Once

¿Sería allí donde lo encontrara?

Sarah no podía dejar de pensar en eso mientras el autobús circulaba por las avenidas de tiendas en dirección oeste.

Media hora antes habían llamado al número de la factura de Eve y descubierto que era una floristería. La mujer del otro lado se mostró amable y deseosa de ayudarlos. Les indicó cómo llegar hasta la floristería.

No era un barrio muy bueno. Sarah notó que las calles amplias daban paso a callejuelas cubiertas de cristales y a un vecindario de casas destartaladas. Los niños jugaban en la calle y los viejos se sentaban en los escalones de su porche. ¿Estaría Geoffrey escondido en una de aquellas casas? ¿Los esperaría en el sótano de la floristería?

Salieron del autobús en una esquina. Una manzana más allá, encontraron la dirección que buscaban. Era una tienda pequeña, de escaparates sucios. En la acera se veían cubos de plástico rebosantes de rosas. La puerta al abrirse hizo sonar una campanilla de bronce.

El olor a flores resultaba abrumador. Una mujer robusta, de unos cincuenta años, les sonrió desde el otro lado del mostrador lleno de lazos, rosas y verde. Estaba haciendo ramos. Miró a Nick.

– Guten tag -dijo.

El hombre asintió.

– Guten tag.

Se movió por la tienda, mirando los frigoríficos con sus puertas de cristal y los estantes con jarrones, figuritas de china y flores de plástico. Cerca de la puerta había una corona funeraria envuelta en plástico y lista para entregar. La tendera quitó las espinas de las rosas y empezó a enrollar cinta en torno a los tallos. Era un ramo de novia. Mientras trabajaban, tarareaba una canción, nada incómoda por el silencio de sus dos visitantes. Al fin dejó el ramo y miró a Sarah.

– Ja? -preguntó con suavidad.

Sarah sacó la foto de Geoffrey y la dejó sobre el mostrador. La mujer la miró, pero no dijo nada. Nick señaló la foto con la cabeza y le preguntó algo en alemán. La mujer negó con la cabeza.

– Geoffrey Fontaine -dijo él.

La mujer no reaccionó.

– Simon Dance.

La mujer lo miró sin entender.

– ¡Pero tiene que conocerlo! -intervino Sarah-. Es mi marido. Tengo que encontrarlo.

– Sarah, déjame a mí…

– Me está esperando. Si sabe dónde está, llámelo. Dígale que estoy aquí.

– Sarah, no te entiende.

– Tiene que entender. Nick, pregúntale por Eve. A lo mejor conoce a Eve.

La mujer respondió a la pregunta encogiéndose de hombros. O no sabía nada de Geoffrey, o no pensaba decirlo.

Sarah guardó la foto. Sentía una gran desilusión. La mujer alemana volvió su atención a los ramos.

La joven miró a Nick.

– ¿Qué hacemos ahora?

El hombre miraba la corona funeraria con frustración.

– No lo sé -murmuró-. No lo sé.

La tendera empezó a cortar trozos de papel fino.

– ¿Por qué llamaría Eve aquí? -preguntó Sarah-. Tenía que haber un motivo.

Se acercó al frigorífico y miró los cubos de claveles y rosas. El olor de las flores empezaba a darle náuseas. Le recordaba el día doloroso de dos semanas atrás en el cementerio.

– Por favor, Nick. Vámonos.

El hombre miró a la tendera y le dio las gracias en alemán.

La mujer sonrió y tendió una rosa a Sarah envuelta en papel fino. Sus ojos se encontraron. Fue una mirada breve, pero a la joven le bastó para comprender su significado. Acababa de pasarle algo.

Aceptó la rosa y le dio las gracias. Se volvió y siguió a Nick fuera de la tienda.

Una vez en la calle, apretó el tallo con fuerza. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no romper el papel y leer el mensaje que estaba segura que había dentro. Pero los ojos de la mujer le habían transmitido también un mensaje de advertencia.

Aunque la única persona que había cerca era Nick. Su amigo, su protector. El hombre que la había seguido a Londres y desde entonces no se había separado de ella. ¿Por qué?

No quería creerlo, pero la razón podía ser que quería vigilarla.

