Pitt giró sobre sus talones, se olvidó de Yancy, corrió hasta la esquina, la dobló y se acercó a las llamas que ascendían hasta el cielo. Tras el perfil irregular, los tejados arrancados escupían fuego y el humo entró en sus pulmones cuando se acercó. La gente chillaba y lloraba. Algunas personas permanecían inmóviles, como si estuvieran demasiado confundidas y sin saber qué hacer. Otras corrían de aquí para allá y un tercer grupo se movía sin rumbo fijo. Aún caían cascotes, trozos de madera calcinados y en llamas y cristales que salían disparados como dagas.
Cuando llegó al final de Scarborough Street, el humo le entró en la garganta y notó el calor en la cara. Había varios heridos en la calzada: inmóviles, desplomados y con las extremidades retorcidas. Por todas partes había sangre, madera humeante, ladrillos y cristales. La gente lloraba y pedía ayuda; alguien gritaba. Un perro ladraba sin cesar. Por encima de todo se oía el sonido de las llamas que ascendían en el interior de lo que quedaba de las tres últimas casas de la calle. En medio del calor la madera estalló y las tejas de pizarra salieron disparadas como cuchillos con los bordes muy afilados. El polvo y los cascajos inundaron el aire.
Pitt permaneció inmóvil; intentaba mantener el control y sofocar el horror que sentía en su interior. ¿Alguien había llamado a los bomberos? La madera en llamas seguía cayendo sobre los tejados de la otra acera. ¿Habían avisado a algún médico, a alguien que pudiera prestar ayuda? Avanzó e intentó hallar un poco de orden en medio del terror y del caos. Se veía con claridad gracias al resplandor del incendio.
– ¿Alguien ha avisado a los bomberos? -gritó en medio del estrépito que se produjo cuando se desplomó otra pared-. ¡Hay que sacar de aquí a la gente! -Cogió del brazo a una anciana-. ¡Diríjase al final de la calle! -ordenó con firmeza-. Aléjese del calor. Si se queda aquí le caerán cosas encima.
– Mi marido… -masculló la anciana con la mirada perdida-. Está en la cama. Estaba borracho como una cuba. Tengo que ir a buscarlo. Se quemará.
– En este momento no puede ayudarlo. -Pitt no la soltó. Vio a pocos metros a un joven descalzo que temblaba sin poder controlarse y lo llamó-: ¡Eh, usted! -El joven se volvió-. Llévese a esta mujer. ¡Que todos se alejen! ¡Ayúdeme!
El joven parpadeó. Lentamente se dio por aludido y obedeció. Otras personas también reaccionaron, intentaron ayudar a los heridos y cogieron en brazos a los niños para alejarlos del calor.
Pitt se acercó al cuerpo más cercano que yacía sobre los escombros y se agachó para observarlo con atención. Se trataba de una joven, a medias de espalda y con las piernas bajo el cuerpo. Una sola mirada a la cara le dijo que ya no había manera de ayudarla. Tenía sangre en el pelo y sus ojos desmesuradamente abiertos ya se habían empañado. Se arrodilló a su lado, se le revolvió el estómago y le dolieron las entrañas de ira. La Brigada Especialtendría que haberlo impedido. Aquello no teníanada que ver con el idealismo o el deseo de reformar las cosas,sino con una locura, una falta de humanidad impulsada por laestupidez y el odio.
A pocos metros alguien gemía. No era el momento de entregarse a las emociones, ya que así no ayudaba a nadie. Pitt se puso en pie y se acercó a la persona que se quejaba. Hacía cada vez más calor. Parpadeó y volvió la cabeza para protegerse de la ceniza que el aire arrastraba. Las tejas de pizarra seguían deslizándose y caían sobre la acera o la calzada. Llegó a la persona que gemía: una mujer mayor con la pierna fracturada en varias partes y una herida en el brazo, de la que manaba sangre. Sin duda sentía mucho dolor, pero era la pérdida de sangre lo que la asustaba.
– Se pondrá bien -aseguró Pitt con convicción. Le arrancó un trozo de enagua y le vendó el brazo. Quizá lo había apretado demasiado, pero era necesario detener la hemorragia. Seguramente alguien había ido a buscar a un médico-. Ya está. -Pitt se incorporó, se agachó y ayudó a la mujer a ponerse de pie. Era pesada, se movía con torpeza y estuvo a punto de perder el equilibrio-. Apóyese en mí y la llevaré hasta la calle principal.
La mujer se lo agradeció y avanzaron juntos. Tras dejarla con una vecina, Pitt se volvió hacia la calle y vio a Victor Narraway frente a las llamas. Estaba delgado como siempre, anguloso, con el pelo de punta y la cara manchada de hollín y teñida de rojo por el reflejo del incendio.
La primera reacción de Pitt fue de incredulidad.
– ¿Cómo lo ha hecho para enterarse tan pronto? -preguntó a gritos en medio del estrépito-. ¿Sabía que ocurriría?
– ¡No, por supuesto que no, insensato! -espetó Narraway y se acercó-. ¡Lo he seguido!
– ¿Qué ha dicho? -A Pitt le costó entenderlo-. ¿Por qué? ¿Pensó que no lo conseguiría?
Otra casa se desplomó hacia dentro y las llamaradas ascendieron como la erupción de un volcán. El estallido echó a Pitt y a Narraway hacia atrás y el calor les dio de lleno en la cara. Pitt tropezó con una viga y con el cadáver de un hombre. Narraway evitó que cayera porque lo agarró del brazo, pero a punto estuvo de sacarle el hombro de sitio. Se incorporó con dificultades.
Llegó el primer coche de bomberos; los caballos jadearon con los ojos en blanco y al cochero le costó dominarlos. Inmediatamente después apareció otro, pero bastó una mirada para saber que era inútil tratar de sofocar los incendios. Lo único que podían hacer era evitar que las llamas se propagasen por las calles adyacentes.
Un joven con un maletín en la mano se abría paso en medio de los escombros y de vez en cuando se agachaba.
Narraway gritó algo, pero Pitt no entendió qué decía. Meneó la cabeza y echó a andar hacia un lugar en el que el hombre, al parecer médico, intentaba ayudar a alguien a ponerse en pie, aunque pesaba demasiado.
Pitt ayudó mientras hubo algo que hacer. Vio que Narraway iba y venía. Varias veces registraron juntos los escombros en busca de personas que siguieran vivas; apartaron las maderas, los ladrillos rotos y los cristales. Narraway era más fuerte de lo que Pitt suponía a juzgar por su cuerpo delgado, sabía cómo mantener el equilibrio y se dejaba llevar por su fuerza de voluntad.
Al final apagaron las llamas y el ruido de las paredes que caían disminuyó. Más gente echó una mano. Tuvo la impresión de que carros y carretas se llevaban a los heridos y posiblemente también a los muertos. En numerosas ocasiones, Pitt vislumbró el reflejo de la luz roja en los botones lustrados o en la forma alta y familiar del casco policial. Solo cuando se alejó un poco del desastre comprobó consternado que ya no veía la reconfortante panorámica de unas cuantas semanas atrás.
Permaneció junto a un carro lleno de escombros y vio a Narraway al otro lado, a un par de metros. Sin decir palabra, el jefe le ofreció una taza de hojalata llena de agua. Pitt intentó hablar, pero no consiguió articular palabra. Cogió la taza, bebió y finalmente masculló:
– Gracias.
La noche había caído por completo y solo se veía el resplandor rojizo de las llamas de dos casas que todavía ardían. Los bomberos habían remojado nuevamente los tejados, pero los incendios no se habían extendido.
Narraway cogió la taza y se la llevó a los labios. Pitt se sobresaltó al ver que le temblaba la mano. Su superior tenía la piel manchada de sangre y ceniza y, por primera vez desde que lo conocía vio miedo en su mirada.
No se trataba de miedo físico. Narraway no era temerario, pero se había acercado sin vacilar a las llamas y a las paredes que se desplomaban y estallaban para rescatar a las personas atrapadas. Pitt no necesitó preguntárselo para saber que era la escalada de la violencia lo que lo asustaba y la reacción que se produciría ante tamaña destrucción. Casi toda la calle estaba prácticamente destruida. Habría que demoler los edificios, allanar el suelo y construir nuevas casas.
Lo más trágico era que había, al menos, cinco muertos y más de veinte heridos, algunos graves. Tal vez algunos de ellos morirían. En esa ocasión no había habido un aviso previo y evidentemente habían colocado, como mínimo, el triple de dinamita que en Myrdle Street.La Brigada Especial notenía ni la más remota idea de quién había cometido aquellasalvajada.
