Capítulo siete

El triunfo de Isabel

Puesto que el golpe de Estado se ha convertido en una tradición política en Rusia, Isabel se siente moral e históricamente obligada a someterse a las reglas en uso en tales casos extremos: proclamación solemne de los derechos al trono, detención masiva de los opositores y lluvia de recompensas a los partidarios. Apenas ha podido dormir dos horas en el transcurso de esa agitada noche. Sin embargo, en los momentos de euforia, la excitación del triunfo fortalece el alma mejor que un banal reposo. Desde el amanecer está en pie, arreglada, peinada y sonriente como si saliera de un sueño reparador. Veinte cortesanos se agolpan ya en su antecámara para ser los primeros en presentarle sus respetos. A Isabel le basta echar una rápida ojeada para distinguir a los que se alegran sinceramente de su victoria de los que se prosternan ante ella en la confianza de evitar el castigo que merecen. En espera de hacer una selección, ella les muestra a todos un rostro amable y, apartándolos con un ademán, sale al balcón. Abajo se encuentran formados los regimientos que han acudido a prestar juramento. Los soldados, con traje de gala, expresan a gritos su alegría sin romper las filas. Sus ojos y sus bayonetas despiden el mismo brillo despiadado. Isabel escucha los hurras que invaden el aire helado del amanecer como una imponente declaración de amor a la «madrecita». Tras esa muralla de uniformes se apiña la masa gris del pueblo de San Petersburgo, tan impaciente como el ejército por manifestar su sorpresa y su beneplácito. Ante este júbilo unánime, la tentación de perdonar a los que han errado al hacer su compromiso es muy fuerte para una mujer sensible. No obstante, Isabel se resiste a ceder a una indulgencia que más tarde podría lamentar. Sabe, si no por experiencia, por atavismo, que la autoridad está reñida con la caridad. Con una prudencia calculada, decide saborear su dicha sin renunciar a su rencor. Como medida urgente de precaución, encarga al príncipe Nikita Trubetzkói que lleve a las diferentes embajadas la noticia de la ascensión al trono de Su Majestad Isabel I. Pero casi todos los ministros extranjeros ya han sido informados del acontecimiento, y de todos los diplomáticos, el más emocionado es sin duda alguna Su Excelencia Jacques-Joachim Trotti de La Chétardie, que ha hecho de esta batalla una cuestión personal. Este triunfo es, en cierta medida, su triunfo, y espera recibir muestras de agradecimiento tanto por parte de la principal beneficiaria como por la del gobierno francés.

Cuando La Chétardie se traslada en calesa al palacio de Invierno para saludar a la nueva zarina, los granaderos que han participado en el heroico tumulto del día anterior y que todavía vagan por las calles lo reconocen, lo escoltan y lo aclaman llamándolo bátiushka Frantsúz («nuestro padrecito francés») y «el protector de la hija de Pedro el Grande». A La Chétardie se le saltan las lágrimas. Piensa que los rusos tienen más corazón que los franceses y, para no quedarse a la zaga en lo que a familiaridad se refiere, invita a todos estos valientes militares a ir a brindar por la salud de Francia y de Rusia a los locales de la embajada. Sin embargo, cuando haga partícipe de esta anécdota a su ministro, Amelot de Chailloux, éste le reprochará su excesivo candor: «Los cumplidos que os han dirigido los granaderos y que, desgraciadamente, no habéis podido evitar, dejan al descubierto el papel que habéis desempeñado en la revolución», [44] le escribe el 15 de enero de 1742. En el intervalo, Isabel ha ordenado celebrar un tedeum, seguido de un servicio religioso para oficializar la ceremonia en la que la tropa presta juramento. Se ha ocupado asimismo de publicar un manifiesto justificando su advenimiento al trono «en virtud de nuestro derecho legítimo y a causa de nuestra proximidad de sangre con nuestro querido padre y nuestra querida madre, el emperador Pedro el Grande y la emperatriz Catalina Alexéievna, así como atendiendo a la súplica unánime y humildísima de aquellos que nos eran fieles». [45]

