– Quiero respuestas, Dan. Empezando por quién ordenó la puesta en libertad de Sarah Fontaine y por qué.
Dan Lieberman, jefe de asuntos consulares, miraba a Nick con el rostro pasivo de un funcionario que llevaba mucho tiempo en el Departamento de Estado. Los años de no dejar traslucir nada habían dejado su impronta. Desde que lo conociera cuatro años atrás, Nick no había visto jamás ninguna emoción en su rostro. Su trabajo lo había convertido en un gran jugador de poker.
– ¿Qué pasa con su caso? -siguió Nick-. A mí me parece que se lidia con él de un modo muy peculiar.
– Ha habido irregularidades -admitió Lieberman.
– Sí. Empezando con la aparición del hijo de perra de Potter en la Comisaría.
Lieberman sonrió débilmente.
– ¿Qué es lo que hay entre él y tú?
– Sokolov. No me digas que lo has olvidado.
– Ah, sí, el caso Sokolov. Ahora me acuerdo.
– Tú no lo conociste, ¿verdad?
– No.
– Dicen que lo encontraron sus hijos el día de Año Nuevo. Tenía dos hijos de unos diez años. Bajaron al sótano a buscar a su padre y lo encontraron con una bala en la cabeza. Un buen regalo de Año Nuevo, ¿eh?
– Esas cosas ocurren. No deberías arruinar tu carrera por eso.
– Si Potter me hubiera hecho caso, esos niños habrían estado a salvo en Montana. Y ahora seguramente se estén congelando en Siberia, molestados por la KGB.
– Era un traidor. Se arriesgó y perdió. Pero todo eso ya es historia. No has venido a quejarte de Potter, ¿verdad?
– No. Vengo por Sarah Fontaine. Quiero saber qué hace él en su caso.
Lieberman movió la cabeza.
– Nick, no debería estar hablando contigo. Así que, antes de que te diga nada, dime tú por qué te interesa este caso.
– Llamémoslo un ultraje moral. Sarah está ahora sentada en mi habitación del hotel preguntándose si es viuda o no. Yo creo que su marido está vivo. Pero todo el mundo nos dice que ha muerto. Que debería darle el pésame y olvidarme de todo.
– ¿Y por qué no haces lo que te dicen?
– No me gusta que me mientan. Y no me gusta que me ordenen que cuente mentiras. Si hay un motivo para mantenerla en la oscuridad, quiero oírlo. Si es válido, me retiraré. Pero ella está sufriendo y creo que tiene derecho a saber la verdad.
Lieberman suspiró.
– De nuevo luchando con molinos de viento, ¿eh? ¿Sabes cómo te llamábamos aquí? Don Quijote. ¿Por qué no te ahorras una úlcera y te vas a casa?
– O se que no me ayudarás.
– No porque no quiera. Pero no sé nada.
– ¿Puedes decirme por qué ha ido Potter a Comisaría en tu puesto?
– Vale, eso sí. Esta mañana me llamaron de arriba para decirme que Potter llevaría el caso y que yo no debía mezclarme.
– ¿Cómo de arriba?
– Mucho.
– ¿Cómo arreglaron su puesta en libertad?
– A través de la Inteligencia británica, creo.
– ¿Es un esfuerzo conjunto?
– Saca tus propias conclusiones.
– ¿Cuál es la participación de Potter?
– ¿Quién sabe? Es evidente que a la CIA le interesa tu viuda.
– ¿Has estudiado el caso Fontaine?
– Brevemente. Antes de que me retiraran de él.
– ¿Qué te parece?
– Que el cargo de asesinato tenía lagunas importantes. Un buen abogado lo habría destrozado.
– ¿Y de la muerte del marido?
– Irregular.
– ¿Sabías algo de Eve Fontaine?
– No mucho. Me han dicho que compró su casa hace un año. Que vivía muy recluida. Pasaba todo su tiempo en Margate. Pero seguro que tú sabes mucho más que yo. ¿No dices que la viuda está en tu habitación?
– Así es. En mi vieja pensión de Baker Street.
– Ah, en Kenmore -Lieberman archivó la información sin cambiar de expresión-. ¿Qué clase de mujer es?
Nick pensó un momento.
