Completamente aturdida aún por lo repentino de su acceso al poder, Ana Leopóldovna se alegra menos de este triunfo político que del regreso a San Petersburgo de su último amante, el hombre al que la zarina creyó oportuno alejar para obligarla a casarse con el insulso Antonio Ulrico. Nada más aparecer los primeros indicios de calma, el conde de Lynar ha retornado, dispuesto a las más apasionadas aventuras. Cuando ella lo ve de nuevo, su encanto vuelve a seducirla al instante. Durante los meses que ha estado ausente, el conde no ha cambiado. A sus cuarenta años, apenas aparenta treinta. Alto y esbelto, de tez clara y mirada centelleante, sólo viste prendas de colores claros -azul celeste, albaricoque o lila-, se baña en perfumes franceses y utiliza crema para conservar la suavidad de sus manos. Se dice de él que es un Adonis en la plenitud de la vida o un Narciso que ha olvidado envejecer. No cabe duda de que Ana Leopóldovna lo acogió de inmediato en su lecho; no cabe duda tampoco de que Antonio Ulrico aceptó sin rechistar la situación. En la corte, a nadie le sorprende este triángulo amoroso cuya formación era previsible. Por lo demás, los observadores rusos y extranjeros señalan que la pasión renovada de la regente por Lynar no excluye en absoluto la admiración que sintió, y sigue sintiendo, por su gran amiga Julia Mengden. El hecho de que sea capaz de apreciar tanto el placer clásico de las relaciones de una mujer con un hombre, como el equívoco sabor de las relaciones con una pareja de su sexo, en opinión de los libertinos habla a su favor, pues semejante eclecticismo demuestra a la vez la amplitud de sus ideas y la generosidad de su temperamento.
Indolente y soñadora, Ana Leopóldovna pasa largas horas en la cama, se levanta tarde, gusta de permanecer en sus aposentos en camisón y sin apenas peinarse, lee novelas que deja a medias, se santigua veinte veces ante los numerosos iconos con que ha decorado, con un celo de conversa, las paredes, y se empeña en considerar que el amor y la diversión son las únicas razones de ser de una mujer de su edad.
Esta conducta frívola no desagrada a los que la rodean, ya se trate de su esposo o de sus ministros. Resulta muy fácil el trato con una regente más preocupada por lo que sucede en su alcoba que en su Estado. De vez en cuando, Antonio Ulrico interpreta el papel de marido herido en su vanidad masculina, pero sus accesos de cólera son tan artificiales y breves que Ana Leopóldovna se limita a reírse. Estas falsas escenas conyugales incluso la incitan a llevar una conducta más disipada para hacer rabiar a su esposo. Lynar, por su parte, sin dejar de dispensarle atenciones, se deja influir por las reconvenciones del marqués de Botta, embajador de Austria en San Petersburgo. En opinión de este diplomático, astuto especialista en asuntos del corazón y de la corte, el amante de la regente haría mal en continuar manteniendo una relación adúltera que amenaza con granjearle la desaprobación de algunas importantes personalidades rusas y de su propio gobierno en Sajonia. Con cinismo y sentido de la oportunidad, Botta le sugiere una solución que satisfaría a todo el mundo. Puesto que es viudo, libre y posee un físico agradable, ¿por qué no pide la mano de Julia Mengden, la bienamada de Ana Leopóldovna? Contentando a una y a otra, a la primera legítimamente y a la segunda de forma clandestina, las haría felices a las dos y nadie podría acusarle de inducir a la regente al pecado. Lynar, atraído por el plan, promete pensar en ello. Lo que lo anima a aceptar es que, contrariamente a lo que hubiera podido temer, Ana Leopóldovna, al ser consultada al respecto, no ve ningún inconveniente en esta encantadora combinación. Incluso le parece que, convirtiéndose en la esposa de Lynar, Julia Mengden reforzaría la unión amorosa de esos tres seres que Dios, en su sutil previsión, ha querido que sean inseparables.