Pitt miró a Narraway, que estaba agotado y sucio. Sin duda el cuerpo le dolía tanto como a él, le escocía la piel, le retumbaba la cabeza y notaba los pulmones cerrados y cargados cada vez que aspiraba. Pero, por encima de todo, debía de tener una abrumadora sensación de fracaso. La gente esperaría que lo hubiese evitado. De momentola Brigada Especial nohabía atrapado a nadie. No tenía ni una sola pista. No sabía pordónde empezar, nada que indicase que no volvería a suceder cuandoquisieran los anarquistas.
Narraway volvió a mirarlo. A ambos les habría gustado decir algo, pero la verdad no necesita palabras y las mentiras reconfortantes eran inútiles.
Narraway bebió otro sorbo de agua y pasó la taza a Pitt, que la vació.
– Vuelva a casa -ordenó Narraway y carraspeó-. Esta noche ya no hay nada que hacer aquí.
Pitt pensó que al día siguiente tampoco tendrían nada que hacer, pero deseaba volver a la seguridad de Keppel Street. De pronto lamentó profundamente que su jefe no tuviese un lugar así al que ir, ni nadie que lo quisiera con absoluta certeza. No quiso que éste leyera sus pensamientos.
– Gracias -aceptó quedamente-. Buenas noches.
No se había dado cuenta de que era tan tarde. Estaban a punto de dar las doce cuando abrió la puerta de su casa. En cuanto la cerró, Charlotte, todavía vestida, salió al pasillo y la luz del salón la iluminó por detrás.
– ¡Estoy bien! -exclamó rápidamente al ver la expresión de horror de su esposa-. ¡Solo es suciedad! Se va con agua.
– ¡Thomas! ¿Qué ha…? -Estaba boquiabierta, con una mirada de espanto y las mejillas terriblemente pálidas-. ¿Qué ha pasado?
– Otra explosión -respondió.
Le habría gustado estrecharla entre sus brazos, pero estaba sucio. No solo le mancharía la ropa, sino que le pegaría el olor del fuego.
Charlotte no pensó en ello. Lo rodeó con los brazos, lo abrazó con todas sus fuerzas y lo besó. Le apoyó la cabeza en el hombro y se aferró a Pitt como si quisiera impedir que escapara.
Pitt sonrió y la acarició con delicadeza; por fin estaba a salvo y la tenía en sus brazos. La cabellera de Charlotte se había soltado de las horquillas. Le quitó las pocas que quedaban y las echó al suelo. La melena cayó sobre sus hombros y Pitt hundió los dedos en ella y se regodeó con su suavidad. Era fresca, como la seda, tan resbaladiza y delicada que parecía líquida. Olía bien, como si las llamas, los escombros y la sangre solo fueran producto de su imaginación.
Lamentó la soledad de Narraway y, si lo hubiera pensado, incluso se habría compadecido de Voisey.
Por la mañana Pitt despertó sobresaltado y el silencio del dormitorio resonó en sus oídos. Los recuerdos volvieron a su mente con toda su violencia y dolor. Charlotte ya se había levantado. La luz del día brillaba al otro lado de las cortinas y una franja dorada atravesaba el suelo en el punto donde no estaban totalmente cerradas. Oyó el ruido de cascos de caballos y ruedas en la calle.
Se levantó rápidamente. Su esposa le había dejado ropa limpia en la silla. La vestimenta de la víspera estaba en el lavadero para que el olor no impregnase el dormitorio.
Se afeitó, se vistió y un cuarto de hora después bajó. Le dolían los músculos a causa de los esfuerzos de la noche anterior y tenía más pequeñas heridas y arañazos de los que podía contar, pero había descansado. Había dormido sin pesadillas y tenía hambre.
El reloj de la cocina marcaba las nueve, pero sobre la mesa no estaban los periódicos. Charlotte se volvió desde el fregadero, donde secaba platos, y sonrió.
Gracie salió de la despensa con un cuenco con huevos y le dio los buenos días. Dejó que las mujeres lo mimasen antes de preguntar qué noticias había.
– Malas -comunicó Charlotte mientras Pitt terminaba la tercera tostada con mermelada y se servía otra taza de té.
Charlotte fue a la despensa y regresó con tres diarios. Los dejó sobre la mesa, delante de su marido, y recogió los platos.
En cuanto vio los titulares, se alegró de que Charlotte los hubiese escondido hasta después del desayuno. El periódico de Denoon era el peor. No criticaba a la policía, simplemente reconocía que se trataba de una tarea imposible. Aunque se le dieran más efectivos, armas y la libertad de detener a las personas de las que se sospechaba seriamente, era imposible que pudiese evitar atrocidades como aquella. Para ello la policía debía obtener información antes de que la situación fuera más violenta. Había que saber quién había planificado semejante salvajada y quién defendía unas convicciones que desataban aquella guerra contra la gente corriente de Londres y quizá de todo el planeta.
El editorial era apasionado, simple y con un tono airado que compartiría gran parte de la gente de Inglaterra. La policía, la BrigadaEspecial y el gobierno propiamente dichono estaban en condiciones de decir dónde o cuándo se repetiría otraatrocidad, qué casas serían las siguientes. Era mucho peor que loocurrido en Myrdle Street.
Allí no había muerto nadie. El aviso previo había dado tiempo a evacuar las casas. Esta vez no habían mostrado tanta humanidad. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Sería peor? ¿Más muertos e incendios que sería imposible apagar? Los bomberos no podrían controlar fuegos de mayores dimensiones. No disponían de efectivos suficientes. No había recursos, ni siquiera agua. Se quemarían barrios enteros de Londres.
La posibilidad de una devastación tan atroz exigía medidas extremas para evitarla. El gobierno debía tener competencias para proteger a quienes lo habían elegido y el pueblo tenía derecho a esperar que así fuese. Si hacían falta leyes habría que aprobarlas antes de que fuera demasiado tarde. Lo exigían el honor, el patriotismo y la decencia humana. La supervivencia dependía de que se hiciese.
Pitt esperaba leer algo por el estilo, pero al verlo impreso la realidad se imponía aunque se intentara no verla. Denoon no hablaba detalladamente de la ley que permitiría interrogar a los criados sin que el señor o la señora de la casa lo supiera. Aunque lo hubiese especificado, probablemente la mayoría de las personas no lo habrían considerado siniestro. Los que no tenían nada que ocultar tampoco lo temían. Era muy fácil justificar la utilización de dicha competencia. Era la medida en sí misma la que significaba dar carta blanca al chantaje: la posibilidad de interrogar sin tener que demostrar a ninguna autoridad que existían motivos justificados y el hecho de que el hombre o la mujer de cuyos actos se hablaría, cuya vida íntima, costumbres personales y pertenencias, relaciones y amistades se mencionarían no tendría la posibilidad de negar, explicar o refutar lo que se diría. Un criado podía equivocarse, haber oído solo una parte de la conversación, recordar lo sucedido con inexactitud o, simplemente, repetir cotilleos. Por si eso fuera poco, podía ser rencoroso, deshonesto, ambicioso o, lisa y llanamente, crédulo y manipulable. La ley dejaba en manos de los criados el poder de chantajear al señor o a la señora de la casa mediante una amenaza de traición, ante lo cual no había defensa.
El carácter privado del interrogatorio daba pie a que las posibilidades fueran casi ilimitadas y contra ello no existía la menor salvaguarda.
Levantó la cabeza y advirtió que Charlotte lo observaba.
– Es malo, ¿verdad? -preguntó quedamente su esposa.
– Sí. -Pitt vio en su mirada que también ella comprendía claramente la gravedad de la situación-. Desde luego que lo es.
– ¿Qué podemos hacer?
Pitt se obligó a sonreír al ver que Charlotte se incluía.
– Volveré a la cárcel e interrogaré a los anarquistas detenidos, aunque no creo que puedan ayudar. Francamente, dudo que un miembro de su célula haya cometido esta salvajada. En este atentado han muerto al menos cinco personas. Supongo que se mostrarán más dispuestos a hablar. Tú no hagas nada, a menos que decidas ir a ver a Emily y prestarle un poco de apoyo. -Escrutó el rostro de Charlotte-. Jack es uno de los pocos aliados en los que podemos confiar. Esta situación podría costarle muy cara.
– ¿Su carrera política? -inquirió Charlotte.
– Tal vez.
Charlotte sonrió con tristeza.
