Capítulo tres

Zancadillas alrededor de un trono

De todos los que pueden aspirar al trono de Rusia, el peor preparado para ese temible honor es aquel al que acaban de otorgárselo. Ninguno de los candidatos a la sucesión de Catalina I ha tenido una infancia tan desprovista de afecto y de consejos como el nuevo zar Pedro II. No ha conocido a su madre, Carlota de Brunswick-Wolfenbüttel, que murió al traerlo al mundo, y sólo tenía tres años cuando su padre, el zarevich Alejo, sucumbió víctima de la tortura. Doblemente huérfano, educado por ayas que eran simples sirvientas del palacio y por preceptores alemanes y húngaros de poca ciencia y poco corazón, se encerró en sí mismo y, desde que tuvo uso de razón, manifestó un carácter orgulloso, agresivo y cínico. Permanentemente inclinado a la denigración y la rebeldía, sólo siente ternura por su hermana Natalia, catorce meses mayor que él, cuyo temperamento jovial aprecia. Sin duda por atavismo, pese a su corta edad le gusta embotarse bebiendo alcohol y divertirse con las más groseras bromas, y le sorprende que la joven se sienta atraída por la lectura, las conversaciones serias y el estudio de lenguas extranjeras. Natalia habla alemán y francés con la misma soltura que el ruso. ¿Para qué quiere todo eso? El papel de una mujer, aunque tenga quince o dieciséis años, ¿no es divertirse, divertir a los demás y, de paso, seducir a los hombres que valgan la pena? Pedro le lanza pullas sobre su excesiva aplicación y ella intenta imponerle cierta disciplina regañándolo con una dulzura a la que no está acostumbrado. ¡Lástima que no sea más guapa! Aunque tal vez sea mejor así. ¿A qué impulsos no cedería él si, además de su vivacidad mental, Natalia tuviera un físico deseable? Tal como es, lo ayuda a soportar su situación de falso soberano a quien todo el mundo respeta y nadie obedece. A partir de su advenimiento al trono, se ha visto relegado por Ménshikov al rango de figurante imperial. Es cierto que para poner de manifiesto su supremacía Pedro ha dispuesto que en los banquetes Ménshikov se siente a su izquierda, mientras que Natalia está a su derecha; también es él quien, instalado en un trono entre sus dos tías, Ana e Isabel, preside las reuniones del Alto Consejo secreto; además, muy pronto se casará con la hija de Ménshikov, y éste, una vez convertido en su suegro, sin duda le entregará las riendas del poder. Pero, hoy por hoy, el joven Pedro es consciente de no ser sino la sombra de un emperador, la caricatura de Pedro el Grande, una Majestad de carnaval, sometida a la voluntad del organizador del pintoresco espectáculo ruso. Haga lo que haga, debe plegarse a la voluntad de Ménshikov, quien lo ha previsto y organizado todo a su manera.

El palacio de este personaje omnipotente está situado en el corazón de San Petersburgo, en el centro de un soberbio parque en la isla Vasili. En espera de que se construya un puente reservado a su uso personal, Ménshikov dispone, para cruzar el Nevá, de una galera de remos cuyo interior está tapizado de terciopelo verde. Cuando desembarca en la orilla opuesta, monta en un coche de caja dorada, blasonado y con una corona principesca adornando el tejadillo. Seis caballos con arneses de terciopelo color amaranto, bordados en oro y plata, tiran de esta obra maestra de orfebrería y comodidad sobre ruedas. Numerosos boyardos lo preceden durante todos sus recorridos por la ciudad. Dos pajes montados lo siguen, dos gentileshombres de la corte caracolean a la altura de las portezuelas y seis dragones cierran la marcha y apartan sin miramientos a los curiosos. [9]En la capital, nadie despliega tanta magnificencia en sus desplazamientos. Pedro sufre en silencio esta ostentación, que sume cada día un poco más en la sombra la figura del verdadero zar, en el que, al parecer, ya no piensa ni siquiera el pueblo. Llevando al extremo su astucia, Ménshikov ha esperado que el emperador prestara juramento ante la Guardia para anunciar que a partir de ese momento, como medida de seguridad, Su Majestad ya no vivirá en el palacio de Invierno sino en el palacio Ménshikov, en la isla Vasili. A todo el mundo le sorprende este modo de «encerrar en una burbuja» al soberano, pero ninguna voz se eleva para protestar. Los principales opositores -Tolstói, Devier, Golovkin- fueron exiliados a tiempo por el nuevo señor de Rusia. Teniendo a Pedro instalado en su propia vivienda -magníficamente, eso sí-, Ménshikov puede controlar de cerca sus visitas. La barrera que levanta a las puertas de los aposentos imperiales es infranqueable. Tan sólo se permite el paso a las tías del zar, Ana e Isabel, a su hermana Natalia y a contados hombres de confianza. Entre estos últimos se cuentan el vicecanciller Andréi Ivánovich Ósterman, el ingeniero y general Burkhard von Münnich, artífice de las obras públicas, el conde Reinhold Loewenwolde, antiguo amante de Catalina I y agente a sueldo de la duquesa de Curlandia, el general escocés Lascy, al servicio de Rusia, que supo evitar los disturbios cuando falleció la emperatriz, y por último el inevitable e incorregible duque Carlos Federico de Holstein, obsesionado aún por la idea de que el Schleswig vuelva a formar parte de la herencia familiar. Ménshikov los ha aleccionado, adoctrinado y sobornado a todos, a fin de que preparen a su futuro yerno para ser emperador sólo de nombre y dejen definitivamente en sus manos la dirección de los asuntos públicos. Al confiarles la educación de este adolescente irrazonable e impulsivo, lo único que les pide es que despierten en él la afición de aparentar y le quiten la de actuar. Para él, el yerno ideal sería un modelo de nulidad y buenas maneras. Poco importa que sea ignorante, que no tenga ninguna noción de política, con tal de que sepa comportarse en un salón. Se ordena a los que componen el entorno de Su Majestad que lo instruyan superficialmente y de ningún modo en profundidad. Pero, si bien la mayoría de los mentores escogidos por Ménshikov se pliegan a esta consigna, el más cauteloso y sagaz del grupo ya empieza a oponer una viva resistencia.

Mientras que Ménshikov cree haber ganado la partida, el westfaliano Ósterman congrega a su alrededor a los que se sienten irritados por la vanidad y la arrogancia del nuevo dictador. Hace tiempo que han notado la sorda hostilidad de Pedro hacia su suegro virtual y respaldan a escondidas la causa de su soberano. La hermana de Pedro, Natalia, y sus dos tías, Ana e Isabel, no tardan en sumarse a la conspiración. El duque Carlos Federico de Holstein, sondeado por los instigadores de este pequeño complot tribal que desean asociarlo a su proyecto, confiesa que él también actuaría encantado a favor de la emancipación de Pedro II, sobre todo si ésta pudiera ir acompañada de un reconocimiento de sus propios derechos sobre el Schleswig y, por supuesto, sobre Suecia. Precisamente Isabel acaba de prometerse con otro descendiente de los Holstein, Carlos Augusto, primo hermano de Carlos Federico, candidato al trono de Curlandia y obispo de Lübeck. Esta circunstancia viene a reforzar la determinación del clan holsteinés de romper el yugo de Ménshikov y liberar a Pedro II de una tutela humillante.

