Capítulo once

¡Otra Catalina!

Antes de que tenga lugar este famoso encuentro del 13 de abril, tanto la emperatriz como la gran duquesa saben que determinará para siempre el tono de sus relaciones. Cada una por su lado ha preparado sus argumentos, sus quejas, sus réplicas y sus excusas. Isabel, aunque imbuida de su poder discrecional, no ignora que su nuera, con sus treinta años, su piel lisa y su dentadura intacta, tiene sobre ella la ventaja de la juventud y la gracia. Le da coraje el hecho de haber superado la cincuentena, tener un exceso de grasa y seducir a los hombres tan sólo por el título y la autoridad que ostenta. De repente, la rivalidad de dos personalidades políticas se convierte en una rivalidad de mujeres. La ventaja de la edad favorece a Catalina; la de la posición jerárquica, a Isabel. A fin de que quede bien patente su superioridad sobre la suplicante, la zarina decide hacerla esperar en la antecámara el tiempo suficiente para que se ponga nerviosa y no sea dueña de sus medios de seducción. La audiencia ha sido fijada para las diez de la noche, pero Isabel no da la orden de introducir a Su Alteza en el salón hasta la una y media de la madrugada. Para tener testigos de la lección que se propone dar a su nuera, ha pedido a Alexandr Shuválov, a su favorito, Iván Shuválov, e incluso al gran duque Pedro, el marido de la culpable, que se escondan detrás de unos grandes biombos y no se muevan bajo ningún pretexto. Si no ha invitado a Alexéi Razumovski a participar en esta curiosa vigilancia familiar es porque, aunque éste continúa siendo su confidente titular -la «memoria sentimental de Su Majestad»-; últimamente ha ido perdiendo influencia y ha tenido que ceder el puesto, «para lo esencial», a recién llegados más ágiles. Así pues, el «caso Catalina-Pedro» se sale de su competencia. Juzgando que esta entrevista va a ser decisiva, Isabel ha preparado todos los detalles con una minucia de director de escena. Tan sólo unos pocos cabos de vela brillan en la penumbra, para acentuar el carácter inquietante del cara a cara. En una bandeja de oro, la emperatriz ha depositado las pruebas: unas cartas de la gran duquesa, encontradas en casa de Apraxin y de Bestújiev. Así, en cuanto las vea, la intrigante se sentirá confundida. [59]

Pero todo transcurre de un modo distinto de como la emperatriz lo había previsto. Nada más cruzar el umbral, Catalina cae de rodillas y, retorciéndose las manos, confiesa a gritos su aflicción ante Isabel. Entre sollozo y sollozo, declara que nadie la quiere ni la comprende en esta corte donde su marido no hace más que inventar cosas para humillarla en público, y suplica a Su Majestad que la deje regresar a su país de origen. Cuando la zarina le recuerda que el deber de una madre es permanecer, pase lo que pase, al lado de sus hijos, ella replica, sin dejar de llorar y suspirar: «¡Mis hijos están en vuestras manos y es donde mejor pueden estar!» Conmovida por este reconocimiento de sus aptitudes como educadora y protectora, Isabel ayuda a Catalina a levantarse y le reprocha con delicadeza haber olvidado todas las muestras de interés e incluso de afecto que ella le ha prodigado. «Dios es testigo de cuánto lloré cuando estuvisteis al borde de la muerte -dice-. Si no os hubiera querido, no habría dejado que os quedarais aquí […): ¡Pero sois muy orgullosa! ¡Creéis que nadie es más inteligente que vos!» En ese momento, Pedro, infringiendo la consigna que se le ha dado, sale de su escondrijo y exclama:

– ¡Es de una maldad indescriptible y muy testaruda!

– ¡Estáis hablando de vos mismo! -replica Catalina-. ¡Es una buena ocasión para deciros ante Su Majestad que si soy tan mala con vos es porque me aconsejáis cometer injusticias, y si me he vuelto testaruda es porque he visto que con mi actitud complaciente sólo consigo vuestra enemistad!

En vista de que la discusión lleva trazas de convertirse en una banal escena conyugal, Isabel toma de nuevo las riendas de la situación. Ante esta esposa deshecha en llanto, está en un tris de olvidar que la presunta víctima de la sociedad es una mujer infiel y una intrigante. Intentando moderarse sin renunciar a su grandeza, pasa al ataque y, señalando las cartas que reposan en la bandeja de oro, dice:

– ¿Cómo habéis osado enviarle órdenes al mariscal de campo Apraxin?

– Simplemente le rogaba que obedeciera las vuestras -murmura Catalina.

– ¡Bestújiev dice que hay muchas más!

– Si Bestújiev dice eso, miente.

– ¡Muy bien! ¡Puesto que miente, haré que lo torturen! -grita Isabel, dirigiéndole a su nuera una mirada asesina.

Pero Catalina no se inmuta, como si la primera refriega le hubiera devuelto todo el aplomo. Y es Isabel la que, de pronto, se siente incómoda en ese interrogatorio. Para recobrar la calma, se dedica a caminar de un lado a otro de la habitación. Pedro aprovecha esta pausa en la conversación para ponerse a enumerar las fechorías de su esposa. Exasperada por las invectivas del canijo de su sobrino, la zarina se siente tentada de darle la razón a su nuera, a quien unos minutos antes condenaba. Aunque al principio tenía celos de esa criatura tremendamente joven y seductora, ahora se siente unida a ella por una especie de complicidad femenina que no tiene en cuenta la barrera de las generaciones. Al cabo de un momento, pone fin al griterío de Pedro ordenándole con sequedad que se calle. Luego, acercándose a Catalina, le susurra al oído:

– Tenía que deciros muchas más cosas, pero no quiero malquistaros [con vuestro marido] más de lo que lo estáis.

– Yo tampoco quiero hablar ahora -contesta Catalina-, a pesar de lo mucho que anhelo poder abriros mi corazón y mi alma. [60]

Esta vez son los ojos de la emperatriz los que están empañados por la emoción. Tras despedir a Catalina y al gran duque, permanece largo rato en silencio frente a Alexandr Shuválov, que también ha salido de detrás del biombo y la observa tratando de adivinarle el pensamiento. Luego Isabel lo envía a los aposentos de la gran duquesa con un encargo ultrasecreto: debe rogarle que no siga afligiéndose sin razón, pues Su Majestad tiene previsto recibirla dentro de poco para mantener «un verdadero cara a cara».

