Ocho

Sarah gritó. Al instante siguiente, empezaron a disparar desde las ventanillas del Ford, y Nick se tiró encima de ella y la empujó hacia el suelo. La joven no podía moverse ni hablar; el impacto la había dejado sin aliento.

Nick se hizo a un lado y la empujó hacia adelante.

– ¡Sube al coche! -ordenó.

Sara se puso en movimiento y entró en el M.G. alquilado, como un animal aterrorizado. Las balas rompían los escaparates y la gente gritaba a su alrededor. Nick subió detrás de Sarah, pasó encima de ella y cayó debajo del volante. Antes de subir al asiento, tenía ya las llaves en la mano.

Puso el motor en marcha. Sarah intentó cerrar la puerta, pero Nick le gritó:

– ¡Agáchate! ¡Agáchate, maldita sea!

La joven se tiró al suelo.

Nick fue marcha atrás hasta que el coche golpeó el Ford. Cambió a primera, giró el volante a la derecha y pisó el acelerador. Saltaron hacia adelante. Sarah se sintió arrojada contra el asiento. Tuvo la impresión de que avanzaban a ciegas, hacia una colisión inevitable, y se preparó para el impacto.

Pero este no se produjo. Solo se oyó el rugido del motor y el juramento de Nick al cambiar a tercera.

– ¡Cierra la puerta!-ordenó.

Sarah lo miró. Tenía ambas manos en el volante y los ojos en la carretera. Estaban a salvo. Nick había asumido el control. Las calles de Margate pasaban rápidamente por la ventanilla.

Cerró la puerta.

– ¿Por qué quieren matarnos?

– Buena pregunta -surgió un camión de la nada y Nick se hizo a un lado. Detrás de ellos se oyó el chirriar de neumáticos y el grito airado del otro conductor.

– Ese agente…

– Le han cortado la garganta.

– Oh, Dios mío…

Delante de ellos había una señal con el nombre de Westgate. Nick cambió a cuarta. Habían dejado atrás Margate y ahora pasaban campos vacíos por las ventanillas.

– ¿Pero quién? ¿Quién intenta matarnos? -preguntó ella.

El hombre miró por el espejo retrovisor.

– Esperemos que no tengamos que averiguarlo ahora.

La joven volvió la cabeza con horror. Un Peugeot azul se acercaba deprisa. Solo pudo ver que el conductor llevaba gafas de sol.

– Agárrate -dijo Nick-. Vamos a dar un paseo -apretó el acelerador y se lanzó carretera adelante a toda velocidad. El Peugeot los siguió implacable. Era un coche más grande y torpe; se pasó al carril equivocado y estuvo a punto de chocar con una furgoneta. El error le costó unos segundos y quedó atrás. Pero cada vez había menos tráfico y en recta abierta no podrían competir. El Peugeot era más rápido.

– ¡No puedo despistarlo!

Sarah captó la desesperación de su voz. Estaban condenados y él no podía hacer nada.

– Ponte el cinturón -le dijo Nick-. Nos estamos quedando sin opciones.

Sarah se abrochó el cinturón y lo miró. Su perfil se había endurecido, y tenía la vista fija en la carretera. Estaba demasiado ocupado para parecer asustado, pero sus manos lo traicionaban. Tenía los nudillos blancos.

La carretera se bifurcaba. A la izquierda, una señal señalaba hacia Canterbury. Nick la siguió. El Peugeot estuvo a punto de saltarse el desvío, pero giró en el último momento y avanzó hacia ellos.

La voz de Nick atravesó la nube de miedo que se había formado en el cerebro de ella.

– Empezarán a disparar en cualquier momento. Baja la cabeza. Yo me mantendré en la carretera todo lo que pueda. Si paramos, sal y corre todo lo que puedas. Podría estallar el depósito de gasolina.

– No te dejaré.

– Sí lo harás.

– No, Nick.

– ¡Maldita sea! -gritó él-. ¡Haz lo que te digo!

El Peugeot estaba tan cerca que Sarah podía ver los dientes del conductor, que sonreía.

– ¿Por qué no disparan? -preguntó.

El Peugeot golpeó su guardabarros trasero. La joven se agarró con fuerza a la puerta.

– Por eso -repuso Nick-. Quieren echarnos de la carretera.

Hubo otro choque, esa vez en la parte izquierda. Nick maniobró el coche. El Peugeot se colocó a su lado. Sarah, paralizada por el terror, se encontró mirando a través de la ventanilla el rostro del conductor. Su cabello rubio -tan pálido que era prácticamente albino- caía hasta casi las gafas de sol. Tenía las mejillas hundidas y la piel como cera. Le sonreía.

