Capítulo dos

El reinado relámpago de Catalina I

Catalina I se acerca a la cincuentena. Ha vivido, amado, reído y bebido mucho, pero no se siente saciada. Los que la trataron en su período fausto la describen como una mujer corpulenta y mofletuda, con papada, risueña, de mirada pícara, boca glotona, ataviada con vistosos oropeles, maquillada, recargada de joyas y de una higiene dudosa. Sin embargo, mientras que todo el mundo coincide en señalar sus modales de cantinera disfrazada de soberana, las opiniones varían más cuando se trata de comentar su inteligencia y su capacidad de decisión. Si bien apenas sabe leer y escribir, si bien habla ruso con un acento polaco teñido de sueco, desde los primeros días de su reinado demuestra una loable aplicación en la tarea de llevar a la práctica el pensamiento de su marido. Para impregnarse mejor de las cuestiones de política exterior, incluso ha aprendido un poco de francés y de alemán. En todo tipo de circunstancias, prefiere confiar en el sentido común que le ha proporcionado una infancia difícil. Algunos de sus interlocutores la encuentran más humana, más comprensiva que el difunto zar. Con todo, consciente de su inexperiencia, consulta a Ménshikov antes de tomar cualquier decisión importante. Sus enemigos afirman a sus espaldas que éste la tiene totalmente sometida y que ella teme desagradarle tomando iniciativas personales. ¿Sigue acostándose con él? Si bien en el pasado no se privó de hacerlo, es poco probable que a su edad y en su situación continúe manteniendo ese tipo de relación. Ávida de carne fresca, puede permitirse placeres más sabrosos que los de un retorno a las fuentes entre los brazos de un hombre entrado en años. Aprovechando su total libertad de elección, cambia de amante a su capricho y no repara en gastos a la hora de recompensarlos por sus proezas nocturnas. El embajador de Francia Jacques de Campredon se complace en enumerar en sus memorias a algunos de esos escogidos de corta duración: «Ménshikov sólo está ya para aconsejar -escribe-. El conde Loewenwolde parece tener más derechos. Devier todavía forma parte de los favoritos prestigiosos. El conde Sapieha también ha logrado estar entre ellos. Es un apuesto muchacho muy bien constituido. Le envían a menudo ramos y joyas […]. Hay otros favoritos de segunda clase, pero sólo los conoce Johanna, antigua doncella de la zarina y depositaria de sus placeres.» En las numerosas cenas que ofrece a sus compañeros de justas amorosas, Catalina bebe como una esponja. Por orden suya, el vodka corriente (prostáia) alterna en la mesa con licores fuertes, franceses y alemanes. Es frecuente que se desmaye tras una de estas comidas copiosamente regadas. «La zarina ha estado bastante mal a raíz de uno de estos excesos que tuvo lugar el día de San Andrés -escribe el propio Campredon en un informe a su ministro fechado el 25 de diciembre de 1725-. Ha salido del mal paso gracias a una sangría; pero, como está terriblemente repleta y lleva una vida muy desordenada, se cree que sufrirá algún accidente que acortará sus días.» [4]

Estas borracheras y estos revolcones no impiden que Catalina, en cuanto se recupera, se comporte como una verdadera autócrata. Riñe y abofetea a las sirvientas por naderías, levanta la voz ante sus consejeros ordinarios, asiste sin rechistar a los fastidiosos desfiles de la Guardia, monta a caballo durante horas para calmar su nerviosismo y demostrar a todos su resistencia física. Como tiene un profundo sentido de la familia, hace venir desde sus lejanas provincias a hermanos y hermanas cuya existencia Pedro siempre ha querido ignorar. Invitados por ella, antiguos campesinos livonios o lituanos, toscos y envarados con sus atuendos de gala, hacen su aparición en los salones de San Petersburgo. Títulos de conde y príncipe caen sobre sus cabezas, para gran escándalo de los aristócratas auténticos. Algunos de estos nuevos cortesanos de manos callosas se unen a los habituales comensales de Su Majestad en los cónclaves del buen humor y la disipación.