Desgraciadamente, el 1 de junio de 1727 la viruela se lleva al joven obispo Carlos Augusto. De la noche a la mañana, Isabel se queda sin prometido, sin esperanza conyugal. Tras la espantada de Luis XV, acaba de perder a otro pretendiente, menos prestigioso que el rey de Francia, es cierto, pero que le habría garantizado una posición muy honorable para una gran duquesa de Rusia. Ante semejante encarnizamiento del destino contra sus sueños de matrimonio, se desanima, toma aversión a la corte de San Petersburgo y se retira, con su cuñado Carlos Federico y su hermana Ana, al castillo de Ekaterinhof, en la linde de San Petersburgo, a la sombra de un parque inmenso rodeado de canales. En este marco idílico, cuenta mucho con el cariño de sus allegados para que la ayuden a olvidar su decepción.

El mismo día de su partida, Ménshikov ofrece en su palacio un extraordinario festín para celebrar los esponsales de su hija, María, con el joven zar Pedro II. La prometida, engalanada y enjoyada como si fuera un relicario, recibe en esta ocasión el título de Alteza Serenísima y la garantía de una renta anual de treinta y cuatro mil rublos procedentes del Tesoro del Estado. Ménshikov se muestra más cicatero cuando se trata de compensar a la zarevna [10] Isabel, a quien sólo asigna doce mil rublos para mitigar el rigor de su duelo. [11] Sin embargo, Isabel quiere pasar ante todos por una novia inconsolable. Ella considera que el hecho de no estar todavía casada a los dieciocho años y de no interesar más que a ambiciosos con miras estrictamente políticas, es una suerte demasiado cruel para que siga resignándose a ella. Por fortuna, sus amigos se desviven por encontrar, en Rusia o en el extranjero, un buen sustituto de Carlos Augusto. Apenas el féretro del difunto ha sido enviado a Lübeck, se menciona ante Isabel la posible candidatura de Carlos Adolfo de Holstein, el propio hermano del desaparecido, así como la del conde Mauricio de Sajonia y la de algún que otro gentilhombre de méritos fácilmente verificables.

Mientras en Ekaterinhof Isabel sueña con estos diferentes partidos cuyo rostro apenas conoce, en San Petersburgo, Ménshikov, come hombre práctico que es, estudia las ventajas de los novios disponibles en el mercado. Desde su punto de vista, la zarevna medio viuda representa una excelente moneda de cambio en las negociaciones diplomáticas en curso. Aun así, estas preocupaciones matrimoniales no le hacen perder de vista la educación de su pupilo imperial. Observando que, desde hace poco, Pedro parece menos extravagante que en el pasado, recomienda a Ósterman que refuerce su lucha contra la pereza natural de su alumno acostumbrándolo a unos horarios fijos, ya se trate de estudios o de solaz. El westfaliano es secundado en esta tarea por el príncipe Alexéi Grigórievich Dolgoruki, «gobernador adjunto». Éste se presenta a menudo en palacio con su joven hijo, el príncipe Iván, un apuesto mozo de veinte años, elegante y afeminado, que divierte a Su Majestad con su inagotable parloteo.

A su regreso de Ekaterinhof, donde ha pasado unas semanas de retiro sentimental, Isabel se instala en el palacio de Verano, pero no pasa un solo día sin que vaya a visitar, con su hermana Ana, a su querido sobrino en su jaula dorada. Escuchan sus confidencias de niño mimado, comparten su entusiasmo por Iván Dolgoruki, el efebo irresistible, y los acompañan a los dos en sus salidas nocturnas y sus alegres francachelas. Pese a las reconvenciones de sus carabinas masculinas, sobre este cuarteto de desvergonzados sopla un viento de locura. En el mes de diciembre de 1727, Johann Lefort pone al corriente a su ministro en la corte de Sajonia de las calaveradas del joven Pedro II: «El señor [Pedro II] no tiene más ocupaciones que recorrer día y noche las calles con la princesa Isabel y su hermana, visitar al chambelán Iván [Iván Dolgoruki], a los pajes, a los cocineros y Dios sabe a quién más.» Después de dar a entender que el soberano bajo tutela tiene unos gustos contra natura y que el delicioso Iván lo arrastra a juegos prohibidos en lugar de combatir sus inclinaciones, Lefort prosigue: «Podría creerse que esos imprudentes [los Dolgoruki] favorecen los más variados desenfrenos instilando [en el zar] los sentimientos del más abyecto de los rusos. Sé de un aposento contiguo a la sala de billar donde el subgobernador [el príncipe Alexéi Grigórievich Dolgoruki] le organiza encuentros galantes […]. No se acuestan hasta las 7 de la mañana.» [12]

Estas diversiones de juventud sedienta de placeres no inquietan a Ménshikov. Mientras Pedro y sus tías se entretengan con enredos amorosos y revolcones de segunda fila, su influencia política será nula. En cambio, el «Serenísimo» teme que el duque Carlos Federico de Holstein, cuyas ambiciones lo exasperan, haga caso omiso de las advertencias de su esposa, Ana, e intente echar por tierra, con exigencias fuera de lugar, el modus vivendi que el Alto Consejo secreto ha sabido imponer al pequeño zar y sus allegados. A fin de poner freno a los sueños descabellados de Carlos Federico, Ménshikov le retira, mediante un ucase que Pedro II ha firmado una noche de borrachera, la posesión de la isla de Ösel, en el golfo de Riga, que la pareja había recibido como regalo de bodas, y le recorta el presupuesto. Estas manifestaciones de un espíritu mezquino van acompañadas de tantas ruines vejaciones ideadas por Ménshikov que el duque y su mujer se enfadan de verdad y prefieren marcharse de la capital, donde se les trata como parientes pobres y como intrusos. Al besar con el corazón encogido a su hermana, antes de embarcar con su marido para Kiel, Ana tiene un presentimiento funesto. Confiesa a sus íntimos que teme, tanto por Isabel como por Pedro, los manejos de Ménshikov. Según ella, es un enemigo implacable de su familia. Debido a su estatura de gigante y sus anchos hombros, lo ha apodado «el orgulloso Goliat», y reza al cielo para que Pedro II derribe, cual un nuevo David, al monstruo de orgullo y maldad que se ha adueñado del imperio.