La joven solo percibió vagamente el obstáculo que tenían delante. Estaba hipnotizada por el rostro del hombre, por su sonrisa mortífera. Oyó el respingo de Nick y miró hacia la curva… y el coche parado en la carretera.

Nick viró a la derecha y se metió en el carril contrario. Los neumáticos chirriaron. El coche se movía de un lado a otro y los demás vehículos intentaban evitarlo. Sarah vio campos verdes y se fijó luego en las manos de Nick, que luchaban por controlar el volante. Apenas si oyó el choque metálico y el ruido a cristales rotos que se produjo a sus espaldas.

Luego, el mundo se detuvo. Se encontraron mirando un campo de vacas sorprendidas. El corazón de Sarah empezó a latir de nuevo. Nick apretó el acelerador y giró de nuevo el M.G. hacia la autopista.

– Eso los detendrá un rato -dijo.

Sarah volvió la vista. El Peugeot estaba tumbado de lado en el campo. A su lado, de pie en el barro, se hallaba el conductor rubio, el hombre de la sonrisa mortal. La furia resultaba visible en su rostro a pesar de la distancia. Después, el Peugeot y él se perdieron de vista.

– ¿Estás bien? -preguntó Nick.

– Sí. Sí -intentó tragar el nudo seco que tenía en la garganta.

– Una cosa es evidente. No puedes irte sola.

¿Sola? La mera idea la aterrorizaba. No, no quería estar sola. ¿Pero hasta qué punto tenía derecho a contar con él? No era un soldado, sino un diplomático. Recurría al instinto, no al entrenamiento. Pero era lo único que se interponía entre los asesinos y ella.

La carretera se bifurcó de nuevo. Canterbury y Londres quedaban al oeste. Nick giró hacia el este, a la carretera hacia Dover.

– ¿Qué haces? -preguntó Sarah, con desmayo.

– No vamos a Londres.

– Pero necesitamos ayuda.

– Ya la teníamos y no nos ha servido de mucho, ¿verdad?

– Londres será más seguro.

El hombre movió la cabeza.

– No. Allí nos estarán esperando. Lo de hoy demuestra que no podemos contar con nuestra gente. No sé si son solo incompetentes o si es algo peor…

¿Algo peor? ¿Se refería a una traición? Ella creía que la pesadilla había terminado, que solo tenía que llegar a la puerta de la Embajada en Londres y echarse en los brazos protectores de la CIA. No había considerado la posibilidad de que ellos mismos quisieran su muerte. No tenía sentido.

– La CIA no mataría a su propio agente -señaló.

– Puede que no. Pero sí alguien de dentro. Alguien con otros contactos.

– ¿Y si te equivocas?

– Vamos, piénsalo. El agente no se quedó quieto mientras le cortaban la garganta. Lo tomaron por sorpresa. Alguien a quien conocía. Tiene que haber alguien de dentro mezclado. Alguien que quiere matarnos.

– Pero yo no sé nada.

– Quizá lo sabes y no te has dado cuenta.

Sarah movió la cabeza.

– No. Esto es una locura. Una locura. Nick, soy una mujer corriente. Voy a trabajar, de compras, hago la cena… No soy una espía. No soy como Eve.

– Pues es hora de que empieces a pensar como ella. Yo también soy nuevo en este juego. Y me parece que estoy tan metido como tú.

– Podemos volver a casa… A Washington.

– ¿Y crees que allí sería más seguro?

No; él tenía razón. No tenían adónde huir.

– ¿Y adónde iremos? -preguntó con desesperación.

El hombre miró su reloj.

– Son las doce. Dejaremos el coche en Dover y tomaremos el ferry hasta Calais. Y allí un tren a Bruselas. Luego, tú y yo desapareceremos una temporada.

Sarah miró la carretera sin contestar. ¿Cuánto tiempo era una temporada? ¿Tendría que pasarse la vida como Eve, siempre huyendo, mirando siempre por encima del hombro?

Vio que Nick apretaba con fuerza el volante y comprendió que él también tenía miedo. Y eso era lo que más la aterrorizaba.

– Supongo que tengo que confiar en ti -dijo.

– Eso parece.

– ¿De quién más podemos fiarnos, Nick?

El hombre la miró.

– De nadie.


Roy Potter levantó el auricular a la primera llamada. Lo que oyó a continuación le hizo apretar el botón de grabación. Era la voz de Nick O'Hara.

– Tengo algo que decir.

– ¿O'Hara? ¿Dónde diablos…?

