Ana Ivánovna, casada a los diecisiete años con el duque Federico Guillermo, que dejó en la corte el recuerdo de un príncipe pendenciero y borracho, y retirada con su esposo en Annenhof, en Curlandia, se quedó viuda unos meses después de haber partido de Rusia. Más tarde se trasladó a Mitau, donde vivió desamparada y con estrecheces. Durante esos años en los que el mundo entero parecía haber olvidado su existencia, un hidalgüelo de origen westfaliano, Johann Ernst Bühren, permaneció constantemente a su sombra. Éste reemplazó a su primer amante, Piotr Bestújiev, que era el protegido de Pedro el Grande. Como sucesor de Piotr Bestújiev, Johann Ernst Bühren, de escasa instrucción pero de ambición ilimitada, se ha mostrado muy eficiente en los trabajos diurnos, en el despacho, y en los nocturnos, en la cama de Ana. Ella está tan dispuesta a escuchar sus consejos como a recibir sus caricias. Bühren la libera de todas las complicaciones que teme y le proporciona todos los placeres que desea. Aunque el verdadero apellido del personaje es Bühren y aunque su familia lo haya adaptado al ruso convirtiéndolo en Biren, él prefiere llamarse Biron, un patronímico de resonancia francesa. Este nieto de un palafrenero de Jacobo de Curlandia afirma tener una ascendencia muy honorable y no duda en declararse emparentado con las nobles familias francesas de Biron. Ana Ivánovna le cree a ojos cerrados. Por lo demás, está tan unida a él que descubre cientos de similitudes en la manera que ambos tienen de encarar la vida. Esta comunión en los gustos se manifiesta hasta en los detalles de su comportamiento íntimo. Al igual que su imperial amante, a Bühren le encanta el lujo, pero no es muy escrupuloso en materia de limpieza moral o corporal. Ana, mujer con sentido común y buena salud, no se ofende por nada e incluso aprecia que Bühren huela a sudor y a establo y que su lenguaje sea de una rudeza teutona. Tanto en la mesa como en la cama, ella se inclina por las satisfacciones sustanciales y los olores fuertes. Le gusta comer, le gusta beber, le gusta reír. Muy alta, de vientre voluminoso y pecho opulento, sobre su cuerpo recubierto de grasa se alza un rostro hinchado, abotargado, coronado por una abundante cabellera oscura e iluminado por unos ojos de un azul muy vivo, cuya audacia desarma a su interlocutor antes de que ella haya pronunciado una palabra. Su pasión por los vestidos de colores chillones, con numerosos dorados y bordados, es comparable a su desdén por las aguas de colonia que se utilizan en la corte. Los que la rodean afirman que se empeña en limpiarse la piel con mantequilla fundida. Otra contradicción de su carácter: aunque le encantan los animales, experimenta un placer sádico matándolos e incluso torturándolos. Inmediatamente después de ser coronada e instalarse en San Petersburgo, ha hecho disponer escopetas cargadas en todas las estancias del palacio de Invierno. A veces, dominada por un deseo irresistible, se acerca a una ventana, la abre, apunta con un arma a un pájaro que pasa volando y dispara contra él. Mientras el ruido de las detonaciones y el humo de la pólvora invade sus aposentos, llama a sus damas de honor, sobresaltada, y las obliga a imitarla amenazándolas con despedirlas. Siempre ávida de hazañas, se enorgullece de poseer tantos caballos como días tiene el año. Todas las mañanas pasa revista a sus cuadras y su perrera con la satisfacción de un avaro haciendo el inventario de su tesoro. Pero también se divierte con peonzas sonoras holandesas y, a través de su representante en Amsterdam, compra fardos de un cordel especial para fabricar los látigos que se emplean para hacerlas girar. Idéntico entusiasmo manifiesta por las sedas y las baratijas que encarga en Francia. Para ella, todo cuanto deleita el ánimo y excita los nervios no tiene precio. En cambio, no siente ninguna necesidad de cultivarse leyendo libros o escuchando hablar a presuntos sabios. Glotona y perezosa, se deja llevar por sus instintos y aprovecha el menor momento libre para disfrutar de una siesta. Tras dormitar una hora, convoca a Bühren, firma negligentemente los papeles que él le presenta y, cumplidas así sus obligaciones imperiales, abre la puerta de su habitación, llama a voces a las damas de honor, que bordan en la estancia contigua, y exclama alegremente:
-Nu, dievki, poiti![24]
Sus doncellas, dóciles, entonan a coro alguna canción popular y ella las escucha con una plácida sonrisa, meneando la cabeza. Este interludio se prolonga tanto tiempo que las cantantes se quedan prácticamente sin voz. Si una de ellas, exhausta, baja el tono o desafina, Ana Ivánovna la castiga propinándole un sonoro bofetón. A menudo hace venir junto a su lecho a contadoras de cuentos para que la distraigan con relatos portentosos, siempre los mismos, que le recuerdan su infancia, o bien a un monje experto en comentar las verdades de la religión. Otra obsesión que presume de haber heredado de Pedro el Grande es su pasión por las exhibiciones grotescas y las monstruosidades de la naturaleza. Ninguna compañía le divierte más que la de los bufones y los enanos. Cuanto más feos y tontos son, más aplaude sus muecas y sus farsas. Tras diecinueve años de mediocridad y oscuridad provincianas, tiene ganas de sacudirse la capa de decoro e imponer en la corte un lujo y un desorden sin precedentes. Nada le parece demasiado bello ni demasiado caro cuando se trata de satisfacer los caprichos de una soberana. Sin embargo, esa Rusia en la que reina por accidente no es, hablando con propiedad, su patria, y no siente ninguna necesidad de aproximarse a ella. Tiene a su lado, es cierto, a algunos rusos auténticos, y de los más afectos, como el anciano Gavriil Golovkin, los príncipes Trubetzkói e Iván Bariatinski, Pável Yagujinski, ese eterno «cascarrabias», y el excesivamente impulsivo Alexéi Cherkaski, al que ha nombrado gran canciller. Pero las palancas de mando están en manos de los alemanes. Todo un equipo de origen germano dirige, bajo las órdenes del terrible Bühren, la política del imperio. Tras la toma de poder de Su Majestad y su favorito, los viejos boyardos, tan orgullosos de su genealogía, han sido barridos del primer plano del escenario. Entre los nuevos peces gordos del régimen, civiles o militares, figuran los hermanos Loewenwolde, el barón Von Brevern, los generales Rudolph von Bismarck y Christoph von Manstein y el mariscal de campo Burkhard von Münnich. En el reducido gabinete de cuatro miembros que sustituye al Alto Consejo secreto, Ósterman, pese a su pasado ambiguo, continúa ejerciendo las funciones de primer ministro, pero quien preside los debates e impone la decisión final es Johann Ernst Bühren, el favorito de la emperatriz.
