Uno

Washington


Era más de medianoche cuando sonó el teléfono.

Sarah lo oyó a través de una pesada cortina de sueño. El sonido parecía muy lejano, como una alarma que sonara en una habitación fuera de su alcance. Luchaba por despertarse, pero se veía atrapada en un mundo entre el sueño y la vigilia. Tenía que contestar al teléfono. Sabía que la llamaba su esposo Geoffrey.

Había esperado toda la noche oír su voz. Era miércoles y Geoffrey, en sus viajes mensuales a Londres, siempre llamaba a casa los miércoles. Ese día, sin embargo, ella se había acostado temprano, tosiendo y llorosa, víctima del último virus de la gripe que atacaba Washington, una cepa especialmente virulenta procedente de Hong Kong que compartía ya con la mitad de sus compañeros de trabajo del laboratorio de microbiología. Había pasado una hora leyendo en la cama, luchando valientemente por mantenerse despierta. Pero la combinación de una medicina antigripal y el Diario de Microbiología había resultado más eficaz que ningún somnífero y se había quedado dormida.

Se despertó con un sobresalto y descubrió que la lámpara de la mesilla seguía encendida y todavía tenía la revista sobre el pecho. Veía la habitación fuera de foco. Se colocó bien las gafas y miró el reloj de la mesilla. Las doce y media. El teléfono estaba en silencio. ¿Había sido un sueño?

Se llevó un susto cuando volvió a sonar. Levantó el auricular con rapidez.

– ¿Señora Sarah Fontaine? -preguntó una voz de hombre.

No era Geoffrey. Se alarmó y se sentó en la cama de golpe, completamente despierta.

– Sí, al habla.

– Señora Fontaine, soy Nicholas O'Hara, del Departamento de Estado. Lamento llamarla a esta hora, pero… -hizo una pausa-, me temo que tengo malas noticias.

Sarah sintió que se le contraía la garganta.

Quería gritar, pero solo consiguió emitir un susurro.

– Sí. Le escucho.

– Se trata de su esposo. Ha habido un accidente.

La mujer cerró los ojos. Todo aquello le parecía irreal.

– Ha ocurrido hace unas seis horas -prosiguió la voz-. Ha habido un fuego en la habitación del hotel de su marido -otra pausa-. ¿Señora Fontaine? ¿Está usted ahí?

– Sí. Por favor, continúe.

El hombre se aclaró la garganta.

– Siento decirle esto, señora Fontaine. Su esposo… ha muerto.

Le permitió un momento de silencio, momento en el que ella luchó por controlar su pena. Un acto de orgullo estúpido e irracional la llevó a apretar una mano sobre la boca para reprimir un sollozo. Aquel dolor era demasiado íntimo para compartirlo con un desconocido.

– ¿Señora Fontaine? -preguntó la voz, con gentileza-. ¿Se encuentra bien?

Al fin, ella consiguió tomar aliento.

– Sí -susurró.

– No tiene que preocuparse por nada. Yo coordinaré todos los detalles con nuestro consulado en Berlín. Habrá retrasos, por supuesto, pero en cuanto las autoridades alemanas entreguen el cuerpo, no creo que…

– ¿Berlín? -lo interrumpió ella.

– Tienen que investigar, claro. Habrá un informe completo cuando la policía de Berlín…

– ¡Pero eso no es posible!

Nicholas O'Hara se esforzaba por ser paciente.

– Lo siento, señora Fontaine. Su identidad ha sido confirmada. No hay ninguna duda de que…

– Geoffrey estaba en Londres -gritó ella.

Siguió un largo silencio.

– Señora Fontaine -dijo él, con una voz irritantemente serena-. El accidente ha ocurrido en Berlín.

– Han cometido un error. Geoffrey estaba en Londres. No podía estar en Berlín.

Hubo otra pausa, más larga esa vez. Sarah apretaba el auricular contra su oído. Tenía que haber un error. Geoffrey no podía haber muerto. Lo imaginó riendo ante la noticia absurda de su muerte. Sí, se reirían juntos cuando volviera. Si volvía.

– Señora Fontaine -dijo al hombre al fin-. ¿En qué hotel se hospedaba en Londres?

