6

Tellman estaba empeñado en dar lo antes posible con Jones el Bolsillo, pero sabía que debía hacerlo con sumo cuidado y en su tiempo libre, no durante su jornada en Bow Street. Si alguien lo veía tendría que dar explicaciones de su interés por un hombre cuyos delitos, en el caso de que existieran, no se habían cometido en su distrito. Tarde o temprano la situación llegaría a oídos de Wetron, que no tardaría en sacar sus propias conclusiones.

La primera noche, Tellman se puso ropa vieja, que era algo que detestaba porque le recordaba su juventud, los tiempos en los que era lo único que tenía. Muy a su pesar, tuvo que hacerlo. Necesitaba pasar desapercibido y sabía que su cara chupada y peculiar era reconocible en demasiados lugares. Era la única ventaja de desplazarse a la zona de Cannon Street, pero tampoco se atrevía a pedir ayuda a los agentes de esa comisaría. No tardarían en mencionárselo a Simbister y, pocas horas después, llegaría a oídos de Wetron. Si Pitt tenía razón y la corrupción estaba tan extendida como temía, Tellman no trabajaba con la policía, sino contra ella.

Había nacido en el East End. Conocía las calles, los callejones, los atajos, las tabernas y las casas de empeño. Ya no trataba a muchos de sus habitantes, pero sabía perfectamente cómo eran sus vidas. Fue extraño y desagradable volver a recorrer esos lugares conocidos, como si el olor jamás hubiera abandonado el fondo de su garganta y sus pies todavía reconociesen el empedrado irregular que pisaba.

Había pasado muchas veces frente a cada una de esas tiendas y casas; solía ir con las botas agujereadas, siempre hambriento, sin saber si obtendría alimento o calor y temeroso del futuro. Si Jones el Bolsillo procedía de ese barrio, Tellman lo comprendería demasiado para sentirse cómodo persiguiéndolo. El caso de Grover era todavía peor. Tellman lo compadecería porque conocía la vida de la que había escapado y lo odiaba porque había traicionado el camino que el propio Tellman había seguido para salir.

Grover también había visto cómo su madre luchaba para alimentar y vestir a sus hijos y probablemente había perdido a alguno de ellos por culpa de alguna enfermedad. Tellman jamás olvidaría el silencio, el miedo y el sufrimiento que había en su casa. Los viejos podían morir, era previsible, pero a pesar de los años transcurridos el dolor seguía siendo aterrador e inconsolable cuando se trataba de un niño. Si cerraba los ojos aún veía el rostro de su madre la noche que ocurrió, y volvía a sentir aquella impotencia.

Una parte de su ser odiaba a Grover por aprovecharse de los demás. Sin embargo, comprendía que, si se tiene hambre y se está desesperado, se coge lo que se puede cuando se puede. Había que ser muy fuerte, listo o afortunado para no acabar derrotado.

De todos modos, esos pensamientos no afectaban en absoluto su decisión de dar con Jones el Bolsillo y detenerlo. Aunque era una situación que no le producía la menor alegría.

En el transcurso de la noche visitó todas las tabernas situadas en un radio de tres kilómetros de la Dirty Dick y la Ten Bells. Observó a los propietarios y buscó el camino más corto paradesplazarse de una taberna a otra.


Al día siguiente envió a los hombres que solían trabajar con él a realizar diversos recados que los mantendrían ocupados toda la tarde. A mediodía regresó a la Ten Bells. Según lo que Pitt había explicado, era el día de recaudación,por lo que pidió un bocadillo de ternera y una jarra de cerveza yse dispuso a esperar. Se sentó cerca de la puerta y observó acuantos entraban.

Para mayor seguridad había llegado temprano. Al cabo de media hora, un hombre con una larga nariz y el pelo alborotado entró, bromeó con la camarera y pidió un pastelito caliente y una pinta de cerveza.

Tellman estuvo a punto de no fijarse en el siguiente parroquiano. Tenía la cara afilada y puntiaguda, ojos saltones y llevaba un ancho abrigo que al moverse le golpeaba las piernas. De repente la cara de la tabernera rubia se volvió inexpresiva. Sin aguardar a que hablase, la mujer le sirvió una medida de ginebra en un vaso y la dejó encima de la barra. El hombre la cogió, la bebió con un rápido movimiento y volvió a dejar el vaso vacío en la barra. No hubo intercambio de dinero.

Tellman apuró su cerveza y se puso en pie.

La tabernera extendió la mano, con la palma hacia arriba.

El hombre del abrigo buscó una moneda y se la entregó.

Tellman se sintió ridículo. Tendría que volver a sentarse. Después de todo, ese individuo no era Jones.

La tabernera estaba rígida e incómoda. En su rostro no había ninguna sonrisa, como la que le había dedicado a Tellman que, después de todo, era un desconocido en la taberna. Se dirigió al cajón en el que guardaba el dinero como si fuera a buscar el cambio. Hizo un movimiento brusco, llevó la mano a otro cajón y sacó una bolsa con monedas. Lo cerró bruscamente, se volvió y le entregó la bolsa al hombre. Este la cogió, pronunció unas palabras que Tellman no llegó a oír y con mucho cuidado guardó las monedas en uno de los amplios bolsillos exteriores de su abrigo. El pago se había realizado pero, para cualquiera que hubiese estado menos atento, lo ocurrido no era más que el habitual intercambio de dinero por una consumición.

Jones había terminado su tarea. Se dio la vuelta y salió a la calle. Tellman salió detrás de él.

Lo siguió, aunque a cierta distancia. Incluso se permitió perderlo de vista, ya que sabía adónde iba. Solo lo preocupaba que no entregase el dinero ese mismo día. En ese caso no sabría dónde encontrar nuevamente a Jones antes de la semana siguiente en la misma ruta, pero Pitt no podía esperar siete días más.

Eran cerca de las seis y no había visto que Jones diera el dinero a otra persona o entrara en un edificio que pudiese ser su hogar.

Al final Jones entró en una taberna de Bethnal Green y pidió la cena. Pitt reparó en que la camarera se la sirvió sin pedirle que pagase. En un primer momento llegó a la conclusión de que formaba parte de su ronda, pero vio que la mujer reía y se dio cuenta de que no estaba molesta. Caminaba contoneando ligeramente las caderas. Parecía muy segura de sí misma; coqueteó con otros clientes cuando pasaba a su lado, miró a algunos y les guiñó el ojo. Bromeaba con ellos. Un hombre corpulento replicó y la camarera fingió que se escandalizaba. Sonaron más risas. Jones se sumó a ellas.

La mujer regresó a la barra, apuntó algo en un trozo de papel y lo guardó en el cajón.

Jones era un cliente habitual. No la extorsionaba: la mujer simplemente apuntaba la cena en su cuenta. Sin duda solía comer allí. Lo más probable es que viviese cerca.

