4

Pitt no experimentó la alegría de costumbre cuando franqueó la puerta principal de Keppel Street. Voisey le había estropeado ese placer. Si mencionaba su nombre, Charlotte recordaría la desdicha y la violencia del pasado. Sería muy egoísta contarle el encuentro sólo para no tener que tomar la decisión en solitario.

Entró y se desabrochó las botas, pero no la llamó para que supiese que estaba en casa. Carecía de sentido hablarle de Voisey si al final decidía no aliarse con él. Y si aceptaba su ofrecimiento, sería mejor para Charlotte no saberlo. Siempre le había contado las cosas importantes. Se conocieron a causa de un asesinato. Charlotte era observadora y sensata y comprendía a las mujeres como él jamás llegaría a hacerlo. Y, lo que era más significativo en sus observaciones, su esposa entendía las peculiaridades de su clase social de una forma que Pitt, que no pertenecía a ella, no podía. En diversas ocasiones habían sido las observaciones de Charlotte las que le habían mostrado algún aspecto decisivo, una anomalía, un móvil, una forma de pensar.

De todas maneras, la protegía de algunas cuestiones y la necesidad de trabajar con Voisey sería una de ellas. Aunque todavía no había tomado una decisión. Deseaba rechazar aquella propuesta y su intuición también se oponía a esa vinculación.

Recorrió lentamente el pasillo hasta la cocina. Las luces estaban encendidas y oyó el entrechocar de los platos.

Cada vez que estaba a punto de rechazar la perspectiva de trabajar con Voisey, el rostro terso y frío de Wetron acudía a su mente y pensaba que tal vez Voisey tenía razón. Quizá Wetron aspiraba al más alto cargo policial, a tener la ley de su parte y disfrutar de un poder casi ilimitado para corromper. Tal vez aliarse con Voisey era la única forma de derrotarlo.

¡Desde luego jamás confiaría en Voisey! Sin embargo, tal vez podría utilizarlo para ese fin. Era mucho lo que podía perder si no corría semejante riesgo. O, mejor dicho, tal vez la pérdida sería excesiva si no lo intentaba.

Abrió la puerta de la cocina y entró.

Durante la cena no mencionó el dilema que lo preocupaba ni se refirió a la corrupción policial. Charlotte percibiría su sufrimiento y también se sentiría dolida. Sabría que sus palabras, los abrazos, el afecto y la confianza no facilitarían lo que tenía que afrontar.

Cuando terminaron de cenar y recogieron la mesa, Pitt se repantigó en su sillón del salón y observó a su esposa, que estaba sentada con la cabeza inclinada. La luz de la lámpara situada a un lado marcaba las sombras de sus pestañas en la mejilla. Con manos ágiles Charlotte clavó la aguja en la ropa que remendaba; Pitt se alegró de no haber perturbado su paz.

En el salón no había más sonido que el suave repiqueteo de la aguja contra el dedal y el ligero chisporroteo de las llamas. Aquella imagen y el silencio casi absoluto eran reconfortantes. La seguridad, la compañía, esa familiaridad eran el verdadero premio al final de la jornada; era más que el alimento, el calor o el tiempo disponible para hacer lo que le viniera en gana. Se trataba de la certeza de que todo importaba. Estuviesen o no de acuerdo, habían emprendido una campaña a favor de algo que a ambos les interesaba. Triunfales o vencidos, llenos de energía o demasiado agotados para pensar, lo cierto era que Charlotte estaba de su parte.

Era una estupidez asustarla con la posibilidad de trabajar con Voisey o con los aspectos más desagradables de la corrupción policial. Además, si reflexionaba minuciosamente, era sensato y sopesaba todas las posibilidades, tal vez encontraría una solución más adecuada.

Jack Radley era la persona a la que le convenía consultar. Era el cuñado de Pitt, el marido de Emily, la hermana de Charlotte. También era parlamentario y estaba adquiriendo mucha experiencia. Por la mañana Pitt acudiría ala Cámara de los Comunesy le haría algunas preguntas. Pero para esa noche ya era hora dealejar la cuestión de sus pensamientos y dejar que el calorpenetrase en su interior y le reconfortase.


Jack respondió con cierto nerviosismo:

– Tanqueray.

Había optado por no reunirse con Pitt en su despacho, donde corrían el riesgo de ser interrumpidos por empleados, funcionarios y otros parlamentarios, por lo que se vieron en el exterior, en la terraza que miraba al río. De espaldas al gran palacio gótico de Westminster y a la torre del Big Ben se confundirían con la gente y probablemente se librarían de ser reconocidos.

