Su primer impulso fue echar a correr, perderse entre los viajeros de la plataforma. Pero un movimiento súbito atraería la atención de él. Tenía que seguir adelante, esperando, contra toda esperanza, que no la reconociera.
Buscó en el tren la ventanilla donde había visto a Nick con intención de pedirle ayuda. Pero la ventanilla había quedado atrás y ya no se veía.
– ¿Señora?
Se sobresaltó al sentir una mano en el brazo. Un viejo tiraba de su manga. Lo miró y él empezó a hablar en un francés muy rápido. Intentó soltarse, pero él siguió agitando un pañuelo de mujer. Repitió la pregunta y señaló el suelo. La joven, que entendió al fin, negó con la cabeza y le dijo por gestos que el pañuelo no era suyo. El viejo se encogió de hombros y se alejó.
Casi llorando, se volvió para subir a bordo, pero algo le cortó el camino.
Levantó la cabeza y vio su rostro aterrorizado reflejado en unas gafas de sol.
El hombre rubio sonrió.
– ¿Señora? -dijo con suavidad-. Vamos…
– ¡No, no! -susurró ella, retrocediendo.
El albino avanzó hacia ella y en sus manos brilló una navaja. Sarah pensó en el arco que formaría en el aire… sintió casi el dolor en la carne. Se notó caer hacia atrás y comprendió como en una nube que no era ella la que se movía sino el tren. Se marchaba sin ella.
Vio la puerta del tren alejándose lentamente por el final de la plataforma… Era su última oportunidad de escapar.
Notó que el hombre se colocaba frente a ella para cortar el paso a la presa que creía que podía echar a correr.
Y echó a correr. Pero en dirección contraria. En lugar de hacia la calle, en persecución del tren.
El movimiento inesperado le hizo ganar un segundo precioso. El tren aumentaba la velocidad. Solo quedaban unos diez metros de plataforma y estaría fuera de su alcance. Sus pies parecían de plomo; oyó los pasos de él detrás de ella. Con el corazón a punto de explotar corrió los últimos metros. Sus dedos tocaron acero frío. Luchó por aferrarse a la barra… por subir a bordo.
Subió los escalones y se derrumbó, abriendo la boca para coger aire. Casas y jardines pasaban con rapidez a su lado, convertidos en imágenes veloces de luz y de color. El dolor de la garganta se disolvió en un sollozo de alivio. ¡Lo había conseguido!
Una sombra cruzó la luz del sol. El escalón crujió con un peso nuevo y un escalofrío recorrió su cuerpo anunciándole la muerte. No le quedaban fuerzas para luchar ni lugar al que retirarse. No podía hacer nada excepto quedarse quieta mientras él se acercaba a ella.
Paralizada por el terror, lo vio inclinarse hacia ella, tapando los últimos trozos de luz solar. Esperó que se la tragara su sombra.
Entonces, de algún lugar detrás de ella llegó un gruñido de rabia. Captó un movimiento más que lo vio, un pie que golpeaba salvajemente un cuerpo. La sombra que la cubría cayó hacia atrás con un gruñido.
El hombre rubio pareció quedar suspendido en una caída interminable. Se precipitó despacio desde los escalones y el ruido del tren ahogó su último juramento. Y ella seguía viva, respirando; la pesadilla había terminado por el momento.
– ¡Sarah! Dios mío…
Unas manos la levantaron del suelo, apartándola del borde, alejándola de la muerte. Estremecida, se abrazó a Nick. Este la estrechó con tal fuerza que pudo oír los latidos de su corazón.
– Ya ha pasado -murmuraba una y otra vez-. Ya ha pasado.
– ¿Quién es? -lloró ella-. ¿Por qué no nos deja en paz?
– Sarah, escúchame, escúchame. Tenemos que salir de este tren. Tenemos que cambiar de rumbo antes de que lo intercepte.
La joven quería gritar, pero se contuvo. Se abrazó más a él.
Nick miró el paisaje. Iban demasiado deprisa para saltar.
– La próxima parada -dijo-. Tendremos que seguir el viaje de otro modo. Andando. Autostop. Cuando crucemos la frontera con Holanda, podremos tomar otro tren hacia el este.
Sarah seguía aferrada a él y no oía sus palabras. El peligro había adquirido proporciones irracionales. El hombre de las gafas de sol se había convertido en algo más que humano. Era sobrenatural, un horror superior a todo lo que existía en el mundo real. Cerró los ojos y lo imaginó esperándola en la próxima estación de tren y luego en la siguiente. Nick no podría espantarlo siempre.