Este último, impermeable a la piedad, jamás duda en enviar a cualquiera que supone un incordio al calabozo, a Siberia o al verdugo para que lo someta al suplicio del knut, y lo hace sin siquiera pedir el parecer de Ana Ivánovna sobre las penas que aplica, pues sabe por anticipado que las aprobará. ¿Le deja ella hacer lo que le venga en gana porque comparte totalmente las opiniones de su amante, o simplemente porque es demasiado perezosa para llevarle la contraria? Las personas cercanas a Bühren coinciden en señalar la dureza de su semblante, que parece tallado en piedra, y su mirada de ave de presa. Una palabra suya puede hacer feliz o desdichada a toda Rusia. Su amante no es más que el «sello» con el que autentica los documentos. Como él también tiene debilidad por el lujo, aprovecha su situación privilegiada para recibir dádivas a diestro y siniestro. Todos sus servicios están tarifados y de todos saca partido. Sus contemporáneos consideran que supera a Ménshikov en codicia. Sin embargo, no es esa corrupción organizada lo que más le reprochan. Los reinados precedentes los han acostumbrado a los sobornos en la administración. No, lo que les repugna cada día más es la germanización a ultranza que Bühren ha introducido en su patria. Ana Ivánovna siempre ha hablado y escrito mejor el alemán que el ruso, es verdad, pero, desde que Bühren ocupa el escalón superior de la jerarquía, todo el país oficial parece haber cambiado de alma. Si los crímenes, los atropellos, los robos y las brutalidades de ese advenedizo arrogante los cometiera un ruso de abolengo, sin duda los súbditos de Su Majestad los soportarían mejor. Pero por el solo hecho de ser fomentados y perpetrados por un extranjero con acento alemán, se vuelven doblemente odiosos para los que son víctimas de ellos. Hartos de la conducta de ese tirano que ni siquiera es de su tierra, los rusos inventan una palabra para designar el régimen de terror que les impone: hablan a sus espaldas de la bironovschina[25]como de una epidemia mortal que se ha abatido sobre el país. La lista de los ajustes de cuentas realizados de forma absolutamente ilegal justifica esta denominación. Por haber osado enfrentarse a la zarina y su favorito, el príncipe Iván Dolgoruki es descuartizado, sus dos tíos, Sergéi e Iván, son decapitados, y otro miembro de la familia, Vasili Lukich, ex miembro del Alto Consejo secreto, padece una suerte idéntica, mientras que Iekaterina Dolgoruki, la que fue prometida de Pedro, es encerrada de por vida en un monasterio.
A la vez que elimina a sus antiguos rivales y a aquellos que podrían sentirse tentados de reanudar la lucha, Bühren se dedica con ahínco a consolidar sus títulos personales, que deben correr parejas con el incremento de su fortuna. A la muerte del duque Fernando de Curlandia, el 23 de abril de 1737, envía a Mitau varios regimientos rusos, bajo las órdenes del general Bismarck, [26] para «intimidar» a la dieta curlandesa e incitarla a elegirlo a él en detrimento de cualquier otro candidato. Pese a las protestas de la Orden Teutónica, Johann Ernst Bühren es proclamado, tal como exigía, duque de Curlandia. Desde San Petersburgo administrará a distancia esta provincia rusa. Además, recibe de Carlos VI, emperador de Alemania, el título de conde del Sacro Imperio y es nombrado caballero de San Alejandro y de San Alejo. No hay dignidad ni privilegio principesco a los que no aspire. Todo el que quiere ganar un pleito en Rusia, se trate del asunto que se trate, debe acudir a él. Todo cortesano considera un honor y una suerte ser admitido por la mañana en el dormitorio de la emperatriz. Al cruzar el umbral, el visitante encuentra en la cama a Su Majestad en camisón y, tendido a su lado, al inevitable Bühren. El protocolo exige que el recién llegado, aunque sea gran mariscal de la corte, bese la mano que la soberana le tiende por encima de las sábanas. Los hay que, a fin de asegurarse la protección del favorito, aprovechan la ocasión para besarle la mano a él con la misma deferencia. Tampoco es raro que algunos aduladores lleven la cortesía al extremo de besar el pie desnudo de Su Majestad. En las inmediaciones de los aposentos imperiales, se cuenta que un tal Alexéi Miliutin, un simple alimentador de estufas (istopnik), al entrar por la mañana en la habitación de Ana Ivánovna se impone el deber de rozar devotamente con los labios los pies de la zarina, antes de hacer lo mismo con los de su compañero. En recompensa por este homenaje diariamente repetido, el istopnik recibe un título de nobleza. Sin embargo, para conservar una huella de sus orígenes, se le obliga a hacer figurar en el blasón unos viushki, las llaves de tiro utilizadas en las chimeneas de Rusia. [27]