– ¿Es verdad? -inquirió Pitt sin levantar demasiado la voz.

Un par de ancianos pasaron tras ellos y Pitt olió en la brisa el aroma a humo de cigarro. El sol destellaba sobre el río, en el que hileras de barcazas se dirigían aguas arriba con la marea a favor.

– Sí, desde luego -respondió Jack con emoción-. Además, tiene muchos partidarios. De hecho, lo que cuenta son los partidarios… Tanqueray no es más que el portavoz. Es una de las muchas cuestiones que me preocupan. En realidad, no sé quién está detrás de las presiones para armar a la policía.

– ¿Su proyecto no es la reacción al atentado en Myrdle Street? -quiso saber Pitt.

Jack esbozó una apenada sonrisa.

– Han utilizado ese argumento, pero están demasiado preparados para haberlo conseguido en un par de días. Todavía no han redactado el proyecto, pero ya cuentan con los compromisos y las argumentaciones principales para sustentarlo. Están tanteando a la opinión pública, pero existe un gran acuerdo. A lo largo del último año los delitos callejeros han aumentado. -Miró de soslayo a Pitt y entornó los ojos para protegerse del resplandor del sol-. Todos conocemos a alguien a quien han asaltado, que ha sufrido un incidente desagradable o que simplemente prefiere volver a casa por el camino más largo porque existe la amenaza de la violencia. Es posible que no te hayas dado cuenta porque no estás en la comisaría, sino en la Brigada Especial.

– Para no hablar de la corrupción policial -acotó Pitt sin levantar la voz-. Tampoco había reparado en ella.

– ¿Qué corrupción? -preguntó Jack y frunció el entrecejo-. ¿Dónde? ¿Cómo lo sabes?

– Por los dos anarquistas que detuvimos -respondió Pitt y echó a andar lentamente-. Por eso colocaron la bomba en Myrdle Street… al menos es lo que dicen. Solo pretendían destruir la casa del medio… que pertenece a un policía de Cannon Street. Por lo visto no son muy hábiles con la dinamita. Destruyeron al menos tres casas y hay otras cinco tan dañadas que habrá que demolerlas.

Jack enarcó las cejas.

– ¿Les crees? -preguntó y avanzó junto a Pitt

– Al principio, no. Llevé a cabo personalmente algunas investigaciones y sé que parte de lo que dicen es cierto.

– ¿Y lo demás?

– Todavía no lo sé, pero me propongo averiguarlo.

– ¿La corrupción está muy extendida?

Llegaron al final de la terraza y se volvieron para reanudar la caminata.

– Llega hasta lo más alto -respondió Pitt.

Jack permaneció varios minutos en silencio porque tras ellos caminaban algunos parlamentarios, a tan poca distancia que había el riesgo de que los oyeran. Dos o tres se dirigieron a Jack, que respondió escuetamente. No presentó a Pitt.

– ¿A quiénes te refieres? -preguntó cuando por fin tuvo la certeza de que nadie los oía.

– A Wetron, de Bow Street, y a Simbister, de Cannon Street -contestó Pitt-. No sé si hay alguien más implicado, pero el que importa es Wetron.

Jack no le preguntó por qué era así. Sabía que Wetron era jefe del Círculo Interior porque Pitt se lo había contado durante el episodio de Whitechapel.

– La policía dice que no puede protegernos de los robos ni de la violencia a menos que disponga de más efectivos. -Jack se detuvo y observó el agua alborotada por el viento-. En este momento pide más armas para que sus hombres puedan protegerse y los argumentos son muy poderosos. Todavía no han muerto muchos policías en el cumplimiento del deber, pero todo se andará. No podemos pedir que nos protejan y negarnos a proporcionarles los medios. La próxima vez que hieran gravemente a un agente habrá un clamor generalizado, por no hablar de que habrá más policías que abandonarán el cuerpo. Thomas, la gente está asustada y tiene motivos para ello.

– Lo sé. -Pitt se apoyó en el muro, junto a Jack, y miró el transbordador que pasaba bajo los arcos del puente de Westminster-. De todas maneras, armar a la policía no ayudará, solo empeorará las cosas. Ya disponemos de armas si debemos enfrentarnos a una situación realmente grave, como el asedio en Long Spoon Lane. Si tenemos demasiado poder, tarde o temprano alguien se aprovechará y abusará. Nos separaremos del pueblo, del que se supone que formamos parte.

