Cinco

El taxi se detuvo enfrente de la puerta de El Cordero y la Rosa. El conductor tomó el dinero que le tendía Sarah, gruñó algo ininteligible y se alejó. La joven se quedó sola en la calle oscura.

Del pub llegaba ruido de risas y choques de vasos. Las ventanas emitían un resplandor suave amarillento. Cruzó la calle adoquinada y empujó la puerta.

Dentro ardía un fuego en la chimenea. Dos hombres se inclinaban sobre jarras de cerveza en la barra brillante de caoba. La miraron un instante y volvieron enseguida a sus jarras. Sarah se detuvo a calentarse ante el fuego sin dejar de observar la habitación con sus ojos. La camarera de detrás de la barra la miró a los ojos y señaló con la cabeza la sala de atrás.

Sarah asintió sin palabras y siguió la dirección indicada. Varios reservados de madera se alineaban a lo largo de la pared. Una pareja se miraba a los ojos en el primero. Un hombre mayor con chaqueta de ante tomaba un whisky en el segundo. Antes de llegar al tercero supo que Eve estaría sentada allí. Una columna de humo de cigarrillo subía de entre las sombras. La mujer la miró al verla acercarse. Sus ojos se encontraron y ambas se comprendieron en aquella mirada. A pesar de la luz tenue del interior del pub, cada una de ellas veía el dolor de la otra.

Sarah se sentó en el banco enfrente de Eve. Esta dio una calada nerviosa a su cigarrillo y sacudió la ceniza sin dejar de observarla. Era esbelta y rubia, de ojos verdosos que parecían cansados. Movía continuamente las manos. Cada pocos segundos miraba hacia la puerta del pub, como si esperara ver entrar a alguien. El humo del cigarrillo se enroscaba entre ellas como una serpiente.

– No es usted como esperaba -dijo Eve. Sarah reconoció la voz ronca del teléfono. El acento era levemente continental, pero no inglés-. Es más guapa de lo que esperaba. Y más joven de lo que él dijo. ¿Cuántos años tiene? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?

– Treinta y dos.

– Ah. Entonces no me mintió.

– ¿Geoffrey le habló de mí?

Eve dio otra calada y asintió.

– Por supuesto. Tenía que hacerlo. Fue idea mía.

Sarah abrió mucho los ojos.

– ¿Idea suya? ¿Pero por qué?

– Usted no sabe nada de Geoffrey, ¿verdad? -los ojos verdes apuñalaron con crueldad a Sarah-. No -dijo con un asomo de satisfacción-. Es evidente que no. Pero parece que me ha encontrado sola. Y yo necesitaba verla por mí misma.

– ¿Por qué?

– Llámelo curiosidad morbosa. Masoquismo. Odiaba imaginarlos juntos. ¡Lo quería tanto! -levantó la barbilla en un pobre intento de fingir indiferencia-. Dígame, ¿fue feliz con él?

Sarah asintió, a punto de llorar.

– Sí -susurró-. Fuimos… yo por lo menos, felices. En cuanto a Geoffrey, ya no sé nada. Ya no sé nada.

– ¿Con qué frecuencia hacían el amor? ¿Todas las noches? ¿Una vez a la semana?

Sarah apretó la boca.

– No veo que eso sea de su incumbencia. Todo formaba parte de su plan, ¿no?

Los ojos de la otra se suavizaron, pero solo por un instante.

– Usted también lo amaba, ¿verdad? -preguntó-. Y las dos hemos perdido, ¿no? Tenía que suceder algún día. Es lo normal en este trabajo.

– ¿Qué trabajo?

Eve se echó hacia atrás.

– Es mejor que no lo sepa. Pero quiere oírlo, ¿verdad? Yo en su lugar olvidaría todo esto y me iría a casa. Mientras aún esté a tiempo.

– ¿Quién es Geoffrey?

Eve inhaló humo con fuerza y clavó los ojos en la distancia.

