– ¡Ya estoy harto, O'Hara! -Charles Ambrose estaba de pie delante de la puerta cerrada de su despacho y señalaba su reloj de pulsera-. ¡Y llegas veinte minutos tarde!
Nick colgó su gabardina, imperturbable.
– Lo siento. No he podido evitarlo. Llueve mucho.
– ¿Sabes quién está esperando ahora en mi despacho? ¿tienes idea?
– No. ¿Quién?
– Un hijo de… -Ambrose bajó bruscamente la voz-. ¡ La CIA! Un tipo llamado Van Dam. Esta mañana me ha llamado para preguntarme por el caso Fontaine. ¡Y yo no sabía de qué me hablaba! Ha tenido que contarme lo que pasa en mi propio departamento. Por el amor de Dios, ¿qué diablos te crees que estás haciendo?
Nick le devolvió la mirada con calma.
– Mi trabajo.
– Tu trabajo era darle el pésame a la viuda y entregarle el cuerpo. Nada más. Y Van Dam dice que estás jugando a James Bond con Sarah Fontaine.
– Admito que he ido al funeral. Y he llevado a la señora Fontaine a su casa. Yo no llamaría a eso jugar a James Bond.
Ambrose se volvió y abrió la puerta de su oficina.
– Ven aquí, O'Hara.
Nick lo siguió sin parpadear.
Las cortinas estaban descorridas y la última luz del día caía sobre los hombros de un hombre sentado ante el escritorio de Ambrose. Un hombre de unos cuarenta y tantos años, alto y de ojos tan incoloros como el día. Tenía las manos dobladas en un ademán de rezo. No había ni rastro de Tim Greenstein. Ambrose cerró la puerta y se sentó a un lado. El hecho de que hubiera sido expulsado de su sillón decía bastante sobre la importancia del usurpador.
– Siéntese, señor O'Hara -dijo este-. Soy Jonathan Van Dam.
Nick obedeció.
Van Dam lo observó un momento en silencio con sus ojos incoloros. Después tomó una carpeta… el historial laboral de Nick.
– Espero que no esté nervioso. No tiene importancia -miró un papel-. Lleva usted ocho años en el Departamento de Estado.
– Ocho años y dos meses.
– Dos años en Honduras, dos en El Cairo y cuatro en Londres. Todos en consulados. Un buen historial, con la excepción de dos informes negativos de personal. Aquí dice que en Honduras se mostró usted demasiado… simpatizante con los problemas de los nativos.
– Porque nuestra política allí apesta.
Van Dam sonrió.
– Créame, no es usted el primero que dice eso.
La sonrisa pilló a Nick por sorpresa. Miró con suspicacia a Ambrose, que sin duda esperaba una ejecución y parecía desilusionado.
Van Dam se echó hacia atrás en la silla.
– Señor O'Hara, este es un país de libertad de expresión. Yo respeto a los hombres que piensan por sí mismos, hombres como usted. Por desgracia, el pensamiento independiente no es algo que se aliente al servicio del gobierno. ¿Fue eso lo que condujo a este segundo informe?
– Supongo que se refiere al incidente en Londres.
– Sí. ¿Podría explicarlo?
– Seguro que Roy Potter les envió un informe a ustedes con su versión de la historia.
– Cuénteme la suya.
Nick se recostó en la silla. El recuerdo del incidente bastaba para resucitar de nuevo su rabia.
– Ocurrió una semana en que nuestro jefe consular, Dan Lieberman, estaba fuera y lo sustituía yo. Un hombre llamado Vladimir Sokolov se me acercó una noche. Era agregado de la Embajada Rusa en Londres. Yo lo conocía de haberlo visto en recepciones. Siempre me había parecido un hombrecillo nervioso, preocupado. Me llevó aparte en una recepción en honor del embajador. Quería pedirme asilo. Tenía información que entregar, información que a mí me pareció buena. De inmediato, llevé el asunto a Roy Potter -Nick miró a Ambrose-. Potter era el jefe de Inteligencia en nuestra legación de Londres -volvió la vista hacia Van Dam-. Potter se mostró escéptico. Primero quería usar a Sokolov como agente doble. Intenté convencerlo de que aquel hombre corría un peligro real. Y tenía familia en Londres, esposa y dos hijos. Pero Potter decidió esperar antes de darle asilo.
– Comprendo sus razones. Sokolov tenía vínculos fuertes con la KGB. Yo también habría cuestionado sus motivos.
