La misma incertidumbre que desorientó a los miembros del Alto Consejo secreto a la muerte de Pedro I el Grande vuelve a apoderarse de ellos en las horas que siguen a la muerte de Pedro II, «el Pequeño». Dada la falta de un heredero varón y de un testamento auténtico, ¿por quién pueden reemplazar al difunto sin provocar una revolución en la aristocracia? En el palacio Lefort de Moscú se encuentran reunidos los notables habituales de la Generalidad, rodeando a los Golitsin, los Golovkin y los Dolgoruki. Pero nadie se atreve todavía a expresar su opinión, como si todos los encargados de tomar decisiones se sintieran culpables del trágico declive de la monarquía. Vasili Dolgoruki considera que ha llegado el momento de imponer, aprovechando la confusión general, la solución que cuenta con sus preferencias, y desenvainando la espada profiere un grito de adhesión: «¡Viva Su Majestad Iekaterina!» Para justificar esta exclamación de victoria, invoca el testamento elaborado la víspera y en el que su joven pariente, Iván Dolgoruki, ha imitado la firma del zar. Gracias a este chanchullo, una Dolgoruki podría acceder a la cima del imperio. La apuesta bien merece unas pequeñas trampas. Pero el clan de los adversarios de esta opción se rebela de inmediato. Fulminando con la mirada a Vasili Dolgoruki, Dimitri Golitsin dice en tono cortante: «¡Ese testamento es completamente falso!», y se compromete a demostrarlo en el acto.
Los Dolgoruki, temiendo que, en caso de ser sometido a un examen serio, el documento diera lugar a graves acusaciones de fraude, comprenden que sería un error insistir. Nadie habla ya de un trono para Iekaterina, y la joven, cuando estaba a punto de instalarse en él, se encuentra de nuevo sentada en el vacío. Dimitri Golitsin aprovecha la ventaja obtenida para declarar que, a falta de un varón en la línea sucesoria de Pedro el Grande, el Alto Consejo secreto debería inclinarse hacia los vástagos de la rama mayor y ofrecer la corona a uno de los descendientes de Iván V, llamado el Simple, hermano de Pedro I, quien, aunque enfermizo e indolente, fue «cozar» con él durante los cinco años de la regencia de su hermana Sofía. Pero, por desgracia, Iván V sólo ha engendrado chicas, de modo que habrá que recurrir otra vez a una mujer para que gobierne Rusia. ¿No es eso un peligro? De nuevo surgen fuertes discusiones sobre las ventajas y los inconvenientes de la «ginecocracia». Es cierto que Catalina I ha demostrado recientemente que una mujer puede ser valerosa, decidida y lúcida cuando las circunstancias lo exigen. Sin embargo, como todo el mundo sabe, «el bello sexo» es esclavo de sus sentidos. Una soberana sacrificará, pues, la grandeza de la patria por los placeres que le dispensa su amante. Para apoyar esta tesis, los que la sostienen citan a Ménshikov, que según ellos manejó a su antojo a Catalina. Pero ¿acaso un zar no habría sido tan débil ante una favorita diestra para las caricias y las intrigas, como la zarina lo fue entre las manos del Serenísimo? ¿No ha dado el propio Pedro II ejemplo de una dejación total de su autoridad ante las trampas de la seducción femenina? Lo importante, cuando se trata de instalar a alguien a la cabeza del Estado, no es tanto la especificidad sexual como el carácter del personaje en quien el país delegará su confianza. En esas condiciones, afirma Dimitri Golitsin, el matriarcado es completamente aceptable con la condición de que la beneficiaria de tal honor sea digna de asumirlo. Una vez reconocida por todos esta evidencia, Golitsin pasa a examinar las últimas candidaturas que cabe tener en cuenta. Desde un principio descarta la idea descabellada de recurrir a Isabel Petrovna, la tía de Pedro II, que según él ha renunciado implícitamente a la sucesión al marcharse de la capital para vivir recluida en el campo, contrariando a sus allegados y quejándose de todo. En comparación con esta hija de Pedro el Grande, las tres hijas de su hermano, Iván V, le parecen mucho más interesantes. No obstante, la mayor, Catalina Ivánovna, es conocida por su temperamento caprichoso y atrabiliario. Además, su marido, el príncipe Carlos Leopoldo de Mecklemburgo, es un hombre nervioso e inestable, un eterno rebelde, siempre dispuesto a batallar ya sea contra sus vecinos o contra sus súbditos. El hecho de que Catalina Ivánovna esté separada de él desde hace diez años no es una garantía suficiente, pues, si es proclamada emperatriz, su esposo volverá con ella al galope y no parará hasta que meta al