– Te agradezco que no hayas fingido. No te habría creído si me hubieras dicho que su carrera política no corre peligro.
Pitt se levantó de la mesa, dio un ligero beso a su esposa y se dirigió hacia la puerta de entrada para ponerse las botas. Sabía que Charlotte seguía de pie en la cocina y aún lo miraba.
En primer lugar, Pitt fue a ver a Carmody. Lo encontró recorriendo de un extremo a otro la celda; estaba tan tenso que le resultaba imposible permanecer sentado. Se volvió en cuanto oyó que la llave giraba en la gran cerradura de hierro, y ya estaba de cara a la puerta cuando Pitt entró. Tenía el pelo pegajoso y su cara pálida y llena de pecas había adquirido un tinte grisáceo.
– ¿Quiénes han sido? -preguntó Carmody en tono acusador-. ¡Es un asesinato! ¿Por qué no lo impidió? ¿Qué le pasa? ¿Quiénes son? ¿Son irlandeses, rusos, polacos o españoles?
– No creo que lo sean -repuso Pitt tan ecuánimemente como pudo-. ¿Quién le ha hablado de la explosión?
– ¡En la cárcel no se habla de otra cosa! -gritó Carmody-. Los carceleros cuentan las horas que faltan para que nos juzguen y nos ahorquen. Nosotros no tenemos nada que ver. Por favor, ya se lo dijimos. Queríamos sacar de en medio al maldito Grover y acabar con la corrupción policial, no matar a los habitantes inocentes.
– Todas las pruebas apuntan a que no se trata de anarquistas extranjeros, ya sea de Europa o de otros lugares.
– ¡No… hemos… sido… nosotros! -chilló Carmody. Le temblaba la voz-. ¿Me ha oído? No es eso lo que queremos ni aquello en lo que creemos. ¡Un atentado es un acto salvaje con el que no tiene nada que ver la libertad, el honor ni la dignidad humanas! Es un asesinato… y nosotros no somos asesinos.
Pitt le creía, pero todavía no podía decírselo.
– Magnus Landsborough está muerto -afirmó y se apoyó en la pared-. Welling y usted permanecen entre rejas. ¿Se le ha cruzado por la cabeza la posibilidad de que el propósito del atentado en Myrdle Street fuera quitarlos del medio?
Carmody estuvo a punto de hablar, pero se contuvo. Su cara perdió el color que le quedaba.
– ¡Por Dios! -exclamó-. ¿Piensa que…? ¡No puede ser! -Meneó la cabeza y negó varias veces, pero era evidente que dudaba. Intentó convencerse a sí mismo y en ningún momento apartó la mirada de los ojos de Pitt.
– ¿Por qué? -preguntó el investigador-. Es posible que en su célula hubiera alguien que tuviera otro plan, un proyecto más violento y decidido. ¡Lo que está claro es que a alguien le interesa esta estrategia!
– ¡No!
La palabra sonó hueca. Carmody comprendía la gravedad de los hechos y a medida que pasaba el tiempo la situación adquiría más sentido, incluso para él. Súbitamente se sentó en el catre, como si las piernas ya no lo sostuvieran.
– Alguien que usted conoce asesinó a Magnus -añadió Pitt en voz baja pero firme-. Alguien lo planificó. Sabía adónde huirían en cuanto estallara la bomba en Myrdle Street y los estaban esperando. Alguien disparó a Magnus y escapó por la parte trasera. Bajó la escalera y pasó por delante de la policía, que lo confundió con uno de los nuestros, que habíamos entrado y perseguíamos a uno de los suyos. Una acción de este tipo requiere preparación, precaución e inteligencia. También exige un buen conocimiento de sus planes. Salvo alguien que quisiera deshacerse del cabecilla y ocupar su lugar, ¿alguien más de su célula quería ver muerto a Magnus?
Carmody se llevó las manos a la cara y se echó el pelo hacia atrás con tanta fuerza que estiró la piel de la frente y tensó sus facciones.
– ¡Esto es una pesadilla!
– No, no lo es -replicó Pitt-. Es real y no despertará como si fuera un sueño. Su única salida es que diga la verdad. ¿Quién asumía la dirección de la célula si a Magnus le ocurría algo? No me venga con que no se lo habían planteado, ya que sería una estupidez. Siempre han tenido presente la posibilidad de que a cualquiera lo atraparan o asesinasen.
– Kydd, Zachary Kydd -contestó Carmody con voz susurrante-. Yo habría jurado que cree en lo mismo que nosotros. ¡Me habría jugado la vida que era así!
– Pues parece que la habría perdido, como les ocurrió anoche a los habitantes de Scarborough Street. -Carmody guardó silencio-. ¿Dónde está Kydd? Tenemos que arrestarlo, a menos que quiera que se produzcan más actos como el de ayer.
Carmody le clavó la mirada con expresión de pesar.
– Me pide que traicione a un amigo.
– No puede ser leal a su amigo y a sus principios a la vez. Tiene que elegir. Incluso guardar silencio es una forma de elegir. Carmody cerró los ojos.
– Su guarida está en Garth Street, en Shadwell, cerca de los muelles. No sé el número, pero está del lado sur y la puerta es marrón.
– Gracias. Ah, algo más. ¿Tendría la amabilidad de describir al viejo que hablaba con Magnus Landsborough? Dígame todo lo que sabe de él.
A regañadientes y con más emoción de la que le habría gustado mostrar, Carmody refirió los encuentros de Magnus con aquel hombre que solo podía ser su padre y las acaloradas conversaciones que habían mantenido. El viejo suplicaba algo, pero siempre obtenía un no por respuesta. Después de esos encuentros Magnus siempre se mostraba retraído. No quería hablar de ello, evidentemente se trataba de algo que le causaba dolor. En dos ocasiones, Carmody también vio a cierta distancia a un hombre más joven, como si siguiera discretamente al viejo, pero no estaba seguro. Estaba claro que recordar aquello lo afectaba. Cuando Pitt se retiró, Carmody estaba tranquilo, sumido en sus tristes recuerdos.
El siguiente encuentro con Voisey sería en el monumento en honor a Turner y, como las otras veces, a mediodía. Cabía esperar que, tras el atentado de la víspera, Voisey acudiera.
Pitt se retrasó cinco minutos; cruzó rápidamente el suelo de mármol blanco y negro. Al ver la figura de Voisey, que miraba nerviosamente a su alrededor y pasaba el peso del cuerpo de un pie al otro, se sintió preocupado pero también divertido y aliviado.
Voisey esperaba que llegase por el otro lado, pero en el último momento se volvió y lo miró. Pareció tranquilizarse y preguntó:
– ¿Es tan malo como dice la prensa?
– Sí. En realidad, empeorará.
– ¿Empeorará? -El tono de Voisey era amargo-. ¿Qué opina? -añadió con sarcasmo-. ¿Qué destruirán dos o tres calles? ¿Tal vez que habrá otro gran incendio de Londres? Podemos considerarnos afortunados de que no fuera peor. Con marea baja, en esta época del año y con la falta de lluvias, anoche podríamos haber perdido la mitad de Goodman's Fields.
– Espere a que el Parlamento se reúna esta tarde -contestó Pitt-. No hacen falta más explosiones para que exija la aprobación inmediata del proyecto, incluida la disposición para interrogar a los criados. ¿Ha leído el editorial de Denoon?
Voisey se volvió y comenzó a caminar, como si permanecer quieto le resultase insoportable.
– Sí, claro que sí. Es su gran oportunidad, ¿no le parece? ¡Aprovecharán el atentado para aprobar la ley! -Era una afirmación más que una pregunta. Pitt tuvo que andar deprisa para darle alcance-. ¿Cree que en el caso de que vuelvan a quemar media ciudad, habrá un genio que pueda reconstruirla tal como está? -inquirió Voisey muy serio. Con la mano señaló la gran catedral y añadió-: Ya sabe que iniciaron la reconstrucción del templo en 1675, solo nueve años después del incendio. La terminaron en 1711.
Pitt permaneció en silencio. Le resultaba imposible imaginar Londres sin St Paul.
Llegaron a la placa en honor de sir Christopher Wren. Voisey leyó la inscripción en voz alta:
– Lector, si monumentum requiris, circumspice. Supongo que no sabe qué significa. -En su tono había una mezcla de admiración y amargura-: «Lector, si busca un monumento mire a su alrededor».
Su expresión era de dolor y respeto y tenía los ojos brillantes.