Como contrapartida a esta exaltación, se anuncian severas represalias. Los actores secundarios del complot se reúnen con sus principales «provocadores» (Münnich, Loewenwolde, Ósterman y Golovkin) en las casernas de la fortaleza San Pedro y San Pablo. El príncipe Nikita Trubetzkói, encargado de juzgar a los culpables, no pierde el tiempo con procedimientos inútiles. Unos magistrados designados expresamente para el caso lo asesoran en la exposición de las conclusiones, que en ningún caso admiten apelación. Un público numeroso, ávido de aplaudir la desgracia ajena, sigue hora tras hora las sesiones. Entre los inculpados figuran muchos extranjeros, lo que satisface a los «buenos rusos». Algunos de estos revanchistas se complacen en señalar, riendo, que se trata de un proceso contra Alemania instruido por Rusia. Cuentan que Isabel, escondida tras un cortinaje, no se pierde una palabra de los debates. En cualquier caso, es ella quien inspira e incluso dicta los veredictos. En la mayoría de los casos, el castigo es la muerte. Naturalmente, como antes del golpe de Estado juró abolir la pena capital en Rusia, Su Majestad se concede el inocente placer de indultar a los condenados en el último minuto. Ella cree que este sadismo teñido de magnanimidad es un instinto ancestral, pues, antes que ella, Pedro el Grande jamás vaciló en mezclar crueldad y lucidez, diversión y horror. Sin embargo, cada vez que el tribunal presidido por Nikita Trubetzkói decreta la muerte, hay que precisar el modo de ejecutarla. En la mayor parte de los casos, los asesores de Trubetzkói se contentarían con la decapitación con hacha. Pero, en lo que respecta a la suerte de Ósterman, en la sala se alzan voces que critican semejante humanidad en la aplicación del castigo supremo. A petición de Vasili Dolgoruki, recién regresado del exilio y rabiosamente deseoso de venganza, Ósterman es condenado al suplicio de la rueda antes de ser degollado; para Münnich, se prefiere que sea el descuartizamiento lo que preceda al golpe de gracia. Tan sólo los criminales de la categoría más baja tendrán la suerte de no ser torturados y llegar intactos ante el verdugo que deberá cortarles el cuello. Para no estropear la sorpresa final, el día de la ejecución, a la hora prevista, los culpables serán conducidos al cadalso ante una multitud ávida de ver correr la sangre de los «traidores» y, allí, un mensajero de palacio les comunicará que Su Majestad, en su infinita bondad, se ha dignado conmutarles la pena por el exilio a perpetuidad. En todos los casos, la muchedumbre, decepcionada al principio por verse privada de un espectáculo divertido, quiere despedazar a los beneficiarios del favor imperial, pero luego, como si tuviera una iluminación, bendice a la mátushka, que ha demostrado ser mejor cristiana que ellos al perdonar la vida a los «infames». Impresionados por tanta clemencia, algunos llegan a afirmar que esta medida excepcional se debe a la naturaleza profundamente femenina de Su Majestad y que, en su lugar, un zar se habría mostrado más riguroso en la manifestación de su ira. Estos mismos incluso rezan para que, en el futuro, sea siempre una mujer quien dirija Rusia. A su entender, el pueblo, en su desgracia, necesita más una madre que un padre. Mientras que todo el mundo ensalza a la zarina de corazón de oro, Münnich irá a enterrarse a Pelym, una aldea de Siberia a tres mil verstas de San Petersburgo, Loewenwolde acabará en Solikamsk, Ósterman en Berezov, en la región de Tobolsk, y Golovkin será abandonado en un pueblo cualquiera de Siberia, pues el lugar al que había que deportarlo estaba mal indicado en la hoja de ruta. En cuanto a los miembros de la familia Brunswick, con la ex regente Ana Leopóldovna a la cabeza, serán mejor tratados en razón de su elevada condición y permanecerán retenidos en Riga antes de ser enviados a Jolmogori, en el extremo norte.

Una vez eliminados los adversarios de su causa, Isabel se ocupa de cubrir los puestos clave dejados vacantes por los hombres con experiencia que ha sacrificado para despejar el terreno. Lestocq y Voróntsov se encargan del reclutamiento. Para suceder a Ósterman, llaman a Alexéi Petróvich Bestújiev, mientras que el hermano de éste, Mijaíl, toma el relevo de Loewenwolde en las funciones de montero mayor. En el estamento militar, se recompensa con los puestos más brillantes a los Dolgoruki, que han regresado del exilio. Para reparar las injusticias del reinado anterior, no se olvida ni siquiera a los subalternos concienzudos. Los nuevos perceptores del maná imperial se reparten los despojos de los vencidos. En una carta a Federico II, Mardefeld comenta este baile de beneficiarios en los siguientes términos: «Los perendengues, los trajes, las medias y la delicada ropa blanca del conde Loewenwolde han sido repartidos entre los chambelanes de la emperatriz, que estaban con una mano detrás y otra delante. De los cuatro gentileshombres de la Cámara nombrados en último lugar, hay dos que eran lacayos y otro que servía como palafrenero.» [46]

En cuanto a los principales instigadores del complot, se ven colmados, gracias a Isabel, por encima de sus expectativas. Lestocq recibe el título de conde, es nombrado consejero privado de Su Majestad, primer médico de la corte y director del «colegio de medicina», y se le asigna una pensión vitalicia de siete mil rublos al año. Mijaíl Voróntsov, Alexandr Shuválov y Alexéi Razumovski despiertan un buen día siendo camareros mayores y caballeros de la Orden de San Andrés. Por su contribución al éxito de la zarina el 25 de noviembre de 1741, toda la compañía de granaderos del regimiento Preobrazhenski pasa a ser una compañía de guardias de Corps personales de Su Majestad, con el nombre germano de Leib-Kompania. Todos y cada uno de los oficiales y suboficiales de esta unidad de elite sube un escalón en la jerarquía. Llevan prendido en el uniforme un emblema con la divisa: «Fidelidad y celo.» Algunos hasta reciben un título de nobleza hereditario, acompañado de tierras y de un regalo de dos mil rublos. En lo que se refiere a Alexéi Razumovski y Mijaíl Voróntsov, aunque no poseen ningún conocimiento militar, son nombrados tenientes generales, con la correspondiente percepción de dinero y tierras.

