A la una menos cuarto del día siguiente, Sarah bajaba de un taxi en la Potsdamer Platz. Iba sola. Despistar a Nick había sido más fácil de lo que pensaba. Esperó a que saliera a llamar a Wes Corrigan, tomó su bolso y salió por la puerta.
Cruzó la plaza esforzándose por no pensar en él. Había visto en un mapa que la Potsdamer Platz era un punto de intersección de los sectores británico, americano y soviético. El Muro de Berlín cruzaba la plaza. Se detuvo cerca de un grupo de estudiantes y fingió escuchar al profesor, pero buscaba incesantemente un rostro. ¿Dónde estaba la mujer?
De repente oyó una voz femenina.
– Sígame. Mantenga la distancia.
Se volvió y vio a la mujer de la floristería alejándose con una bolsa de compras al brazo. La mujer se dirigía hacia el noroeste,en dirección a Bellevuestrasse. Sarah la siguió a una distancia discreta.
Tres manzanas más allá, la tendera desapareció en una tienda de velas. La joven vaciló un momento en el exterior. Una cortina cubría el escaparate y no podía ver el interior. Al fin, optó por entrar.
La tendera no estaba a la vista. El olor a lavanda y pino de velas encendidas impregnaba la habitación. En las mesas de muestras había criaturas extrañas hechas de cera. Una llama ardía en un gnomo viejo, fundiéndole lentamente la cara. Sobre el mostrador había una vela en forma de mujer. La cera fundida caía por sus pechos como si fuera mechones de pelo.
Sarah miró sorprendida al hombre viejo que apareció al otro lado del mostrador. Le hizo señas de que avanzara.
La joven obedeció. Entró en un pequeño almacén con el corazón en un puño y salió por la puerta de atrás.
El sol resultaba cegador. La puerta se cerró y se quedó de pie en el callejón. A la derecha estaba Potsdamer Platz. ¿Dónde estaba la mujer?
El sonido de un motor la empujó a volverse. Un Citroen negro se dirigía directamente hacia ella. No podía huir. La puerta de la tienda estaba cerrada. El callejón era un túnel interminable de edificios contiguos. Se apoyó aterrorizada contra la pared, mirando fijamente el coche que se acercaba.
El vehículo se detuvo y se abrió la puerta de atrás.
– Suba -siseó la mujer-. Deprisa.
Sarah se separó de la pared y subió al coche.
El vehículo se puso en marcha. Giró primero a la izquierda, luego a la derecha y después otra vez a la izquierda. La joven no sabía dónde estaba. La tendera miraba continuamente hacia atrás.
Cuando pareció convencida de que nadie los seguía, se volvió a Sarah.
– Ahora podemos hablar -dijo.
La joven miró al conductor con aire interrogante.
– Podemos hablar -repitió la mujer.
– ¿Quién es usted?
– Una amiga de Geoffrey.
– ¿Y sabe dónde está?
La mujer no contestó. Dijo algo en alemán al conductor y este dejó la calle que llevaba y entró en un parque. Poco después paró entre árboles.
– Vamos a andar un poco -dijo la tendera.
Cruzaron juntas la hierba.
– ¿Cómo conoció a mi esposo? -preguntó la joven.
– Trabajamos juntos hace años. Entonces se llamaba Simon. Era uno de los mejores.
– ¿Y usted está también en… ese negocio?
– Lo estaba. Hasta hace cinco años.
Era difícil imaginar que fuera otra cosa que un ama de casa robusta. Aunque quizá su fuerza estuviera precisamente allí… en que parecía muy corriente.
– No, ya sé que no lo parezco -musitó-. Los mejores no lo parecen nunca.
Dieron unos pasos en silencio.
– Yo era de los buenos, como Simon -dijo-. Y ahora hasta yo tengo miedo.
Se detuvieron y se miraron a los ojos.
– ¿Dónde está? -preguntó Sarah.