De repente, Pitt vio una faceta distinta y sorprendente de Voisey: la de un hombre deseoso de dejar huella en la historia, de transmitir algo suyo. No tenía hijos. Había heredado pero no legaría. ¿Cabía la posibilidad de que parte de su odio tuviera que ver con la envidia? Cuando muriese sería como si no hubiera existido. Pitt observó su rostro cuando el parlamentario miró hacia arriba y durante unos segundos le pareció ver un ansia profunda y descarnada.
Sin embargo, sentía que era un entremetimiento, como cuando se pilla a alguien realizando un acto privado, y giró la cabeza.
Su movimiento llamó la atención de Voisey, que inmediatamente volvió a ponerse la máscara.
– ¿Sabe algo de los responsables de la colocación de la bomba?
– Tal vez -respondió Pitt. Notó el odio de Voisey, que había adquirido más profundidad, como si fuera palpable en medio de aquel silencio casi absoluto. Cerca no había nadie y el ligero murmullo de las pisadas distantes era tan tenue que se perdió. Podrían haber estado solos-. El hombre encargado de asumir la dirección si le pasaba algo a Magnus Landsborough se llama Zachary Kydd. Es posible que sea el asesino de Magnus.
– ¿Rivalidades internas? -El desprecio de la expresión de Voisey era evidente.
Pitt se dio cuenta de que estaba a punto de perder los estribos.
– Lo mató alguien que lo conocía, uno de los anarquistas.
– ¿Por qué? -Voisey parecía incrédulo-. ¡No hacía falta deshacerse de Landsborough para colocar una bomba en Scarborough Street!
– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Pitt.
– ¿Por qué demonios iba a hacerlo? ¿Landsborough intentaría impedírselo? -Su incredulidad resultaba mordaz-. ¿Cómo? ¿Avisaría a la policía para que se echase sobre ellos? ¿Está diciendo que alguien de la célula confiaba en la policía?
Pitt dio a su voz un tono de exagerada paciencia:
– Para desencadenar explosiones de ese calibre se necesita mucha dinamita, planificación y personas dispuestas a arriesgar la vida. Tal vez Kydd no podía saberlo hasta arrebatarle el liderazgo a Magnus.
Voisey dudó unos segundos, pero sabía que el de la BrigadaEspecial tenía razón, por lo que no tardóen reconocerlo.
– Kydd -repitió-. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué pretende?
– No lo sé -reconoció Pitt y esbozó una ligera sonrisa. Una sombra oscureció la mirada de Voisey.
Pitt se limitó a esperar.
– El atentado de Scarborough Street le hace el juego a Wetron -apostilló Voisey-. Es lo mejor para sus propósitos. ¿Cree realmente que se trata de una coincidencia?
Pitt llevaba el abrigo puesto y, a pesar de que en la catedral la temperatura era agradable, sintió un escalofrío. Le habría gustado librarse de llegar a esa conclusión y encontrar al menos un motivo convincente por el cual no podía ser cierta, pero no fue así. Preguntó suavemente:
– ¿Cree que él está detrás de todo esto?
Al oír esas palabras fue Voisey quien sonrió.
– Pitt, su capacidad de pensar bien de los demás siempre me sorprende. No debería ser así. A pesar de todo lo que le ha ocurrido, y de lo que le sucedió a su padre; a pesar de todos los años que lleva resolviendo asesinatos y de que últimamente se ocupa de los fanáticos políticos, no deja de ser un ingenuo. Se niega a reconocer la evidente realidad de la naturaleza humana. -Su rostro se ensombreció y exclamó violentamente-: ¡Tonto, por supuesto que Wetron está detrás de todo esto! Se ocupó de que el desgraciado, estúpido e inofensivo Landsborough colocase la primera bomba. Dijo a los integrantes de la célula que nadie resultaría herido. Los jóvenes e insensatos anarquistas, que no saben lo que hacen, que solo protestan contra la corrupción, seguramente estuvieron de acuerdo. Usted atrapó a unos pocos, lo que sin duda era lo que pretendía; estaba todo preparado. La segunda vez fue muy parecida, pero mucho peor. Casi sin pensarlo, todos suponen que se trata de una escalada de la violencia y culpan a los mismos. ¿Y qué ocurre a continuación? El miedo se ha disparado y Denoon alimenta las llamas. Si Wetron no está implicado, es el hombre más incompetente del mundo. Pitt, ¿qué opina? ¿Qué piensan los servicios de información de la policía? ¿Cómo lo interpreta el cerebro de laBrigada Especial?
– Exactamente igual que usted -contestó Pitt-. Hasta qué punto aprovechó la situación y en qué grado la provocó no tiene realmente importancia, siempre y cuando lo conectemos con lo ocurrido y podamos detenerlo.
– ¡Vaya, por fin es pragmático! Demos gracias a Dios. ¿Cómo se propone hacerlo? -Voisey solo titubeó una fracción de segundo-. Por supuesto, tenemos a Tellman, un hombre que dispone de información confidencial.
Pitt miró a Voisey y por su expresión supo que esperaba que respondiese que no podía hacerlo; en ese caso su desprecio sería absoluto. Decidiera lo que decidiese, el político tenía el control de la situación; la certeza de su poder brilló en su mirada.
Pitt intentó encontrar otra solución igualmente válida que le permitiese una salida, pero no la había.
– Pediré a Tellman que intente rastrear el dinero hasta Wetron -accedió muy a su pesar.
– ¡El dinero! -exclamó Voisey con desdén-. ¡Ya sabemos que Wetron se queda con el dinero de las extorsiones! De todos modos, solo conseguirá rastrearlo hasta Simbister. Necesitamos dinamita, conexiones que demuestren su complicidad, saber para qué pretendía utilizarla.
– En primer lugar, me ocuparé del dinero -puntualizó Pitt con paciencia-. Lo rastrearé hasta Wetron y solo entonces investigaré la compra de la dinamita. Si llega hasta Simbister estará muy bien, siempre y cuando podamos relacionarlo con Wetron. He seguido el dinero hasta el brazo derecho de Wetron.
– ¿Ya lo ha hecho? -Voisey enarcó las cejas-. No me lo había dicho.
– Acabo de hacerlo. Me dedicaba a esa investigación cuando estalló la bomba en Scarborough Street. Estaba a pocos metros de distancia.
Voisey se quedó de piedra.
– ¿Estuvo allí? ¿Fue testigo de la explosión? -Observó con más atención a Pitt y reparó en los rasguños en las mejillas y en el pelo chamuscado-. Estuvo allí -repitió con contrariado respeto-. Pensé que le habían avisado después de que ocurriera.
– Dediqué la mitad de la noche a ayudar a sacar a los heridos y a los que se quedaron sin techo -explicó Pitt, que intentó que el recuerdo no lo emocionara-. Supongo que todavía están buscando a los muertos. Le aseguro que estoy tan resentido con Wetron como usted.
Voisey exhaló un suspiro.
– Claro, supongo que sí. Si algo puede alterar su gran tolerancia es un acto como este. De acuerdo. ¡Relacione a Wetron con la dinamita y veremos cómo lo cuelgan de la horca! -Pronunció esa última palabra con una repentina y apasionada energía que, como sabía Pitt, tenía más que ver con el Círculo Interior que con los muertos de Scarborough Street.
– Es lo que me propongo -confirmó-. Pero lo haré con cuidado. ¿De qué se encargará usted?
Voisey sonrió y fue como si de repente saliera el sol.
– Buscaré a otros ilustres parlamentarios a los que no les preocupa que los criados sean interrogados en su ausencia y les recordaré los peligros de semejante práctica.
Voisey levantó la mano a modo de saludo y se alejó.
Tellman no se sorprendió al ver que Pitt lo aguardaba en la calle, a la puerta de su casa. Aparte de la comisaría de Bow Street, era el único lugar en el que Pitt sabía con certeza que lo encontraría. Pero en la comisaría indudablemente lo verían y lo reconocerían, por lo que en cuestión de minutos estaría informado Wetron de su presencia.
Pitt tuvo que esperar. Tellman siempre regresaba a una hora distinta, según el caso que se traía entre manos y los progresos que hacía. Wetron daba por sentado que estaban en contacto; de hecho, ya lo había demostrado en la conversación que sostuvo con Tellman, durante la cual le habló de Piers Denoon. Aun así, lo más aconsejable era que no lo viesen. Pitt se escondió en la penumbra vespertina del callejón hasta que su amigo llegó a la puerta.