No obstante, la puesta en práctica del arreglo se retrasa para permitir a Lynar ir a Alemania, con objeto de resolver unos asuntos familiares que no permiten dilación alguna. En realidad, lleva en su equipaje un lote de piedras preciosas, cuya venta le servirá para constituir un «tesoro de guerra» en caso de que a la regente se le ocurra hacerse proclamar emperatriz. Durante su ausencia, Ana Leopóldovna intercambia con él una correspondencia en clave, en la que se juran amor recíproco y determinan el papel de la futura condesa de Lynar en el triángulo. En las cartas de la regente, redactadas por un secretario, aparecen sobre cada línea anotaciones cifradas. Éstas, reproducidas aquí en cursiva, revelan el verdadero sentido del mensaje: «En lo que se refiere a Julieta [Julia Mengden], ¿cómo podéis dudar de su [de mi] amor y de su [de mi] ternura después de todas las pruebas que os he dado de ellos? Si la amáis [me amáis], dejad de hacerle semejantes reproches a poco que tengáis en estima su [mi] salud. […] Comunicadme cuándo regresaréis y estad convencido de que soy vuestra afectísima [os beso y sigo siendo totalmente vuestra] Ana.» [34]
Separada de Lynar, a Ana Leopóldovna le resulta cada vez más difícil soportar los reproches de su marido. No obstante, como necesita ser reconfortada en su soledad, acepta que de vez en cuando la visite en su cama. Pero se trata de un ínterin con el que Antonio Ulrico tendrá que conformarse hasta el regreso del auténtico poseedor del título. El ministro de Prusia, Axel de Mardefeld, observador de las costumbres de la corte rusa, escribe el 17 de octubre de 1741 a su soberano: «[La regente] le ha hecho cargar [a su marido, Antonio Ulrico] con el fardo de los asuntos públicos para dedicarse con más tranquilidad a sus entretenimientos, lo que en cierto modo lo ha convertido en alguien necesario. Está por ver si lo utilizará del mismo modo cuando tenga un favorito declarado. En el fondo, no lo ama; por eso no le ha permitido acostarse con ella hasta que Narciso [Lynar] se ha marchado.» [35]
Mientras Ana Leopóldovna se debate en este embrollo sentimental, los hombres que la rodean sólo piensan en la política. Tras la caída de Bühren, Münnich ha sido nombrado primer ministro y ha recibido una recompensa de ciento setenta mil rublos por los servicios prestados. Además, se le ha concedido el rango de segundo personaje masculino del imperio detrás de Antonio Ulrico, padre del zar niño. Tal alud de distinciones acaba por disgustar a Antonio Ulrico. Le parece que su mujer exagera en sus manifestaciones de gratitud hacia un servidor del Estado, muy eficiente, en efecto, pero de baja condición. Otras personalidades, cuya susceptibilidad ha sido herida durante el reparto de las prebendas, se suman a él en esta crítica. Entre los que se consideran lesionados por el poder, figuran Loewenwolde, Ósterman y Mijaíl Golovkin. Se quejan de que se los trata como subordinados, cuando la regente y su marido les deben mucho. Y el responsable de esta frustración es, evidentemente, el todopoderoso Münnich. Un buen día, el mariscal de campo, víctima de una súbita indisposición, se ve obligado a guardar cama. Aprovechando esta enfermedad inesperada, Ósterman se apresura a suplir a su principal enemigo, a apropiarse de sus informes y a dictar órdenes en su lugar. En cuanto se restablece, Münnich se dispone a tomar de nuevo las riendas de los asuntos públicos, pero ya es demasiado tarde. Ósterman ha ocupado su puesto y no cede. En cuanto a Ana Leopóldovna, piensa, aconsejada por Julia Mengden, que ha llegado el momento de reivindicar todos sus derechos, con Ósterman respaldándola como un protector tutelar. Para impulsar el intento de «sanear la monarquía», este último sugiere buscar apoyos e incluso subsidios más allá de las fronteras. Desde San Petersburgo se entablan confusas negociaciones con Inglaterra, Austria y Sajonia, buscando alianzas sin futuro. Pero es preciso rendirse a la evidencia: en las cancillerías europeas, nadie cree ya en esa Rusia arrastrada por corrientes contrarias. No hay capitán a bordo. Incluso en Constantinopla, una colusión imprevista entre Francia y Turquía hace temer el recrudecimiento de veleidades belicosas.
