Tres

El día olía a flores. Sobre la hierba, a los pies de Sarah, había un montículo de claveles, gladiolos y lilas. Su olor le provocaría náuseas durante el resto de su vida. Le recordaría aquella colina, las lápidas entre la hierba y la niebla que envolvía el valle inferior. Y sobre todo le recordaría el dolor. Todo lo demás… las palabras del ministro, el apretón de la mano de Abby en torno a su brazo, las gotas de lluvia fría sobre el rostro… apenas lo sentía.

Se forzó por no mirar el agujero de tierra a sus pies y fijó la vista en la colina al otro lado del valle. A través de la niebla se adivinaba un leve tono rosado. Los cerezos estaban en flor. Pero la visión la entristeció aún más. Geoffrey no vería aquella primavera.

La voz del ministro se convirtió en un zumbido irritante. La lluvia nubló las gafas de Sarah; se cerraba la niebla, apartándola del mundo. Un tirón repentino de Abby la devolvió a la realidad. Habían bajado el ataúd. Vio que la gente la miraba, esperando. Eran sus amigos, pero con el dolor apenas los reconocía. Hasta Abby le resultaba una extraña en ese momento.

Se agachó automáticamente y tomó un puñado de tierra. Estaba mojada y olía a lluvia. La arrojó a la tumba. El ruido sobre el ataúd le causó un sobresalto.

Los rostros pasaban ante ella como fantasmas en la niebla. Sus amigos hablaban con suavidad, pero ella no prestaba atención. El olor de las flores invadía sus sentidos, y no fue consciente de nada más hasta que miró a su alrededor y vio que los demás se habían ido. Solo quedaban Abby y ella ante la tumba.

– Está empezando a llover más fuerte -dijo su amiga.

Sarah levantó la vista y vio las nubes que descendían sobre ellas como un manto frío de plata. Abby le pasó un brazo por los hombros y tiró de ella hacia el aparcamiento.

– Las dos necesitamos una taza de té -dijo. Era su remedio predilecto para todo. Había sobrevivido a un divorcio y la marcha de sus hijos a la universidad a base de Earl Grey-. Una taza de té y podremos charlar.

– Me apetece un té -confesó Sarah.

Echaron a andar tomadas del brazo.

– Sé que ahora esto no significa nada para ti -dijo Abby-, pero el dolor pasará. Te lo aseguro. Las mujeres somos fuertes en ese terreno. Tenemos que serlo.

– ¿Y si yo no lo soy?

– Lo eres. No lo dudes.

Sarah movió la cabeza.

– Ahora dudo de todo. Y de todos.

– De mí no, ¿verdad?

La joven miró el rostro amplio de Abby y sonrió.

– No. De ti no.

– Me alegro. Cuando llegues a mi edad, verás que todo es… -se detuvo de repente. Sarah siguió la dirección de su mirada.

Un hombre se acercaba a ellas a través de la niebla.

Sarah miró su pelo moreno y su gabardina gris mojada. Era evidente que llevaba un rato a la intemperie, seguramente todo el funeral. El frío había enrojecido su rostro.

– ¿Señora Fontaine?

– Hola, señor O'Hara.

– Sé que es un mal momento, pero llevo dos días intentando hablar con usted. No ha devuelto mis llamadas.

– No.

– Tengo que hablarle. Ha ocurrido algo y creo que debería saberlo.

– Sarah, ¿quién es este hombre? -preguntó Abby.

Nick se volvió hacia ella.

– Nick O'Hara. Soy del Departamento de Estado. Si no le importa, me gustaría hablar un momento a solas con la señora Fontaine.

– Quizá ella no quiera hablar con usted.

El hombre miró a Sarah.

– Es importante.

La joven vaciló.

– Por favor, señora Fontaine.

Sarah asintió al fin con la cabeza.

– Estaré bien -le dijo a Abby.

– Pero no podéis quedaros aquí charlando. Dentro de un momento lloverá a cántaros.

– Puedo llevarla a casa -se ofreció Nick. Vio la mirada dudosa de Abby-. En serio. No soy mala persona. La trataré bien.

Abby abrazó a su amiga.

