Solicitada, a lo largo del año 1750, unas veces por los acontecimientos del mundo exterior y otras por los de su familia, Isabel ya no sabe adónde acudir. A imagen y semejanza de la Europa abandonada a rivalidades y convulsiones, la pareja granducal vive a trompicones, sin una directriz firme y, al parecer, sin ningún proyecto de futuro. La grosería de Pedro se manifiesta a la menor ocasión. La edad, que debería moderar sus chiquilladas y sus manías, no hace sino exacerbarlas. A los veintidós años sigue entreteniéndose con marionetas, dirigiendo, vestido con el uniforme prusiano, el desfile de la pequeña tropa holsteinesa reunida en Oranienbaum y organizando consejos de guerra para condenar, en debida forma, a una rata a la horca. En cuanto a los juegos amorosos, cada vez piensa menos en ellos. Si bien continúa presumiendo delante de Catalina de sus presuntas relaciones galantes, se guarda muy bien de tocarla aunque sea con la punta de los dedos. Se diría que le da miedo o le repugna, precisamente porque es una mujer y él no sabe absolutamente nada de ese tipo de criaturas. Frustrada y humillada noche tras noche, Catalina se adormece leyendo novelas de Mademoiselle de Scudéry, La astrea, de Honoré d’Urfé, Clovis, de Desmarets, las Cartas de Madame de Sévigné o -¡suprema audacia!- Vidas de las damas galantes, de Brantôme. Cuando se cansa de pasar las páginas de un libro, se viste de hombre siguiendo el ejemplo de la emperatriz, va a cazar patos a orillas de los lagos o hace ensillar un caballo y galopa sin un destino concreto para relajar los nervios. Por guardar cierto decoro, cuando la ven monta a mujeriegas, pero, en cuanto considera que ya no se encuentra al alcance de la vista, se pone a horcajadas. La emperatriz, debidamente informada, deplora esta costumbre, que, según ella, podría ser la causa de la esterilidad de su nuera. Catalina no sabe si debe reír o enfadarse por la curiosidad que suscita su vientre.
Si bien el gran duque la desdeña, otros hombres le hacen la corte bastante abiertamente. Incluso su mentor oficial, el virtuosísimo Choglokov, se ha ablandado y le dedica de vez en cuando un requiebro salaz. Sensible tiempo atrás al encanto de los Chernichov, Catalina soporta ahora con gusto el asedio de un nuevo miembro de la familia, llamado Zahar, que está a la altura de los precedentes. En todos los bailes, Zahar está allí devorándola con los ojos y esperando el momento de bailar con ella. Incluso se dice que intercambian notas amorosas. Isabel está ojo avizor. En pleno devaneo, Zahar Chernichov recibe la orden imperial de incorporarse inmediatamente a su regimiento, acantonado lejos de la capital. Pero Catalina no tiene mucho tiempo para lamentar su marcha, pues casi enseguida es felizmente sustituido por el seductor conde Sergéi Saltikov. Descendiente de una de las familias más antiguas del imperio y admitido entre los chambelanes de la pequeña corte granducal, el conde se ha casado con una dama de honor de la emperatriz y ha tenido de ella dos hijos. Pertenece, pues, a la raza de los «verdaderos machos» y arde en deseos de demostrárselo a la gran duquesa, pero lo frena la prudencia. La nueva vigilante y camarista de la pareja, la señorita Vladislávov, ayudante de los Choglokov, informa a Bestújiev y a la emperatriz de los progresos de este idilio doblemente adúltero. Un día, mientras la señora Choglokov expone por enésima vez a Su Majestad los disgustos que le causa el gran duque al descuidar a su esposa, Isabel tiene una iluminación y vuelve a una idea que la atormenta desde los esponsales de su sobrino. Como acaba de decir su interlocutora, para que nazca un niño es absolutamente preciso que el marido «haya puesto de su parte». Así pues, para garantizar una procreación correcta, hay que hacer algo con Pedro, no con Catalina. Tras convocar a Alexéi Bestújiev, Isabel examina con él la mejor forma de resolver el problema. Los hechos son éstos: después de cinco años de matrimonio, la gran duquesa todavía no ha sido desflorada por su esposo y, según las últimas noticias, tiene un amante normalmente constituido, Sergéi Saltikov. En consecuencia, para evitar un desagradable embrollo, es importante adelantarse a Sergéi Saltikov y ofrecer a Pedro la posibilidad de fecundar a su mujer. Según el médico de corte Boerhaave, bastaría una ligera intervención quirúrgica para liberar a Su Alteza de la fimosis que no le permite satisfacer a su augusta media naranja. Por supuesto, si la operación falla, Sergéi Saltikov estará ahí para desempeñar, de incógnito, el papel de progenitor. Así se tendrá una doble garantía de inseminación. En otras palabras, para que la descendencia de Pedro el Grande quede asegurada, es preferible apostar en las dos mesas: dejar que Catalina pase buenos ratos con su amante y preparar a su marido para que tenga con ella unas relaciones eficaces. La preocupación dinástica y el sentido de la familia se conjugan para aconsejar a la zarina que, como sagaz estratega, disponga de varios recursos. Por otro lado, puesto que ella no ha tenido hijos pese a sus numerosas aventuras sentimentales, no comprende que una mujer, a quien su constitución física no impide ser madre, vacile en buscar con otro hombre la felicidad que su esposo le niega. Poco a poco, el adulterio de la gran duquesa, que al principio no era más que una idea a la vez fútil e insensata, se convierte en su mente en una idea fija de carácter sagrado, en el equivalente de un deber patriótico.