Los altos oficiales del ejército, pese a que se les mantiene al margen de la evolución de la política exterior, sufren por el triste papel, e incluso la humillación, de su patria en las confrontaciones internacionales. Las insolencias y los caprichos del conde de Lynar, que desde su matrimonio con Julia Mengden, tramado en las antecámaras de palacio, cree que todo le está permitido, acaban con la poca simpatía que la regente seguía despertando en el pueblo y en la nobleza media. Los gvardeitsi (los hombres de la Guardia imperial) le reprochan su desdén por el estado militar y a sus súbditos más humildes les sorprende que no se la vea nunca pasear libremente por la ciudad, como hacían otras zarinas. Se dice que desprecia tanto los cuarteles como la calle y que sólo se encuentra cómoda en los salones. Se dice también que sus ansias de placer son tales que no lleva prendas abotonadas salvo en las recepciones, a fin de poder quitárselas más deprisa cuando se reúne con su amante en su habitación. En cambio, su tía Isabel Petrovna, aunque pasa la mayor parte del tiempo confinada en una especie de exilio medio deseado y medio impuesto lejos de la capital, disfruta con las relaciones humanas simples y directas e incluso busca el contacto con la multitud. Aprovechando sus escasas visitas a San Petersburgo, esta auténtica hija de Pedro el Grande se muestra gustosa en público, circula a caballo o en coche descubierto por la ciudad y responde con un gracioso gesto de la mano y una sonrisa angelical a los curiosos que la aclaman. Su actitud es tan natural que, al verla pasar, todo el mundo se cree autorizado a manifestarle sus alegrías o sus penas, como si fuese una hermana de la caridad. Se cuenta que, en una ocasión, unos soldados de permiso no vacilaron en subirse a los patines de su trineo para decirle un piropo al oído. Entre ellos la llaman mátushka, «madrecita». Ella lo sabe y se siente tan orgullosa como si se tratara de un título de nobleza suplementario.
Uno de los primeros en haber detectado el ascendiente de la zarevna sobre la gente humilde y la discreta aristocracia media ha sido el embajador de Francia, el marqués de La Chétardie. Enseguida se ha dado cuenta de los beneficios que podría obtener, para su país y para él mismo, si se ganara la confianza, e incluso la amistad, de Isabel Petrovna. En esta empresa de seducción diplomática le ayuda el médico titular de la princesa, el hannoveriano de origen francés Armand Lestocq, cuyos antepasados se instalaron en Alemania tras la revocación del edicto de Nantes. Este hombre de unos cincuenta años, diestro en su arte y de una total amoralidad en su conducta privada, conoció a Isabel Petrovna cuando ésta todavía no era más que una chiquilla sin notoriedad alguna, coqueta y sensual. El marqués de La Chétardie recurre con frecuencia a él para tratar de comprender los cambios de humor de la zarevna y los meandros de la opinión pública rusa. Lo que se deduce de las palabras de Lestocq es que, contrariamente a las mujeres que hasta el momento han estado a la cabeza del país, ésta se siente muy atraída por Francia. Isabel aprendió francés e incluso «bailó el minué» en su infancia. Aunque lee muy poco, aprecia el espíritu de esa nación que tiene fama de ser a la vez valerosa, frívola y dada a criticar sin piedad al poder establecido. Probablemente no puede olvidar que en su primera juventud estuvo prometida a Luis XV, antes de estarlo, sin más éxito, al príncipe obispo de Lübeck y finalmente a Pedro II, prematuramente fallecido. Por encima de las múltiples decepciones amorosas que ha sufrido, el espejismo de Versalles continúa deslumbrándola. Los que admiran su gracia y su petulancia afirman que, pese a rondar la treintena y a la opulencia de sus formas, «excita a los hombres», que siempre está «en danza» y que, en cuanto aparece, uno se siente como envuelto en una música francesa. El agente sajón Lefort escribe, con una mezcla de aprecio y de provocación: «Parecía que hubiese nacido para Francia, pues sólo gustaba del relumbrón.» [36] Por su parte, el embajador inglés Edward Finch, aun reconociéndole mucha vivacidad a la zarevna, considera que está «demasiado gorda para conspirar». [37] Con todo, la inclinación de Isabel Petrovna hacia los refinamientos de la moda y la cultura francesas no le impide saborear la rusticidad rusa en lo tocante a los placeres nocturnos. Antes incluso de ocupar una posición oficial en la corte de su sobrina, ha escogido como amante a un campesino de la Pequeña Rusia que ocupa el puesto de chantre en el coro de la capilla de palacio: Alexéi Razumovski. La voz profunda, el aspecto atlético y la ruda exigencia de este compañero resultan tanto más apreciables en el dormitorio cuanto que suceden a las atenciones y las zalamerías de los salones. Ávida a la vez de simples satisfacciones carnales y de elegantes amaneramientos, la princesa obedece a su verdadera naturaleza asumiendo esta contradicción. Alexéi Razumovski es un hombre sencillo que tiene debilidad por la bebida, se emborracha con frecuencia y, cuando ha ingerido su dosis, levanta la voz, profiere palabras groseras y vuelca algún que otro mueble, mientras su amante se asusta un poco y se divierte mucho ante el espectáculo de su vulgaridad. Los puntillosos consejeros admitidos en el círculo íntimo de la zarevna, al tanto de este «emparejamiento desigual», le recomiendan prudencia o, al menos, discreción, a fin de evitar un escándalo que la salpicaría. Sin embargo, los dos Shuválov, Alexandr e Iván, el chambelán Mijaíl Voróntsov y la mayoría de los partidarios de Isabel deben convenir en que, en los cuarteles y en la calle, los rumores de esta relación de la hija de Pedro el Grande con un hombre del pueblo se comentan con indulgencia e incluso con afecto, como si «los de abajo» le estuvieran agradecida por no despreciar a uno de los suyos.