– Te llamaré esta noche. Y desayunaremos juntas mañana.

Se alejó de mala gana hacia su coche.

– Parece una buena amiga -comentó Nick.

– Llevamos años trabajando juntas en el mismo laboratorio.

Nick miró el cielo, que estaba oscuro por las nubes.

– Su amiga tiene razón. Va a llover en serio. Vamos. Mi coche está por aquí.

Le tocó la manga con gentileza y ella se adelantó mecánicamente, dejándose guiar hasta el asiento delantero del coche. Nick se sentó a su lado y cerró la puerta. Permanecieron un momento en silencio. El vehículo era un Volvo viejo, práctico, un modelo elegido para transporte y nada más. De algún modo, encajaba con él. En el interior hacía todavía algo de calor y las gafas de Sarah se empañaron. Se las quitó y se volvió a mirarlo. Vio que tenía el pelo mojado.

– Debe tener frío -dijo él-. La llevaré a casa.

Puso el motor en marcha y una ráfaga de aire salió de la calefacción.

– Esta mañana hacía muy buen tiempo -comentó la mujer, viendo caer la lluvia.

– Es impredecible. Como todo lo demás.

Guió el coche hacia la autopista en dirección a la ciudad. Era un conductor tranquilo, de manos firmes. De los que suelen correr pocos riesgos. Sarah se recostó en el asiento, disfrutando del aire caliente.

– ¿Por qué no me ha llamado? -preguntó él.

– Ha sido una grosería por mi parte. Perdone.

– No ha contestado a mi pregunta. ¿Por qué?

– Porque no quería oír más especulaciones sobre Geoffrey ni sobre su muerte.

– ¿Ni siquiera los hechos?

– Usted no me dio hechos, señor O'Hara. Solo suposiciones.

El hombre miraba la carretera con aire sombrío.

– Ahora tengo hechos, señora Fontaine. Solo me falta un nombre.

– ¿De qué está hablando?

– Su marido. Dijo usted que lo conoció hace seis meses en una cafetería. Debió enamorarse enseguida, ya que se casaron cuatro meses después, ¿no es así?

– Sí.

– No sé cómo decirle esto, pero el verdadero Geoffrey Fontaine murió hace cuarenta y dos años. De niño.

Sarah no podía creer lo que oía.

– No comprendo…

Nick no la miró; siguió hablando con la vista fija en la carretera.

– El hombre con el que se casó tomó el nombre de un niño muerto. Es bastante fácil. Buscas el nombre de un bebé que muriera alrededor del año en que naciste tú. Pides una copia de la partida de nacimiento y con ella puedes solicitar un carnet de identidad y hacerte con los demás papeles. Te conviertes en aquel niño ya mayor. Una identidad nueva. Una vida nueva.

– Pero… ¿cómo sabe usted eso?

– En la actualidad queda rastros de todo en los ordenadores. Después de algunas investigaciones, descubrí que Geoffrey Fontaine no hizo el Servicio Militar obligatorio ni asistió a ninguna escuela. Ni siguiera tuvo cuenta bancaria hasta hace un año, en el que su nombre apareció de repente en una docena de lugares distintos.

Sarah se quedó sin aliento.

– ¿Entonces quién era? -susurró al fin-. ¿Con quién me casé?

– No lo sé.

– ¿Por qué? ¿Por qué querría empezar una nueva vida?

– Se me ocurren muchas razones. Lo primero que pensé fue que lo buscaban por algún delito. Pero pasé sus huellas dactilares por el ordenador del FBI y no estaba en sus listas.

– Entonces no era un criminal.

– No hay pruebas de que lo fuera. Otra posibilidad es que estuviera en algún programa de protección de testigos y le dieran ese nombre para protegerlo. Para mí es difícil comprobar eso. Los datos son muy secretos. Aunque eso nos daría un motivo para su asesinato.

– ¿Quiere decir que pudo encontrarlo la gente contra la que declaró?

– Exacto.

– Pero me lo habría contado.

– Por eso me inclino más por otra posibilidad. Quizá usted pueda confirmarla.

– Continúe.