Los domingos, los seis bufones preferidos de Ana Ivánovna tienen orden de permanecer en fila en la gran sala del palacio, en espera de que acabe la misa que reúne a toda la corte. Cuando la emperatriz y su séquito pasan por delante de ellos al regresar de la iglesia, los bufones, en cuclillas uno junto a otro, imitan a las gallinas en trance de poner huevos y profieren cómicos cacareos. Para hacer más estimulante el espectáculo, les tiznan la cara con carbón y les ordenan que se pongan zancadillas unos a otros y se peguen hasta hacerse sangre. Viendo sus contorsiones, la inspiradora del juego y sus fieles se tronchan de risa. Los bufones de Su Majestad gozan de ventajas materiales demasiado importantes para que el cargo no esté solicitado. Descendientes de grandes familias, como Alexéi Petróvich Apraxin, Nikita Fiódorovich Volkonski e incluso Mijaíl Alexéievich Golitsin, no vacilan en demandar este empleo. La voz cantante la lleva el bufón profesional Balakíriev, pero, cuando tarda en ejecutar payasadas, la emperatriz lo hace apalear para reavivarle la inspiración. También forman parte de este grupo el violinista Pedrillo, que rasca las cuerdas de su instrumento haciendo muecas sin parar, y D’Acosta, un judío portugués políglota que anima a sus compinches a latigazos. El pésimo poeta Trediakovski es invitado a leer ante Su Majestad un poema eroticoburlesco del que es autor. Así relata en una carta esta audiencia de consagración literaria: «He tenido el honor de leer mis versos ante Su Majestad imperial, y, tras la lectura, he gozado del insigne favor de recibir una graciosa bofetada de la propia mano de Su Majestad imperial.» [28]
Sin embargo, las estrellas de la compañía cómica que rodea a Balakíriev son los enanos, las enanas y los lisiados de ambos sexos, a los que llaman por sus apodos: beznoshka (la mujer sin piernas), gorbushka (la jorobada). La atracción que siente la zarina por la extrema fealdad física y la aberración mental es, dice ella, su manera de interesarse por los misterios de la naturaleza. A semejanza de su antepasado Pedro el Grande, afirma que el estudio de las malformaciones del ser humano ayuda a comprender la estructura y el funcionamiento de los cuerpos y las mentes normales. Así, rodearse de monstruos es una manera como otra de servir a la ciencia. Además, según Ana Ivánovna, el espectáculo de los infortunios de otros refuerza en uno el deseo de mantenerse sano.
Entre la galería de monstruos humanos de la que la emperatriz se enorgullece, su predilecta es una vieja calmuca canija, cuya fealdad horroriza hasta a los sacerdotes, pero que no tiene igual cuando se trata de hacer visajes hilarantes. Un día, la calmuca declara, en broma, que le gustaría mucho casarse. Este deseo inspira inmediatamente a la zarina, que idea una farsa de una morbosidad excitante. Si bien todos los que componen el pequeño grupo de bufones de la corte son expertos en payasadas y chocarrerías, algunos no son, en sentido estricto, deformes. Tal es el caso de un anciano noble, Mijaíl Alexéievich Golitsin, cuya posición de «bufón imperial» le garantiza una sinecura. Viudo desde hace unos años, súbitamente se le informa de que Su Majestad le ha encontrado una nueva esposa y que, en su extrema bondad, está dispuesta a hacerse cargo de la organización y los gastos de la ceremonia nupcial. Como la emperatriz tiene fama de ser una «casamentera» infatigable, no es cuestión de pedir explicaciones. Sin embargo, los preparativos de este enlace parecen como mínimo inusuales. Siguiendo las instrucciones de la zarina, Volynski, el ministro del Gabinete, hace construir a toda prisa a orillas del Nevá, entre el palacio de Invierno y el Almirantazgo, una gran casa hecha de bloques de hielo que los obreros unen entre sí mediante aspersiones de agua caliente. El edificio, de veinte metros de largo, siete de ancho y diez de alto, se halla rematado en la parte superior por una galería con columnata y estatuas. Una escalinata con balaustrada conduce a un vestíbulo, tras el cual se encuentran los aposentos reservados a la pareja. Hay un dormitorio amueblado con una gran cama blanca, guarnecida de colgaduras, almohadas y colchón, todo esculpido en hielo. Al lado, un cuarto de aseo, tallado también en hielo, da fe del interés de Su Majestad por la comodidad íntima de sus «protegidos». Más allá, un comedor de aspecto igualmente polar, pero abundantemente provisto de manjares variados y vajilla de gala, espera a los invitados para un festín soberbio y aterido. Delante de la casa hay cañones de hielo y balas hechas del mismo material, un elefante de hielo que, según dicen, puede escupir agua helada a ocho metros de altura, y dos pirámides de hielo en cuyo interior están expuestas imágenes humorísticas y obscenas para calentar a los visitantes. [29]
Por orden expresa de Su Majestad, representantes de todas las razas del imperio, vestidos con sus trajes nacionales, son invitados a asistir a la gran fiesta dada para celebrar la boda de los bufones. El 6 de febrero de 1740, una vez celebrada en la iglesia la bendición ritual del infortunado Mijaíl Golitsin y la vieja calmuca contrahecha, un cortejo de carnaval, parecido a los que le gustaban a Pedro el Grande, se pone en marcha al son del repiqueteo de las campanas. Ostiakos, kirguises, fineses, samoyedos y yakutos, orgullosos de sus trajes tradicionales, desfilan por las calles ante la mirada atónita de la muchedumbre, que ha acudido de todas partes atraída por el anuncio del espectáculo gratuito. Algunos de los participantes en la mascarada montan caballos de una especie desconocida en San Petersburgo; otros van a horcajadas sobre un ciervo, un perro de gran tamaño o un macho cabrío, o se pavonean, risueños, a lomos de un cerdo. Los recién casados, por su parte, se desplazan sobre un elefante. Tras pasar por delante del palacio imperial, la procesión se detiene frente al «picadero del duque de Curlandia», donde se sirve una comida a todos los presentes. El poeta Trediakovski recita un poema cómico y, ante los ojos de la emperatriz, de la corte y del «joven matrimonio», unas parejas ejecutan unas danzas folclóricas, acompañadas por los instrumentos típicos de sus regiones.