Por fin había averiguado dónde encontrar nuevamente a Jones. Se marchó con paso ágil. Notó que estaba hambriento, pero decidió comer en otro lugar, no quería cenar en la misma taberna que Jones el Bolsillo.


Tellman llegó a su alojamiento con una sensación triunfal, pero cuando se tumbó en la cama y pensó en ello se dio cuenta de que, aunque sabía exactamente qué era lo que había visto, no tenía pruebas de que Jones hubiera cometido un delito por el que pudiese arrestarlo. Paradójicamente, pensó que si el proyecto de la nueva ley se hubiera aprobado habría podido aplicar las nuevas competencias de la policía. Claro que lo último que le apetecía era llevar un arma y, menos aún, que la policía corrompida por Wetron y los de su calaña dispusieran de ellas.

Necesitaba una excusa para detener a Jones y mantenerlo encerrado el tiempo suficiente para que Pitt ocupara su lugar, recaudara el dinero y esperara a que sus jefes fuesen a buscarlo.

Sin embargo… si los jefes suponían que Pitt también era corrupto, como ellos esperaban, sus motivos para detener a Jones no tenían por qué ser honrados.

Pero si los jefes no eran corruptos y Wetron se enteraba, Tellman caería en sus redes y pagaría por su delito durante el resto de su vida.

Se dio la vuelta y se tapó con la ropa de cama. Tuvo la sensación de que la almohada estaba llena de plumas apelmazadas. Tan pronto tenía mucho calor como al minuto siguiente se moría de frío.

Había algo peor que caer en las redes de Wetron: perdería el honor. ¿Qué pensaría su madre? Imaginó su desprecio y también, más amargo que el desprecio, su dolor.

Por no hablar de Gracie. Se pondría furiosa con él por no haber sido lo bastante inteligente para encontrar una salida más airosa. A sus ojos dejaría de ser un héroe.

Desde un punto de vista legal, ¿con qué motivo podía arrestar a Jones? Era culpable de extorsión, pero no había forma de demostrarlo porque nadie declararía que había pagado contra su voluntad; nadie se atrevería a decirlo. Si lo hacía, se arriesgaba a recibir la visita de la policía, que, misteriosamente, encontraría en su casa mercancía robada, dinero falsificado o algún documento comprometedor cuidadosamente colocado a fin de comprometerlo.

Se incorporó en la cama y, a través de la camisa de dormir, notó el aire frío. ¡Ya lo tenía! No había visitado todas las tabernas del barrio. Al día siguiente Jones iría a cobrar más dinero. ¿Y si en alguna le pagaban con billetes falsificados? Sería fácil organizarlo. No era un delito pagar una extorsión con dinero falsificado. Tellman no tendría dificultades para hacerse con un puñado de billetes falsos. En la zona de Bow Street había al menos un timador que le debía un favor y que estaría encantado de saldar su deuda. ¿Cuánto costaba un billete falsificado? Dadas las circunstancias, muy poco.

Evidentemente tendría que moverse con mucho cuidado: vigilaría a Jones, se cercioraría de que cogía el billete y solo entonces lo detendría. El dinero falso, a cuyo autor no podría delatar porque no lo conocía, sería el motivo que le permitiría ponerlo entre rejas durante varios días, tal vez una semana, el tiempo suficiente para que Pitt pudiera reunirse con sus jefes.

Tellman estaba demasiado desvelado para conciliar el sueño; ya había tomado una decisión. Lo único que faltaba concretar era a quién llevaría consigo para efectuar el arresto. No se atrevía a hacerlo solo por si Jones le plantaba cara, cosa que podía ocurrir. En zonas como Mile End o Whitechapel había suficientes callejones oscuros o patios cerrados en los que podía clavarle un cuchillo y escapar. Nadie acudiría en ayuda de Tellman, que no se atrevería a recurrir a la policía local. Cualquier agente podía ser tan corrupto como el propio Jones, e incluso podía ser su jefe o un intermediario.

Se tumbó y al final durmió con un sueño ligero; cuando despertó, empezó a pensar en quién confiaba lo suficiente como para que lo acompañase.


Finalmente, apenas tuvo elección. Se llevaría a Stubbs o a Cobham. Éste era novato y se mostraba poco dispuesto a acatar órdenes. Solía hacer preguntas y buscar un motivo para todo y no había tiempo para explicaciones. Elegiría a Stubbs. Lo único que sabía acerca de ese agente era que, al igual que él, era el mayor de una familia numerosa. De vez en cuando se refería a su madre, aunque nunca hablaba de su padre. Tal vez estaba muerto. Era posible que Stubbs tuviese ambiciones o lealtades personales, pero lo mismo podía decirse de todos los demás. Ese temor podía impedir que Tellman se atreviese a dar un solo paso. Era una de las peores cosas de la corrupción: paralizaba la acción, dificultaba la toma de decisiones hasta que, al final, dudabas de todos, incluso de tu propia capacidad.

Cuando salió, muy temprano, a buscar el dinero falsificado la mañana era fría y una ligera bruma cubría el río. A las ocho ya había hablado con el dueño de la taberna que pagaría a Jones con los billetes falsos. Para cerciorarse de que todo fuera bien, Tellman le recordó las dificultades que podía tener si la operación fracasaba y las futuras ventajas de las que disfrutaría si tenía éxito.

A las nueve estaba en Bow Street, como siempre; cumplió con sus deberes y se mantuvo tan apartado como pudo de Wetron. Prefirió no correr el riesgo de comentarle a Stubbs que lo necesitaba; a la hora de comer fue a verlo a su mesa, donde estaba resolviendo el papeleo y le dijo que tenía una tarea para él. Stubbs, que detestaba el trabajo burocrático, aceptó encantado.

Salieron juntos e interrogaron a un prestamista acerca del robo de una urna y un par de candelabros de plata. Era algo que Tellman podría haber hecho perfectamente en solitario; luego, se dirigieron al este, como si prosiguiesen la investigación. Compartieron un agradable almuerzo en la taberna Smithfield y se dirigieron tranquilamente al pub en el que Tellman supuso que Jones recaudaría el dinero de la extorsión. En un principio, pensó dar antes con Jones, cerca de donde vivía, y seguirlo hasta la taberna en la que estaba el dinero falso. Pero si Stubbs era leal al Círculo Interior o a cualquiera de sus miembros, si estaba en deuda con ellos, se asustaba o simplemente Tellman se mostraba descuidado, se las apañaría para advertir a Jones del riesgo que corría.

Por lo tanto, estaban obligados a esperar. El cielo se encapotó y cayó un chaparrón que los hizo tiritar de frío. Stubbs se mostraba cada vez más desconcertado y descontento.

Tellman decidió que no le daría explicaciones, ya que tendría que contarle algunos detalles que no le apetecía mencionar.

