isabel observa que, si bien Johanna, Sofía y Lestocq están muy nerviosos por la inconveniencia epistolar de La Chétardie, se diría que a Pedro no le preocupa lo más mínimo. ¿Habrá olvidado acaso que está allí con su prometida, la que será su mujer, y que todo lo que la perjudica a ella debería afectarle también a él?

Mientras en la Trinidad y San Sergio se entretienen con conversaciones medio paganas, medio religiosas sobre el destino de la futura pareja, en San Petersburgo, unos oficiales, flanqueados por guardias armados, se presentan en el domicilio de La Chétardie y le anuncian que, como consecuencia de las difamaciones vertidas sobre Su Majestad, se le ha condenado a abandonar el país en un plazo de veinticuatro horas. El marqués, despedido como un lacayo ladrón, protesta, echa pestes, grita que lo están matando, que se quejará a su gobierno, pero luego se calma, agacha la cabeza y acepta el castigo.

En la primera posta, se presenta un emisario de la emperatriz reclamándole la placa de la Orden de San Andrés y la tabaquera, decorada con un retrato de Su Majestad, con la que fue gratificado unos años antes, en la época en que gozaba de sus favores. En vista de que se niega a separarse de estas reliquias, Alexéi Bestújiev le hace llegar, con el correo siguiente, una sentencia conminatoria de la zarina: «El marqués de La Chétardie no es digno de recibir obsequios personales de Su Majestad.» La Chétardie, al borde de la demencia, implora la intervención de Versalles en un asunto que, según el diplomático, al desacreditarlo a él, desacredita a Francia. Sin embargo, Luis XV, siguiendo los pasos de Isabel, lo pone en su lugar. En castigo por sus torpes acciones, le ordena retirarse a sus tierras del Limosín y permanecer en ellas hasta nueva orden.

En cuanto a Isabel y sus compañeros de peregrinación, tras una piadosa estancia en la Trinidad y San Sergio, regresan a Moscú, donde las damas de Anhalt-Zerbst se esfuerzan en aparentar naturalidad pese a su vergüenza y su decepción. Consciente de que en Rusia simplemente se la tolera y de que al día siguiente de la boda de su hija la invitarán a irse, Johanna continúa sumida en la inquietud. Sofía, por su parte, intenta olvidar esta sucesión de fracasos preparando su conversión a la ortodoxia con un celo de neófita. Mientras ella escucha atentamente los discursos del sacerdote encargado de iniciarla en la fe de sus nuevos compatriotas, Pedro se dedica alegremente a cazar en los bosques y las llanuras circundantes con sus habituales compañeros de andanzas. Todos son del Holstein, entre ellos sólo hablan alemán e incitan al gran duque a desafiar las tradiciones rusas para afirmar hasta el final sus orígenes germanos.

El 28 de junio de 1744, Sofía es recibida por fin en el seno de la Iglesia ortodoxa, pronuncia las palabras rituales del bautismo en ruso, sin tartamudear, y cambia de nombre para convertirse en Catalina Alexéievna. Esta obligación de sustituir la santa que ha sido su patrona desde que nació por una santa del calendario de su nueva religión no le sorprende. Sabe desde hace tiempo que, para casarse con un ruso de la alta nobleza, es preciso hacerlo. Al día siguiente, 29 de junio, se presenta en la capilla imperial para la ceremonia de los esponsales. Encabezando el cortejo, la emperatriz avanza a paso muy lento bajo un palio de plata llevado por ocho generales. Detrás de ella caminan, emparejados, el gran duque Pedro, que sonríe neciamente mirando a su alrededor, y la gran duquesa Catalina, pálida, emocionada y con la mirada baja. El oficio, celebrado por el padre Ambrosio, dura cuatro horas. Pese a estar convaleciente, Catalina no flaquea en ningún momento. Isabel está contenta de su futura nuera: «¡Tiene agallas, llegará lejos!», augura. Durante el baile que clausura las festividades, Isabel observa una vez más el contraste entre la elegancia y la sencillez de la muchacha y el descaro de la madre, que habla a tontas y a locas y siempre quiere ser el centro de atención.