Al mismo tiempo, en palacio, la facción francófila cierra filas en torno a Isabel. Esto es suficiente para despertar las sospechas de Ósterman, que, en su calidad de paladín declarado de la causa germana en Rusia, no puede tolerar el menor obstáculo a su acción. Cuando el embajador británico Edward Finch le pide su opinión sobre las ostensibles preferencias de la princesa en materia de política exterior, contesta con irritación que, si continúa observando una «conducta equívoca, la encerrarán en un convento». En un despacho en el que relata esta conversación, el inglés comenta irónicamente: «Podría ser una medida peligrosa, pues no tiene nada de monja y es enormemente popular.» [38]
Y no se equivoca. En los regimientos de la Guardia, el descontento aumenta de día en día. Los hombres se preguntan en secreto a qué esperan en palacio para expulsar a todos esos alemanes que mandan a los rusos. Desde el último de los gvardeitsi hasta el oficial de más alto rango, todos denuncian la injusticia que se ha cometido con la hija de Pedro el Grande, la única heredera de la sangre y del pensamiento de los Románov, al privarla de la corona. Hay quienes se atreven a insinuar que la regente, su marido Antonio Ulrico y su bebé zar son unos usurpadores. Los comparan con la luminosa bondad de la mátushka Isabel Petrovna, que es «la chispa de Pedro el Grande». Ya comienzan a oírse voces sediciosas en los suburbios. En un cuartel, tras una revista agotadora e inútil, unos soldados murmuran: «¿Es que no habrá nadie que nos ordene empuñar las armas a favor de la mátushka?» [39]
Pese a la abundancia de estas manifestaciones espontáneas, el marqués de La Chétardie todavía no se atreve a prometer el apoyo moral de Francia a un golpe de Estado. Sin embargo, Lestocq, respaldado por Schwartz, un ex capitán alemán actualmente al servicio de Rusia, decide que ha llegado el momento de incorporar el ejército al complot. Al mismo tiempo, el ministro de Suecia, Nolken, informa a La Chétardie de que su gobierno ha puesto a su disposición un crédito de cien mil escudos para favorecer, «según las circunstancias», bien la consolidación del poder de Ana Leopóldovna o bien los designios de la zarevna Isabel Petrovna. Se le da libertad para escoger. Incómodo por tener que tomar una decisión que supera sus competencias, Nolken recurre a su colega francés en busca de consejo. El prudente La Chétardie está aterrorizado por semejante responsabilidad y, sintiéndose también incapaz de cortar por lo sano, se limita a dar una respuesta evasiva. En éstas, París lo apremia a secundar el punto de vista de Suecia y auspiciar, bajo mano, la causa de Isabel Petrovna.