– En el Savoy. Tengo el número de teléfono en alguna parte. Tengo que buscarlo…

– No hace falta. Ya lo encontraré. Permítame que haga unas llamadas. Quizá debería verla por la mañana -hablaba con cautela, con el tono monótono de un burócrata que había aprendido a no revelar nada-. ¿Puede pasar por mi despacho?

– ¿Cómo… cómo lo encontraré?

– ¿Vendrá en coche?

– No, no tengo coche.

– Le enviaré uno.

– Es un error, ¿verdad? Quiero decir… ustedes cometen errores, ¿verdad? -solo pedía una pizca de esperanza. Un hilo pequeño al que aferrarse. Era lo menos que podía darle.

Pero él se limitó a decir:

– Hablaremos por la mañana, señora Fontaine. Sobre las once.

– ¡Espere, por favor! Perdone, no puedo pensar. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

– Nicholas O'Hara.

– ¿Dónde está su despacho?

– No se preocupe. El chófer la traerá aquí. Buenas noches.

– ¿Señor O'Hara?

Oyó el tono de marcar y comprendió que ya había colgado. Al instante marcó el número del hotel Savoy en Londres. Una llamada y todo se aclararía.

– Hotel Savoy -contestó una mujer a medio mundo de distancia.

A Sarah le temblaba la mano con tal violencia que apenas podía sostener el auricular.

– Hola. Con la habitación del señor Geoffrey Fontaine, por favor.

– Lo siento, señora -dijo la voz-. El señor Fontaine se marchó hace dos días.

– ¿Se marchó? -gritó Sarah-. ¿Pero adónde fue?

– No nos dejó su destino. Pero si desea enviarle un mensaje, podemos remitírselo a su dirección permanente…

Sarah miró el teléfono como si fuera algo extraño, que no había visto nunca. Desvió lentamente la mirada hacia la almohada de Geoffrey. La enorme cama parecía extenderse hasta el infinito. Ella siempre se acurrucaba en una porción pequeña. Y no se movía de su sitio ni siquiera cuando Geoffrey estaba fuera y dormía sola.

Y ahora, quizá él no volviera nunca.

Y ella se quedaría sola en una cama demasiado grande y un apartamento demasiado silencioso. Se estremeció y una oleada de dolor le formó un nudo en la garganta. Deseaba llorar, pero las lágrimas se negaban a acudir a sus ojos.

Se dejó caer sobre la cama con el rostro contra la almohada. Olía a Geoffrey. Olía a su piel, a su pelo y a su risa. La apretó en los brazos y se acurrucó en el centro de la cama, en el lugar que siempre usaba su marido. Las sábanas estaban muy frías.

Geoffrey podía no volver nunca a casa. Y solo llevaban dos meses casados.


Nick O'Hara tomó su tercera taza de café y se aflojó la corbata. Después de dos semanas de vacaciones en las que solo había usado bañador, la corbata le parecía el nudo del ahorcado. Solo hacía tres días que regresara a Washington y ya estaba estresado. Se suponía que las vacaciones tienen la función de recargar las pilas. Por eso había ido a las Bahamas. Había pasado dos semanas gloriosas sin hacer nada, tumbado medio desnudo al sol. Necesitaba estar solo, hacerse algunas preguntas difíciles y buscar respuestas.

Pero solo había llegado a la conclusión de que no era feliz.

Después de ocho años en el Departamento de Estado, estaba harto de su trabajo. Se movía en círculos, como un barco sin timón. Su carrera estaba estancada, y la culpa no era enteramente suya. Había perdido poco a poco la paciencia con los juegos políticos. No estaba de humor para jugar. Pero aguantaba allí porque creía en su trabajo, en el valor intrínseco de este. Había pasado de marchas por la paz en su juventud a mesas de negociación de la paz en su edad adulta.

Pero los ideales no llevaban a ninguna parte. La diplomacia no se basaba en ideales, sino en protocolo y programas de partidos políticos, como todo lo demás. Y aunque había dominado el protocolo, no le ocurría lo mismo con la política. Y no era porque no pudiera. Sino porque no quería.

En ese sentido sabía que no era un buen diplomático. Por desgracia, los que estaban al mando parecían mostrarse de acuerdo con él. Por eso lo habían enviado a aquel puesto consular a comunicar malas noticias a viudas recientes. Era una bofetada no muy sutil. Cierto que podía haber rehusado el puesto.