Por instigación suya, la señora Choglokov, transformada en confidente íntima, le explica a Catalina que hay situaciones en las que el honor de una mujer consiste precisamente en acceder a perderlo por el bien del país. Le jura que nadie -ni siquiera la emperatriz- la tratará con dureza por esta infracción a las reglas de la fidelidad conyugal. De modo que, ahora, Catalina se reúne con Sergéi Saltikov -y no sólo para ir simplemente de excursión- con la bendición de Su Majestad, de Bestújiev y de los Choglokov. No obstante, el doctor Boerhaave practica en la persona del gran duque, de forma totalmente indolora, la pequeña intervención quirúrgica decidida en las altas esferas. Para comprobar que, gracias a un golpe de bisturí, su sobrino «funciona», Su Majestad le envía a la joven y atractiva viuda del pintor Groot, que según dicen tiene aptitudes para formarse una opinión sobre esta cuestión. El informe de la dama es concluyente: ¡todo está en orden! La gran duquesa podrá comprobar por sí misma la capacidad, finalmente normal, de su esposo. Al enterarse de la noticia, Sergéi Saltikov se siente aliviado. Y Catalina todavía más. De hecho, Pedro debe hacer acto de presencia al menos una vez en la cama, para que ella pueda endosarle la paternidad del hijo que lleva desde hace unas semanas en su vientre.
Por desgracia, en el mes de diciembre de 1750, durante una cacería, a Catalina la asaltan violentos dolores. Un aborto. A pesar de la decepción que eso les causa, la zarina y los Choglokov multiplican sus atenciones para con ella. Es una forma como otra cualquiera de invitarla a insistir, con Saltikov o con cualquier otro «suplente». El verdadero padre es lo de menos; el que cuenta es el padre putativo. En marzo de 1753, Catalina presenta de nuevo síntomas de embarazo, pero a la vuelta de un baile sufre otro aborto. Afortunadamente, la tenacidad de la zarina es inagotable. En lugar de desesperarse, Su Majestad anima a Saltikov en su papel de semental, y lo hace con tanta eficiencia que en febrero de 1754, siete meses después del último aborto, Catalina constata que está otra vez embarazada. La zarina, que es inmediatamente informada, echa las campanas al vuelo. Esta vez será la buena, piensa. En vista de que el embarazo parece desarrollarse correctamente, considera que sería prudente alejar a Sergéi Saltikov, cuyos servicios ya no son necesarios. No obstante, por consideración al estado de ánimo de su nuera, la emperatriz accede a mantener al amante en reserva, al menos hasta el parto.
Naturalmente, cuando piensa en el próximo nacimiento, Isabel lamenta que se trate de un bastardo por cuyas venas no correrá, pese a ser heredero titular de la corona, una sola gota de sangre de los Románov. Sin embargo, considera que es preferible este engaño genealógico -del que, por supuesto, nadie será informado- a instalar en el trono al pobre zarevich Iván, que cuenta ahora doce años y continúa prisionero en Riazán, desde donde se le debe trasladar, según lo previsto, a Schlüsselburg. Fingiendo creer que el hijo venidero es el legítimo vástago de Pedro, rodea de cuidados a esta madre adúltera de la que no puede prescindir. Dividida entre el remordimiento por tamaña superchería y el orgullo de haber preservado la perennidad de la dinastía, desearía manifestarle su indignación a esa tunanta redomada, que en realidad demuestra una sensualidad, una amoralidad y una audacia comparables a las suyas. Sin embargo, es preciso reprimirse pensando en los historiadores futuros, que juzgarán su reinado. Ante la corte, Su Majestad aguarda, con devota esperanza, que su queridísima nuera traiga al mundo al primer hijo del gran duque Pedro, al fruto providencial de un amor bendecido por la Iglesia. No es una mujer la que va a dar a luz, sino Rusia entera la que se dispone a alumbrar a su futuro emperador.
Isabel se instala en los aposentos contiguos a la habitación donde la gran duquesa espera el momento del parto. A decir verdad, si quiere permanecer muy cerca de su hija política es sobre todo para impedir que el emprendedor Sergéi Saltikov vaya a visitarla con demasiada frecuencia, lo que sería motivo de chismorreo. Ya está pensando en enviar a algún lugar lejano a ese progenitor que se ha vuelto indeseable. En cuanto al porvenir sentimental de su nuera, Isabel aún no piensa en él. Lo único que debe hacer Catalina es parir. Y dar un hijo varón al país. ¡Una niña lo complicaría todo! Después, ya se verá. Día tras día, la zarina hace cálculos, interroga a los médicos, consulta a videntes y reza ante los iconos.
