Dos

Sarah quería hablar, pero la voz no la obedecía. Permaneció quieta en su silla, como una estatua, incapaz de moverse ni de hacer otra cosa que mirarlo fijamente.

– He pensado que debía saberlo -dijo Nick-. Tenía que decírselo porque necesitamos su ayuda. La policía de Berlín quiere información sobre las actividades de su marido, sus enemigos… la posible causa de su muerte.

La joven movió la cabeza.

– No se me ocurre… no sé si… ¡Dios mío! -susurró.

El leve toque de la mano de él en su hombro la sobresaltó. Levantó la vista y vio que la miraba con preocupación. Pensó que tenía miedo de que se desmayara y le apartó la mano con irritación. No necesitaba la compasión fingida de nadie. Quería estar sola… lejos de los burócratas y sus carpetas impersonales. Se levantó con piernas temblorosas.

Nick la tomó por el brazo y volvió a sentarla con gentileza.

– Por favor, señora Fontaine. Solo necesito un minuto más.

– Deje que me vaya.

– Señora Fontaine.

– ¡Deje que me vaya!

La fuerza de su voz pareció sorprenderlo. La soltó, pero no se apartó.

– Lo siento -dijo-. No era mi intención abrumarla. Tenía miedo de que…

– ¿Sí? -miró sus ojos grises y algo que vio en ellos hizo que de repente quisiera creer en él, pese a todo-. No me voy a desmayar -dijo-. Por favor, deje que me vaya a casa.

– Sí, por supuesto. Pero tengo algunas preguntas más.

– No tengo ninguna respuesta. ¿No lo entiende?

El hombre guardó silencio un momento.

– Me pondré en contacto con usted más adelante -dijo al fin-. Tenemos que hablar de los acuerdos para el cuerpo.

– Ah, sí, el cuerpo -se puso en pie, parpadeando para reprimir las lágrimas.

– Le pediré al coche que la lleve a casa -se acercó a ella despacio, como si temiera asustarla-. Siento lo de su esposo. De verdad. No dude en llamarme si quiere hacerme alguna pregunta.

Sarah sabía que aquellas palabras no procedían del corazón. Nicholas O'Hara era un diplomático que decía lo que le habían enseñado a decir. Seguramente había repetido lo mismo a un centenar de viudas distintas.

Parecía esperar su respuesta, así que ella luchó por recuperar la compostura, le estrechó la mano y le dio las gracias. Luego, se volvió y salió por la puerta.


– ¿Crees que lo sabe?

Nick miró la puerta que acababa de cerrarse detrás de Sarah Fontaine.

– ¿El qué? -preguntó a Tim.

– ¿Que su marido era espía?

– Eso no lo sabemos.

– Vamos, Nick; todo esto apesta a espionaje. Geoffrey Fontaine no existía hasta hace un año. Luego, aparece su nombre en un número de la Seguridad Social, una licencia de matrimonio, un pasaporte y demás. El FBI no sabe nada. Pero los de inteligencia tienen carpetas clasificadas sobre él. ¿Crees que soy tonto?

– A lo mejor el tonto soy yo -gruñó Nick; se acercó a su silla y se sentó con pesadez.

¿Quién demonios era Geoffrey Fontaine?

Echó la cabeza hacia atrás. Estaba agotado. Pero no podía quitarse aquel caso de la cabeza.

Cuando vio entrar a Sarah en su despacho, se quedó sorprendido. Esperaba una mujer más sofisticada. Su marido era un viajero de primera clase, un tipo que se movía entre Londres, Berlín y Amsterdam. Los hombres así solían tener esposas esbeltas y elegantes. Pero Sarah era una criatura delgada y nerviosa que no se podía decir que fuera guapa. Su rostro resultaba demasiado anguloso: pómulos altos y afilados, nariz estrecha, frente cuadrada suavizada por el flequillo. Su pelo largo tenía un color cobrizo exuberante. Sus gafas de concha le habían hecho gracia. Enmarcaban dos ojos grandes de color ámbar, que eran el rasgo más atractivo de su rostro. Sin maquillaje y de complexión delicada, parecía mucho más joven de la treintena que debía de tener.

No, no era exactamente guapa. Pero durante la entrevista, Nick se había sorprendido mirando su rostro y pensando en su matrimonio. Y en ella.

Tim se puso en pie.

– Eh, todo esto me ha dado hambre. Vamos a la cafetería.

– No, vamonos fuera. Llevo toda la mañana sentando aquí y me voy a volver loco -Nick tomó su chaqueta y salieron juntos hacia la escalera.