– ¿Y si el nuevo nombre y la nueva vida de su marido eran parte de su trabajo? Quizá no huía, sino que lo habían enviado aquí.

– Quiere decir que era un espía -dijo ella con suavidad.

Nick la miró y asintió con la cabeza. Sus ojos eran tan grises como las nubes tormentosas del exterior.

– No me lo creo -dijo ella-. No me creo nada.

– Es cierto. Se lo aseguro.

– ¿Y por qué me lo cuenta? ¿Cómo sabe que no soy su cómplice?

– Creo que está usted limpia, señora Fontaine. He visto su ficha…

– Oh, ¿yo también tengo una ficha?

– Tuvieron que investigarla para su trabajo, ¿recuerda? Por supuesto que tiene una ficha.

– Por supuesto.

– Pero no es eso solo lo que me hace pensar que está limpia. También mi intuición. Convénzame de que estoy en lo cierto.

– ¿Cómo? ¿Quiere que pase por el detector de mentiras?

– Empiece por hablarme de Geoffrey y usted. ¿Estaban enamorados?

– Por supuesto.

– ¿Luego fue un matrimonio real? ¿Tenían… relaciones?

La joven se ruborizó.

– Sí. Como cualquier pareja normal. ¿Quiere saber la frecuencia? ¿Cuándo?

– No estoy jugando. Me estoy jugando el cuello por usted. Si no le gusta mi método, quizá prefiera a la CIA.

– ¿No se lo ha dicho?

– No -levantó la barbilla en un gesto de terquedad-. No me gusta su modo de actuar. Puede que me castiguen por ello.

– ¿Y por qué se arriesga?

Nick se encogió de hombros.

– Curiosidad. Y quizá una oportunidad de ver lo que puedo hacer solo.

– ¿Ambición?

– Supongo que en parte sí. Además… -la miró y sus ojos se encontraron. Guardó silencio.

– ¿Además qué? -preguntó ella.

– Nada.

La lluvia dejaba regueros en el parabrisas. Nick dejó la autopista y entró en el tráfico de la ciudad. A Sarah solía ponerla nerviosa viajar por la ciudad en hora punta, pero ese día se sentía extrañamente segura. Todo en aquel hombre hablaba de seguridad… la firmeza de sus manos en el volante, el calor de su coche, el timbre bajo de su voz. Era fácil imaginar lo segura que debía sentirse una mujer en sus brazos.

– Pero ya puede ver que tenemos muchas preguntas sin responder -dijo él-. Tal vez usted conozca algunas respuesta.

– No tengo respuestas.

– Empecemos por lo que sabe.

La joven movió la cabeza, confusa.

– ¡Estuve casada con él y ni siquiera conozco su verdadero nombre!

– Todo el mundo, incluidos los mejores espías, cometen errores. Tuvo que bajar la guardia en algún momento. Quizá te dijo algo que no conseguías explicarte. Piensa.

Sarah se mordió el labio. No pensaba en Geoffrey, sino en Nick. La había tuteado.

– Aunque hubiera algo, seguramente yo no le di importancia.

– ¿Por ejemplo?

– Oh, creo que un par de veces me llamó Eve. Pero luego se disculpó enseguida. Dijo que era el nombre de una antigua novia.

– ¿Y familia? ¿Amigos? ¿Hablaba de ellos?

– Decía que nació en Vermont y se crió en Londres. Sus padres eran gente de teatro. Están muertos. Nunca hablaba de otros parientes. Siempre parecía… autosuficiente. No tenía amigos íntimos. Por lo menos nunca me presentó a nadie.

– He investigado su trabajo. Aparecía en la nómina del Banco de Londres. Tenía una mesa en algún despacho. Pero nadie recuerda qué hacía exactamente.

– O sea que ni siquiera eso era real.

– Eso parece.

Sarah se hundió más en su asiento. Quería llegar a su apartamento y tomar una taza de té. Miró por la ventanilla. Connecticut Avenue brillaba bajo la lluvia. El chaparrón había arrancado la mitad de las flores de los cerezos; el primer asomo de primavera no había durado mucho.