No, no podía estar segura. Y ella lo quería.

Pero no podía olvidar la mirada de advertencia de la mujer.

El viaje en autobús le pareció eterno. Cuando llegaron a la pensión, voló al cuarto de baño situado al final del pasillo y cerró la puerta. Separó el papel con manos temblorosas y leyó el mensaje. Estaba en inglés y había sido escrito con prisa a lápiz.

Postdamer Platz, mañana a la una.

No confíe en nadie.

Miró las tres últimas palabras. Su significado era inconfundible. Había sido muy descuidada, pero no podía permitirse cometer más errores. La vida de Geoffrey dependía de ella.

Hizo pedazos la nota y la echó al water. Tiró de la cadena y fue a la habitación con Nick.

No podía dejarlo aún. Antes tenía que estar segura. Lo quería y en su corazón estaba segura de que jamás le haría daño. Pero tenía que saber para quién trabajaba.

Al día siguiente encontraría al fin respuestas en Potsdamer Platz.


– Empezábamos a pensar que no vendrías -dijo Nick.

Wes Corrigan parecía nervioso. Se acomodó en una silla enfrente de los otros dos.

– Yo también -murmuró, mirando por encima del hombro.

– ¿Problemas?

– No estoy seguro. Eso es lo que me preocupa. Es como una de esas películas de horror en las que nunca sabes si el monstruo se te va a echar encima o no.

Habían elegido un café oscuro para el encuentro. Su mesa estaba iluminada por una sola vela; estaban rodeados de personas que hablaban en susurros y no se ocupaban de los asuntos de los demás. Nadie miró en su dirección.

– Te aseguro que todo este asunto me ha asustado -dijo Wes, después de pedir una cerveza.

– ¿Qué ha pasado?

– Para empezar, tenías razón. Me están vigilando. Poco después de que os fuerais llegó una furgoneta y no se ha movido de la acera de enfrente de mi casa. He tenido que salir por la puerta de atrás. No estoy acostumbrado a esto. Me pone nervioso.

– ¿Has averiguado algo?

Wes miró a su alrededor y bajó la voz.

– Lo primero que hice fue buscar mi archivo sobre la muerte de Geoffrey Fontaine. Cuando te llamé hace una semanas, tenía el informe del forense y el de la policía, fotocopia de su pasaporte…

– ¿Y?

– Han desaparecido -miró a Sarah-. Ha desaparecido todo del ordenador.

– ¿Y qué tienes?

– Sobre él, nada. Es como si ese archivo no hubiera existido.

– No pueden borrar la vida de un hombre -señaló Sarah.

Wes se encogió de hombros.

– Alguien lo está intentando. No sé quién. Puede haber sido una docena de personas distintas.

Guardaron silencio mientras la camarera les servía pan, un plato de caracoles con ajo y mantequilla y queso Gouda.

– ¿Y de Magus? -preguntó Nick.

Wes se limpió una gota de mantequilla de la barbilla.

– Tampoco hay nada con ese nombre.

– No me sorprende -dijo Nick.

– Yo no tengo acceso a los papeles más secretos. Y creo que Magus puede entrar en esa categoría.

– O sea que no tenemos nada -dijo Sarah.

– Bueno…

Wes sacó un sobre de su chaqueta y lo dejó sobre la mesa.

– He encontrado algo sobre Simon Dance.

Nick tomó el sobre. Dentro había dos páginas.

– ¡Dios mío, mira esto! -pasó las páginas a Sarah.

Era una fotocopia de una solicitud de visado de seis años atrás. Incluía una copia de la foto del pasaporte. Los ojos resultaban extrañamente familiares. Pero si Sarah se hubiera encontrado a aquel hombre en la calle, habría pasado de largo sin dudarlo.

El corazón le latía con fuerza.

– Este es Geoffrey -dijo con suavidad.

Él asintió.

– El aspecto que tenía hace seis años, cuando se llamaba Dance.

– ¿Cómo lo has encontrado? -preguntó Nick.

– No habían borrado ese archivo. Quizá pensaron que era muy viejo y no se molestaron.

Sarah pasó a la página siguiente. Simon Dance tenía un pasaporte alemán con una dirección en Berlín. Su profesión había sido arquitecto y estaba casado.