– No lo sé.
– ¿Y por qué me ha citado aquí?
– Para avisarla. Como un favor a un viejo amigo.
– ¿Se refiere a Geoffrey?
– Sí. En este mundillo tenemos pocos amigos, pero los que tenemos son todo para nosotros.
Echaron a andar de nuevo. Sarah miró hacia atrás y vio que el Citroen las esperaba en la calle.
– Lo vi hace poco más de dos semanas -siguió la mujer-. Estaba preocupado. Pensaba que lo había traicionado la gente para la que trabajaba. Quería desaparecer.
– ¿Traicionado? ¿Quién?
– La CIA.
Sarah se detuvo atónita.
– ¿Trabajaba para la CIA?
– Lo obligaron. Era muy bueno. Pero empezaron a fallar demasiadas cosas y Simon quería marcharse. Vino a verme y yo le di un pasaporte nuevo y otros papeles que necesitaría para salir de Berlín cuando cambiara de identidad -movió la cabeza-. Conversamos unas horas y me enseñó una foto suya. Por eso la reconocí en la tienda.
Hizo una pausa.
– Me dijo que era usted una persona muy… delicada. Que sentía hacerle daño. Me prometió que volvería a verlo algún día. Pero aquella noche me enteré de lo del fuego. Oí que habían encontrado un cuerpo.
– ¿Cree usted que está muerto?
– No.
– ¿Por qué no?
– Si estuviera muerto, ¿por qué iban a seguirla a usted?
– Ha mencionado una operación de la CIA. ¿Tiene algo que ver con un hombre llamado Magus?
La mujer mostró cierta sorpresa.
– No debió hablarle de Magus.
– No fue él. Fue Eve.
– Ah -la miró con atención-. Veo que conoce a Eve. Espero que no esté celosa. No podemos permitirnos eso en este trabajo -sonrió-. ¡La pequeña Eve! Supongo que ya tendrá cerca de cuarenta años. Y supongo que sigue tan hermosa.
– ¿No se ha enterado?
– ¿De qué?
– Eve ha muerto.
La mujer se detuvo. Palideció.
– ¿Cómo fue? -susurró.
– Un callejón en Londres… hace pocos días.
– ¿La torturaron?
Sarah asintió con la cabeza.
La mujer observó el parque con rapidez.
Aparte del conductor del Citroen, no había nadie a la vista.
– Entonces no hay tiempo que perder -dijo-. Vendrán a por mí. Escuche lo que tengo que decirle porque no volveremos a vernos. Hace dos semanas, su marido estaba metido en un asunto muy serio.
– ¿Magus?
– Sí. Lo que queda de él. A los tres nos dieron una misión hace cinco años. Nuestro objetivo era Magus. Simon colocó los explosivos en su coche. El viejo siempre iba conduciendo a su trabajo. Pero aquella mañana se quedó en casa. El coche lo usó su esposa.
La voz de la mujer mantenía a Sarah como en trance. Tenía miedo de escuchar el resto; podía adivinar ya lo ocurrido.
– La mujer murió en el acto. Después de la explosión, el viejo salió corriendo de la casa e intentó sacarla del coche. Las llamas eran terribles. Pero consiguió sobrevivir. Y ahora busca venganza.
– Venganza -murmuró Sarah-. Se trata de eso.
– Sí. Contra Eve, contra mí. Y sobre todo contra Simon. Ya ha encontrado a Eve.
– ¿Y qué tengo que ver yo con todo esto?
– Usted es su esposa. Es su único vínculo con Simon.
– ¿Qué debo hacer? ¿Irme a casa…?
– Ahora no puede irse a casa. Tal vez nunca pueda -miró hacia el Citroen.
– ¡Pero no puedo pasarme la vida huyendo! Yo no sé vivir así. Necesito ayuda. Si pudiera decirme dónde encontrarlo…
La mujer la observó un momento, calculando sus posibilidades de supervivencia.