Podía haber vuelto a la enseñanza, a su antiguo trabajo en la Universidad Americana. Tenía que pensar en ello. Por eso necesitaba dos semanas solo en las Bahamas.

Y no necesitaba encontrarse con aquello a la vuelta.

Abrió con un suspiro la carpeta que llevaba la etiqueta de Fontaine, Geoffrey H. Había algo que lo inquietaba toda la mañana. Había estado desde la una de la mañana sentado ante el ordenador, sacando toda la información posible de los archivos del Gobierno. También había pasado media hora hablando por teléfono con su amigo Wes Corrigan, del consulado en Berlín. La frustración lo había llevado incluso a consultar algunas fuentes poco usuales. Lo que había empezado como una llamada de rutina para darle el pésame a la viuda se estaba convirtiendo en algo más complicado, un rompecabezas del que no tenía todas las piezas.

En realidad, exceptuando los detalles de la muerte de Geoffrey Fontaine, apenas había piezas con las que jugar. A Nick no le gustaban los puzzles incompletos. Lo volvían loco. Cuando se trataba de buscar más información, más hechos, podía ser insaciable. Y en ese momento, con la carpeta de Fontaine entre los dedos, se sentía como si sostuviera una bolsa de aire: nada de sustancia aparte de un nombre.

Y una muerte.

Le ardían los ojos; se recostó en la silla y bostezó. Cuando era un veinteañero en la universidad, solía animarle pasar media noche en pie. Pero a los treinta y ocho años, solo lo volvía irritable. Y hambriento. A las seis de la mañana había devorado tres dónuts. La inyección de azúcar y el café lo habían mantenido en acción. Y ahora sentía demasiada curiosidad para dejarlo. Los rompecabezas siempre le causaban ese efecto. Y no estaba seguro de que le gustara.

La puerta al abrirse le hizo levantar la vista. Su amigo Tim Greenstein entró por ella.

– ¡Bingo! ¡Lo encontré! -dijo.

Dejó una carpeta sobre la mesa y le dedicó una de sus famosas sonrisas que solía reservar para el ordenador. Tim era un «arregla-problemas», el hombre al que acudían todos cuando los datos no estaban donde deberían estar. Gruesas gafas, consecuencia de cataratas infantiles, distorsionaban sus ojos. Una barba negra oscurecía gran parte del resto de su cara, con excepción de la frente pálida y la nariz.

– Te dije que lo encontraría -observó, sentándose enfrente de Nick-. He pedido ayuda a mi amigo del FBI y no ha encontrado nada. He buscado por mi cuenta y… No ha sido fácil sacar esto de entre la información clasificada. Tienen a un idiota nuevo que insiste en hacer su trabajo.

Nick frunció el ceño.

– ¿Has tenido que sacar esto a través de seguridad?

– Sí. Hay más, pero no he podido verlo. He descubierto que los de inteligencia tienen una carpeta sobre tu hombre.

Nick abrió la carpeta y miró con incredulidad. Lo que veía suscitaba más preguntas que nunca, preguntas para las que no parecía haber respuestas.

– ¿Qué demonios significa eso? -murmuró.

– Por eso no podías encontrar nada sobre Geoffrey H. Fontaine -dijo Tim-. Hasta hace un año, no existía.

Nick apretó la mandíbula.

– ¿Puedes conseguirme más cosas?

– Eh, creo que estamos entrando en el territorio de otros. Y los muchachos de la CIA pueden ponerse nerviosos.

– Pues que me demanden -comentó Nick, al que no era fácil intimidar con la CIA después de haber conocido a muchos agentes incompetentes-. Además, solo cumplo con mi deber. No olvides a la viuda.

– Pero este tema se complica bastante.

– Nada con lo que tú no puedas.

Tim sonrió.

– ¿Qué pasa? ¿Te estás volviendo detective?

– No, solo curioso -miró el montón de papeles de su mesa. La mayoría basura burocrática. El veneno de su existencia… pero había que hacerlo. El caso Fontaine resultaba distraído. Miró a su amigo.