A pesar de esta reiterada generosidad, los artífices del golpe de Estado siguen pidiendo más. La prodigalidad que la zarina manifiesta hacia ellos, lejos de saciarlos, los trastorna. Creen que les está «todo permitido» porque lo han «dado todo». Su adoración por la mátushka se torna familiaridad, incluso desfachatez. En el ambiente de palacio, a los hombres de la Leib-Kompania se les llama los «granaderos creadores» porque han «creado» a la nueva soberana, o los «hijos mayores de Su Majestad» porque los trata con una indulgencia casi maternal. Irritado por la insolencia de estos advenedizos de baja estofa, Mardefeld se queja de ellos en un despacho al rey Federico II de Prusia: «[Los granaderos de la emperatriz] se niegan a moverse de la corte, donde están espléndidamente alojados […], se pasean por las galerías donde Su Majestad recibe, se mezclan con personalidades de primera línea […], apuestan en la misma mesa que la emperatriz, y su complacencia hacia ellos llega tan lejos que ya había firmado una orden para poner la figura de un granadero en el reverso de los rublos.» [47] En cuanto al embajador de Inglaterra, Edward Finch, en un informe del mismo mes y el mismo año a su gobierno, cuenta que un buen día los guardias de Corps destinados en palacio abandonaron sus puestos para protestar contra la sanción disciplinaria impuesta a uno de ellos por su superior, el príncipe de Hesse-Homburg, y Su Majestad se indignó porque se hubiera osado castigar a sus «hijos» sin pedirle permiso y acogió con los brazos abiertos a las víctimas de semejante iniquidad.

En la elección de sus colaboradores cercanos, Isabel siempre se esfuerza en dar preferencia a los rusos, pero, por más que desee evitarlo, muy a menudo se ve obligada a recurrir a extranjeros para realizar funciones que exigen un mínimo de competencia. Así pues, para cubrir los puestos de los ministerios y las cancillerías, en San Petersburgo reaparecen sucesivamente, a falta de personal cualificado, antiguas víctimas de Münnich. Los Devier y los Brevern, aupados de nuevo, acogen a otros alemanes, como Siewers y Flück. Para justificar estas inevitables excepciones al nacionalismo eslavo, Isabel invoca el ejemplo de su modelo, Pedro el Grande, que, según su propia expresión, quiso «abrir una ventana a Europa». Y en el corazón de esa Europa ideal está, efectivamente, Francia, con cualidades como la sutileza, la cultura y la ironía filosófica, pero también está Alemania, tan reflexiva, tan disciplinada, tan industriosa, tan rica en profesionales de la guerra y el comercio, tan abundantemente provista de príncipes y princesas casaderos… ¿Debe renunciar a proveerse, según sus necesidades, en uno u otro de estos viveros? ¿Es conveniente que, con el pretexto de rusificarlo todo, esté prohibido utilizar a hombres experimentados venidos de fuera? Su sueño sería conciliar las costumbres de la tierra con las enseñanzas del extranjero, enriquecer el culto de los rusófilos, tan amantes de su pasado, con algunos préstamos de Occidente, crear una Rusia alemana o francesa sin traicionar las tradiciones de la patria.