– Si Simon está vivo, se encuentra en Amsterdam.
– ¿En Amsterdam? ¿Por qué?
– Porque Magus está allí.
El teléfono seguía sonando. Nick daba golpecitos nerviosos con los dedos en la cabina. ¿Dónde se había metido la operadora?
– Consulado Americano.
– Con el señor Wes Corrigan.
– Un momento, por favor -hubo una pausa-. ¿Pregunta por el señor Corrigan? -dijo otra voz-. Creo que está comiendo. Lo llamaré a su busca. No cuelgue, por favor.
Se retiró sin darle tiempo a contestar y Nick esperó cinco minutos. Estaba a punto de colgar cuando volvió la mujer.
– Lo siento, no contesta. Pero tiene que volver en cualquier momento para una reunión. ¿Quiere dejar un mensaje?
– Dígale que Steve Barnes ha llamado. Es por un problema con mi pasaporte.
– ¿Y su número de teléfono?
– Él ya lo sabe.
Según su acuerdo, Wes tenía que salir de la Embajada y llamar a la cabina desde la calle. Nick le daría quince minutos. Si no llamaba en ese tiempo, lo intentaría de nuevo más tarde. Pero algo le decía que era un riesgo esperar allí tanto tiempo.
Alguien golpeó la cabina. Una mujer joven agitaba una moneda desde el exterior. Quería usar el teléfono. Nick salió con un juramento y esperó a que terminara. Cuando vio que la conversación se prolongaba, volvió a lanzar un juramento y echó a andar calle arriba. Pero ya había esperado demasiado.
Un hombre con traje negro avanzaba hacia él desde una esquina. Metió una mano en la chaqueta y sacó una pistola, con la que apuntó a Nick.
– ¡Quieto, O'Hara! -gritó Roy Potter a sus espaldas.
Nick giró a la derecha, dispuesto a echar a correr hacia la calle. Aparecieron dos pistolas más; el cañón de una de ellas apretó su yugular. Oyó el ruido que hacían al quitar el seguro. Por unos segundos no se movió nadie. A pocos metros de ellos paró una limusina y alguien abrió la puerta.
Nick se volvió hacia Potter, quien le apuntaba con la pistola en la cabeza.
– Guarda eso -dijo-. Me estás poniendo nervioso.
– Sube al coche -ordenó el otro.
– ¿Adónde vamos?
– A charlar con Jonathan Van Dam.
– ¿Y luego qué?
Potter sonrió con desgana.
– Eso depende de ti.
– ¿Dónde está Sarah Fontaine?
Nick miró a Van Dam con gesto de malhumor.
– Señor O'Hara, me estoy impacientando. Le he hecho una pregunta. ¿Dónde está?
Nick se encogió de hombros.
– Si le importa algo ella, nos dirá dónde está ahora mismo.
– Me importa. Por eso no les digo nada.
– No durará ni una semana sola. No tiene experiencia. Está asustada. Tenemos que traerla aquí.
– ¿Por qué? ¿La necesitan para practicar el tiro al blanco?
– Eres un pesado, O'Hara -murmuró Potter-. Siempre lo has sido y siempre lo serás.
– Yo también te quiero mucho -gruñó Nick.
Van Dam los ignoró a los dos.
– Señor O'Hara, esa mujer necesita nuestra ayuda. Está mejor bajo nuestra tutela. Díganos dónde está y quizá le salve la vida.
– Estaba bajo su tutela en Margate y por poco la matan. ¿Qué está pasando?
– No puedo decírselo.
– Quieren a Geoffrey Fontaine, ¿verdad?
– No.
– Usted hizo que la soltaran en Londres y luego la siguió. Pensó que lo llevaría hasta Fontaine, ¿verdad?
– Ya sabemos que no puede.
– ¿Qué significa eso?
– No buscamos a Fontaine.
– Cuénteme otra historia.
Potter no pudo seguir callado.