– ¿Sí? Si lo hubiera plantado la KGB, sus hijos no lo habrían encontrado muerto unos días más tarde. Ni siquiera los soviéticos matan a sus agentes sin un buen motivo. Su gente lo abandonó a su suerte.
– Es un trabajo peligroso, señor O'Hara. Esas cosas ocurren.
– Estoy seguro. Pero yo sentía una responsabilidad personal en ese caso. Y no pensaba permitir que Roy Potter eludiera la suya.
– Aquí dice que se pelearon a gritos en la escalera de la embajada -Van Dam movió la cabeza y soltó una carcajada-. Usted llamó al señor Potter una variedad de… cosas interesantes. Dios mío, hay una que no había oído nunca. Y delante de testigos.
– De eso me declaro culpable.
– El señor Potter también afirma que se mostró usted… cito textualmente «completamente descontrolado y al borde de la violencia».
– No estuve al borde de la violencia.
Van Dam cerró la carpeta y sonrió comprensivo.
– Sé lo que se siente, señor O'Hara, cuando uno se ve rodeado de incompetentes. Dios sabe que no pasa ni un solo día sin que me pregunte cómo es posible que este país siga en pie. Y no hablo solo del mundillo de Inteligencia, sino de todo. Soy viudo, ¿sabe?, y mi esposa me dejó una casa bastante grande que mantener. No encuentro un ama de llaves decente ni un jardinero que conserve vivas las azaleas. A veces, en el trabajo, tengo ganas de mandarlo todo a la porra, olvidar las normas y hacer las cosas a mi modo. ¿No siente usted lo mismo? Por supuesto que sí. Veo que es un inconformista como yo.
Nick comenzaba a sentir que se había dejado atrapar en una conversación extraña. ¿Adónde quería llegar exactamente aquel hombre?
– Veo que trabajó en la Universidad Americana antes de entrar en el Departamento de Estado -dijo Van Dam.
– Fui profesor adjunto de lingüística.
– Y ya en la universidad era usted bastante independiente. Esas cosas no cambian. El señor Ambrose dice que no encaja usted en este departamento. Supongo que a veces se sentirá solo.
– ¿Qué intenta decir, señor Van Dam?
– Que un hombre solitario puede encontrar…, tentador asociarse con otros inconformistas. Que, si está furioso, pueden convencerlo de que coopere con otros intereses.
Nick se puso rígido.
– No soy un traidor, si eso es lo que insinúa.
– No, no. Yo no digo nada de eso. No me gusta esa palabra, traidor. ¡Es tan imprecisa! Después de todo, la definición de traidor varía con la orientación política de cada uno.
– Yo sé lo que es un traidor, señor Van Dam. Y aunque no estoy de acuerdo con gran parte de nuestra política, eso no me convierte en uno.
– Entonces quizá pueda explicarme su participación en el caso Fontaine.
Nick se vio obligado a respirar hondo. Al fin habían llegado a lo que importaba.
– Geoffrey Fontaine murió en Alemania hace dos semanas. Me tocó a mí la tarea rutinaria de llamar a la viuda. Ciertas cosas que dijo ella me preocuparon. Introduje el nombre de Fontaine en el ordenador… una comprobación de rutina. Y encontré muchas lagunas. Llamé a un amigo…
– El señor Greenstein -intervino Van Dam.
– Escuche, no lo meta en esto. Solo me hizo un favor. Tiene un amigo en el FBI que buscó el nombre de Fontaine. No encontró más cosas. Yo tenía más preguntas que respuestas y fui a ver a la viuda.
– ¿Por qué no acudió a nosotros?
– No sabía que su autoridad se extendía al territorio de nuestro país. Legalmente hablando, claro está.
Por primera vez sorprendió una chispa de irritación en la mirada de Van Dam.
– ¿Se da cuenta de que puede haber causado un daño irreparable?
– No comprendo.
– Lo teníamos todo controlado. Ahora me temo que usted la ha advertido.
– ¿Advertido? Pero Sarah está en la oscuridad tanto como yo.
– ¿Esa es la conclusión de un espía aficionado?
– Es una corazonada.
– Usted no conoce todas las implicaciones…
– ¿Cuáles son las implicaciones?
– Que la muerte de Geoffrey Fontaine sigue en duda. Que su esposa puede saber más de lo que usted cree. Y que en este caso hay más cosas en juego de las que usted imagina.
Nick lo miró atónito. ¿Qué significaba aquello? ¿Geoffrey Fontaine podía estar vivo? ¿Sarah podía ser tan buena actriz como para haberlo engañado?
– ¿Qué hay en juego en este caso? -preguntó.