Miró las vías del tren y rezó por que la próxima parada llegara pronto. Tenían que salir antes de que los atraparan.
Pero las vías parecían extenderse de modo interminable. Y le daba la impresión de que el tren se había convertido en un ataúd de acero que los llevaba directamente a las manos del asesino.
Kronen examinó el golpe del rostro en el espejo y una oleada de rabia lo envolvió como magma caliente. La mujer había escapado por segunda vez. La había tenido en sus manos y había huido.
Clavó el puño en el espejo. Ese hombre, Nick O'Hara, se había interpuesto ya dos veces en su camino. No sabía quién era, pero se juró matarlo en cuanto volviera a encontrarlo. Aunque quizá eso no fuera tan fácil, ya que habían desaparecido.
Cuando los hombres de Kronen interceptaron el tren en Antwerp, la mujer y su acompañante se habían desvanecido. Podían estar en cualquier parte. No sabía adónde se dirigían ni por qué.
Tendría que pedir ayuda al viejo otra vez. Y esa idea lo enfureció. Contra la mujer por escapar, y contra su acompañante por entrometerse. Ella pagaría muy caras todas las molestias que había causado.
Se puso las gafas de sol. El golpe resultaba bien visible encima del pómulo derecho. Un recuerdo humillante de que había sido derrotado por una criatura tan patética como Sarah Fontaine.
Pero solo era un contratiempo pasajero. El viejo la buscaría, y tenía ojos en todas partes, incluidos los lugares más insospechados. Sí, la encontraría.
No podía esconderse eternamente.
El piar de las palomas despertó a Sarah. Abrió los ojos y la luz del atardecer iluminó unas paredes de piedra y las aspas de madera del molino que giraban con lentitud. Una paloma se instaló en una ventana alta y comenzó a piar. Las aspas del molino crujían y chirriaban como madera en un barco viejo. Tumbada en la paja, se sentía embargada por una sensación de paz, y el miedo a que le quedaran pocos momentos de aquellos por vivir. ¡Y tenía tantas ganas de vida!
Se volvió hacia Nick, que dormía a su lado en la paja, con las manos unidas detrás del cuello y el pecho elevándose y cayendo al ritmo de su respiración. Habían hecho autostop hasta cruzar la frontera con Holanda y luego andado muchas horas. Estaban a un kilómetro de la estación de tren más cercana y habían decidido esperar a que oscureciera. Encontraron aquel molino en mitad del campo y se quedaron inmediatamente dormidos en él.
Se tumbó al lado de Nick. Éste despertó con un estremecimiento y la estrechó contra sí.
– Pronto oscurecerá -susurró ella.
– Hmmm.
– Me gustaría no tener que salir nunca de aquí.
– A mí también -suspiró él.
Se sentaron, y Nick empezó a quitarle trozos de paja del pelo.
– Tengo miedo -murmuró ella.
El hombre la abrazó.
– Viviremos el presente, tomando cada día como venga. No podemos hacer otra cosa.
– Lo sé.
– Eres fuerte, Sarah. En cierto modo, más fuerte que yo.
La besó con fuerza, como un hombre sediento de su sabor. Los pájaros piaban encima de ellos, despidiendo a la última luz del día. La noche cayó sobre los campos con su manto de protección y oscuridad.
Nick se apartó con un gemido.
– Si seguimos así, perderemos el tren. No es que me importe, pero… -apretó los labios una última vez sobre los de ella-. Tenemos que irnos. ¿Estás lista?
Sarah respiró hondo y asintió.
– Estoy lista.
El viejo estaba soñando.
Nienke estaba de pie ante él, con el largo pelo recogido en un pañuelo azul. Su rostro amplio estaba manchado de tierra del jardín, y sonreía.
– Frank -dijo-, tienes que construir un sendero de piedra entre los rosales para que nuestros amigos puedan pasear entre las flores. Ahora tienen que andar alrededor de los matorrales, no en el medio de ellos, donde están las de color lavanda y amarillo. Se las pierde. Tengo que llevarlos yo y se manchan de barro los zapatos. Un camino de piedra, Frank, como el que teníamos en la casita de Dordrecht.
– Por supuesto -dijo él-. Le diré al jardinero que lo haga.