Jack se mordió el labio.

– Sucederán cosas peores -afirmó apenado-. Todavía no sé cuáles, pero ocurrirán.

– ¿Peores? -Pitt se sobresaltó-. ¿Hay algo peor que una policía corrupta, con armas y competencias para que sus agentes vayan donde les apetezca y puedan registrar a quien les dé la gana sin tener que dar explicaciones? ¡Es como autorizar la creación de un ejército privado!

– No sé, no sé. Solo se trata de un rumor, algo de lo que nadie habla con claridad. De todos modos, estoy convencido de que existe un gran riesgo. Digamos que, al menos, temo que exista. -Se incorporó y se volvió para mirar a su cuñado-. Thomas, el miedo se está generalizando. Se palpa el temor al cambio, a la violencia, a la apatía que nos llevaría a perder lo que tenemos. Es el peor motivo para tomar medidas. Reaccionamos sin tener en cuenta las consecuencias.

Pitt sonrió con amargura y se acordó de Welling y Carmody, así como de Magnus Landsborough, al que no había llegado a conocer.

– Como los anarquistas, que están dispuestos a bombardear un objetivo sin pararse a pensar en el modo de reemplazar lo que se destruye.

– ¿Es eso lo que declararon? -Jack se mostró curioso.

– ¿Te sorprende?

– Según… depende. La vieja teoría de la anarquía no resulta muy práctica, al menos en mi opinión. Hace demasiado hincapié en la bondad inherente al ser humano. Sostiene que los hombres sabios deben controlar su comportamiento al margen de la interferencia de los gobiernos. -Sonrió a su pesar-. El problema es quién decide quiénes son sabios y quiénes no. Además, ¿qué hacemos con los perezosos, los inadaptados o los que, simplemente, no quieren colaborar en el bienestar general? Siempre existirán enfermos, viejos y cortos de entendederas, y no hablemos de los rebeldes. ¿Quién se encargará de ellos? ¿Quién frenará al intimidador, al mentiroso y al ladrón? Tiene que hacerse por consenso general, con lo cual volvemos a la cuestión del gobierno.

– Y de la policía -coincidió Pitt, pese a que lo que Jack acababa de decir acerca del anarquismo era prácticamente desconocido para él.

Esas palabras arrojaron una nueva luz sobre Magnus Landsborough y también sobre Jack. La anarquía era algo que había que tomarse en serio; era una ideología y no una simple manifestación de protesta.

– Hay algo más -apostilló Pitt-. Ayer estuve hablando con Voisey en el dique. Jack se tensó.

– ¡Con Voisey!

Pitt le contó lo que Voisey le había dicho de las ambiciones de Wetron; de escalar posiciones para regir con mano férrea toda la ciudad.

– ¡Dios bendito! -exclamó Jack enérgicamente. Bajó la voz al darse cuenta de que había llamado la atención de un grupo de hombres que pasaba junto a ellos-. ¡Se ha vuelto loco! ¿Lo está? -preguntó con incredulidad-. ¿Qué opina Victor Narraway?

– No lo sé -reconoció Pitt-. Todavía no se lo he dicho.

– ¿Y cuándo te propones comunicárselo?

– Cuando me marche de aquí.

– ¡No confíes en Voisey! -añadió Jack con apremio-. No olvida ni perdona nada. Quería ser presidente de Gran Bretaña y prácticamente fuiste tú quien se lo impidió, con la ayuda de lady Vespasia. Estoy convencido de que tampoco lo ha olvidado.

– Lo sé -confirmó Pitt-. Si Voisey no me hubiera echado, ahora yo sería el jefe de Bow Street en lugar de Wetron. ¿Acaso esto vuelve falaz la acusación contra éste?

Jack lo miró atentamente y palideció. El viento arreció y le agitó los cabellos.

– No -reconoció a regañadientes-. Supongo que no. ¿Qué quiere Voisey? Estoy convencido de que pretende algo a cambio.

– Quiere que colabore con él para impedir que Wetron triunfe -aclaró Pitt.

– ¡No debes hacerlo! -Jack estaba consternado-. ¡Thomas, no puedes trabajar con Voisey! A la primera oportunidad que se le presente te asestará una puñalada trapera. ¡Por Dios, sabes que lo hará!