Cayó otro chubasco. Durante unos minutos el granizo golpeó los escaparates de la tienda situada a sus espaldas. En ese momento apareció Jones; caminaba por la acera, con los faldones del abrigo aleteando y con el sombrero negro calado. Entró en la taberna, salió diez minutos después, se pasó el dorso de la mano por los labios y se dispuso a cruzar la calle hasta la acera de enfrente.

– ¡Adelante! -exclamó Tellman tajantemente-. ¡Es nuestro hombre!

– ¿Por qué? -preguntó Stubbs, aunque obedeció rápidamente. Metió el pie en un charco y maldijo en voz baja-. ¿Quién es?

– Alguien que pasa dinero falsificado -contestó Tellman.

– ¿Cómo lo sabe?

Stubbs lo alcanzó al tiempo que, un poco más adelante, Jones entraba en un callejón para coger un atajo hasta su siguiente parada.

– Es mi trabajo -repuso Tellman. Cruzó la calle tras Jones y se internó en el callejón.

Le preocupaba seguir al extorsionador a un lugar que no conocía y en el que fácilmente podían tenderle una emboscada, pero no se atrevía a perderlo de vista. Si dejaba de verlo durante un par de segundos podría pasarle el dinero a alguien y su plan se iría al garete.

La corrupción policial lo indignaba profundamente y le resultaría insoportable fracasar a causa de un momento de cobardía. Por añadidura, dejaría a Pitt en la estacada, lo cual era casi peor.

El callejón estaba oscuro, las nubes de tormenta teñían el cielo de gris y hacían que las sombras resultasen agoreras. Jones iba más adelante y se acercaba velozmente a un hombre fornido, con un pecho imponente y las piernas cortas y ligeramente arqueadas. Tenía un rostro fuerte, con facciones afiladas y ojos hundidos. Permaneció en el centro de callejón, justo en la trayectoria de Jones, pero este no vaciló y tampoco hizo ademán de darse la vuelta o querer distanciarse.

Tellman ya no podía elegir. En cuanto el dinero cambiase de manos se quedaría sin motivos para detener a Jones.

– Tenemos que cogerlo -dijo con voz queda.

De esa forma comprobaría de qué lado estaba Stubbs. Se le hizo un nudo en el estómago y se le cerró tanto la garganta que durante unos instantes le costó respirar. Se adelantó, se lanzó sobre Jones, lo cogió por detrás, le retorció el brazo a la espalda y mantuvo su cuerpo como un escudo ante el otro hombre. Si llevaba un arma, fuera la que fuese, de momento no la utilizaría. A sus espaldas oyó las pisadas de Stubbs en el pavimento.

– Policía, señor Jones -dijo Tellman con toda claridad-. Queda detenido por pasar dinero falsificado.

Jones lanzó una exclamación, en parte de sorpresa, pero sobre todo de dolor, porque intentó soltarse y Tellman le aferró el brazo con más fuerza.

– ¡Comprobará que no llevo nada! -declaró, ultrajado.

– Usted es de Bow Street -intervino en tono suave el hombre de las facciones afiladas. Su voz era ligera y su dicción extraordinariamente clara, lo que no coincidía en absoluto con su imagen-. ¿Qué hace aquí? Me llamo Grover. Soy el sargento Grover, de Cannon Street.

– Soy el sargento Tellman. Le sigo la pista al dinero desde la zona de Bow Street -repuso Tellman.

– ¡Es mentira! -exclamó Jones, indignado-. Nunca he estado ni siquiera cerca de Bow Street.

– Sargento Tellman, ¿está totalmente seguro? -preguntó Grover y dio un paso hacia ellos, por lo que solo quedó a tres metros de distancia.

Tellman retrocedió, arrastró consigo a Jones, se alejó de Grover y se aproximó a Stubbs.

– Sí, sargento, estoy seguro -contestó-. Es muy fácil comprobar si lleva encima dinero falsificado. Echemos un vistazo. ¡Agente Stubbs! -No le pidió que sujetara a Jones. Si lo soltaba, podían convertirse en tres contra uno y a Tellman no le quedaría ninguna salida. Ordenó-: Regístrele los bolsillos.

Durante unos momentos nadie se movió; por fin, Stubbs se adelantó.

Jones dejó escapar un resoplido.

– ¡Comprobarán que no llevo dinero falsificado! -se defendió, furibundo-. ¡Sargento Grover, usted me conoce! Esta es su zona. ¿Por qué permite que este agente de Bow Street se salga con la suya?

– Si lo que dice es verdad, le pediré disculpas -intervino Tellman y lo sujetó incluso con más fuerza, por lo que Jones retrocedió-. Incluso le pagaré la cena. ¡Muévase, Stubbs! ¿Qué le pasa?

A Tellman le costaba cada vez más sujetar a Jones; reparó en que alguien aparecía en el otro extremo del callejón y se acercaba por detrás de Grover. Este debió de oírlo, ya que se volvió, pero se giró de nuevo y miró a Tellman con una expresión de duda.

El recién llegado se acercó a la zona iluminada. Era Leggy Bromwich, un ladrón de poca monta que Tellman conocía desde hacía años. En un par de ocasiones Tellman había hecho la vista gorda cuando Leggy intentaba recuperar lo que era suyo, por lo que le debía algún que otro favor. No es que sirviera de mucho, pero al menos ya era algo.

– Hola, Leggy -saludó Tellman con una sonrisa que consistió, básicamente, en mostrarle los dientes-. ¿Has visto alguna buena falsificación en los últimos tiempos?

– ¿Tiene alguna, señor Tellman? -preguntó Leggy y se le iluminó la cara.

– La tendré en cuanto el agente Stubbs se decida a cumplir su trabajo.

Leggy se detuvo más allá del alcance de Grover, abrió los ojos de par en par y una ligera sonrisa alegró su rostro delgado.

Stubbs registró los bolsillos de Jones y sacó un puñado de dinero. -Solo son monedas -declaró con expresión impávida. Jones permaneció en silencio.

Tellman sintió que se le caía el alma a los pies. ¿Jones ya había entregado a Grover el billete falsificado o el tabernero lo había traicionado y no se lo había dado al extorsionador? Notó el sabor del fracaso en su boca.

– ¡Mire dentro de la camisa! -ordenó bruscamente.

– ¡Señor Tellman, ya está bien! -protestó Jones-. ¡No tienen ningún derecho! ¡Soy inocente!

Tellman retorció un poco más el brazo de Jones, que gritó.

– Sargento, no está en su distrito -advirtió Grover.

Stubbs miró a Grover e inmediatamente a Leggy. Introdujo la mano en la camisa de Jones y extrajo dos billetes de cinco libras.

– Mírelos -ordenó Tellman-. Obsérvelos atentamente.