Al tiempo que vacila en definir su conducta entre los insistentes apremios del marqués de La Chétardie, que aboga por Francia, los de Mardefeld, que defiende los intereses de Alemania, y los de Bestújiev, que quiere ser ante todo ruso, Isabel debe tomar constantemente decisiones de política interior, cuya urgencia le parece asimismo evidente. En estas condiciones, reorganiza el antiguo Senado, que en lo sucesivo ostentará los poderes legislativo y judicial, sustituye el inoperante Gabinete por la Cancillería privada de Su Majestad, aumenta las multas de toda clase y las tasas del fielato y ordena atraer a «colonos» extranjeros para estimular el desarrollo de las regiones desérticas del sur de Rusia. Sin embargo, estas medidas de orden estrictamente administrativo no calman la profunda inquietud que la atenaza durante la noche. ¿Cómo asegurar el futuro de la dinastía? ¿Qué será del país si, por una u otra razón, debe transmitir el poder a otro? Al no tener hijos, sigue temiendo que, tras su desaparición o incluso como consecuencia de un complot, la suceda el ex zar niño, Iván VI, actualmente destronado. De momento, el bebé y sus padres están desterrados en Riga, pero son capaces de volver al socaire de una de esas revueltas a las que Rusia es tan aficionada. Para protegerse contra tal contingencia, a Isabel sólo se le ocurre una cosa: debe designar inmediatamente un heredero indiscutible. Y el abanico de posibilidades es tan reducido que no hay lugar para la duda: el beneficiario de esta carga suprema sólo puede ser, piensa ella, el hijo de su difunta hermana Ana Petrovna, el joven príncipe Carlos Pedro Ulrico de Holstein-Gottorp. Dado que el padre del muchacho, Carlos Federico de Holstein-Gottorp, murió a su vez en 1739, el huérfano, que ha cumplido catorce años, se encuentra bajo la tutela de su tío Adolfo Federico de Holstein, obispo de Lübeck. Aunque se conmovió ante la suerte del niño, Isabel nunca se ha ocupado realmente de él. De repente se siente obligada a sacrificarse por el espíritu de familia y a recuperar el tiempo perdido. Por parte del tío obispo no habrá ninguna dificultad. Pero ¿qué dirán los rusos? ¡Bah, no será la primera vez que se les presenta a un soberano con tres cuartas partes de sangre extranjera para que veneren! En cuanto Isabel fragua este proyecto, que compromete a todo el país, se entablan negociaciones secretas entre Rusia y Alemania.

Pese a las precauciones habituales, los rumores de las conversaciones no tardan en llegar a las diferentes cancillerías europeas. Inmediatamente, La Chétardie se alarma y empieza a devanarse los sesos para encontrar el modo de contraatacar este inicio de invasión germana. Intuyendo la hostilidad de una parte de la opinión pública, Isabel se apresura a quemar los puentes que va dejando atrás. Sin informar ni a Bestújiev ni al Senado, envía al barón Nicolás Korf a Kiel en busca del «heredero de la corona». Ni siquiera se ha tomado la molestia de pedir que le faciliten previamente un retrato del adolescente. Siendo el hijo de su bienamada hermana, sólo puede estar dotado de las más hermosas cualidades espirituales y físicas. Espera el encuentro con la emoción de una mujer embarazada, impaciente por ver los rasgos del hijo que el Cielo le dará al término de una larga gestación.

El viaje del barón Nicolás Korf se efectúa con tal discreción que la llegada de Pedro Ulrico a San Petersburgo, el 5 de febrero de 1742, pasa prácticamente inadvertida a los habituales de la corte. Al ver a su sobrino por primera vez, Isabel, que se preparaba para sentir un flechazo maternal, se queda helada de consternación. En lugar de la encantadora criatura que esperaba, se encuentra a un papanatas desgarbado, enfermizo, de mirada torva, que sólo habla alemán, no sabe hilvanar dos ideas, ríe solapadamente de vez en cuando y adopta una expresión de zorrillo acosado. ¿Es ése el regalo que tiene reservado para Rusia? Tragándose su decepción, le pone buena cara al recién llegado, le concede las insignias de la Orden de San Andrés, nombra a los profesores encargados de enseñarle ruso y pide al padre Simón Todorski que le enseñe las verdades de la religión ortodoxa, que en los sucesivo será la suya.

Los francófilos de Rusia ya temen que la introducción del príncipe heredero en el palacio favorezca a Alemania en la carrera por la influencia que la enfrenta a Francia. Los rusófilos, por su parte, llevan la xenofobia más lejos y lamentan que la zarina haya mantenido en el ejército a algunos jefes prestigiosos de origen extranjero, como el príncipe de Hesse-Homburg y los generales ingleses Peter de Lascy y Jacques Keith. Y sin embargo, estos emigrados de categoría superior que en el pasado dieron muestras de lealtad deberían estar por encima de toda sospecha. Es lícito esperar que antes o después, tanto en Rusia como fuera de ella, el sentido común se imponga a los secuaces del extremismo. Pero esta perspectiva no basta para apaciguar a los espíritus puntillosos y pusilánimes. Para tranquilizar a su ministro, Amelot de Chailloux, que insiste en creer que Rusia se le está «escapando», La Chétardie afirma que, pese a las apariencias, «aquí se venera a Francia». [48] Pero Amelot no tiene los mismos motivos que él para sucumbir al encanto de Isabel. El ministro considera que Rusia ya no es una potencia con la que se puede tratar de igual a igual y que sería peligroso contar con las promesas de un poder tan poco firme como el de la emperatriz. Vinculado con Suecia por sus recientes compromisos, no quiere escoger entre estos dos países y prefiere mantenerse al margen de sus desavenencias, sin comprometer su futuro ni con San Petersburgo ni con Estocolmo. Francia, que confía en que la situación se aclare por sí sola, juega en el ínterin con dos barajas en sus relaciones con Rusia, considera la posibilidad de ayudar a Suecia armando a Turquía y apoyando a los tártaros contra Ucrania, mientras Luis XV asegura a Isabel, a través de su embajador, que alberga sentimientos de fraternal comprensión hacia «la hija de Pedro el Grande». Pese a todas las decepciones que jalonaron en el pasado sus relaciones con París y Versalles, la zarina cede una vez más a la seducción de esta extraña nación, cuya lengua y cuyo espíritu no tienen fronteras. Incapaz de olvidar que estuvo a punto de ser la prometida de aquel con quien ahora quisiera firmar un acuerdo de alianza en debida forma, se niega a creer en un doble juego por parte de ese eterno compañero tan presto para sonreír y tan hábil para escabullirse. Por otro lado, esta confianza en la promesa de los franceses no le impide proclamar que ninguna amenaza, venga de donde venga, podrá obligarla a ceder una pulgada de tierra rusa, pues, dice, las conquistas de su padre le son «más preciosas que su propia vida». Tiene prisa por convencer a los estados vecinos, después de haber convencido a sus compatriotas. Le parece que su coronación en Moscú contribuirá más a su renombre internacional que todas las charlas entre diplomáticos. Tras las solemnidades religiosas del Kremlin, nadie volverá a atreverse a discutir su legitimidad ni a desafiar su poder. Para dar más peso aún a la ceremonia, decide llevar a su sobrino a la coronación de su tía Isabel I a fin de que asista a ella en calidad de heredero reconocido. Acaban de celebrar el catorce cumpleaños de Pedro Ulrico. Así pues, el muchacho está en edad de comprender la importancia del acontecimiento que se prepara con febril excitación.