No obstante, por ávida que esté de diversiones desenfrenadas, Catalina siempre reserva unas horas para ocuparse de los asuntos públicos. Ménshikov continúa dictándole las decisiones cuando se trata del interés del Estado, pero, con el paso del tiempo, Catalina va envalentonándose hasta llegar a discutir a veces las opiniones de su mentor. Al tiempo que reconoce que nunca podrá prescindir de los juicios de este hombre competente, abnegado y retorcido, lo convence para instaurar en torno a ella un Alto Consejo secreto cuyos miembros serán, además de su inspirador, Ménshikov, otros personajes cuya fidelidad a Su Majestad es notoria: Tolstói, Apraxin, el vicecanciller Golovkin, Ósterman… Este gabinete supremo arrincona al tradicional Senado, que sólo debate ya cuestiones secundarias. Por instigación del Alto Consejo, Catalina decide hacer más llevadera la suerte de los viejos creyentes perseguidos por sus concepciones heréticas, crear una Academia de las Ciencias según el deseo de Pedro el Grande, acelerar el embellecimiento de la capital, velar por la construcción del canal de Ladoga y equipar la expedición del navegante danés Vitus Bering a Kamchatka.

Estas prudentes resoluciones casan bien, dentro de la mente en efervescencia de la zarina, con su gusto por el alcohol y el amor. Es voraz y perspicaz, de una sensualidad vulgar y una lucidez fría. Nada más saborear los goces complementarios del poder y de la voluptuosidad, vuelve a su preocupación primordial: la familia. Toda madre, aunque sea zarina, tiene la misión de ocuparse de casar a sus hijas cuando alcanzan la edad de la pubertad. Catalina ha traído al mundo dos muchachas agradables a la vista y con una mente bastante despierta para gustar tanto por su conversación como por su rostro. La mayor, Ana Petrovna, fue prometida no hace mucho al duque de Holstein-Gottorp, Carlos Federico. Hombre enclenque, nervioso y poco agraciado, lo único que tiene el duque para seducir a la joven es el título. Pero la razón puede imponerse a los sentimientos cuando, tras la unión de las almas, se perfilan alianzas políticas y anexiones territoriales. La boda se retrasó debido a la muerte de Pedro el Grande, y Catalina planea ahora celebrarla el 21 de mayo de 1725. Ana se resigna, por sumisión a la voluntad materna, a lo que para ella no es sino un triste arreglo. Tiene diecisiete años; Carlos Federico, veinticinco. El arzobispo Feofán Prokópovich, que unas semanas antes celebró en eslavón, la lengua de la Iglesia, el oficio fúnebre de Pedro el Grande, bendice la unión de la hija del desaparecido con el hijo del duque Federico de Holstein y de Hedwige de Suecia, hija a su vez del rey Carlos XI. Como el novio no habla ni eslavón ni ruso, un intérprete le traduce al latín los pasajes esenciales. El banquete es amenizado por las contorsiones y las muecas de una pareja de enanos que surgen, en el momento del postre, de los lados de una enorme empanada. La concurrencia se troncha de risa y estalla en aplausos. La joven novia también se divierte. No sospecha la amarga decepción que la espera. Tres días después de la ceremonia nupcial, el residente sajón hace saber a su rey que Carlos Federico ya ha dormido fuera tres veces, dejando a Ana sola y aburrida en la cama. «La madre está desesperada por el sacrificio de su hija», escribe en su informe. Poco después, añadirá que la esposa desdeñada se consuela pasando la noche con unos y con otros». [5]