Stubbs le hizo caso. Incluso a un metro de distancia Tellman se dio cuenta de que eran muy distintos. Al menos uno de ellos era una falsificación, y no muy buena por cierto.

– Sargento Grover, ¿qué me dice? -preguntó Tellman, que se alegró mucho de que Leggy Bromwich estuviera presente.

– Señor Jones, no sabe cuánto me ha decepcionado -aseguró Grover con falso pesar y retrocedió un paso-. Parece que, después de todo, el sargento Tellman tenía razón. Ha sido descuidado, muy descuidado.

Tellman volvió a mostrar los dientes a modo de sonrisa.

– Es una falsificación. Esta porquería es inútil. ¡No me gustaría que me pagasen una deuda con un puñado de esos papeles! Agente Stubbs, tenga la amabilidad de darme las esposas. Tendremos que llevarnos al señor Jones. Señor Grover, Leggy, que pasen un buen día. -Empujó a Jones para que mirara hacia el otro extremo del callejón y lo hizo avanzar, con Stubbs a su lado.

Se dirigió hacia la calle principal en la que, con un poco de suerte, encontrarían un coche de caballos. No volvió la vista atrás para ver la expresión de Grover ni la satisfacción que supuso iluminaba el rostro de Leggy Bromwich. Durante al menos un par de meses lo más sensato sería no volver a cruzarse con Grover.


Esa noche, después de dar la noticia a Pitt, Tellman se encontraba con Gracie en la calle, a la entrada del Gaiety Music Hall. La muchacha resplandecía de entusiasmo. Hacía casi tres semanas que le había prometido llevarla y en dos ocasiones habían tenido que postergarlo por culpa de las peticiones de Pitt. Esa noche estaba dispuesto a olvidarse de todo y salir con Gracie. Su luminoso rostro era suficiente motivo para tratar de apartar el problema de la corrupción de sus pensamientos, al menos hasta que regresara a su alojamiento y se diera cuenta de que no podía confiar en nadie.

Por otro lado, cabía la posibilidad de que los anarquistas estuvieran equivocados en cuanto al grado de corrupción. No eran, precisamente, personas muy sensatas o racionales. ¿Cómo podían hablar de algo tan absurdo como destruir el orden establecido a fin de volver a crear la justicia a partir del caos?

La duda de lo que Stubbs habría hecho si Leggy Bromwich no hubiese estado presente perseguía a Tellman. ¿Qué debía de haberle contado Stubbs a Wetron? Y, por otra parte, ¿qué le habría dicho Grover a Simbister? ¿Creía que Jones había dado realmente dinero falso o sabía que era el propio Tellman el que había colocado ese billete? De lo que estaba seguro era de que Grover no se delataría y acusaría al tabernero de pagar el dinero de la extorsión con billetes falsos.

Si la corrupción estaba tan extendida como temía Pitt y no la erradicaban, Tellman tendría que enfrentarse a un nuevo problema. Con profundo pesar se dio cuenta de que no podría continuar en la policía. Tendría que dedicarse a otra profesión… ¿cuál? No sabía hacer otra cosa. Acababa de proponerle matrimonio a Gracie. ¿Qué podía ofrecerle si no tenía trabajo?

La joven se aferró a su brazo, para no separarse de él en medio del gentío que empezó a avanzar cuando se abrieron las puertas. Fue una sensación agradable, cálida y enternecedora. ¡Bien sabía Dios cuánto había tenido que esperar para que Gracie le hablase cordialmente! Recordó el desdén que al principio había manifestado hacia él. Pasaba a su lado con la barbilla en alto, lo cual era todo un logro si se consideraba que apenas llegaba al metro y medio y era muy delgada. Sin embargo, tenía mucho carácter y desde el primer momento Tellman quedó fascinado. También debía reconocer que durante casi un año se había engañado y convencido de que lo único que ocurría era que lo irritaban sus intervenciones.

Entraron con el gentío y buscaron sus asientos. Se oían comentarios y risas mientras las mujeres se acomodaban las faldas, se quejaban de quienes tenían al lado y saludaban a los conocidos.

El espectáculo era excelente: un acróbata, un malabarista, dos contorsionistas que trabajaban juntos, una bailarina, varios cantantes y dos cómicos de primera. Tellman había comprado chocolate y caramelos de menta para Gracie y en el entreacto se proponía invitarla a una limonada. Durante tres horas apartaría de su mente todo lo que tuviese que ver con los delincuentes.

Se alzó el telón. En medio de los aplausos, el maestro de ceremonias anunció las actuaciones con el habitual lenguaje florido y rebuscado. Gracie y Tellman disfrutaron con el malabarista, que además de divertido era muy hábil, y con el acróbata, elegante y con dotes para la mímica. Se sumaron entusiasmados a los cantantes, al igual que hizo todo el público. La primera parte del espectáculo concluyó con desternillantes carcajadas tras la actuación de uno de los cómicos.

Cuando cesaron los aplausos y el telón de terciopelo rojo cayó, Tellman se puso en pie.

– ¿Te apetece una limonada?

– Sí, Samuel, gracias -aceptó Gracie cortésmente-. Me encantaría.

Tellman regresó diez minutos después. Gracie cogió el vaso y bebió con el ceño ligeramente fruncido.

– ¿Qué te pasa? -preguntó el policía, preocupado-. ¿Está demasiado acida?

– Está deliciosa -contestó-. Estoy preocupada por el señor Pitt.

– ¿Por qué? -inquirió, deseoso de tranquilizarla. Si había reparado en la ansiedad de Pitt o en el sentimiento de culpa que lo carcomía porque el cuerpo en el que trabajaba y en el que había creído durante toda su vida estaba bajo sospecha de corrupción, tendría que alejarla de la verdad y darle otra explicación-. No olvides que trabajar enla Brigada Especial esmuy duro. No resulta tan sencillo como ser policía decomisaría.

– Tienes toda la razón -coincidió y bebió otro sorbo de limonada. Cuando prosiguió, su voz sonó tan bajo que probablemente los de al lado no la oyeron-: Intenta averiguar si los estúpidos que colocaron la bomba dicen la verdad acerca de la policía. Pero no se lo puede preguntar a cualquiera, ¿verdad? ¿En quién puede confiar?

– ¡Casi todos nosotros somos tan honrados como los integrantes de laBrigada Especial y el señor Pitt lo sabe!-exclamó Tellman acaloradamente.

– Sabe que tú lo eres -lo corrigió-. Del resto no sabe nada.

– Claro que sí. Sabe que… -Calló, consciente de que ni siquiera él mismo sabía en quién podía confiar.

Gracie lo observó con una mirada sagaz y reparó en la duda que había alterado su rostro. Tellman notó calor en las mejillas y se dio cuenta de que se había ruborizado.