Finalmente, al caer la noche parten, alegres pero de forma ordenada, hacia la casa de hielo, que, en la oscuridad crepuscular, resplandece a la luz de miles de antorchas. Su Majestad en persona se ocupa de que los casados se acuesten en la gélida cama y se retira con una sonrisa pícara. Unos centinelas son apostados de inmediato delante de todas las salidas, para impedir que los tortolitos salgan de su nido de amor y hielo antes del amanecer.
Esa noche, al acostarse con Bühren en su habitación bien caldeada, Ana Ivánovna apreció todavía más la blandura de su cama y la tibieza de sus sábanas. ¿Pensó siquiera en la fea calmuca y el dócil Golitsin, a los que había condenado, por capricho, a protagonizar esa siniestra comedia y que quizás estaban muriéndose de frío en su prisión traslúcida? En cualquier caso, si un vago remordimiento le pasó por la mente, debió de apartarlo enseguida diciéndose que se trataba de una farsa totalmente inocente entre las muchas que le están permitidas a una soberana por derecho divino.
Milagrosamente, a decir de algunos de sus contemporáneos, el bufón señorial y su horrorosa compañera superaron aquella prueba de congelación nupcial con un buen resfriado y unas cuantas moraduras. Incluso lograron, según algunos, que durante el reinado siguiente se les permitiera trasladarse al extranjero, donde al parecer la calmuca murió tras haber dado a luz a dos hijos. En cuanto a Mijaíl Golitsin, en absoluto desanimado por esta aventura matrimonial a baja temperatura, parece ser que se casó de nuevo y vivió, sin más desengaños, hasta una edad muy avanzada. Lo cual llevó a afirmar a ciertos monárquicos inveterados que en Rusia, en aquella época lejana, las peores atrocidades cometidas en nombre de la autocracia no podían sino ser beneficiosas.
Pese a la indiferencia manifestada por Ana Ivánovna hacia los asuntos públicos, en ocasiones Bühren se ve obligado a hacerla participar en decisiones importantes. A fin de preservarla mejor de las molestias que el ejercicio del poder lleva aparejadas, le ha sugerido crear una cancillería secreta encargada de vigilar a sus súbditos. Un ejército de espías, pagado por el Tesoro público, se despliega a través del territorio ruso. La delación florece por doquier como bajo los efectos de un rocío vivificador. Los soplones que desean expresarse de viva voz tienen que entrar en el palacio imperial por una puerta secreta y son recibidos por Bühren en persona en las oficinas de la cancillería. Su odio innato hacia la vieja aristocracia rusa le incita a creer en la palabra de todos los que denuncian los crímenes de uno de los miembros de esa casta. Cuanto más elevada es la posición que ocupa el culpable, más se complace el favorito en precipitar su caída. Durante su reinado, las cámaras de tortura raramente permanecen vacías, y no pasa semana en que no firme órdenes de exilio a Siberia o de destierro de por vida a alguna lejana provincia. En el departamento administrativo especializado de la Sylka (la Deportación), los empleados, desbordados por el aflujo de expedientes, a menudo envían a los acusados al otro extremo del mundo sin tener tiempo de comprobar no sólo su culpabilidad, sino ni siquiera su identidad. Para prevenir las protestas contra este rigor ciego de las autoridades judiciales, Bühren crea un nuevo regimiento de la Guardia, el Ismailovski, cuyo mando no entrega a un militar ruso (en las altas instancias se desconfía de ellos), sino a un noble báltico, Carlos Gustavo Loewenwolde, el hermano del gran maestro de la corte, Reinhold Loewenwolde. Esta unidad de elite se suma a los regimientos Semionovski y Preobrazhenski, a fin de completar las fuerzas destinadas al mantenimiento del orden imperial. La consigna es simple: hay que impedir que todo cuanto se mueve en el interior del país esté en condiciones de resultar peligroso. Los dignatarios más ilustres son, por su propia notoriedad, los más sospechosos para los esbirros de la cancillería. Casi se les reprocha no tener algún antepasado alemán o báltico en su linaje.