Aun lamentando que su hija mayor haya tenido tan mala suerte, Catalina se niega a declararse vencida y, puesto que a su yerno parecen tentarlo poco los asuntos amorosos, trata de interesarlo en los asuntos públicos. Ha dado en el clavo: Carlos Federico es un apasionado de la política. Invitado a participar en las reuniones del Alto Consejo secreto, interviene en los debates con tanto ardor que Catalina, alarmada, a veces considera que se inmiscuye en cuestiones que no le incumben. Descontenta con este primer yerno, espera corregir su error de puntería concertando para su segunda hija, Isabel, la preferida de Pedro el Grande, un matrimonio que sea la envidia de toda Europa. Ella ha conocido Europa sobre todo a través de los comentarios de su marido y, desde hace poco escuchando los informes de sus diplomáticos. Pero, si bien Pedro el Grande se sentía seducido por la disciplina, la eficacia y el rigor germanos, ella es cada vez más sensible al encanto y el espíritu de Francia, de los que le hablan machaconamente quienes han visitado dicho país. A su alrededor se afirma que las celebraciones y los entretenimientos de la corte de Versalles son de un refinamiento sin par. Algunos llegan incluso a asegurar que la elegancia y la inteligencia de las que se enorgullece el pueblo francés sirven para adornar con mil gracias la autoridad ilustrada de su gobierno y el poder de su ejército. El embajador de Francia, Jacques de Campredon, le habla a menudo a Catalina de lo interesante que sería un acercamiento entre dos países que lo tienen todo para entenderse. Un acuerdo así libraría a la emperatriz, según él, de las solapadas intervenciones de Inglaterra, que no desaprovecha ninguna ocasión para entrometerse en los litigios de Rusia con Turquía, Dinamarca, Suecia o Polonia. Desde que este distinguido diplomático asumió sus funciones en San Petersburgo, hace cuatro años, no ha dejado de recomendar con discreción una alianza francorrusa. Al poco de llegar a la corte, informó a su ministro, el cardenal Dubois, de que la hija pequeña del zar, la joven Isabel Petrovna, «muy amable y muy bien hecha», sería una excelente esposa para un príncipe de la casa de Francia. Sin embargo, en esa época el regente era favorable a los ingleses y temía irritarlos manifestando algún interés por una gran duquesa rusa. Jacques de Campredon, tenaz, insiste ahora en su idea inicial. ¿Acaso las negociaciones rotas con el zar no pueden reanudarse, tras la muerte de éste, con la zarina? Campredon quiere convencer a su gobierno de la conveniencia de hacerlo y, para preparar el terreno, redobla su amabilidad hacia Catalina. La emperatriz se siente halagada en su orgullo materno por la admiración que el diplomático manifiesta hacia su hija. ¿No es como un signo precursor del apego que todos los franceses sentirán un día por Rusia? Recuerda con emoción la ternura que Pedro el Grande prodigaba años atrás a la pequeña Isabel, tan joven entonces, tan rubia, tan grácil, tan juguetona… La chiquilla sólo tenía siete años cuando su padre le pidió al pintor francés Caravaque, un asiduo de palacio en San Petersburgo, que la pintara desnuda para poder contemplarla en todo momento, a su capricho. Sin duda habría estado muy orgulloso de que su hija, tan bella y virtuosa, fuera elegida como esposa por un príncipe de Francia. Unos meses después de los funerales de su marido, Catalina se muestra de nuevo atenta a las sugerencias de Campredon. Las negociaciones matrimoniales se reanudan en el punto donde habían sido dejadas al morir el zar.