Esta vez es Isabel quien, tras ser puesta al corriente de este apoyo inesperado, vacila. En el momento de dar el paso, se imagina denunciada, encarcelada, con la cabeza rapada y acabando sus días en una soledad peor que la muerte. La Chétardie comparte una inquietud similar por sí mismo y confiesa que ya no pega ojo por la noche y que, en cuanto oye el menor ruido insólito, se «acerca a la ventana, creyendo [se] perdido». [40] Además, a raíz de un presunto mal paso diplomático, en los últimos días ha sufrido la cólera de Ósterman y se le ha rogado que no vuelva a poner los pies en la corte hasta nueva orden. Refugiado en la villa que ha alquilado a las puertas de la capital, no se siente seguro en ninguna parte y recibe en secreto a los emisarios de Isabel, preferentemente al amparo de las primeras sombras del crepúsculo. Cree que se le ha excomulgado políticamente de forma definitiva, pero, tras un período de penitencia, Ósterman le autoriza a presentar sus cartas credenciales con la condición de que las deposite en persona entre las manos del bebé zar. El embajador aprovecha que se le admite de nuevo en el palacio de Verano para encontrarse con Isabel Petrovna y susurrarle, en un aparte, que en Francia tienen grandes planes para ella. La zarevna, serena y sonriente, contesta: «En mi condición de hija de Pedro el Grande, creo permanecer fiel a la memoria de mi padre confiando en la amistad de Francia y pidiéndole su apoyo para hacer valer mis justos derechos.» [41]
La Chétardie se guarda mucho de divulgar estas palabras subversivas, pero en el entorno de la regente se extiende el rumor de que se prepara una conjura. Inmediatamente, un celo vengativo inflama el ánimo de los partidarios de Ana Leopóldovna. Antonio Ulrico, en calidad de marido, y el conde de Lynar, en calidad de favorito, la previenen, cada uno por su lado, del peligro que corre. Insisten en que refuerce la vigilancia en las puertas de la morada imperial y ordene detener en el acto al embajador de Francia. Ella, impávida, califica esos rumores de pamplinas y se niega a adoptar una medida desproporcionada para acallarlos. En tanto que Ana desconfía de los partes de sus informadores, su gran rival, Isabel, advertida de las sospechas que despierta su empresa, se asusta y suplica a La Chétardie que aumente las precauciones. Mientras él quema legajos de documentos comprometedores, ella, por prudencia, se marcha de la capital y se reúne con algunos de los conspiradores en villas de amigos cercanas a Peterhof. El 13 de agosto de 1741, Rusia ha entrado en guerra con Suecia. Si bien los diplomáticos conocen las oscuras razones de este conflicto, el pueblo las ignora. Lo único que se sabe en los medios rurales es que, por motivos muy confusos de prestigio nacional, de fronteras y de sucesión, miles de hombres van a caer lejos de su casa bajo los disparos del enemigo. Sin embargo, por el momento no se ha hecho participar a la Guardia imperial en el asunto. Eso es lo esencial.
A fines del mes de noviembre de 1741, Isabel se da cuenta, con pesar, de que una conspiración tan arriesgada como la suya no puede salir adelante sin un sólido apoyo financiero y pide ayuda a La Chétardie. Éste se rasca los bolsillos y luego solicita a la corte de Francia un adelanto suplementario de quince mil ducados. En vista de que el gobierno francés persiste en hacer oídos sordos, Lestocq apremia a La Chétardie para que actúe cueste lo que cueste, sin esperar a que París o Versalles le den permiso. Exhortado, espoleado, enardecido por Lestocq, el embajador se presenta ante la zarevna y, pintándole deliberadamente el panorama más negro de lo que está en realidad, le dice que, según sus últimas informaciones, la regente se dispone a encerrarla en un convento. Lestocq, que lo acompaña, confirma sin pestañear que la orden puede ser dada de la noche a la mañana. Precisamente esta posibilidad es la pesadilla constante de Isabel. Para convencerla del todo, Lestocq, que tiene buena mano con la pluma, coge una hoja de papel y traza dos dibujos: uno representa a una soberana subiendo al trono entre las aclamaciones del pueblo, y el otro a la misma mujer tomando los hábitos y dirigiéndose, con la cabeza gacha, a un convento. Colocando los bocetos ante los ojos de Isabel Petrovna, ordena en un tono a la vez perentorio y burlón:
– ¡Escoged, señora!