Este cara a cara se celebra con gran secreto y propicia que entre las dos mujeres haya por fin una explicación sincera. ¿Exigió quizá la emperatriz, en esta ocasión, que Catalina le diera detalles sobre su relación con Sergéi Saltikov y con Stanislas Poniatowski, sobre la ascendencia exacta de Pablo y Ana, sobre el falso matrimonio formado por Pedro y la horrible Voróntsov, sobre la traición de Bestújiev y sobre la incompetencia de Apraxin? La cuestión es que las respuestas debieron de apaciguar la cólera de Isabel, pues, de la noche a la mañana, autoriza a su nuera a ir a ver a sus hijos al ala imperial del palacio. En el transcurso de estas visitas sabiamente espaciadas, Catalina constatará lo bien educados e instruidos que están los querubines, criados lejos de sus padres.

Gracias a estos arreglos, la gran duquesa renuncia a su proyecto desesperado de dejar San Petersburgo para regresar a Zerbst, junto a su familia. El proceso de Bestújiev se queda en agua de borrajas debido a la falta de pruebas materiales y a la muerte del principal testigo, el mariscal de campo Apraxin. Como, pese a todo, tras la denuncia de tantos crímenes abominables es preciso aplicar un castigo, se exilia a Alexéi Bestújiev, no a Siberia, sino a sus posesiones, donde no le faltará nada. El principal vencedor en este altercado judicial es Mijaíl Voróntsov, a quien le ofrecen en bandeja de plata el cargo de canciller en sustitución de Alexéi Bestújiev, caído en desgracia. A espaldas del nuevo alto dignatario, el duque de Choiseul, secretario de Estado de Asuntos Exteriores de Francia, saborea su éxito personal, pues sabe que las tendencias francófilas de Voróntsov lo llevarán de forma natural a lograr que Catalina, y sin duda también Isabel, aprueben los designios de Luis XV. En lo que respecta a Catalina, no se equivoca: todo cuanto se opone a los gustos de su marido le parece saludable; en lo que respecta a Isabel, la cosa no está tan clara. Ella desea firmemente conservar su libre albedrío, no obedecer sino a su propio instinto. Por lo demás, el éxito de las armas colma sus principales esperanzas. El general Fermor, más decidido que Apraxin, se ha apoderado de Königsberg, ha sitiado Kustrin y avanza en Pomerania. Con todo, se ve obligado a detenerse ante Zorndorf tras una batalla tan confusa que los dos bandos se declaran vencedores. Desde luego, la derrota francesa sufrida en Crefeld, a orillas del Rin, por el conde de Clermont atempera de momento el optimismo de la emperatriz. Sin embargo, la experiencia le ha enseñado que ese tipo de vicisitudes es inseparable de la guerra y que para Rusia sería perjudicial darse por vencida al primer fracaso cosechado sobre el terreno. Sospechando que las intenciones belicosas de sus aliados son menos firmes que las de ella, incluso declara al embajador de Austria, el conde Esterhazy, que luchará hasta el final aunque tenga que «vender todos sus diamantes y la mitad de sus vestidos».

Según los informes que Isabel recibe del teatro de operaciones, todos los militares, sean de alta o de media graduación, comparten este sentimiento patriótico. En palacio, en cambio, las opiniones son menos tajantes. En determinados círculos rusos próximos a las embajadas, es de buen tono manifestar a este respecto cierta independencia de ideas, calificada de «europea». Los rumores que llegan de las capitales extranjeras, las alianzas internacionales entre grandes familias y una forma elegante y tolerante de vivir a caballo de varias fronteras empujan a determinados cortesanos a burlarse de los que condenan toda solución que no sea fundamentalmente rusa. En la primera fila de los partidarios de Federico II continúa estando el gran duque Pedro, que ya no oculta su juego. Se afirma que hace comunicar al rey de Prusia, a través del nuevo embajador de Inglaterra en San Petersburgo, George Keith, sucesor de Williams, todo lo que se dice en secreto en el consejo de guerra de la zarina. Isabel no quiere creer que su sobrino cobra por sus traiciones. Sin embargo, ha sido informada bajo mano de que Keith ha recibido de su ministro, Pitt, otro admirador incondicional del rey de Prusia, la consigna de incitar al gran duque a utilizar toda su influencia ante la emperatriz para salvar a Federico II del desastre. Antes, los germanófilos también contaban con el apoyo de Catalina y Poniatowski, pero, tras la conversación a cara descubierta que mantuvo con su hija política, Isabel considera que la ha domeñado definitivamente. La joven, replegada en sí misma y sumida en sus penas sentimentales, sólo vive para llorar y soñar. Desde que se ha arrinconado voluntariamente, ha perdido toda importancia en el plano internacional. Además, para hacer que sea inofensiva del todo, Isabel encarga a Stanislas Poniatowski una misión fuera de las fronteras que tendrá la ventaja de apartarlo para siempre de su antigua amante. Haciéndole devolver sus credenciales, Su Majestad le indica que, en lo sucesivo, su presencia en San Petersburgo se considerará indeseable.

Después de haber desarmado a su nuera, la emperatriz piensa que le falta por desarmar a un adversario mucho más detestable: Federico II. Odia al rey de Prusia no sólo porque se opone a su política personal, sino también porque ha conquistado el corazón de muchísimos rusos, deslumbrados por su insolencia y sus oropeles. Afortunadamente, María Teresa parece tan decidida como ella a destruir la hegemonía germana y Luis XV, según dicen llamado a capítulo por la Pompadour, comienza ahora a reforzar los efectivos del ejército que lanzó contra las tropas de Federico II. El 30 de diciembre de 1759, un tercer tratado de Versalles renueva el segundo y garantiza a Austria la restitución de todos los territorios ocupados durante las campañas precedentes. Eso reanimará, piensa Isabel, las energías desfallecientes en las filas de los aliados. Paralelamente a estos trabajos de cancillería, ella sigue manteniendo, con una delectación casi juvenil pese a sus cincuenta años, una correspondencia amistosa con el rey de Francia. Las cartas de los dos monarcas son redactadas por sus secretarios respectivos, pero la zarina se complace en creer que Luis XV dicta realmente las suyas y que la solicitud que expresan es señal de una delicada galantería del otoño de la vida. Como es propensa a que le salgan llagas en las piernas, el rey se muestra tan compasivo que le envía a su cirujano personal, el doctor Poissonier. En realidad, Poissonier no debe la estima del rey a su arte para manejar el bisturí y prescribir drogas, sino a su capacidad para captar información y urdir intrigas. Con esta misión secreta, es recibido como un especialista en averiguaciones por el marqués de L’Hôpital. El embajador cuenta con él para aliviar a la zarina de sus escrúpulos después de haberla aliviado de sus úlceras. Y puesto que no hay mucha diferencia entre un médico y otro, ¿por qué no podría ser éste para Su Majestad un segundo Lestocq?