– ¡Maldita sea! -gritó, golpeando la mesa-. ¿Es que no lo entiendes? Fontaine era de los nuestros.
La revelación dejó atónito a Nick. Miró a Potter.
– ¿Quieres decir que… trabajaba para la CIA?
– Exacto.
– ¿Y dónde está?
Potter suspiró con cansancio.
– Está muerto.
Nick trató de asimilar la información. Toda su búsqueda había sido en vano. Habían cruzado Europa en persecución de un muerto.
– ¿Y quién persigue a Sarah? -preguntó.
– No estoy seguro de poder… -intervino Van Dam.
– No tenemos elección -dijo Potter-. Hay que decírselo.
Van Dam asintió después de una pausa.
– Está bien. Adelante.
Potter echó a andar por la estancia.
– Hace cinco años, Simon Dance era uno de los mejores agentes del Mossad. Formaba parte de un equipo de tres personas. Los otros dos eran mujeres: Eve Saint-Clair y Helga Steinberg. Les dieron una misión y fracasaron. Su objetivo sobrevivió. En su lugar mataron a su mujer.
– ¿Dance era un asesino a sueldo?
Potter se detuvo y resopló como un toro.
– A veces, O'Hara, hay que combatir al fuego con fuego. El blanco en este caso era el jefe de un cartel terrorista. Esos tipos no trabajan por ideología sino por dinero. Por cien mil dólares tienen una bomba. Por trescientos mil hunden un barco pequeño. Si lo prefieres, te venden el equipo para que lo hagas tú. Fusiles o misiles tierra-aire. Todo lo que desees. Solo hay un modo de lidiar con un club así. Había que hacer el trabajo y el equipo de Dance era el mejor.
– Pero el objetivo escapó.
– Por desgracia sí. Antes de un año habían puesto precio a la cabeza de los tres agentes del Mossad, que para entonces se habían evaporado. Creemos que Helga Steinberg sigue en Alemania. Dance y Eve Saint-Claire se desvanecieron y durante cinco años nadie supo dónde estaban. Luego, hace tres semanas, uno de nuestros agentes estaba sentado en un pub de Londres y oyó una voz conocida. Había trabajado con Dance hace unos años y conocía su voz. Así descubrimos su nueva identidad.
– ¿Y cómo entró a trabajar para la CIA?
– Lo convencí yo.
– ¿Cómo?
– Probé lo de siempre. Dinero. Una nueva vida. Rechazó ambas cosas. Pero quería una: poder vivir sin miedo. Le señalé que el único modo era terminar el trabajo de Magus, el hombre al que tenía que haber eliminado. Yo llevaba años intentando encontrar a Magus sin éxito. Necesitaba la ayuda de Dance y él accedió.
– No podías hacer tú el trabajo y contrataste a un pistolero -dijo Nick-. ¿Qué pasó? ¿Por qué no hizo su trabajo?
Potter movió la cabeza.
– No sé. En Amsterdam, Dance se puso… nervioso. Salió huyendo como un conejo asustado. Se fue a Berlín y se metió en ese hotel. Esa noche hubo un fuego. Pero eso ya lo sabes. Y no volvimos a tener noticias de Simon Dance.
– ¿El cuerpo del hotel era el suyo?
– No podemos probarlo, pero yo me inclino a pensar que sí. No se ha denunciado ninguna desaparición en Berlín. Dance no ha aparecido en ningún otro sitio. No sé cómo ocurrió. ¿Asesinato? ¿Suicidio? Ambas cosas son posibles. Estaba deprimido. Cansado.
Nick frunció el ceño.
– Pero si murió en aquel hotel, ¿quién llamó a Sarah?
– Yo.
– ¿Tú?
– Fue un montaje que hicimos con grabaciones de su voz. Habíamos intervenido la habitación de su hotel en Londres.
Nick se puso tenso.
– ¿Querías que viniera a Europa? ¿Vas a decirme que la querías como blanco?