– Callada -dijo al fin-. Inteligente. Y en este momento muy confusa.
– He visto la foto de su pasaporte. No me pareció… muy especial.
– A mucha gente no se lo parece.
– ¿Puedo preguntar cuál es tu interés?
– No.
Lieberman sonrió.
– Mira, Nick; yo no sé nada más. Si descubro algo, te llamaré. ¿Cuánto tiempo estarás en Kenmore?
Nick se puso en pie.
– Unos días, supongo.
– ¿Y Sarah Fontaine se quedará contigo?
Nick no tenía respuesta para eso. Si de él dependía, Sarah volvería a Washington enseguida. Solo imaginarla sola en su habitación bastaba para ponerlo nervioso. La propietaria de Kenmore, una vieja conocida, le había asegurado que sus dos musculosos hijos se ocuparían de resolver cualquier problema, pero estaba ansioso por regresar. No podía apartar de su mente la terrible muerte de Eve.
– Si Sarah se queda en Londres, yo también -dijo.
Se estrecharon la mano.
– A propósito -preguntó Nick-, ¿has oído hablar de un tal Magus?
El rostro de Lieberman no se alteró.
– No me suena de nada.
Nick se detuvo en el umbral.
– Una última cosa. ¿Puedes darle un mensaje a Roy Potter?
– De acuerdo.
– Dile que retire a sus sabuesos. O por lo menos que nos sigan a una distancia más discreta.
Lieberman frunció el ceño.
– Se lo diré. Pero yo en tu lugar me aseguraría de que son ellos los que te siguen. Porque si no lo son, la alternativa puede ser bastante menos agradable.
– ¿Menos agradable que la CIA? -preguntó Nick-. Lo dudo.
Cuando Nick regresó a su habitación en la pensión Kenmore, encontró a Sarah dormida. Se había tumbado en la cama, con el rostro sobre la almohada y el brazo caído a un lado. Las gafas habían caído al suelo y el sol iluminaba su pelo cobrizo.
La miró con atención. Fuera cual fuera la razón, a él le parecía muy hermosa.
No en el sentido clásico. No como Lauren, su ex mujer, quien, con su pelo moreno y sus ojos verdes hacía volver la cabeza a la gente.
La mujer que tenía delante no se parecía nada a Lauren. A Sarah le maravillaba que un hombre como Geoffrey se hubiera casado con ella. Pero no estaba dispuesta a abandonar a su marido. Quería creer en él. Y curiosamente, aquella lealtad hacia Geoffrey era lo que más le gustaba de ella.
Se volvió hacia la ventana. En la calle había un coche negro aparcado. La CIA seguía vigilándolos. Saludó con la mano, pensando cómo podía haber caído tan bajo el espionaje. Después cerró las cortinas y se tumbó en la otra cama.
La luz del día resultaba desconcertante. Estaba cansado, pero solo podía cerrar los ojos y pensar. ¿Por qué se había colocado a sí mismo en aquella posición? Lo inteligente sería irse a casa y dejar que la CIA se ocupara de todo. Pero si le ocurría algo a Sarah, nunca se lo perdonaría.
Se fue quedando dormido poco a poco. Una visión se coló en sus sueños: una mujer de ojos color ámbar. Deseaba tocarla, pero sus manos se enredaron en el pelo de ella. Sarah. ¿Cómo era posible que alguien no la considerara hermosa? El rostro de ella se difuminó y se quedó solo. Como siempre.
En una de las salas de Roy Potter sonó una voz por la radio.
– O'Hara salió del despacho de Lieberman hace cuarenta minutos -dijo un agente-. Ha vuelto a Kenfmore. Hace una hora que no veo a la mujer. Las cortinas están corridas. Creo que se han acostado.
– Y seguro que no para dormir -murmuró Potter a su ayudante.
El agente Tarasoff apenas sonrió. El agente Tarasoff no tenía sentido del humor. Vestía correctamente y hasta el modo en que comía su sandwich de ternera asada resultaba aburrido. Daba mordiscos pequeños y se limpiaba los dedos entre uno y otro. Potter, por otra parte, comía como una persona normal… sin demasiada pulcritud. Tragó el último bocado y tomó el micrófono.