En la noche del 19 al 20 de septiembre de 1754, tras nueve años de matrimonio, Catalina siente por fin los primeros dolores. Inmediatamente, la emperatriz, el conde Alexandr Shuválov y el gran duque Pedro acuden para asistir al parto. El 20 de septiembre de 1754, a mediodía, al ver aparecer entre las manos de la comadrona al bebé, todavía pringoso y manchado de sangre, Isabel exulta: ¡alabado sea Dios, es un varón! Ya ha escogido su nombre: Pablo Petróvich (Pablo, hijo de Pedro). Una vez lavado y envuelto en pañales, y después de que el confesor de Su Majestad le administre el agua de socorro, el recién nacido sólo permanece un minuto en brazos de su madre. Apenas tiene tiempo de besarlo, de abrazarlo, de aspirar su olor. Ya no le pertenece; pertenece a Rusia, o más bien a la emperatriz. Dejando a sus espaldas a la gran duquesa extenuada y gimiente, Isabel se lleva al pequeño Pablo estrechándolo entre sus brazos, como si fuera un botín costosamente obtenido. Lo instalará en sus aposentos privados, bajo su exclusiva vigilancia. Ya no necesita a Catalina. Una vez que ha cumplido con su función reproductora, la gran duquesa ha perdido todo interés. Si volviera a Alemania, nadie la echaría de menos en palacio.
Isabel, inclinada sobre la cuna, escruta con angustia el rostro arrugado del niño. A esa edad no se percibe ningún «parecido familiar». ¡Mejor que mejor! Por lo demás, se parezca al amante de Catalina o a su marido, el resultado es el mismo. A partir de ahora no importa que el gran duque Pedro, ese macaco pretencioso, continúe siendo un estorbo en palacio. Tanto si vive como si desaparece, la sucesión está asegurada.
Sobre la ciudad, los cañones atruenan y las campanas repican alegremente. En su habitación, todavía febril como consecuencia del ajetreo del parto, Catalina llora porque, una vez más, ha sido abandonada; y no lejos de ella, al otro lado de la puerta, el gran duque, rodeado de los oficiales de su regimiento holsteinés, bebe una copa tras otra a la salud de «su hijo Pablo». En cuanto a los diplomáticos, Isabel sospecha que, con su causticidad habitual, se divertirán comentando, cada uno por su lado, la extraña filiación del heredero del trono. Pero también sabe que, aunque en las cancillerías no se han dejado engañar por este truco de prestidigitación, nadie se atreverá a decir en voz alta que el pequeño Pablo Petróvich es un bastardo y que el gran duque Pedro es el más glorioso cornudo de Rusia. Ahora bien, esta adhesión tácita de los contemporáneos a una mentira es precisamente lo que puede transformarla en certeza para las generaciones futuras. Y a Isabel le interesa por encima de todo el juicio de la posteridad.
Con ocasión del bautizo, Isabel decide demostrarle su satisfacción a la madre disponiendo que le presenten en una bandeja varias joyas y una orden de pago a su favor por un importe de cien mil rublos: el precio de compra de un heredero auténtico. Luego, considerando que le ha manifestado suficientemente su solicitud, ordena, como medida de decoro, enviar a Sergéi Saltikov en misión a Estocolmo. Se le encomienda llevar al rey de Suecia el anuncio oficial del nacimiento, en San Petersburgo, de Su Alteza Pablo Petróvich. La emperatriz no pestañea ni un segundo ante el extraño cometido de ese padre ilegítimo que va a buscar las felicitaciones destinadas al padre legítimo del niño. ¿Cuánto tiempo durará el viaje? Isabel no lo precisa y Catalina está desesperada. ¡Puros remilgos de mujercita deseosa de amor!, decide la zarina. Ella ha tenido demasiadas aventuras sentimentales y sensuales a lo largo de su vida para enternecerse con las de las demás.
Mientras Catalina se lamenta en el lecho, en espera de que transcurra la cuarentena, Isabel ofrece multitud de recepciones, bailes y banquetes. En palacio no se cansan de celebrar un acontecimiento que se esperaba desde hacía casi diez años. Por fin, el 1 de noviembre de 1754, cuarenta días después del parto, el protocolo exige que la gran duquesa reciba las felicitaciones del cuerpo diplomático y de la corte. Catalina recibe a los invitados semitendida en una pomposa cama de terciopelo rosa con bordados de plata. La habitación ha sido lujosamente amueblada e iluminada para la ocasión. La zarina en persona ha ido a inspeccionar el lugar antes de la ceremonia para comprobar que no falle nada. Pero, inmediatamente después de la sesión de homenaje, manda retirar los muebles y los candelabros superfluos; siguiendo sus instrucciones, la pareja granducal regresa a sus aposentos habituales del palacio de Invierno. Es una forma encubierta de decirle a Catalina que su papel ha terminado y que, en lo sucesivo, la realidad reemplazará al sueño.