Más de un mes antes del comienzo de las festividades moscovitas, todo el San Petersburgo de los palacios y las embajadas se vacía, como es habitual en tales casos, para trasladarse a la antigua capital de los zares. Un heterogéneo ejército de carruajes emprende el camino, amenazado ya por el deshielo. Dicen que son veinte mil caballos y treinta mil pasajeros calculando por lo bajo, acompañados de un convoy de carros de intendencia que transportan vajilla, ropa de cama, muebles, espejos, alimentos y unos ajuares de prendas de vestir -tanto masculinos como femeninos- tan bien surtidos que pueden hacer frente a semanas de recepciones y galas. El 11 de marzo, Isabel parte de su residencia de Tsárkoie Seló, donde ha querido descansar unos días antes de someterse a las grandes fatigas del triunfo. Se le ha preparado una carroza especial para que disfrute de todas las comodidades imaginables durante el viaje, cuya duración, teniendo en cuenta las paradas en las etapas, se prevé que será de un mes. El vehículo, tapizado de verde, está iluminado por amplias ventanas acristaladas en los costados. Es tan espacioso que se ha podido instalar en él una mesa de juego rodeada de sillas, un sofá y una estufa. Esta casa ambulante está tirada por doce caballos; detrás del carruaje trotan otros doce para facilitar el cambio en los paradores. Por la noche, las llamas de cientos de toneles de resina, dispuestos de trecho en trecho a lo largo del recorrido, iluminan el camino. A la entrada de todas las localidades, hasta las más pequeñas, se alza un pórtico decorado con vegetación. Cuando llega la carroza imperial, los habitantes, en traje de fiesta -los hombres a un lado y las mujeres al otro-, se prosternan cara al suelo, bendicen la aparición de Su Majestad haciendo la señal de la cruz y la aclaman deseándole larga vida. En los monasterios echan las campanas al vuelo cuando se acerca la comitiva, y los religiosos y los monjes salen de los santuarios para presentar sus iconos más venerables a la hija de Pedro el Grande.

La repetición de estos homenajes populares no cansa a Isabel, que ya los acepta como una agradable rutina. No obstante, siente la necesidad de concederse un descanso de unos días en Vsiesviátskoie antes de proseguir su camino. El 17 de abril de 1741, al amanecer, entra en Moscú mientras todos los carillones de la ciudad suenan al paso del cortejo. El 23 de abril, unos heraldos anuncian en las encrucijadas la noticia de la próxima coronación. Dos días más tarde, a la señal de una salva de artillería, la procesión se forma de nuevo según las indicaciones del organizador de las fiestas. Por voluntad de Isabel -suprema coquetería hacia esa Francia a la que, sin embargo, nada la une de forma duradera-, la tarea de dar brillantez y elegancia a su entronización se ha confiado a un francés llamado Rochambeau. La emperatriz va caminando, hierática, bajo un palio, desde la famosa «escalera roja» que adorna la fachada de su palacio del Kremlin hasta la catedral de la Asunción, al otro lado de la plaza. Veinte pajes que visten librea blanca guarnecida con trencilla de oro le llevan la cola. Todas las regiones del imperio han enviado a Moscú a sus representantes, los cuales forman una escolta abigarrada y silenciosa cuyo paso se adapta al de los sacerdotes que van en cabeza. El reverendo padre Ambrosio, asistido por Stepán, obispo de Pskov, repite una y otra vez la señal de la cruz al recibir a la procesión en la inmensa nave. Rociada de agua bendita y envuelta en humo de incienso, Isabel acepta, con una mezcla de dignidad y humildad, los signos sacramentales de la apoteosis. La liturgia se desarrolla según un rito inmutable, el mismo que tiempo atrás honró a Pedro el Grande y a Catalina I, y hace apenas once años a la funesta Ana Ivánovna, culpable de haber intentado apartar del trono a la única mujer que tiene derecho a sentarse actualmente en él.