En el mes de abril de 1725 se extiende el rumor de que la infanta María Ana, de siete años, hija del rey Felipe V de España y, por lo que se decía, prometida a Luis XV, de quince años, está a punto de ser devuelta a su país porque el duque de Borbón [6] la considera demasiado joven para el papel que le tienen destinado. De repente, Catalina se entusiasma de nuevo y convoca a Campredon, que no puede sino confirmarle la noticia. Ella se compadece de la suerte de la desdichada infanta, pero declara que la decisión del regente no la sorprende, pues no se puede jugar impunemente con el candor sagrado de la infancia. Luego, como no se fía del gran maestro de la corte, Narishkin, que asiste a la entrevista, continúa la conversación en sueco. Tras elogiar las cualidades físicas y morales de Isabel, destaca la importancia que la gran duquesa tendría en el tablero internacional en caso de llegar a un acuerdo familiar con Francia. La zarina no se atreve a expresar abiertamente lo que de verdad piensa y se limita a proclamar, con un brillo profético en los ojos: «La amistad y la alianza con el rey de Francia nos serían preferibles a las de todos los demás príncipes del mundo.» Su sueño es que su querida y pequeña Isabel, «ese trozo del rey», se convierta en reina de Francia. ¡Cuántos problemas encontrarían una fácil solución, de un extremo a otro de Europa, si Luis XV aceptara ser su yerno! En caso necesario, promete, la novia abrazará la religión católica. Ante tal ofrecimiento, que más parece una declaración de amor, Campredon se deshace en agradecimientos y solicita un plazo para transmitir los detalles de la proposición a las altas instancias. Ménshikov, por su parte, asedia al embajador y le jura que la inteligencia y la gracia de Isabel son «dignas del genio francés», que ha «nacido para Francia» y que deslumbraría a Versalles en cuanto hiciera su primera aparición en la corte. Convencido de que el regente no tendrá el descaro de resistirse a estos argumentos dictados por una amistad sincera, va más lejos aún y sugiere completar el matrimonio de Luis XV e Isabel con el del duque de Borbón y María Leszczynska, la hija del rey Estanislao de Polonia, actualmente exiliado en Wissembourg. Porque, efectivamente, este soberano desposeído podría volver un día u otro a subir al trono, si Rusia no viera en ello demasiados inconvenientes.

Los intercambios de informes secretos entre las cancillerías duran tres meses. Para gran sorpresa de Catalina, en el lado francés todavía no se perfila ninguna solución. ¿Habrán movido mal las fichas? ¿Tendrían que pensar tal vez en hacer otras concesiones u otras promesas para ganar la partida? Catalina se halla perdida en un mar de conjeturas cuando, en septiembre de 1725, la noticia estalla como un trueno en el cielo brumoso de San Petersburgo: en contra de todas las previsiones, Luis XV va a casarse con María Leszczynska, una polaca insignificante que tiene veintidós años y que la emperatriz de Rusia pensaba ofrecer como regalo al duque de Borbón. El anuncio es un tremendo desaire para la zarina. Furiosa, encarga a Ménshikov que averigüe las razones de ese enlace desigual. Éste va a ver a Campredon como quien acude a una cita entre testigos antes de un duelo a espada. El diplomático, acosado a preguntas, intenta nadar entre dos aguas, se pierde en explicaciones deshilvanadas, habla de una inclinación recíproca entre los prometidos, cosa que parece poco verosímil, y acaba por dar a entender que la casa de Francia no carece de pretendientes que, a falta de un rey, podrían satisfacer a la bella Isabel. Ciertos príncipes, insinúa, son mejores partidos que el propio soberano. Agarrándose a la tabla de salvación que le tienden, Catalina, decepcionada por Luis XV, decide conformarse con el duque de Charolais. Esta vez, piensa, no se la podrá acusar de que apunta demasiado alto. Enterada de este regateo, Isabel se siente herida en su orgullo y suplica a su madre que renuncie a sus irreflexivas ambiciones, que las deshonran a ambas. Pero Catalina pretende saber mejor que nadie lo que le conviene a su hija, y cuando cree haber apostado al fin por el caballo ganador, de pronto choca con el más humillante rechazo. «Monseñor ha aceptado otros compromisos», le dice Campredon con una cortesía afligida. El embajador está realmente harto de ser el encargado de infligir una afrenta tras otra a la emperatriz. La corte de Rusia se le ha vuelto insoportable. Querría renunciar a su puesto, pero su ministro, el conde de Morville, le ordena permanecer en él y evitar, por una parte, todo debate en torno al matrimonio de Isabel, y, por la otra, todo intento de acercamiento entre San Petersburgo y Viena. Esta doble responsabilidad inquieta al prudente Campredon. No comprende la política zigzagueante de su país. Al enterarse de que Catalina ha invitado al Alto Consejo secreto a romper las relaciones con Francia, que obviamente no quiere nada de ella, y a preparar una alianza ofensiva y defensiva con Austria, la cual está dispuesta a ayudar a Rusia pase lo que pase, el diplomático, decepcionado, estafado, asqueado, pide sus credenciales y el 31 de marzo de 1726 se marcha de las orillas del Nevá para no regresar jamás.