– Digamos que puede haber repercusiones internacionales.
– ¿Geoffrey Fontaine era espía?
Van Dam apretó los labios. No dijo nada.
– Mire -siguió Nick-. Ya estoy harto de esto. ¿Por qué me interrogan por un asunto consular de rutina?
– Señor O'Hara, yo he venido a hacer preguntas, no a contestarlas.
– Perdone por interferir con sus procedimientos operativos.
– A veces puede mostrarse usted muy poco diplomático -Van Dam miró a Ambrose-. No sé si está limpio. Pero estoy de acuerdo con su plan de acción.
Nick frunció el ceño.
– ¿Qué plan de acción?
Ambrose se aclaró la garganta.
– Tras haber revisado su historial laboral y después de esta última… indiscreción, nos parece que debe usted tomarse un permiso indefinido del departamento. Hay que revaluar su situación y estará de permiso hasta que comprobemos si está mezclado en algo subversivo. Si encontramos pruebas de algo más grave que una mera indiscreción, volverá a tener noticias del señor Van Dam. Y seguramente también del Departamento de Justicia.
Nick no necesitaba una traducción. Acababan de considerarlo un traidor. La respuesta lógica sería defender su inocencia y dimitir allí mismo. Pero no tenía intención de hacerlo delante de Jonathan Van Dam.
Se puso en pie.
– Comprendo. ¿Es todo, señor?
– Es todo, señor O'Hara.
Nick salió del despacho. Después de ocho años con el Departamento de Estado, un poco de curiosidad había conseguido que lo despidieran.
Y lo más gracioso era que, con excepción de la parte de que lo consideraran un traidor, no le molestaba en absoluto perder el trabajo.
De hecho, casi sentía que le habían quitado un gran peso de encima. Era libre. Habían tomado por él la decisión que tanto tiempo llevaba valorando. En cierto modo, había sido inevitable.
Ahora podía empezar una nueva vida. Había ahorrado lo suficiente para vivir unos seis meses sin hacer nada. Quizá regresara a la universidad. Los últimos ocho años le habían dado una gran dosis de realidad; sería mejor profesor que antes.
Cuando empezó a recoger su escritorio, estaba ya sonriendo. Vació los cajones uno por uno, metiendo en una caja la basura acumulada en aquellos meses. Después, guardó sus docenas de periódicos. Se sorprendió al oírse silbar. Sería una noche estupenda para emborracharse. O pensándolo mejor, podía ahorrarse la resaca. Tenía demasiadas cosas que hacer, muchas respuestas que buscar. Podía soportar perder el trabajo, pero no iba a permitir que cuestionaran su lealtad. Eso había que aclararlo. Y para ello tenía que volver a ver a Sarah Fontaine.
La idea no le desagradó. La necesidad de verla se volvió urgente. Dejó la caja sobre la mesa y marcó su número. Como siempre, le respondió el contestador. Colgó con un juramento y recordó su sugerencia de que se quedara con su amiga.
– Nick.
Tim Greenstein entró en la sala.
– ¿Qué haces aquí todavía?
Nick lo miró sorprendido.
– ¿A ti qué te parece? Estoy vaciando mi mesa.
– Vaciando tu… ¿quieres decir que te han despedido?
– Más o menos. Me han pedido que coja unas vacaciones impagadas muy largas.
– Vaya, lo siento -Tim estaba muy pálido, como si acabara de recibir una noticia muy mala.
– ¿Dónde te has metido? -preguntó Nick-. Creía que íbamos a vernos en el despacho de Ambrose.
– Me ha retrasado mi supervisor. Y el FBI. Y la CIA. No ha sido agradable. Incluso me han amenazado con retirarme el permiso para usar los ordenadores. ¡Qué crueldad!
Nick movió la cabeza y suspiró.
– Es culpa mía, ¿verdad? Lo siento. Parece que hemos entrado en terreno prohibido. ¿A tu amigo del FBI también lo han molestado?
– No. Lo curioso es que él puede salir ganando con esto. Sus investigaciones han dejado en mal lugar a la CIA y en el FBI te premian por eso -Tim se echó a reír, pero sin ganas.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Nick.
– No me gusta esto. Nos hemos metido en un avispero.
– Bueno, no es la primera vez que tratamos con espías. ¿Qué tiene de especial Geoffrey Fontaine?
– No lo sé. Y no quiero saber más de lo que ya sé.
– ¿Has perdido la curiosidad?
– Desde luego que sí. Y tú también deberías.
– Yo tengo un interés personal en el caso.