– Vale, chicos; no os mováis y enteraros de quién pasa por ahí.
– Sí, señor.
– ¿Qué tal estáis situados?
– No podemos quejarnos. Hay un pub en la acera de enfrente.
– ¿Os ha visto ya?
– Me temo que sí. Antes nos hizo un gesto obsceno.
– ¿Ya? ¿Qué le hicisteis? ¿Ir a presentaros?
– No, señor; nos vio cuando salimos de Comisaría.
– Vale. Es la una y media. Dentro de dos horas podéis retiraros.
Dejó el micrófono y lanzó a la papelera el papel que envolvía antes el sandwich; falló por mucho, pero no le apetecía levantarse.
Tarasoff se incorporó y tomó el papel.
– ¿Qué piensa de todo esto, señor Potter?
El interpelado se encogió de hombros.
– No estoy muy seguro.
– ¿Cree que ese tal O'Hara pueda ser espía de alguien?
Potter lanzó una carcajada.
– ¿O'Hara? No, demasiao honrado. La clase de hombre que se pasa el día preocupándose por ballenas muertas o esas cosas -miró el sandwich a medio comer del otro-. ¿Piensas terminar eso?
– No, señor. Puede quedárselo.
Potter aceptó la sugerencia y dio un mordisco.
– O'Hara no es tonto, pero es pura teoría, nada de práctica. Habla cuatro idiomas. No es un mal diplomático, pero no vive en el mundo real.
– ¿Pero por qué se ha mezclado en esto? No tiene sentido.
– ¿Nunca has estado enamorado?
– Estoy casado.
– No, me refiero a enamorado.
– Bueno, sí; supongo que sí.
– Supones. Eso no es amor. Me refiero a algo apasionado, algo que te vuelve loco y te hace arriesgar tu vida. Quizá incluso casarte.
– ¿Está enamorado de Sarah Fontaine?
– ¿Por qué no?
Tarasoff movió la cabeza con gravedad.
– Yo creo que está espiando.
Potter soltó una carcajada.
– No subestimes el poder de las hormonas.
– Eso mismo dice siempre mi mujer -Tarasoff frunció el ceño y miró la manga de la chaqueta de su superior-. Será mejor que se limpie esa mostaza.
Potter miró la gota amarilla de su manga. Día nuevo, mancha nueva. Buscó una servilleta y acabó conformándose con un trozo de folio.
Lo arrojó a la papelera. Falló. Se levantó de la silla con un gruñido. Estaba levantando el papel cuando se abrió la puerta.
– ¿Sí? -preguntó. Luego, guardó silencio.
Tarasoff se volvió y miró al hombre que había en el umbral. Era Jonathan Van Dam.
Potter carraspeó.
– Señor Van Dam. No sabía que estaba en Londres.
El recién llegado se sentó en la silla que ocupaba antes Potter y apartó unos vasos de plástico de la mesa antes de colocar su maletín sobre ella.
– Siento curiosidad sobre un tema. Habíamos intervenido el teléfono de Sarah Fontaine… ¿y sabe lo que ocurrió hace unos días? Recibió una llamada de su esposo. Toda una hazaña, ¿no le parece? ¿O las comunicaciones han mejorado tanto?
Potter y Tarasoff se miraron.
– Señor, puedo explicar… -dijo el primero.
– Sí -repuso Van Dam, muy serio-. Creo que debe hacerlo.
Nick y Sarah ofrecían el rostro al viento en los altos acantilados de Margate. Las gaviotas se lanzaban desde el cielo y sus gritos cortaban el aire como plañideras. El sol brillaba con fuerza y relucía como cristales rotos. Hasta Sarah empezaba a cobrar vida bajo aquel toque mágico.
Desde que saliera de Londres esa mañana, se había quitado la chaqueta y la bufanda. Ataviada ahora con una camisa de algodón blanca y la falda gris, se detuvo bajo el sol y levantó el rostro hacia él. Estaba viva. Un hecho que había olvidado a menudo en las dos últimas semanas.
– ¿Sarah? -Nick le tocó el brazo y señaló al sendero. Con su camisa y pantalones desgastados parecía más un pescador que un burócrata-. ¿Falta mucho?
– No. Está encima de la colina.