– Lo conocí hace diez años en Amsterdam. Entonces era un hombre diferente -sonrió, como divertida por alguna broma secreta-. Se llamaba Simon Dance. En aquel momento los dos trabajábamos para el Mossad, el Servicio Secreto israelí. Simon, otra mujer que era nuestro jefe y yo formábamos un gran equipo. Los del Mossad son los mejores. Y luego Simon y yo nos enamoramos.

– ¿Eran espías?

– Supongo que podría llamarnos así. Sí, dejémoslo así -miró pensativa la figura que formaba en el aire el humo del cigarrillo-. Solo llevábamos un año juntos cuando una de nuestras misiones salió mal. Nos preocupábamos demasiado el uno por el otro, y eso no es bueno en ese mundillo. El trabajo tiene que serlo todo o las cosas empiezan a ir mal. Y eso fue lo que pasó. El viejo escapó.

– ¿Escapó? ¿Cuál era su misión? ¿Arrestar a alguien?

Eve se echó a reír.

– ¿Arrestar? En nuestro trabajo no nos molestamos en arrestar. Acabamos con ellos.

Sarah sintió las manos frías. No era posible que estuvieran hablando del mismo hombre.

– El viejo siguió vivo. Magus, lo llamábamos. Para nosotros era algo más que un nombre en clave. En cierto modo era un mago. Aquel caso acabó con nosotros -apagó el cigarrillo y encendió otro, para lo que necesitó tres cerillas, ya que las manos le temblaban mucho. Suspiró-. Después de aquello, todos dejamos el trabajo. Simon y yo nos casamos y vivimos un tiempo en Alemania y luego en Francia. Cambiamos dos veces de nombre. Pero sentíamos que estaban a punto de encontrarnos. Sabíamos que habían puesto precio a nuestras vidas. Magus, por supuesto. Decidimos dejar Europa.

– Y eligieron América.

Eve asintió.

– Sí. Es muy sencillo. Él buscó un nombre nuevo y un cirujano plástico. Le realzaron los pómulos y le estrecharon la nariz. La diferencia era tal que nadie lo habría reconocido. A mí también me cambiaron el rostro. Él fue delante a América. Se necesita tiempo para establecer una base nueva, otra identidad. Yo tenía que seguirlo.

– ¿Por qué se casó conmigo?

– Necesitaba una esposa americana. Necesitaba su casa, su cuenta bancaría, la tapadera que usted podía ofrecer. Yo no podía hacerme pasar por norteamericana. Mi acento, mi voz… no podía cambiarlos. Pero Simon… ah, él podía hablar como una docena de personajes distintos.

– ¿Por qué me eligió a mí?

Eve se encogió de hombros.

– Conveniencia. Usted estaba sola, no era muy guapa. No tenía novios. Sí, era vulnerable. Se enamoró enseguida de él, ¿verdad?

Sarah asintió, reprimiendo un sollozo. Sí, había sido vulnerable. Antes de Geoffrey, pasaba los días en el trabajo y la mayoría de las noches sola en casa. Anhelaba una relación con un hombre, la intimidad y el cariño que habían tenido sus padres. Pero tenía una profesión exigente y había permanecido demasiado tiempo sola; las probabilidades de casarse disminuían con cada año que pasaba.

Hasta que apareció Geoffrey y llenó el vacío. Se enamoró de él enseguida. Y sin embargo, él la había elegido por conveniencia. Miró con rabia a la otra mujer.

– A ninguno de los dos les importaba a quién pudieran hacer daño, ¿verdad?

– No teníamos elección. Teníamos nuestra vida…

– ¿Y qué pasa con mi vida?

– Baje la voz.

– Mi vida, Eve. Yo lo quería. ¡Y usted se queda ahí sentada y justifica lo que hicieron!

– Por favor, baje la voz. Pueden oírla.

– Me da igual.

Eve comenzó a levantarse.

– Creo que ya he dicho suficiente.

– No, espere -Sarah le tomó la mano-. Por favor -dijo con suavidad-. Siéntese. Tengo que oír el resto. Necesito saberlo.

Eve se dejó caer despacio sobre el banco. Guardó silencio un momento.