Un viento primaveral les azotó el rostro cuando salieron a la calle. Los cerezos comenzaban a estar en flor. En una semana más, la ciudad estaría bañada en flores rosas y blancas. Era la primera primavera que Nick pasaba en Washington en ocho años y había olvidado lo hermoso que podía ser pasear entre los árboles. Metió las manos en los bolsillos y se inclinó un poco contra el viento.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Tim.

– ¿A Mary Jo's?

– ¿El sitio de las ensaladas? ¿Estás a dieta?

– No, pero ese sitio está tranquilo. No me apetece oír mucho ruido.

Poco después estaban sentados en el restaurante. La camarera les llevó las ensaladas. Tim miró la lechuga de la suya y suspiró.

– Esto es comida para conejos. Prefiero mil veces una hamburguesa grasienta -miróa su amigo-. Vale, ¿qué te preocupa? ¿Ya te ha deprimido tu nuevo puesto?

– Es una bofetada -dijo el otro. Terminó su café y señaló a la camarera que le sirviera otro-. Pasar de ser el número dos en Londres a mover papeles en Washington.

– ¿Y por qué no has dimitido?

– Tal vez lo haga. Desde el fiasco de Londres, mi carrera ya no vale mucho. Y ahora tengo que soportar a ese bastardo de Ambrose.

– ¿Sigue fuera?

– Una semana más. Hasta entonces puedo trabajar a mi aire. Sin tantas tonterías burocráticas. Te juro que si vuelve a cambiar uno de mis informes para adecuarlos a las «normas de la administración», voy a vomitar.

– Tu problema es que eres competente y no hablas en circunloquios como los demás. No les gustan las personas a las que pueden entender. Además, eres un liberal.

– Tú también.

– Pero yo soy el monstruito de la informática. Y si no me toleraran, les cerraría los ordenadores.

Nick soltó una carcajada. Hacía tiempo que conocía a Tim. Cuatro años de compañeros de dormitorio en la universidad habían formado vínculos fuertes.

– ¿Qué vas a hacer con el caso Fontaine? -preguntó su amigo cuando empezaban a tomar el postre.

– Investigarlo un poco.

– ¿Quieres decírselo a Ambrose? Le gustará saberlo. Y también a la CIA, si no lo saben ya.

– Que se enteren por su cuenta. Es mi caso.

– A mí me suena a espionaje. Eso no es exactamente un asunto consular.

Pero a Nick no le gustaba la idea de entregar a Sarah Fontaine a un agente de la CIA. Parecía demasiado frágil.

– Es mi caso -repitió.

Tim sonrió.

– Ah, la viuda. ¿Es posible que sea tu tipo? Aunque no entiendo la atracción. Lo que de verdad no comprendo es cómo enganchó ese marido. Todo un adonis rubio, ¿eh? No el tipo de hombre que acabe con mujeres con gafas de concha. Yo deduzco que se casó con ella por otras razones que las normales.

– ¿Y cuáles son las normales? ¿Amor?

– No. Sexo.

– ¿Que diablos quieres decir?

– Hmmm. Qué susceptible. Te ha gustado, ¿eh?

– Sin comentarios.

– Me parece que tu vida amorosa ha estado muy desierta desde tu divorcio.

Nick dejó la taza de café en la mesa con brusquedad.

– ¿A qué vienen tantas preguntas?

– Solo quiero ver dónde tienes la cabeza. ¿No te has enterado? Ahora se lleva que los hombres se confíen unos a otros.

Nick suspiró.

– No me lo digas. Te has apuntado a otro de esos cursillos para entrenar la sensibilidad.

– Sí. Son lugares estupendos para conocer mujeres. Deberías probarlo.

– No, gracias. Lo último que necesito es unirme a un grupo lleno de mujeres neuróticas.

Tim miró a su amigo con conmiseración.

– Tienes que hacer algo. No puedes seguir célibe el resto de tu vida.

– ¿Por qué no?

Tim soltó una carcajada.

– Porque los dos sabemos que no eres precisamente un cura.

Por supuesto tenía razón. En los cuatro años desde su ruptura con Lauren, Nick había evitado cualquier relación íntima con mujeres, y eso empezaba a pasarle factura. Estaba cada vez más irritable. Se había lanzado a salvar lo que quedaba de su carrera, pero había descubierto que el trabajo era un pobre sustituto de lo que en realidad quería: un cuerpo cálido y suave al que abrazar; risas en la noche; pensamientos compartidos en la cama. Había aprendido a vivir sin todo eso para no exponerse a sufrir de nuevo. Era el único modo de conservar la cordura. Pero sus viejos instintos de hombre no morían fácilmente. No, él no era ningún cura.