Sin embargo, por mucho que confíe en la ciencia curativa del doctor Poissonier, Isabel no se decide a dejarse guiar por él en sus decisiones políticas. Al enterarse del nuevo proyecto francés, consistente en hacer que un cuerpo expedicionario ruso desembarque en Escocia para atacar a los ingleses en su territorio, mientras la flota francesa ajusta las cuentas al enemigo en un combate naval, lo considera demasiado arriesgado y prefiere limitarse a realizar acciones terrestres contra Prusia. Por desgracia, el general Fermor es todavía menos activo que el difunto mariscal de campo Apraxin y, en lugar de atacar, permanece en la frontera de Bohemia esperando la llegada de unos hipotéticos refuerzos austríacos. La emperatriz, exasperada por estas dilaciones, destituye a Fermor y lo reemplaza por Piotr Saltikov, un viejo general que ha hecho toda su carrera en la milicia de la Pequeña Rusia. Conocido por su timidez, su aspecto enclenque y su uniforme blanco de miliciano, del que se siente muy orgulloso, Piotr Saltikov no es muy apreciado por la tropa, que se burla de él a sus espaldas y lo llama Kurochka (la Gallinita). Sin embargo, «la Gallinita» se revela más combativo que un gallo desde los primeros enfrentamientos. Aprovechando un error táctico de Federico II, se dirige audazmente hacia Francfort. Debe encontrarse a orillas del Oder con el regimiento austríaco del general Gédéon de Laudon, y en cuanto se hayan unido, tendrán abierto el camino hacia Berlín. Alertado por esta amenaza contra su capital, Federico II regresa apresuradamente de Sajonia. Cuando sus espías le informan de que, en el bando del adversario, han estallado disputas por el mando entre el ruso Saltikov y el austríaco Laudon, decide aprovechar esta disensión para llevar a cabo un ataque definitivo. El 10 de agosto, por la noche, cruza el Oder y se dirige hacia Kunersdorf, donde los rusos están atrincherados. Sin embargo, como la lentitud con que los prusianos ejecutan dicha maniobra ha permitido a las tropas de Laudon y de Saltikov reorganizarse, el efecto sorpresa es nulo. Con todo, la batalla es tan violenta y confusa que Saltikov, en un impulso teatral, se arrodilla ante sus soldados e implora al «dios de los ejércitos» que les dé la victoria. En realidad, el elemento decisivo es la artillería rusa, que se mantiene intacta pese a los reiterados ataques del enemigo. El 13 de agosto, la infantería y, tras ella, la caballería prusianas son aplastadas por los cañones. El pánico se apodera de los supervivientes. De los cuarenta y ocho mil hombres que originalmente comandaba Federico II, muy pronto sólo quedan tres mil, y esta horda, exhausta y desmoralizada, sólo está en condiciones de retroceder protegiendo la retaguardia. Anonadado por esta derrota, Federico II escribe a su hermano: «Las consecuencias del suceso son peores que el propio suceso. Me he quedado sin recursos. Todo está perdido. ¡No sobreviviré a la pérdida de mi patria!»

Al informar de esta victoria a la zarina, Piotr Saltikov se muestra más circunspecto en sus conclusiones: «Vuestra Majestad Imperial no debe sorprenderse de nuestras bajas -le escribe-, pues no ignora que el rey de Prusia vende caras sus derrotas. Otra victoria como ésta, Majestad, y me veré obligado a caminar hasta San Petersburgo, con un bastón en la mano, para llevar yo mismo la noticia por falta de correo.» [61] Isabel, totalmente tranquilizada sobre el desenlace de la guerra, ordena celebrar esta vez un «verdadero tedeum» y declara al marqués de L’Hôpital: «Todo buen ruso debe ser buen francés, y todo buen francés debe ser buen ruso.» [62] En recompensa por esta hazaña militar, el viejo Saltikov -«la Gallinita»- recibe el grado de mariscal de campo. ¿Es la concesión de este favor la causa de su repentina abulia? La cuestión es que, en lugar de perseguir al enemigo mientras éste se bate en retirada, Saltikov se duerme en los laureles. Por lo demás, toda Rusia parece sumida en un plácido sopor ante la idea de haber derrotado a un jefe tan prestigioso como Federico II.