El hombre echó a andar y ella lo observó. No conocía todavía sus razones para estar allí pero se fiaba de él. Era un amigo, y aquello era lo único que importaba.
Nick miró hacia atrás. No había rastro de ningún perseguidor. Estaban solos.
– Me pregunto por qué no nos siguen.
– A lo mejor se han cansado.
– Bien, sigamos.
– No te gusta la CIA, ¿verdad? -preguntó ella.
– No.
– ¿Por qué?
– No me fío de ellos. Y de Roy Potter el que menos.
– ¿Qué te hizo el señor Potter?
– A mí nada. Excepto quizá enviarme de vuelta a Washington.
– ¿Tan malo es Washington?
– No es el lugar ideal para la carrera diplomática.
– ¿Cuál lo es?
– Los lugares calientes. Sudáfrica. África.
– Pero tú estabas en Londres.
– No fue mi primera opción. Me ofrecieron Camerún, pero tuve que rechazarlo.
– ¿Por qué?
– Por Lauren. Mi ex mujer.
– Ah.
La joven se preguntó qué había fallado entre ellos. ¿Rutina? ¿El aburrimiento? No podía imaginar que nadie se aburriera de Nick. Era un hombre de muchas capas, cada una más compleja que la anterior. ¿Podía llegar a conocerlo una mujer?
Cruzaron en silencio la fila de buzones y vieron la casa blanca detrás de la valla de madera. El jardinero viejo no estaba a la vista.
– Es ahí -dijo ella.
– Vamos a ver si hay alguien -repuso Nick. Se acercó a llamar al timbre, pero no hubo respuesta-. Creo que está vacía. Mejor.
– ¿Nick? -lo siguió a la parte de atrás y lo encontró moviendo el picaporte.
La puerta se abrió lentamente. La luz del sol iluminó el suelo de piedra pulida. A sus pies yacía un trozo de plato de porcelana. No se veía nada más fuera de su sitio. Los cajones de la cocina estaban cerrados. En la ventana había dos plantas. El goteo de un grifo era lo único que se oía.
– Espera aquí -le susurró Nick
Desapareció en la habitación siguiente y ella miró a su alrededor. Se hallaba en el corazón de la casa. Allí cocinaba Eve y Geoffrey y ella reían juntos. La estancia parecía resonar todavía con su presencia. Y ella era una intrusa allí.
– ¿Sarah? -la llamó Nick desde el umbral-. Ven a ver esto.
Lo siguió a la sala de estar. En los estantes había libros encuadernados en piel. Figuritas de china decoraban la chimenea. En el hogar había todavía cenizas. Solo habían tocado un escritorio. Habían vaciado los cajones y roto y tirado al suelo un montón de correspondencia.
– El robo no fue el motivo -dijo él, señalando las figuritas antiguas de la chimenea-. Creo que buscaban información. Una agenda, quizá. O un número de teléfono.
La joven miró a su alrededor. Un poco más allá vio una puerta abierta. Una fascinación inexplicable y dolorosa la atrajo hacia ella. Sabía lo que había más allá, pero no podía detenerse.
Era el dormitorio. Miró la colcha de flores de la cama doble con los ojos llenos de lágrimas. Era la cama de otra mujer. ¿Cuántas noches había pasado Geoffrey allí? ¿Cuántas veces habían hecho el amor? ¿La echaba de menos cuando no estaba allí?
Eran preguntas que solo él podía contestar. Tenía que encontrarlo o nunca sería libre.
Salió de la casa llorando y un momento después miraba el mar desde el acantilado. Apenas oyó los pasos de Nick acercarse.
Pero sintió las manos de él posarse con suavidad en sus hombros. No habló; se limitó a acompañarla en silencio. Y eso era lo que ella necesitaba.
Después de un rato, se volvió hacia él.
– Tengo que encontrar a Geoffrey -dijo-. Y tú no puedes venir conmigo.
– No puedes ir sola. Mira lo que le ocurrió a Eve.
– No me quieren a mí. Quieren a Geoffrey. Y yo soy su único vínculo. No me harán nada.
– ¿Y cómo vas a encontrarlo?
– Me encontrará él.
Nick movió la cabeza.
– Eso es una locura. No sabes a lo que te enfrentas.