Ajeno a este tráfago familiar, Pedro vuelve a sus juegos pueriles y a sus borracheras, mientras que la gran duquesa se enfrenta al sustituto de su antiguo mentor, Choglokov, fallecido en el ínterin. El nuevo «maestro de la pequeña corte», cuyo carácter entrometido y puntilloso Catalina presiente, es el conde Alexandr Shuválov, hermano de Iván. Desde el momento en que entra en funciones, trata de ganarse la simpatía de los habituales de la pareja principesca, cultiva la amistad de Pedro y aplaude su pasión desmesurada por Prusia. Respaldado por él, el gran duque ya no tiene límites para su germanofilia, ordena que vengan nuevos soldados del Holstein y organiza en el parque del castillo de Oranienbaum un campamento atrincherado que bautiza con el nombre de Peterstadt. Mientras él se divierte jugando a ser un oficial alemán, al mando de tropas alemanas en una tierra que querría que fuese alemana, Catalina, más sola que nunca, se sume en la neurastenia. Tal como ella había temido después del parto, Sergéi Saltikov, tras una breve misión en Suecia, es enviado a Hamburgo en calidad de ministro residente de Rusia. La zarina, pese a detestar a su hijo adoptivo, tiene interés en cortar los puentes entre los dos amantes. Además, sólo a título excepcional permite a Catalina ver a su hijo. Se ha convertido en una abuela posesiva, que monta guardia junto a la cuna y no acepta ningún comentario de la gran duquesa sobre la forma de criar al niño. Se diría que la verdadera madre del pequeño Pablo no es Catalina sino Isabel, que ha sido ella quien lo ha llevado nueve meses en el vientre y quien ha sufrido para traerlo al mundo.
Catalina, desposeída y desanimada, trata de olvidar su desgracia leyendo con pasión los Anales de Tácito, El espíritu de las leyes de Montesquieu, y algunos ensayos de Voltaire. Privada de amor, intenta paliar esa falta de calor humano interesándose en la filosofía e incluso en la política. A fuerza de frecuentar los salones de la capital, escucha con más atención que antes las conversaciones, a menudo brillantes, de los diplomáticos. Al lado de un marido completamente absorbido por pamplinas militares, adquiere una seguridad y una madurez mental que no pasan inadvertidas a los que la rodean. Isabel, cuya salud declina a medida que la de Catalina mejora a ojos vista, no tarda en percatarse de la metamorfosis progresiva de su nuera. Pero todavía no sabe si debe alegrarse o preocuparse por ello. Enferma de asma y de hidropesía, la zarina se aferra en su vejez al todavía joven y apuesto Iván Shuválov, que se ha convertido en su principal razón de vivir y su mejor consejero. Se pregunta si, para su tranquilidad personal, no sería preferible que Catalina tuviera, como ella, un amante oficial que la colmara en todos los aspectos y le impidiera inmiscuirse en los asuntos públicos.
Hacia mediados de 1755, por Pentecostés, un nuevo plenipotenciario inglés llega a San Petersburgo. Se llama Charles Hambury Williams y lleva en su séquito a un joven y vivaz aristócrata polaco, Stanislas August Poniatowski, de veintitrés años de edad. Stanislas es un apasionado de la cultura occidental, ha frecuentado todos los salones europeos, ha conocido personalmente, en París, a la famosa señora Geoffrin, a la que llama «mamá», y disfruta en Londres de la amistad del ministro Horace Walpole. Dicen que habla todas las lenguas, que se adapta a todos los climas y que gusta a todas las mujeres. Nada más desembarcar en Rusia, Williams se propone utilizar al «polaco» para seducir a la gran duquesa y convertirla en su aliada en la lucha que planea emprender contra la prusofilia del gran duque. Por otro lado, el canciller Alexéi Bestújiev, respaldado por toda la «facción rusa», está dispuesto a secundar al embajador británico en sus propósitos. Consciente de la situación, desearía que Rusia se pusiera abiertamente del lado de los ingleses en caso de conflicto con Federico II. Según los rumores que corren por las cancillerías, el propio Luis XV, percibiendo el peligro de una guerra, está impaciente por reanudar los contactos con Rusia. De la noche a la mañana, gracias a sus conversaciones de salón con Stanislas Poniatowski, Catalina se ve metida en pleno caos europeo. Sin darse cuenta, las cuestiones internacionales adoptan para ella el hermoso rostro del polaco. Pero, pese a sus numerosos éxitos mundanos, Stanislas es tremendamente tímido. Aunque tiene una gran facilidad de palabra, se siente paralizado de respeto ante la gracia, la elegancia y la capacidad de réplica de la gran duquesa. Arde de deseo, pero no se atreve a declararse. Es León Narishkin, el alegre compañero de aventuras de Sergéi Saltikov, quien lo empuja a dar el paso. La camarista confidente de Catalina, la señorita Vladislávov, facilita sus primeros encuentros en Oranienbaum. Siempre al acecho de las intrigas que se traman, la zarina no tarda en saber que su hija política ha encontrado un sustituto de Sergéi Saltikov, que su último amante se llama Stanislas Poniatowski y que los tortolitos se arrullan infatigablemente mientras el marido, indiferente, cierra los ojos y se tapa los oídos.
Isabel no se toma a mal que su hija política vuelva a echar alguna cana al aire, pero se pregunta si no habrá una segunda intención política detrás de esta relación amorosa. De repente le parece que hay dos cortes rivales en Rusia, la «gran corte» de Su Majestad y la «pequeña corte» granducal, y que los intereses de estas dos emanaciones del poder son opuestos. Para asegurarse las simpatías de la «gran corte», tradicionalmente francófila, Luis XV envía a San Petersburgo a un emisario escogido, Mackenzie Douglas. Este partidario de los Estuardo, de origen escocés y refugiado en Francia, pertenece al gabinete «paralelo» de Luis el Bienamado, llamado «el secreto del rey». Va a Rusia supuestamente para comprar pieles, pero en realidad para comunicar a la zarina un código confidencial que le permitirá cartearse directamente con Luis XV.