Divididos entre el miedo y la indignación, los súbditos de Ana Ivánovna culpan a Bühren, por supuesto, de ser el responsable de todos sus males, pero en el fondo apuntan a la zarina. Los más audaces se atreven a comentar entre ellos que una mujer es congénitamente incapaz de gobernar un imperio y que la maldición inherente a su sexo se ha transmitido a la nación rusa, culpable de haberle confiado imprudentemente su destino. Algunos observadores altivos le imputan hasta los errores en la política internacional, cuando el principal responsable de ellos es Ósterman. Este personaje de poca envergadura y ambición desmesurada no tiene ningún empacho en considerarse un genio diplomático. Sus iniciativas en este terreno cuestan caras y apenas reportan nada. Para complacer a Austria, intervino en Polonia, causando un gran malestar en Francia, que apoyaba a Estanislao Leszczynski. Después, tras la coronación de Augusto III, le pareció útil jurar que no desmembraría el país, una promesa que no había engañado a nadie ni le había granjeado ninguna gratitud. Además, contando con la ayuda de Austria -que, como de costumbre, acabó por escabullirse-, entró en guerra contra Turquía. Pese a una serie de éxitos obtenidos por Münnich, las pérdidas fueron tan grandes que Ósterman tuvo que resignarse a firmar la paz. En el congreso de Belgrado, en 1739, incluso solicitó la mediación de Francia intentando sobornar al enviado de Versalles, pero el resultado que obtuvo fue irrisorio: el mantenimiento de los derechos de Rusia sobre Azov, con la condición de no fortificar la plaza, y la concesión de unos arpendes de estepa entre el Dniéper y el Bug meridional. A cambio, Rusia prometió derribar las fortificaciones de Taganrog y renunciar a mantener barcos de guerra y comerciales en el mar Negro, quedando reservada la libre navegación por esas aguas a la flota turca. La única conquista territorial que se registra en Rusia durante el reinado de Ana es la anexión efectiva de Ucrania, situada bajo control ruso en 1734.
Mientras que, en el plano internacional, Rusia pasa por ser una nación debilitada y desorientada, en el interior del país surgen, aquí y allá, absurdos aspirantes al trono. Este fenómeno no es nuevo en el imperio. Desde los falsos Demetrios que aparecieron al morir Iván el Terrible, la obsesión con la resurrección milagrosa de un zarevich se ha convertido en una enfermedad endémica y, por así decirlo, nacional. No obstante, esas convulsiones en la opinión pública, por despreciables que sean, empiezan a importunar a Ana Ivánovna. Instigada por Bühren, ve en ellas una amenaza cada vez más precisa para su legitimidad. Teme por encima de todo que su prima Isabel Petrovna adquiera de nuevo popularidad en el país, dado que es la única hija viva de Pedro el Grande. ¿No utilizará la nobleza los argumentos falaces que estuvieron a punto de comprometer su propia coronación? Además, la belleza y la gracia natural de su rival le resultan insoportables. No le ha bastado alejar a la zarevna del palacio, con la esperanza de que tanto en la corte como fuera de ella acabarían por olvidar la existencia de esa aguafiestas. Como medida de precaución contra toda tentativa de transferir el poder a otro linaje, incluso tuvo la idea, en 1731, de llevar a cabo una modificación autoritaria de los derechos familiares en la casa de los Románov. Al no haber tenido hijos y estar tan preocupada por el futuro de la monarquía, adoptó a su joven sobrina, hija única de su hermana mayor, Catalina Ivánovna, y de Carlos Leopoldo, príncipe de Mecklemburgo. Deprisa y corriendo la pequeña princesa fue trasladada a Rusia. La niña sólo tenía trece años en la época de su adopción. De confesión luterana, fue bautizada según el rito ortodoxo, cambió el nombre de Isabel por el de Ana Leopóldovna y se convirtió, junto a su tía Ana Ivánovna, en el segundo personaje del imperio. En estos momentos es una adolescente rubia e insulsa, de mirada apagada pero con bastante ingenio para mantener una conversación, siempre y cuando el tema no sea demasiado serio. En cuanto cumple los diecinueve años, su tía, la zarina, que tiene buen ojo para valorar los recursos físicos y morales de una mujer, decreta que está totalmente preparada para el matrimonio. Así pues, se apresura a buscarle un novio.
Por supuesto, la atención de Ana Ivánovna se dirige primero hacia la patria de su corazón, Alemania. Tan sólo en esa tierra de disciplina y virtud se encuentran esposos y esposas dignos de reinar en la bárbara Moscovia. Carlos Gustavo de Loewenwolde, encargado de descubrir al mirlo blanco en una pajarera repleta de soberbios gallos, hace una gira de inspección y, a su regreso, recomienda a Su Majestad la candidatura del margrave Carlos de Prusia o la del príncipe Antonio Ulrico de Bevern, de la casa de Brunswick, cuñado del príncipe heredero de Prusia. Su preferencia personal se decanta hacia el segundo, mientras que Ósterman, especialista en política exterior, se inclina por el primero. Se sopesan ante Ana Ivánovna las ventajas y los inconvenientes de los dos contrincantes sin consultar a la interesada, pese a que tendría algo que decir, pues ya ronda los veinte años. A decir verdad, en esta maquinación politicoconyugal, la emperatriz sólo persigue un objetivo: conseguir que su sobrina traiga cuanto antes un hijo al mundo a fin de nombrarlo heredero de la corona, lo que atajaría toda veleidad de maniobrar en favor de otro pretendiente. Pero ¿cuál es más capaz de dejar embarazada rápidamente a la dulce Ana Leopóldovna, el margrave Carlos de Prusia o el príncipe Antonio Ulrico? Ante la duda, se invita