Tras su partida, Catalina se siente como engañada en una pasión de juventud. La Francia que ella tanto amaba la desprecia y la traiciona con otra. No ha sido a su hija a quien le han dado una patada sino a ella, con su cetro, su corona, su ejército, la historia gloriosa de su patria y sus esperanzas desmesuradas. Ofendidísima, envía a Viena a un representante encargado de negociar la alianza que tantas veces ha rechazado. Ahora, Europa se divide en dos bandos: por un lado, Rusia, Austria y España; por el otro, Francia, Inglaterra, Holanda y Prusia. El reparto de fuerzas puede cambiar, por supuesto, y es posible que se produzcan trasvases de influencia por encima de las fronteras, pero, en conjunto, para Catalina el mapa de los años venideros ya está trazado.

En este desbarajuste diplomático, sus consejeros se afanan, proponen, regatean, se enfadan y se reconcilian. Desde que forma parte del Alto Consejo secreto, el duque Carlos Federico de Holstein se distingue por la audacia de sus exigencias. Su necesidad de recuperar los territorios que antaño pertenecieron a su familia se convierte en una idea fija. Ve toda la historia del mundo a través de la del minúsculo ducado que es, afirma, su patrimonio. Catalina, irritada por sus continuas reivindicaciones, acaba por pedir oficialmente al rey de Dinamarca que devuelva el Schleswig a su yerno, el gran duque de Holstein-Gottorp, y ante la negativa categórica por parte del soberano danés, Federico IV, apela a la amistad de Austria y consigue que ésta apoye, llegado el caso, las reivindicaciones del dinámico Carlos Federico sobre el terreno que, todavía ayer, formaba parte de su herencia y del que se ha visto desposeído por los vergonzosos tratados de Estocolmo y Frederiksborg. La entrada de Inglaterra en este embrollo no hace más que sembrar la confusión.

La zarina está exasperada por el modo en que se han enredado los asuntos públicos. Siguiendo su costumbre, busca un remedio para sus males en la bebida. Sin embargo, los excesos gastronómicos, lejos de curarla de su angustia, acaban de minar su salud. Hay días en los que está de juerga hasta las nueve de la mañana siguiente y se derrumba en la cama, borracha perdida, entre los brazos de un hombre al que apenas reconoce. Los rumores de esta vida desordenada consternan a las personas de su entorno. Entre los cortesanos corren murmuraciones que predicen el naufragio de la monarquía. Como si los sempiternos chismes no bastaran para envenenar la atmósfera de palacio, vuelve a hablarse con insistencia de ese diablillo, el nieto de Pedro el Grande, que según algunos ha sido injustamente apartado del poder. El hijo del desdichado Alejo, el cual pagó con su vida la audacia de haberse opuesto a la política del «Reformador», emerge, aturullado, entre la maraña de discusiones sobre la sucesión. Los adversarios del inocente consideran que debe compartir la degradación paterna y que está excluido para siempre de las prerrogativas de la dinastía. Pero otros afirman que sus derechos a la corona son inalienables y que es el más indicado para subir al trono bajo la tutela de sus allegados. Sus partidarios se encuentran sobre todo entre los nobles de rancio abolengo y los miembros del clero provincial.