– La verdad es que él no la amaba. Me quería a mí. Sus viajes a Londres eran solo para verme. Se registraba en el Savoy y luego tomaba el tren para Margate. Cada pocos días regresaba a Londres a llamarla o enviarle una carta. Yo he odiado tener que compartirlo con usted estos dos últimos meses. Pero era necesario y solo temporal. Teníamos que sobrevivir. Hasta… -apartó la vista. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

– ¿Qué ocurrió, Eve?

La mujer se aclaró la garganta y levantó la cabeza con valentía.

– No lo sé. Solo sé que se marchó de Londres hace dos semanas. Se había unido a una operación contra Magus. Luego, algo salió mal. Lo seguían. Alguien colocó explosivos en su habitación del hotel. Llamó desde Berlín y me dijo que había decidido desaparecer. Que iba a esconderse. Cuando llegara el momento, vendría en mi busca. Pero la noche antes de salir de Margate, tuve una premonición. Intenté llamarlo a Berlín. Y entonces me enteré de su muerte.

– ¡Pero no está muerto! -exclamó Sarah-. ¡Está vivo!

A Eve le temblaron las manos de tal modo que estuvo a punto de soltar el cigarrillo.

– ¿Cómo?

– Me llamó hace dos días. Por eso estoy aquí. Me dijo que fuera con él, que me quería…

– Miente.

– ¡Es cierto! -gritó Sarah-. Conozco su voz.

– Una grabación, tal vez… un truco. Es fácil imitar una voz. No, no pudo ser él. No la habría llamado a usted -repuso Eve con frialdad.

Sarah guardó silencio. ¿Por qué iba a usar alguien la voz de Geoffrey para atraerla a Europa? Recordó entonces algo más, otra pieza del puzzle que no tenía sentido. Miró a Eve.

– El día que salí de Washington entraron en mi apartamento. Solo se llevaron una fotografía, y aún no comprendo…

– ¿Una fotografía de Geoffrey? -preguntó Eve.

– Sí. La foto de nuestra boda.

La mujer palideció. Apagó el cigarrillo y tomó su bolso y su chaqueta.

– ¿Adónde va? -preguntó Sarah.

– Tengo que volver. Me estará buscando.

– ¿Quién?

– Geoffrey.

– ¡Pero usted ha dicho que está muerto!

Los ojos de Eve brillaron de repente como alhajas.

– No. No, está vivo. Tiene que estarlo. ¿No comprende? No conocen su cara y por eso han robado la foto. Eso significa que ellos también lo están buscando.

Se puso la chaqueta y corrió hacia la puerta.

– ¡Eve! -Sarah salió tras ella, pero cuando llegó a la calle, la encontró vacía. Solo había niebla.

– ¿Eve? -preguntó.

No obtuvo respuesta.

Eve había desaparecido.


Eve no fue muy lejos. Corrió, llena de esperanza, por Dorset Street hacia la parada de metro. No se detuvo a escuchar si oía pasos; no tomó las precauciones que se había acostumbrado a tomar durante sus años en el Mossad. Simon estaba vivo… y eso era lo único que importaba.

Estaba vivo y la esperaba. No tenía paciencia para caminar en zig zag, para detenerse en portales y comprobar si estaba sola. Seguía un camino recto hacia la parada de metro.

Después de dos manzanas corriendo, su respiración se hizo jadeante. Sabía que eran los cigarrillos. Muchos años fumando dejaban su marca. Pero se obligó a seguir avanzando hasta que le dolió el pecho y supo que tenía que parar un momento. El dolor era un problema antiguo que había tenido desde niña. No era grave. Disminuiría un poco y ella podría continuar.

Se detuvo a apoyarse en una farola. El dolor remitió poco a poco. Cerró los ojos y respiró hondo.

Un sonido tan suave que estuvo a punto de no oír penetró en su consciencia. Se puso rígida y abrió los ojos. A poca distancia se oían pasos. ¿Pero en qué dirección?

Miró la niebla e intentó ver un rostro, una figura, pero no vio nada. Sacó del bolso la pistola que llevaba siempre consigo. El acero frío la tranquilizó enseguida. Se dio cuenta de que la farola era como un foco, y ella estaba justo debajo. Se metió entre las sombras. La oscuridad había sido siempre su aliada.