Tras la marcha de su hermana para el Holstein, Isabel intenta olvidar sus penas y sus miedos en el torbellino de la vida galante. Pedro la ayuda en esta empresa de diversión inventando todos los días nuevas ocasiones para retozar y embriagarse. Sólo tiene catorce años y sus deseos son los de un hombre. Para disfrutar de mayor libertad de movimiento, Isabel y él se trasladan al antiguo palacio imperial de Peterhof. Por un momento, les es dado creer que sus anhelos secretos están a punto de hacerse realidad, pues Ménshikov, pese a gozar de una salud de hierro, se siente repentinamente mal, empieza a escupir sangre y se ve obligado a guardar cama. Según los rumores que llegan a Peterhof, los médicos consideran que la indisposición puede prolongarse, si no resultar fatal.

Durante este vacío de poder, los consejeros habituales se reúnen para comentar los asuntos corrientes. Además de la enfermedad del Serenísimo, se produce otro acontecimiento de importancia que los incomoda: la primera mujer de Pedro el Grande, la zarina Eudoxia, a la que éste encerró en el monasterio de Súzdal y más tarde trasladó a la fortaleza de Schlüsselburg, reaparece de pronto. El emperador la había repudiado para casarse con Catalina. Eudoxia, vieja y debilitada tras treinta años de reclusión, aunque todavía animosa, es la madre del zarevich Alejo, muerto bajo tortura, y la abuela del zar Pedro II, que no la ha visto jamás ni siente necesidad de hacerlo. Ahora que Eudoxia ha salido de su prisión y que Ménshikov, su enemigo jurado, no puede levantarse de la cama, los demás miembros del Alto Consejo secreto consideran que el nieto de esta mártir, tan digna con su conducta discreta, debe hacerle una visita para presentarle sus respetos. La iniciativa les parece aún más oportuna teniendo en cuenta que, ante el pueblo, Eudoxia pasa por ser una santa sacrificada a la razón de Estado. Tan sólo hay una dificultad, pero no es pequeña: ¿no le molestará a Ménshikov que tomen una decisión sin consultarlo? Discuten la cuestión entre ellos, como especialistas de la cosa pública. Algunos sugieren aprovechar la próxima coronación del joven zar, que debe celebrarse en Moscú a principios de 1728, para organizar un encuentro histórico entre la abuela, que encarna el pasado, y el nuevo zar, que encarna el futuro. Ósterman, los Dolgoruki y otros personajes de menor envergadura dirigen mensajes de adhesión a la anciana zarina y solicitan su apoyo con vistas a futuras negociaciones. Pero Eudoxia, entregada por completo a la oración, el ayuno y los recuerdos, no muestra interés alguno por la agitación de los cortesanos. Sufrió demasiado, tiempo atrás, a causa del ambiente viciado de los palacios para desear otra recompensa que la paz en la luz del Señor.

Así como la abuela aspira al descanso eterno, el nieto, enfebrecido, no puede estarse quieto. Pero no son delirios de grandeza lo que lo obsesiona. Isabel, el reverso de la medalla de esta bábushka de leyenda, lo arrastra de fiesta en fiesta. Las cacerías alternan con las meriendas campestres improvisadas, y los revolcones en algún pabellón rústico con las ensoñaciones a la luz de la luna. Un ligero perfume de incesto sazona el placer que Pedro experimenta acariciando a su joven tía. Nada como el sentimiento de culpa para salvar el comercio amoroso de las tristezas de la costumbre. Si nos ceñimos a la moral, las relaciones entre un hombre y una mujer enseguida se vuelven tan aburridas como el cumplimiento de un deber. Sin duda es esta convicción lo que incita a Pedro a entregarse a experiencias paralelas con Iván Dolgoruki. Para agradecerle las satisfacciones íntimas que éste le proporciona, con el asentimiento de Isabel, lo nombra chambelán y le concede la condecoración de la orden de Santa Catalina, reservada en principio a las damas. En la corte, esto es motivo de burla, y los diplomáticos extranjeros se apresuran a comentar en sus despachos las juergas de doble sentido de Su Majestad. Hablando de la conducta indecorosa de Pedro II durante la enfermedad de Ménshikov, algunos citan el dicho que reza: «Cuando el gato no está, los ratones bailan.» Ya están enterrando al Serenísimo. Pero eso es no conocer su resistencia física. De repente, resurge en medio de esta jauría en la que las maniobras de la ambición rivalizan con las exigencias del sexo. ¿Cree que le bastará levantar la voz para que los agitadores desaparezcan bajo tierra? En el intervalo, Pedro II se ha crecido. Ya no consiente que nadie, ni siquiera su futuro suegro, se permita oponerse a sus deseos. Ante un Ménshikov atónito y a punto de sufrir una apoplejía, vocifera: «¡Yo te enseñaré quién manda aquí!» [13]

A Ménshikov, este acceso de cólera le recuerda los arrebatos de su antiguo señor, Pedro el Grande. Presintiendo que sería imprudente desafiar a un cordero dominado por la rabia, finge interpretar ese furor como una niñería tardía y se marcha de Peterhof, donde tan mal lo ha recibido Pedro, para ir a descansar a su propiedad de Oranienbaum. Antes de partir, ha tenido la precaución de invitar a toda la compañía a la fiesta que piensa dar en su residencia campestre en honor del zar y para celebrar su propia curación. Pero Pedro II se obceca y, con el pretexto de que el Serenísimo no ha invitado explícitamente a Isabel, se niega a asistir a la recepción. A fin de poner de relieve su descontento, incluso se va ostensiblemente con su tía a una partida de caza mayor en los alrededores. Durante esta escapada medio cinegética y medio amorosa, se pregunta cómo estarán desarrollándose los festejos organizados por Ménshikov. Le causa extrañeza el que ninguno de sus amigos haya seguido su ejemplo. ¿Tan fuerte es el miedo a desagradar a Ménshikov que no vacilan en desagradar al zar? En cualquier caso, le preocupa poco saber cuáles son los sentimientos de María Ménshikov, que ha estado a punto de ser su prometida y que se encuentra relegada al almacén de los accesorios. En cambio, en cuanto los invitados de Ménshikov regresan de Oranienbaum, los interroga ávidamente sobre la actitud del Serenísimo durante los festejos. Impacientes por descargar su conciencia, lo cuentan todo con detalle. Insisten sobre todo en el hecho de que Ménshikov ha llevado la insolencia hasta el extremo de sentarse, en su presencia, en el trono preparado para Pedro II. A juzgar por lo que dicen, su anfitrión, desbordante de orgullo, no ha dejado de comportarse como si fuera el amo del imperio. Ósterman se declara tan ofendido como si hubiera sido a él a quien el Serenísimo ha tratado sin consideración. Al día siguiente, aprovechando la ausencia de Pedro II, que ha vuelto a salir de caza con Isabel, Ósterman recibe a Ménshikov en Peterhof y le reprocha en un tono seco, en nombre de todos los amigos sinceros de la familia imperial, la impertinencia que ha manifestado en relación con Su Majestad. Molesto por esta reprimenda de un subalterno, Ménshikov regresa a San Petersburgo pensando en una venganza que le quite para siempre a esa banda de intrigantes las ganas de conspirar contra él.