– ¿Has sabido algo de Lauren? -preguntó Tim.

Nick hizo una mueca.

– Sí. El mes pasado. Dice que me echa de menos. Creo que lo que echa de menos es la vida de las embajadas.

– Bueno, te llamó ella. Parece prometedor. Puede haber reconciliación.

– ¿Sí? A mí me pareció que su última aventura no iba muy bien.

– Pero parece que lamenta el divorcio.

– ¿Quedaste con ella?

– No.

– ¿Por qué?

– No me apetecía.

Tim se echó a reír.

– Cuatro años llorando por tu divorcio y ahora me dices esto.

– Mira, siempre que algo le va mal, decide llamar al bueno de Nick. Ya no puedo soportarlo más. Le dije que ya no estaba disponible. Ni para ella ni para nadie.

Tim movió la cabeza.

– Has renunciado a las mujeres. Eso es muy mala señal.

– Nadie ha muerto de eso -gruñó Nick. Dejó unos billetes sobre la mesa y se puso en pie. No quería pensar en mujeres en ese momento.

Aunque, una vez fuera, paseando entre los cerezos, se sorprendió pensando en Sarah Fontaine. No en la viuda, sino en la mujer.

La apartó de sus pensamientos. Era la última mujer en Washington en la que debía pensar. La objetividad era necesaria en su trabajo. Y tenía que intentar preservarla.


Amsterdam


Al viejo le gustaban las rosas. Le gustaba el olor de los pétalos, que a menudo estrujaba entre los dedos. Fríos y fragantes… y no como los insípidos tulipanes que plantaba su jardinero cerca del estanque de los peces. Los tulipanes eran todo color y poca personalidad. Pero las rosas persistían incluso en el invierno, desnudas y con espinas, como viejas rabiosas acurrucadas contra el frío.

Se detuvo entre los rosales y respiró hondo, disfrutando el aroma a tierra mojada. En una semana más, habría flores. ¡Cómo le habría gustado aquel jardín a su esposa!

– Hace frío -dijo una voz en holandés.

El viejo miró al hombre joven de pelo claro que avanzaba hacia él entre los arbustos.

– Kronen. Al fin llegas.

– Lo siento. No he podido venir antes -Kronen se quitó las gafas y miró al cielo. Como de costumbre, evitaba mirar directamente el rostro del viejo. Desde el accidente, todo el mundo evitaba mirarlo, lo cual lo irritaba. Hacía cinco años que nadie lo miraba de frente a los ojos. Hasta Kronen, al que había llegado a considerar como un hijo, se esforzaba por mirar a otro lado. Pero por otra parte, los jóvenes de la generación de Kronen siempre daban demasiada importancia al aspecto físico.

– Supongo que todo ha ido bien en Basra -dijo el viejo.

– Sí. Un retraso menor, nada más. Ha habido problemas con el último cargamento… los chips informáticos en el mecanismo de apuntar. Uno de los misiles no funcionó.

– Embarazoso.

– Sí. Ya he hablado con el fabricante.

Siguieron un sendero de rosas hasta el estanque de los patos. El viejo se apretó la bufanda alrededor de la garganta para protegerse del aire frío.

– Tengo un encargo para ti -dijo-. Una mujer.

Kronen se detuvo con un asomo de interés en la mirada. Su pelo parecía casi blando bajo los rayos del sol.

– ¿Quién es?

– Se llama Sarah Fontaine. La esposa de Geoffrey Fontaine. Quiero que veas adónde te lleva.

Kronen frunció el ceño.

– No comprendo, señor. Me han dicho que Fontaine ha muerto.

– Sigúela de todos modos. Mi fuente americana me dice que tiene un apartamento modesto en Georgetown. Es microbióloga, treinta y dos años. Aparte de su matrimonio, no parece tener relaciones de espionaje, pero nunca puedes estar seguro.

– ¿Puedo contactar a esa fuente?

– No. Su posición es muy… delicada.

Kronen asintió. Siguieron andando por las orillas del estanque. El viejo sacó un trozo de pan del bolsillo, echó un puñado de migas al agua y observó acercarse a los patos. Cuando su esposa Nienke vivía, se acercaba todas las mañanas al parque a dar de comer a los patos. Le preocupaba que los más débiles no comieran bastante.