Se detuvieron delante de su apartamento y Nick dio la vuelta al coche para abrirle la puerta. Era un gesto curioso, de los que solía tener Geoffrey, galante y poco práctico. Cuando entraron en el vestíbulo estaban los dos empapados. La lluvia aplastaba el pelo de él en rizos oscuros sobre la frente.

– Supongo que tiene más preguntas -suspiró ella, avanzando hacia la escalera.

– Si me está preguntando si quiero subir, la respuesta es sí.

– ¿A tomar un té o a interrogarme?

El hombre sonrió.

– Un poco de ambas cosas. Me ha costado tanto encontrarla, que tengo que aprovechar.

Llegaron al segundo piso. La joven estaba a punto de decir algo, pero se quedó paralizada. La puerta de su apartamento estaba abierta.

Retrocedió instintivamente, asustada de lo que pudiera haber más allá. Cayó contra Nick y le apretó un brazo sin palabras. El hombre miró la puerta abierta con rostro tenso. De la puerta abierta salía luz hacia el pasillo.

Nick le hizo señas de que permaneciera donde estaba y se acercó a la puerta con cautela. Sarah empezó a seguirlo, pero él le lanzó una mirada de advertencia tal, que retrocedió en el acto.

El hombre permaneció unos segundos en el umbral, mirando a la habitación de más allá. Después entró en el apartamento.

Sarah esperó en el pasillo, asustada por el silencio absoluto. ¿Qué ocurría dentro? Una sombra apareció en el umbral y la miró con terror hasta que descubrió, aliviada, que se trataba de Nick.

– No hay nadie aquí -dijo este.

La joven entró tras él. Se detuvo en la sala de estar, sorprendida por lo que veía; Había esperado encontrar vacíos los lugares de la televisión y la cadena musical. Pero no habían tocado nada. Hasta el reloj antiguo seguía en su sitio en uno de los estantes.

Corrió al dormitorio con Nick detrás. Se acercó directamente al joyero de la cómoda. Allí, sobre terciopelo rojo, estaban sus perlas, como siempre. Cerró la caja y examinó la habitación, la cama doble, la mesilla con la lámpara de china, el armario. Miró a Nick confundida.

– ¿Qué falta? -preguntó él.

– Nada. ¿Puede ser que me dejara la puerta abierta?

El hombre salió del dormitorio al pasillo. Sarah lo encontró acuclillado en el umbral.

– Mire -señaló astillas de madera y fragmentos de pintura blanca-. La han forzado.

– Pero no tiene sentido. ¿Por qué entrar en un apartamento y no llevarse nada?

– A lo mejor no han tenido tiempo -se puso en pie-. Parece usted alterada. ¿Se encuentra bien?

– Estoy… sorprendida.

El hombre le tocó una mano.

– Está congelada. Más vale que se quite esa ropa mojada.

– Estoy bien, señor O'Hara. De verdad.

– Vamos. Quítese el abrigo -insistió él-. Y siéntese mientras hago unas llamadas.

Algo en el tono de su voz la impulsó a obedecer. Se dejó quitar el abrigo y se sentó en el sofá. Tenía la sensación de haber perdido el control de sus acciones. De que Nick O'Hara se había apoderado de su vida solo con entrar en su apartamento. Se levantó en protesta y se dirigió a la cocina.

– ¿Sarah?

– Voy a hacer té.

– No te molestes…

– No es molestia. Creo que los dos lo necesitamos.

Lo vio marcar un número desde la puerta de la cocina. Cuando ponía agua a hervir, le oyó decir:

– ¿Oiga? Con Tim Greenstein, por favor. Soy Nick O'Hara. Sí, esperaré.

La pausa que siguió pareció eterna. Nick empezó a andar adelante y atrás, como un animal enjaulado; primero se quitó la gabardina y luego se aflojó la corbata. Su agitación hacía que pareciera fuera de lugar en una sala tan pequeña y ordenada.

– ¿No debería llamar a la policía? -preguntó ella.

– Eso será lo siguiente. Primero me gustaría una charla informal con el FBI. Si consigo llegar hasta ellos.

– ¿Por qué?

– Hay algo en todo esto que me…

El silbido de la pava apagó sus últimas palabras. Sarah llenó la tetera y llevó la bandeja a la sala, donde Nick seguía esperando en el teléfono.