Al llegar a su palacio de la isla Vasili, ve con estupor que todo el mobiliario de Pedro II ha sido retirado por un equipo de mozos de cuerda y transportado al palacio de Verano, donde, según le comunican, el zar piensa vivir de ahora en adelante. El Serenísimo, indignado, se dirige de inmediato a los oficiales de la Guardia encargados de vigilar la propiedad para pedirles explicaciones. Todos los centinelas ya han sido relevados y el jefe del puesto anuncia, con aire contrito, que no ha hecho sino obedecer las órdenes imperiales. Eso significa, pues, que el asunto ha sido preparado con tiempo. Lo que habría podido pasar por un capricho de príncipe es, con toda seguridad, la señal de una ruptura definitiva. Para Ménshikov, es el desmoronamiento de un edificio que lleva años construyendo y que creía tan sólido como el granito de los muelles del Nevá. ¿Quién está detrás de esta catástrofe?, se pregunta, angustiado. La respuesta no ofrece ninguna duda. Alexéi Dolgoruki y su hijo, el encantador y solapado Iván, son los que lo han maquinado todo. ¿Qué debe hacer para salvar lo que todavía puede ser salvado? ¿Implorar la indulgencia de los que lo han hundido o dirigirse a Pedro y tratar de defender su causa ante él? Mientras vacila sobre qué táctica es mejor adoptar, se entera de que el zar, tras haberse reunido con su tía Isabel en el palacio de Verano, ha convocado a los miembros del Alto Consejo secreto y delibera con ellos sobre las sanciones suplementarias que se impone aplicar. El veredicto se pronuncia sin que el acusado haya sido llamado siquiera para presentar su defensa. Alentado con toda probabilidad por Isabel, Natalia y el clan de los Dolgoruki, Pedro ha ordenado detener al Serenísimo. Cuando el mayor general Simón Saltikov se presenta ante Ménshikov para comunicarle su condena, lo único que puede hacer éste es redactar una carta de protesta y de justificación que duda sea entregada a su destinatario.

A partir del día siguiente se multiplican los castigos, cada vez más inicuos e infamantes. Despojado de sus títulos y privilegios, Ménshikov es desterrado de por vida a sus posesiones. La lenta caravana que lleva al proscrito, con los pocos bienes que ha podido reunir a toda prisa, sale de San Petersburgo sin que nadie se preocupe de su marcha. El que ayer lo era todo, hoy ya no es nada. Sus más fervientes colaboradores se han convertido en sus peores enemigos. El odio del zar lo persigue etapa tras etapa. En cada albergue, un correo de palacio le anuncia una desgracia nueva. En Vishni Volochek se recibe la orden de desarmar a los sirvientes del favorito destituido; en Tver, la de enviar de vuelta a San Petersburgo a los criados, el equipaje y los carruajes de sobra; en Klin, la de confiscar a la señorita María Ménshikov, ex prometida del zar, el anillo de los esponsales anulados; en las inmediaciones de Moscú, finalmente, la de hacerles rodear la antigua ciudad de la coronación y proseguir la marcha sin detenerse hasta Orenburg, en la lejana provincia de Riazán. [14]

El 3 de noviembre, al llegar a esta ciudad en el límite de la Rusia europea y la Siberia occidental, Ménshikov descubre, con el corazón encogido, el lugar de confinamiento al que se le ha destinado. La casa, encerrada entre los muros almenados de la fortaleza, tiene todo el aspecto de una prisión. Unos centinelas montan guardia ante las salidas. Un oficial está encargado de vigilar las idas y venidas de la familia. Las cartas de Ménshikov pasan un control antes de ser expedidas. Sus intentos de redimirse enviando mensajes de arrepentimiento a los que lo han condenado son vanos. Mientras él sigue negándose a declararse vencido, el Alto Consejo secreto recibe un informe del conde Nicolás Golovín, embajador de Rusia en Estocolmo. Este documento confidencial denuncia recientes maniobras del Serenísimo, quien, al parecer, antes de su destitución recibió cinco mil ducados de plata de los ingleses para advertir a Suecia de los peligros que le hacía correr Rusia al apoyar las pretensiones territoriales del duque de Holstein. Esta traición de un alto dignatario ruso en provecho de una potencia extranjera abre el camino a una nueva serie de delaciones y golpes bajos. Cientos de cartas, unas anónimas, otras firmadas, se amontonan en la mesa del Alto Consejo secreto. En una competición que parece una cacería, todos reprochan a Ménshikov su sospechoso enriquecimiento y los millones de monedas de oro encontrados en sus diferentes moradas. A Johann Lefort incluso le parece útil informar a su gobierno de que la vajilla de plata descubierta el 20 de diciembre en un escondrijo del palacio principal de Ménshikov pesa setenta puds[15]y que se espera encontrar otros tesoros en el transcurso de próximos registros. Esta acumulación de abusos de poder, malversaciones, robos y traiciones merece ser sancionada sin piedad por el Alto Consejo secreto. Como el castigo inicial se considera demasiado benévolo, se instituye una comisión judicial que empieza por detener a los tres secretarios del déspota desenmascarado. A continuación se le envía un cuestionario de veinte puntos, que se le conmina a responder «a la mayor brevedad».

Sin embargo, los miembros del Alto Consejo, que se habían puesto de acuerdo enseguida sobre la necesidad de eliminar a Ménshikov, ya están peleándose por el reparto del poder tras su caída. Ósterman ha tomado desde el principio la dirección de los asuntos ordinarios, pero los Dolgoruki, basándose en la antigüedad de su apellido, se muestran cada vez más impacientes por suplantar al «westfaliano». Sus rivales más directos son los Golitsin, cuyo árbol genealógico es, afirman ellos, como mínimo igual de glorioso. Cada uno de estos paladines quiere barrer para su casa, sin preocuparse demasiado ni de Pedro II ni de Rusia. Puesto que el zar sólo piensa en divertirse, no hay ninguna razón para que los grandes servidores del Estado se empeñen en defender la felicidad y la prosperidad del país, en vez de pensar en sus propios intereses. Los Dolgoruki cuentan con el joven Iván, tremendamente seductor y hábil, para alejar al zar de su tía Isabel y su hermana Natalia, cuyas ambiciones les parecen sospechosas. Dimitri Golitsin, por su parte, encarga a su yerno, el elegante y poco escrupuloso Alexandr Buturlin, que arrastre a Su Majestad a placeres lo bastante variados para apartarlo de la política. Pero Isabel y Natalia se han olido la maniobra de los Dolgoruki y los Golitsin, y se unen para abrir los ojos del joven zar ante los peligros que lo acechan entre los dos validos de dientes afilados. Pedro, que ha heredado de sus antepasados la tendencia a rechazar las presiones y ve en toda reconvención un insulto a su dignidad, reprende a su hermana y a su tía. Natalia no insiste. En cuanto a Isabel, se pasa al enemigo. A fuerza de relacionarse con los amigos de su sobrino, se ha enamorado de Alexandr Buturlin, el hombre contra el que hubiera querido luchar. Contagiada por la disipación desenfrenada de su sobrino, está dispuesta a unirse a él en todas las manifestaciones de su frivolidad, de modo que la caza y el amor se convierten, tanto para ella como para él, en los dos polos de su actividad. ¿Y quién podría satisfacer mejor que Alexandr Buturlin su gusto común por lo imprevisto y la provocación? Por supuesto, el Alto Consejo secreto y, a través de él, toda la corte y todas las embajadas están al corriente de las extravagancias del zar. Ya es hora de coronarlo para hacer que siente la cabeza, piensan. Y en este clima de libertinaje y de rivalidades intestinas es como los dirigentes políticos de Rusia preparan las ceremonias de la coronación en Moscú.