El gran duque Pedro, después de un breve arrebato de desesperación, vuelve a creer en el milagro germánico. En cuanto a Isabel, completamente aturdida por los cantos eclesiásticos, las salvas de artillería, los carillones y las felicitaciones diplomáticas, se alegra de poder hacer por fin una pausa para reflexionar. Su acceso de combatividad finaliza con un retorno progresivo a la razón: ¿qué tiene de malo que Federico II, tras haber recibido una magistral paliza, permanezca algún tiempo más en el trono? ¿Lo esencial no sería llegar a un acuerdo aceptable para todas las partes? Desgraciadamente, parece que Francia, dispuesta hasta hace poco a escuchar las lamentaciones de la zarina, vuelve a sus antiguas ideas proteccionistas y se opone a dejarle las manos libres en la Prusia oriental y en Polonia. Se diría que Luis XV y sus consejeros, que durante tanto tiempo pidieron ayuda a Isabel contra Prusia e Inglaterra, temen ahora que una victoria le haga adquirir demasiada importancia en el juego europeo. Versalles designa para secundar al marqués de L’Hôpital, decrépito y achacoso, al joven barón de Breteuil, que desembarca, elegantísimo y muy inspirado, en San Petersburgo. El duque de Choiseul le ha encargado que convenza a la emperatriz de que debería retrasar las operaciones militares a fin de no «aumentar los apuros del rey de Prusia», y no comprometer con ello la firma de la paz. Esas son al menos las intenciones que se le atribuyen al enviado francés en el entorno de Isabel. A ella le sorprenden estos consejos de moderación a la hora de repartir los beneficios. Ante el embajador Esterhazy, que, en nombre de la alianza austrorrusa, acusa al general Piotr Saltikov de hacerse el remolón y, de este modo, favorecer a Inglaterra, que quizá le paga por su lentitud, exclama, roja de indignación: «¡Nosotros nunca hemos prometido nada que no nos hayamos esforzado en cumplir! […] ¡Jamás permitiré que la gloria comprada al precio de la preciosa sangre de nuestros súbditos quede empañada por alguna sospecha de mala fe!» Y, de hecho, al término de este tercer año de una guerra incoherente, Isabel puede decirse que Rusia es la única potencia de la coalición que está dispuesta a hacer todos los sacrificios necesarios para conseguir que Prusia capitule. Alexéi Razumovski la apoya en su intransigencia. Él tampoco ha dejado nunca de creer en la supremacía militar y moral de la patria. Sin embargo, en el momento de tomar las decisiones que obligan a sus tropas a intervenir en combates sin cuartel, no se aconseja ni con su antiguo amante, Alexéi Razumovski, ni con su favorito actual, Iván Shuválov, tan culto y sagaz, ni con su prudente y demasiado astuto canciller Mijaíl Voróntsov, sino con el recuerdo aplastante de su antepasado Pedro el Grande. En él piensa cuando, el 1 de enero de 1760, con ocasión de las felicitaciones de Año Nuevo, expresa públicamente el deseo de que su ejército se muestre «más agresivo y audaz» a fin de obligar a Federico II a doblar la rodilla. Como recompensa por este supremo esfuerzo, en las conversaciones de paz sólo pedirá la posesión de la Prusia oriental, reservándose el derecho de un intercambio territorial con Polonia, que, si es preciso, conservará una apariencia de autonomía. Esta última cláusula debería bastar, a su entender, para acallar los escrúpulos de Luis XV.

Para preparar unas negociaciones tan delicadas, el rey de Francia cuenta con la ayuda que el barón de Breteuil prestará al caduco marqués de L’Hôpital. En realidad, no es en la experiencia diplomática del barón en lo que confía para embaucar a la zarina, sino en la seducción que este petimetre de veintisiete años ejerce sobre todas las mujeres. Pero la astuta Isabel descubre enseguida el juego de este falso admirador de su gloria. Además, observando la maniobra de Breteuil, se da cuenta de que no es a ella a quien intenta engatusar para asociarla a los intereses de Francia, sino a la gran duquesa. A fin de ganarse el favor de Catalina, Breteuil le propone que elija entre dejarse amar por él como sólo un francés sabe hacerlo, o permitir que él consiga que la zarina acepte el regreso de Stanislas Poniatowski, que sigue cumpliendo penitencia en su sombría Polonia. Tanto si escoge una de las propuestas o combina las dos para su placer, la gran duquesa sentirá tal gratitud hacia Francia que no podrá negarle nada. El momento es tanto más indicado para esta ofensiva de seducción cuanto que la joven ha sufrido, uno tras otro, dos duros golpes: la muerte de su hija, la pequeña Ana, [63] y la de su madre, que ha fallecido recientemente en París. Pero resulta que, pese a este doble duelo, Catalina ha superado por fin la melancolía que la consumía desde hacía años. Es más, ya no siente la necesidad ni de reanudar las relaciones con uno de sus antiguos amantes ni de empezarlas con otro, aunque sea francés.

A decir verdad, no ha esperado que aparezca el barón de Breteuil para encontrar un sucesor de los hombres que anteriormente la complacieron. El nuevo elegido presenta la singularidad de ser un ruso de pura cepa, fogoso, atlético, despierto, audaz, lleno de deudas, famoso por sus calaveradas y dispuesto a cometer todas las locuras para proteger a su amante. Se llama Grigori Orlov. Él y sus cuatro hermanos sirven en la Guardia imperial. El culto que profesa a las tradiciones de su regimiento refuerza su odio hacia el gran duque Pedro, conocido por despreciar al ejército ruso y sus jefes. Ante la idea de que este histrión se pavonee con uniforme holsteinés y se proclame émulo de Federico II, cuando es el heredero del trono de Rusia, Orlov se siente moralmente llamado a defender a la gran duquesa contra los actos demenciales de su marido. Aun extenuada por la enfermedad, la edad, las preocupaciones políticas y los excesos en la comida y la bebida, la zarina permanece al corriente de las nuevas locuras de su nuera, cuya conducta reprueba al tiempo que envidia. En el fondo, la comprende, pues en su opinión el gran duque Pedro merece cien veces que su mujer lo engañe, puesto que él engaña a Rusia con Prusia. Sin embargo, teme que Catalina, precipitando el curso de los acontecimientos, le impida hacer realidad su deseo más querido: traspasar de un modo pacífico el poder pasando por alto la persona de Pedro y entregando la corona al hijo de éste, el pequeño Pablo, que sería asesorado por un consejo de regencia. Ciertamente, Isabel podría proclamar ya ese cambio en el orden dinástico, pero tal iniciativa produciría con toda seguridad un ajuste de cuentas entre facciones rivales, además de revueltas en el interior de la familia y tal vez también en la calle. ¿No es preferible dejar las cosas, de momento, tal como están? No hay prisa. Su Majestad conserva la lucidez y puede vivir unos años más; el país la necesita; sus súbditos no comprenderían que de pronto se desinteresara de los asuntos corrientes para ocuparse de su sucesión.