Se producen levantamientos espontáneos en puntos dispersos del país. De momento, nada grave: tímidas congregaciones ante las iglesias, conciliábulos a la salida de misa, el nombre del pequeño Pedro aclamado por la multitud el día de su santo… Para tratar de desactivar la amenaza de un golpe de Estado, el canciller Ósterman propone casar al zarevich, que aún no ha cumplido once años, con su tía Isabel, que tiene diecisiete. Nadie se preocupa de averiguar si este arreglo es del agrado de los interesados. Ni siquiera Catalina, habitualmente muy sensible a los impulsos del corazón, se plantea una sola pregunta sobre el futuro de la pareja que, por iniciativa suya, formarán un chiquillo apenas púber y una muchacha ya crecida. Con todo, si bien la diferencia de edad no parece un obstáculo para los impenitentes casamenteros, éstos reconocen que posiblemente la Iglesia se opondrá a esa unión consanguínea. Tras largas discusiones, la idea se descarta. Por lo demás, Ménshikov tiene una propuesta mejor. Haciendo un alarde de osadía, sugiere casar al zarevich Pedro, no con su tía Isabel, sino con la hija del propio Ménshikov, María Alexándrovna, en la que concurren, dice él, la belleza del alma y la del cuerpo. Casándose con ella, Pedro sería el más feliz de los hombres. Claro que la muchacha está prometida desde 1721 a Piotr Sapieha, palatino de Smoliensk, y se dice que está perdidamente enamorada de él, pero ese detalle no detiene a Catalina. ¡Si hubiera que tener en cuenta los sentimientos de todos antes de pedir la bendición de un sacerdote, no casarían nunca a nadie! De repente, la zarina decide romper el noviazgo de esos tortolitos que se interfieren en sus deseos y casar al zarevich Pedro Alexéievich con la señorita María Alexándrovna Ménshikov, mientras que a Piotr Sapieha se le ofrecerá, en compensación, una sobrina segunda de Su Majestad, Sofía Skavronska. En el ínterin, Sapieha ha sido admitido en repetidas ocasiones en la acogedora cama de Catalina, y de este modo ella ha podido comprobar las cualidades viriles del hombre que destina a su joven parienta. Sapieha, que es un vividor, no protesta por el cambio de novia; Catalina y Ménshikov se felicitan por haber solucionado el asunto en un abrir y cerrar de ojos; tan sólo la infortunada María Alexándrovna llora por su amor perdido y maldice a su rival, Sofía Skavronska.

En el otro extremo de la contradanza, Ana y su marido, el duque Carlos Federico de Holstein, también están consternados por la posibilidad de un matrimonio que, con el pretexto de servir a la causa de Pedro Alexéievich, contribuiría en realidad a reforzar la hegemonía del futuro suegro de éste, Ménshikov, y sin duda alejaría un poco más aún del trono a las dos hijas de Pedro el Grande. Considerándose sacrificadas, aunque por razones diferentes, Ana e Isabel se arrojan a los pies de su madre y le suplican que renuncie a la idea de esos escandalosos esponsales que, en definitiva, sólo satisfacen a su instigador, el tortuoso Ménshikov.

Las apoya en sus recriminaciones el enemigo jurado del antedicho, el conde Tolstói, que está rabioso al ver que su competidor directo afianza su autoridad casando a su hija con el heredero de la corona de Rusia. Catalina parece confusa por este concierto de quejas, accede a reflexionar sobre el asunto y despide a todo el mundo sin haber tomado ninguna decisión ni hecho ninguna promesa.

El tiempo pasa y el abatimiento de Ana y de Isabel se acentúa de día en día, mientras que el duque Carlos Federico de Holstein cada vez soporta menos la altanería de que hace gala Ménshikov, convencido de su victoria.

En la ciudad ya se comenta abiertamente la boda inminente del zarevich con la noble y bella señorita María Ménshikov. También se habla, en susurros, de las sumas fabulosas que, al parecer, el padre de la novia ha recibido de diferentes personas preocupadas por asegurar su protección en los años venideros. Algunos recuerdan, sin embargo, que unos meses antes la zarina, inquieta a causa de una indisposición, había dado a entender que, a su muerte, debería heredar la corona su hija menor, Isabel. Ese deseo parece totalmente olvidado ahora. Isabel está afligida porque se siente repudiada, pero, debido a su carácter reservado, se guarda de volver a la carga. Su cuñado, el duque Carlos Federico, no es tan acomodaticio. Aunque la causa parezca perdida, tiene intención de luchar, por Ana y por él mismo, hasta el límite de sus fuerzas. Quiere arrancarle a su suegra, cueste lo que cueste, un testamento en favor de su esposa.

