Nueve

Se sentaron en una taberna llena de risas y humo y compartieron una botella de vino tinto. Un vino fuerte e indisciplinado, «vino de campesino», lo definió Sarah cuando iba por el tercer vaso y la habitación se había vuelto más cálida y brillante. En la mesa de al lado, unos viejos tomaban cerveza, contaban historias y reían. Un gato pasó entre las sillas y se puso a beber de un plato con leche que había cerca de la barra. Sarah observaba todos los detalles, escuchaba todos los sonidos. Era un placer estar fuera de su escondite y volver al mundo aunque fuera por una noche.

A través del humo de los cigarrillos vio que Nick le sonreía. Tenía los hombros hundidos y una barba de un día. Era difícil creer que se trataba del mismo hombre que había conocido en una oficina del Gobierno dos semanas atrás. Pero ella tampoco era la misma mujer. El miedo y las circunstancias los habían cambiado a ambos.

– Has hecho justicia a la comida -Nick señaló su plato vacío-. ¿Te sientes mejor?

– Mucho mejor. Estaba muerta de hambre.

– ¿Café?

– Dentro de un rato. Antes quiero acabar el vino.

El hombre movió la cabeza.

– Quizá deberías dejarlo. No podemos permitirnos el menor descuido.

– No me he emborrachado nunca -protestó ella, con irritación.

– Es un mal momento para empezar.

La joven tomó un trago del vaso.

– ¿Lo de dar órdenes es una de tus costumbres?

– ¿Qué quieres decir?

– Desde que nos conocemos lo has controlado todo.

– En absoluto. Lo de ir a Londres fue idea tuya, ¿recuerdas?

– Aún no me has dicho por qué me seguiste. Estabas enfadado, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Viniste por eso? ¿Para retorcerme el cuello?

– Lo pensé -se llevó el vaso de vino a los labios y la miró por encima del borde-. Pero cambié de idea.

– ¿Por qué?

– Por lo indefensa que te vi en la Comisaría.

– Puede que sea más fuerte de lo que crees.

– ¿Estás segura?

– No soy una niña, Nick. Siempre he cuidado de mí misma.

– No estoy diciendo que seas incompetente. Eres una mujer muy inteligente. Una investigadora muy apreciada.

– ¿Cómo lo sabes?

– He leído tu historial.

– Ah, sí. La ficha misteriosa. ¿Y qué más sabes?

El hombre se echó hacia atrás en la silla.

– Veamos. Sarah Gillian Fontaine, estudió en la Universidad de Chicago. Ha participado en media docena de proyectos de investigación de microbiología. Es evidente que eres inteligente -hizo una pausa-. Y también que necesitas mi ayuda -terminó, con suavidad.

Guardaron silencio mientras el camarero cobraba la factura. Cuando volvieron a quedarse solos, Nick dijo con seriedad:

– Sé que puedes cuidarte sola en circunstancias normales. Pero estas no lo son.

La joven no podía discutir ese punto.

– De acuerdo -suspiró-. Confieso que tengo miedo y estoy cansada de tener que estar atenta en todo momento. Pero no me subestimes. Haré lo que sea por seguir con vida.

– Me alegro. Porque antes de que acabe esto puede que te hayas convertido en una docena de mujeres distintas. Recuerda que ya no eres Sarah Fontaine. No puedes serlo en público, así que déjala atrás.

– ¿Cómo?

– Invéntate a alguien. Hasta el último detalle. Conviértete en esa persona. Empieza por describirte. ¿Quién eres?

Sara pensó un momento.

– Soy la mujer de un pescador que lucha por llegar a fin de mes.

– Sigue.

– Mi vida no es fácil. Me canso mucho. Y tengo seis niños que no paran de llorar.

– Bien. Sigue.

– Mi marido… no para mucho por casa.

– Lo bastante para darte seis hijos -señaló él con una sonrisa.

– Tenemos una casa pequeña. Todos nos gritamos unos a otros.

– ¿Somos felices?

– No sé. ¿Lo somos?

El hombre inclinó la cabeza pensativo.

– Sí, somos felices. Quiero a mis cinco hijas y a mi hijo. También a mi mujer. Pero me emborracho mucho y no soy muy amable.

– ¿Me pegas?

– Cuando te lo mereces. Pero luego estoy muy, muy arrepentido -añadió con suavidad.