– Nos largamos, Potter. Dejad nuestro rastro.

– ¡No podéis iros así! Nos necesitáis.

– Las narices.

– ¿Crees que podéis seguir vivos sin nuestra ayuda?

– Sí, lo creo. Y escúchame bien, Potter. Investiga a tu gente. Porque algo huele a podrido. Y si descubro que el responsable eres tú, te juro que acabaré contigo.

– Espera, O'Hara…

La línea quedó muda. Potter colgó con un juramento. Miró de mala gana hacia la mesa de Jonathan Van Dam.

– Están vivos -dijo.

– ¿Dónde están?

– No lo ha dicho. Están localizando la llamada.

– ¿Van a venir?

– No. Van a esconderse.

Van Dam se inclinó sobre la mesa.

– Los quiero, señor Potter. Los quiero pronto. Antes de que alguien más llegue hasta ellos.

– Señor, tiene miedo. No se fía de nosotros.

– No me sorprende, teniendo en cuenta el último golpe. ¡Encuéntrelos!

Potter tomó el teléfono maldiciendo en silencio a Nick O'Hara.

– ¿Tarasoff? ¿Tienes el número? ¿Cómo que está en algún lugar de Bruselas? Ya sé que está en Bruselas. Quiero la dirección, maldita sea.

– Simple vigilancia -dijo Van Dam-. Ese era su plan, ¿no? ¿Y qué ha pasado?

– Destiné a dos buenos agentes a seguir a la señora Fontaine. No sé qué falló. Uno de mis hombres sigue desaparecido. Y el otro está en el depósito…

– No puedo preocuparme por los agentes muertos. Quiero a Sarah Fontaine. ¿Qué me dice de las estaciones de tren y aeropuertos?

– La oficina de Bruselas está en ello. Yo volaré allí esta noche. Ha habido actividad en sus cuentas bancarias. Retiradas grandes. Parece que piensan estar escondidos mucho tiempo.

– Vigile esas cuentas. Pase sus fotos a la policía, la Interpol, a todos los que cooperen. No la detenga, solo localícela. Y necesitamos un perfil psicológico de O'Hara. Quiero saber cuáles son sus motivos.

– ¿De O'Hara? -Potter hizo una mueca burlona-. Yo puedo decirle todo lo que necesite saber.

– ¿Qué cree que hará a continuación?

– Es nuevo en esto. No sabe cómo hacerse con otra identidad. Pero habla francés bien. Puede moverse por Bruselas sin levantar sospechas. Y es listo. Puede que nos cueste encontrarlo.

– ¿Y la mujer? ¿Puede mezclarse igual de bien?

– Que yo sepa no habla idiomas. Ninguna experiencia. Sola estaría perdida.

Tarasoff entró en el despacho.

– Tengo la dirección. Es una cabina del centro de la ciudad. Imposible localizarlo ya.

– ¿A quién conoce O'Hara en Bélgica?-preguntó Van Dam-. ¿Alguien en quien pueda confiar?

Potter frunció el ceño.

– Tendría que ver su historial…

– ¿Y el señor Lieberman del departamento consular? -sugirió Tarasoff-. Él conocerá a los amigos de O'Hara.

Van Dam le lanzó una mirada apreciativa.

– Buen comienzo. Me alegra que alguien piense. ¿Qué más?

– Bueno, señor, me pregunto si deberíamos estudiar otros ángulos de la vida de ese hombre… -el agente notó la mirada sombría que le lanzaba Potter-. Claro que el señor Potter lo conoce mejor -terminó.

– ¿A qué tema se refiere usted, señor Tarasoff? -insistió Van Dam.

– No dejo de pensar si… bueno, si trabajará para alguien.

– De eso nada -dijo Potter-. O'Hara es independiente.

– Pero su hombre tiene razón -dijo Van Dam-. ¿Y si pasamos algo por alto cuando investigamos a O'Hara?

– Pasó cuatro años en Londres -dijo Tarasoff-. Pudo hacer muchos contactos.

– Mire, yo lo conozco bien -insistió Potter-. Está solo.

Van Dam no parecía escucharlo. Potter tenía la sensación de estar hablando en el vacío. ¿Por qué siempre se sentía como el vagabundo con mostaza en el traje viejo? Había trabajado duro para ser un buen agente, pero no era suficiente. Para hombres como Van Dam, siempre carecería de estilo.

Tarasoff lo tenía. Y Van Dam llevaba un traje de Savile Row y un Rolex. Había sido lo bastante listo para casarse por dinero. Por supuesto, eso era lo que debería haber hecho Potter. Casarse con una mujer rica. Y ahora le pasarían una pensión a él, y no al revés.