El 9 de enero de 1728 Pedro se pone en camino, a la cabeza de un cortejo tan numeroso que hace pensar en el éxodo de todo San Petersburgo. A través del frío y de la nieve, la alta nobleza y la alta administración de la nueva capital se encaminan lentamente hacia los fastos del viejo Kremlin. Pero, en Tver, una indisposición obliga al zar a guardar cama. Se teme que sea sarampión y los médicos le aconsejan reposo durante al menos dos semanas. No es hasta el 4 de febrero cuando el joven soberano, por fin restablecido, hace su entrada solemne en un Moscú engalanado, rebosante de vítores y sacudido por los cañonazos y los tañidos de las campanas. Su primera visita, impuesta por el protocolo, es para su abuela, la emperatriz Eudoxia. Esta anciana cansada y decrépita no le inspira ninguna emoción, y hasta se irrita cuando ella, reprochándole su vida disoluta, lo invita a casarse cuanto antes con una muchacha sensata y de buena familia. Pedro pone fin a la entrevista diciéndole secamente que vuelva a sus oraciones y sus buenas obras. Esta reacción no sorprende a la esposa repudiada de Pedro el Grande. Para ella está claro que el adolescente ha heredado la independencia, el cinismo y la crueldad de su abuelo. Pero ¿tiene su talento? ¡Es de temer que no!

Los que se han encargado de organizar las ceremonias han sido los Dolgoruki. El 24 de febrero de 1728 es la fecha escogida para la coronación del zar en el corazón del Kremlin, en la catedral de la Asunción. Agazapada en una galería enrejada, al fondo de la iglesia, la zarina Eudoxia ve a su nieto ceñir la tiara y asir con una mano el cetro y con la otra el globo terráqueo, símbolos complementarios del poder. Bendecido por un sacerdote que con su casulla recargada de bordados y dorados parece haber descendido directamente del iconostasio, el zar, enajenado por el canto del coro y nimbado por los vapores del incienso, espera que acabe la liturgia para dirigirse a donde está su abuela, como le han indicado, y besarle la mano. Le promete que velará para que tenga a su alrededor la cohorte de chambelanes, pajes y damas de honor que exige su alto rango, aunque, como es deseable, se instale fuera de la capital para escapar a la agitación de la corte. Eudoxia comprende la lección y se aleja. En el séquito de Pedro, todo el mundo exhala un suspiro de alivio: ningún incidente notable ha perturbado el desarrollo de los festejos.

Unos días más tarde, sin embargo, unos policías encuentran en las inmediaciones del Kremlin, ante la puerta de la iglesia del Salvador, unas cartas anónimas denunciando la ignominia de los Dolgoruki e invitando a las personas de buen corazón a exigir la rehabilitación de Ménshikov. Los rumores atribuyen la redacción de estos libelos a los Golitsin, cuya animosidad hacia los Dolgoruki es de sobra conocida. Pero, como nadie ha presentado ninguna prueba ante la comisión de investigación, el Alto Consejo secreto, inspirado por los Dolgoruki, decide que el único que está detrás de este llamamiento a la rebelión es Ménshikov y ordena confinarlo con su familia en Berezov, en el rincón más remoto de Siberia. Cuando el antiguo favorito creía haber saldado todas sus cuentas con la justicia del zar, dos oficiales se presentan en su casa de Orenburg, en medio de la fortaleza, le leen la sentencia y, sin darle tiempo para rechistar, lo llevan a empujones hasta una carreta. Su mujer y sus hijos, aterrorizados, montan junto a él. Los han despojado previamente a todos de sus bienes personales, dejándoles sólo, por caridad, unos harapos y algunos muebles. Un destacamento de soldados escolta el convoy empuñando las armas, como si estuvieran trasladando a un criminal peligroso.

Berezov, situado a más de mil verstas de Tobolsk, es un agujero perdido en medio de un desierto de tundras, bosques y pantanos. El invierno es allí tan riguroso que el frío, dicen, mata a los pájaros en pleno vuelo y hace estallar los cristales de las casas. Tanta miseria después de tanta riqueza y tantos honores no basta para acabar con el empuje de Ménshikov. Su mujer, Daria, ha muerto de agotamiento durante el viaje. Sus hijas lloran por sus sueños de amor y de grandeza perdidos para siempre, y él mismo lamenta haber sobrevivido a semejante infortunio. Sin embargo, un instinto de conservación irreprimible lo impulsa a enfrentarse a la adversidad. Pese a estar acostumbrado a vivir cómodamente en palacios, trabaja con sus propias manos, como simple obrero, arreglando una isba para él y su familia. Informados de sus «crímenes» contra el emperador, sus vecinos lo tratan con frialdad e incluso amenazan con atacarlo. Un día en que una muchedumbre hostil profiere insultos y arroja piedras contra él y sus hijas, les grita: «¡Pegadme sólo a mí! ¡Dejad tranquilas a estas mujeres!» [16] No obstante, tras sufrir estas afrentas diarias durante unos meses, su ánimo decae y renuncia a la lucha. En noviembre de 1729, una apoplejía se llevará al coloso. Un mes más tarde, su hija mayor, María, la pequeña prometida del zar, lo seguirá a la tumba. [17]

Indiferente a la suerte del hombre cuya perdición ha precipitado, Pedro II continúa llevando una existencia agradable y desordenada. Los Dolgoruki, los Golitsin y el ingenioso Ósterman, dispensados de rendirle cuentas de sus decisiones, aprovechan la situación para imponer su voluntad en toda circunstancia. No obstante, siguen desconfiando de la influencia que Isabel ejerce sobre su sobrino. Creen que ella es la única capaz de neutralizar el ascendiente que tiene sobre Su Majestad el querido Iván Dolgoruki, tan necesario para su causa. La mejor manera de desarmarla sería, evidentemente, casarla de inmediato. Pero ¿con quién? Se piensa de nuevo en el conde Mauricio de Sajonia, pero a Isabel no le interesa lo más mínimo. En su encantadora cabecita sólo hay lugar para bailes y coqueteos. Segura del poder que tiene sobre los hombres, se insinúa a unos y a otros para mantener idilios sin consecuencias y relaciones sin futuro. Tras haber seducido a Alexandr Buturlin, su interés se dirige hacia Iván Dolgoruki, el «valido» titular del zar. ¿Acaso lo que la excita es la idea de atraer a sus brazos a un hombre cuyas preferencias homosexuales conoce? Al enterarse de que su hermana, Ana Petrovna, retirada en el Holstein, acaba de dar a luz un niño, [18] cuando ella, con diecinueve años, todavía no se ha casado, concede menos importancia al acontecimiento que al desarrollo de su intriga diabólica con el bello Iván. La aventura la estimula como si se tratara de demostrar la superioridad de su sexo en todas las formas de perversidad amorosa. Sin duda es menos corriente, y por lo tanto más divertido, piensa ella, apartar a un hombre de otro hombre que quitárselo a una mujer.