Otro ruido le hizo apuntar la pistola en su dirección. Cuando se dio cuenta de que había sido un truco, era ya demasiado tarde. Algo la golpeó por detrás. Antes de que pudiera volverse y disparar, cayó al suelo. La pistola saltó de su mano y casi al instante sintió una hoja apretada contra la garganta.

Un rostro le sonreía. Lo reconoció. Su cabello pálido brillaba como la plata incluso en la oscuridad.

– Kronen -susurró.

Sintió que la hoja resbalaba por su piel con la suavidad de una caricia. Quiso gritar, pero el terror le cerraba la garganta.

– Pequeña Eva -murmuró Kronen. Soltó una risita suave, y Eve comprendió que no sobreviviría a aquella noche.


El mundo se veía diferente a diez mil metros de altura. Ni luces de neón ni tráfico ni cemento, solo un cielo negro interminable cuajado de estrellas.

Nick apoyó la cabeza con cansancio y deseó poder dormir. Casi todos los pasajeros del vuelo 201 a Londres parecían roncar tranquilamente. Era la una de la mañana hora de Washington y él seguía completamente despierto, con la manta de la compañía aérea doblada todavía en el regazo.

Estaba demasiado disgustado para dormir. No dejaba de pensar en lo inocente y vulnerable que parecía Sarah. ¡Qué gran actriz! La suya había sido una interpretación digna de un Oscar. Y también había despertado en él instintos que había olvidado que tenía. El deseo de protegerla y abrazarla.

Ahora ya no sabía lo que quería hacerle. Pero la protección no tenía mucho que ver.

Por su culpa estaba sin trabajo, dudaban de su patriotismo y, peor aún, se sentía como un idiota. Van Dam tenía razón. Como espía, no era más que un aficionado.

Cuanto más pensaba en cómo lo había engañado más se enfadaba.

Se juró que, cuando llegara a Londres, le arrancaría la verdad.

Sabía dónde encontrarla. Una llamada de teléfono le había confirmado que se hospedaba en el Savoy, el hotel habitual de su marido. Estaba deseando ver la cara que ponía cuando lo viera allí.

Pero mezclada con su rabia había otra emoción, más profunda y complicada. No dejaba de imaginarla mirándolo con aquellos ojos suaves. Y la confusión de sus sentimientos lo estaba volviendo loco. No sabía si quería besarla o estrangularla. Tal vez ambas cosas.

Una cosa era segura. Tomar aquel avión para Londres debía ser lo más loco que había hecho nunca. Toda su vida había tomado decisiones bien meditadas. Y esa noche había metido la ropa en una maleta, tomado un taxi hasta Dulles y dejado una tarjeta de crédito en el mostrador de British Airways. No era propio de él hacer algo tan impulsivo. Confiaba en que no fuera el comienzo de una tendencia nueva.


El viejo no estaría satisfecho.

Mientras Kronen limpiaba la sangre de la mujer de su navaja, pensó en retrasar la llamada otra hora, otro día. Al menos hasta que hubiera desayunado bien o tomado unas cervezas. Pero al viejo le enfurecería la noticia y no quería hacerle esperar mucho. El viejo no toleraba mucho las frustraciones. Desde la tragedia se mostraba impaciente y fácilmente irritable. Y no era muy inteligente hacerle enfadar.

Aunque Kronen no tenía miedo. Sabía que el viejo lo necesitaba demasiado.

El viejo lo había sacado de los basureros de Dublín a los ocho años y tomado bajo su ala. Quizá fue el pelo casi albino del niño lo que atrajo su atención; o quizá el vacío de sus ojos, señal de un gran vacío interior. Seguramente reconoció, ya entonces, que algún día sería peligroso. Un niño sin alma no necesitaba amor y de mayor podía volverse contra su guardián.

Pero un niño sin alma también podía ser muy útil. El viejo lo adoptó, le dio de comer, le enseñó, quizá incluso lo quiso un poco, pero nunca se fio de él del todo.