Nienke sonrió. Se acercó a él. Pero cuando extendió una mano para tocarla, su pañuelo azul se desvaneció. Lo que había sido el pelo de Nienke era ahora un halo de fuego brillante. Intentó arrancárselo antes de que llegara a la cara, y en sus manos quedaron mechones gruesos de pelo. Cuanto más intentaba apagar las llamas, más pelo y carne arrancaba. Destruía fragmento a fragmento a su mujer al intentar salvarla.
Bajó la vista y vio que sus brazos estaban en llamas, pero no sentía dolor; un grito silencioso explotó en su garganta al ver que Nienke lo dejaba para siempre.
Wes Corrigan tardó cinco minutos en contestar a la llamada en su puerta de atrás. Cuando al fin la abrió, miró sorprendido a sus dos visitantes nocturnos. Al principio le parecieron extraños. El hombre era alto, de pelo canoso, sin afeitar. La mujer llevaba un jersey indefinible y una capa gris.
– ¿Qué ha sido de la antigua virtud de la hospitalidad? -preguntó Nick.
Wes dio un respingo.
– ¿Qué diablos…? ¿Eres tú?
– ¿Podemos pasar?
– Claro. Claro -Corrigan, atontado todavía, les indicó la cocina y cerró la puerta. Era un hombre bajo y compacto de unos treinta y tantos años. A la luz dura de la cocina, su piel se veía amarillenta y tenía los ojos cargados de sueño. Miró a sus visitantes y movió la cabeza confuso. Su mirada cayó sobre el pelo blanco de Nick.
– ¿Tanto tiempo ha pasado?
El interpelado movió la cabeza y se echó a reír.
– Son polvos de talco. Pero las arrugas son todas mías. ¿Hay alguien más en casa?
– Solo el gato. ¿Qué diablos está pasando?
Nick pasó a su lado, salió de la cocina y entró en la sala de estar. No contestó. Wes se volvió hacia Sarah, que se quitaba en ese momento la capa.
– Ah, hola. Soy Wes Corrigan. ¿Y usted?
– Sarah.
– Encantado de conocerla.
– La calle parece limpia -dijo Nick, volviendo a la cocina.
– Claro que está limpia. La barren todos los jueves.
– Quiero decir que no estás vigilado.
Corrigan pareció triste.
– Bueno, llevo una vida muy aburrida. Eh, vamos, ¿qué ocurre?
Nick suspiró.
– Estamos en un lío.
Corrigan asintió.
– Sí, a esa conclusión había llegado ya. ¿Quién os sigue?
– La CIA. Entre otros.
Ese lo miró con incredulidad. Se acercó a la puerta de la cocina, miró al exterior y echó el cerrojo.
– ¿Tenéis a la CIA detrás? ¿Qué has hecho? ¿Vender secretos de la nación?
– Es una larga historia. Necesitamos tu ayuda.
Wes asintió con cansancio.
– Eso me temía. Vamos, sentaos, sentaos. Prepararé café. ¿Tenéis hambre?
Nick y Sarah se miraron sonrientes.
– Mucha -dijo ella.
Corrigan se acercó al frigorífico.
– Marchando huevos con beicon.
Tardaron una hora en contárselo todo. Cuando terminaron, la cafetera estaba vacía. Nick y Sarah se habían comido media docena de huevos entre los dos y Corrigan se hallaba plenamente despierto y preocupado.
– ¿Por qué crees que está mezclado Potter? -preguntó.
– Es evidente que está al cargo del caso. Fue él el que hizo soltar a Sarah. Y debió ordenar a esos agentes que nos siguieran a Margate. Pero allí todo salió mal. Y aunque los de la CIA no son muy competentes, tampoco suelen meter tanto la pata sin algo de ayuda. Alguien mató a aquel agente. Y luego empezó a disparar contra nosotros.
– El hombre de las gafas de sol, quienquiera que sea -Wes movió la cabeza-. Esto no me gusta nada.
– A mí tampoco.
Corrigan pareció pensativo.
– Y quieres que investigue la ficha de Magus. Puede ser difícil. Si está considerada muy secreta, no podré llegar a ella.
– Haz lo que puedas. No podemos hacerlo solos. Hasta que Sarah encuentre a Geoffrey y consiga algunas respuestas, no tenemos nada.
– Sí. Lo comprendo.
Los acompañó a la puerta de atrás. Fuera brillaban las estrellas en un cielo claro.
– ¿Dónde vais a dormir?
– Tenemos una habitación cerca del Kudamm.
– Podéis quedaros aquí.