En las fiestas que Ana Petrovna y el gran duque Carlos Federico dan en Kiel para celebrar el nacimiento de su hijo, el zar abre el baile con su tía Isabel. Tras bailar galantemente con ella ante la mirada complacida de los asistentes, se retira a la estancia contigua para beber con un grupo de amigos. Después de vaciar unas copas, se percata de que Iván Dolgoruki, su habitual compañero de placeres, no está junto a él. Sorprendido, vuelve sobre sus pasos y lo ve bailando sin parar, en medio del salón, con Isabel. Ella parece tan excitada frente a su caballero, que la devora con los ojos, que Pedro se enfurece y se retira para emborracharse. Pero ¿de quién está celoso? ¿De Iván Dolgoruki o de Isabel?

La reconciliación entre tía y sobrino no tendrá lugar hasta después de Pascua. Dejando de lado por una vez a Iván Dolgoruki, Pedro lleva a Isabel a una larga partida de caza, que tiene previsto que dure varios meses. Un séquito de quinientas personas acompaña a la pareja. Matan tanto animales de pluma como caza mayor. Cuando hay que acorralar a un lobo, un zorro o un oso, se encargan de hacerlo lacayos que visten libreas verdes guarnecidas con trencilla plateada. Éstos atacan al animal con escopetas y venablos, ante la mirada atenta de los señores. La inspección de las piezas cobradas va seguida de un banquete al aire libre y de una visita al campamento de los comerciantes, venidos de lejos con sus provisiones de telas, bordados, ungüentos milagrosos y joyas de fantasía. Una noticia alarmante sorprende a Pedro e Isabel en plenos festejos: Natalia, la hermana de Pedro, está enferma; escupe sangre. ¿Va a morir? No, finalmente se recupera, y quien da serias preocupaciones a los suyos en Kiel es la hermana de Isabel, Ana Petrovna, duquesa de Holstein. Ha cogido frío contemplando unos fuegos artificiales organizados con motivo de la ceremonia religiosa de purificación posterior al parto y contrae una pleuresía que se la lleva al otro mundo en pocos días. La pobrecilla sólo tenía veinte años. Deja un hijo huérfano, Carlos Ulrico, de dos semanas. Todos los que rodean a Pedro están consternados. Él es el único que no manifiesta ningún pesar por esta desaparición. Algunos se preguntan si todavía es capaz de albergar un sentimiento humano. ¿Será el abuso de los placeres prohibidos lo que le ha secado el corazón?

Cuando el cuerpo de su tía, a la que sin embargo ha querido mucho, es trasladado a San Petersburgo, no considera necesario asistir a su entierro. Y ni siquiera suspende el baile que se da en palacio, como de costumbre, para celebrar su santo. Unos meses más tarde, en noviembre de 1728, la tisis de su hermana Natalia, que todos creían atajada, se agrava repentinamente. Aunque, como por azar, Pedro está ocupado yendo de aquí para allá y cazando, se resigna a volver a San Petersburgo para acompañar a la enferma en sus últimos días. Escucha con impaciencia las lamentaciones de Ósterman y de los allegados de Natalia que ensalzan las virtudes de la princesa, «que era un ángel», y tras la muerte de ésta, el 3 de diciembre de 1728, se apresura a partir para Gorenki, la finca donde los Dolgoruki lo esperan para organizar espléndidas partidas de caza. Esta vez no le pide a Isabel que lo acompañe. Aunque, hablando con propiedad, no está cansado de las atenciones y las coqueterías de la joven, siente la necesidad de renovar el personal de sus placeres. Para justificar los vagabundeos de su curiosidad, se dice a sí mismo que, en un hombre normalmente constituido, el juego de las revelaciones sucesivas siempre resulta más atractivo que la tediosa fidelidad.

En el castillo de Gorenki lo espera una agradable sorpresa. Alexéi, el jefe del clan de los Dolgoruki, experto en organizar partidas de caza para su huésped, le pone delante unas piezas que Pedro no se esperaba: las tres hijas del príncipe, frescas, libres y apetecibles bajo sus aires de provocadora virginidad. La mayor, Iekaterina, Katia para los íntimos, posee una belleza que deja sin respiración, con su melena negra como el ébano, sus llameantes ojos también negros y su piel blanca, que se enrojece a la menor emoción. De temperamento audaz, participa tanto en el acorralamiento de un ciervo como en las libaciones que cierran un banquete, tanto en tranquilos juegos de sociedad como en bailes improvisados después de galopar durante horas por el campo. Todos los observadores coinciden en predecir que, en el corazón del voluble zar, Iván Dolgoruki no tardará en ser suplantado por su hermana, la graciosa Katia. De cualquier modo, la familia Dolgoruki se declarará vencedora.

Sin embargo, en San Petersburgo, los rivales de la coalición de los Dolgoruki temen que este devaneo, cuyos rumores llegan hasta sus oídos, sea el preludio de una boda. Esta unión acarrearía la sumisión total del zar a su familia política, que metería en vereda a los otros miembros del Alto Consejo secreto. Pedro parece haber mordido tan bien el anzuelo lanzado por Katia que, nada más llegar a San Petersburgo, ya está pensando en irse de nuevo. Si se ha tomado la molestia de trasladarse durante unos días a la capital es únicamente para completar su equipo de caza. Así pues, tras comprar doscientos perros de busca y cuatrocientos lebreles, vuelve a Gorenki. Pero, una vez de regreso en el lugar de sus hazañas cinegéticas, ya no está tan seguro de que el placer sea tan excelso. Cuenta hastiado las liebres, los zorros y los lobos que ha matado a lo largo de la jornada. Una noche, cuando menciona los tres osos que figuran entres sus piezas cobradas, alguien lo felicita por esta última proeza. Con una sonrisa sarcástica, Pedro contesta: «He hecho cosas mejores que atrapar tres osos; llevo conmigo cuatro animales de dos patas.» Su interlocutor comprende que se trata de una alusión descortés al príncipe Alexéi Dolgoruki y sus tres hijas. Semejante burla, dicha en público, hace suponer a los presentes que el zar ya no arde de pasión por Katia y que tal vez está a punto de abandonarla.