– Eh, ¿por qué no buscas algo sobre la viuda? Sarah Fontaine. Puede que eso nos lleve a algún sitio.

– ¿Por qué no lo haces tú?

– Porque tú eres el que tiene mucho acceso a los ordenadores.

– Sí, pero tú tienes a la mujer -Tim señaló hacia la puerta-. La secretaria estaba anotando su nombre. Sarah Fontaine está sentada en tu sala de espera en este momento.


La secretaria era una mujer adulta de pelo gris, ojos azules y una boca que parecía formar constantemente dos líneas rectas. Levantó la vista de la máquina de escribir solo el tiempo suficiente para tomar el nombre de Sarah e indicarle un sofá cercano.

Encima de una mesita situada al lado del sofá había un montón de revistas y algunos ejemplares del Asuntos Exteriores y la Revista de la Prensa Mundial, que llevaban todavía las etiquetas con el nombre de su destinatario: Doctor Nicholas O'Hara.

La secretaria siguió con la máquina de escribir y Sarah se hundió en los cojines del sofá y se miró las manos, que colocó sobre el regazo. Todavía no había vencido la gripe y se sentía desgraciada y con frío. Pero en las últimas diez horas se había formado un vacío a su alrededor, un escudo protector que hacía que lo que veía y oía le pareciera muy lejano. Hasta el dolor físico resultaba extrañamente apagado. Esa mañana se había golpeado un dedo en la ducha y solo había percibido una especie de latido distante.

La noche anterior la había vencido el dolor al colgar el teléfono. Ahora solo estaba aturdida. Bajó la vista y notó por primera vez lo mal que se había vestido… la ropa no combinaba entre sí. Sin embargo, a un nivel inconsciente, había optado por prendas que la consolaban: su falda gris de lana favorita, un jersey viejo, zapatos planos marrones para andar. La vida se había vuelto temible de repente y necesitaba el consuelo de lo familiar.

Sonó el interfono de la secretaria y se oyó una voz.

– ¿Angie? Haga pasar a la señora Fontaine.

– Sí, señor O'Hara -Angie hizo una seña a Sarah-. Ya puede entrar.

La joven se subió las gafas, se puso en pie y entró en el despacho. Al cruzar la puerta, se detuvo sobre la alfombra gruesa y miró con calma al hombre del otro lado de la mesa.

Estaba de pie ante la ventana. Por ella entraba un sol cegador que al principio solo le dejó ver su silueta. Era alto y esbelto, y sus hombros se inclinaban levemente hacia adelante; parecía cansado. Se apartó de la ventana y fue a su encuentro. Su camisa azul estaba arrugada y se había aflojado la corbata.

– Señora Fontaine -dijo-. Soy Nick O'Hara.

Le tendió la mano en un gesto que Sarah encontró demasiado automático, un formalismo que sin duda usaba con todas las viudas. Pero su apretón era firme. Giró hacia la ventana y la luz cayó de lleno en su rostro. La joven vio rasgos largos, delgados, una mandíbula angulosa y una boca sobria. Calculó que estaría en torno a los cuarenta. Su cabello castaño oscuro blanqueaba en las sienes. Bajo sus ojos marrones se veían ojeras.

Se sentó en la silla que él le señalaba y vio por primera vez que había una tercera persona en la estancia, un hombre de gafas y barba oscura que estaba sentado, en silencio. Lo había visto pasar antes por recepción.

Nick se apoyó en el borde de la mesa y la miró.

– Siento mucho lo de su marido, señora Fontaine -dijo con gentileza-. Una noticia terrible, lo sé. La mayoría de las personas no nos creen cuando llamamos. A usted quería verla porque tengo preguntas pendientes. Y supongo que usted también -señaló al hombre de la barba con la cabeza-. ¿No le importa que escuche el señor Geenstein, ¿verdad?

La joven se encogió de hombros.

– Los dos somos funcionarios -siguió Nick-. Yo en temas consulares y él en la división de apoyo técnico.

– Entiendo -se estremeció. Volvía a tener escalofríos y le dolía la garganta. Se preguntó por qué hacía tanto frío en las oficinas del Gobierno.

– ¿Está usted bien, señora?

La mujer miró a Nick con aire miserable.

– Hace frío aquí.