– Blanco no, O'Hara. Cebo. Me enteré de que Magus seguía poniendo precio a la cabeza de Dance. No creía que estuviera muerto. Si podíamos hacerle creer que Sarah sabía algo, quizá pudiéramos hacerlo salir a la luz. Nosotros no la perdimos de vista en ningún momento. Hasta que nos esquivasteis, claro.
– ¡Bastardos! -gritó Nick-. ¡Estabais jugando con su vida!
– Hay cosas más importantes en juego…
– A la mierda con tus cosas importantes!
Van Dam se movió incómodo en su silla.
– Señor O'Hara, por favor, siéntese. Intente comprender la situación…
Nick se volvió hacia él.
– ¿Fue idea suya?
– No, fue mía -admitió Potter-. El señor Van Dam no tuvo nada que ver. Se enteró después, cuando apareció en Londres.
Nick miró a Potter.
– Tenía que haberlo supuesto. Huele a ti. ¿Qué es lo próximo que piensas hacer? ¿Atarla en la plaza del pueblo con un cartel que diga «tiro al blanco»?
Potter movió la cabeza.
– No. La operación ha terminado. Van Dam quiere que vuelva.
– ¿Para qué?
– Pronto estará claro para todos que Fontaine ha muerto. La dejarán en paz y nosotros buscaremos a Magus de otro modo.
– ¿Y qué hay de Wes Corrigan? No quiero que le pase nada.
– No le pasará nada. No quedará rastro de esto en ningún sitio.
Nick volvió a sentarse. Miró a Potter con dureza. Su decisión dependía de una cosa.
¿Podía fiarse de aquellos hombres? ¿Y qué opciones tenía si no lo hacía? Sarah estaba sola, huyendo de un asesino. No podría sobrevivir sola.
– Si se trata de alguna trampa…
– No hace falta que me amenaces, O'Hara. Ya sé de lo que eres capaz.
– No -dijo Nick-. Creo que no lo sabes. Y esperemos que no lo descubras nunca.
– ¿Dónde podré encontrarlo en Amsterdam? -preguntó Sarah a la mujer.
Paseaban entre los árboles en dirección al Citroen. El suelo estaba mojado, y los tacones de Sarah se hundían en la hierba joven.
– ¿Seguro que quiere encontrarlo? -preguntó la mujer.
– Es preciso. Es el único al que puedo pedir ayuda. Y me está esperando.
– Quizá no sobreviva a esta búsqueda. Lo sabe, ¿verdad?
Sarah se estremeció.
– Ya apenas sobrevivo. Tengo siempre miedo. No dejo de pensar cuándo terminará todo y si será doloroso o no -se estremeció-. Con Eve usaron una navaja.
Los ojos de la mujer se oscurecieron.
– ¿Una navaja? La marca de fábrica de Kronen.
– ¿Kronen?
– Es el favorito de Magus.
– ¿Lleva gafas de sol y tiene pelo rubio casi blanco?
La mujer asintió.
– Ya lo ha visto. La estará buscando. En Amsterdam. En Berlín. Dondequiera que vaya, estará esperando.
– ¿Qué haría usted en mi lugar?
La mujer la miró pensativa.
– ¿En su lugar y con sus años? Lo mismo que usted. Intentaría encontrar a Simon.
– Entonces ayúdeme. Dígame cómo hacerlo.
– Lo que le diga podría matarlo.
– Tendré cuidado.
La mujer observó el rostro de Sarah, calculando sin duda sus posibilidades.
– Hay un club en Amsterdam… Casa Morro. En la calle Oude Zijds Voorburgwal. La propietaria es una mujer llamada Corrie. Era amiga del Mossad y de todos nosotros. Si Simon está en Amsterdam, ella sabrá encontrarlo.
– ¿Y si no sabe?
– Entonces no sabe nadie.