No hablaron en la calle. Pitt siguió al sargento y subieron la escalera hasta su habitación. Tellman corrió las cortinas antes de prender la luz de gas. La chimenea ya estaba encendida, por lo que el aire no era frío. La casera llevó pan y sopa caliente para ambos y no hizo el menor comentario.
Tellman escuchó con creciente horror la descripción que Pitt hizo de lo sucedido en Scarborough Street. Ya le habían hablado del atentado, pero no era lo mismo que cuando se lo contaba alguien que había estado presente. Dejaba de ser una sucesión de datos y se convertía en un relato acerca de la sangre, la violencia, el ruido, el sufrimiento, el olor a humo, la carne quemada y ese insoportable calor en la piel.
– Voisey está convencido de que Wetron es el verdadero culpable -concluyó Pitt, con pesar.
A Tellman se le revolvió el estómago. Le costaba imaginar aquella maldad deliberada y planificada. Sabía que había hombres muy ambiciosos, pero le resultaba imposible concebir un ansia de poder tan grande como para conseguir que alguien realizara una matanza humana como aquella. Imaginó la cara y la fría mirada de Wetron y aun así le pareció incomprensible.
Sin embargo, Pitt estaba dispuesto a creérselo.
– Debemos relacionar a Wetron con la dinamita -apostilló quedamente-. Si no hay pruebas no tenemos nada.
– Probaré con Jones el Bolsillo -dijo Tellman tras reflexionar unos segundos-. Como has dicho, deberíamos conectar la dinamita con alguien a través de la procedencia del dinero. No se me ocurre otra cosa.
Hablaron unos minutos más y Pitt se marchó. El fuego de la chimenea se redujo a una lluvia de chispas y Tellman añadió carbón. La noche había caído y oyó las gotas de lluvia que tamborilearon en los cristales de las ventanas. Pensar en cómo abordaría el tema con Jones y en lo mucho que las cosas habían cambiado en el breve tiempo transcurrido desde que Pitt ya no estaba al mando en Bow Street. Desde entonces habían ingresado un puñado de nuevos reclutas, pero la mayoría de los policías llevaban años en la comisaría. ¿Cuántos de ellos eran corruptos? ¿Siempre habían estado dispuestos a caer en la tentación pero él no se había enterado? ¿Era tan incompetente como parecía juzgando el carácter de los hombres? ¿Acaso por el simple hecho de que eran policías había dado por sentado que también debían ser honrados, cuando en realidad apenas se diferenciaban de los seres violentos, deshonestos, débiles o codiciosos a los que perseguían?
¿O esos policías estaban tan ciegos como antaño lo había estado él y dieron por sentado que Wetron, su comandante y agente de mayor rango, debía de ser honrado? ¿Su propia honestidad y lealtad les impidió ver la realidad, por lo que ni siquiera se les cruzó por la cabeza la posibilidad de que Wetron fuese un hombre corrupto? Si hablaba en contra del jefe lo considerarían un traidor.
Ciertamente allí radicaba la verdadera habilidad de Wetron: no estaba en las complejas tramas y maquinaciones, sino en el modo en el que se aprovechaba del ansia del codicioso, de los temores del débil y de la honradez de un buen hombre y los utilizaba en su favor. El hombre que es inocente no espera mentiras de los demás. El que nunca roba no sospecha que sus amigos lo hagan. El hombre en cuya naturaleza no anida la traición no se guarda las espaldas.
En Tellman había una ira profunda y gélida, tan impetuosa como la que impulsaba a Pitt, por lo que comprendió perfectamente la situación. Costara lo que costase no permitiría que Wetron continuase como hasta entonces. Claro que sí, tenía miedo de la reacción de Wetron. Ni por un segundo subestimaba su inteligencia o su voluntad, pero en aquel momento no venían al caso. No hicieron que reconsiderara nada; por el contrario, estaba más decidido si cabe.
Por la mañana, Tellman se dirigió directamente a la prisión en la que Jones estaba detenido y dijo que quería verlo. En el caso de que se demostrara, la acusación de pasar dinero falso era muy grave, aunque no siempre resultaba sencillo. La gente hacía imitaciones deficientes de los billetes, pero jamás afirmaba que fueran de verdad. Lo llamaban dinero de relumbrón y lo utilizaban en teatros, juegos y trucos, pero se diferenciaba de las falsificaciones, que pretendían confundirse con el dinero de verdad.
Tellman se había ocupado de endosarle dinero falso al tabernero, que se lo entregó a Jones. Dado que este lo había aceptado como cobro de una extorsión, no podía echarle la culpa al tabernero y, por consiguiente, quedar como la víctima. De todos modos, se le podía ocurrir cualquier cosa para recuperar la libertad en un período de tiempo relativamente breve.
Jones el Bolsillo se encaró a Tellman con una mezcla de confusión y de deseo de no enemistarse con la policía antes de saber exactamente cuáles eran sus opciones.
– ¿Qué quiere? -preguntó hoscamente cuando cerraron la puerta de la celda.
Tellman lo miró de arriba abajo. Sin el abrigo amplio, Jones tenía una figura menos imponente, delgada y ligeramente barrigona, con los dedos de los pies hacia dentro, como las palomas. Su rostro oscuro denotó fuerza y mucha astucia cuando devolvió la mirada a Tellman. Es posible que fuera un instrumento de Grover, pero no tenía un pelo de tonto ni había actuado contra su voluntad.
Tellman pensó en adoptar la actitud afable de Pitt, pero estaba demasiado cabreado. Más le valía ser fiel a su carácter seco y un poco agrio.
– Algo que le podría venir bien, lo mismo que a mí -respondió.
– ¿En serio? No sé por qué me parece que no va a favorecerme -comentó Jones con sarcasmo.
Tellman pensó que podía ser de origen galés, aunque su acento no tenía la musicalidad de los nativos de esa tierra.
– Está en una situación delicada -observó el sargento-. Lo detuvieron con un billete falso de cinco libras. Es un mal asunto.
– No es falso -lo contradijo Jones-. Solo era un billete de relumbrón… lo que no tiene nada de malo. Han cometido un error. La policía siempre los comete.
– Pues no, no es de relumbrón -sostuvo Tellman-. Parece verdadero si no se conoce la diferencia. La única pega es el papel.
Jones pareció ofenderse.
– En ese caso, ¿cómo podía saber que no es verdadero? ¡Me engatusaron! Debería compadecerse de mí. ¡Es a mí a quien han timado!
Tellman fingió inocencia.
– Señor Jones, ¿qué le han robado?
Jones se indignó.
– Un billete de cinco libras, ya lo sabe. ¡Lo vio con sus propios ojos! ¡Me lo quitó! ¡Yo pensaba que era verdadero y me tomaron el pelo!
– Pues parece que así es. Me gustaría saber quién se burló de usted. ¿Sabe dónde se lo dieron? Creo que tendré que hablar con quien se lo dio.
– ¡Es lo que debería hacer! ¡Me lo dio el tabernero ladrón de laTriple Plea! Fue justo antes de que ustedme pillara. ¡No tuve tiempo de mirarlo bien! ¡Si lo hubiera hecholo habría sabido!
– Y nos lo habría traído -acotó Tellman, que le siguió la corriente-. Así habríamos ido a hablar con el tabernero, le habríamos preguntado de dónde lo sacó y si sabe que se trata de una falsificación.
Jones retrocedió.
– Señor Tellman, no use esa palabra, es fea. Conozco falsificadores que han acabado muy mal.
– No padezca -lo tranquilizó Tellman-. Ya no mandamos tan fácilmente a la gente a la horca. La reservamos, sobre todo, para delitos como el asesinato. ¿Se han cargado a alguien que tuviera que ver con esto? Porque en ese caso la horca es la solución.
– ¡No, por supuesto que no! -espetó Jones acaloradamente-. ¡Solo tuve ese maldito billete durante menos de una hora!
– ¿Se lo dio el dueño de la Triple Plea?
– ¡Eso es!
– ¿Puede demostrarlo?
– Bueno, veamos…
Repentinamente Jones se olió el peligro.
– ¿Qué clase de servicio le pagó? -inquirió Tellman con toda la inocencia del mundo.
La mente de Jones funcionaba a toda velocidad, así lo reflejaba su mirada. Vio la trampa ante sus ojos.
Tellman aguantó.
– Me debía dinero -respondió Jones por último, con cierto tono de desesperación-. ¡Él mismo se lo dirá! -apostilló, desafiante.
– ¿Por qué le debía dinero?
– No es asunto suyo. -Jones empezaba a sentirse más seguro; había evitado una desagradable trampa -. Le hice un favor.