Como para animarla a mantener el statu quo, la Conferencia, ese consejo político supremo creado por iniciativa suya, proyecta una marcha conjunta de los ejércitos aliados sobre Berlín. Pero el mariscal de campo Piotr Saltikov está enfermo y el general Fermor vacila ante una acción de esta envergadura. Finalmente, el general ruso Totleben, en un gesto de audacia, lanza un cuerpo expedicionario hacia la capital prusiana, sorprende al enemigo, penetra en la ciudad y obtiene su rendición. Aunque esta incursión haya sido demasiado rápida y no se haya aprovechado para provocar la capitulación de Federico II sobre el conjunto del territorio, el rey se encuentra en una situación lo bastante precaria como para que sus adversarios entrevean la posibilidad de entablar con él unas fructíferas negociaciones. En esta coyuntura, Francia debería, según Isabel, dar ejemplo de firmeza. Iván Shuválov está tan convencido de que así lo hará que su amante dice de él, riendo, que es más francés que un francés de pura cepa: «¡Francés a rabiar!» Por lo demás, cree saber que Catalina se muestra amable con el barón de Breteuil sólo en la medida en que la política de Francia no se contrapone demasiado a la de Rusia. De cualquier modo, Breteuil, obedeciendo al duque de Choiseul, ha informado a la zarina de que Luis XV le estaría agradecido si, excepcionalmente, accediera a sacrificar «sus intereses particulares a la causa común». En resumen, le pide que se resigne a un compromiso. Sin embargo, pese a la enfermedad que la confina en su habitación, Isabel se niega a ceder antes de estar segura de que recibirá lo que le corresponde. Para ella, prolongar la tregua es hacerle el juego a Federico II. Conociéndolo como lo conoce, éste aprovechará la suspensión de las hostilidades para reorganizar su ejército y volver a la carga con una nueva posibilidad de éxito. La emperatriz, cuyos sentimientos de desconfianza y venganza se han despertado bruscamente, se deja llevar por la pasión. Medio moribunda, quiere que Rusia viva después que ella y gracias a ella. Mientras que a su alrededor vuelven a oírse sordos rumores sobre el futuro de la monarquía, prepara con sus consejeros de la Conferencia un plan de ataque en Silesia y en Sajonia. En un último arranque irreflexivo, nombra comandante en jefe a Alexandr Buturlin, cuyo principal mérito para este puesto es haber sido en otros tiempos su amante.

A decir verdad, si bien el generalísimo, designado in extremis, rebosa de buenas intenciones, no posee ni la autoridad ni la ciencia militar que se requieren. Sin embargo, ninguno de los íntimos de Isabel la ha puesto en guardia contra los riesgos de tal elección. Por un Iván Shuválov, que continúa preconizando la guerra a ultranza, ¡cuántos dignos consejeros de Su Majestad manifiestan extrañas vacilaciones, inexplicables rehuidas! Poco a poco, Isabel se percata de que en el propio palacio hay dos políticas irreconciliables, dos grupos de partidarios que se enfrentan valiéndose de argumentos, ardides y tapujos. Los unos, apelando a Su Majestad, incitan a la conquista por amor a la patria; los otros, cansados de una lucha costosa en vidas y en dinero, desean acabar con ella cuanto antes, aunque sea al precio de algunas concesiones. Dividida entre los dos bandos, Isabel estaría dispuesta a renunciar a sus pretensiones sobre la Prusia oriental con la condición de que Francia apoyara sus reivindicaciones sobre la Ucrania polaca. En San Petersburgo, en Londres, en Viena y en Versalles, los diplomáticos regatean implacablemente. Es su oficio y lo hacen encantados. Pero Isabel desconfía de sus argucias. A despecho de las habladurías sobre su estado de salud, tiene intención de seguir decidiendo el destino de su imperio mientras le queden fuerzas para leer el correo y recitar sus oraciones. Hay momentos en que lamenta ser una anciana y no poder, en su estado, ponerse a la cabeza de sus regimientos.

En realidad, no obstante los sobresaltos de la guerra y de la política, las cosas no van tan mal en Rusia. Aunque los acontecimientos hayan enturbiado la superficie de las aguas, en las profundidades circula una potente corriente, alimentada por el papeleo habitual de las cancillerías, las cosechas de las fincas agrícolas, el trabajo en las fábricas y en los talleres artesanales y las obras públicas, además del ir y venir de los barcos en los puertos y las caravanas en las estepas, con sus cargamentos de mercancías exóticas. Isabel interpreta esta actividad de hormiguero, que pese al alboroto exterior se realiza en silencio, como una muestra de la prodigiosa vitalidad de su pueblo. Pase lo que pase, piensa, Rusia es tan vasta, tan rica en tierra fértil y en hombres valerosos que no perecerá jamás. Si logran curarla de su sumisión a las maneras prusianas, la partida ya estará medio ganada. Por su parte, ella puede vanagloriarse de haber librado a la Administración de la mayoría de los alemanes que la encabezaban. Cuando sus consejeros le proponían un extranjero para un puesto importante, su respuesta era invariablemente: «¿No tenemos a un ruso que pueda ocuparlo?» Esta preferencia sistemática, que no había tardado en ser conocida por sus súbditos, había suscitado la llegada de nuevos estadistas y guerreros, deseosos de consagrarse al servicio del imperio. Al tiempo que renovaba la cúspide del funcionariado, la emperatriz se había esforzado en levantar la economía del país suprimiendo las aduanas interiores, en instituir bancos de crédito siguiendo el ejemplo de los demás Estados europeos, en alentar la colonización de las llanuras incultas del suroeste, en crear los primeros establecimientos de enseñanza secundaria y en fundar la Universidad de Moscú, después de la Academia eslavogrecolatina en la misma ciudad y de la Academia de las Ciencias en San Petersburgo. De este modo, a lo largo de su reinado ha mantenido contra viento y marea la apertura a la cultura occidental deseada por Pedro el Grande, sin sacrificar demasiado las tradiciones propias defendidas por la antigua nobleza. Si bien reconoce los defectos del sistema por el cual los campesinos son propiedad de los terratenientes, no se propone en absoluto renunciar a esta práctica secular. Por más que unos utopistas impenitentes sueñen con un paraíso donde ricos y pobres, mujiks y terratenientes, iletrados y sabios, ciegos y videntes, jóvenes y viejos, malabaristas y mancos tengan las mismas oportunidades en la vida, ella es demasiado consciente de la dura realidad rusa para apoyar semejante espejismo. En cambio, cuando ve que tiene al alcance de la mano la posibilidad de ampliar los límites geográficos de Rusia, la asalta un frenesí posesivo comparable al de un profesional de las apuestas ante la promesa de una ganancia segura.

