Trece

Cuando salió del aeropuerto Tegel, el Citroen negro se dirigió al sur, hacia el Kudamm. Helga tenía que hacer una última parada antes de abandonar Berlín. Sabía que corría un gran riesgo. La CIA tenía su número de matrícula y podía localizar su dirección. La muerte se cernía sobre ella. Eve había caído ya. Tendría que llamar a Corrie y pedirle que avisara a Simon. E indagaría sobre aquel hombre, Nick O'Hara. Se preguntó quién sería. No le gustaban las caras nuevas. Él enemigo más peligroso del mundo es aquel al que no reconoces.

Tendría que abandonar el coche y subir a un tren hacia Frankfurt. Desde allí seguiría a Italia o al sur de España. No importaba. Pero antes tenía que recoger algunas cosas. Los espías también podían ser sentimentales. Y ella necesitaba fotos de su hermana y sus padres, muertos en la guerra, media docena de cartas de amor de un hombre al que nunca olvidaría, y el colgante de plata de su madre. Cosas que le recordaban lo que era, sin las que no se marcharía ni siquiera bajo amenaza de muerte.

El conductor comprendió por que se detenían en la casa. Sabía que era inútil discutir, así que se quedó esperando mientras corría al interior.

Sus cosas estaban guardadas, junto a una pistola, en el doble fondo de una bolsa de viaje. Metió encima algo de ropa y bajó a la calle. El sol la cegó al salir. Permaneció unos segundos en el porche y esperó que sus ojos se adaptaran antes de cerrar la puerta. Esos segundos le salvaron la vida.

De la calle llegó un chirriar de neumáticos. Casi al instante empezaron a disparar. Helga se arrojó al suelo, detrás de una hilera de macetas de tulipanes. Dispararon de nuevo y empezó a llover cristal desde las ventanas de arriba.

Rodó desesperada por debajo de la barandilla y se tiró en el lecho de flores de detrás del porche, arrastrando la bolsa consigo. Solo disponía de unos segundos antes de que el asesino avanzara para completar su trabajo.

Había oído cerrarse la puerta del coche y sabía que se acercaba.

Metió la mano en la bolsa y sacó la pistola.

Los pasos se aproximaban. Ya subía los escalones. Helga levantó la pistola, apuntó y disparó. Una mancha escarlata apareció encima del ojo derecho del hombre. Cayó hacia atrás.

La mujer no se molestó en comprobar su estado. Sabía que estaba muerto. El acompañante del hombre tampoco se entretuvo. Estaba ya en el asiento del conductor. Puso el coche en marcha y desapareció.

Una mirada al Citroen le dijo que el conductor no podía haber sobrevivido. Sujetó la bolsa con fuerza y se alejó calle abajo. Una manzana más allá echó a correr. Permanecer más tiempo en Berlín sería una locura. Había cometido un error y sobrevivido; la próxima vez quizá no tuviera tanta suerte.


Había sangre por todas partes.

Nick se abrió paso entre la multitud de curiosos en dirección al Citroen negro. En la acera de delante, el personal de una ambulancia se arrodillaba al lado de un cuerpo. Un policía le cortó el paso, pero estaba lo bastante cerca para ver al hombre muerto en la acera.

– ¡Potter! -gritó. Pero había demasiadas voces, demasiadas sirenas. Su grito se perdió en el ruido. Se quedó paralizado, mirando la sangre. El hombre que había a su lado se dejó caer de rodillas y empezó a vomitar.

– ¡O'Hara! -gritó la voz de Potter desde la acera de enfrente-. No está aquí. Solo hay dos hombres, el conductor y otro… los dos muertos.

– ¿Y dónde está? -gritó Nick a su vez.

Potter se encogió de hombros y se volvió hacia Tarasoff.

Nick se abrió paso entre la multitud y echó a andar calle abajo. Le daba igual adonde fuera, no podía soportar la vista de la sangre.

Unos metros más allá se sentó en la acera y enterró la cabeza en las manos. No podía hacer nada. Toda su esperanza descansaba en la habilidad de un hombre en quien nunca había confiado y una organización que siempre había despreciado.