– ¿Quiere una taza de café?

– No, gracias. Por favor, solo quiero saber lo de mi esposo. Aún no puedo creerlo, señor O'Hara. No dejo de pensar que hay un error.

El hombre asintió comprensivo.

– Es una reacción común.

– ¿De verdad?

– Negarlo. Todo el mundo pasa por ello.

– Pero usted no pide a todas las viudas que vengan a su despacho, ¿verdad? Tiene que haber algo diferente en Geoffrey.

– Sí -admitió él-. Lo hay.

Se volvió y tomó una carpeta de su mesa.

De ella sacó una página cubierta de anotaciones.

– Después de hablar con usted, llamé a nuestro consulado en Berlín, señora Fontaine. Lo que me dijo anoche me impulsó a comprobar de nuevo los hechos -hizo una pausa y ella lo miró con expectación-. Hablé con Wes Corrigan, nuestro cónsul en Berlín. Y esto fue lo que me dijo -miró sus anotaciones-. Ayer a las ocho de la tarde un hombre llamado Geoffrey Fontaine llegó al hotel Regina. Pagó con cheques de viaje y enseñó su pasaporte. Unas cuatro horas después, a medianoche, los bomberos respondieron a una llamada del hotel. La habitación de su esposo estaba en llamas. Cuando consiguieron controlar el fuego, la estancia estaba completamente destruida. La explicación oficial fue que se había quedado dormido fumando en la cama. Me temo que el cuerpo de su marido quedó irreconocible.

– ¿Entonces cómo pueden estar seguros de que era él? -preguntó Sarah, que hasta ese instante escuchaba con desesperación creciente-. Alguien pudo robarle el pasaporte.

– Déjeme terminar, señora.

– Pero acaba de decir que no pudieron identificar el cuerpo.

– Intentemos ser lógicos.

– Ya soy lógica.

– Mire, es normal que las viudas se aferren a cualquier posibilidad, pero…

– Todavía no estoy convencida de ser viuda.

El hombre levantó las manos con frustración.

– Vale, vale, examinemos las pruebas. Primera, en su cuarto encontraron un maletín. Era de aluminio, resistente al fuego.

– Geoffrey no tenía nada así.

– El contenido sobrevivió al incendio. El pasaporte de su marido estaba dentro.

– Pero…

– Luego está el informe del forense. La altura del cuerpo es la misma que la de su esposo.

– Eso no significa nada.

– Y por fin…

– Señor O'Hara…

– Y por fin -siguió él, con fuerza repentina- tenemos una última prueba. Algo que encontraron en el cuerpo. Una alianza. La inscripción se leía todavía: Sarah 2-14 -levantó la vista de la página-. Es la fecha de su boda, ¿verdad?

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. Bajó la cabeza en silencio. Las gafas resbalaron por su nariz y cayeron sobre su regazo. Nick O'Hara le tendió una caja de Kleenex.

– Use los que necesite -dijo con suavidad.

La observó sonarse la nariz. Sarah, bajo su escrutinio, se sentía torpe y estúpida. Hasta los dedos se negaban a funcionar bien. Las gafas resbalaron al suelo. Se levantó de la silla, deseosa de salir de allí.

– Por favor, señora, siéntese. No he terminado -dijo él.

Sarah volvió a sentarse como una niña obediente. Miró el suelo.

– Si es por el funeral…

– No, ya se ocupará de eso cuando llegue el cuerpo. Necesito preguntarle algo sobre el viaje de su esposo. ¿Por qué fue a Europa?

– Negocios.

– ¿Qué clase de negocios?

– Era representante del Banco de Londres.

– ¿Y viajaba mucho?

– Sí, iba todos los meses a Londres.

– ¿Solo a Londres?

– Sí.

– Dígame por qué estaba en Alemania, señora Fontaine.

– No lo sé.

– ¿Tenía por costumbre no decirle adónde iba?

– No.

– ¿Y por qué estaba en Alemania? ¿Había alguna razón distinta a los negocios? ¿Otra…?

La mujer levantó la cabeza con brusquedad.

– ¿Otra mujer? Eso es lo que quiere preguntar, ¿verdad? -Nick no contestó-. ¿Verdad?

– Es una suposición razonable.