– Muy bien -contesta la zarevna-, sed vos juez de la situación. [42]
Lo que no dice, pero se trasluce en su mirada, es que el terror la domina. Sin preocuparse de su palidez y su nerviosismo, Lestocq y La Chétardie hacen una lista detallada de los adversarios que hay que arrestar y proscribir inmediatamente después de la victoria. La lista negra la encabeza, evidentemente, Ósterman; pero también figuran Ernst Münnich, hijo del mariscal de campo, el barón Mengden, padre de la Julieta tan querida por la regente, el conde Golovkin, Loewenwolde y algunos comparsas. Sin embargo, todavía no se determina la suerte reservada a la regente, su marido, su amante y su hijo. ¡Cada cosa a su tiempo! Para azuzar a la zarevna, demasiado tímida para su gusto, Lestocq le asegura que los soldados de la Guardia están dispuestos a defender, a través de ella, «la sangre de Pedro el Grande». Al oír estas palabras pronunciadas por el médico conspirador, Isabel recupera súbitamente todo su aplomo y, galvanizada, arrebatada, declara: «¡No traicionaré esa sangre!»
Este conciliábulo determinante tiene lugar, en el mayor secreto, el 22 de noviembre de 1741. Al día siguiente, martes 23 de noviembre, hay recepción en palacio. Disimulando su ansiedad, Isabel se presenta en la corte con un vestido de ceremonia idóneo para hacer rabiar a todas sus rivales y con una sonrisa capaz de desarmar a las mentes más malévolas. Mientras saluda a la regente, teme oír algún agravio o alguna alusión a su amistad con gentileshombres de opiniones poco recomendables, pero Ana Leopóldovna se muestra más afable aún que de costumbre. Seguramente su amor por el conde de Lynar, actualmente de viaje, la ternura que siente por Julia Mengden, cuyo ajuar está preparando, y la salud de su hijo, al que, según dicen, cuida «como una buena madre alemana», la tienen demasiado ocupada para dejarse impresionar por los rumores que circulan sobre un presunto complot. No obstante, al ver a su tía la zarevna, tan bella y serena, recuerda que, en su última carta, Lynar la ponía en guardia contra el doble juego de La Chétardie y Lestocq, quienes, empujados por Francia y tal vez incluso por Suecia, al parecer planean derrocarla para poner en su lugar a Isabel Petrovna. Repentinamente desanimada, Ana Leopóldovna decide agarrar el toro por los cuernos. Tras haber observado a su tía, que está jugando a las cartas con unos cortesanos, se acerca a ella e, interrumpiendo la partida, le pide que la acompañe a una estancia contigua. Una vez a solas con ella, le repite fielmente la denuncia que acaba de escuchar. Isabel, como si la hubiera alcanzado un rayo, se queda pálida, se azara, proclama su inocencia, jura que ha sido mal aconsejada, odiosamente engañada, y se arroja llorando a los pies de su sobrina. Ésta se siente conmovida por la aparente sinceridad de este arrepentimiento y se deshace a su vez en llanto. En lugar de enfrentarse, las dos mujeres se abrazan entre suspiros y promesas de afecto. Al final de la velada, se despiden como dos hermanas a las que un mismo peligro ha unido.
Sin embargo, nada más llegar a oídos de sus respectivos partidarios, el incidente toma el significado de un llamamiento a la acción inmediata. Unas horas más tarde, mientras cena en un famoso restaurante donde tanto se pueden degustar ostras de Holanda como comprar pelucas de París, y donde además se dan cita los mejores informadores de la capital, Lestocq se entera, a través de unos soplones bien relacionados, de que Ósterman ha ordenado alejar de San Petersburgo al regimiento Preobrazhenski, totalmente adepto a la zarevna. El pretexto aducido para llevar a cabo este repentino movimiento de tropas es el desarrollo inesperado de la guerra entre Suecia y Rusia. En realidad, se trata de una manera como cualquier otra de privar a Isabel Petrovna de sus aliados más seguros en caso de que se dé un golpe de Estado.
En esta ocasión, ya no hay marcha atrás. Es preciso adelantarse al adversario. Infringiendo el protocolo, los prosélitos de Isabel improvisan una reunión clandestina en el propio palacio, en los aposentos de la zarevna. A ella asisten los principales conjurados, que rodean a una Isabel más muerta que viva. A su lado está Alexéi Razumovski, que por primera vez da su opinión sobre el asunto. Resumiendo el parecer general, declara con su hermosa voz de corista de iglesia: «Si se alarga la situación, estamos abocados a una desgracia. En caso de que así sea, mi intuición percibe grandes disturbios, destrucciones, tal vez incluso la ruina de la patria.» La Chétardie y Lestocq aprueban vehementemente sus palabras. Ya no es posible dar marcha atrás. Isabel Petrovna, entre la espada y la pared, dice a regañadientes: «Está bien, puesto que me veo obligada…» Y, sin acabar la frase, esboza el gesto de quien se abandona a la fatalidad. Acto seguido, Lestocq y La Chétardie reparten los papeles; Su Alteza en persona debe presentarse ante los gvardeitsi para animarlos a seguirla. Precisamente una representación de granaderos de la Guardia, dirigida por el sargento Grunstein, acaba de llegar al palacio de Verano y pide una audiencia con la zarevna; esos hombres confirman que ellos también han recibido la orden de partir para la frontera finlandesa. Llegados a este extremo, los insurrectos no pueden permitirse fallar, y cada minuto perdido reduce sus posibilidades. Isabel Petrovna, que se halla ante la decisión más grave de su vida, se retira a su habitación.