Antes de ponerse en camino, Douglas ha sido informado de que su misión será más delicada de lo previsto, pues Londres subvenciona ahora a Bestújiev para que sirva a la causa británica. Se dice que incluso la gran duquesa, apoyada por su actual amante, Stanislas Poniatowski, se ha puesto del lado de los ingleses. El príncipe Poniatowski, que había sido apartado provisionalmente de la corte, acaba de reaparecer con un cargo oficial: ha sido nombrado ministro del rey de Polonia en Rusia. De este modo, su presencia queda regularizada, y Catalina ve en ello la promesa de un plácido futuro para su relación. Por otro lado, la gran duquesa se siente reconfortada por las recientes disposiciones de Alexéi Bestújiev respecto a ella. Habiéndose agregado junto con el canciller al clan de los amigos de Inglaterra, se siente a salvo. Bestújiev ha suprimido el odioso espionaje al que la sometía la emperatriz. Ésta sólo recibe ahora de Oranienbaum informes relativos a las extravagancias prusianas de su sobrino.
En este clima de vigilancia recíproca, prudentes negociaciones y engaños corteses, en San Petersburgo se ha elaborado un primer tratado tendente a definir la actitud de las diferentes potencias en caso de un conflicto francoinglés. Pero, de repente, tras unas deliberaciones secretas, el 16 de enero de 1756 se firma en Westminster un nuevo acuerdo en el que se estipula que, en el supuesto de una guerra generalizada, Rusia se unirá a Francia en su lucha contra Inglaterra y Prusia. Esta brusca inversión de las alianzas deja atónitos a los no iniciados y subleva a Isabel. Sin duda alguna, Bestújiev, mejor pagado por alguna otra potencia, ha roto los compromisos de honor que Rusia había contraído con Prusia. Y Catalina, sin detenerse a pensar, ha seguido encantada su ejemplo en ese cambio de chaqueta tan escandaloso. Además, siempre se ha dejado engatusar por el espíritu francés. En la furia de Su Majestad influye tanto la contrariedad política como el amor propio herido. Lamenta haber confiado en el canciller Alexéi Bestújiev para llevar las negociaciones internacionales, cuando el vicecanciller Voróntsov y los hermanos Shuválov le aconsejaban aplazar esta decisión. A fin de tratar de limitar los daños, en febrero de 1756 convoca a toda prisa una «conferencia» que, bajo su presidencia, reúne a Bestújiev, Voróntsov, los hermanos Shuválov, el príncipe Trubetzkói, el general Alexandr Buturlin, el general Apraxin y el almirante Golitsin. ¡Mucho será que todas esas cabezas pensantes no consigan salir del embrollo! En resumen, para evitar lo peor, se trata de saber si, en la hipótesis de un enfrentamiento, Rusia puede aceptar donativos a cambio de su neutralidad. Isabel, haciendo alarde de honor imperial, dice que no. Pero entonces llega a sus oídos que Luis XV se dispone a firmar un acuerdo de ayuda militar recíproca con María Teresa. Obligada por sus compromisos anteriores con Austria, Rusia se convierte al mismo tiempo en aliada de Francia. Atrapada a su pesar entre Luis XV y María Teresa, Isabel no tiene más remedio que enfrentarse a Federico II y Jorge II. ¿Debe alegrarse o asustarse? A su alrededor, los cortesanos se sienten divididos entre el orgullo nacional, la vergüenza de haber traicionado a sus amigos de ayer y el temor de pagar muy caro un cambio de rumbo innecesario. Se comenta, en secreto, que la gran duquesa Catalina, Bestújiev y tal vez incluso la emperatriz han recibido dinero para embarcar al país en una guerra inútil.
Indiferente a estos rumores, Isabel se encuentra, para su asombro, en la posición de una amiga indefectible de Francia. Poniendo al mal tiempo buena cara, el 7 de mayo dispensa a Mackenzie Douglas, de regreso en San Petersburgo tras una breve desaparición diplomática, un recibimiento repleto de delicadeza, de aprecio y de promesas. A Douglas le sigue, con un intervalo de unos días, el extraño Charles de Beaumont, llamado el caballero de Éon. Este personaje equívoco y seductor ya había hecho, tiempo atrás, una primera aparición en Rusia. Entonces vestía prendas femeninas. La elegancia de su ropa y la viveza de su conversación habían seducido a la emperatriz, hasta el punto de que le había pedido que fuera ocasionalmente su «lectora». Y ahora el caballero de Éon vuelve a lucirse ante ella, pero vestido de hombre. Se exhiba con falda o con calzas, Isabel sigue encontrándole la misma gracia y el mismo ingenio. ¿Cuál es su sexo? A la emperatriz le da igual. ¡Ella misma ha cambiado de sexo tantas veces en las mascaradas de la corte! ¿Acaso lo esencial no es que ese gentilhombre tenga la inteligencia y el gusto franceses? Beaumont le trae una carta personal del príncipe de Conti. Los términos calurosos de este mensaje la conmueven mucho más que las consabidas amabilidades de los embajadores. Sin vacilar, le contesta: «No quiero ni terceros ni mediadores en una reunión con el rey [Luis XV]. Sólo le pido verdad, rectitud y una absoluta reciprocidad en lo que se acuerde entre nosotros.» La declaración carece por completo de ambigüedad: más que una demostración de confianza, es una declaración de amor por encima de las fronteras.