A los fastos religiosos de la coronación suceden los festejos tradicionales. Durante ocho días todo son luces de fiesta, comilonas y reparto de vino entre la muchedumbre, mientras que los invitados insignes echan los bofes yendo de un baile a un espectáculo y de un banquete a una mascarada. Embriagada por este ambiente de franca cordialidad que reina en torno a su persona, Isabel da algunas muestras más de satisfacción a los que tan bien la han servido. Mientras que Alexandr Buturlin es nombrado general y gobernador de la Pequeña Rusia, oscuros parientes de la familia de la emperatriz por parte materna se ven agraciados con espléndidos títulos de condes y de chambelanes. Los Skavronski, los Hendrikov y los Efimovski pasan de la condición de campesinos enriquecidos a la de hidalgüelos de nuevo cuño. Se diría que Isabel trata de justificar su placer esforzándose en que los demás sean tan felices como ella ese gran día. Pero, en Moscú, la iluminación de las festividades aumenta los riesgos de incendio. Una noche, el palacio Golovín, donde Su Majestad ha establecido provisionalmente su domicilio, es presa de las llamas. Afortunadamente, sólo se queman las paredes y los muebles. Este absurdo contratiempo no debe influir en el ritmo del programa de festejos. Los obreros rusos trabajan deprisa cuando es por una buena causa, decide Isabel, pues ya han empezado a levantar las ruinas del edificio medio calcinado. Mientras lo reconstruyen y lo acondicionan a marchas forzadas, ella se traslada a otra casa que ha conservado en Moscú, a orillas del Yauza, y luego a la que posee en Pokróvskoie, a cinco verstas de allí, y que antaño perteneció a un tío de Pedro el Grande. En este palacio reúne todos los días, para bailar, comer y reír, a más de novecientas personas.

Los teatros tampoco se vacían. Mientras la corte aplaude la ópera La clemencia de Tito, del compositor alemán Johann Adolf Hasse, y un ballet alegórico que ilustra el retorno de la «edad de oro» en Rusia, La Chétardie se entera con terror de que una de las cartas dirigidas por Amelot de Chailloux al embajador francés en Turquía ha sido interceptada por los servicios secretos austríacos y de que ésta contenía críticas injuriosas de la zarina, así como una profecía que anunciaba el desmoronamiento del imperio ruso, «que no puede sino abismarse en su primitiva nada». Abrumado por esta metedura de pata diplomática, La Chétardie confía en atenuar su efecto en el tremendamente susceptible humor de la emperatriz mediante hábiles explicaciones. Pero la torpeza del ministro la ha herido profundamente y, pese a la intervención de Lestocq, que se afana en defender a Francia alegando que La Chétardie y Amelot apoyan la idea de un acuerdo francorruso, Isabel se niega a aceptar la arriesgada apuesta que le proponen y decide retirar su confianza al embajador y al país que representa. Cuando La Chétardie llega al palacio para defender su inocencia en un malentendido que «deplora y reprueba» tanto como ella, lo hace esperar dos horas en la antecámara, con sus damas de honor, y al salir de sus aposentos le anuncia que no puede recibirlo ni ese día ni los siguientes, y que en lo sucesivo tendrá que dirigirse a su ministro, o sea, a Alexéi Bestújiev, pues, para tratar con un país, sea el que sea, «Rusia, señor, no necesita ningún intermediario».

A despecho de semejante filípica, La Chétardie se aferra a una esperanza de reconciliación, protesta, escribe a su gobierno, le suplica a Lestocq que intervenga de nuevo ante Su Majestad Isabel I. ¿Acaso la emperatriz no confía totalmente en su médico, ya sea para curarla o para aconsejarla? Sin embargo, aunque las drogas de Lestocq en ocasiones se han revelado eficaces contra los leves males que padece, sus exhortaciones políticas caen en saco roto. Isabel, sorda y ciega en lo referente a este asunto, se ha encerrado en el rencor. Lo único que La Chétardie consigue obtener de ella, a fuerza de gestiones y súplicas, es que le conceda una audiencia privada. El embajador acude con el deseo de redimirse con unas cuantas palabras y sonrisas, pero se topa con una estatua de glacial desdén. Isabel le confirma su intención de romper sus vínculos con Versalles, aunque conservando el aprecio y la amistad por un país que no ha sabido aprovechar su buena disposición hacia la cultura francesa. La Chétardie se retira con las manos vacías y desalentado.