– Espero resultados pronto, señor Potter -dijo Van Dam, poniéndose la gabardina-. Avíseme en cuanto sepa algo. Lo que haga con O'Hara después es asunto suyo.

Potter frunció el ceño.

– ¿Qué significa eso?

– Lo dejo en sus manos. Pero sea discreto -Van Dam salió de la estancia.

Potter miró perplejo la puerta cerrada. Oh, él sabía lo que le gustaría hacerle a O'Hara. Este no era más que un diplomático de carrera más, de los que despreciaban a los espías. Ninguno de ellos apreciaba el trabajo sucio que tenía que hacer Potter. Pero alguien tenía que hacerlo. Cuando las cosas iban bien, nadie se daba por enterado. Pero cuando iban mal, ¿a quién le echaban la culpa?

Los insultos que le había lanzado O'Hara un año atrás le dolían todavía. En parte porque en el fondo sabía que el diplomático tenía razón. La muerte de Sokolov había sido culpa suya.

Esa vez no podía permitirse errores. Ya había perdido dos agentes. Peor aún, había perdido el rastro de la señora Fontaine. No podía haber más fallos. Los encontraría aunque tuviera que registrar todos los hoteles de Bruselas.


Jonathan Van Dam estaba igual de decidido a encontrarlos. O'Hara había conseguido estropear lo que debería haber sido una operación sencilla. Él era el factor inesperado, el detalle que nadie había previsto, el tipo de cosas que da pesadillas a los agentes. Y le preocupaba que Tarasoff tuviera razón y O'Hara fuera algo más que un hombre enamorado. ¿Y si trabajaba para alguien?

Van Dam miró su plato de carne asada pensando en esa posibilidad. Estaba solo en su restaurante predilecto de Londres. La comida era buena. Le gustaba la luz de las velas y el rumor apagado de las conversaciones. Le gustaba ver otras personas a su alrededor. Eso lo ayudaba a centrarse en los problemas.

Terminó la carne y sorbió despacio un vasito de oporto. Sí, el joven Tarasoff tenía cierta razón. Era peligroso asumir que las cosas eran lo que parecían. Y él lo sabía mejor que nadie.

Durante dos años había soportado lo que desde fuera se consideraba un matrimonio feliz. Durante dos años había compartido la cama con una mujer a la que apenas soportaba tocar. La había cuidado en sus borracheras, soportado sus ataques de rabia y sus remordimientos posteriores. La muerte de Claudia había sorprendido a todos, y sobre todo, quizá, a la propia Claudia. Aquella zorra pensaba que viviría eternamente.

Sí, el oporto era excelente, así que pidió otro. Una mujer situada dos mesas más allá lo miraba repetidamente, pero él la ignoró, seguro sin saber por qué de que le gustaba el alcohol. Como a Claudia.

Volvió a pensar en el tema de Sarah Fontaine. Sabía que sería imposible encontrar a un hombre como Nick, un hombre que hablaba buen francés, en una ciudad tan grande como Bruselas. Pero la mujer era otra historia. Solo tenía que abrir la boca en el momento inoportuno y se acabaría todo. Sí, era mejor centrarse en buscarla a ella. Y después de todo, ella era la única que importaba.


Sarah, sentada en el colchón duro con las piernas cruzadas, miró su reloj una vez más. Nick llevaba fuera dos horas y ella había pasado ese tiempo sentada como un zombie pendiente de oír sus pasos. Y pensando. Pensando en el miedo y en si volvería a sentirse segura alguna vez.

En el tren desde Calais había luchado contra el pánico, contra la premonición de que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Estaba pendiente de cada sonido, de cada detalle que veía. Sus vidas podían depender de algo tan trivial como la mirada de un extraño.

Llegaron a Bruselas sin problemas. Pasaron las horas y el terror cedió el paso a la ansiedad. Por el momento estaba segura.

Se levantó y se acercó a la ventana. Una lluvia fina mojaba los tejados, dándoles un aspecto fantasmal.

Encendió la única bombilla desnuda que había. La habitación era pequeña y destartalada, una especie de caja en el segundo piso de un hotel pequeño. Olía a polvo y humedad. Unas horas atrás no le había importado el aspecto de la habitación, pero ahora las paredes la estaban volviendo loca. Se sentía atrapada. Anhelaba aire fresco y comida. Pero tenía que esperar el regreso de Nick.

Si volvía.

Oyó cerrarse una puerta abajo y después ruidos de pasos que subían la escalera. Una llave entró en la cerradura y alguien abrió la puerta. Sarah se quedó petrificada. En el umbral había un desconocido.