Catalina, por su parte, está a la sazón demasiado débil para mantener una discusión tan penosa. Retirada en sus aposentos del palacio de Invierno, tiene dificultad para hablar e incluso para hilvanar dos ideas. Tras la puerta de su habitación, se rumorea que la senilidad precoz es el precio que Su Majestad está pagando por los excesos cometidos tanto con la comida y la bebida como en el terreno amoroso. El 8 de marzo de 1727, Johann Lefort, residente de Sajonia en San Petersburgo, escribía a su gobierno en un francés gráfico y no muy correcto: «La zarina debe de estar severamente afectada por una hinchazón de piernas que le llega hasta los muslos y que no significa nada bueno; se achaca esto a una causa báquica.» [7] Pese a las advertencias del médico, el yerno de Catalina se empeña en interrogarla acerca de sus intenciones, pero ella es incapaz de responderle; es más, ni siquiera comprende lo que le dice. El 27 de abril de 1729 se queja de una dolorosa opresión en el pecho. Con la mirada extraviada, delira. Tras observarla fríamente, Carlos Federico le dice a Tolstói:

– Si fallece sin haber dictado sus últimas voluntades, estamos perdidos. Tendríamos que convencerla inmediatamente de que designe a su hija.

– Deberíamos haberlo hecho antes. Ahora ya es demasiado tarde [8]-contesta el conde.

Durante cuarenta y ocho horas, los allegados de la emperatriz permanecen a la espera de que exhale el último suspiro. Sus hijas y Piotr Sapieha permanecen junto a la enferma. En cuanto vuelve un poco en sí, se repiten los síncopes, cada vez más profundos y prolongados. Ménshikov, informado cada hora del estado de la zarina, reúne al Alto Consejo secreto y comienza a redactar un manifiesto testamentario que la emperatriz sólo tendrá que firmar, aunque sea con un garabato, antes de morir. Bajo la autoridad del príncipe serenísimo, los miembros de la reducida asamblea se ponen de acuerdo sobre un texto en el que se estipula que, según la voluntad expresa de Su Majestad, el zarevich Pedro Alexéievich, todavía menor y prometido en matrimonio con la señorita María Ménshikov, sucederá, llegado el momento, a la emperatriz Catalina I y será asistido, hasta su mayoría de edad, por el Alto Consejo secreto instituido por ella.

Si muriera sin dejar descendencia, precisa el documento, la corona tendrá que pasar a su tía Ana Petrovna y a los herederos de ésta, seguidos de su otra tía, Isabel Petrovna, y de los herederos que pueda tener. Las dos tías serán llamadas a formar parte del mencionado Alto Consejo secreto, hasta el día en que su imperial sobrino haya alcanzado la edad de diecisiete años.

La maniobra tramada por Ménshikov le permitirá controlar a través de su hija, futura zarina, los destinos del país. Esta apropiación encubierta de todos los poderes indigna a Tolstói y a sus colaboradores habituales, como Buturlin y el aventurero portugués Devier. Éstos intentan hacer algo para evitarla, pero Ménshikov se les adelanta al acusarles del crimen de lesa majestad. Los informes de los espías pagados por él son categóricos: al parecer, la mayoría de los miembros del círculo de Tolstói están implicados en el complot. El portugués Devier, sometido a tortura, confiesa todo lo que el verdugo, manejando el knut con destreza, lo conmina a admitir. A saber, que él y sus cómplices se han mofado públicamente de la aflicción de las hijas de Su Majestad y participado en reuniones clandestinas con objeto de derrocar el orden monárquico.