a Antonio Ulrico para presentarlo a Su Majestad. A la emperatriz le basta una mirada para evaluar las aptitudes del pretendiente: un buen muchacho, fino y blandengue. Desde luego, no es lo que le conviene a su sobrina, ni tampoco al país. Sin embargo, el omnisciente Bühren se esfuerza en alabar sus cualidades. Por otro lado, el tiempo apremia, pues la joven empieza a causar problemas: se ha enamorado del conde Carlos Mauricio de Lynar, ministro sajón en San Petersburgo. Afortunadamente, el rey de Sajonia ha llamado al diplomático y lo ha designado para otro puesto. Ana Leopóldovna, desesperada, ha encontrado inmediatamente otra pasión. Esta vez se trata de una mujer: la baronesa Julia Mengden. No tardan en volverse inseparables. ¿Hasta dónde llega su intimidad? En la corte y en las embajadas se cotillea: «La pasión de un hombre por una nueva amante es, en comparación, un simple juego», señala el ministro inglés Edward Finch. [30] En cambio, el ministro prusiano Axel de Mardefeld, más escéptico, escribirá en francés a su rey: «Siendo incomprensible para todo el mundo la fuente de la inclinación sobrenatural de la gran duquesa [Ana Leopóldovna] por Julieta [Julia Mengden], no me sorprende que el público acuse a esta muchacha de compartir los gustos de la famosa Safo. […] Una sucia calumnia […], pues, ante tales imputaciones, la difunta emperatriz hizo someter a un examen riguroso a esta señorita […], y el informe de la comisión le fue favorable, según el cual es mujer en todas las formas, sin ninguna apariencia hombruna.» [31] Ante el peligro de esta desviación amorosa, Ana Ivánovna decide que no es oportuno seguir vacilando. Es preferible un mal casamiento que una espera prolongada. En cuanto a los sentimientos de la doncella, a Su Majestad le importan un comino. Esa personita, cuya gracia e inocencia al principio la habían cautivado, se ha vuelto en unos años tan torpe, exigente y obstinada que le resulta decepcionante. En realidad, si la adoptó no fue para contribuir a su felicidad, como ha repetido cientos de veces, sino para apartar del trono a la zarevna Isabel Petrovna, a quien ha tomado inquina. Para ella, Ana Leopóldovna sólo tiene valor como suplente, como instrumento para salir del paso o, puestos a decirlo todo, como vientre ocasional. Así que, ¡que se conforme con Antonio Ulrico como esposo! ¡Hasta demasiado guapo es para una cabeza hueca como ella!
A pesar de las lágrimas de la prometida, el 14 de julio de 1739 se celebra la boda. El fasto del baile que sigue a la bendición nupcial deslumbra hasta a los diplomáticos más gruñones. La joven casada luce un vestido de tisú de plata bordado. Una corona de diamantes reluce sobre su cabellera castaña, recogida en gruesas trenzas. Sin embargo, no es ella la protagonista de la fiesta. Con su traje de cuento de hadas, da la impresión de hallarse perdida en medio de un grupo con el que no tiene nada que ver. Entre todos esos rostros alegres, el suyo está impregnado de melancolía y resignación. La persona que la eclipsa por su belleza, su sonrisa y su aplomo es la zarevna Isabel Petrovna, a quien, en cumplimiento del protocolo, no ha habido más remedio que sacar temporalmente de su retiro de Ismailovo. Ataviada con un vestido rosa y plata generosamente escotado, y luciendo las joyas de su madre, la difunta emperatriz Catalina I, se diría que es ella, y no la joven novia, quien está disfrutando del día más feliz de su vida. Incluso Antonio Ulrico, el flamante y tan poco apreciado esposo de Ana Leopóldovna, sólo tiene ojos para la zarevna, la invitada de más, cuando supuestamente esta ceremonia significa su derrota. La zarina, obligada a constatar el triunfo de su rival a medida que pasan las horas, detesta todavía más a esa criatura con la que creía haber acabado pero que sigue levantando cabeza. En cuanto a Ana Leopóldovna, sufre el tormento de no ser sino una marioneta cuyos hilos maneja su tía. Lo que la horroriza por encima de todo es la perspectiva de la experiencia que la espera en la cama, cuando las luces del baile se hayan apagado y los bailarines se hayan dispersado. Víctima expiatoria, sabe que a ninguno de los que fingen alegrarse de su suerte le preocupa su amor, ni siquiera su placer. Ella no está allí para ser feliz, sino para ser fecundada.
Cuando el momento tan temido llega, las damas más ilustres y las esposas de los principales diplomáticos extranjeros acompañan en cortejo a Ana Leopóldovna a la cámara nupcial, donde permanecen, como es tradicional, hasta que ella se mete en la cama. No se trata, ni mucho menos, del mismo ceremonial que el reservado tiempo atrás por Ana Ivánovna a sus dos bufones, condenados a tiritar toda la noche en la «casa de hielo». Y sin embargo, el efecto es idéntico para la joven, que, casada a la fuerza por la zarina, se siente congelada hasta la médula, no de frío sino de miedo, al pensar en el triste destino que la espera junto a un hombre al que no ama. Cuando finalmente las damas de su séquito se retiran, el pánico se apodera de ella y, burlando la vigilancia de las doncellas, huye a los jardines del palacio de Verano. Allí pasará sola, llorando y suspirando, su primera noche de bodas.
Informados de esta escandalosa espantada conyugal, la zarina y Bühren convocan a la desdichada y, relevándose en las súplicas, los razonamientos y las amenazas, exigen que cumpla con su deber sin tardanza. Algunas damas de honor, agazapadas en la habitación contigua, observan la escena por la ranura de la puerta. En lo más acalorado de la discusión, ven a la zarina, roja de ira, abofetear con todas sus fuerzas a su recalcitrante sobrina.