– ¿Por qué solicitó este visado? -preguntó.

– Era de turista -señaló Wes.

– ¿Pero por qué?

– Quizá quería hacer turismo.

– O estudiar otras posibilidades -añadió Nick.

– ¿Has investigado está dirección de Berlín?

Wes asintió.

– Ya no existe. La demolieron el año pasado para hacer sitio a un rascacielos.

– Entonces estamos sin pistas -dijo Nick.

– Tengo una última fuente -comentó Nick-. Un viejo amigo que trabajó para la CIA. Se retiró el año pasado porque estaba harto de la profesión. Puede que sepa algo de Simon Dance y de Magus.

– Eso espero.

Wes se puso en pie.

– No puedo quedarme mucho. La furgoneta sigue esperando delante de mi casa. Llamadme mañana a mediodía y quizá tenga algo.

– ¿El mismo procedimiento?

– Sí. Dame quince minutos después de que llames. No siempre puedo ir a una cabina al instante -miró a Sarah-. Espero que todo esto se arregle pronto. Debes estar cansada de huir.

La joven asintió.

Miró a los dos hombres y pensó que no era la falta de sueño ni las comidas irregulares lo que la agotaban, sino la ansiedad de no saber en quién confiar.


– Estás muy callada -dijo Nick-. ¿Te ocurre algo?

Volvían andando hacia la pensión. Nick había entrado en una calle iluminada, pero ella anhelaba la oscuridad, un lugar lejos del tráfico y las luces de neón.

– No lo sé -suspiró. Se detuvo y lo miró a los ojos. Los de él eran impenetrables, oscuros, los ojos de un desconocido-. ¿De verdad puedo confiar en ti?

– Vamos, Sarah. ¡Qué pregunta tan ridicula!

– ¡Si nos hubiéramos conocido de otro modo!

El hombre le acarició el rostro con suavidad.

– Eso no podemos cambiarlo. Pero tienes que confiar en mí.

– Confiaba en Geoffrey -susurró ella.

– Pero yo soy Nick.

– ¿Y quién es Nick? A veces me lo pregunto.

El hombre la tomó en sus brazos.

– Es normal. Pero con el tiempo dejarás de preguntártelo. Aprenderás a confiar en mí.

Sarah se dejó abrazar, pensando que quizá ese fuera uno de los últimos recuerdos que tendría de Nick.

Cuando llegaron a la habitación, en algún lugar del edificio sonaba una balada alemana interpretada por una mujer de voz triste.

Nick apagó la luz. La música estaba henchida de pena; era una canción de partidas, del adiós de una mujer. Sarah llevaría siempre aquella canción en el corazón.

Nick se acercó a ella. La música aumentó de volumen y ella se enterró en sus brazos.

Sentía que se esforzaba por entender y deseaba contárselo todo. Lo amaba. De eso estaba segura.

La música dejó de sonar. Solo se oía la respiración de los dos.

– Hazme el amor -susurró ella-. Por favor. Ahora. Hazme el amor.

Los dedos de él bajaron por su rostro y se detuvieron en la mejilla.

– Sarah, no comprendo… Sé que te pasa algo.

– No me preguntes nada. Hagamos el amor. Hazme olvidar. Quiero olvidar.

Nick lanzó un gemido y le tomó el rostro entre las manos.

Un instante después disfrutaba del sabor de su boca. Sintió la mano de él bajo la blusa y la boca de él se cerró sobre su pecho. Apenas si se dio cuenta de que le bajaba la falda, estaba mucho más pendiente de lo que le hacía con la boca.

Se dejó caer en la cama y él se echó encima de ella, dejándola sin aliento.

– Te he deseado desde el primer día -susurró Nick-. No he pensado en otra cosa.

Tiró de su camisa y uno de los botones saltó por los aires y aterrizó en el vientre desnudo de ella. El hombre lo apartó y besó con reverencia el lugar donde había caído. Después se incorporó y terminó de desnudarse.

La luz de las farolas que entraba por la ventana iluminaba sus hombros desnudos. Sarah solo veía la línea de su rostro; él no era más que una sombra, que adquirió fuego y sustancia cuando sus cuerpos se encontraron. Sus bocas se besaron con pasión; Nick invadía su boca, devorándola; y ella le daba la bienvenida con toda su alma.