– ¿O'Hara? -Potter lo llamaba agitando un brazo-. Vamos. Tenemos una pista.

– ¿Qué? -Nick se puso en pie y los siguió a Tarassof y él hacia el coche.

– Aerolíneas KLM. Ha usado su tarjeta de crédito.

– ¿Quieres decir que se marcha de Berlín? Roy, tienes que detener ese avión.

– Demasiado tarde. Hace diez minutos que ha aterrizado en Amsterdam.


Se dice que los holandeses nunca corren las cortinas, que hacerlo implicaría que tienen algo que ocultar. Por la noche, cuando se encienden las luces, cualquiera que pasee por las calles de Amsterdam puede asomarse por las ventanas y ver las mesas donde se sientan los niños mientras sus madres les sirven patatas y salsa de manzana. Pasarán las horas y los niños se irán a la cama y los padres a sus sillones, donde verán la tele o leerán a la vista de todos.

Esa costumbre de cortinas abiertas se extiende incluso al distrito Wallen de Amsterdam, donde muestran sus encantos las miembros de la profesión más antigua del mundo. En los escaparates del burdel, las mujeres tejen o leen novelas, o sonríen a los hombres que las miran desde la calle. Para ellas es un trabajo como cualquier otro y no tienen nada que ocultar.

Fue en ese barrio donde Sarah encontró Casa Morro. Atardecía ya cuando cruzó el pequeño puente hacia Oude Zijds Voorburgwal. Y con la oscuridad llegaban las luces de neón, la música y toda la gente rara que no duerme por la noche. Sarah era una más en una calle de visitantes.

Se paró a la sombra del puente de piedra y observó a la gente que pasaba. En el escaparate delante de ella se veían cuatro mujeres en distintos estadios de desnudez: la oferta humana de Casa Morro. Parecían mujeres corrientes. La más alta miró a su alrededor cuando oyó que pronunciaban su nombre. Dejó el libro que leía, se levantó y desapareció tras las cortinas azules. Las otras tres ni siquiera levantaron la vista.

Sarah observó durante media hora el flujo constante de hombres que entraban y salían por la puerta. Las tres mujeres del escaparate acabaron saliendo también por la cortina y fueron sustituidas por otras dos. Casa Morro parecía un negocio próspero.

Al fin, se decidió a entrar.

Ni siguiera el aroma a perfume conseguía ocultar el olor a viejo del edificio, que colgaba como una cortina vieja sobre lo que había sido en otro tiempo una mansión elegante del siglo XVII. Una escalera estrecha de madera llevaba a un pasillo en penumbra. Alfombras persas ajadas por el uso ahogaban los pasos de Sarah desde el vestíbulo a la sala.

Una mujer levantó la vista de detrás de una mesa. Tenía unos cuarenta y tantos años, el pelo moreno y era alta y de huesos finos. Observó a la joven con atención.

– Kan ik u helpen?

– Busco a Corrie.

La mujer asintió después de una pausa.

– Es usted americana, ¿verdad? -preguntó en un inglés perfecto.

Sarah no contestó. Examinó la habitación… el sofá bajo, la chimenea, las estanterías que contenían objetos eróticos. Al fin, volvió la vista hacia la mujer.

– Me envía Helga-dijo.

El rostro de la otra permaneció inexpresivo.

– Quiero encontrar a Simon. ¿Dónde está?

La mujer guardó silencio un momento.

– Quizá Simon no desea que lo encuentren -dijo.

– Por favor. Es importante.

La otra se encogió de hombros.

– Con Simon todo es importante.

– ¿Está en la ciudad?

– Quizá.

– Querrá verme.

– ¿Por qué?

– Soy su esposa. Sarah.

La mujer pareció turbada por primera vez.

– Déjeme su anillo de boda -dijo-. Y vuelva a medianoche.

– ¿Estará él aquí?

– Simon es un hombre cauteloso. Querrá pruebas antes de acercarse a usted.

Sarah se quitó el anillo y se lo dio.

– Volveré a medianoche -dijo.