– ¿Te lo ha contado? -preguntó abiertamente tras dejar a un lado la limonada-. Por lo tanto, sabes de qué está asustado, ¿verdad?

La amistad de Gracie era demasiado valiosa para arriesgarse a decir mentiras, incluso verdades a medias.

– No puedo hablar de temas policiales, ni siquiera contigo -respondió con seriedad.

Si le hubiera dicho que lo hacía para que no se preocupara se habría puesto furiosa. Ya lo intentó una vez y lo acusó de tomarla por tonta, para postre durante los dos meses siguientes lo trató como a un leproso.

– ¡Ni falta que hace! -apostilló rígidamente-. Hace casi diez años que trabajo para el señor Pitt y sé que, le cueste lo que le cueste, no permitirá que la corrupción continúe. Tampoco lo detendrá ver que la señora Pitt esté terriblemente asustada.

– ¿No es lo que querías? -preguntó Tellman, que había notado la admiración en su tono de voz y el brillo con el que lo miro a los ojos.

Gracie vaciló; tenía muchas dudas. Tellman no lo entendió.

– ¿No era lo que querías?

Estaba seguro de que no se había equivocado al interpretar sus emociones. Además de que la conocía, era lo que él también creía. Gracie miró para otro lado.

– Sé que eso es lo que él tiene que hacer -respondió en un tono tan bajo que apenas la oyó. Se volvió para mirarlo con los ojos llameantes y llenos de lágrimas-. Pero ¡no es tu caso! Si se enteran de lo que estás haciendo, ¿quién te sacará del aprieto? -Tragó saliva con el cuerpo rígido y los hombros cuadrados-. ¡Estás solo en el cuerpo de policía y si te atrapan ni el señor Pitt ni nadie podrá ayudarte! -Tellman abrió la boca para negar que estuviera haciendo algo peligroso-. ¡Samuel Tellman, no se te ocurra mentirme! -espetó; estuvo a punto de atragantarse-. ¡Ni te atrevas!

– No pensaba mentirte -se defendió rápidamente. No le quedaba otra salida. Si permitía que Gracie le dijera qué podía o no hacer, tomaría una decisión equivocada de la que no se libraría el resto de su vida y, por mucho que la quisiera, no estaba dispuesto a permitirlo-. Quería ahorrarte la preocupación de hablar de ese tema, pero no sé cómo te has enterado. Yo no te lo he dicho y estoy seguro de que el señor Pitt tampoco lo ha hecho.

– No es necesario que me lo digas -espetó sin dejar de hablar en voz baja, aunque impetuosamente-. ¡Puedo deducirlo yo sólita! Parece que los anarquistas volaron a propósito esas casas, una de las cuales pertenece a un policía de Cannon Street. El Parlamento intenta aprobar una ley para dar armas al cuerpo, pero el señor Pitt no quiere porque dice que dificultará las labores policiales, ya que la población le volverá la espalda. Su antigua comisaría de Bow Street está al mando de un cerdo intrigante que, como todos sabemos, es jefe del Círculo Interior, que hace poco estuvo a punto de matar al señor Pitt.

– ¡Gracie! -exclamó, alarmado-. ¡Baja la voz! ¡No sabes quién puede oírte!

La muchacha no le hizo el menor caso.

– Lady Vespasia y la señorita Emily también están preocupadas.

Hasta hoy no habíamos podido venir al espectáculo porque estabas muy ocupado y ahora estás tan ojeroso que parece que te hayan apaleado. ¿Sigues pensando que soy incapaz de deducir qué ocurre?

Tellman tendría que haber supuesto que ni siquiera podía albergar la esperanza de que Gracie solo conociese parte de la gravedad del problema. De todos modos, en lo que a sus deberes se refería daba igual.

– Al parecer puedes hacerlo -admitió-. Esperaba que no te enterases para que no tuvieras que preocuparte. -Gracie dejó escapar un bufido de desdén ante tamaño disparate-. Sigo decidido a hacer cuanto esté en mis manos. Y no vuelvas a preguntarme nada, porque no quiero tener que pedirte que no lo hagas ni pienso contarte lo que ocurre, no porque desconfíe de ti, sino porque prefiero que no tengas secretos con la señora Pitt ni te veas obligada a mentirle.

– ¡Ya lo sabe! -exclamó y tragó saliva-. ¡También sabe sumar dos más dos! ¡Sabemos que volaron esa casa porque el policía que vivía en ella es corrupto!

– En ese caso, da igual que yo no diga nada. Gracie, dejémoslo ya. Así serán las cosas y lo mejor es que te acostumbres.

Tellman permaneció muy quieto y la miró con decisión y expresión seria.

La muchacha se puso furiosa y apretó los puños en el regazo; sus dedos pequeños palidecieron y parecieron los de una cría. Respiró hondo varias veces, como si buscara la respuesta adecuada. Tellman detectó temor en su mirada, un miedo abrumadoramente real.

Estuvo a punto de ceder. ¿Y si se sentía demasiado al margen, tan excluida que no lo perdonaba? Tomó aire para añadir algo más suave.

– De acuerdo, Samuel -aceptó afablemente.

– ¿Qué has dicho?

Tellman estaba desconcertado. ¡Gracie le hacía caso!

– ¡Ya me has oído! -Su voz volvió a sonar aguda y enfadada-. ¡No pienso repetirlo! Pero… pero cuídate mucho, ¿de acuerdo? Prométeme…

– ¡Te lo prometo! -replicó, aliviado.

Deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla, pero se habría sentido incómoda ante semejante muestra de afecto en un lugar público. Los asistentes volvieron a ocupar sus asientos para la segunda parte, las faldas se arremolinaron, la mitad de los presentes pisaron a la otra mitad. Hubo protestas y apresuradas disculpas.

Gracie se mantuvo tiesa y con la barbilla en alto. Se sorbió ligeramente los mocos y buscó el pañuelo, pero su cara estaba encendida de orgullo y de una especie de entusiasmo interior. No tuvo nada que ver con los contorsionistas del acto siguiente, con el cómico que le provocó dolor de barriga de tanto reír ni con el cantante que cerraba el programa y que logró que todos entonasen alegres canciones.

Tellman sonreía tan ufano que el vecino de asiento pensó que se le había escapado el sentido de uno de los mejores chistes, pero no preguntó nada.


Por la mañana, la alegría de Tellman se esfumó cuando llegó a la comisaría de Bow Street y encontró un mensaje en el que le ordenaban que acudiese inmediatamente al despacho del inspector Wetron.

– A sus órdenes, señor -dijo y, con la boca seca, se detuvo ante el escritorio de Wetron.

Este levantó la cabeza. Era un hombre de aspecto corriente, con entradas. Era de estatura y corpulencia medias y sus facciones eran vulgares hasta que se reparaba en la rígida brillantez de sus ojos y la línea inflexible que formaban sus delgados labios.