La penetración fue lenta, vacilante, como si temiera hacerle daño. Pero no tardó en olvidar todo freno hasta que ya no era Nick O'Hara, sino una criatura salvaje, indomable. Pero hasta el momento final hubo una ternura entre ellos que iba más allá del deseo.

Hasta que no cayó exhausto a su lado, no volvió a pensar en el silencio de ella. Sabía que lo había deseado; su respuesta había superado todas sus fantasías. Pero algo le ocurría. Le tocó la mejilla y la notó húmeda. Algo había cambiado.

Le preguntaría más tarde. Cuando hubieran dado rienda suelta a su pasión, le obligaría a contarle por qué lloraba. Todavía no. No estaba preparada. Y él la deseaba de nuevo. No podía esperar más.

Cuando la penetró por segunda vez, olvidó todas aquellas cuestiones. Lo olvidó todo menos la suavidad y el calor de ella. Al día siguiente se acordaría de lo que tenía que preguntarle.

Al día siguiente.


– Buenos días, señor Corrigan. ¿Podemos charlar un rato con usted?

Por el tono de voz, Wes supo enseguida que no se trataba de una visita de cortesía. Miró a los dos hombres que acababan de entrar en su despacho. Uno era bajo y robusto; el otro alto y delgado. Ninguno sonreía.

Wes se aclaró la garganta.

– Hola, señores. ¿Qué desean?

El hombre alto se sentó y lo miró a los ojos.

– ¿Dónde está Nick O'Hara?

Wes sintió que se le congelaba la voz. Tardó unos segundos en recuperar la compostura, pero para entonces era demasiado tarde. Se había traicionado. Apartó un montón de papeles y dijo:

– Ah… ¿No está en Washington?

El hombre bajito resopló.

– No juegue con nosotros, Corrigan.

– ¿Quién está jugando? ¿Y quiénes son ustedes?

– Me llamo Van Dam -dijo el más alto-. Y él es el señor Potter.

Wes se puso en pie y trató de parecer indignado.

– Miren, es sábado. Tengo cosas que hacer. ¿Pueden pedir una cita para un día entre semana como todo el mundo?

– Siéntese, Corrigan.

– Queremos a O'Hara -dijo Potter.

– No puedo ayudarlos.

– ¿Dónde está?

– En Washington. Yo mismo lo llamé hace dos semanas para un tema consular.

Van Dam suspiró.

– No prolonguemos más tiempo estas tonterías. Sabemos que está en Berlín y que ayer estuvo usted buscando algo en los ordenadores para él. Es evidente que están en contacto.

– Eso es pura especu…

– Vamos, señor Corrigan; todos sabemos por qué buscó usted ayer lo archivos de Geoffrey Fontaine y de Simon Dance. Y nosotros queremos al señor O'Hara.

– ¿Por qué lo quieren?

– Nos preocupa su seguridad -repuso Van Dam-. Y la de la mujer que viaja con él.

– Si, claro.

– Mire, Corrigan -intervino Potter-. Su vida depende de que los encontremos a tiempo.

– Cuéntenme otro cuento.

Van Dam se inclinó hacia adelante con los ojos fijos en él.

– Están metidos en algo grave. Necesitan protección.

– ¿Por qué voy a creerlo?

– Si no nos ayuda usted, tendrá su sangre en sus manos.

Wes movió la cabeza.

– No puedo ayudarlos.

– ¿No puede o no quiere?

– No puedo. No sé dónde está. Y es la verdad.

Van Dam y Potter se miraron.

– Está bien -dijo el primero-. Coloque a sus hombres. Tendremos que esperar.

Potter asintió y salió del despacho.

Wes empezó a levantarse. Van Dam le hizo señas de que volviera a sentarse.

– Me temo que no saldrá de este edificio en un buen rato. Si tiene que usar el lavabo, avísenos y le enviaremos una escolta.

– ¡Maldita sea! ¿Qué pasa aquí?

Van Dam sonrió.

– Vamos a esperar, señor Corrigan. Nos quedaremos todos aquí hasta que suene su teléfono.

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