A Isabel le gustaría saborear a placer esta luna de miel con Francia. Pero el agravamiento del insomnio y de las indisposiciones que padece no se lo permiten. Víctima de frecuentes dolores, teme incluso perder la razón antes de haber tenido tiempo de obtener una victoria decisiva en esta guerra en la que se ha visto envuelta a su pesar a causa del juego de las alianzas. Pero resulta que Federico II, a fin de aprovechar el efecto sorpresa, inicia las hostilidades invadiendo Sajonia sin previo aviso. [58] Los primeros enfrentamientos le son favorables. Dresde es tomada por asalto, los austríacos son derrotados en Praga, y los sajones, en Pirna. Forzada a acudir en ayuda de su aliada, Austria, Isabel se resigna a intervenir. Por orden suya, el general Apraxin, nombrado mariscal de campo, parte de San Petersburgo y concentra el grueso de sus tropas en Riga. Mientras Luis XV manda al marqués de L’Hôpital ante la zarina para exhortarla a la acción, ésta confía a Mijaíl Bestújiev -que, al contrario que su hermano Alexéi, el canciller, es francófilo de corazón- la misión de firmar la adhesión de Rusia al tratado de Versalles. El 31 de diciembre de 1756 la cosa está hecha.
Incómoda en su fuero interno por esta ostensible toma de posición, Isabel espera que el conflicto actual no se extienda por toda Europa. Por otro lado, teme que Luis XV la utilice para afianzar un acercamiento, ya no ocasional sino permanente, con Austria. Como para darle la razón en sus temores, en mayo de 1757 Luis XV manifiesta su deseo de confirmar que está de parte de María Teresa mediante una nueva alianza destinada a quitarle a Prusia toda posibilidad de comprometer la paz en Europa. Isabel intuye que, bajo este generoso pretexto, el rey oculta una intención más sutil. Al tiempo que se proclama solidario de Rusia, no quiere que ésta intente extenderse a costa de sus dos vecinos, Polonia y Suecia, aliados tradicionales de Francia. Mientras Luis XV esté trabado por este doble compromiso, no podrá jugar limpio con Isabel. Ésta debe poner en juego toda su habilidad para capear a los enviados de Versalles. Se pregunta si, dadas sus simpatías británicas, Alexéi Bestújiev es todavía el hombre indicado para defender los intereses del país. Mientras que el canciller, sin dejar de proclamar su patriotismo y su integridad, no vería con malos ojos el triunfo de la coalición angloprusiana sobre la coalición austrofrancesa, fundamentalmente gracias a la inacción de Rusia, el amante de la emperatriz, Iván Shuválov, no oculta que es adicto a Francia, a su literatura, a sus modas y, lo que es más grave, a su política. Isabel nunca ha sido objeto de un combate tan encarnizado entre su favorito y su canciller, entre los impulsos de su corazón, que la acercan a Versalles, y las reconvenciones de su razón, que le recuerdan sus lazos con Berlín.
Le gustaría tener la cabeza totalmente despejada para tomar decisiones. Pero las preocupaciones cotidianas y el recrudecimiento de sus dolencias minan cada día un poco más su resistencia física. A veces tiene alucinaciones, exige cambiar de habitación porque se siente amenazada por un enemigo sin rostro, suplica a los iconos que acudan en su ayuda, sufre síncopes y, cuando recobra el conocimiento, le cuesta recordar las cosas. Su cansancio es tal que querría abandonar la lucha. Tan sólo las circunstancias la obligan a permanecer en pie. Sin embargo, sabe que a sus espaldas ya se menciona el problema que surgirá tras su desaparición. Si muere mañana, inopinadamente, ¿a quién irá a parar la corona? Según la tradición, su sucesor no puede ser otro que su sobrino, Pedro. Pero a Isabel se le enciende la sangre ante la idea de que Rusia caiga en manos de ese medio loco, maníaco y malévolo, que se pasa el día pavoneándose con el uniforme holsteinés. Para hacer bien las cosas, debería declararlo cuanto antes incapacitado para ocupar el trono y designar a su hijo, el pequeño Pablo Petróvich, de dos años, único heredero. Ahora bien, eso supondría otorgar el papel de regente a Catalina, a quien Isabel detesta tanto por su belleza como por su juventud, su inteligencia y sus numerosas intrigas. Además, últimamente la gran duquesa se ha conchabado con Alexéi Bestújiev. Entre los dos, enseguida desordenarían las cartas que ella ha dispuesto tan sabiamente. Esta perspectiva irrita a la zarina, pero de repente pierde todo interés por el tema. ¿Qué sentido tiene preocuparse de las peripecias del futuro, si ella ya no estará allí para padecerlas? Incapaz de resolver nada de forma inmediata, opta por permanecer a la expectativa y aplazar para más adelante la fastidiosa tarea de decidir si destituye a su sobrino para legar el poder a su nieto y su nuera, o si deja que Pedro acceda legalmente a la dignidad imperial, a riesgo de consternar a Rusia. Sin confesárselo, espera que los acontecimientos le dicten la solución.