– ¿Y tú sí? Si lo sabes dímelo.
Nick no contestó. Se limitó a mirarla con ojos que se habían oscurecido hasta adquirir una tonalidad a plata manchada.
Sarah se volvió y echó a andar, y él la siguió con las manos en los bolsillos. Se detuvieron ante los buzones, donde Whitstable Lane se fundía con el sendero del acantilado.
Un cartero se llevó una mano a la gorra y se alejó con su bici por el camino. Acababa de entregar el correo. Sarah metió la mano en el buzón del número 25. Había otra catálogo y tres facturas, todas dirigidas a Eve.
– No las necesitará -comentó Nick.
– No, creo que no -guardó las facturas en el bolso-. Esperaba que hubiera algo más…
– ¿Qué? ¿Que le hubiera escrito una carta? No sabes ni por dónde empezar, ¿verdad?
– No -confesó ella-. Pero lo encontraré -añadió con terquedad.
– ¿Cómo? No olvides que la CIA te está esperando.
– Los despistaré como sea.
– ¿Y luego qué? ¿Y si el asesino de Eve decide ir en tu busca? ¿Crees que puedes lidiar con él sola?
La mujer echó a andar por el sendero. Nick la tomó por el brazo y la volvió hacia él.
– ¡Sarah! ¡No seas estúpida!
– ¡Tengo que encontrar a Geoffrey!
– Pues déjame ir contigo.
– ¿Por qué? -gritó ella.
La respuesta la pilló desprevenida. Nick la tomó en sus brazos y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar la besó con fuerza en la boca. El grito de las gaviotas se difuminó, y el viento pareció transportarla lejos, hasta hacerle perder la noción de dónde se hallaba. Lo abrazó a su vez y abrió los labios. Ya no importaba nada que no fuera el sabor de la boca de él, el olor del mar sobre su piel.
Los gritos de las gaviotas cobraron fuerza a medida que se imponía la realidad. Sarah se soltó. A juzgar por su expresión, Nick parecía tan sorprendido como ella.
– Supongo que por eso -musitó.
La joven movió la cabeza confusa. La había besado. Había sido tan rápido, tan inesperado, que no podía entender lo que implicaba. Pero sabía una cosa: ella lo deseaba. Y el deseo crecía a cada minuto que pasaba.
– ¿Por qué has hecho eso?
– Ha ocurrido sin más. Yo no pretendía… -se volvió-. ¡No, maldición! Lo retiro. Yo sí quería.
Sarah se retiró, más confusa que nunca. ¿Qué le ocurría? Solo unos días atrás creía estar locamente enamorada de Geoffrey. Y en ese momento Nick O'Hara era el único hombre que deseaba. Todavía podía saborear sus labios, sentir sus manos abrazándola, y no dejaba de pensar en lo maravilloso que sería volver a besarlo. En esas condiciones, lo mejor sería no tenerlo cerca.
– Por favor, Nick -dijo-. Vuelve a Washington. Tengo que encontrar a Geoffrey y tú no puedes venir conmigo.
– ¡Espera, Sarah!
Pero ella se alejaba ya.
En silencio, como dos extraños, fueron hasta el coche alquilado por Nick, que estaba aparcado en una calle de tiendas pequeñas. Detrás del vehículo estaba el mismo Ford negro que los había seguido desde Londres.
La silueta de uno de los agentes resultaba visible contra el cristal oscuro. Sarah miró a través del parabrisas al pasar; no había ningún movimiento dentro del coche. Nick también lo notó. Se detuvo y golpeó la ventanilla. El agente no se movió ni habló. ¿Estaría dormido? Era difícil saberlo a través del cristal oscuro.
– ¿Nick? -susurró ella-. ¿Crees que le pasa algo?
– Sigue andando -contestó él con suavidad-. Quiero que entres en el coche y no te muevas.
– Nick…
Este se acercaba al Ford con cautela. La curiosidad la impulsó a seguirlo. El agente seguía sin moverse. Nick vaciló un segundo y abrió la puerta del acompañante.
Los hombros del agente cayeron hacia un lado. Un brazo cayó del coche hacia la calle. Nick retrocedió horrorizado cuando unas gotas rojo brillante mancharon la acera.