En nombre de la emperatriz moribunda, Ménshikov ordena detener a Tolstói, que será desterrado al monasterio de Soloviets, en una isla del mar Blanco; Devier es mandado a Siberia; en cuanto a los demás inculpados, se contentarán con enviarlos a sus posesiones con la prohibición de que salgan de allí. La condena del duque Carlos Federico de Holstein no se pronuncia oficialmente, pero, por prudencia y por orgullo, éste se retirará con su esposa Ana, injustamente expoliada, a su propiedad suburbana de Ekaterinhof.

Nada más abandonar la capital, la joven pareja debe regresar a ella porque la zarina está muy mal. La decencia y la tradición exigen que tenga a sus hijas a su lado. Ambas se apresuran a acudir para acompañarla en sus últimos momentos. Tras una larga agonía, Catalina se extingue el 6 de mayo de 1727, entre las nueve y las diez de la noche. Inmediatamente, por orden de Ménshikov, dos regimientos de la Guardia rodean el palacio de Invierno para prevenir toda manifestación hostil. Pero a nadie se le ocurre protestar. Ni tampoco llorar. El reinado de Catalina, que sólo ha durado dos años y dos meses, deja a la mayoría de sus súbditos indiferentes o perplejos. ¿Deben añorarla o felicitarse por su desaparición?

El 8 de mayo de 1727, el gran duque Pedro Alexéievich es proclamado emperador. El secretario del gabinete de Su Majestad, Makárov, anuncia el acontecimiento a los cortesanos y a los dignatarios reunidos en el palacio. Con una habilidad diabólica, los términos del manifiesto elaborado bajo la dirección de Ménshikov conjugan la exigencia de la elección del soberano, instituida por Pedro el Grande, con la de la herencia, conforme a la tradición moscovita. «Según el testamento de Su Majestad, la difunta emperatriz -lee Makárov en tono solemne-, se ha llevado a cabo la elección de un nuevo emperador en la persona de un heredero del trono: Su Alteza el gran duque Pedro Alexéievich.» Mientras escucha esta proclamación, Ménshikov exulta interiormente. Su éxito parece un milagro. No sólo su hija es virtualmente emperatriz de Rusia, sino que además él, el príncipe serenísimo, tiene en sus manos al Alto Consejo secreto, encargado de ejercer la regencia hasta la mayoría de edad de Pedro II, que sólo tiene doce años. Esto le deja cinco años para poner al país a sus pies. Ya no tiene adversarios, sólo súbditos, de lo que se deduce que no es necesario ser un Románov para reinar en el imperio.

El duque Carlos Federico de Holstein, dispuesto a toda clase de componendas con el poder, promete permanecer tranquilo con la condición de que, en el momento en que Pedro II cumpla los diecisiete fatídicos años que señalan la mayoría de edad, Ana e Isabel reciban, a guisa de desagravio, dos millones de rublos a repartir. Además, Ménshikov, que sólo tiene motivos de alegría, asegura que se esforzará en apoyar las pretensiones de Carlos Federico, el cual sigue pensando en recuperar las tierras que le corresponden por herencia e incluso desearía -¿por qué no?- hacer valer sus derechos a la corona de Suecia. Para el duque de Holstein, ahora está claro que su presencia en San Petersburgo no es sino una etapa hacia la conquista de Estocolmo. Se diría que considera el trono del difunto rey Carlos XII más prestigioso que el de su vencedor, el difunto emperador Pedro el Grande.

A Ménshikov no le sorprende esta creciente ambición de su interlocutor. ¿Acaso no es gracias a un empeño análogo como él mismo ha llegado a una situación con la que no se hubiera atrevido a soñar cuando era un simple compañero de lucha, de juerga y de justas amorosas del zar? ¿Dónde se detendrá en su ascenso hacia los honores y la fortuna? En el momento en que su futuro yerno es proclamado soberano autócrata de todas las Rusias, con el nombre de Pedro II, se dice que tal vez su propio reinado no ha hecho más que empezar.

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