– Sería un gran favor. Llevaba encima veintisiete libras. ¿O también le hizo favores a otras personas y, por pura casualidad, todas se los devolvieron aquel día? -Jones veía que la trampa se cerraba a su alrededor, pero en esta ocasión no supo cómo evitarla-. Planteémoslo de otra manera -propuso Tellman-. Si pregunto al dueño dela Triple Plea cuántosfavores le hizo, ¿me dirá que fueron por valor de cinco libras o deveintisiete?
– Veamos… ¿Cómo quiere que sepa qué le dirá? ¡Ni siquiera le gusta mencionar este tema! -Una actitud triunfal iluminó fugazmente su mirada-. El tabernero se sentirá ridículo si tiene que reconocer que los clientes le prestan dinero.
– ¿Le ha prestado dinero?
– ¡Sí!
– ¿Y de dónde ha sacado usted veintisiete libras? -Tellman sonrió-. ¿O solo le prestó cinco y el resto es usura? No se preocupe, él mismo me lo contará. Puesto que fue tan amable con él, recordará exactamente cuándo ocurrió. Supongo que le devolvió el pagaré.
A Jones le sudaba el labio superior.
– ¿Qué pagaré?
– Vamos, señor Jones -acotó Tellman con desaprobación-, es usted demasiado inteligente para prestar dinero sin firmar un pagaré. En ese caso, ¿cómo haría para cobrarlo? Se lo pediré al tabernero y así el billete de cinco libras será su problema.
Tellman se irguió como si estuviera a punto de irse.
– ¿No sería posible…? -comenzó a decir Jones y tragó saliva con dificultad.
Tellman se detuvo y se volvió.
– Lo escucho.
Logró dar a esas dos palabras un tono amenazador del que se sintió satisfecho. Recordó los destrozos de Scarborough Street; la furia que sintió debió de reflejarse en su expresión.
Jones volvió a tragar saliva.
– No era para mí… es la verdad -reconoció Jones con dificultad-. Recojo y entrego a alguien que… que hace préstamos… de vez en cuando.
Tellman siguió el juego de la mentira durante unos instantes.
– Ahora lo entiendo. ¿Quién es ese alguien que ha mencionado?
– No sé… -Jones enmudeció. Miró a Tellman con atención y pudo ver su cólera y su firme actitud-. Es el señor Grover de Cannon Street -reconoció con voz ronca-. ¡Qué Dios me juzgue!
– En su lugar yo no tendría tanta prisa por ser juzgado -replicó Tellman, que experimentó una sensación de triunfo ante semejante confesión-. En el supuesto de que sea así, ¿cómo conseguirá que el juez de un tribunal ordinario le crea, ya que él no es Dios?
– ¡El juez de un tribunal ordinario! -Jones tragó saliva por enésima vez-. ¡No he hecho nada malo! -Estaba asustado y por primera vez no pudo disimularlo-. ¡Está hablando de uno de esos hombres que se sientan en el estrado con una peluca en la cabeza!
– Y que meten a la gente en Coldbath Fields o en lugares peores. Sí, es exactamente a los que me refiero. Señor Jones, hay mucho dinero que va a parar a lugares sorprendentes.
– ¿A lugares sorprendentes? No sé de qué me habla…
– ¿Realiza otras tareas para el señor Grover? Le aseguro que no tiene nada de malo. Es policía y trabaja ni más ni menos que para el señor Simbister. Usted no tendría la culpa si pensara que todo es correcto y legal.
– ¡No, no la tendría! -aseguró Jones, emocionado.
– Esas otras tareas, ¿incluyen pagar a otros por ciertas obras, trabajos u otras actividades?
Jones parpadeó lleno de dudas. ¿Se libraría de aquello o Tellman solo jugaba con él? Se movía entre la esperanza y el terror.
El sargento adoptó una posición un poco más cómoda y flexionó ligeramente los hombros.
– Señor Jones, ¿está conmigo o contra mí? Alguien podría ponerle las cosas difíciles. Provengo de las proximidades de Scarborough Street. -En realidad no era cierto, pero era una mentira que carecía de importancia-. Tendría usted que ir allí y notar el olor a quemado. Aún no han retirado los cadáveres. Le aseguro que a uno se le acaban definitivamente las ganas de comer carne asada. Jones blasfemó en voz baja y se puso pálido.
– ¿No estará pensando que…?
– Sí, lo hago. -Tellman hablaba absolutamente en serio. En su interior la ira había formado un rígido nudo de dolor-. Ese dinero sirvió para comprar dinamita. ¿A quién se lo entregó?
– Ja… jamás po… podrá decir que yo… -tartamudeó Jones-. No sabía…
– ¿No sabía a qué estaba destinado? -concluyó Tellman-. Probablemente no lo sabía. Si está contra ese tipo de atentados me dirá adonde llevó el dinero, a quién se lo dio y todo lo que sepa. De ese modo tendré pruebas de que usted no está implicado en lo que ha ocurrido, de que solo hizo un recado para alguien a quien consideraba un buen hombre. ¿Me ha entendido?
– ¡Entendido! Yo… -Volvió a tragar saliva compulsivamente-. Yo… -Tellman esperó. Jones miró la ventana alta y con barrotes, la puerta metálica y de nuevo al policía. Este se irguió para retirarse-. He llevado un montón de dinero a Shadwell -explicó Jones y le tembló la voz de miedo-. A New Gravel Lane.
– ¿Adónde?
– ¡A la segunda casa del final de la calle! Juro que…
– Que Dios lo juzgará -concluyó Tellman-. ¿A quién se lo entregó? Si, como afirma, era una gran cantidad, debía de tener instrucciones precisas. No se lo pudo entregar a cualquiera.
– ¡Se lo di a Skewer! El tal Skewer es un sujeto grande y con una sola oreja.
– Gracias. No hace falta que siga jurando. Si me ha mentido más le vale acordarse del nombre del verdugo. Tendrá que ser amable con él para que, cuando llegue su momento, lo sea él con usted.
Jones sufrió un ataque de tos.
Tellman se acordó de Scarborough Street y no sintió la menor compasión.
Salió de la cárcel y dedicó las cuatro o cinco horas siguientes a comprobar lo que Jones le había contado. No podía permitirse el lujo de equivocarse. Se dirigió a los muelles de Shadwell y encontró New Gravel Lane. La calle era lúgubre incluso bajo el sol estival y el viento que llegaba del río era cortante. En la vía fluvial se veía el ajetreo de las barcazas que se desplazaban desde Pool of London, así como el de las gabarras, los transbordadores, los remolcadores y los barcos de carga amarrados o a la espera para atracar. Sería un lugar idóneo para guardar dinamita. Constantemente entraban y salían cargamentos de todo tipo.
Aún no sabía lo suficiente para informar a Pitt. Solo podrían hacer un único registro en ese lugar. Después de este, trasladarían la dinamita sin darles tiempo a organizar un segundo registro. No tenía otra opción que correr el riesgo de solicitar a la policía fluvial toda la información que pudiese proporcionarle. Lo plantearía indirectamente, como si se tratase de una cuestión de cortesía profesional.
A media tarde se enteró de que una de las viejas embarcaciones, amarrada en las escaleras de New Crane, pertenecía a Simbister y que esa misma noche sería trasladada. Le sorprendió que le resultara difícil haberlo averiguado tan fácilmente. ¿Se trataba de una doble e incluso de una triple traición? No había forma de saberlo, pero había llegado el momento de reunirse con Pitt y comunicárselo. Daba igual quién lo viese, ya no hacía falta ser discreto.
Cuando por fin dio con Pitt entre las ruinas de Scarborough Street, Tellman informó:
– El Josephine, en las escaleras de New Crane, en los muelles de Shadwell.
El sargento no había sabido dónde buscarlo porque desconocía si Narraway tenía despacho y dónde estaba. Estaba completamente seguro de que Thomas Pitt no estaría en casa y, por lo que tenía entendido, no estaba ocupado con otra investigación. Pasó por Long Spoon Lane, pero allí no había nadie, de modo que se dirigió hacia Scarborough Street.
Pitt estaba cansado, sucio y cubierto de ceniza de tanto buscar entre los escombros. Habían retirado gran parte de los restos. Las casas parecían tener dientes: había paredes ennegrecidas y vigas al descubierto que el fuego no había alcanzado. Los adoquines estaban cubiertos de tejas de pizarra rotas y fragmentos de cristal. El aire seguía teniendo el olor rancio del incendio.