A fines de 1761, cuando Isabel comienza a dudar de la capacidad de sus jefes militares, los rusos se apoderan de la plaza fuerte de Kolberg, en Pomerania. El ataque lo ha dirigido Rumiántsev, junto con un nuevo general que promete: un tal Alexandr Suvórov. Esta victoria inesperada da la razón a la emperatriz en contra de los escépticos y los derrotistas. Sin embargo, ella apenas tiene fuerzas para alegrarse. Las semanas de descanso que acaba de pasar en Peterhof no le han aportado ningún alivio. De regreso en la capital, su satisfacción por el ímpetu guerrero de su país se desvanece, ahuyentada por la obsesión de la muerte, las intrigas en torno a la herencia dinástica, los escándalos amorosos de la gran duquesa y la estúpida obcecación del gran duque en apostar por el triunfo de Prusia. No puede moverse de su habitación, pues, pese a todos los remedios, las llagas de las piernas le supuran. Además, sufre hemorragias y unos ataques de histeria que la dejan atontada y sorda durante horas. Recibe a los ministros sentada en la cama y tocada con un gorro de encaje. A veces, para distraerse, convoca a los mimos de una compañía italiana que ha hecho venir a San Petersburgo y observa sus muecas pensando con nostalgia en los tiempos en que los bufones la hacían reír. En cuanto se siente un poco animada, pide que le lleven sus vestidos más bonitos, escoge uno después de pensárselo detenidamente, se lo endosa a riesgo de reventar las costuras, se pone en manos del peluquero para que le rice el cabello como impone la última moda parisiense y anuncia su intención de asistir al próximo baile de la corte. Pero luego, plantada delante de un espejo, se aflige ante la visión de sus arrugas, de sus párpados marchitos, de su sotabarba y de la cuperosis de sus mejillas, y habiendo ordenado a sus camaristas que la desnuden, se mete de nuevo en la cama y se resigna a terminar sus días sumida en la soledad, el cansancio y los recuerdos. Cuando recibe a los pocos cortesanos que la visitan, ve en sus ojos una curiosidad sospechosa, la fría impaciencia del guerrero que permanece al acecho. Pese a sus gestos afectuosos, no van para compadecerla sino para averiguar si todavía le queda mucho tiempo de vida. Tan sólo Alexéi Razumovski le parece sinceramente conmovido. Pero ¿en qué piensa cuando la mira? ¿En la mujer enamorada y exigente que ha tenido tantas veces entre sus brazos o en aquella cuyo féretro adornará mañana con flores?

Pronto a esta obsesión funesta de Isabel viene a añadirse otra: el miedo a un incendio. El viejo palacio de Invierno, donde la zarina vive en San Petersburgo desde el comienzo de su reinado, es un inmenso edificio de madera que la más pequeña chispa haría arder como si fuese una antorcha. Si el fuego prendiera en un rincón de sus aposentos, ella perdería todos sus muebles, todas sus imágenes santas, todos sus vestidos. Seguramente ni siquiera tendría tiempo de huir y perecería abrasada. En la capital son frecuentes esta clase de siniestros. Debería hacer acopio de valor y tomar la decisión de mudarse. Pero ¿adónde? La construcción del nuevo palacio que Isabel ha encargado a Rastrelli está retrasándose tanto que no puede confiar en verlo acabado antes de dos o tres años. El arquitecto italiano pide trescientos ochenta mil rublos sólo para terminar los aposentos privados de Su Majestad, pero Isabel no dispone de ese dinero y no sabe de dónde sacarlo. Mantener al ejército en campaña le cuesta un ojo de la cara. Además, en junio de 1761, un incendio ha destruido los depósitos de cáñamo y lino, unas valiosas mercancías cuya venta hubiera ayudado a llenar las arcas del Estado.

Para consolarse de esta penuria y este desorden típicamente rusos, la zarina ha empezado de nuevo a beber grandes cantidades de alcohol. Cuando ha ingerido un número suficiente de copas, se desploma en la cama, vencida por un sopor casi bestial. Sus camaristas velan su descanso. Tiene a su lado, además, un guardián nocturno, el spálnik, encargado de permanecer atento a su respiración, escuchar sus lamentaciones y calmar sus angustias en los ratos en que emerge de la oscuridad y recupera la conciencia. Seguramente le cuenta a este hombre inculto, ingenuo y servicial como un animal doméstico, las inquietudes que la asaltan en cuanto cierra los ojos. Las historias de la familia y las sutilezas de la política llevan tanto tiempo dando vueltas dentro de su cabeza que se han convertido en una bazofia indigesta. Mientras rumia viejos rencores y vanas ilusiones, espera que la muerte aguarde al menos hasta que haya firmado un acuerdo definitivo con el rey de Francia. El hecho de que Luis XV no la quisiera como prometida cuando ella sólo tenía catorce años y él quince puede ser comprensible. Pero que dude en reconocerla hoy como única y fiel aliada, cuando los dos están en la cima de la gloria, eso es algo que, a su entender, no tiene explicación. ¡El bribón de Federico II no rechazaría semejante regalo! Claro que el rey de Prusia cuenta con el gran duque Pedro para hacer que Rusia se arrepienta. Isabel preferiría ser maldecida por la Iglesia antes que aceptar una humillación como ésa. Para demostrar que todavía es capaz de ocuparse de los asuntos de Estado, el 17 de noviembre emite un decreto destinado a reducir el impuesto sobre la sal, muy impopular, y, en una muestra de indulgencia tardía, publica una lista de condenados a cadena perpetua que deben ser puestos en libertad. Poco después, una hemorragia más violenta que de costumbre la obliga a interrumpir toda actividad. Cada vez que tose, vomita chorros de sangre. Los médicos ya no se apartan de su lado y confiesan que, en su opinión, no queda ninguna esperanza.