– ¡Señora! -la llamó la mujer, cuando se disponía a salir-. No le garantizo nada.

– Lo sé -musitó la joven.

La advertencia de la mujer era innecesaria.

Había aprendido que nada está garantizado. Ni siquiera la respiración siguiente.


Corrie esperó un momento cuando salió Sarah. Después salió de la casa y fue andando a una cabina de teléfonos, donde marcó un número de Amsterdam.

– La mujer que mencionó Helga ha llegado -dijo-. Pelo largo, ojos marrones, unos treinta años. Tengo su alianza. Es de oro con la inscripción Geoffrey, 2-14. Volverá a medianoche.

– ¿Va sola?

– No he visto a nadie más.

– ¿Y el hombre que mencionó Helga… O'Hara… qué han descubierto tus amigos?

– No es de la CIA. Su participación parece ser solo… personal.

Hubo una pausa. Corrie escuchó atentamente las instrucciones que siguieron. Cuando colgó, regresó a Casa Morro, donde colocó la alianza en un pedestal delante de la ventana, donde se podía ver fácilmente desde la calle.

Sonrió al pensar lo que ocurriría cuando regresara la mujer. Sarah parecía puritana, y ella estaba harta del desdén de las «mujeres virtuosas». Esa noche cambiarían las tornas. El plan era algo atrevido, pero Corrie no discutía sus instrucciones.

Y menos cuando le gustaban.


Sarah estaba sentada en un café tranquilo, a un kilómetro de allí. El dolor de la traición de Nick seguía muy vivo en su interior. Nunca se recuperaría de una herida tan profunda. Pero encontraría fuerzas para seguir adelante. Sobrevivir se había convertido en algo automático, instintivo. Había abandonado sus sueños de amor y solo le quedaba un objetivo: vivir lo suficiente para ver el fin de aquella pesadilla.

Dentro de unas horas estaría con Geoffrey y él se ocuparía de su seguridad. Estaba habituado a moverse en aquel mundo de sombras. Y aunque no la amara, estaba segura de que sí le importaba algo. Era la esperanza que le quedaba.

Dejó caer la cabeza con cansancio. Había andado kilómetros por las calles de Amsterdam y anhelaba dormir, olvidar. Pero cuando cerraba los ojos regresaban los recuerdos: el sabor de la boca de Nick, su risa cuando hacían el amor. Apartó con rabia aquellas imágenes de su mente. Lo que antes era amor empezaba a convertirse en furia. Contra Nick, por su traición. Contra sí misma, por ser incapaz de renunciar a los recuerdos. O al anhelo.

La había utilizado y no se lo perdonaría nunca. Nunca.


– No se sabe nada de Sarah -dijo Potter, en cuanto entró en la habitación de Nick, en Amsterdam. Cerró la puerta con el pie y le tendió una taza.

Nick lo miró sentarse en un sillón y frotarse los ojos con cansancio. Los dos estaban agotados y hambrientos. Desde que salieran de Berlín solo habían tomado café.

Potter miró su reloj.

– ¡Maldita sea! La cafetería de al lado acaba de cerrar. No me hubiera venido mal un sandwich -sacó un paquete de galletas saladas del bolsillo-. ¿Quieres?

Nick negó con la cabeza.

Potter encendió un cigarrillo y buscó un cenicero en la habitación.

– Vamos, O'Hara. Acuéstate. Buscarla es trabajo nuestro.

– No puedo -Nick se asomó por la ventana-. Ella está ahí fuera en alguna parte. ¡Si supiera dónde!

– Aún no te fías de nosotros, ¿verdad?

– No. ¿Por qué iba a hacerlo?

Potter se sentó y lanzó una bocanada de humo.

– Quizá te interese saber que acabo de hablar con Berlín. Tenemos información sobre los dos muertos.

– ¿Quiénes eran?

– El conductor del Citroen era alemán, relacionado en otro tiempo con el Mossad. Los vecinos creían que Helga Steinberg y él eran hermanos, pero solo eran compañeros de trabajo.