– Ah… Tellman. -Se echó ligeramente hacia atrás en la silla. Su escritorio estaba impecable y ordenado-. No estaba informado de que en nuestro distrito había un problema de falsificación. Por lo que sabía, solo circula algún que otro billete, pero, generalmente tan mal hecho que no engaña a nadie.

Tellman se puso tenso y se ruborizó.

– Señor, no creo que tengamos ese problema. Le agradecería que lo dejáramos correr.

– Desde Cannon Street me han informado de que ayer procedió a una detención en su terreno y que trasladó al hombre a esta comisaría. ¿Es así?

– Sí, señor. Tenía motivos para suponer que el billete había salido de nuestro distrito, por lo que el delito nos correspondía.

Hasta cierto punto era verdad. Debía tener muchísimo cuidado con lo que le decía a Wetron. Desconocía qué le había contado Stubbs.

– ¿Se refiere al billete de cinco libras? -Wetron enarcó ligeramente las cejas y con el tono dejó claro lo poco que importaba.

A Tellman le molestó, pero no podía permitir que se notase.

Una ligera mueca de diversión apareció en el gélido rostro de Wetron y continuó en silencio.

De repente, Tellman supo que Wetron aguardaba a que se disculpase y se retirara lo antes posible; daba la impresión de que estaba asustado o se sentía culpable. La cólera aumentaba en el interior de Tellman, que se repitió que debía ser muy cuidadoso. Cada palabra, cada matiz, incluso su manera de permanecer de pie o su expresión serían recordados. No estaba dispuesto a retroceder.

– Señor, en su momento pensé que dicha falsificación podía ser muy importante -explicó y se irguió ligeramente para cuadrarse ante el escritorio de Wetron-. Los anarquistas necesitan dinero. Hizo falta bastante dinamita para volar la casa del sargento Grover y las contiguas.

Experimentó una profunda satisfacción al ver un fugaz instante de incertidumbre en la mirada de su superior, como si lo hubiera pillado con la guardia baja. Pero enseguida se esfumó.

– Sí, no cabe duda -coincidió Wetron-. No sabía que este asunto le interesaba tanto. Claro que en su caso es bastante lógico. Sospecho que todavía sigue siendo leal a Pitt. -Dejó en el aire la ambigüedad de sus palabras-. Está a cargo de la investigación del atentado con bomba, ¿verdad?

Con gran alivio, como un corredor que recupera el aliento, Tellman recordó que esa información había aparecido en los periódicos.

– Sí, señor, es lo que dice la prensa, pero lo que me preocupa es que el sargento Grover es de los nuestros.

– ¡No sabía que lo conocía!

– Y no lo conozco, pero si esta vez le ha tocado a él, la próxima podría ocurrirme a mí. -Respiró hondo-. A no ser que haya algo acerca de Grover que desconozco.

La expresión impasible de Wetron no reveló nada. Sus manos continuaron inmóviles sobre el escritorio.

– ¿Cree que el sargento Grover es la víctima a la que apuntaron los anarquistas?

– Señor, no tengo ni la más remota idea, pero tampoco estoy dispuesto a correr riesgos. Podría ser una coincidencia que dinamitasen la casa de un policía, pero el señor Grover conoce a muchas personas de esa zona y quizá ha ofendido a algunas porque las ha puesto entre rejas y ha reducido los beneficios de sus negocios. Tal vez esas personas falsificaron un poco de dinero para los anarquistas y comentaron que les harían un favor si colocaban la dinamita en determinada calle, ¿no le parece?

Tellman quedó satisfecho con esa explicación porque tenía sentido.

Wetron lo miró fijamente.

– Sargento, ¿es lo que piensa el señor Pitt?

– No lo sé, señor. -Aunque no lo pareciese, acababa de decir la verdad-. Supongo que está más interesado en atraparlos que en saber si realmente querían colocar la bomba en casa del señor Grover.

Wetron sonrió y mostró sus dientes pequeños y regulares.

– Su querido señor Pitt no es muy rápido, ¿verdad? -preguntó en un tono burlón casi imperceptible-. Los anarquistas no necesitan ayuda para recaudar fondos. Hasta yo lo sé; basta estar atento a lo que se dice. ¡Parece que, pese a sus esfuerzos, el detective Pitt es incapaz de averiguarlo! Y por lo visto usted tampoco lo ha deducido.

La ira incendió las mejillas de Tellman; notó el calor y se imaginó que Wetron se daría cuenta. Por instinto habría defendido a Pitt antes que a sí mismo. Tal vez en eso consistía la provocación de Wetron. Si no saltaba, su jefe sabría que se mostraba deliberadamente cauteloso. ¿Qué esperaba? ¿Un farol? ¿Un doble farol?

Wetron se mantuvo expectante y no dejó de observarlo. Tellman debía reaccionar, ya que cualquier tardanza revelaría su ansiedad y lo haría aparecer deshonesto.

– Quizá sí -coincidió-. Tal vez tras dejar de formar parte del cuerpo ya no se entera de lo que ocurre. Por lo visto, tampoco se lo dijimos.

– Yo no estaría tan seguro. -Wetron no dejó de sonreír-. Supongo que tiene sus propios contactos e informadores, ¿no le parece, sargento?

Tellman notó que a causa de la tensión su voz sonaba ronca y parecía impostada. Sin embargo, no carraspeó.

– Veamos, señor, si usted sabe lo de los anarquistas y el señor Pitt no, hay que pensar que sus informadores no son muy competentes -razonó Tellman.

– Desde luego que hay que pensarlo. Debe de consultar a aquellos en los que sus superiores y los compañeros de sus superiores no confían.

Por fin había aparecido la advertencia indirecta. Tellman podría contárselo a Pitt y ser uno de ellos o abstenerse de decírselo y volverse indigno de su confianza.

Wetron parecía muy satisfecho. Tellman tuvo la impresión de que podía olerla.

– Ha sido muy insensato por su parte -prosiguió Wetron-. Un policía que recorre las calles y no cuenta con la lealtad de los hombres en los que confía se encuentra en una posición muy peligrosa. En Londres hay muchísimos lugares en los que esa situación podría costarle la vida.

Tellman se acordó de cuando estaba en el callejón con Grover y Stubbs. ¿Wetron lo sabía… se lo había dicho alguno de ellos? Solo la llegada accidental de Leggy lo había librado de quedar a merced de Stubbs, estuviera donde estuviese su lealtad.

– Así es, señor -confirmó-. ¿Debemos hacer un favor a la BrigadaEspecial e informarles del modo en que losanarquistas obtienen dinero? Sería conveniente y útil queestuvieran en deuda con nosotros.

– ¿Cree que algún día nos lo devolverán? -preguntó Wetron, sorprendido.