Al mismo tiempo, el brusco cambio de postura de Federico II, que, dando la espalda a Francia, se ha acercado a Austria, agrava la situación personal del embajador. En esta nueva coyuntura, La Chétardie no puede seguir contando con el embajador de Prusia, Mardefeld, para apoyar su intento de alcanzar un pacto francorruso. Desesperado, se le ocurre la idea de hacer que el trono de Curlandia, vacante desde el año anterior como consecuencia de la caída en desgracia y el exilio de Bühren, se otorgue a alguien cercano a Francia, concretamente a Mauricio de Sajonia. Se podría aprovechar la circunstancia -¡siempre es posible un milagro a orillas del Nevá, patria de los locos y de los poetas!- para sugerir a este último que pidiera la mano de Isabel. Si, por mediación de un embajador francés, la emperatriz de Rusia se casara con el más brillante de los jefes militares al servicio de Francia, las pequeñas afrentas de ayer quedarían rápidamente borradas. La alianza política entre los dos estados se vería reforzada por una alianza sentimental que haría esa unión inatacable. Semejante enlace representaría un triunfo sin precedentes para la carrera del diplomático y para la paz mundial.

Decidido a apostarlo todo a esta última carta, La Chétardie se dedica a perseguir a Mauricio de Sajonia, que unos meses antes ha entrado victorioso en Praga a la cabeza de un ejército francés. Sin revelarle exactamente sus planes, lo apremia a ir urgentemente a Rusia, donde, afirma, la zarina estaría encantada de acogerlo. Atraído por esta prestigiosa invitación, Mauricio de Sajonia no dice que no. Poco después, llega a Moscú, orgullosísimo de sus éxitos militares. Isabel, que desde el principio ha entendido el significado de una visita tan inesperada, se divierte con esta cita entre galante y política, preparada por el incorregible embajador francés. Dado que Mauricio de Sajonia es un hombre apuesto y un excelente conversador, está encantada con el pretendiente tardío que La Chétardie se ha sacado de repente de la manga. Baila con él, charla horas y horas a solas con él, cabalga a su lado, vestida de hombre, por las calles de la ciudad, admira en su compañía unos fuegos artificiales «conmemorativos», suspira lánguidamente contemplando el claro de luna por las ventanas de palacio, pero a ninguno de los dos se le ocurre expresar el menor sentimiento que los comprometería para el futuro. Como si disfrutaran de una especie de recreo en la corriente de su vida cotidiana, ambos se prestan al agradable juego de la coquetería sabiendo que ese intercambio de sonrisas, de miradas y de cumplidos no conducirá a nada. Por más que La Chétardie avive las brasas, éstas no prenden. Al cabo de unas semanas de esgrima amorosa, Mauricio de Sajonia se marcha de Moscú para reunirse con su ejército, que, extenuado y desorganizado, está a punto, según dicen, de evacuar Praga.

De camino hacia su destino de gran soldado vasallo de Francia, escribe a Isabel unas cartas de amor ensalzando su belleza, su majestad, su gracia, evocando una velada «particularmente placentera», cierto «vestido de muaré blanco», cierta cena en la que no era el vino lo que embriagaba, la cabalgada nocturna alrededor del Kremlin… Ella lee, se enternece y lamenta un poco encontrarse sola tras la exaltación de ese simulacro de esponsales. A Bestújiev, que le aconseja firmar un tratado de alianza con Inglaterra, país que, desde el punto de vista de la emperatriz, tiene el defecto de mostrarse hostil a la política de Versalles con demasiada frecuencia, le contesta que jamás será enemiga de Francia, «pues le debo demasiado». ¿En quién piensa al pronunciar esta frase que revela sus sentimientos íntimos? ¿En Luis XV, al que jamás ha visto, a quien estuvo prometida por puro azar y que tantas veces ha traicionado su confianza? ¿En el intrigante La Chétardie, que también está a punto de abandonarla? ¿En su oscura institutriz, la señora Latour, y en el episódico preceptor, el señor Rambour, que en su juventud, en Ismailovo, la iniciaron en las sutilezas de la lengua francesa? ¿En Mauricio de Sajonia, que escribe preciosas cartas de amor pero cuyo corazón permanece frío?

Mientras que La Chétardie, reclamado por su gobierno, se prepara para una audiencia de despedida en palacio, Isabel lo convoca y le propone de inmediato que la acompañe en la peregrinación que desea hacer al monasterio de la Trinidad y San Sergio, no lejos de Moscú. Halagado por gozar de nuevo de su simpatía, el embajador va con ella a este lugar destacado de la fe ortodoxa, donde es alojado cómodamente con el séquito de la zarina, y durante ocho días no la deja ni a sol ni a sombra. A decir verdad, Isabel está encantada de esta discreta «camaradería». La Chétardie la acompaña a iglesias y salones. Entre los cortesanos ya se murmura que «el galo» está a punto de tomar el relevo de Mauricio de Sajonia en los favores de Su Majestad.