Poco después, toda la corte se traslada con gran pompa a Kíev. La joven pareja y Johanna hacen lo mismo. De nuevo recepciones, bailes, desfiles, discursos… Al final del día, la zarina, aunque está acostumbrada al ajetreo mundano, tiene la extraña sensación de haber perdido el tiempo. Durante este viaje, que durará tres meses, Isabel finge ignorar que a su alrededor el mundo se mueve: se rumorea que Inglaterra está preparándose para atacar los Países Bajos, mientras que, al parecer, Francia planea pelearse con Alemania y los austríacos se disponen a enfrentarse al ejército francés. Los gabinetes de Versalles y Viena rivalizan en astucia para obtener la ayuda de Rusia, y Alexéi Bestújiev permanece entre dos aguas mientras espera recibir instrucciones precisas de Su Majestad. Ésta, seguramente alarmada por los informes de su canciller, decide regresar a Moscú. Inmediatamente, la corte lía el petate y emprende, en larga y lenta caravana, el camino de vuelta. Al llegar a la antigua capital, Isabel piensa en concederse unos días de descanso. Dice estar cansada de la agitación de Kíev. Sin embargo, le basta respirar el aire de Moscú para sentirse de nuevo ávida de distracciones y sorpresas. Por iniciativa suya, se reanudan los bailes, las cenas, las óperas y las mascaradas, y se suceden a un ritmo tal que hasta los jóvenes acaban pidiendo clemencia.

No obstante, como la fecha de la boda se acerca, Isabel se decide a dejar Moscú a fin de ocuparse de los preparativos de la ceremonia, que se celebrará en San Petersburgo. Los prometidos y Johanna parten unos días más tarde. Sin embargo, al bajar del carruaje en la posta de Jotilovo, el gran duque Pedro siente escalofríos. Unas manchas rosáceas aparecen en su rostro. No hay duda posible: es la viruela. Pocos son los que sobreviven a ella. Envían un correo a la emperatriz. Al enterarse de la amenaza que pesa sobre su hijo adoptivo, a Isabel la domina un terror premonitorio. ¿Cómo podría olvidar que, menos de quince años antes, el joven zar Pedro II sucumbió a esta enfermedad poco antes de la fecha de su boda? Y por una extraña coincidencia, aquel mes de enero de 1730, la novia, una Dolgoruki, también se llamaba Catalina. ¿Acaso ese nombre lleva la desgracia a la dinastía de los Románov? Isabel se niega a creerlo, al igual que se niega a creer en la fatalidad del contagio. Decidida a reunirse con el heredero del trono para cuidarlo hasta que recobre la salud, ordena enganchar los caballos. Entre tanto, Catalina, aterrada, ha partido hacia la capital y por el camino se cruza con el trineo de Isabel. Unidas por la angustia, la emperatriz, que teme lo peor para su sobrino, y la prometida, que tiembla ante la idea de perder a su futuro marido, caen una en brazos de otra. Esta vez, Isabel ya no duda de haber sido guiada por el Señor al otorgar su confianza a esta princesita de quince años: Catalina es la esposa que necesita el pánfilo de Pedro y la nuera que necesita ella para ser feliz y acabar sus días en paz. Juntas se dirigen a Jotilovo. Al llegar al pueblo, encuentran al gran duque tiritando en un camastro. Mientras lo observan agitarse y transpirar, la zarina se pregunta si la dinastía de Pedro el Grande va a acabarse con este lamentable enfermo. En cuanto a Catalina, ya se imagina regresando a Zerbst, y llevando por todo equipaje el recuerdo de una fiesta trágicamente acortada. Luego, a petición de la emperatriz, que teme que la joven se contagie justo antes de la boda, Catalina acepta marcharse a San Petersburgo con su madre, dejando al gran duque a cargo de Su Majestad.