Al tiempo que sigue de lejos, a través de los chismorreos de la corte, los altibajos de esta pareja de reacciones imprevisibles, Ósterman, como estratega sagaz, se dedica a montar una contraofensiva. Isabel, tras haber superado la pena causada por la muerte de su hermana, vuelve a estar disponible. Sí, todavía piensa a menudo en el bebé, su sobrino, que crecerá privado de ternura y se criará lejos, como un extranjero. Se pregunta si no debería acogerlo de vez en cuando una temporada a su lado, pero, con el transcurso del tiempo, va olvidando sus veleidades tutelares. Incluso se rumorea que, después de haber atravesado una crisis mística, ha recuperado hasta tal punto el gusto de vivir que ahora se encuentra bajo el hechizo del descendiente de una gran familia, el seductor conde Simón Narishkin. Este gentilhombre refinado y amigo del lujo tiene la misma edad que ella, y su constancia en seguirla por montes y valles, como un perro de lanas cualquiera, demuestra el interés de ambos en estar juntos. Cuando ella se retira a su propiedad de Ismailovo, siempre lo invita. Allí se embriagan de los goces sanos y sencillos del campo. ¿Hay algo más agradable que jugar a los campesinos cuando se poseen varios palacios y un sinfín de criados? Se entretienen cogiendo nueces, flores, setas, hablan con dulzura paternal a los siervos de la propiedad, se interesan por la salud de los animales que pacen en los prados o rumian en los establos… Mientras Ósterman se informa, a través de los espías que ha enviado a Ismailovo, de los progresos que experimentan los amores bucólicos de Simón Narishkin e Isabel, en Gorenki los Dolgoruki se obstinan en acariciar, pese a algunas señales de alarma, la idea de una boda entre Katia y el zar. Aunque, para más seguridad, consideran que habría que unir no sólo a Iekaterina Dolgoruki con el zar Pedro II, sino también a la tía del zar, Isabel Petrovna, con Iván Dolgoruki. Pero resulta que, según las últimas noticias, la loca de Isabel se ha encaprichado de Simón Narishkin. Una chifladura tan inesperada puede comprometer todo el asunto. ¡Urge ponerle coto! Jugándose el todo por el todo, los Dolgoruki amenazan a Isabel con hacerla encerrar en un convento por conducta indecorosa, si se empeña en preferir a Simón Narishkin en perjuicio de Iván Dolgoruki. Pero la joven, por cuyas venas corre la sangre de Pedro el Grande, en un acceso de orgullo se niega a obedecer. Entonces los Dolgoruki se desatan. Como controlan los principales servicios del Estado, Simón Narishkin recibe del Alto Consejo secreto la orden de partir inmediatamente en misión al extranjero. Lo dejarán allí el tiempo que sea necesario para que Isabel lo olvide. Contrariada una vez más en sus amores, la joven llora, se exaspera y trama despiadadas venganzas. Sin embargo, enseguida se da cuenta de su impotencia para luchar contra las maquinaciones del Alto Consejo. Y ni siquiera puede contar ya con Pedro para defender sus intereses; está demasiado absorto en sus propios sinsabores sentimentales para ocuparse de los de su tía. Según unos cotilleos que llegan a oídos de Isabel, ha estado a punto de repudiar a Katia al enterarse de que ésta había tenido citas clandestinas con otro pretendiente, un tal conde de Millesimo, agregado de la embajada de Alemania en Rusia. Alarmados por las consecuencias de tal ruptura entre los enamorados e impacientes por impedir que el zar renuncie ante el obstáculo, los Dolgoruki se las han arreglado para preparar un encuentro de reconciliación entre Katia y Pedro en un pabellón de caza. Esa noche, el padre de la joven aparece en el momento de las primeras caricias, se declara ultrajado en su honor y exige una reparación oficial. Lo más extraño es que ese burdo subterfugio da resultado. En esta capitulación del enamorado sorprendido en flagrante delito por un páter familias indignado, es imposible saber si el «culpable» ha cedido finalmente a su inclinación por Katia, al temor de un escándalo o simplemente al cansancio.

La cuestión es que el 22 de octubre de 1729, aniversario del nacimiento de Iekaterina, los Dolgoruki comunican a sus invitados que la joven acaba de ser prometida al zar. El 19 de noviembre, el Alto Consejo secreto recibe el anuncio oficial de los esponsales, y el 30 del mismo mes se celebra una ceremonia religiosa en el palacio Lefort de Moscú, donde Pedro acostumbra a residir durante sus breves estancias en la ciudad. La anciana zarina Eudoxia ha accedido a salir de su retiro para bendecir a la joven pareja. Todos los dignatarios del imperio y los embajadores extranjeros se encuentran presentes en la sala, esperando la llegada de la elegida. Su hermano, Iván Dolgoruki, el antiguo favorito de Pedro, va a buscarla al palacio Golovín, donde se ha alojado con su madre. El cortejo atraviesa la ciudad aclamado por una multitud sencilla y crédula que, ante tanta juventud y tanta magnificencia, está convencido de asistir al final feliz de un cuento de hadas. A la entrada del palacio Lefort, la corona que adorna el techo de la carroza de la prometida se engancha con el montante superior del pórtico y cae al suelo con estrépito. Los supersticiosos interpretan este incidente como un mal presagio. En cuanto a Katia, no se inmuta. Cruza muy erguida el umbral del salón de ceremonias. El obispo Feofán Prokópovich la invita a acercarse junto con Pedro. La pareja se coloca bajo un palio de oro y plata sostenido por dos generales. Tras el intercambio de los anillos, salvas de artillería y campanadas preludian el desfile de las felicitaciones. Siguiendo el protocolo, la zarevna Isabel Petrovna da un paso adelante y, tratando de olvidar que es la hija de Pedro el Grande, besa la mano de una «súbdita» llamada Iekaterina Dolgoruki. Al cabo de un momento le toca a Pedro II dominar su despecho, pues el conde de Millesimo, tras aproximarse a Iekaterina, se inclina ante ella. La joven ya se dispone a tenderle la mano. Pedro querría impedir ese gesto de cortesía, que le parece incongruente, pero ella acelera el movimiento y presenta espontáneamente sus dedos al agregado de embajada, que los roza con los labios antes de incorporarse, mientras el prometido le dirige una mirada asesina. Al ver la expresión irritada del zar, los amigos de Millesimo se lo llevan y desaparecen con él entre la multitud. Entonces es cuando el príncipe Vasili Dolgoruki, uno de los miembros más eminentes de esta numerosa familia, cree que ha llegado el momento de dirigir un pequeño discurso moralizador a su sobrina. «Ayer yo era tu tío -dice ante un círculo de oyentes atentos-. Hoy, tú eres mi soberana y yo soy tu fiel servidor. Sin embargo, apelo a mis antiguos derechos para darte este consejo: no mires al hombre con quien vas a casarte sólo como tu marido, sino también como tu señor, y no te ocupes más que de complacerlo. […] Si algún miembro de tu familia te pide favores, olvídalo para no tener en cuenta más que el mérito. Será el mejor medio de garantizar toda la felicidad que te deseo.» [19]

Estas doctas palabras tienen la virtud de ensombrecer el humor de Pedro. Hasta el final de la recepción, permanece ceñudo. Ni siquiera durante los fuegos artificiales que clausuran la fiesta concede una mirada a la joven con la que acaba de intercambiar promesas de amor y de confianza eternos. Cuanto más escruta los rostros alegres que le rodean, más tiene la impresión de haber caído en una trampa.