El 24 de diciembre de 1761, Isabel recibe la extremaunción y encuentra la fuerza suficiente para repetir las palabras de la oración de los moribundos pronunciadas por el sacerdote. En este mundo que se aparta poco a poco de ella, como aspirado hacia la nada, intuye la lamentable agitación de los que la enterrarán mañana. No es ella la que está muriendo, es el universo de los demás. Puesto que no ha resuelto nada sobre su sucesión, encomienda a Dios decidir la suerte de Rusia después de su último suspiro. ¿Acaso allá arriba no saben mejor que aquí abajo lo que le conviene al pueblo ruso? Hasta el día siguiente, 25 de diciembre, fecha del nacimiento de Jesús, la zarina lucha contra la oscuridad que invade su cerebro. Hacia las tres de la tarde, deja de respirar y un gran sosiego se extiende por su rostro, donde todavía quedan unos restos de maquillaje. Acaba de cumplir cincuenta ytres años.

Cuando las puertas de la cámara mortuoria se abren de par en par, todos los cortesanos reunidos en la sala de espera se arrodillan, se santiguan y bajan la cabeza para escuchar el anuncio fatídico, pronunciado por el anciano príncipe Nikita Trubetzkói, procurador general del Senado: «Su Majestad Imperial Isabel Petrovna se ha dormido en la paz del Señor.» El príncipe añade la fórmula consagrada: «Nos ha ordenado vivir muchos años.» Finalmente, declara con voz potente para no dar lugar a equívocos: «Dios guarde a nuestro Muy Gracioso Soberano, el emperador Pedro III.»

Tras la muerte de Isabel, «la Clemente», sus allegados hacen el respetuoso inventario de sus armarios y baúles, en los que encuentran quince mil vestidos, algunos de los cuales Su Majestad no se puso nunca, salvo quizá ciertas noches de soledad para contemplarse en un espejo.

Los primeros en inclinarse ante el cuerpo maquillado y engalanado de la difunta son, como está establecido, su sobrino Pedro III, que tiene dificultad para disimular su alegría, y su nuera Catalina, preocupada ya por cómo utilizará este nuevo reparto de las cartas. El cadáver, embalsamado, perfumado, con las manos juntas y una corona en la cabeza, permanece expuesto seis semanas en una sala del palacio de Invierno. Entre la multitud que desfila ante el féretro abierto, numerosos desconocidos lloran a Su Majestad, que tanto amaba a los humildes y no vacilaba en castigar las faltas de los poderosos. Pero las miradas de los visitantes se desplazan irresistiblemente de la máscara impasible de la zarina al rostro pálido y grave de la gran duquesa. Arrodillada junto al catafalco, Catalina parece absorta en una plegaria sin fin. En realidad, al tiempo que murmura interminables oraciones, reflexiona acerca de la conducta que deberá adoptar en el futuro para contrarrestar la hostilidad de su marido.

Después de la visita del pueblo a la difunta emperatriz, se procede a transportar el cuerpo desde el palacio a la catedral de Nuestra Señora de Kazan. También allí, durante las ceremonias religiosas, que durarán diez días, Catalina sorprende a los asistentes por sus manifestaciones de tristeza y piedad. ¿Quiere demostrar de este modo hasta qué punto es rusa, mientras que su esposo, el gran duque Pedro, no desaprovecha ninguna ocasión para demostrar que no lo es? Durante el traslado solemne del féretro desde la catedral de Nuestra Señora de Kazan hasta la de la fortaleza San Pedro y San Pablo donde el cadáver será inhumado en la cripta reservada a los soberanos de Rusia, el nuevo zar escandaliza incluso a las personas de mente más abierta riendo y contorsionándose detrás del coche fúnebre. Sin duda quiere vengarse por todas las humillaciones pasadas sacándole la lengua a la difunta, pero nadie se ríe de sus payasadas en un día de luto nacional. Observando a su marido a hurtadillas, Catalina se dice que está labrándose inconscientemente su propia ruina. Además, proclama demasiado pronto cuáles son sus intenciones. La noche que sigue a su advenimiento al trono, ordena a las tropas rusas que evacúen inmediatamente los territorios que ocupan en Prusia y en Pomerania. Al mismo tiempo, propone a Federico II, el vencido de ayer, que firme con él un «acuerdo de paz y de amistad eternas». Obcecado por la admiración que profesa a un enemigo tan prestigioso, amenaza con imponer a la Guardia imperial rusa el uniforme holsteinés, disolver de un plumazo algunos regimientos considerados demasiado adictos a la difunta, meter en vereda a la Iglesia ortodoxa y obligar a los sacerdotes a afeitarse la barba y llevar redingote, a imagen y semejanza de los pastores protestantes.

Su germanofilia alcanza tales proporciones que Catalina teme ser de un momento a otro repudiada y encerrada en un convento. Sin embargo, sus partidarios le repiten que toda Rusia la respalda y que las unidades de la Guardia imperial no tolerarán que le toquen ni un pelo. Los cinco hermanos Orlov, con su amante Grigori a la cabeza, la convencen de que, lejos de desesperar, debería alegrarse por el giro que han tomado los acontecimientos. Según ellos, ha llegado el momento de jugarse el todo por el todo. ¿Acaso Catalina I, Ana Ivánovna e Isabel I no conquistaron el trono gracias a un acto de valentía? Las tres primeras emperatrices de Rusia le muestran el camino. Ella no tiene más que seguir sus pasos.

El 28 de junio de 1762, el mismo día en que el barón de Breteuil escribe en un despacho a su gobierno que en el país se alza «un grito público de descontento», Catalina, guiada por Alexéi Orlov, visita a los regimientos de la Guardia, pasa de un cuartel a otro y comprueba que en todas partes es aclamada. La consagración suprema la recibe inmediatamente después en Nuestra Señora de Kazan, donde los sacerdotes, agradecidos por la piedad que tan frecuentemente ha demostrado, la bendicen para que afronte su destino imperial. Al día siguiente, cabalgando con uniforme de oficial a la cabeza de varios regimientos adheridos a su causa, se dirige hacia Oranienbaum, donde su marido, que no sospecha nada, descansa entre los brazos de su amante, Elizaveta Voróntsov. Pedro recibe atónito a los emisarios de su mujer y escucha de su boca que una sublevación militar acaba de destronarlo. En vista de que sus tropas holsteinesas no han podido oponer resistencia a los insurrectos, firma, sollozando y temblando de miedo, el acta de abdicación que le presentan. Tras lo cual, los partidarios de Catalina le hacen subir a un coche cerrado y lo conducen al castillo de Ropcha, a unas treinta verstas de San Petersburgo, donde lo dejan instalado bajo vigilancia.