– Con Geoffrey no.

– Con todo el mundo -la miró a los ojos-. Llevan dos meses casados -dijo-. ¿Conocía muy bien a su marido?

– ¿Conocerlo? Lo amaba, señor O'Hara.

– Yo no hablo de amor, lo que quiera que signifique. Le pregunto si lo conocía bien. Si sabía quién era, lo que hacía. ¿Cuánto hacía que se conocían?

– Desde… hace seis meses. Lo conocí en una cafetería cerca de mi trabajo.

– ¿Dónde trabaja?

– En el Instituto Nacional de la Salud. Soy investigadora microbióloga.

El hombre achicó los ojos.

– ¿Qué clase de investigación?

– Genomas bacterianos… separamos ADN… ¿Por qué me hace estas preguntas?

– ¿Es investigación secreta?

– Aún no comprendo por qué…

– ¿Lo es?

– Sí. Algunas partes sí.

El hombre asintió y sacó otra hoja de la carpeta.

– Le pedí al señor Corrigan que comprobara el pasaporte de su marido. Cuando uno entra en un país nuevo, le ponen una fecha y un sello del país. El pasaporte de su marido tiene varios sellos. Londres. Schiphol, cerca de Amsterdam y Berlín. Todos en la última semana. ¿Alguna explicación de por qué fue a esos lugares?

Sarah negó con la cabeza.

– ¿Cuándo la llamó por última vez?

– Hace una semana. Desde Londres.

– ¿Puede estar segura de que estaba en Londres?

– No. Llamó él en llamada directa.

– ¿Su marido tenía seguro de vida?

– No que yo sepa. Nunca dijo nada de eso.

– ¿Se beneficia alguien de su muerte? Económicamente, me refiero.

– No lo creo.

Nick frunció el ceño. Cruzó los brazos y apartó la vista un momento. Sarah casi podía verlo asimilando los datos, jugando con las piezas del puzzle. Estaba tan perpleja como él. Aquello no tenía sentido. Geoffrey había sido su marido. Y de repente empezaba a preguntarse si no tendría razón Nick O'Hara en que nunca lo había conocido. Que solo habían compartido una casa y una cama, pero no sus corazones.

No, eso era traicionar su recuerdo. Ella creía en Geoffrey. ¿Por qué hacer caso a ese desconocido?

– Si ha terminado… -dijo, haciendo ademán de levantarse.

Nick la miró sobresaltado, como si hubiera olvidado su presencia.

– No, todavía no.

– No me encuentro bien. Me gustaría irme a casa.

– ¿Tiene una foto de su marido? -preguntó él con brusquedad.

Sarah, tomada por sorpresa, abrió el bolso y sacó una foto de su cartera. Era una buena foto de Geoffrey, tomada en Florida durante la luna de miel. Sus ojos azules miraban de frente a la cámara. Su cabello era dorado brillante, y la luz del sol caía en ángulo sobre él, provocando sombras en sus rasgos atractivos. Sonreía. Sarah se había sentido atraída desde el principio por aquel rostro, no solo por su belleza, sino también por la fuerza e inteligencia que había visto en sus ojos.

Nick O'Hara estudió la foto sin comentarios. Sarah pensó que era muy distinto a Geoffrey. Cabello oscuro y rostro serio. Se preguntó qué pensaría en ese momento. Sus ojos eran de un gris impenetrable. Pasó un momento la foto al señor Greenstein y luego se la devolvió en silencio.

La joven cerró el bolso y lo miró.

– ¿Por qué me pregunta todo esto?

– Tengo que hacerlo. Lo siento, pero es necesario.

– ¿Para quién? -preguntó ella, tensa-. ¿Para usted?

– Para usted también. Y quizá para Geoffrey.

– Eso no tiene sentido.

– Quizá lo tenga cuando conozca las circunstancias de su muerte.

– Usted dijo que fue un accidente.

– Dije que parecía un accidente -la observócon atención-. Cuando hablé después con el señor Corrigan, tenían ya más detalles. Durante la investigación del fuego, encontraron una bala entre los restos del colchón.

La joven lo miró incrédula.

– ¿Una bala? ¿Quiere decir…?

Nick asintió.

– Creen que fue asesinado.

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