– Sí, lo sé. -Pitt se levantó el cuello de la chaqueta-. Pero también sé que es posible que esté en lo cierto y, en ese caso, Wetron acabaría haciéndose con el control de Londres y de todo el Imperio. -Jack guardó silencio. Ambos pensaban que aquella posibilidad era aterradora-. Y eso no es todo -apostilló Pitt y echó a andar por el camino que ya habían recorrido-. ¿Y si Wetron no es tan inteligente como piensa y lo traiciona alguien que pertenezca al Círculo Interior, alguien con simpatías en el extranjero? ¿La conspiración se limita a Inglaterra? Yo no lo sé. Aunque así fuese, algunos hombres se venden por dinero, por poder o por miles de razones. No es descabellado pensar que un integrante del Círculo Interior podría traicionar a Inglaterra. No sería la primera vez que el Círculo se escinde en facciones y cambia de líder. Así es como Wetron acabó con Voisey, y podría volver a ocurrir.

Jack miraba hacia abajo y tenía el ceño fruncido.

– ¿No has pensado que Voisey podría habérselo inventado para conseguir que le ayudaras a destruir a Wetron? -inquirió, pero su tono delató que no creía en lo que decía-. Sin duda lo odia incluso más que a ti. ¿Existe satisfacción mayor que enfrentar a tus enemigos? Da igual que pierda uno u otro; tú ganas y el superviviente queda lo bastante debilitado como para que puedas rematarlo.

– Ya lo sé. -Aquella posibilidad formó un nudo en el estómago de Pitt-. ¿Podemos darnos el lujo de permanecer al margen?

Jack esperó largo rato antes de responder. Casi habían llegado a la puerta de entrada al palacio y a su despacho.

– No -reconoció en tono quedo-. Pero ten cuidado, Thomas. Por amor de Dios, ten mucho cuidado. No confíes en Voisey, ni siquiera un segundo. -Pitt guardó silencio-. ¿Qué quieres de mí?

Pitt lo miró firmemente a los ojos.

– Ya me has respondido. Tanqueray seguirá adelante con el proyecto y crees que podrían aprobarlo. Si ocurre, Wetron tendrá poder para imponer su dominio en Londres. Sean cuales sean los riesgos, si hay una forma de impedirlo la utilizaré.

Jack escrutó su rostro.

– Mantenme informado -dijo finalmente Jack-. Ocúpate de… -Se encogió de hombros-. Lo siento. La sola idea me resulta detestable.

Pitt sonrió.

– A mí también.


Pitt entró en el despacho de Narraway y se puso tenso incluso antes de abordar el tema. Su superior estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a la puerta, y la luz destacaba las canas de su cabellera. Cuando Pitt entró, Narraway se volvió con expresión expectante.

– Llega tarde -espetó-. ¿Qué más ha averiguado de Magnus Landsborough? Tengo que saberlo antes de que los anarquistas se reagrupen y nombren a otro jefe. -Estaba impaciente-. ¿Quién financió la operación? ¿Hay más implicados? He hablado con mis fuentes de información y, por lo que me han dicho, no existe ninguna conexión con grupos extranjeros. El East End está atestado de polacos, judíos, franceses, italianos, rusos y lo que se le ocurra, pero a nadie le interesaba que Myrdle Street volara por los aires.

– No creo que existan conexiones extranjeras -opinó Pitt y también permaneció de pie. Estaba demasiado rígido y tembloroso como para sentarse. Llegó a la conclusión de que era mejor ir directo al grano. Por otro lado, tampoco habría podido dejar de comunicárselo a Narraway-. Llego tarde porque he ido a la Cámarade los Comunes y he estado hablando con JackRadley. En su opinión, hay muchas probabilidades de que seaaprobado el proyecto de Tanqueray para armar a la policía yaumentar sus competencias en registro y detención.

Narraway soltó juramentos con una violencia contenida que revelaba la intensidad de sus emociones.

– He recibido una oferta de ayuda que voy a aceptar porque la situación posiblemente es peor de lo que suponemos y Jack está convencido de que se deteriorará todavía más -añadió Pitt.

– ¿Cómo ha dicho? ¿Que ahora los anarquistas pretenden volar… el palacio de Buckingham? -preguntó Narraway con ironía.

– Sabotaje por corrupción -explicó Pitt-. En el caso de que se apruebe el proyecto, el cuerpo de policía podría convertirse en el ejército privado de Wetron.