Nada en él resultaba familiar. Llevaba una gorra negra de pescador caída sobre los ojos, una colilla de cigarrillo colgada de la boca. Olía a pescado y vino. Pero cuando levantó la vista, Sarah soltó una carcajada de alivio.

– ¡Nick!

El hombre frunció el ceño.

– ¿Quién más iba a ser?

– Es que esa ropa…

Nick miró la chaqueta negra con disgusto.

– ¿No es asquerosa? Huele que apesta -apagó el cigarrillo y le tendió un paquete envuelto en papel marrón.

– Tu nueva identidad, señora. Te garantizo que nadie te reconocerá.

– Me da miedo mirar -abrió el paquete y sacó una peluca negra corta, un paquete de horquillas y un vestido de lana especialmente feo-. Creo que les quedaba mejor a las ovejas -comentó.

– Eh, no protestes. Alégrate de que no te haya traído una minifalda y medias de seda. Lo he pensado, créeme.

La mujer miró la peluca con aire dudoso.

– ¿Negra?

– Estaba rebajada.

– Nunca he llevado peluca. ¿Cómo se pone? ¿Por este lado?

Nick se echó a reír.

– No, es al revés. Déjame a mí.

Sarah se la quitó.

– Esto no saldrá bien.

– Claro que sí. Eh, siento haberme reído, pero tienes que ponértela bien -tomó las horquillas de la cama-. Vamos, date la vuelta. Primero tienes que esconder tu pelo.

Sarah se volvió y le dejó recogerle el pelo. Cuando sus manos la tocaron, algo cálido y alegre pareció recorrer su cuerpo; no quería que acabara nunca aquella sensación. ¡Era tan reconfortante y sensual que un hombre le tocara el pelo, sobre todo un hombre con manos tan suaves como las de Nick!

La tensión que abandonaba los hombros de Sarah se concentraba en el cuerpo de Nick. Mientras luchaba con las horquillas, miraba la piel suave del cuello de la joven. Los mechones de pelo parecían fuego líquido en su mano. El calor subía como una corriente por sus dedos arriba y se instalaba en su vientre. Una fantasía se apoderó de él: Sarah de pie en su dormitorio, con los pechos desnudos y el cabello suelto sobre los hombros.

Se forzó a centrarse en lo que hacía y empezó a clavar horquillas en el pelo.

– No sabía que fumabas -musitó ella, somnolienta.

– Ya no. Lo dejé hace años. Hoy es solo interpretación.

– Geoffrey fumaba. No pude conseguir que lo dejara. Era lo único por lo que nos peleábamos.

Nick tragó saliva cuando un mechón de pelo se soltó y cayó sobre su brazo.

– Au. Esa horquilla hace daño.

– Perdona -le puso la peluca y la volvió hacia él. La expresión de su rostro, una mezcla de duda y resignación, le hizo sonreír.

– Parezco tonta, ¿verdad? -suspiró ella.

– No. Estás distinta, pero de eso se trata.

La mujer asintió.

– Parezco tonta.

– Vamos, pruébate el vestido.

– ¿Qué es esto? -preguntó ella-. ¿Talla única?

– Sé que es grande, pero no podía pasarlo por alto. Estaba…

– No me lo digas. En rebajas, ¿verdad? -se rio ella-. Bueno, si somos pareja, tenemos que ir a juego -miró la ropa estropeada de él-. ¿De qué vas? ¿De vagabundo?

– Por el olor de esta chaqueta, yo diría que soy un pescador borracho. Y tú tienes que ser mi esposa. Solo una esposa soportaría a un tipo como yo.

– Vale. Soy tu esposa. Y tengo hambre. ¿Podemos ir a comer?

Nick se acercó a la ventana y miró hacia la calle.

– Creo que ya está bastante oscuro. ¿Por qué no te cambias?

Sarah empezó a desnudarse. El hombre siguió mirando la calle y luchando por ignorar los ruidos que oía a sus espaldas: el murmullo de la blusa, el susurro de la falda al pasar por las caderas…

Y de repente pensó que estaba en una situación ridicula.

Durante cuatro años, había conseguido mantenerse independiente y libre. Y cerrado su corazón a las mujeres. Y de repente, llegaba Sarah Fontaine y se colaba por la puerta de atrás. Precisamente Sarah, que seguía enamorada de Geoffrey. Sarah, que en dos semanas y media había conseguido que lo echaran de su trabajo e intentaran matarlo. Un comienzo espectacular.

Estaba deseando ver lo que vendría después.

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