– ¿A quién pertenece el Josephine? -preguntó Pitt, se pasó la mano por el pelo y se manchó la cara con más ceniza.
– A Simbister -respondió Tellman-. La policía fluvial dice que esta noche lo cambiarán de sitio. No tenemos tiempo que perder. ¿Qué buscas aquí?
– Cuerpos que no encajen aquí-respondió Pitt-. De momento hemos encontrado dos que no vivían aquí y nadie sabe quiénes eran. Podríamos relacionarlos con las explosiones. -Por su tono parecía que tuviera pocas esperanzas de conseguirlo.
– ¿Anarquistas?
– Probablemente, aunque también podrían haber ido a visitar a alguien que ya no está vivo para confirmarlo. -Se incorporó-. Si encuentro el barco y todavía contiene dinamita o restos, ¿habrá alguna prueba de la vinculación de Simbister?
– Sí. -Tellman le explicó en pocas palabras lo que había averiguado a través de Jones el Bolsillo-. De todos modos, voy contigo.
Pitt sonrió; sus dientes contrastaban con la suciedad que cubría su cara.
Mientras abandonaban juntos los escombros de la casa central vieron, escoltada por un agente, la elegante figura de Charles Voisey que se acercaba a ellos. Al ver a Pitt apretó el paso; apenas miró a Tellman.
– ¡No podemos esperar más! Mañana presentarán el proyecto de ley -declaró con cierta desesperación. A la luz del sol crepuscular su rostro parecía cansado. Tenía ojeras y podía verse que estaba luchando desesperadamente contra la derrota-. ¡Dios mío, esto es espantoso!
No volvió la cabeza para mirar las ruinas de la calle, las chimeneas sin techo que se perfilaban contra el pálido cielo, los escombros de la vida de toda aquella gente esparcidos por los adoquines, los muebles, los enseres, los cacharros de cocina, la ropa reducida a harapos. Por su expresión estaba claro que ya había visto a los muertos y que no quería que aquella imagen se grabara más profundamente en su memoria.
– Hemos vinculado a Simbister con la dinamita -le comunicó Pitt, que notó que Tellman se ponía rígido al ver que confiaba en Voisey-. Iré a Shadwell a registrar la embarcación.
– ¿Cuándo? -inquirió Voisey.
– Ahora mismo.
– ¡No puede ir solo!
– Claro que no. Me acompañará Tellman. Voisey miró al sargento por primera vez y lo observó con sincero interés. Apenas había tenido tiempo de fijarse en él cuando, desde el otro extremo de la calle, una figura se abrió paso entre los escombros y, tras cruzar unas palabras con el agente de policía, abordó a Tellman, que evidentemente lo había reconocido.
– Señor Tellman -dijo sin aliento-. Señor, lo necesitan en comisaría. Se ha producido un robo y el señor Wetron me ha pedido que viniera a buscarlo. Es un caso que, según el señor Wetron, es demasiado importante como para encomendarle el caso a Johnston. Al parecer golpearon al pobre mayordomo con un objeto contundente y asustaron tanto a la dueña de casa que se desmayó.
– Stubbs, dígale… -empezó a decir Tellman, pero calló en cuanto se dio cuenta de que estaba en un aprieto.
Wetron lo había mandado llamar. Stubbs lo había encontrado en compañía de Pitt. Pero no permitiría que Pitt fuera solo a los muelles de Shadwell.
– Señor Tellman, ¿qué responde? -inquirió Stubbs en tono apremiante-. ¡He tardado casi una hora en encontrarlo!
¿Por qué se le había ocurrido buscarlo allí? ¿Acaso Wetron sospechaba algo? Probablemente lo sabía. En la mirada de Stubbs había contrariedad y desafío. Tellman recordó que la familia de Stubbs dependía del joven, ya que era el único con edad suficiente para trabajar. No podía regresar a casa con las manos vacías y Wetron se aprovechaba de aquella situación.
– Al parecer ha ocurrido algo grave -intervino Pitt con decisión-. No pierdas más tiempo. No creo que encontremos nada relacionado con el falsificador, pero si lo conseguimos te lo haré saber.
Tellman siguió a Stubbs; su figura rígida y encolerizada se fundió con las sombras.
– Los muelles de Shadwell -repitió Voisey.con desagrado y miró sus elegantes botas-. De todas maneras, el sargento Tellman tiene razón: no es sensato que vaya solo. Creo que nos hallamos ante una de esas situaciones en las que, sin lugar a dudas, la cooperación es necesaria. No está muy lejos de aquí, ¿verdad?
Pitt no tenía otra salida. Fuera lo que fuese lo que pensaba de él, Voisey no sacaría nada protegiendo a Simbister y la dinamita. Además, al día siguiente presentarían la propuesta de ley.
– ¡Adelante! -dijo. Deseó que no fuera una decisión insensata.
Sabía cómo llegar a New Grave Lane y a los muelles de Shadwell. Estaba lo bastante cerca como para llegar andando si no había otro remedio, ya que en esa zona las probabilidades de encontrar un coche eran escasas. Había tres kilómetros y medio en línea recta. Recorrer las estrechas calles con ángulos cerrados les llevaría prácticamente una hora. No sabía si Voisey estaba acostumbrado a hacer tanto ejercicio.
– Si subimos por Commercial Street tal vez encontremos un coche -añadió, pese a que dudaba de que lo consiguieran.
Voisey echó un vistazo al barro de la calle y al cielo cada vez más oscuro.
– ¡De acuerdo! -exclamó y comenzó a caminar sin esperar a Pitt.
Encontraron un coche y, al final, tardaron menos de veinte minutos. Descendieron a varios cientos de metros de New Gravel Lane y Voisey pagó al cochero.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó y paseó la mirada por los extensos almacenes y edificios de los muelles. Las grúas se recortaban en el cielo, que estaba totalmente oscuro de no ser por el leve resplandor de las farolas. Ambos notaron el olor salobre del río; la humedad impregnaba el aire y se adhería a su piel. Oyeron que el agua golpeaba los postes de los viejos embarcaderos y salpicaba la escalera de piedra que bajaba hasta el río. También se oía el roce de las barcas y los botes amarrados en la orilla.
– Bajemos hasta el río y busquemos el Josephine -respondió Pitt en voz baja-. Por aquí.
– ¿Cómo nos las apañaremos para ver?
Voisey lo siguió con sumo cuidado. Era difícil distinguir algo más que perfiles y en la oscuridad de los edificios apenas se definían las formas. Todo parecía moverse ligeramente, pero solo se trataba de la ilusión creada por la luz que bailoteaba sobre el agua y por el incesante sonido de crujidos y goteos.
– Con cerillas -contestó Pitt y se acercó al viejo muelle y a las escaleras.
– ¡Déjese de tonterías, estamos buscando dinamita! -puntualizó Voisey.
– En ese caso tendremos que ser muy cuidadosos -concluyó el investigador. Voisey maldijo y lo siguió lentamente. Al cabo de un par de minutos, Pitt añadió-: Hemos tenido suerte, la marea está subiendo.
– ¿Cuál es la diferencia? -Voisey le pisaba los talones.
– Los escalones estarán secos. -Buscó algo en el bolsillo y sacó una caja de cerillas. Encendió una y la protegió con la mano para evitar que se apagase. Permaneció encendida justo el tiempo suficiente para poder leer el nombre que figuraba en la popa de la embarcación más próxima-. Se llama BlueBetsy. Hay tres más. Vamos.
– ¿No sabe dónde está?
– No, pero dentro de cinco minutos lo sabré.
Pitt bajó la escalera. El agua en ese instante solo estaba a poco más de medio metro bajo sus pies. Parecía sólida, como metal fundido, como si se pudiese caminar por encima hasta los barcos atracados a unos doce metros, y que tenían encendidas las luces de posición.
El segundo barco tampoco era el Josephine. Se vieron obligados a abordarlo para cruzar con mucho cuidado la cubierta; se agacharon, utilizaron otra cerilla que permaneció fugazmente encendida y leyeron el nombre de la tercera embarcación.
– ¡Es el Josephine! -exclamó Pitt con satisfacción.
Voisey guardó silencio.
Pitt avanzó; se movía con mucho cuidado por si la madera de la cubierta estaba resbaladiza. Si se caía podía lesionarse o acabar en el agua. El mayor peligro era llamar la atención de alguno de los vigilantes de las embarcaciones grandes.
El Josephine estaba algo más sumergido, así que tuvieron que dar un pequeño salto hasta la cubierta. Pitt se puso a gatas para llamar menos la atención y para equilibrar el barco, que se balanceaba a causa de su peso.