El jefe dela Brigada Especial aspiró aire y de pronto pareció darse cuenta de la situación.Relajó los hombros, aspiró profundamente y se le iluminó lamirada.

– Wetron aprovechará la oportunidad -comentó con serenidad-. ¡Genial! En ese caso, no querrá que atrapemos a los anarquistas. Deseará que vuelvan a asestar un golpe para que los ciudadanos se asusten y le concedan el poder que desea. En ese momento invertirá la corrupción que ha fomentado. No le costará detener a los responsables porque ya sabe quiénes son… ¡Que Dios los ayude, fue el mismo Wetron quien los instigó! Pitt, ¿cómo lo ha descubierto?

Los ojos negros de Narraway adquirieron un brillo que podría ser de admiración.

Solo existía una respuesta posible: la verdad.

– Lo supe por Charles Voisey -respondió Pitt-. Ayer me abordó en la calle. Quiere que colabore con él para impedir la aprobación del proyecto.

Una sucesión de emociones alteró el rostro de Narraway: desconcierto, incredulidad y, fugazmente, humor.

– ¿Es lo que quiere? -preguntó por fin-. ¿Qué le respondió?

La expresión de Narraway estaba llena de curiosidad.

Pitt se obligó a mantener la calma.

– Le dije que me lo pensaría y que hoy al mediodía le respondería. He quedado con él en St Paul. De todos modos, aceptaré.

La voz de Narraway sonó muy suave, casi como el ronroneo de un garito:

– Ah, aceptará. -Más que una pregunta era un desafío.

Pitt estuvo a la altura de las circunstancias.

– Sí, aceptaré. No puedo permitirme el lujo de rechazar ese ofrecimiento. Y usted no puede permitirse que yo diga que no. Necesitamos que la policía coopere para llevar a cabo eficazmente nuestro trabajo. Con Wetron de comisario y el Círculo Interior en contra nuestra, por no hablar de que se considere a la policía un enemigo público, nos impedirían cada paso que quisiéramos dar. Solo podríamos hacer aquello que Wetron nos permitiera.

– ¿Cree que es así? -inquirió Narraway-. ¿No se le ha ocurrido pensar que Voisey ha podido inventárselo a fin de utilizarle a usted para destruir a Wetron y recuperar el control del Círculo Interior?

– Por supuesto que se me ha ocurrido -contestó Pitt con amargura-. Estoy convencido de que Voisey sabe que se me ha pasado por la cabeza, pero esto no cambia el proyecto de Tanqueray ni la corrupción policial que, esté o no enterado de su existencia, Wetron ha sido incapaz de evitar.

Narraway apretó los labios y asintió ligeramente.

– ¿Quién mató a Magnus Landsborough?

– No lo sé -reconoció Pitt-. De todos modos, estoy empeñado en averiguarlo. Tengo que volver a hablar con Welling y Carmody, pero lo cierto es que resulta cada vez más difícil sacarles información. Son unos idealistas con una visión muy simple: la autoridad es corrupta y solo es posible deshacerse de ella a través de la violencia. Detonaron las bombas después de avisar a los habitantes para que salieran. -Intentó expresar con palabras la inocencia o la inutilidad fundamental de dichas tácticas-. No querían derramar sangre, que es el arma definitiva, pero estaban dispuestos a destruir los hogares y las pertenencias de los pobres y a privarlos de los medios que hacen más llevadera la vida. Son jóvenes, gozan de buena salud y no tienen esposa ni hijos, lo que significa que no podemos chantajearlos utilizando sus familias. Son soñadores que viven al margen de la realidad, de las emociones y las necesidades que impulsan, recompensan y hieren a las personas. No sé qué decirles.

Al parecer, Narraway ya lo había pensado.

– Acabarán en la horca -afirmó y miró de frente a Pitt. Se metió las manos en los bolsillos-. Supongo que lo saben, aunque tal vez no pensaron en ello. Aunque en el atentado de Myrdle Street no murió nadie, uno de los anarquistas disparó a un policía y lo hirió. Si usted no hubiera acudido en su auxilio y no hubiera parado la hemorragia, tal vez habría muerto. Podemos acusarlos de intentar asesinar a un agente de policía mientras cometían un delito muy grave.

Pitt sintió un escalofrío a pesar de que en el despacho hacía calor. Por muy desencaminados que estuviesen, ajusticiar a esos jóvenes que hacían lo que consideraban justo era un aspecto de su trabajo que le provocaba náuseas.