– ¡Maldición! -murmuró para sí-. ¿Dónde demonios estás, Greenstein?

– ¿Quiere té?

– ¿Hmmm? -se volvió hacia la taza que ella le tendía-. Sí. Gracias.

La joven se sentó en el sofá con otra taza.

– ¿El señor Greenstein trabaja para el FBI? -preguntó.

– No, pero tiene un amigo que… ¿Oiga? ¿Tim? Ya era hora. ¿Ya no contestas al teléfono?

En el silencio que siguió, la cara de Nick y la tensión de sus hombros y espalda le dijeron a Sarah que algo iba mal. Se había quedado lívido.

– ¿Cómo demonios se ha enterado Ambrose? -preguntó, apartando la cara de Sarah.

Otro silencio. La mujer miró su espalda, preguntándose qué clase de catástrofe podía irritar tanto a Nick O'Hara. Hasta ese momento le había parecido un hombre en control de sus emociones. Ya no. Su furia la sorprendió, aunque, en cierto modo, también servía para indicar que era humano.

– Está bien -dijo al teléfono-. Llegaré en media hora. Escucha, Tim, ha surgido algo más. Han allanado el apartamento de Sarah. No, no han tocado nada. ¿Puedes darme el teléfono de tu amigo del FBI? Sí, siento meterte en esto, pero… -se volvió y miró a la joven con preocupación-. Vale. Media hora. Te veré en el despacho de Ambrose -colgó con una mueca.

– ¿Qué ocurre? -preguntó ella.

– Así terminan ocho años gloriosos con el Departamento de Estado -murmuró él; tomó su gabardina con rabia y echó a andar hacia la puerta-. Tengo que irme. Mira, todavía tienes el cerrojo. Úsalo. O mejor aún, vete con una amiga esta noche y llama a la policía. Te llamaré en cuanto pueda.

La mujer lo siguió al pasillo.

– Pero…

– Más tarde -gritó él por encima del hombro.

Se alejó escaleras abajo y Sarah cerró la puerta, echó el cerrojo y miró a su alrededor.

Los ejemplares de Adelantos en Microbiología seguían amontonados en la mesita de café. En la estantería estaba el tazón con pétalos de rosa. Todo estaba como siempre.

No, no todo. Había algo distinto. Pero no podía definir lo que era.

Tardó un rato en descubrirlo. Había un espacio vacío en la estantería. Faltaba la fotografía de su boda.

Un grito de rabia salió de su garganta. Por primera vez desde que entrara sintió furia de que hubieran invadido su casa. Solo era una fotografía, un par de rostros felices sonriendo a una cámara, pero era su posesión más importante. Lo único que le quedaba de Geoffrey. Aunque su matrimonio hubiera sido mera ilusión, no quería olvidar nunca cómo lo había amado. De todas las cosas que había en el apartamento, ¿por qué querría llevarse nadie la fotografía?

El timbre del teléfono la sobresaltó. Seguramente sería Abby, que había prometido llamar. Levantó el auricular.

Lo primero que oyó fue el siseo de una conexión a larga distancia. Se quedó inmóvil. Miró el lugar vacío de la estantería donde solía estar la foto.

– ¿Diga?

– Ven a mí, Sarah. Te quiero.

Un grito brotó de su garganta. La habitación daba vueltas y tendió un brazo en busca de apoyo. El auricular se le cayó de las manos a la alfombra. ¡No podía ser! Geoffrey estaba muerto…

Se arrodilló en el suelo en busca del teléfono, empeñada en seguir oyendo la voz que solo podía pertenecer a un fantasma.

– ¿Diga? ¿Diga? ¡Geoffrey! -gritó.

El eco de la larga distancia había desaparecido. Solo había silencio y, unos segundos después, el ruido de marcar.

Pero había oído suficiente. Todo lo ocurrido en las dos últimas semanas se apagó como si fuera una pesadilla recordada a la luz del día. Nada de eso había sido real. La voz que acababa de oír… una voz que conocía muy bien, sí era real.

Geoffrey estaba vivo.

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