El domingo 30 de junio de 1762, Catalina regresa a San Petersburgo, saludada por carillones, salvas de artillería y gritos de júbilo. [64] Se diría que Rusia celebra que ha vuelto a ser rusa gracias a ella. ¿Es tal vez el hecho de que sea de nuevo una mujer la que está al mando del imperio lo que tranquiliza al pueblo? En el orden de la sucesión dinástica, será la quinta, después de Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna e Isabel I (Petrovna), en subir los peldaños del trono. ¿Quién ha dicho que la falda obstaculiza los movimientos naturales de la mujer? Catalina no se ha sentido jamás tan cómoda ni tan segura de sí misma. Las que la han precedido en esta dignidad máxima le dan ánimos y una especie de legitimidad. Ahora es la cabeza, no el sexo, la mejor baza para tomar el poder.

Seis días después de su entrada apoteósica en San Petersburgo, Alexéi Orlov, muy preocupado, la informa en una carta de que Pedro III ha sido mortalmente herido en el transcurso de una pelea con sus guardianes, en Ropcha. Catalina está aterrada. ¿La acusará el pueblo de ser la responsable de ese violento y sospechoso final? Toda esa gente que ayer la ovacionó en las calles ¿la odiará por un crimen que no ha cometido pero que la beneficia enormemente? Apenas un día más tarde, respira aliviada. Nadie está afligido por la muerte de Pedro III y a nadie se le ocurre sospechar que ella haya sido la causante de una desaparición tan necesaria. Incluso tiene la impresión de que ese crimen que ella reprueba responde a un deseo secreto de la nación.

Algunas de las personas de su entorno asistieron al advenimiento, en 1725, de otra Catalina, la primera en llevar este nombre. Esas personas no pueden evitar pensar que desde entonces han pasado treinta y siete años y que en el transcurso de ese período cuatro mujeres han ocupado, una tras otra, el trono de Rusia: las emperatrices Catalina I, Ana Ivánovna e Isabel I, con el breve intermedio de una regencia a cargo de Ana Leopóldovna. ¿Cómo evitar que los supervivientes comparen entre sí a las diferentes soberanas que han encarnado sucesivamente, y en tan poco tiempo, el poder supremo? Los más viejos, rebuscando en sus recuerdos, descubren curiosas similitudes entre estas autócratas con faldas. En Catalina I, Ana Ivánovna y Ana Leopóldovna ven la misma lubricidad, los mismos excesos en el placer y la crueldad, el mismo gusto por las bufonadas y la fealdad, todo ello aliado con la misma búsqueda del lujo y la misma necesidad de engañar con falsas apariencias. Este frenesí primitivo y este egoísmo innato también estaban presentes en Isabel, pero atemperados por la preocupación de parecer «clemente», de acuerdo con el sobrenombre que le había puesto el pueblo. Evidentemente, para los habituales de la corte hay cientos de particularidades más que distinguen la forma de ser de cada una de estas personalidades desbordantes. Pero, para alguien que no haya vivido en su estela, en algunos momentos la confusión parece total. ¿Fue a Catalina I, a Ana Leopóldovna, a Ana Ivánovna o a Isabel I a quien se le ocurrió aquella noche de bodas de los dos bufones encerrados en un palacio de hielo? ¿Cuál de estas mujeres omnipotentes tuvo por amante a un cosaco, chantre de la capilla imperial? ¿Cuál de las cuatro se divirtió igualmente con las muecas de sus enanos y con los gemidos de los prisioneros sometidos a tortura? ¿Cuál conjugó, con una avidez devoradora, los placeres de la carne y los de la actividad política? ¿Cuál fue bondadosa satisfaciendo al mismo tiempo sus instintos más viles, piadosa insultando a Dios a cada paso? ¿Cuál, pese a no saber apenas leer y escribir, fundó una universidad en Moscú y permitió a Lomonósov sentar las bases de la lengua rusa moderna? Para los atónitos contemporáneos, durante este lapso de tiempo no ha habido tres zarinas y una regente, sino una sola mujer, tirana y egoísta, que, con rostros y nombres diferentes, ha inaugurado la era del matriarcado en Rusia.

Tal vez porque amó mucho a los hombres, a Isabel le gustó tanto dominarlos. Y ellos, eternos bravucones, se sintieron felices de notar su tacón en la nuca e incluso pidieron más. Reflexionando en el destino de sus ilustres predecesoras, Catalina se dice que esa capacidad para ser moralmente masculina en las decisiones políticas y físicamente femenina en la cama debe de ser la característica de todas sus congéneres que se precian de tener una opinión acerca de los asuntos del Estado. En lugar de mitigar su sensualidad, el ejercicio de la autocracia la exacerba.

Cuantas más responsabilidades asumen en la dirección de la nación, más necesidad sienten de saciar su instinto genésico, reprimido durante las aburridas conversaciones ministeriales. ¿No será eso la prueba de la ambivalencia original de la mujer, que, lejos de tener por única vocación el placer y la procreación, está igualmente en su papel cuando dirige el destino de un pueblo?

De repente, Catalina ve con una claridad diáfana una evidencia histórica: Rusia es, más que ninguna otra tierra, el imperio de las mujeres. Ella sueña con modelarla a su manera, con pulirla sin desnaturalizarla. Desde la primera Catalina hasta la segunda, las costumbres han cambiado imperceptiblemente. En los salones, la robusta barbarie oriental ya se da aires de cultura europea. La nueva zarina está resuelta a alentar esta metamorfosis, pero su próxima ambición es hacer olvidar sus orígenes germanos, su acento alemán y su antiguo nombre, Sofía de Anhalt-Zerbst, y ser para todos los rusos la más rusa de las soberanas, la emperatriz Catalina II de Rusia. Tiene treinta y tres años y toda la vida por delante para demostrar su valor. Es más de lo que hace falta cuando, como ella, uno tiene fe en su estrella y en su país. Y le da igual que ese país no sea donde ha nacido, porque es el que ha elegido. No hay nada más noble, piensa Catalina, que construir el propio futuro al margen de las nociones de nacionalidad y genealogía. ¿No es por eso por lo que un día la llamarán Catalina la Grande?

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