– Déjalo, Nick. Por tu propio bien. Arruinará tu carrera.
– Mi carrera ya está arruinada. Y quiero pasar algo más de tiempo con Sarah Fontaine.
– Nick, como amigo, te digo que la olvides. Te equivocas con ella. No es tan inocente como parece.
– Eso es lo que dicen todos, pero yo soy el único que ha estado con ella.
– Mira, te equivocas con ella, ¿vale?
El tono agudo de Tim confundía a Nick. ¿Qué pasaba allí? Miró a su amigo a los ojos.
– ¿Qué es lo que intentas decirme? -preguntó.
Tim parecía desgraciado.
– Se ha reído de ti, Nick. Mi amigo del FBI ha estado siguiendo sus movimientos y sus contactos. Y acaba de llamar para decirme…
– ¿Qué?
– Ella sabe algo. Es la única explicación.
– ¡Maldición, Tim! ¿Qué ha pasado?
– Poco después de que salieras de su apartamento, tomó un taxi hasta el aeropuerto y subió a un avión.
Nick lo miró con incredulidad.
– ¿Adónde ha ido?
Tim lo miró compasivo.
– A Londres.
Londres.
Era el lugar más lógico para empezar. Londres había sido la ciudad predilecta de Geoffrey, una ciudad de verdes parques y callejones adoquinados, de calles donde hombres de traje negro y sombrero hongo se mezclaban con hindúes con turbantes. Le había hablado de la Catedral de St. Paul, elevándose muy por encima de los tejados; de los tulipanes rojos y amarillos que cubrían Regent's Park; del Soho, donde imperaban la risa y la música. Ella había escuchado todo aquello y ahora, mirando por la ventanilla del taxi, sentía la misma emoción que debía sentir Geoffrey siempre que iba a Londres. Veía calles anchas y limpias, y paraguas negros cubriendo las aceras. En los parques se abrían las primeras flores de la primavera. Era la ciudad de Geoffrey. Él la conocía y la amaba. Y si estaba en apuros, sería el lugar que elegiría para esconderse.
El taxi la dejó enfrente del hotel Savoy. La conserje, una mujer joven de rostro amable, la recibió con una sonrisa y le confirmó que había habitaciones libres. La temporada turística no había empezado aún.
Sarah estaba rellenando el formulario de inscripción cuando se le ocurrió decir:
– Mi esposo estuvo aquí hace dos semanas.
– ¿De verdad? -la conserje miró su nombre en la página-. Oh, ¿es usted la señora Fontaine? ¿Su marido es Geoffrey Fontaine?
– Sí. ¿Se acuerda de él?
– Por supuesto que sí, señora. Su esposo es cliente habitual. Un hombre muy agradable. Pero es raro… nunca imaginé que fueran americanos. Siempre pensé… -se interrumpió-. ¿Su marido se reunirá con usted?
– No, todavía no -Sarah hizo una pausa-. La verdad es que espero algún mensaje suyo. ¿Puede mirar si hay algo?
La mujer miró hacia las ventanillas del correo.
– No veo nada.
– ¿Y sabe si ha habido alguna llamada para él o para mí?
– No. Lo siento.
Sarah guardó silencio un momento. ¿Qué más podía hacer?
– De todos modos -siguió la conserje-. Si hubiera habido un mensaje, lo habríamos enviado a su dirección de Margate. Es lo que siempre nos pedía que hiciéramos.
Sarah parpadeó sorprendida.
– ¿Margate?
La conserje escribía algo en un papel y no levantó la vista.
– Sí.
¿Qué casa en Margate? ¿Tenía Geoffrey una residencia en Inglaterra y nunca le había hablado de ella?
La conserje seguía escribiendo. Sarah apoyó las manos en el mostrador y rezó para poder mentir con convicción.
– Espero… espero que no tengan la dirección equivocada -dijo-. Seguimos en Margate, pero nos mudamos el mes pasado.
– Oh, vaya -suspiró la conserje. Se dirigió hacia la oficina situada tras ella-. Voy a comprobar que han cambiado la dirección.
Un momento después, volvía a salir con una tarjeta en la mano.
– El 25 de Whitstable Lane. ¿Esa es la dirección vieja o la nueva?
Sarah no contestó. Estaba demasiado ocupada memorizando la dirección.
– ¿Señora Fontaine?
– Está todo bien -tomó la maleta y se dirigió al ascensor.
– Señora Fontaine, no tiene que llevar usted eso. Llamaré al botones…
Pero Sarah entraba ya en el ascensor.