– Demasiado arriesgado. Hemos cruzado la frontera, así que ya deben saber que estamos aquí. Si son listos, no tardarán en vigilar tu casa.
– ¿Y cómo puedo comunicarme contigo?
– Te llamaré yo. Me identificaré como Barnes. Es mejor que no sepas dónde estamos.
– ¿No te fías de mí?
Nick vaciló.
– No es eso, Wes.
– ¿Y qué es?
– Es un asunto muy feo. Es mejor que no te mezcles demasiado.
Nick y Sarah se alejaron en la oscuridad, pero no sin antes oír decir a Wes:
– Ya estoy mezclado.
Al amanecer, Sarah yacía acurrucada en brazos de Nick. A pesar de su cansancio, ninguno de los dos podía dormir. Demasiadas cosas dependían de lo que ocurriera aquel día. Por lo menos ya no estaban solos. Contaban con Wes Corrigan.
Nick se movió, y su aliento calentó el pelo de ella.
– Cuando esto termine -susurró-, quiero que nos quedemos como estamos ahora. Así mismo.
– No sé si esto acabará alguna vez -suspiró ella-. Si volveré a casa.
– Volveremos. Juntos. Te lo prometo. Y Nick O'Hara siempre cumple sus promesas.
Sarah escondió el rostro en el hueco del hombro de él.
– Nick, te deseo mucho, pero ya no sé si estoy ciega o si me da miedo el amor. Me siento muy confusa. ¿Tú no?
– ¿Sobre ti? No. Parece una locura, pero creo que te conozco bien. Y eres la primera mujer de la que puedo decir eso.
– ¿Y tu mujer? ¿A ella no la conocías?
– ¿Lauren? Sí. Supongo que sí. Al final.
– ¿Qué fue lo que falló?
Nick se recostó en la almohada. Se encogió de hombros.
– Supongo que no fue culpa de nadie, pero no puedo olvidar lo que hizo -la miró con tristeza-. Llevábamos tres años casados. A ella le gustaba El Cairo. Le gustaba la vida de las embajadas. Era una gran esposa de diplomático. Creo que fue uno de los motivos por los que se casó conmigo. Porque pensó que podía enseñarle el mundo. Por desgracia, mi carrera incluía ir a lugares que no le parecían lo bastante civilizados.
– ¿Como Camerún?
– Exacto. Yo quería aquel puesto. Solo habrían sido un par de años. Pero ella se negó a ir. Entonces me ofrecieron Londres, que sí le gustaba. Tal vez todo hubiera salido bien de no ser por… -se interrumpió y Sarah notó que se ponía rígido.
– No tienes que contármelo si no quieres.
– Se quedó embarazada y me enteré en Londres. No me lo dijo ella, sino el médico de la Embajada. Y durante seis horas fui tan feliz que creía estar flotando. Hasta que llegué a casa y descubrí que ella no lo quería.
Sarah no podía decir nada para disminuir su dolor; solo confiar en que, cuando terminara de contárselo, encontrara consuelo en sus brazos.
– Yo quería tener aquel hijo. Le supliqué que lo tuviéramos. Pero Lauren lo consideraba un inconveniente -miró a Sarah-. ¡Un inconveniente! ¿Te imaginas?
– No.
– Yo tampoco. Entonces me di cuenta de que no la conocía. Nos peleamos y ella voló a casa y… solucionó el problema. No regresó. Un mes después me envió los papeles del divorcio. De eso hace cuatro años.
– ¿La echas de menos?
– No. Casi fue un alivio recibir los papeles. He estado solo desde entonces. Así es más fácil. No sufres -le tocó el rostro y en sus labios se dibujó una sonrisa-. Luego, entraste tú en mi despacho con tus gafas graciosas y… Al principio no presté atención a tu aspecto, pero luego te quitaste las gafas y te vi los ojos. Y allí empecé a desearte.
– Voy a tirar esas gafas.
– Jamás. Me encantan.
Sarah se echó a reír, agradecida a las cosas divertidas que suelen decir los enamorados. Por primera vez en su vida se sentía casi hermosa.
– ¿Sarah? ¿Has pensado en lo que ocurrirá cuando lo encontremos?
– No puedo pensar tanto.
– Todavía lo amas.
La joven movió la cabeza.
– Ya no sé a quién quiero. A Simon Dance no. Quizá el hombre al que yo quería no ha existido nunca. Nunca fue real.
– Pero yo sí -susurró Nick-. Yo soy real. Y no tengo nada que ocultar.