Tellman se sintió ridículo. Pitt lo haría, pero Victor Narraway era otra historia.

Wetron pareció pensárselo.

– Podríamos cambiarlo por otra cosa -comentó, reflexivo-. Si dentro de tres o cuatro días siguen dando palos de ciego los tantearé.

– A Tellman no se le ocurrió una respuesta ni se atrevió a discutir. Wetron se repantigó en el sillón y, como si apenas le interesara, preguntó-: ¿Están investigando a la familia de Magnus Landsborough?

Tellman se sobresaltó.

– Señor, no tengo ni la menor idea.

Wetron volvió a sonreír.

– Deberían buscar por ese lado. Su primo, Piers Denoon, es la persona por la que habría que empezar. Cabe la posibilidad de que, algún día, Pitt lo deduzca.

Miró a Tellman, con los ojos encendidos e inflexibles, como si pudiese leer su mente.

Tellman sabía exactamente qué hacía su jefe, que se divertía mucho con el dilema de su subordinado. ¿Tellman se lo repetiría a Pitt y se traicionaría a sí mismo o guardaría silencio y traicionaría a Pitt? La amenaza del fracaso recaería en Pitt aún más de lo que lo había hecho enla Brigada Especial, yaque la mitad de Londres se quejaba de que solo habían cogido a dosanarquistas y ni siquiera podían dar los nombres de los demás, porno hablar de capturarlos.

– Muy bien, señor -apostilló Tellman quedamente. Temió incluso que su tono lo delatase. Wetron había revelado algo de manera irrevocable. Si alguna vez había pensado que su jefe estaba al servicio del pueblo y no de sus propios intereses, dicha ilusión se había hecho añicos. También era posible que su jefe supiera que, en ese aspecto, hacía años que Tellman no se engañaba. No había perdido nada. Con gran amabilidad preguntó-: ¿Algo más, señor?

– No -contestó Wetron y se enderezó en el sillón-. Solo quería saber por qué está tan interesado, en el falso billete de cinco libras. Parece… parece algo insignificante.

– Señor, no creo que haya solamente un billete. -Tellman sonrió y elevó ligeramente las comisuras de los labios-. Si alguien tiene las planchas puede imprimir tantos como quiera.

– ¿Y ese tal… Jones le proporcionó alguna información útil?

– Todavía no, señor -contestó Tellman-. Pero todo se andará.

Wetron asintió lentamente. Estaba claro que acababa de trazar las líneas de la batalla y que estaba convencido de que ganaría.

– De acuerdo. Puede retirarse.

A Tellman solo le quedaba una salida. Por muy peligroso que fuese, no podía permitir que Pitt desconociera algo que podía ser una información decisiva.

Por otro lado, podía tratarse de una trampa no solo para pillar a Tellman, sino también a Pitt. Wetron y él se habían usado mutuamente. Wetron era el jefe del Círculo Interior solo porque Pitt había destruido definitivamente la reputación de Voisey. Era imposible que alguien hubiese olvidado o pasado por alto las victorias de Pitt sobre el Círculo. Era su enemigo más encarnizado y sus integrantes lo sabían.

Tellman debía averiguar por su cuenta si lo que Wetron había comentado de Piers Denoon era cierto. En caso de ser falso y de que Pitt lo persiguiera por lo que Tellman le hubiera contado, cosa que Wetron obviamente negaría, se ganaría enemigos que no podía permitirse. Tellman debía comprobarlo y darle las pruebas a Pitt en lugar de transmitirle un rumor sin confirmar. Por si eso fuera poco, tenía que averiguarlo en su tiempo libre.

Dos noches después de su conversación con Wetron, Tellman encontró al hombre que necesitaba. Le costó más tiempo y dinero de lo previsto. Dio con él en la Rat and Ha'penny, unataberna situada en la esquina de Hanbury Street, no lejos del lugardonde, cuatro años y medio antes, había aparecido una de lasvíctimas de Jack el Destripador, con el rostro desfigurado y elvientre rajado.

El local estaba lleno a rebosar, la gente reía ruidosamente y era muy intenso el olor a cerveza, a sudor y a cuerpos que no tenían los medios ni el deseo de asearse. Se sentaron frente a frente en una mesa pequeña.

– ¡Es un chiflado! -dijo Stace haciendo una mueca. Alzó el vaso y lo miró con actitud apreciativa-. Lo bastante desgraciado como para cortarse el cuello en' este momento y al siguiente rajárselo a cualquier otro. Es la persona que he conocido que más disparates dice. No le tiene miedo a nada, como si le diera igual estar vivo o muerto. Repito, está loco. Tiene dinero, montones de dinero.

– ¿Qué aspecto tiene? -preguntó Tellman y fingió que le interesaba muy poco, como si simplemente le estuviera dando charla.

Stace se encogió de hombros antes de responder:

– De petimetre. Parece que se pinte la mugre. No forma parte de él, como ocurre a la gente que vive aquí. La ropa le sienta como anillo al dedo y es pulcro. Tiene unas manos delicadas, como alguien que no ha trabajado un solo día en su vida. -Miró de soslayo a Tellman-. En tu lugar yo no le llevaría la contraria. Se enfurece enseguida y es inteligente.

– ¿Inteligente para qué? -Tellman bebió otro sorbo de cerveza.

– No lo sé, aunque algunos individuos raros le dedican mucho tiempo.

– ¿En qué sentido son raros?

– Chalados que vuelan cosas -contestó Stace. Se llenó la boca con el último trozo de pastel y siguió hablando-: Siempre dicen que se libran de la ley y no solo me refiero a los policías, sino al Parlamento y a todo lo demás. Si pudieran harían volar por los aires a la reina.

– ¿Son extranjeros? -inquirió Tellman inocentemente. -Algunos, aunque en su mayor parte son tan ingleses como el Big Ben -replicó Stace contrariado.

– ¿Podrían ser irlandeses?

– Hay de todo. -Stace se encogió deliberadamente de hombros-. Van cambiando. Pasan de un lugar a otro. Ya te he dicho que ese hombre es muy raro. Debe de ser por el opio o por algo así. Siempre mira por encima del hombro, como si el demonio le pisara los talones. En ninguna parte se queda el tiempo suficiente para sentarse. Da la impresión de que tiene miedo de que su propia sombra lo ataque. ¿Me invitas a otra pinta? También me comería otro pastelito.

Tellman accedió. La información lo merecía. Fue a buscar el pastel y la cerveza y regresó a la mesa. Stace los atacó inmediatamente, no fuera que Tellman cambiase de parecer.

Tellman no quería ir directamente al grano. Todo lo que dijera llegaría a oídos de la persona para la que Stace trabajaba… o a los de cualquiera a quien pudiera vendérselo.

– ¿Has dicho chalado? -repitió.