Antes de dar el salto hacia lo desconocido, se arrodilla frente a los iconos y jura abolir la pena de muerte en toda Rusia en caso de éxito. En el cuarto contiguo, sus partidarios, agrupados en torno a Alexéi Razumovski, se impacientan ante esta nueva dilación. No irá a cambiar otra vez de opinión… La Chétardie no aguanta más y regresa a la embajada. Cuando Isabel reaparece, erguida, lívida y altiva, Armand Lestocq le pone entre las manos una cruz de plata, pronuncia unas palabras más de aliento y le cuelga al cuello el cordón de la Orden de Santa Catalina. A continuación la conduce al exterior. Un trineo aguarda a la puerta. Isabel se sienta en él con Lestocq; Alexéi Razumovski y Saltikov se instalan en otro trineo, mientras que Voróntsov y los Shuválov montan a caballo. Detrás de ellos va Grunstein y una decena de granaderos. Todo el grupo se dirige, en plena noche, hacia el cuartel del regimiento Preobrazhenski. Aprovechando un breve alto ante la embajada de Francia, Isabel intenta entrevistarse con su «cómplice» La Chétardie para prevenirlo de la inminencia del desenlace, pero un secretario afirma que Su Excelencia no está allí. Intuyendo que se trata de una ausencia diplomática, destinada a disculpar al embajador en caso de que el golpe fracase, la zarevna no insiste y se contenta con encargar a un agregado de la embajada que le diga que ella «se dirige hacia la gloria bajo la égida de Francia». Afirmar tal cosa en voz alta y clara tiene tanto más mérito cuanto que el gobierno francés acaba de negarle los dos mil rublos que Isabel le había pedido, como último recurso, a través de La Chétardie.
Al llegar al cuartel, los conjurados se topan con un centinela al que no han tenido tiempo de poner en antecedentes y que, creyendo obrar bien, da la voz de alarma. Raudo como una centella, Lestocq rompe el tambor de un puñetazo mientras los granaderos de Grunstein se precipitan al interior para informar a sus compañeros del acto patriótico que se espera de ellos. Los oficiales que se alojan en la ciudad, cerca de allí, también son alertados. En unos minutos, varios cientos de hombres se encuentran reunidos, en posición de descanso, en el patio del cuartel. Haciendo acopio de valor, Isabel se apea del trineo y se dirige a ellos en un tono de autoridad afectuosa. Lleva preparado el discurso:
– ¿Me reconocéis? ¿Sabéis de quién soy hija?
– Sí, mátushka -responden a coro los soldados, poniéndose firmes.
– Tienen intención de meterme en un convento. ¿Queréis apoyarme para evitarlo?
– ¡Estamos dispuestos, mátushka!¡Los mataremos a todos!
– Si habláis de matar, me retiro. No deseo la muerte de nadie.
Esta réplica magnánima desconcierta a los gvardeitsi. ¿Cómo se puede exigir que peleen velando por el enemigo? ¿Acaso la zarevna está menos segura de su derecho de lo que imaginan? Percatándose de que se sienten decepcionados por su tolerancia, Isabel empuña la cruz de plata que le ha entregado Lestocq y declara: «¡Juro morir por vosotros! ¡Jurad que haréis lo mismo por mí, pero sin derramar sangre inútilmente!» Esa promesa, los gvardeitsi pueden hacerla sin reserva. Prestan juramento, pues, con un rugido atronador y se acercan de uno en uno para besar la cruz que ella les tiende como hacen los sacerdotes en la iglesia. Convencida de que acaba de desaparecer el último obstáculo que se interponía en su camino, Isabel abarca con la mirada al regimiento formado ante ella, con sus oficiales y sus hombres, respira hondo y dice en un tono profético: «¡Vámonos, y pensemos en hacer feliz a nuestra patria!» Acto seguido monta en su trineo y los caballos se abalanzan hacia delante.