país en guerras costosas e inútiles. La benjamina, Prascovia Ivánovna, raquítica y escrofulosa, no posee ni la salud, ni la claridad mental, ni el equilibrio moral que la dirección de los asuntos públicos exige. Queda la segunda, Ana Ivánovna, que, con treinta y siete años, pasa por tener energía a raudales. Viuda desde 1711 de Federico Guillermo, duque de Curlandia, continúa viviendo en Annenhof, cerca de Mitau, con dignidad y estrecheces. Estuvo a punto de casarse con Mauricio de Sajonia, pero hace poco se ha encaprichado de un tagarote curlandés, Johann Ernst Bühren. En el transcurso de su exposición, Dimitri Golitsin deja caer este detalle aunque promete que, de todas formas, si el Alto Consejo lo exige, ella no tendrá reparo en abandonar a su amante para volver a Rusia. Leyendo en el rostro de los altos consejeros que su alegato los ha convencido, añade:
– Entonces, estamos de acuerdo en apoyar a Ana Ivánovna. ¡Pero hay que aligerar todo esto!
Sorprendido por esta fórmula ambigua, Gavriil Golovkin pregunta:
– ¿Qué queréis decir?
– Quiero decir que debemos asegurarnos un poco más de libertad.
Al comprender que en lo que Dimitri Golitsin está pensando es en recortar, de un modo encubierto, los poderes de la zarina para ampliar los del Alto Consejo secreto, todo el mundo asiente. Los representantes de las familias más antiguas de Rusia, reunidos en cónclave, ven en esta iniciativa una oportunidad inesperada de reforzar la influencia política de la nobleza de rancio abolengo, frente a la monarquía hereditaria y sus servidores ocasionales. Mediante este juego de manos, le quitarían a Su Majestad un trozo de la «dalmática imperial» fingiendo que la ayudan a ponérsela. Después de una serie de discusiones bizantinas, queda acordado entre los autores del proyecto que Ana Ivánovna será reconocida zarina, pero que se limitarán sus prerrogativas mediante una serie de condiciones que tendrá que aceptar previamente.
Acto seguido, los miembros del Alto Consejo secreto se trasladan a la gran sala del palacio, donde una multitud de dignatarios civiles, militares y eclesiásticos esperan el resultado de sus deliberaciones. Al enterarse de la decisión tomada por los consejeros superiores, el obispo Feofán Prokópovich recuerda tímidamente el testamento de Catalina I, según el cual, tras la muerte de Pedro II, la corona debía pasar a su tía Isabel en su calidad de hija de Pedro I y de la difunta emperatriz. El hecho de haber nacido antes de que sus padres se casaran no tiene ninguna importancia; su madre le transmitió la sangre de los Románov, dice, y cuando está en juego el futuro de la sagrada Rusia no cuenta nada más. Ante tales palabras, Dimitri Golitsin vocifera, indignado: «¡No queremos bastardos!» [22]
Agraviado por esta increpación, Feofán Prokópovich se traga sus objeciones y la asamblea pasa a estudiar las «condiciones prácticas». La enumeración de las trabas al poder concluye con el juramento impuesto a la candidata: «Si no cumplo lo que he prometido, accedo a perder la corona.» Según la carta ideada por los consejeros superiores, la nueva emperatriz se compromete a trabajar por la difusión de la fe ortodoxa, a no casarse, a no designar heredero y a mantener el Alto Consejo secreto, cuyo consentimiento necesitará para declarar la guerra, firmar la paz, recaudar impuestos, intervenir en los asuntos de la nobleza, nombrar a los responsables de los puestos clave del imperio, repartir pueblos, tierras y campesinos y utilizar los fondos del Estado para cubrir sus gastos personales. Esta cascada de restricciones causa estupor entre los presentes. ¿No ha ido el Alto Consejo secreto demasiado lejos en sus exigencias? ¿No está a punto de cometerse un crimen de lesa majestad? Los que temen que los poderes de la futura emperatriz sean reducidos sin tener en cuenta la tradición, chocan con los que se alegran de que se refuerce el papel de los verdaderos boyardos en la dirección de la política en Rusia. Pero los segundos se imponen enseguida a los primeros. Por todas partes surgen voces que exclaman: «¡Es la mejor solución!» Hasta el obispo Feofán Prokópovich, arrollado por el entusiasmo de la mayoría, calla y se queda rumiando su inquietud en un rincón. El Alto Consejo secreto, seguro de la adhesión de todo el país, encarga al príncipe Vasili Lukich Dolgoruki, al príncipe Dimitri Golitsin y al general Leóntiev que vayan a llevar a Ana Ivánovna, a su retiro de Mitau, el mensaje, que detalla las condiciones de su acceso al trono.