Sin embargo, en cuanto la pequeña tropa imperial regresa a San Petersburgo, La Chétardie debe admitir que, una vez más, ha cantado victoria demasiado pronto. Recuperando la sangre fría tras un breve extravío muy femenino, Isabel vuelve a tratar a La Chétardie con la actitud reservada e incluso distante de sus conversaciones precedentes. Una vez tras otra, lo manda llamar para luego olvidar presentarse a la cita, y un día que el embajador se queja en su presencia de Bestújiev, cuya hostilidad hacia Francia raya, según él, en la obsesión, la emperatriz lo pone en su sitio con una frase mordaz: «Nosotros no condenamos a la gente antes de haber demostrado sus crímenes.» [49] Con todo, en vísperas de la marcha de La Chétardie, le hace llevar una tabaquera cuajada de diamantes, con su retrato en miniatura en el centro.

Esta necesaria separación de un personaje que la ha seducido e irritado alternativamente llena a Isabel de tanta tristeza como si hubiera perdido a un amigo. Estando La Chétardie en una posta, durante el camino de regreso a París, le da alcance un emisario de Isabel. El hombre le entrega una misiva sellada en la que sólo hay escritas estas palabras: «Jamás arrancarán a Francia de mi corazón.» [50] ¿No es eso el grito de una amante abandonada? Pero ¿por quién? ¿Por un embajador? ¿Por un rey? ¿Por Francia? Isabel ya no tiene muy claros sus sentimientos. Si bien sus súbditas tienen derecho a soñar, a ella le está vedada esa inocente diversión. Dejada por alguien cuya importancia siempre ha negado, debe dominarse para volver a la realidad y pensar en su sucesión como emperatriz, en lugar de pensar en su vida de mujer. El 7 de noviembre de 1742 publica un manifiesto en el que concede solemnemente al duque Carlos Pedro Ulrico de Holstein-Gottorp los títulos de gran duque, príncipe heredero y Alteza Imperial con el nombre ruso de Pedro Fiódorovich. Al mismo tiempo, confirma su intención de no casarse. En realidad, teme decepcionar, casándose con un hombre de condición inferior o con un príncipe extranjero, no sólo a los valientes hombres de la Leib-Kompania sino a todos los rusos ligados al recuerdo de su padre, Pedro el Grande. Considera que su vocación continúa siendo el celibato. Para ser digna del papel que pretende desempeñar, es preciso que renuncie a toda unión oficialmente bendecida por la Iglesia y permanezca fiel a su imagen de Tsar-diévitsa, la «Virgen imperial», ya celebrada por la leyenda rusa.

Lo que teme, en cambio, es que el adolescente al que ha escogido como heredero, al que ha hecho bautizar según el rito ortodoxo con el nombre de Pedro Fiódorovich y que tiene muy poca sangre rusa en las venas, se niegue a olvidar su verdadera patria. De hecho, pese a los esfuerzos de su mentor, Simón Todorski, el gran duque Pedro siempre se inclina instintivamente hacia sus orígenes. Por lo demás, lo que alienta su culto a su Alemania natal es el propio aspecto de la sociedad, de las calles y las tiendas de San Petersburgo. Le basta mirar a su alrededor para comprobar que la mayoría de la gente, tanto en el palacio como en los ministerios, habla alemán con más fluidez que el ruso. En la lujosísima perspectiva Nevski hay muchas tiendas alemanas; fuera de ella, se leen los rótulos de los establecimientos hanseáticos y abundan los templos luteranos. Cuando, en uno de sus paseos, Pedro Fiódorovich se presenta en el puesto de guardia de un cuartel, el oficial al que se dirige casi siempre le contesta en alemán. El simple hecho de oír su lengua materna hace que Pedro lamente hallarse exiliado en esa ciudad que, pese a todo su esplendor, le es menos querida que la aldea más insignificante del Schleswig-Holstein. Como reacción contra el deber que se le ha impuesto de adaptarse, toma aversión al vocabulario ruso, a la gramática rusa, a las costumbres rusas. Poco falta para que odie a Rusia por no ser alemana. Confiesa a quien quiera escucharle: «Yo no he nacido para los rusos, no les convengo.» Escoge a sus amigos entre los germanófilos declarados, constituyéndose así una pequeña patria de consolación en medio de la gran patria de los demás. Rodeado de una restringida corte de simpatizantes, pretende vivir con ellos en Rusia como si su misión fuera colonizar ese país atrasado e inculto.

Isabel, testigo impotente de la obsesión de ese muchacho al que ha querido integrar por la fuerza en una nación en la que se siente totalmente extranjero, piensa con angustia que el poder de una soberana, en principio absoluto, se revela incapaz de modelar un alma rebelde. Se pregunta si, creyendo actuar por el bien de todos, no ha cometido el error más grave de su vida al confiar el porvenir del imperio de Pedro el Grande a un príncipe que, manifiestamente, detesta a Rusia y a los rusos.

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