Voisey lo imitó.
Avanzaron sigilosamente, buscaron la escotilla y la manera de abrirla. Era un barco muy viejo; la madera olía a podredumbre y varias planchas estaban esponjosas al tacto. Sin lugar a dudas no estaba en condiciones de navegar; solo era un contenedor flotante en el que almacenar cosas para protegerlas de la humedad.
La escotilla se abrió sin dificultades. No tenía cerradura, solo un sencillo tirador. Pitt se sorprendió. ¿Acaso la dinamita ya no estaba allí o quizá la habían protegido con otros medios?
– ¿A qué espera? -susurró Voisey.
Pitt lamentó que no fuera Tellman quien lo acompañase. La razón le decía que a esas alturas, Voisey no podía permitirse el lujo de traicionarlo, pero la intuición insistía en que podría hacerlo.
¿Se decidiría a bajar? De repente, las luces trémulas del río, la sensación de espacio, el olor a sal y a pescado e incluso el hedor del cieno le parecieron la libertad. El aire de la bodega era asfixiante y despedía un ligero aroma químico.
Al amparo de la tapa abierta de la escotilla, Pitt encendió otra cerilla y la bajó con mucho cuidado. Pasara lo que pasase, aunque se quemase los dedos, no podía dejarla caer. Reparó en que Voisey estaba a pocos centímetros a sus espaldas.
La bodega se encontraba prácticamente vacía. Algunos minutos después, Pitt vislumbró unos paquetes envueltos y apilados en un rincón. Podían contener dinamita o cualquier otra cosa… incluso periódicos viejos, a juzgar por lo que podía verse desde donde estaba.
– Voy a bajar -afirmó con voz baja-. Y usted también.
– ¿No quiere que me quede aquí arriba y monte guardia? -preguntó Voisey; parecía divertirse.
– ¡No, no quiero! -espetó Pitt-. Necesito que alguien sostenga la cerilla.
Voisey dejó escapar una risa nerviosa.
– Pensé que no confiaba en mí.
– Y no lo hago.
– Veamos, no podemos pasar los dos por la escotilla -precisó Voisey-. Alguien tendrá que entrar primero. No tiene sentido lanzar una moneda… porque no veríamos de qué lado cae. Dado que confío en usted seré el primero en pasar.
Voisey apartó a Pitt y, tras pensar unos instantes cómo lo haría, se dejó caer ágilmente sobre el suelo de la bodega.
El detective lo siguió; luego se dirigieron al rincón en el que se encontraban los paquetes. Voisey encendió una cerilla y la sostuvo mientras Pitt los examinaba. Tardaron unos segundos en comprobar que era dinamita.
– Simbister -murmuró Voisey con placer y un ligero tono de sorpresa.
Se apagó la cerilla. La bodega quedó totalmente a oscuras. Era imposible distinguir nada, ni siquiera se veía el cuadrado del cielo a través de la escotilla abierta.
Entonces Pitt se dio cuenta de que la escotilla no estaba abierta. Pero ¡no había oído que se cerrara!
Voisey se encontraba a su lado. Lo sabía porque lo oía respirar.
– ¿Se ha cerrado sola? -preguntó Voisey en tono quedo, pese a que conocía la respuesta de antemano. En su voz, que intentaba parecer tranquila, se notaba el miedo-. ¿Hay otra salida?
Pitt pensó mientras intentaba controlar el pánico. Dado que Voisey estaba a su lado, no podía ser obra suya. Debía de haberla cerrado Grover o el mismísimo Simbister.
– No -respondió y respiró hondo-. No la hay… a menos que la hagamos nosotros.
– ¿Que la hagamos?
Hubo una sacudida, luego otra y a continuación Pitt oyó el sonido del agua, ligeramente distinto al siseo de la marea. Parecía proceder de la otra bodega. Con despiadada certeza supo qué ocurría: los hombres de Simbister estaban hundiendo el barco. Estaban dispuestos a sacrificar la dinamita con tal de acabar con sus dos enemigos más peligrosos. Tendría que haberlo previsto. Oyó que Voisey respiraba de forma entrecortada y soltaba aire entre los dientes. También se había dado cuenta de lo que ocurría. El suelo comenzó a inclinarse bajo sus pies.
– Lo único que tenemos es dinamita -declaró Pitt-. También hay detonadores. Tendremos que volar la escotilla y hacerlo tan rápido como podamos.
Voisey dejó escapar un jadeo.
– ¿Cuántas cerillas quedan?
– Media docena -contestó Pitt-. Lamentablemente no preveía que ocurriría algo así.
– Creo que a mí me quedan tres.
– Me alegro. Bien, enciéndalas y sosténgalas para que pueda ver lo que hago.
Voisey obedeció y, en cuanto hubo una llamita, Pitt se puso manos a la obra: desenvolvió la dinamita, buscó un detonador y modeló la sustancia húmeda y ligeramente pegajosa hasta hacer una tira que adosaría al borde de la escotilla. Voisey encendió una cerilla tras otra, primero de su caja y luego de la de Pitt.
Este encajó la dinamita alrededor de la escotilla, colocó el detonador, lo soltó y retrocedió, arrastrando consigo al parlamentario. El barco estaba muy escorado y era claramente audible el sonido del agua que entraba en la otra bodega.
No pasó nada.
– ¿Cuánto falta? -preguntó Voisey con voz baja-. Nos hundimos.
– Ya lo sé. ¡Tendría que haber estallado! -Voisey se movió. Pitt lo cogió del brazo y lo retuvo-. ¡Quédese quieto! ¡Todavía podría explotar!
– No servirá de nada si no estalla en tres o cuatro minutos -puntualizó Voisey.
– Hay más detonadores -dijo Pitt-. Tendremos que hacer un agujero en otra parte. -Debía pensar a toda velocidad. Se hundían por la popa. Si provocaba una explosión en la proa, esta volaría por los aires. En cualquier otro lugar el agua entraría y los arrastraría hacia el interior en vez de hacia fuera-. En la proa -afirmó y se puso en pie-. Encienda otra cerilla, tengo que ver la dinamita.
– Solo quedan tres -informó Voisey, pero obedeció-. Será mejor que esta vez funcione.
Su tono no era de crítica, pero había ironía y temor.
Pitt no respondió. Había oído el comentario de Voisey y prefirió pensar en ello más que en Charlotte, su hogar, sus hijos y las frías y sucias aguas del Támesis, que se encontraban a muy poca distancia. Trabajaba tan rápido como podía; sabía que un apresuramiento excesivo o el menor error significaría fracasar.
Adhirió la dinamita a la pared más cercana de la bodega y colocó el detonador en su sitio.
Voisey encendió la última cerilla y un cigarrillo y aspiró el humo. La bodega quedó a oscuras.
Pitt solo veía la luz incandescente del pitillo. No sabía qué decir.
– Esto durará más que una cerilla -explicó Voisey sin inmutarse-. ¡Coloque el detonador y siga con su trabajo!
Pitt obedeció con manos temblorosas.
Voisey no dejaba de dar caladas al cigarrillo para proporcionar un poco de luz.
Pitt comprobó el detonador por última vez.
– Listo.
Voisey acercó la colilla a la mecha. Retrocedieron tanto como pudieron. El barco estaba tan escorado que les costaba mantener el equilibrio. La mecha chisporroteó. Pareció tardar una eternidad. Pitt oyó una respiración intensa. Pensó que era Voisey… hasta que se dio cuenta de que era la suya. En el exterior, a medio metro y en plena oscuridad, el agua se arremolinaba y rompía contra el barco.
Se produjo un súbito y violento ruido y entró una bocanada de aire. Ambos se vieron impulsados hacia atrás, a continuación el agua helada los alcanzó y el barco se hundía cada vez más deprisa.
Pitt se lanzó hacia delante, hacia el orificio abierto en la popa. Debía llegar antes de que el barco se hundiera y el agua que entraba lo echase hacia atrás. Llegó hasta el borde dentado del boquete y se aferró a él. Solo estaba treinta centímetros por encima del agua. En un instante sería demasiado tarde.
Se impulsó con todas sus fuerzas, notó que el aire le golpeaba la cara y vio las luces del río y el cielo. Se volvió para coger a Voisey, le agarró la mano y lo izó enérgicamente.
Voisey atravesó el orificio en el preciso momento en el que el Josephine se hundía en el río y desaparecía. Ateridos pero libres, llegaron hasta la escalera.