– Helga -murmuró Nick pensativo-. Es el vínculo que necesitamos. Si pudiéramos encontrarla…

– Imposible. Es demasiado buena. Conoce todos los trucos del oficio.

– ¿Y el otro hombre?

Potter se recostó en el sillón.

– El otro era holandés.

– ¿Alguna relación con Helga?

– No. Solo quería matarla, pero ella se le adelantó -sonrió-. ¡Qué disparo! Me gustaría conocer a esa mujer algún día. Aunque no en un callejón oscuro.

– ¿El hombre no tenía antecedentes?

– Ninguno. Según sus papeles era representante comercial de una compañía de Amsterdam. Viajaba mucho. Pero hay algo raro. Hace dos días hubo una transferencia de fondos a una cuenta suya. Mucho dinero. La transferencia era de otra compañía de Amsterdam, la F. Berkman. Importan y exportan café desde hace diez años. Tienen oficinas en una docena de países y apenas tienen beneficios. Curioso, ¿no te parece?

– ¿Y quién es F. Berkman?

– Nadie lo sabe. La compañía la dirige una junta directiva. Nadie conoce al dueño.

Nick miró a Potter.

– Magus -dijo.

– Eso mismo he pensado yo.

– ¡Y Sara está justo en su territorio! Yo en su lugar echaría a correr en dirección contraria.

– A mí me parece que ha hecho muchas cosas inesperadas. No se comporta como una chica asustada.

– No -Nick se hundió con cansancio en la cama-. Es lista.

– Estás enamorado de ella.

– Supongo que sí.

Potter lo miró con curiosidad.

– Es muy diferente a Lauren.

– ¿Te acuerdas de Lauren?

– Sí. ¿Quién podría olvidarla? Eras la envidia de todos los hombres de la Embajada. Mala suerte lo del divorcio.

– Fue un gran error.

– ¿El divorcio?

– No. El matrimonio.

Potter se echó a reír.

– Te contaré un secreto, O'Hara. Después de dos divorcios, al fin he descubierto que los hombres no necesitan amor. Necesitan que les preparen la comida, les planchen la camisa y un poco de acción tres veces por semana. Pero no amor.

Nick movió la cabeza.

– Eso mismo pensaba yo. Hasta hace unas semanas…

Sonó el teléfono al lado de la cama.

– Seguramente será para mí -dijo Potter, apagando el cigarrillo.

Nick llegó antes al auricular. Por un momento solo oyó silencio. Luego, una voz de hombre preguntó:

– ¿Señor Nick O'Hara?

– Sí.

– La encontrará en Casa Morro. A medianoche. Venga solo.

– ¿Quién habla?

– Sáquela de Amsterdam, O'Hara. Cuento con usted.

– ¡Espere!

La línea quedó en silencio. Nick lanzó una maldición y corrió a la puerta.

– ¿Adónde vas? -preguntó Potter.

– A un lugar llamado Casa Morro. Ella estará allí.

– ¡Espera! -Potter levantó el teléfono-. Déjame que llame a Van Dam. Necesitamos refuerzos…

– Esta vez iré solo.

– ¡O'Hara!

Pero Nick ya había desaparecido.


Cinco minutos después de que Nick saliera del hotel, el viejo recibió una llamada de uno de sus informadores.

– Ella está en Casa Morro.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó él.

– Han llamado a O'Hara. No sabemos quién. Él ha salido ya. La CIA lo seguirá pronto. No tiene usted mucho tiempo.

– Enviaré a Kronen en su busca.

– O'Hara estará en medio.

El viejo hizo un ruidito de desprecio.

– O'Hara no es importante -dijo-. Kronen puede lidiar con él.


Jonathan Van Dam colgó el teléfono y salió de la cabina. La noche había enfriado y se abrochó la gabardina. La idea de regresar al calor del hotel resultaba tentadora. Pero antes tenía que pasar por una farmacia. Necesitaba una excusa, un frasco de antiácido o cualquier otra cosa que explicara su ausencia del hotel.

Entró en una farmacia de veinticuatro horas, buscó un frasco de Maalox en los estantes, pagó y salió a la calle.