De todos modos, sabía que discutir con Narraway no serviría de nada. Mejor dicho, no sabía qué opinaba este de condenar a hombres a la horca o qué sentía acerca de los placeres y los sinsabores del trabajo. Narraway era meticuloso con la vestimenta y los hábitos, pero era desordenado con el papeleo. Comía frugalmente, pero le gustaban la buena repostería y el buen vino. Leía mucho: historia, biografías, ciencia y poesía. Pitt no lo había visto nunca con una novela en las manos, salvo algunas obras traducidas de otras lenguas, sobre todo del ruso. Desconocía absolutamente qué emocionaba a Narraway, qué le hacía daño o qué le quitaba el sueño.

– Propóngales la amnistía a cambio de información para acabar con la corrupción policial y el compromiso de no cometer más atentados. -La voz de Narraway interrumpió los pensamientos de Pitt-. Plantéelo como quiera, pero de forma que funcione.

Pitt estaba sorprendido y preguntó, incrédulo:

– ¿Ha dicho amnistía?

Su superior abrió mucho los ojos.

– ¡No deja de sorprenderme, pensé que le gustaría! Obviamente, no es ese el motivo por el que lo hago. Propóngales cinco años de cárcel en vez de la horca, pero consiga que se lo ganen.

Pitt se alegró.

– ¿A quién tiene que consultar para que sea oficial? ¿Cuándo lo sabrá?

Narraway se metió las manos en los bolsillos.

– Pitt, ya lo sé. -Una ligera chispa de diversión iluminó su mirada-. Vaya a ver qué consigue a cambio.


Cinco minutos antes de mediodía Pitt recorrió el suelo de piedra blanca y negra de la catedral de St Paul y bajó la escalera que conducía a la cripta. Franqueó discretamente los arcos e intentó evitar que sus pisadas perturbasen aquel silencio sepulcral. Abajo solo vio a dos personas: un anciano de pelo ralo y expresión apacible y soñadora y una mujer joven, muy concentrada en el papel que sostenía en la mano. Nadie lo miró cuando pasó.

De las paredes colgaban placas que conmemoraban a los héroes muertos en las grandes batallas del pasado. Le sorprendió que muchos fueran capitanes de la Marina caídos en Trafalgar. Fue un crudo recordatorio de qué sombríoparecía entonces el futuro de Inglaterra, con Napoleón en plenaconquista de Europa y preparado para apoderarse también de GranBretaña. En aquel momento daba la sensación de que nada podíadetenerlo.

Pitt divisó el techo central, con arcos de color claro, donde se unían las columnatas, y debajo, en el corazón mismo de la cripta, el gran sepulcro de Horatio Nelson. Voisey estaba de pie frente al mausoleo. ¿Acaso analizaba en silencio el heroísmo, el sacrificio y las vicisitudes de la guerra, que podían cambiar la historia tras una sola batalla? ¿Podría controlar todos aquellos factores un hombre dotado de visión, aptitudes y valentía? La señal de Nelson a la flota antes del ataque pasó a la historia y hasta es posible que explicara la esencia de ser inglés: «Inglaterra espera que cada uno cumpla con su deber».

¿Por qué Voisey había elegido ese sepulcro entre todos los que albergaba la gran catedral? Había una veintena de lugares donde reunirse, todos de fácil acceso. ¿Por qué había llegado tan temprano?

¿Se trataba de su primer y sorprendente error táctico? Pitt había calculado que Voisey se retrasaría diez minutos, no tanto para que se marchase, pero lo suficiente para que estuviera ansioso y se sintiera en desventaja, como si él fuese quien esperaba una respuesta.

Pitt se detuvo unos segundos para ver si Voisey se daba la vuelta y lo buscaba. No lo hizo. ¿Estaba más seguro de lo que daba a entender su temprana llegada o acaso veía el reflejo de Pitt en la superficie de mármol negro del sepulcro?

Por si era así, Pitt sonrió y avanzó. No echaría a perder su ventaja dando la sensación de que era calculada.

– Buenos días, sir Charles -dijo. Empleó el tratamiento que correspondía y que recordaría a Voisey que, en su más duro enfrentamiento, era Pitt quien había ganado.

Habría preferido no tener que llamarlo así, pero evitarlo habría resultado incluso más obvio. Habría indicado que temía evocar aquel recuerdo. Darse cuenta de lo mucho que había pensado en Voisey le creó un gran desasosiego.