Pero, mientras tanto, Isabel Petrovna ha permanecido al corriente de las discusiones y las disposiciones del Alto Consejo secreto. Su médico y confidente, Armand Lestocq, la ha prevenido de la maquinación que se trama en Moscú y le ha suplicado que «actúe». Sin embargo, ella se niega a tomar la menor iniciativa para hacer valer sus derechos a la sucesión de Pedro II. No tiene hijos y no desea tenerlos. Para ella, el heredero legítimo es su sobrino, Carlos Pedro Ulrico, el hijo de su hermana Ana y del duque Carlos Federico de Holstein. El inconveniente es que la madre del pequeño Carlos Pedro Ulrico está muerta y que el bebé sólo tiene unos meses. Isabel, aletargada por la tristeza, no se anima a mirar más allá de ese duelo. Tras innumerables aventuras decepcionantes, esponsales rotos y esperanzas perdidas, está asqueada de la corte de Rusia y prefiere el aislamiento e incluso el aburrimiento del campo al bullicio yel oropel de los palacios.
Mientras ella medita, con una melancolía teñida de amargura, sobre ese porvenir imperial que ya no la afecta, los emisarios del Alto Consejo secreto se apresuran a ir a Mitau en busca de su prima Ana Ivánovna. Ésta los recibe con una benevolencia socarrona. En realidad, los espías desinteresados que mantiene en la corte ya la han informado del contenido de las cartas que le lleva la diputación del Alto Consejo. Sin embargo, no deja traslucir sus intenciones, lee sin pestañear la lista de las renuncias que le dictan los guardianes del régimen y declara acceder a todo. Ni siquiera parece contrariada por la obligación que se le impone de romper con su amante, Johann Bühren. Engañados por su actitud, a la vez digna y dócil, los plenipotenciarios no sospechan que, a sus espaldas, Ana ya se ha puesto de acuerdo con su indispensable favorito para que se reúna con ella, en Moscú o en San Petersburgo, cuando le indique que la vía está libre. Esta circunstancia es tanto más probable cuanto que, a juzgar por los rumores que le llegan a través de sus partidarios en Rusia, entre la pequeña nobleza hay muchos dispuestos a sublevarse contra los aristócratas de alto rango -los verjovniki, según la expresión popular-, acusados de querer usurpar los poderes de Su Majestad para incrementar los suyos. Incluso se dice que la Guardia, que siempre ha defendido los derechos sagrados de la monarquía, en caso de conflicto estaría dispuesta a intervenir del lado de la descendiente de Pedro el Grande.
Después de haber madurado su plan a escondidas, garantizado a la delegación su total sumisión y simulado despedirse definitivamente de Bühren, Ana se pone en camino, seguida de un séquito digno de una princesa de su rango. El 10 de febrero de 1730, se detiene en el pueblo de Vsiesviátskoie, a las puertas de Moscú. Las exequias de Pedro II deben celebrarse al día siguiente. No le dará tiempo a asistir, y ese impedimento la favorece. Además, como se enterará poco después, un escándalo ha marcado esa jornada de duelo: la prometida del difunto, Iekaterina Dolgoruki, ha exigido en el último momento ocupar un puesto en el cortejo entre los miembros de la familia imperial. Los verdaderos titulares de este privilegio se han negado a acogerla en sus filas. Al término de un intercambio de invectivas, Iekaterina ha regresado furiosa a su casa.