Diez minutos después llegaba al hotel. Abrió el Maalox, echó una dosis por el lavabo y se puso el pijama. Después, se tumbó a esperar que sonara el teléfono.

Dentro de poco ocurriría algo en Casa Morro. No le gustaba pensar en ello. En todos sus años en la CIA, nunca había tomado parte en un tiroteo o una pelea. Y nunca había matado a nadie en persona. Cuando la violencia era necesaria, utilizaba intermediarios. Hasta la muerte de Claudia había sido organizada desde una distancia prudente. Cuando él regresó a casa, ya habían limpiado la sangre y encerado el suelo. Parecía que no había cambiado nada excepto que era libre y muy rico.

Pero un mes más tarde recibió una nota. «El Vikingo ha hablado conmigo», decía. El Vikingo era el asesino a sueldo, el hombre que había apretado el gatillo.

Van Dam quedó paralizado de miedo. Pensó en huir a México o Sudamérica. Pero no podía decidirse a dejar su casa y sus comodidades. Cuando el viejo se puso al fin en contacto con él, estaba más que dispuesto a negociar.

Solo le pidieron información. Al principio datos menores, el presupuesto de un consulado concreto, el horario de aviones de transporte. Tuvo pocos remordimientos. Después de todo, no trabajaba para la KGB. El viejo era un empresario que no podía considerarse enemigo. Por lo tanto, él no era un traidor.

Pero las exigencias crecieron poco a poco. Y llegaban siempre sin avisar. Dos timbrazos de teléfono seguidos de silencio y Van Dam encontraría un paquete en el bosque o una nota en el hueco de un árbol. Nunca había visto al viejo y no conocía su verdadero nombre. Le habían dado un número de teléfono que solo podía usar en emergencias. Van Dam se encontraba atrapado por alguien que no tenía nombre ni rostro. Pero no era un mal acuerdo. Estaba seguro. Tenía sus casas, sus trajes buenos y su brandy. Podía decirse que el viejo era un amo muy benigno.


– Es medianoche -dijo Sarah-. ¿Dónde está?

Corrie se apartó un mechón de pelo negro de la cara y levantó la vista de su escritorio.

– Simon quiere pruebas.

– Ha visto mi alianza.

– No, quiere verla a usted. Pero desde una distancia segura. Tendrá que hacer su papel. Suba arriba, la segunda habitación a la derecha. Mire en el armario. Creo que el raso verde le irá bien.

– No comprendo.

La mujer sonrió. La luz le daba de lleno en el rostro y Sarah vio por primera vez las arrugas que tenía alrededor de los ojos y la boca. La vida no había sido amable con aquella mujer.

– Póngase el vestido -dijo-. No hay otro modo.

Sarah subió las escaleras y entró en la habitación. Había una cama grande de bronce y un armario lleno de ropa. Se puso el vestido de raso verde y se miró al espejo. La tela se pegaba a sus pechos y los pezones resaltaban claramente. Pero aquel no era momento para modestias. Lo único que importaba era seguir con vida.

Corrie la observó con ojo crítico cuando volvió a bajar.

– Está muy delgada -musitó-. Y quítese las gafas. Puede ver sin ellas, ¿no?

– Lo suficiente.

Corrie señaló el escaparate.

– Entre aquí. Yo le guardaré el bolso. Abra un libro, si quiere, pero siéntese con el rostro hacia la calle para que pueda verla. No será mucho tiempo.

Se abrieron las pesadas cortinas de terciopelo y Sarah entró en una nube de aire perfumado. Lo primero que le sorprendió fueron los rostros de extraños que la miraban desde la calle. ¿Estaría Geoffrey entre ellos?

– Siéntate -dijo una de las prostitutas, señalando una silla.

La joven se sentó y le pasaron un libro. Lo abrió y miró atentamente la primera página. Estaba escrito en holandés, y aunque no podía leerlo, era un escudo entre los hombres de fuera y ella. Lo sujetaba con tanta fuerza que le dolían los dedos.