Y ahora él daba comida a patos que no le importaba nada, solo porque le habrían gustado a ella. Terminó de echar el pan en el agua y se sacudió las manos.

El estanque había adquirido un tono gris. ¿Dónde se había metido el sol?

– Quiero saber más sobre esa mujer -dijo sin mirar a Kronen-. Sal pronto.

– Por supuesto.

– Ten cuidado en Washington. Tengo entendido que hay mucho crimen allí.

Kronen soltó una carcajada.

– Tot ziens, meneer.

El viejo asintió.

– Hasta entonces.


El laboratorio en el que trabajaba Sarah estaba inmaculado. Los microscopios estaban limpios, las encimeras y fregaderos se desinfectaban a menudo, las cámaras de incubación se limpiaban dos veces al día. Su trabajo requería una gran higiene; pero ese día, al sentarse en su banco, tuvo la impresión de que su vida estaba tan esterilizada como todo aquello.

Se quitó las gafas y parpadeó con cansancio. Había acero inoxidable por todas partes. Las luces eran duras y fluorescentes. Ni ventanas ni rayos de sol. Fuera podía ser de día o de noche, ella no notaría la diferencia. Aparte del zumbido del frigorífico, el laboratorio estaba en silencio.

Volvió a ponerse las gafas y se inclinó hacia el microscopio. Del pasillo llegó ruido de tacones. Se abrió la puerta.

– ¿Sarah? ¿Qué haces aquí?

La joven miró a su amiga Abby Hicks, quien, con su bata de la talla cuarenta y cuatro, ocupaba casi todo el umbral.

– Solo quiero ponerme al día con algunas cosas -contestó-. Se ha acumulado tanto el trabajo desde que no estoy…

– Oh, por lo que más quieras. El laboratorio puede arreglarse sin ti unas semanas. Ya son las ocho. Yo revisaré los cultivos. Vete a casa.

– No sé si quiero -murmuró Sarah-. ¡Está tan silenciosa! Casi prefiero estar aquí.

– Pues esto es tan animado como una tumba… -Abby se mordió el labio y se sonrojó. A pesar de sus cincuenta y cinco años, podía ruborizase como una colegiala-. Lo siento.

Sarah sonrió.

– No pasa nada.

Las dos guardaron silencio un momento. Sarah se levantó y abrió el incubador para guardar la bandeja de muestras en las que había estado trabajando.

– ¿Cómo estás? -preguntó Abby con gentileza.

Sarah se volvió hacia su amiga.

– Tirando, supongo.

– Todos te echamos de menos. Hasta el viejo Grubb dice que esto no es lo mismo sin ti y tu botella de desinfectante. Creo que todos tienen miedo de llamarte. Supongo que no saben cómo tratar el dolor. Pero nos importa, Sarah.

La joven asintió con la cabeza, agradecida.

– Oh, lo sé. Y te agradezco los asados, y las tarjetas y flores. Ahora tengo que volver a la normalidad -miró a su alrededor con tristeza-. Pensé que necesitaba volver a trabajar.

– Alguna gente necesita la vieja rutina. Otros tienen que alejarse una temporada.

– Quizá debería hacer eso. Salir de Washington una temporada. Alejarme de los lugares que me lo recuerdan -tragó saliva e intentó sonreír-. Mi hermana me ha pedido que vaya a verla a Oregón. Hace años que no veo a mis sobrinos. Ya deben de ser muy grandes.

– Pues vete. ¡Aún no han pasado dos semanas! Tienes que darte tiempo. Vete con tu hermana. Llora un poco más.

– Llevo muchos días llorando. Todavía no puedo soportar ver su ropa colgada en el armario -movió la cabeza-. No es solo perderlo lo que me duele. Es también lo demás.

– La parte de Berlín.

– Sí. No quiero pensar demasiado, por eso he venido aquí esta noche -miró a su alrededor-. Pero es raro. Antes adoraba este sitio. Ahora me pregunto cómo he podido aguantarlo seis años. Todos esos armarios fríos y fregaderos de acero inoxidable. Siento que no puedo respirar.

– Pero siempre te ha gustado este trabajo. Debe ser otra cosa.

– No puedo imaginarme trabajando aquí toda mi vida. ¡Geoffrey y yo pasamos tan poco tiempo juntos! Tres días de luna de miel y nada más. Luego, tuve que volver corriendo para terminar aquel maldito proyecto. Siempre estábamos ocupadísimos, sin tiempo para vacaciones. Ahora no tendremos otra oportunidad -se acercó a su banco y apagó la lámpara del microscopio-. Y nunca sabré por qué… -se sentó sin terminar la frase.