Trescientos hombres silenciosos siguen a la mátushka a lo largo de la perspectiva Nevski, todavía desierta, en dirección al palacio de Invierno. En la plaza del Almirantazgo, Isabel teme que el ruido de pasos en la calzada y los relinchos de los caballos llamen la atención de algún centinela o de algún ciudadano insomne. Así pues, baja del vehículo e intenta proseguir el camino a pie, pero sus botines se hunden en la espesa nieve. Se tambalea. Dos granaderos acuden de inmediato en su ayuda, la levantan y la llevan en brazos hasta las inmediaciones del palacio. Al llegar al puesto de guardia, ocho hombres de la escolta, enviados por Lestocq, avanzan con decisión, dan el santo y seña, que les ha facilitado un cómplice, y desarman a los cuatro centinelas apostados ante el portón. El oficial que está al mando del retén de guardia grita: Na karaúl! (¡A las armas!). Un granadero lo apunta con la bayoneta; al menor signo de resistencia, le atravesará el pecho. Pero Isabel aparta el arma con una mano, y este gesto de clemencia le hace ganarse la simpatía de todo el destacamento encargado de la seguridad del palacio.
Entre tanto, un grupo de conjurados ha llegado a los «aposentos reservados». Isabel entra en la habitación de la regente y la encuentra en la cama. Como su amante sigue de viaje, Ana Leopóldovna duerme junto a su marido. Al abrir, sobresaltada, los ojos, ve a la zarevna que la contempla con una serenidad alarmante. Sin levantar la voz, Isabel le dice: «Hermanita, es hora de levantarse.» La regente, muda de estupor, no se mueve. Pero Antonio Ulrico, que también se ha despertado, protesta airadamente y llama a la Guardia. No acude nadie. Mientras él continúa vociferando, Ana Leopóldovna toma conciencia de su derrota, la acepta con una docilidad de sonámbula y pide simplemente que no la separen de Julia Mengden.
Mientras el matrimonio, completamente abrumado, se viste ante la mirada recelosa de los conjurados, Isabel se dirige a la habitación de los niños, donde el bebé zar descansa en su cuna recargada de tules y encajes. Al cabo de un momento, éste, agitado por el tumulto que lo rodea, abre los ojos y emite unos gemidos. Isabel, inclinada sobre él, finge enternecerse; aunque, quién sabe, quizás está realmente emocionada. Luego coge al niño en brazos, lo lleva a la estancia en la que está el cuerpo de guardia, donde reina un agradable calor, y dice con la suficiente claridad para que todo el mundo la oiga: «¡Pobre pequeñín, tú eres inocente! ¡Tus padres son los únicos culpables!»
Como actriz experimentada que es, no necesita el aplauso de su público para saber que acaba de marcarse otro tanto. Una vez pronunciada esta frase, que considera -con justicia- histórica, se lleva al crío envuelto en los pañales, como una raptora de niños, monta en el trineo y, sin dejar de sostener al pequeño Iván VI entre sus brazos, recorre la ciudad mientras aparecen las primeras luces del alba. Unos pocos madrugadores, informados del acontecimiento, salen al paso de la zarevna y profieren vítores con voz ronca. Es el quinto golpe de Estado que se da en su ciudad en quince años, gracias a la colaboración de la Guardia. Están tan acostumbrados a estas repentinas convulsiones de la política que ya ni siquiera se preguntan quién dirige el país de todas esas altas personalidades cuyos nombres, honrados un día, son deshonrados el siguiente.
Al enterarse, nada más despertar, de la última conmoción que ha tenido por escenario el palacio imperial, el general escocés Lascy, desde hace tiempo al servicio de Rusia, no manifiesta ninguna sorpresa. Cuando su interlocutor, deseoso de conocer sus preferencias, le pregunta a bocajarro: «¿Del lado de quién estáis vos?», él responde sin vacilar: «Del de la que reine.» En la mañana del 25 de noviembre de 1741, esta respuesta filosófica podría ser la de todos los rusos, salvo aquellos que han perdido su posición o su fortuna en el lance. [43]