Por fortuna, el mariscal de campo Apraxin, a quien en repetidas ocasiones ha suplicado en vano que actuara, se ha decidido por fin a desencadenar una magna ofensiva contra los prusianos. En julio de 1757, las tropas rusas toman Memel y Tilsitt; en agosto del mismo año, aplastan al enemigo en Gross Jaegersdorff. Isabel siente renacer su vitalidad y hace celebrar las victorias con un tedeum, mientras que Catalina, para complacerla, organiza fiestas en los jardines de Oranienbaum. Entre todo ese alborozo, el único que muestra un semblante desolado es el gran duque Pedro. Olvidando que es el heredero del trono de Rusia y que esa serie de éxitos rusos debería alegrarle, no soporta la derrota de su ídolo, Federico II. Pero el diablo ha debido de escuchar sus recriminaciones, pues justo cuando en San Petersburgo la muchedumbre, sobreexcitada, grita «¡A Berlín! ¡A Berlín!», y exige que Apraxin prosiga su conquista hasta aniquilar Prusia, una noticia transforma el entusiasmo unánime en estupor. Dos correos enviados por el mando afirman que, tras un deslumbrante inicio de campaña, el mariscal de campo está batiéndose en retirada y que sus regimientos abandonan el territorio ocupado dejando pertrechos, municiones y armas. Esta espantada parece tan inexplicable que Isabel se huele un complot. El marqués de L’Hôpital, que, a petición de Luis XV, asesora a la zarina dándole su opinión en estos momentos difíciles, se inclina a pensar que Alexéi Bestújiev y la gran duquesa Catalina, ambos pagados por Inglaterra y favorables a Prusia, no son ajenos a la sorprendente defección del mariscal. El embajador comenta esta suposición con las personas que lo rodean y sus palabras son inmediatamente repetidas a la zarina. En un arranque de energía, al principio sólo piensa en castigar a los culpables. Para empezar, destituye a Apraxin, lo manda a vivir a sus posesiones y pone a la cabeza del ejército a su segundo lugarteniente, el conde de Fermor. Sin embargo, reserva la manifestación de su principal resentimiento para Catalina. Querría castigar severamente, de una vez por todas, a esa mujer cuyas infidelidades conyugales antaño consentía, pero cuyos manejos políticos no puede tolerar. Habría que taparle la boca, a ella y a toda la camarilla de prusianos de opereta que pululan alrededor de la pareja granducal, en Oranienbaum.
Por desgracia, es un mal momento para hacer limpieza, porque Catalina se ha quedado de nuevo embarazada y, como en ese estado es «sagrada» para la nación, goza de una impunidad provisional. Cualesquiera que sean sus errores, vale más dejarla en paz hasta el parto. Y en esta ocasión, ¿quién es el padre? El gran duque no, desde luego, pues, desde la pequeña operación que le practicaron, reserva todas sus atenciones para Elizaveta Voróntsov, la sobrina del vicecanciller. Esta amante, que no es ni guapa ni espiritual, pero cuya vulgaridad le da seguridad, acaba de apartarlo de su esposa. Por lo demás, le importa un comino que Catalina tenga un amante y que sea Stanislas Poniatowski quien la haya dejado embarazada. Incluso hace bromas groseras en público sobre la cuestión. Para él, Catalina es una esposa que constituye un estorbo y una deshonra, una mujer con la que lo casaron en su juventud sin pedirle su opinión. La soporta y trata de olvidarla durante el día y, sobre todo, por la noche. Ella, por su parte, teme que la zarina envíe al otro extremo del mundo a Stanislas Poniatowski, el padre natural de su segundo hijo. A petición suya, Alexéi Bestújiev interviene ante Su Majestad para que el nuevo «destino» de Stanislas, en Polonia, se retrase, al menos hasta el nacimiento del bebé. El canciller acaba consiguiéndolo y Catalina, más tranquila, se prepara para el acontecimiento.
Durante la noche del 18 al 19 de diciembre de 1758 nota unas contracciones significativas. El gran duque, alertado por sus gemidos, es el primero en acudir junto a ella. Lleva puesto el uniforme prusiano, sin olvidar botas, cinturón, espada, espuelas en los tacones y una banda cruzada sobre el pecho. Se tambalea y masculla, con voz de borracho, que está allí con su regimiento para defender a su legítima esposa contra los enemigos de la patria. Temiendo que la emperatriz lo vea en semejante estado, Catalina lo manda a la cama a dormir la mona. Su Majestad llega poco después, justo a tiempo para ver alumbrar a su nuera, asistida por una comadrona. Cogiendo al bebé en brazos, Isabel lo examina con ojo experto. Es una niña. ¡Da igual! Se conformarán. Sobre todo porque, en la línea masculina, la sucesión está garantizada por el pequeño Pablo. Para ganarse la benevolencia de su suegra, Catalina propone ponerle a su hija el nombre de Isabel. Pero Su Majestad no está de humor para dejarse enternecer y dice que prefiere para la niña el nombre de Ana, que era el de su hermana mayor, la madre del gran duque. Luego, tras haber hecho administrar el agua de socorro al bebé, se lo lleva en brazos sin ninguna contemplación, igual que hizo cuatro años antes con el hermano de esta recién nacida inútil.