La puerta del Citroen ya estaba abierta. Subieron y el conductor salió hacia el Kudamm.
– Cuando vea Casa Morro no se escandalice -dijo la mujer.
– ¿Por qué?
La otra rio con suavidad.
– Ya lo verá -se inclinó y habló al conductor en alemán.
– Podemos dejarla cerca de su pensión. ¿Es lo que quiere?
Sarah asintió. Necesitaría dinero para llegar a Amsterdam y Nick lo llevaba casi todo. Cuando estuviera dormido esa noche, le quitaría una parte de la cartera y se marcharía de Berlín. Por la mañana estaría ya muy lejos.
– Me hospedo justo al sur de…
– Sabemos dónde es -dijo la mujer-. Una última cosa. Tenga cuidado en quién confía. El hombre que la acompañaba ayer, ¿cómo se llama?
– Nick O'Hara.
– Podría ser peligroso. ¿Cuánto hace que lo conoce?
– Unas semanas.
La mujer asintió.
– No se fíe de él. Vaya sola. Es más seguro.
– ¿En quién puedo confiar?
– Solo en Simon. No le diga a nadie más lo que le he dicho. Magus tiene ojos y oídos en todas partes.
Se acercaban a la pensión. La calle parecía tan expuesta, tan peligrosa, que Sarah se sentía más segura en el coche. No quería bajar. Pero el Citroen había frenado ya. Se disponía a abrir la puerta cuando el conductor lanzó una maldición y apretó el acelerador.
– Nach rechts! -gritó la mujer, con el rostro tenso.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Sarah.
– ¡ La CIA! Están por toda la calle.
– ¿ La CIA?
– Mírelo usted misma.
La pensión era, como las demás casas de esa calle, una caja de cemento gris con un cartel rojo en la fachada. En la acera había dos hombres. Sarah los reconoció a ambos. El robusto de piernas cortas era Roy Potter. Y a su lado, con mirada de incredulidad en el rostro, se encontraba Nick.
Parecía incapaz de moverse, de reaccionar. Se limitó a mirar con fijeza el Citroen cuando pasó a su lado. Por un instante sus ojos se encontraron a través de la ventanilla. Tomó a Potter del brazo y los dos corrieron a la calle tras el vehículo en un intento fútil por abrirle la puerta. Entonces, ella lo comprendió todo. Al fin, estaba claro.
Nick había trabajado con Potter desde el principio. Juntos habían elaborado un plan que la había engañado por completo. Nick era de la CIA. Acababa de ver la prueba. Cuando regresó a la habitación y la encontró vacía, hizo sonar la alarma.
Se hundió en el asiento. Oyó la voz de Nick gritando su nombre, y luego solo el ruido del motor del coche. Se acurrucó contra la puerta como un animal perseguido. Era un animal perseguido. La buscaba la CIA, la buscaba Magus. Y alguien acabaría por encontrarla.
– La dejaremos en el aeropuerto -dijo la mujer-. Si toma un avión de inmediato, quizá pueda salir de Berlín antes de que la detengan.
– ¿Pero adónde irá usted? -preguntó Sarah.
– Lejos. Seguiremos una ruta distinta.
– ¿Pero y si la necesito? ¿Cómo puedo encontrarla?
– No puede.
– ¡Pero ni siquiera sé su nombre!
– Si encuentra a su marido, dígale que la envía Helga.
La señal que anunciaba el aeropuerto apareció muy deprisa, sin darle tiempo a pensar, a hacer acopio de valor. El Citroen paró y ella tuvo que bajar. Ni siquiera pudo despedirse. El vehículo se alejó en cuanto sus pies tocaron el suelo.
Sarah estaba sola.
De camino al mostrador de billetes miró su billetero. Apenas había dinero suficiente para comer, y desde luego, no llegaba para pagar un billete de avión. No tenía más remedio que usar la tarjeta de crédito.
Veinte minutos después había subido a un avión con destino a Amsterdam.