Estos incidentes son relatados con detalle a Ana, que los encuentra divertidos. Hacen que la calma y el silencio del pueblo de Vsiesviátskoie, sepultado bajo la nieve, le parezcan todavía más agradables. Pero debe pensar en su próxima entrada en la antigua capital de los zares. A fin de acrecentar su popularidad, ofrece una ronda de vodka a los destacamentos del regimiento Preobrazhenski y del regimiento de la Guardia montada que han ido a saludarla, y sin perder un momento se proclama a sí misma coronel de sus unidades y nombra a su principal colaborador, el conde Simón Andréievich Saltikov, teniente coronel. En cambio, a los miembros del Alto Consejo secreto, que le hacen una visita de cortesía, los recibe con una amabilidad distante, y finge sorpresa cuando el canciller Gavriil Golovkin se dispone a imponerle las insignias de la Orden de San Andrés, a las que tiene derecho como soberana. «¡Es verdad -observa con ironía, deteniendo su gesto-, había olvidado ponérmelas!» Y, llamando a uno de los hombres de su séquito, le indica que le ponga el gran cordón delante de las narices del canciller, atónito por semejante desprecio de los usos establecidos. Al retirarse, los miembros del Alto Consejo secreto se dicen, cada uno para sus adentros, que la zarina no será tan fácil de manejar como habían creído.
El 15 de febrero de 1730, Ana Ivánovna hace por fin su entrada solemne en Moscú, y el 19 del mismo mes tiene lugar la ceremonia de prestar juramento a Su Majestad en la catedral de la Asunción y en las principales iglesias de la ciudad. En vista de la mala disposición de la emperatriz hacia el Alto Consejo secreto, éste ha decidido hacer algunas concesiones y modificar ligeramente la redacción tradicional del «compromiso sobre el honor». Jurarán fidelidad «a Su Majestad y al Imperio» a fin de apaciguar todos los recelos. Luego, tras numerosos conciliábulos y en vista de los movimientos incontrolados entre los oficiales de la Guardia, se resignan a suavizar más, en la fórmula, las «restricciones» inicialmente previstas. Manteniendo su actitud enigmática y sonriente, Ana Ivánovna toma nota de estas pequeñas rectificaciones sin aprobarlas ni criticarlas. Recibe con aparente ternura a su prima Isabel Petrovna, acepta su besamanos y afirma que siente un gran afecto por su común familia. Antes de despedirla, incluso le promete que velará personalmente, en su calidad de soberana, para que jamás le falte nada en su retiro.
Ahora bien, pese a la sumisión y la benevolencia de que da muestra, no pierde de vista el objetivo que se marcó al partir del Mitau para regresar a Rusia. En la Guardia y en la pequeña y media nobleza, sus partidarios se preparan para una acción sorpresa. El 25 de febrero de 1730, mientras ocupa el trono rodeada de los miembros del Alto Consejo, entre la multitud de cortesanos que se agolpa en la gran sala del palacio Lefort irrumpen cientos de oficiales de la Guardia encabezados por el príncipe Alexéi Cherkaski, paladín declarado de la nueva emperatriz. Tomando la palabra, intenta explicar, en un discurso deshilvanado, que el documento que ha firmado Su Majestad por instigación del Alto Consejo secreto está en contradicción con los principios de la monarquía de derecho divino. En nombre de los millones de súbditos devotos a la causa de la Santa Rusia, suplica a la zarina que denuncie este acto monstruoso, reúna cuanto antes al Senado, la nobleza, los oficiales superiores y los eclesiásticos y les dicte su propia concepción del poder.
«¡Queremos una zarina autócrata, no queremos al Alto Consejo secreto!», grita uno de los oficiales, arrodillándose ante ella. Ana Ivánovna, actriz consumada, finge estar sorprendida. Parece descubrir de pronto que se han aprovechado de su buena fe. ¡Creyendo actuar por el bien de todos al renunciar a una parte de sus derechos, resulta que no ha hecho sino servir a los intereses de un puñado de ambiciosos y malvados! «¡Cómo! -exclama-. ¿La carta que firmé en Mitau no respondía a los deseos de toda la nación?» De repente, los oficiales dan un paso al frente, como en una parada militar, y declaran al unísono: «¡No permitiremos que se le impongan leyes a nuestra soberana! Somos vuestros esclavos, pero no podemos tolerar que unos rebeldes se permitan dirigiros. ¡Decid una palabra y arrojaremos sus cabezas a vuestros pies!»
Ana Ivánovna se domina para no estallar de alegría. En un abrir y cerrar de ojos, su triunfo la resarce de todas las vejaciones pasadas. Creían que la habían engañado y es ella la que está haciendo morder el polvo a sus enemigos, los verjovniki. «Ya no me siento segura aquí -declara, fulminando con la mirada a los dignatarios desleales. A continuación, se vuelve hacia los oficiales y añade-: ¡Obedeced solamente a Simón Andréievich Saltikov!»