Una vez cerrado este episodio familiar, Isabel se dedica a aclarar el caso Apraxin. El mariscal de campo, desacreditado y destituido tras su incomprensible retirada ante el ejército prusiano que acababa de derrotar, murió muy oportunamente de un «ataque de apoplejía» tras haber sido sometido al primer interrogatorio. Pero, antes de morir, y sin dejar de negar su culpabilidad, reconoció haber mantenido correspondencia con la gran duquesa Catalina. Y eso, dado que Isabel había prohibido formalmente a su nuera escribir a quienquiera que fuese sin informar a las personas encargadas de su vigilancia, constituye un crimen imperdonable de rebelión. Los adictos a la zarina atizan sus sospechas contra la gran duquesa, el canciller Alexéi Bestújiev e incluso Stanislas Poniatowski, todos sospechosos de llevarse bien con Prusia. El vicecanciller Voróntsov, cuya sobrina es la amante del gran duque y que, desde hace mucho tiempo, sueña con ocupar el puesto del canciller Bestújiev, denosta a Catalina, a la que hace responsable de todas las desgracias diplomáticas y militares de Rusia. Lo respaldan en sus ataques los hermanos Shuválov, tíos de Iván, el favorito de Isabel. Incluso el embajador de Austria, el conde Esterhazy, y el de Francia, el marqués de L’Hôpital, apoyan la campaña de denigración desencadenada contra Alexéi Bestújiev. ¿Cómo no dejarse impresionar por tan porfiadas denuncias? Después de haber escuchado este concierto de reproches, Isabel toma una decisión en lo más hondo de su conciencia.
Un día de febrero de 1759, mientras Alexéi Bestújiev asiste a una conferencia ministerial, es increpado y detenido sin explicaciones. Durante un registro en su domicilio, los investigadores descubren unas cartas de la gran duquesa y de Stanislas Poniatowski. Nada comprometedor, desde luego; sin embargo, en ese clima de oscura venganza, los motivos más nimios son buenos para ajustar las cuentas a los que estorban. Por supuesto, en todos los países, cualquiera que se meta en la alta política corre el peligro de que lo derriben con la misma rapidez con que ha subido a la cima. Sin embargo, en las naciones llamadas civilizadas, sólo corre el riesgo de recibir una reprobación, ser destituido o ser retirado de oficio; en Rusia, patria de la desmesura, los culpables pueden ser condenados a la ruina, al exilio, a la tortura e incluso a la muerte. Nada más notar en la nuca el viento de la represión, Catalina ha quemado sus cartas, sus borradores, sus notas personales y sus libros de cuentas. Y espera que Alexéi Bestújiev haya tomado las mismas precauciones.
A decir verdad, la emperatriz, al tiempo que condena a su ex canciller, desea que salga del paso simplemente con un buen susto y la pérdida de algunos privilegios. ¿Se debe este acceso de indulgencia al cansancio de la edad o a los recuerdos de una vida de lucha y desenfreno? Pensándolo bien, preferiría un castigo moderado que un veredicto inapelable para ese hombre que ha trabajado durante tanto tiempo a su lado. Una vez más, la elogiarán por ser «la Clemente». El hecho de moderar su rencor contra Alexéi Bestújiev tiene tanto más mérito cuanto que la conducta de otros miembros del «complot angloprusiano» le parece inexcusable. Por ejemplo, permanece impasible cuando el gran duque Pedro se arroja a sus pies, jura que no tiene nada que ver con esas torpezas políticas y que Bestújiev y Catalina son los únicos culpables de cohecho y traición. Asqueada por la bajeza de su sobrino, Isabel lo manda a sus aposentos sin pronunciar una palabra de perdón ni montar en cólera. Para ella, ya no cuenta. Ni siquiera existe.
Muy distinta es su actitud ante la conducta «incalificable» de su nuera. Para disculparse, Catalina le ha enviado una larga carta, redactada en ruso, en la que le confía su congoja, defiende su inocencia y le suplica que le dé permiso para marcharse a Alemania a fin de reunirse con su madre e inclinarse ante la tumba de su padre. A Isabel, la idea de un exilio voluntario de la gran duquesa le parece tan absurda y fuera de lugar en las circunstancias actuales que no responde a esta llamada de socorro. E incluso va más lejos: decide castigar a Catalina privándola de su mejor camarista, la señorita Vladislávov. Este nuevo golpe acaba de destrozar a la joven. Consumida por la tristeza y el miedo, se mete en la cama, rechaza todo alimento, asegura estar enferma del alma y del cuerpo y, al borde de la inanición, se niega a que la examine un médico. En cambio, suplica al atento Alexandr Shuválov que llame a un sacerdote para que la confiese. Se avisa al padre Dubianski, capellán personal de la zarina. Éste, después de recibir las confesiones y los actos de contrición de la gran duquesa, le promete defender su causa ante Su Majestad. Así pues, en el transcurso de una entrevista con su «augusta penitente», el sacerdote le pinta tan bien el dolor de su hija política -la cual, después de todo, sólo es culpable de haber errado en su dedicación a la causa de la monarquía-, que Isabel promete reflexionar sobre el caso de esa extraña feligresa. Catalina sigue sin atreverse a esperar que la zarina vuelva a concederle su favor. Sin embargo, la intervención del padre Dubianski ha debido de ser convincente, pues el 13 de abril de 1759 Alexandr Shuválov va a visitar a Catalina a la habitación donde se reconcome de angustia y le anuncia que Su Majestad la recibirá «hoy mismo, a las diez de la noche».