Permaneció inmóvil como una estatua durante lo que le pareció una eternidad. Oía risas procedentes de la calle. Pasos en la acera. El tiempo parecía haberse detenido. Tenía los nervios de punta. ¿Dónde estaba Geoffrey? ¿Por qué tardaba tanto?

Entonces, por entre el ruido que la rodeaba, oyó su nombre. El libro se le cayó de las manos al suelo. Palideció.

Nick la miraba con incredulidad desde el otro lado del cristal.

– ¿Sarah?

Su reacción fue instintiva: echó a correr. Abrió las cortinas de terciopelo y corrió escaleras arriba hasta la habitación donde había encontrado el vestido. Era una huida instintiva, el impulso de una mujer alejándose del dolor. Tenía miedo de él. Quería hacerles daño a ella y a Geoffrey. Si podía llegar a la habitación y cerrarle la puerta…

Pero Nick la sujetó por el brazo antes de que terminara de entrar por la puerta. Sarah se soltó y retrocedió hasta que sus piernas chocaron con la cama. Estaba atrapada.

– ¡Fuera de aquí! -le gritó sin dejar de temblar.

El hombre avanzó con las manos extendidas.

– Sarah, escúchame…

– ¡Bastardo! ¡Te odio!

Nick seguía acercándose. La joven le golpeó con fuerza la mejilla. Se disponía a pegarle de nuevo, pero él le sujetó las muñecas y tiró de ella hacia sí.

– No. Escúchame. ¿Quieres hacer el favor de escucharme?

– Me has utilizado.

– Sarah…

– ¿Fue divertido? ¿O tenías la misión de acostarte con la viuda para la CIA?

– ¡Cállate!

– ¡Maldito seas, Nick! -gritó ella, debatiéndose-. Yo te quería. Te quería… -consiguió soltarse, pero el impulso la arrojó sobre la cama. Nick cayó sobre ella, sujetándole las muñecas y cubriendo su cuerpo con el de él. Sarah quedó debajo, sollozando y debatiéndose en vano hasta que las fuerzas la abandonaron y se quedó inmóvil.

Cuando él vio que dejaba de debatirse, le soltó las manos. La besó con ternura en la boca.

– Todavía te odio -dijo ella débilmente.

– Y yo te quiero.

– No me mientas.

Volvió a besarla, esa vez más despacio, haciéndolo durar.

– No miento, Sarah. Nunca te he mentido.

– Trabajabas para ellos desde el comienzo.

– No, te equivocas. No estoy con ellos. Me arrinconaron. Y luego me lo contaron todo. Sarah, puedes dejar de correr.

– Cuando lo encuentre.

– No puedes encontrarlo.

– ¿Qué quieres decir?

Nick la miró con tristeza.

– Lo siento; está muerto.

Sus palabras la golpearon como un puñetazo. Lo miró atónita.

– No puede estar muerto. Me llamó…

– No fue él. Fue una grabación de la CIA.

– ¿Y qué le ocurrió?

– El fuego. El cuerpo que encontraron en el hotel era el suyo.

Sarah cerró los ojos.

– No comprendo. No comprendo nada -sollozó.

– La CIA te tendió una trampa. Querían que Magus fuera a por ti y saliera a la luz. Pero luego los despistamos. Hasta Berlín.

– ¿Y ahora?

– Se acabó. Han cancelado la operación. Podemos irnos a casa.

¡Casa! La palabra tenía un sonido mágico, como un lugar de cuento de hadas en cuya existencia ya no creía. Y Nick también tenía algo de mágico. Pero sus brazos eran reales. Siempre habían sido reales.

– Vamonos a casa, Sarah -susurró él-. Mañana por la mañana salimos de aquí.

– No puedo creer que haya terminado -musitó ella.

Se besaron con ternura y salieron al pasillo tomados del brazo. Al llegar a la parte superior de la escalera se veía el vestíbulo. Nick se detuvo.

Al principio, ella no supo por qué. Solo veía su mirada sobresaltada. Después, siguió la dirección de sus ojos.

Bajo ellos, al pie de las escaleras, un charco de sangre manchaba una alfombra azul persa. Sobre él yacía Corrie.

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