Kronen percibía su desconfianza desde muy joven. Y en lugar de enfadarse, luchaba por vencerla. Hacía todo lo que el viejo quería. Y después de treinta años de cumplir con su voluntad, se había convertido en algo automático. Pero a Kronen le gustaba su trabajo. Le daba una sensación de placer y satisfacción. Sobre todo cuando tenía que ver con mujeres.

Como esa noche.

Por desgracia, la mujer no había hablado. En eso se había mostrado más fuerte que ninguno de los hombres a los que se había encontrado. Ni siquiera una hora de sus técnicas más persuasivas habían conseguido nada. Había gritado mucho, lo cual lo había irritado y excitado, pero no le había dado ninguna información. Y después había muerto cuando menos lo esperaba.

Eso era lo que más le molestaba.

No había tenido intención de matarla. Por lo menos todavía. ¡Qué mala suerte descubrir demasiado tarde que su víctima tenía un corazón débil! Parecía bastante sana.

Terminó de limpiar la hoja. Le gustaba la limpieza, sobre todo en su navaja predilecta. La guardó en su funda y miró el teléfono. No tenía sentido retrasar más el asunto. Marcó el número de Amsterdam.

– Eva no ha hablado -dijo cuando contestaron.

El silencio del viejo fue bastante elocuente.

– ¿Ha muerto?

– Sí -repuso Kronen.

– ¿Y la otra?

– Sigo vigilándola. Dance no se ha acercado a ella.

El viejo emitió un sonido de impaciencia.

– No puedo esperar eternamente. Tenemos que obligarlo a salir.

– ¿Cómo?

– Secuéstrala.

– Pero la CIA la está siguiendo.

– Me encargaré de que se ocupen de ellos mañana. Entonces te llevas a la mujer.

– ¿Y luego?

– Averigua si sabe algo. Si no es así, también podremos usarla. Lanzaremos un ultimátum. Si Dance está vivo, responderá.

Kronen no estaba tan seguro. A diferencia del viejo, él no tenía fe en algo tan ridículo como el amor. Además, había visto a Sarah Fontaine y no creía que ningún hombre… -desde luego no Simon Dance- acudiera en su rescate. No, era absurdo arriesgar la vida por una mujer. Y estaba seguro de que Dance no sería tan estúpido.

Aun así, sería un experimento interesante. Y cuando terminara, el viejo le permitiría ocuparse de ella. Su corazón sería más fuerte que el de Eve Fontaine. Duraría mucho más. Sí, sería un experimento interesante. Le daba algo con lo que soñar.


Sara soñó que corría detrás de Geoffrey gritando su nombre. Oía sus pasos delante, pero no lo veía, él permanecía siempre fuera de su alcance. Luego, los pasos cambiaron. Estaban detrás. Ya no era perseguidora sino perseguida. Corría entre la niebla y los pasos se acercaban cada vez más. El corazón le latía con fuerza y las piernas se negaban a moverse. Luchaba por seguir avanzando.

Una mujer de ojos verdes le bloqueó el camino. Una mujer que se reía de ella desde el medio de la calle. Los pasos se acercaban. Sarah se volvió.

El hombre que avanzó hacia ella era alguien a quien conocía, alguien de ojos grises cansados. Salió, despacio, de entre la niebla. Y el miedo de ella se evaporó cuando lo vio. Sus pasos resonaban en la calle adoquinada…

Sarah se despertó empapada en sudor. Alguien llamaba a su puerta. Encendió la luz. Eran las cuatro de la mañana.

Volvieron a llamar, ahora con más fuerza.

– ¿Señora Fontaine? -dijo una voz de hombre-. Abra, por favor.

– ¿Quién es?

– La policía.

Salió de la cama, se puso una bata y abrió la puerta. Fuera había dos agentes de uniforme acompañados por un conserje del hotel.

– ¿Señora Sarah Fontaine?

– Sí. ¿Qué ocurre?

– Lamento molestarla, señora, pero es necesario que nos acompañe a Comisaría.

– No comprendo. ¿Por qué?

– Vamos a arrestarla.

La joven se aferró con ambas manos a la puerta y los miró sorprendida.

– ¿A mí? ¿Por qué?

– Por asesinato. El asesinato de la señora Eve Fontaine.

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