Voisey se volvió poco a poco. Iba elegante y sobriamente vestido, como si estuviera allí para recordar a los héroes del pasado en vez de para debatir batallas políticas del presente.

– Buenos días, Pitt -respondió-. Llega un poco tarde. ¿Es la primera vez que visita St Paul? Si es capaz de concentrarse en el asunto que nos ha traído aquí tal vez podríamos caminar por la cripta. Le mostraré los sepulcros de otros notables aunque, como es evidente, nada puede rivalizar con este puro… -titubeó-, con este puro espectáculo.

Pitt observó el magnífico monumento. Tenía diversos adornos y estaba resplandeciente; era el tributo de una nación a un hombre que no solo había sido el artífice de su mayor victoria naval, sino un héroe muy querido que había muerto en el momento de su triunfo. Pitt valoró el monumento y se sintió lleno de un profundo orgullo mientras permanecía delante; olvidó fugazmente que Voisey se encontraba a su lado.

– Perdimos cerca de cuarenta oficiales y quinientos efectivos. Las palabras de Voisey interrumpieron sus pensamientos, por lo que preguntó, sorprendido:

– ¿En Trafalgar? -Parecían muy pocos para una batalla de tanta importancia.

– En la flota británica -contestó Voisey, con expresión irónica y la mirada encendida-. Obviamente, esa cifra no incluye a los franceses ni a los españoles. -Pitt guardó silencio y se sintió un poco ridículo-. Perdieron más de cien oficiales y mil cien efectivos -precisó Voisey. En esta ocasión Pitt tampoco respondió-. Era un hombre peculiar. Se mareaba al principio de cada travesía. -Voisey se refería a Nelson.

– Lo sé -afirmó Pitt.

– Le gustaban las mujeres gordas y malolientes -apostilló Voisey.

El investigador no tenía ni idea de si aquello era cierto o falso, pero tampoco le interesaba. Observó a Voisey y apartó rápidamente la mirada. Supo por qué lo había mentado: se trataba de una cuestión de clase. Le recordaba que era un caballero mientras que Pitt no lo era. Contraponía la soltura aristocrática a la falibilidad de los héroes y los aspectos más terrenales de la naturaleza con la mojigatería de la clase obrera. Tanteaba el terreno, intentaba encontrar la forma de herirlo.

– ¿Está seguro? -preguntó Pitt con indiferencia-. ¿Cuántos barcos perdimos?

– Los franceses y los españoles de la flota combinada perdieron veintiuno-contestó Voisey.

Pitt sonrió y entre ambos se produjo cierta sensación de confianza.

– Por lo visto, ha estudiado el tema.

– Fue un momento decisivo de la historia, una de las batallas navales más importantes. -En ese momento era Voisey quien estaba a la defensiva-. Me habría gustado verla. -Miró en dirección al sepulcro. A pesar de todo, su voz sonó cargada de orgullo-. Una fría mañana de octubre sesenta y dos buques de guerra se encontraron cara a cara. Nos superaban numéricamente y en cañones por treinta y tres a veintinueve.

– ¿Cuántos barcos perdimos? -repitió Pitt.

No quería sentir aprecio por Voisey porque le interesara la historia ni estaba dispuesto a identificarse con su patriotismo, pero tuvo que esforzarse y pensar exclusivamente en los hechos.

– Los franceses perdieron ocho y los españoles, trece -replicó Voisey.

– ¿Y nosotros?

Voisey ladeó la cabeza para señalar el sepulcro. -Nosotros perdimos a Nelson.

– ¿Cuántos barcos? -insistió Pitt. No quería pensar en los seres humanos, sus vidas y sus pasiones; decidió ceñirse a lo mensurable.

– Ni uno. No perdimos barcos. Todos regresaron a puerto. -Voisey frunció ligeramente el ceño y parpadeó, como si sus emociones lo hubiesen pillado con la guardia baja-. Es la mayor victoria de nuestra historia naval. Nos salvaron de la invasión, pero la flota regresó a Inglaterra con las banderas a media asta, como si se tratase de una derrota. -Su voz sonó grave y dejó de mirar a Pitt.

Éste estaba decidido a que el odio que Voisey sentía por él no se apartase jamás del primer plano de su mente; no podía permitírselo. Pero a pesar de ello, acabó atrapado por la magnitud del combate, la gloria y la pérdida. Sabía qué estaba haciendo Voisey: intentaba establecer un vínculo entre ambos, una tentación para que bajase la guardia. Pero si rompía ese vínculo sería rebajarse, negar quién era, algo que Voisey también había provocado. Tuvo la sensación de que Voisey movía los hilos como un titiritero.