Se miraron a los ojos como lo hacen dos desconocidos que comprenden por primer vez que se conocen bien. Los ojos de él se suavizaron y Sarah se preguntó cómo sería hacer el amor con él. Aunque Geoffrey había sido un amante gentil, había algo frío y desapasionado en él. Intuía que Nick sería muy distinto. La tomaría como un hombre hambriento.

Asió el vaso de vino con mano temblorosa.

– ¿Cuánto tiempo llevamos casados? -preguntó.

– Catorce años. Yo tenía veinticuatro. Tú… solo dieciocho.

– Y seguro que a mi madre no le gustó.

– Ni a la mía. Pero nos dio igual -pasó un dedo por el dorso de la mano de ella-. Estábamos locamente enamorados.

Algo en el tono de su voz hizo que ella guardara silencio. El juego parecía haber cambiado. Dejó de percibir la habitación llena de extraños, las risas y el humo. Solo existía el rostro de Nick y sus ojos, que brillaban como plata.

– Sí -repitió él con voz apenas audible-. Estábamos locamente enamorados.

El sonido del vaso al chocar contra la mesa la devolvió a la realidad. Un río de vino corría por el mantel. El ruido de la taberna la envolvió de repente.

Nick estaba ya en pie con una servilleta en la mano. Limpió el vino y la miró con curiosidad.

– ¿Sarah? ¿Qué te pasa?

La joven se levantó y salió corriendo de la taberna. El aire frío de la noche azotó su rostro. En mitad del callejón oyó los pasos de Nick tras ella. No se detuvo hasta que él la alcanzó y la volvió hacia sí. Estaban de pie en medio de una plaza y los edificios relucía como el oro a la luz de las farolas.

– Sarah, escúchame.

– Es un juego, Nick -dijo ella, luchando por soltarse-. Solo un juego tonto.

– No. Ya no es un juego. Para mí no.

La abrazó con tal brusquedad que ella no tuvo tiempo de debatirse ni sorprenderse. Le pareció que caía a través de la oscuridad y aterrizaba en su pecho. No tuvo tiempo de recuperarse ni tampoco de respirar.

Nick sabía a vino, y ella se movía como una borracha. Intentó comprender lo que sentía, pero aquel momento carecía de lógica. Separó los labios, se abrazó al cuello de él y sintió la humedad de su pelo.

– Sarah. Sarah -gimió él, apartándose a mirarla-. No es un juego. Es lo más real que he sentido nunca.

– Tengo miedo de cometer otro error, Nick.

– Yo no soy Geoffrey. Qué diablos, no soy más que un tipo corriente, casi cuarentón y no muy rico. Seguramente tampoco muy listo. No tengo nada que ocultar. Solo estoy solo y te deseo. Lo bastante para meterme en este lío…

La atrajo hacia sí con un suspiro. La joven enterró el rostro en su chaqueta, sin importarle que oliera mal. Solo le importaba que la llevaba Nick, que era su hombro el que le servía de apoyo y sus brazos los que la sujetaban con fuerza.

La llovizna dio paso a la lluvia y Nick y Sarah corrieron juntos de la mano. Cuando llegaron a su habitación, estaban empapados. Nick la observó en silencio quitarse la peluca y soltarse el pelo. La luz creaba sombras extrañas en su rostro. Del pelo de él caían gotas de agua por sus mejillas.

Se acercó a ella con ojos ardientes. Le tocó el rostro y Sarah se estremeció. La besó. Sabía a vino y a lluvia. Llevó las manos al cuello del vestido y empezó a abrir botones. Sin dejar de besarla, introdujo los dedos bajo la tela del vestido y tomó un pecho en su mano. Se estremecían los dos, pero bajo la ropa empapada de lluvia, ardía un fuego descontrolado.

Nick se quitó la chaqueta. Su camisa mojada parecía hielo contra los pechos desnudos de ella. Se dejaron caer sobre el colchón y crujieron los muelles. El hombre se quitó la camisa y la tiró al suelo. Sarah recordó lo que había pensando antes, que él no la poseería con gentileza, sino como un hombre hambriento.

¿Pero quería ella que lo hiciera?

– Estás temblando -susurró él-. ¿Por qué?

– Tengo miedo.

– ¿De qué? ¿De mí?

– No lo sé. De mí misma, creo… Tengo miedo de sentirme culpable.

– ¿Por hacer el amor?