Durante varias semanas, Isabel, recluida en una cabaña rústica y mal caldeada, vela por ese heredero que le está jugando la mala pasada de abandonar la partida en el momento en que los dos estaban a punto de ganarla. Pero ¿por qué se consagra de esa forma a un ser al que no quiere?, ¿por caridad cristiana o en atención a la herencia monárquica? Ni siquiera intenta analizar ya la naturaleza de los vínculos que la unen a ese muchacho estúpido e ingrato. La empuja una fatalidad que no se atreve a definir como la expresión de la voluntad divina. Por suerte, la fiebre de Pedro disminuye poco a poco y su mente recupera cierta lucidez.

A fines del mes de enero de 1745, la emperatriz parte de Jotilovo para llevar a su sobrino, ya curado, a San Petersburgo. El joven ha cambiado tanto en el transcurso de su enfermedad que Isabel teme la decepción de Catalina cuando vea el pingajo que le lleva a guisa de prometido. La viruela ha devastado el rostro de Pedro. Con el cráneo rapado, la cara tumefacta, los ojos inyectados en sangre y los labios agrietados, es la caricatura del joven que era unos meses antes. Ante ese espantajo, la zarina se siente tentada de disculpar por anticipado la reacción de Catalina. Para mejorar la apariencia del «resucitado», le coloca una poblada peluca. Luciendo esos falsos bucles empolvados, Pedro está todavía más repelente que con su aspecto natural, pero la suerte está echada. Es preciso capear el temporal. En cuanto los viajeros llegan y se instalan en el palacio de Invierno, Catalina va a ver a su prometido, milagrosamente restablecido. Isabel, con el corazón encogido, asiste al encuentro. Al ver al gran duque Pedro, Catalina parece quedarse paralizada por el horror. Con la boca entreabierta y los ojos desencajados, farfulla un cumplido para felicitar a su prometido por su curación, hace una pequeña reverencia y se marcha precipitadamente, como si acabara de toparse con un espectro.

El 10 de febrero, aniversario del nacimiento del gran duque, la emperatriz, consternada, incluso le desaconseja que aparezca en público. Sin embargo, aún confía en que, con el tiempo, los defectos físicos de su sobrino se atenúen. Lo que de momento le parece más grave es el escaso interés que demuestra por su prometida. Según las habladurías del entorno de Catalina, Pedro ha presumido delante de ella de haber tenido amantes. Pero ¿es siquiera capaz de satisfacer a una mujer en los juegos amorosos? ¿Está, en ese aspecto, normalmente constituido? Y la encantadora Catalina, ¿será lo bastante coqueta e imaginativa para despertar el deseo de un marido «blandengue»? ¿Le dará hijos al país que ya los espera? ¿Es posible corregir con remedios la deficiencia sexual de un hombre para quien la visión de un regimiento desfilando es más excitante que la de una joven tendida en la penumbra de su alcoba? La zarina, agobiada por las dudas, consulta a varios médicos. Tras doctos conciliábulos, éstos deciden que, si bebiera menos, el gran duque se sentiría más atraído por las damas. Por lo demás, creen que esa inhibición es puramente pasajera y que muy pronto se perfilará una «mejoría». Esa es también la opinión de Lestocq. Sin embargo, tales palabras lenitivas no bastan para calmar los temores de la emperatriz. Le extraña que Catalina y Pedro no tengan más prisa por casarse. ¿Acaso les asustan los maravillosos placeres nocturnos? Mientras que ellos se adaptan a todos los retrasos que separan los sueños púdicos de la realidad carnal, Isabel está doblemente impaciente. Tras largas conversaciones, se fija de forma irrevocable la fecha de la ceremonia. Su Majestad decide que la boda más espléndida del siglo tendrá lugar el 21 de agosto de 1745.


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