La lección dará sus frutos: un año más tarde, el 23 de agosto de 1740, Ana da a luz a un niño, que es inmediatamente bautizado con el nombre de Iván Antónovich. La zarina, aquejada desde hace unos meses de una dolencia difusa cuya causa los médicos no acaban de precisar, experimenta una súbita mejoría al enterarse de la «gran noticia». Rebosante de júbilo, exige que toda Rusia exulte por ese nacimiento providencial. Acostumbrados a obedecer y a fingir, sus súbditos, como siempre, se deshacen en bendiciones. Sin embargo, no pocas mentes perspicaces se plantean muchas preguntas. ¿Con qué derecho un retoño de pura sangre alemana, puesto que es Brunswick-Bevern por parte paterna y Mecklemburgo-Schwerin por parte materna, y su único vínculo con la dinastía de los Románov es a través de su tía abuela Catalina I, esposa de Pedro el Grande, también de origen polacolivonio, se ve promovido desde la cuna al rango de heredero auténtico de la corona? ¿En nombre de qué ley, de qué tradición nacional se arroga la zarina Ana Ivánovna el poder de designar su sucesor? ¿Cómo es que no tiene a su lado un consejero lo bastante respetuoso con la historia de Rusia para evitar que tome una iniciativa tan sacrílega? No obstante, como de costumbre, los comentarios desagradables se silencian ante las bruscas decisiones de Bühren, que, pese a ser alemán, afirma saber mejor que ningún ruso lo que le conviene a Rusia. Él había pensado vagamente en casar a su propio hijo, Peter, con Ana Leopóldovna. Sin embargo, al haber fracasado este proyecto a causa de la reciente unión de la princesa con Antonio Ulrico, el favorito se ha ocupado de asegurar de una manera indirecta su futuro a la cabeza del Estado. Y le parece tanto más urgente hacer avanzar sus peones en el tablero cuanto que la enfermedad de Su Majestad se agrava de día en día. Se teme que padezca una afección renal, complicada por los efectos de la menopausia. Los médicos apuntan a la «enfermedad de la piedra».
Pese a los dolores, la zarina todavía conserva cierta lucidez. Bühren aprovecha la circunstancia para pedir un último favor: ser nombrado regente del imperio hasta la mayoría de edad del niño, al que se acaba de proclamar heredero del trono mediante un manifiesto. Nada más ser formulada, la pretensión del favorito provoca la indignación de los demás consejeros de la emperatriz moribunda: Loewenwolde, Ósterman y Münnich. Cherkaski y Bestújiev no tardan en sumarse a la conspiración palaciega de aquéllos y tras horas de discusiones secretas llegan a la conclusión de que el peligro más grave que los acecha no lo encarna, ni mucho menos, su compatriota Bühren, sino la camarilla de los aristócratas rusos, quienes siguen sin digerir que se les haya apartado del trono. A fin de cuentas, ante el peligro que representaría que algún paladín de la antigua nobleza nacional tomara el poder, el clan alemán estima preferible apoyar la propuesta de su querido y viejo cómplice Bühren. Así, en un abrir y cerrar de ojos, estos cinco «hombres de confianza», tres de los cuales son de origen germano y los otros dos están vinculados a cortes extranjeras, deciden dejar el destino del imperio en manos de un personaje que nunca se ha preocupado de las tradiciones de Rusia y ni siquiera se ha molestado en aprender la lengua del país que pretende gobernar. Una vez tomada su resolución, informan de ella a Bühren, que en ningún momento la había puesto en duda. Ahora, todos, reconciliados en torno a un interés común, concentran sus esfuerzos en convencer a la emperatriz. Ésta, que ya no se levanta de la cama, lucha contra los accesos de dolor y de delirio. Apenas oye a Bühren cuando intenta explicarle lo que se espera de ella: una simple firma en la parte inferior de un papel. Como parece demasiado exhausta para contestarle, él le mete el documento debajo de la almohada. Sorprendida por este gesto, la zarina le pregunta en un susurro: «¿Necesitas eso?» Acto seguido vuelve la cabeza y se niega a seguir hablando.
Unos días más tarde, Bestújiev redacta otro documento en el que el Senado y la Generalidad suplican a Su Majestad que confíe la regencia a Bühren, a fin de garantizar la tranquilidad del imperio «en toda circunstancia». La enferma deja de nuevo el papel bajo la almohada, sin dignarse rubricarlo y ni tan siquiera leerlo. Bühren y los «suyos» están consternados por esta inercia que podría ser definitiva. ¿Habrá que recurrir de nuevo a la falsificación para salir del paso? La experiencia de enero de 1730, a la muerte del joven zar Pedro II, no fue nada convincente. Dada la malevolencia de la nobleza, sería peligroso repetir ese juego cada vez que se produce un cambio de reinado.
Sin embargo, el 16 de octubre de 1740 se perfila una mejoría en el estado de la zarina. Ana Ivánovna convoca a su favorito y, con mano trémula, le tiende el documento firmado. Bühren respira aliviado, y con él, todos los del grupito que ha obtenido una victoria in extremis. Los partidarios del nuevo regente esperan que éste les retribuya pronto la ayuda que, de forma más o menos espontánea, le han prestado. Mientras Su Majestad agoniza, todos cuentan los días y calculan los próximos beneficios. Ana Ivánovna ha llamado a un sacerdote. Ya se recita a su lado la plegaria de los moribundos. Acunada por las oraciones, dirige a su alrededor una mirada de desamparo, reconoce entre los presentes, en una nebulosa, la alta silueta de Münnich, le sonríe como si implorara su protección para quien la sustituya en el trono de Rusia y murmura: «Adiós, mariscal de campo.» Un rato más tarde, añade: «Adiós a todos.» Son sus últimas palabras. El 28 de octubre de 1740, entra en coma.