La joven cerró los ojos con fuerza.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué estoy haciendo? Mi esposo está vivo, Nick…

Las manos de él se apartaron de su pecho y se posaron en su rostro, obligándola a mirarlo. La observó, intentando penetrar en su mente a través de los ojos. Su mirada apartaba todas sus defensas. Sarah no se había sentido nunca tan desnuda.

– ¿Qué marido? ¿Simon Dance? ¿Geoffrey? ¿Un fantasma que nunca existió?

– Un fantasma no. Un hombre.

– ¿Y tú llamas matrimonio a lo que tenías?

La joven negó con la cabeza.

– No. No soy estúpida.

– Entonces olvídalo -la besó en la frente-. Tus recuerdos no son reales. Sigue con tu vida.

– Pero hay una parte de mí que todavía se pregunta… -suspiró-. He aprendido algo de mí que no me gusta. Amaba una ilusión. Él no era más que un sueño. Pero yo quería que fuera real. Lo hice real porque lo necesitaba -movió la cabeza con tristeza-. La necesidad nos destroza. Nos hace ciegos a todo lo demás. Y yo ahora te necesito.

– ¿Y tan malo es eso?

– Ya no estoy segura de mis motivos. ¿Me estoy enamorando de ti? ¿O solo me estoy convenciendo de ello por lo mucho que te necesito?

Nick comenzó a abrocharle el vestido despacio, de mala gana.

– La respuesta a eso no la tendrás hasta que estés a salvo y seas libre de alejarte de mí. Entonces lo sabrás.

Sarah le tocó los labios.

– No es que no te desee. Es solo que…

Nick veía su lucha en sus ojos, aquellas ventanas abiertas que no ocultaban secretos. La deseaba, pero el momento y las circunstancias no eran los adecuados. Ella seguía en estado de shock.

– Estás decepcionado -musitó ella con suavidad.

– Lo confieso -sonrió él.

– Pero es que…

– No, no. No tienes nada que explicar. Túmbate a mi lado y déjame abrazarte.

La joven escondió el rostro en la desnudez cálida del hombro de él.

– Nick, mi ángel guardián.

El hombre soltó una carcajada.

– ¡Y yo que quería manchar mi aureola de santo!

Yacieron juntos en silencio.

– ¿Qué vamos a hacer? -susurró ella, al fin.

– Estoy trabajando en ello.

– No podemos huir siempre.

– No. Aunque el dinero nos durara siempre, y no será así, tendríamos eternamente esta nube sobre nuestras cabezas. Nunca serías libre del todo -la miró con intensidad-. Tienes que cerrar esa parte de tu vida. Y para ello tienes que encontrarlo.

– Pero no sé por dónde empezar.

– No -repuso Nick-. Hoy he llamado a Roy Potter.

Sarah lo miró.

– ¿Tú a él?

– Desde una cabina. Mira, ya sabe que estoy en Bruselas. Posiblemente esté vigilando las cuentas bancarias. Ya saben que hemos sacado dinero esta tarde.

– ¿Por qué lo has llamado? Pensaba que no te fiabas de él.

– Y así es. ¿Pero y si me equivoco y es de fiar? Entonces empezará a investigar a su gente, si no lo ha hecho ya.

– Nos estará buscando.

– Bruselas es una ciudad grande. Y siempre podemos ir a otro sitio -su mirada de volvió insistente-. Sarah, tú estuviste casada con Geoffrey. Piensa. ¿Adónde iría?

– He pensado mucho en eso. Pero no lo sé.

– ¿Pudo haberte dejado un mensaje en algún lugar donde no has mirado?

– Solo tengo mi bolso.

– Pues empieza por ahí.

Sarah tomó el bolso de la mesilla y vació el contenido en la cama. Solo estaba lo que siempre solía llevar allí, más las facturas sin abrir que había sacado del buzón de Eve.

Nick tomó la cartera y la miró con aire interrogante.

– Adelante -dijo ella-. No tengo secretos para ti.

El hombre sacó las tarjetas de crédito y las fotografías. Miró la foto de Geoffrey unos segundos antes de dejarla sobre la cama. Había también fotos de sobrinos.

– Casi llevas un álbum completo -observó.

– No puedo sacarlas de ahí. ¿Tú no llevas fotos encima?

– Solo la de mi carnet de conducir.