– 25 de Whitstable Lane -murmuró cuando se cerró la puerta-. 25 de Whitstable Lane…
¿Sería allí donde encontraría a Geoffrey?
El mar golpeaba los acantilados blancos. Desde el sendero de tierra que seguía Sarah, podía ver las olas chocando contra las rocas inferiores. Su violencia la asustaba. El sol se había abierto paso ya a través de la niebla de la mañana, y los jardines de las casas dispersas florecían a pesar de la sal del aire y la tiza del suelo.
Encontró la casa que buscaba al final de Whitstable Lane. Era pequeña, escondida detrás de una valla blanca. En el pequeño jardín frontal se mezclaban rosas con petunias y acacias. El sonido de unas tijeras de podar la llevó a un lado de la casita, donde un anciano podaba un seto.
– ¿Hola? -llamó desde el otro lado de la valla.
El viejo la miró.
– Busco a Geoffrey Fontaine -dijo la joven.
– No está en casa, señorita.
A Sarah empezaron a temblarle las manos.
– ¿Dónde puedo encontrarlo? -preguntó.
– No lo sé.
– ¿Sabe cuándo volverá a casa?
El anciano se encogió de hombros.
– Ni él ni la señora me cuentan a mí sus idas y venidas.
– ¿Señora? -repitió Sarah.
– Sí. la señora Fontaine.
– ¿Se refiere a su… esposa?
El viejo la miró como si fuera idiota.
– Claro que sí. Claro que, con un poco de imaginación, uno podría pensar que quizá fuera su madre, pero yo diría que es demasiado joven para eso -soltó una carcajada.
Sarah apretaba la valla con tanta fuerza que las puntas del final se clavaban en sus manos. En sus oídos había un rugido extraño, como si una ola la hubiera envuelto y tirara de ella hacia el suelo. Buscó en su bolso y sacó una foto de Geoffrey.
– ¿Este es el señor Fontaine? -preguntó con voz ronza.
– Desde luego. Tengo buena vista para las caras.
Sarah temblaba tanto que apenas pudo volver a guardar la foto en el bolso. Se agarró a la valla, intentado asimilar lo que acababa de oír. Aquello la había pillado por sorpresa, y el dolor era más de lo que podía soportar.
Otra mujer. ¿No le había preguntado alguien por aquello? No lo recordaba. Oh, sí, había sido Nick O'Hara. Y ella se había enfadado con él. Pero él tenía razón, y ella había sido una estúpida.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, entre las rosas y petunias. Había perdido la noción del tiempo y el espacio. Estaba como atontada. Su mente rehusaba aceptar más dolor. Si lo hacía, quizá se volvería loca.
Solo oyó al viejo cuando la llamó por tercera vez.
– ¿Señorita? ¿Señorita? ¿Necesita ayuda?
Sarah lo miró aturdida.
– No, no, estoy bien.
– ¿Seguro?
– Sí. Por favor… necesito encontrar a los Fontaine.
– No sé, señorita. La señora hizo las maletas y se marchó hace dos semanas.
– ¿Adónde fue?
– No tiene por costumbre dejar otra dirección.
Sarah buscó un papel en su bolso y anotó su nombre y el hotel.
– Si vuelve alguno de los dos, por favor, dígales que me llamen inmediatamente. Por favor.
– Sí, señorita -el viejo dobló el papel sin mirarlo y se lo metió al bolsillo.
Sarah volvió hacia la calle como una borracha. Al comienzo de Whitstable Lane vio una fila de buzones. Miró hacia atrás y vio que el viejo seguía podando el seto. Miró en el interior del buzón número 25 y encontró solo un catálogo de venta por correo de unos grandes almacenes de Londres. Iba dirigido a la señora Eve Fontaine.
Eve.
Geoffrey la había llamado por aquel nombre más de una vez.
Devolvió el catálogo al buzón y tomó llorando la dirección de la estación de tren.
Seis horas después, Sarah entraba en su habitación del hotel cansada, vacía y hambrienta. Sonaba el teléfono.
– ¿Diga?
– ¿Sarah Fontaine? -era una voz ronca de mujer.
– Sí.
– Geoffrey tenía una marca de nacimiento en el hombro izquierdo. ¿Con qué forma?
– Pero…
– ¿Qué forma?
– Una… una media luna. ¿Es usted Eve?
– En El Cordero y la Rosa. Dorset Street. A las nueve en punto.
– Espere… ¿Eve?
Clic.
Sarah miró su reloj. Tenía media hora para llegar a Dorset Street.