Cuando se anuncia su muerte, Rusia despierta de una pesadilla, pero en el entorno de palacio se cree que es para abismarse en otra todavía peor. Según la opinión unánime, con un zar de nueve meses y un regente de origen alemán que habla en ruso a regañadientes y cuya principal preocupación es aniquilar a las familias más nobles del país, el imperio se precipita hacia la catástrofe.
Al día siguiente de la muerte de Ana Ivánovna, Bühren se convierte en regente por la gracia de la difunta, con un bebé como símbolo y garantía viva de sus derechos. Inmediatamente se dedica a despejar el terreno a su alrededor. A su entender, la primera medida que se impone es alejar a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico, los padres del pequeño Iván. Si los enviara lejos de la capital o, por qué no, al extranjero, tendría las manos libres hasta la mayoría de edad del imperial mocoso. El barón Axel de Mardefeld, ministro de Prusia en San Petersburgo, analizando el nuevo aspecto político de Rusia, resume así su opinión sobre el futuro del país en un despacho a su soberano, Federico II: «Diecisiete años de despotismo [la duración legal de la minoría de edad del zar] y un niño de nueve meses que puede morir oportunamente para ceder el trono al regente.» [32]
La carta de Mardefeld es del 29 de octubre de 1740, el día siguiente al de la muerte de la zarina. Menos de una semana después, los acontecimientos se precipitan en un sentido que el diplomático no había previsto. Aunque el pomposo traslado al palacio de Invierno del futuro Iván VI, todavía en pañales, haya dado lugar a una solemne ceremonia tras la que han prestado juramento, con besamanos al regente, todos los cortesanos, los enemigos de éste no han claudicado. Mientras que, en palabras del nuevo ministro inglés en San Petersburgo, Edward Finch, el cambio de reinado «arma menos revuelo en Rusia que el cambio de la Guardia en Hyde Park», el mariscal de campo Münnich pone sobre aviso a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico de los tortuosos tejemanejes de Bühren, quien al parecer tiene intención de apartarlos a ambos para mantenerse en el poder. Pese a haber sido aliado del regente en un pasado muy reciente, Münnich declara sentirse moralmente obligado a impedir que cause mayores perjuicios a los derechos legítimos de la familia. Según él, el ex favorito de la difunta emperatriz Ana Ivánovna cuenta, para llevar a cabo el inminente golpe de Estado, con el regimiento Ismailovski y el de la Guardia montada, el primero capitaneado por su hermano Gustavo y el segundo por su hijo. Sin embargo, el regimiento Preobrazhenski es totalmente adicto al mariscal de campo y, llegado el momento, esta unidad de elite estaría dispuesta a actuar contra el ambicioso Bühren. «Si Vuestra Alteza quisiera -dice Münnich a la princesa-, en una hora yo la libraría de ese hombre nefasto.» [33]
Pero Ana Leopóldovna no es de naturaleza audaz. Asustada ante la idea de enfrentarse a un hombre tan poderoso y retorcido como Bühren, al principio se inhibe. No obstante, tras consultar a su marido, muda de parecer y, temblando, decide jugarse el todo por el todo. En la noche del 8 al 9 de noviembre de 1740, un centenar de granaderos y tres oficiales del regimiento Preobrazhenski, enviados por Münnich, irrumpen en el dormitorio de Bühren, lo sacan de la cama pese a sus peticiones de auxilio, lo golpean con la culata de los fusiles, se lo llevan medio desvanecido y lo meten en un carruaje cerrado. Al amanecer, es conducido a la fortaleza de Schlüsselburg, en el lago Ladoga, donde lo flagelan metódicamente. Como es preciso concretar una falta para encarcelarlo, se le acusa de haber precipitado la muerte de la emperatriz Ana Ivánovna por incitarla a montar a caballo haciendo mal tiempo. Otros crímenes, añadidos a éste en el momento oportuno, le valen ser condenado a muerte el 8 de abril de 1741. Previamente debe ser descuartizado. Con todo, enseguida se le conmuta la pena por el exilio a perpetuidad en un pueblo perdido de Siberia. Al mismo tiempo se proclama regente a Ana Leopóldovna, que, para celebrar el final feliz de este período de intrigas, usurpaciones y traiciones, levanta la prohibición dictada por el gobierno anterior según la cual los soldados y los suboficiales no podían frecuentar las tabernas. Esta primera medida liberal es acogida con una explosión de alegría en los cuarteles y los despachos de bebidas. Todos quieren ver en ella el anuncio de una clemencia generalizada. Se bendice por doquier el nombre de la nueva regente y, de rebote, el del hombre que acaba de auparla al poder. Tan sólo las mentes malintencionadas señalan que al reinado de Bühren ha sucedido el reinado de Münnich. Un alemán echa a otro sin preocuparse de la tradición moscovita. ¿Durante cuánto tiempo el imperio tendrá que seguir buscando un señor más allá de las fronteras? ¿Y por qué es siempre una persona del sexo débil la que ocupa el trono? ¿No tiene otra salida Rusia que ser gobernada por una emperatriz, con un alemán a la espalda que la dirige a su antojo? Si para un país es triste asfixiarse bajo las faldas de una mujer, ¿qué decir cuando esa mujer se pone a disposición de un extranjero? Los más pesimistas consideran que, mientras los verdaderos hombres y los verdaderos rusos no reaccionen contra el reinado de las soberanas enamoradas y de los favoritos germanos, una doble calamidad amenazará Rusia. Para estos profetas funestos, el matriarcado y el dominio prusiano son los dos aspectos de la maldición que aflige a la patria desde la desaparición de Pedro el Grande.