– Como una regadera -confirmó Stace.

– ¿Fuma opio?

– No lo sé, no estoy seguro.

– ¿De dónde saca el dinero?

– Tampoco lo sé. Ya te he dicho que está chiflado. -Stace dio un buen mordisco al pastel y tragó antes de proseguir-. Está loco, pero no es tonto.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

Tal vez esa pregunta era demasiado directa; en cuanto salió de su boca se arrepintió de haberla planteado.

– No lo sé -contestó Stace-. ¿Cuánto vale la respuesta?

– Si no lo sabes, no vale nada -precisó Tellman sin miramientos-. Has dicho que llevaba ropa cara y que bajo la suciedad estaba limpio.

– ¿No nos pasa a todos lo mismo? -Stace sonrió y dejó al descubierto sus dientes rotos.

Tellman no discutió aunque, en realidad, no era así. Al parecer, Piers Denoon regresaba a casa a dormir, probablemente a comer y sin duda a darse de vez en cuando un baño caliente. Tal vez fuera el único lugar en el que podría encontrarlo. Era posible recorrer durante meses el East End sin toparse con él. Y no disponían de meses, al margen del evidente peligro que representaba no solo para Tellman, sino para Piers que las personas equivocadas supieran que lo estaba buscando.

– Muchas gracias -concluyó sinceramente-. ¿Te apetece otra pinta de cerveza?

– Dado que me la ofreces, no la rechazaré -contestó Stace educadamente.


Esa noche Tellman no encontró a Piers Denoon y al día siguiente no tuvo ocasión de continuar la busca. Estaba cansado y desalentado cuando volvió a casa a cenar y a cambiarse de ropa. Durante el día había llovido intermitentemente y tenía los pies doloridos, las perneras mojadas y hacía dos días que no comía caliente. Se puso a pensar en Piers Denoon, y lo imaginó disfrutando de un baño caliente en la casa de sus padres en Queen Ann Street; lo embargó un sentimiento de amargura.

Sabía dónde estaba la casa porque se había tomado la molestia de averiguarlo. La primera noche se presentó y entregó un mensaje. El lacayo le respondió que el señor Piers no estaba en casa.

La segunda noche tampoco estaba pero, como Tellman no tenía nada mejor que hacer, se pasó el resto de la noche aguantando el frío viento en la acera de enfrente; se preguntaba cuánto tiempo más resistiría y si merecía la pena quedarse.

En dos ocasiones tiró la toalla, caminó hasta el final de la calle y se dispuso a bajar hasta Cavendish Square, pero cambió de idea y decidió concederle otro cuarto de hora.

Eran las diez y media cuando un coche se detuvo tres puertas más adelante y un joven descendió, trastabilló y estuvo a punto de chocar con una farola antes de cambiar de dirección. Iba sin afeitar y se le veía muy demacrado. Su ropa estaba sucia, pero indiscutiblemente bien cortada y cosida, hecha a la medida de su cuerpo, delgado casi hasta lo enfermizo. Tellman volvió a esconderse en la oscuridad y no se movió hasta que el individuo descendió los escalones que conducían a la puerta de la cocina, como si quisiera entrar por allí.

Tellman reaccionó, cruzó rápido la calle con un par de saltos y bajó los escalones. Alcanzó al hombre que intentaba abrir la puerta de servicio.

– ¡Señor Denoon! -exclamó Tellman con apremio. Piers dio un brinco como si hubiera gritado, se volvió, apoyó la espalda en la puerta y preguntó en tono imperativo: -Y usted, ¿quién es? Tellman ya había preparado la respuesta.

– He venido a hacerle una advertencia. ¡No se trata de una amenaza! -añadió. Gracias a la luz que permanecía encendida encima de la puerta de la cocina vio que Piers Denoon estaba ojeroso y tan tenso y nervioso como Stace había dicho-. Los policías que investigan el atentado de Myrdle Street saben que usted consiguió el dinero para la dinamita.

Piers lo miró fijamente; se notaba que hacía esfuerzos para no creerle. El terror de su expresión era tan patente que Tellman sintió una punzada de culpa. De todos modos, sabía que en ese momento no podía permitirse el lujo de ser misericordioso.

– Han interrogado a los detenidos, a Welling y a Carmody -añadió en tono apremiante-. Alguien debe de haber hablado. ¡Tiene que ser muy cuidadoso y avisar a los que le proporcionan el dinero!

– ¿Avisarles? -preguntó Piers Denoon y contuvo el aliento. Sus ojos parecían fosos insondables.

– ¡Escuche, yo no puedo hacerlo! -aseguró Tellman con gran sensatez-. No se entretenga, se están moviendo con gran rapidez.

¿Sería suficiente? ¿Lograrían sus palabras que Piers Denoon se reuniera con los que apoyaban a los anarquistas? ¿Obtendría así la prueba que Pitt necesitaba?

– Lo he oído -masculló Piers en voz baja. Estaba pálido y sudoroso, como si se encontrara enfermo.

Tellman movió afirmativamente la cabeza.

– Me alegro. Hágalo.

Se dio la vuelta, subió los escalones que conducían a la calle y se alejó. Se detuvo seis puertas más adelante y permaneció fuera de la vista por si Piers lo vigilaba. Cruzó la calle, bajó la mitad de los escalones de una casa en la que no había luces encendidas y se dispuso a esperar.

Cuarenta minutos después obtuvo la recompensa: vio que Piers Denoon subía nuevamente los escalones, en esta ocasión limpio, afeitado y ataviado con ropas en perfecto estado. Caminó rápidamente hacia el oeste, en dirección a Cavendish Square. Tellman tuvo que correr y lo alcanzó justo a tiempo de ver que abandonaba la acera y subía a un coche de caballos.

El policía maldijo para sus adentros y buscó otro coche con la mirada. Era tarde, hacía frío y la plaza estaba prácticamente desierta. Corrió por la acera hacia Regent Street y sintió un gran alivio al ver a veinte metros otro coche que se movía en dirección contraria. Corrió nuevamente. No se atrevió a detenerlo hasta que llegó a su lado; no quería llamar la atención. Subió y pidió al cochero que diese rápidamente la vuelta y siguiera al otro vehículo.

Fue una persecución frenética. En dos ocasiones perdió de vista a Piers Denoon, pero al final volvía a alcanzarlo. Estaban separados por una distancia de veinte metros cuando Piers se bajó a la mitad de Great Sutton Street, en Clerkenwell. Pagó al cochero y, tras mirar la acera arriba y abajo, llamó al número veintisiete.

Tellman gritó a su cochero que lo llevase a Keppel Street; se dio cuenta de que su voz sonaba ronca y de que tenía la boca seca. El sudor empapaba su cuerpo y se enfriaba, como si el aire se congelara.

Faltaba poco para la medianoche.

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