– ¿Has oído algo más del Departamento de Estado?

– Ese hombre me llamó ayer. La policía de Berlín ha entregado al fin el cuerpo. Llegará mañana -sus ojos se llenaron de lágrimas-. El entierro será el viernes. ¿Vendrás?

– Claro que sí. Iremos todos. Yo te llevaré, ¿vale? -se acercó y le puso una mano en el hombro-. Está todavía muy reciente. Tienes todo el derecho del mundo a llorar.

– ¡Hay tantas cosas que nunca entenderé de su muerte!

– No llevabais mucho tiempo casados. Mi marido y yo pasamos treinta años juntos antes de separarnos y nunca llegué a conocerlo. No me sorprende que tú no lo sepas todo sobre Geoffrey.

– Pero era mi marido.

Abby guardó silencio un momento.

– Sabes -dijo con cierta vacilación-, siempre hubo algo en él que… Siempre tuve la sensación de que nunca llegaría a conocerlo.

– Era tímido.

– No era solo eso. Más bien como si… no quisiera traicionarse. Como si… -miró a Sarah-. Oh, no importa.

Pero su amiga pensaba ya que había algo de cierto en aquella observación. Geoffrey nunca hablaba mucho de sí mismo. Siempre parecía más interesado en ella, en su trabajo, sus amigos. Cuando se conocieron, ese interés le resultó halagador. Era el primer hombre que conocía que escuchaba de verdad.

Pensó en Nick O'Hara y en el modo en que la había observado. Sí, él también escuchaba; pero ese era su trabajo. Y no quería pensar en él. No deseaba volver a verlo.

Puso la funda de plástico sobre el microscopio.

– Creo que me voy a casa.

Abby aprobó con la cabeza.

– Bien. No tiene sentido que te entierres aquí. Olvídate una temporada del trabajo.

– ¿Seguro que os arreglaréis sin mí?

– Por supuesto.

Sarah se quitó la bata blanca y la colgó detrás de la puerta.

– Quizá me tome un tiempo libre después del funeral. Una semana más. O quizá un mes.

– No tardes demasiado -repuso Abby-. Queremos que vuelvas.

Sarah miró a su alrededor una vez más.

– Volveré -dijo-. Pero no sé cuándo.


El ataúd se deslizó rampa abajo y aterrizó en la plataforma con un ruido sordo que hizo estremecer a Nick.

– ¿Señor O'Hara? Firme aquí, por favor.

Un hombre con uniforme de la línea aérea le tendía unos papeles. Nick examinó los documentos, los firmó y los devolvió. Miró luego cómo cargaban el ataúd en el coche fúnebre. No quería pensar en su contenido pero a veces no podía evitarlo. ¿Un cuerpo irreconocible?

Alejó de sí la imagen. Necesitaba una copa. Ya podía irse a casa. El coche fúnebre partía hacia una funeraria y Sarah Fontaine se hacía cargo a partir de allí. Pensó que quizá debería llamarla una última vez. ¿Pero para qué? ¿Más condolencias? Ya había cumplido con su parte. No quedaba nada que decir.

Cuando llegó a su apartamento, arrojó el maletín sobre el sofá y fue a la cocina, donde se sirvió un whisky generoso y metió una cena preparada en el horno.

El timbre del apartamento lo sobresaltó. Se dio cuenta de que necesitaba compañía. Cualquier compañía. Se acercó al telefonillo.

– ¿Nick? Soy Tim. Ábreme.

– Vale. Sube.

Abrió la puerta. Buscó en el congelador y le alivió encontrar dos cenas preparadas más. Introdujo otra en el horno. Fue a la puerta y esperó a que se abriera el ascensor.

– ¿Preparado? -preguntó Tim, en cuanto lo vio-. Adivina lo que han descubierto mis amigos del FBI.

Nick suspiró.

– Me da miedo preguntar.

– ¿Te acuerdas de Geoffrey Fontaine? Pues está muerto, sí.

– ¿Y qué tiene eso de nuevo?

– No, me refiero al auténtico Geoffrey Fontaine.

– Escucha -dijo Nick-, prácticamente he cerrado ese caso. Pero si quieres quedarte a cenar…

Tim lo siguió al interior del apartamento.

– El verdadero Geoffrey Fontaine murió hace cuarenta y dos años.

Nick se volvió y lo miró de hito en hito.

– ¡Ja! -exclamó Tim-. Sabía que eso atraería tu atención.

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