Mientras él se deja baquetear por las intrigas políticas, las mujeres, la bebida y los placeres de la caza, el Alto Consejo secreto dirige, mejor o peor, los asuntos del Estado. Por iniciativa de los sabios y con el aval del zar, se toman medidas para reforzar el control sobre la magistratura, reglamentar la utilización de las letras de cambio, prohibir al clero el uso de prendas laicas y reservar al Senado el conocimiento de los problemas de la Pequeña Rusia. En resumen, pese a la deserción del emperador, el imperio continúa.

Entre tanto, Pedro se ha enterado de que su querido Iván Dolgoruki está pensando en casarse con la pequeña Natalia Sheremétiev. A decir verdad, no tiene ningún inconveniente en ceder su «valido» de otros tiempos a una rival. Así pues, queda convenido que, para afianzar la amistad innata que une a los cuatro jóvenes, las dos bodas se celebren el mismo día. Sin embargo, este arreglo razonable no para de atormentar a Pedro. Todo -cosas y personas- le decepciona y le irrita. En ningún sitio está a gusto y ya no sabe con quién sincerarse. Poco antes de que acabe el año, se presenta sin haber sido anunciado en casa de Isabel, a la que ha descuidado en los últimos meses. La encuentra mal instalada, mal servida, privada de lo esencial, cuando debería ser la primera dama del imperio. Ha ido a quejarse ante ella de su desasosiego y es ella quien se queja ante él de su indigencia. Isabel acusa a los Dolgoruki de haberla humillado y arruinado y de disponerse a ejercer su dominio sobre él a través de la esposa que le han arrojado a los brazos. Conmovido por las quejas de su tía, a la que sigue amando en secreto, replica: «¡Yo no tengo la culpa! ¡No me obedecen, pero pronto encontraré la manera de romper mis cadenas!» [20]

Estas palabras son referidas a los Dolgoruki, que se consultan para elaborar una réplica a la vez respetuosa y eficaz. Además, hay otro problema familiar que es preciso solucionar urgentemente: Iván se ha peleado con su hermana Katia, la cual desde sus esponsales ha perdido todo sentido de la mesura y reclama los diamantes de la difunta gran duquesa Natalia, afirmando que el zar se los había prometido. Esta sórdida disputa en torno a un cofrecillo de joyas puede irritar a Pedro en el momento en que es más necesario que nunca adormecer su desconfianza. Pero ¿cómo hacer entrar en razón a una mujer menos sensible a la lógica masculina que al destello de unas piedras preciosas?

El 6 de enero de 1730, en la tradicional bendición de las aguas del Nevá, Pedro llega tarde a la ceremonia y se queda de pie detrás del trineo descubierto donde está Iekaterina. En el aire gélido, las palabras del sacerdote y el canto del coro tienen una resonancia irreal. El vaho sale de la boca de los cantores al mismo tiempo que su voz. Pedro tirita durante el interminable oficio. Al regresar al palacio, es presa de escalofríos y se mete en la cama. Todos creen que se trata de un resfriado. Por lo demás, el 12 de febrero el zar se encuentra mejor. Sin embargo, cinco días más tarde los médicos descubren en él los síntomas de la viruela. Ante el anuncio de esta enfermedad, con frecuencia mortal en la época, todos los Dolgoruki se reúnen, aterrorizados, en el palacio Golovín. El pánico ensombrece los semblantes. Ya se prevé lo peor y se buscan salidas para la catástrofe. Entre la agitación general, Alexéi Dolgoruki afirma que sólo habría una solución en el caso de que el zar llegara a desaparecer: coronar sin tardanza a la que él ha escogido como esposa, Iekaterina, la pequeña Katia. Pero esta pretensión le parece exorbitante al príncipe Vasili Vladímirovich, que protesta en nombre de toda la familia.

– ¡Ni yo ni ninguno de los míos querremos ser sus súbditos! ¡No está casada!

– ¡Está prometida! -replica Alexéi.

– ¡No es lo mismo!

La discusión sube de tono. El príncipe Sergéi Dolgoruki habla de sublevar a la Guardia para apoyar la causa de la prometida del zar. Mirando al general Vasili Vladímirovich Dolgoruki, dice:

– Iván y tú mandáis el regimiento Preobrazhenski. Vosotros podéis ordenar lo que queráis a vuestros hombres…

– ¡Nos matarían! -contesta el general, y abandona la reunión.

Tras su marcha, otro Dolgoruki, el príncipe Vasili Lukich, miembro del Alto Consejo secreto, se sienta junto a la chimenea donde arde un enorme fuego de leña y, sin pedir la opinión de nadie, redacta un testamento para presentárselo al zar mientras éste todavía tenga fuerzas para leer y firmar un papel oficial. Los demás miembros de la familia se congregan a su alrededor e intervienen sugiriendo una frase o una palabra para redondear el texto. Cuando el príncipe termina de escribir, entre los presentes se alza una voz que expresa el temor de que mentes malintencionadas pongan en duda la autenticidad del documento. Inmediatamente interviene un tercer Dolgoruki, Iván, el valido de Pedro y prometido de Natalia Sheremétiev. ¿Se necesita la firma del zar? ¡Eso es pan comido! Se saca un papel del bolsillo y lo exhibe ante su parentela.

– Ésta es la escritura del zar -dice alegremente-. Y ésta es la mía. Ni siquiera vosotros podríais distinguirlas. Y también sé firmar con su nombre. ¡Lo he hecho muchas veces por diversión!

Los testigos están estupefactos, pero ninguno se indigna. Tras mojar la pluma en el tintero, Iván firma con el nombre de Pedro en la parte inferior de la página. Todos se inclinan sobre su hombro, maravillados:

– ¡Es la letra misma del zar! [21] -exclaman.

A continuación, los falsificadores, más tranquilos, intercambian miradas y ruegan a Dios que les libre de tener que utilizar ese documento.

De vez en cuando, envían emisarios a palacio en busca de noticias del zar. Éstas son cada vez más alarmantes. Pedro se extingue a la una de la madrugada, durante la noche del domingo 18 al lunes 19 de enero de 1730, a la edad de catorce años y tres meses. Su reinado habrá durado poco más de dos años y medio. El 19 de enero de 1730, día de su muerte, es la fecha que él mismo había fijado unas semanas antes para su boda con Iekaterina Dolgoruki.


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