Siguió repasando los trozos de papel que ella había metido en varios apartados… números de teléfono, tarjetas, notas… Y Sarah se puso las gafas y empezó a abrir el correo de Eve.

Había tres facturas. Tras observar la de la compañía eléctrica, pasó a la de la tarjeta de crédito. Eve solo la había usado dos veces el mes anterior. En ambas ocasiones para pagar artículos de belleza comprados en Harrod's.

Abrió la tercera factura. Era del teléfono. Miró rápidamente la lista de llamadas y estaba a punto de dejarla a un lado cuando vio la palabra «Berlín» en el extremo de la página. Era una llamada a larga distancia hecha dos semanas atrás.

Apretó el brazo de Nick.

– Mira esto. La última de la lista.

Nick abrió mucho los ojos.

– ¡Esa llamada se hizo el día del fuego!

– Me dijo que había intentado llamarlo, ¿recuerdas? Tenía que saber dónde se hospedaba en Berlín.

– Pero qué descuido dejar un rastro así.

– Puede que no fuera el número de él, sino el de un intermediario. Un contacto. Ella no sabía lo que había sido de él ni dónde estaba. Debía estar como loca y por eso llamó a Berlín. Me pregunto de quién será el número.

– Podemos llamar. Pero todavía no.

– ¿Por qué?

– Una llamada de larga distancia espantaría al supuesto contacto. Lo llamaremos desde Berlín -empezó a meter de nuevo las cosas en su bolso-. Mañana tomaremos un tren hasta Dusseldorf y de allí iremos a Berlín. Yo compraré todos los billetes. Creo que es mejor que subamos por separado y nos encontremos en el tren.

– ¿Y qué hacemos cuando lleguemos a Berlín?

– Llamamos a ese número y vemos lo que pasa. Yo tengo un viejo amigo en el consulado en Berlín. Wes Corrigan. Quizá nos ayude.

– ¿Podemos confiar en él?

– Creo que sí. Estuvimos juntos en Honduras.

– Tú dijiste que no podíamos fiarnos de nadie.

Nick asintió con seriedad.

– No tenemos opción. Es un riesgo que hay que correr. Voy a apostar por una vieja amistad.

Vio la preocupación que expresaban los ojos de ella y la estrechó contra sí.

– Es una sensación horrible la de sentirse atrapada sin futuro -susurró ella.

– Me tienes a mí -murmuró él.

Sarah le tocó el rostro y sonrió.

– Sí. ¿Por qué tengo tanta suerte?

– Por los molinos de viento, supongo.

– No comprendo.

– Lieberman solía llamarme Don Quijote.

– ¿Y yo soy otro de tus molinos?

– No -le besó el cabello-. Eres más que eso.

La joven lo besó en los labios.

– Por Berlín -susurró.

– Sí -murmuró él, abrazándola-. Por Berlín.


Un amanecer brillante y hermoso. Las vías del tren, que un rato antes mostraban un color gris mojado, brillaban de repente como oro a la luz de la mañana. Nubes de vapor subían desde los raíles. Nick y Sarah estaban separados en la plataforma. Nick, con la gorra baja y un cigarrillo colgando de los labios, se apoyaba en un poste de la plataforma y resultaba irreconocible.

En la distancia se oyó el ruido de un tren que se acercaba. Fue como una señal que hizo que la gente se levantara de los bancos. Avanzaron como una ola hacia el borde de la plataforma esperando que parara el tren de Antwerp. Se formó una cola de pasajeros: hombres de negocios con traje, estudiantes con vaqueros y mochilas, mujeres bien vestidas que volverían pronto a casa con bolsas de la compra.

Desde su puesto casi al final de la cola, Sarah vio a Nick apagar el cigarrillo con el zapato y subir al tren. Segundos después apareció su rostro en la ventanilla. No se miraron.

La cola se hizo más corta. Unos metros más y ella también estaría a bordo. Entonces vio algo por el rabillo del ojo y una premonición de miedo la hizo volverse despacio. Lo que había visto era el sol reflejándose en unas gafas de sol plateadas.

Se quedó paralizada. Al lado de la taquilla había un hombre de pelo pálido, un hombreque tenía la vista clavada en la puerta del tren. A Sarah se le paró el corazón. Era el mismo que la había mirado desde la ventanilla del Peugeot azul. El de la sonrisa mortal. Y ella avanzaba directamente hacia su línea de visión.

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