Se trata del hombre al que nombró hace unos días teniente coronel. Los oficiales profieren vivas que hacen temblar los cristales. Con una sola frase, esa mujer de carácter ha barrido al Alto Consejo secreto. Así pues, es digna de guiar a Rusia hacia la gloria, la justicia y la prosperidad.
Para cerrar esta «sesión de verdades», la emperatriz manda leer en voz alta el texto de la carta. Después de cada artículo, hace la misma pregunta: «¿Es eso conveniente para la nación?» Y todas las veces, los oficiales responden gritando: «¡Viva la soberana autócrata! ¡Muerte a los traidores! ¡Despedazaremos a cualquiera que le niegue este título!»
Ratificada por plebiscito antes de ser coronada, Ana Ivánovna concluye en un tono sosegado que contrasta con su imponente figura de matrona: «¡Entonces, este papel no sirve para nada!» Y, mientras es saludada por los hurras de la multitud, rasga el documento y arroja los trozos a sus pies. [23]
A la salida de esta reunión tumultuosa, que ella considera su verdadera coronación, la emperatriz, seguida de la cohorte cada vez más numerosa de oficiales de la Guardia, se presenta ante los miembros del Alto Consejo, que han preferido retirarse para no asistir al triunfo de la mujer a quien han intentado cortar las alas y que acaba de abofetearlos hasta hacerlos sangrar. El abatimiento sume en el mutismo a la mayoría de los consejeros, pero Dimitri Golitsin y Vasili Dolgoruki se vuelven hacia la masa de los opositores y reconocen públicamente su derrota: «¡Hágase la voluntad de la Providencia!», dice con filosofía Dolgoruki.
Los vítores se repiten. El «día de los incautos» ha terminado. Cuando tomar partido ya no entraña ningún peligro, Ósterman, que había pretextado estar gravemente enfermo y tener que guardar cama por prescripción de los médicos, aparece de repente, fresco como una rosa y más alegre que unas castañuelas; después de felicitar a Ana Ivánovna, le jura una adhesión indefectible y le anuncia discretamente que se dispone a iniciar, en nombre de Su Majestad, un proceso contra los Dolgoruki y los Golitsin. Ana Ivánovna sonríe con una satisfacción despreciativa. ¿Quién había osado pensar que ella no era de la casta de Pedro el Grande? Acaba de demostrar lo contrario. Y esta mera idea la colma de orgullo.
Una vez hecho lo más duro, se prepara para la coronación sin sentir una emoción especial. Hay que atrapar las oportunidades al vuelo. Por orden suya, la ceremonia de la coronación tiene lugar dos semanas más tarde, el 15 de marzo de 1730, con el esplendor habitual, en la catedral de la Asunción, en el Kremlin. Catalina I, Pedro II, Ana Ivánovna…, los soberanos de Rusia se suceden a un ritmo tan rápido que el vals de las «majestades» produce vértigo. Con esta nueva emperatriz, es la tercera vez en seis años que los moscovitas son llamados a aclamar el cortejo que desfila por sus calles con motivo de un advenimiento al trono. Pero, por acostumbrados que estén a estos fastos, no dejan de expresar el entusiasmo y la veneración que sienten por su «madrecita».
Entre tanto, Ana Ivánovna no ha perdido el tiempo. Ha empezado por nombrar general en jefe y gran maestro de la corte a Simón Andréievich Saltikov, que tan bien ha servido a su causa, y por confinar en sus tierras al excesivamente turbulento Dimitri Mijaílovich Golitsin para que haga penitencia. Y, sobre todo, se ha apresurado a enviar un emisario a Mitau, donde Bühren espera con impaciencia la señal liberadora. Inmediatamente, éste se pone en camino hacia Rusia.
En la vieja capital, sin embargo, los festejos de la coronación prosiguen con fastuosos espectáculos de pirotecnia. Pero la centelleante luminiscencia de los fuegos artificiales no tarda en ser combatida por una aurora boreal de una potencia desacostumbrada. Súbitamente, el horizonte se incendia. El cielo resplandece, como inyectado en sangre. Entre el pueblo, algunos se aventuran a hablar de un mal presagio.