Al final fue Voisey quien rompió el silencio.

– ¿Le ha dicho Jack Radley que la propuesta de Tanqueray será aprobada? -inquirió.

Pitt disimuló la sorpresa que le provocó enterarse de que Voisey ya sabía que había hablado con Jack.

– Sí -reconoció-. También me ha comentado que hay muy poca resistencia organizada. Tendremos que ser mucho más listos de lo que hasta ahora hemos sido si queremos capear el temporal. -El empleo de la metáfora marinera no fue intencionado.

Un esbozo de sonrisa divertida apareció en los labios de Voisey, pero tenía los puños cerrados a los lados del cuerpo y sus potentes nudillos estaban blancos.

– Eso suena a derrota -comentó y el intenso simbolismo del lugar en el que se encontraban no pasó desapercibido, que era precisamente lo que Voisey pretendía.

– Debería sonar a cautela -precisó Pitt-. Creo que, al menos de momento, nos superan numéricamente y en armamento. Hace falta algo más que bravuconadas para ganar y, por desgracia, algo más que una causa justa.

Voisey enarcó un poco las cejas.

– ¿Necesitamos un Nelson? -Una leve sonrisa entreabrió sus labios-. ¿Cree que Narraway está a la altura de las circunstancias?

– Aún no he decidido hasta qué punto le consultaré -contestó Pitt.

En esta ocasión Voisey sonrió de oreja a oreja y la diversión llegó hasta sus ojos.

– ¡Estaba convencido de que le caía bien! ¿Me he equivocado?

– Eso no viene al caso -respondió Pitt cáusticamente. El tono divertido de Voisey le había molestado-. Me guste o no, soy capaz de trabajar con quien sea si considero que su objetivo es el mismo que el mío y si esa persona es competente. ¡Suponía que ya lo sabía!

– Está bien -reconoció Voisey suavemente, con voz apenas audible-. Si hubiera dicho que confiaba en mí habría pensado que era usted un mentiroso, que además mentía mal, pero está claro que se da cuenta de que mi objetivo es el mismo que el suyo. Con eso me basta.

– Vayamos por partes -advirtió Pitt. No preguntó si Voisey confiaba en él. Al fin y al cabo, esa era la ventaja del parlamentario y ambos lo sabían. Pitt se regía por las normas del cuerpo, en cambio Voisey no tenía limitaciones-. ¿Cómo es Tanqueray?

El humor encendió las facciones de su interlocutor.

– Como una tarta de mermelada -contestó-. Atrae a los que tienen más apetito que sentido común y luego acaban chupándose los dedos y buscando un lugar donde lavarse. Nunca basta con una servilleta.

Pitt sonrió muy a su pesar.

– ¿Por qué lo eligieron?

Voisey enarcó las cejas.

– ¿Quiere que le dé mi opinión? ¡Porque hay un montón de parlamentarios que piensan que no hay nada más inocente o inofensivo que una tarta de mermelada! Si les ofrece un bizcocho borracho o una lionesa de crema pensarán que quiere algo.

Pitt se dio cuenta de adonde quería ir a parar.

– ¿En quién más pueden confiar?

– En muchos -contestó Voisey apesadumbrado-. Dyer es el más poderoso. Es un mendigo zalamero. Parece un sacerdote al que han obligado a colgar los hábitos; yo no le confiaría ni los fondos del partido ni a mi ahijada si tuviese menos de veinte años. Lord North solía decir de Gladstone que no le molestaba que guardase un as bajo la manga, pero se negaba a aceptar que fuese Dios quien los había puesto ahí. ¡Dyer es igual: más papista que el Papa!

Pitt se volvió para disimular la risa que había estado a punto de traicionarlo. No quería que nada de Voisey le gustara. Se alejó del sepulcro y dio unos pasos hacia el lugar por el que había llegado.

– ¿Quién mató a Magnus Landsborough? -inquirió el político.

– No lo sé -replicó Pitt-. De todos modos, lo averiguaré. ¿Le preocupa eso? ¿No es la corrupción policial lo que le interesa? Será la carta principal que tendrá que jugar contra ellos en el Parlamento.

– Ni más ni menos. ¿Está seguro de que no son dos asuntos estrechamente unidos?

– No, no estoy seguro. Tal vez están relacionados.

– Necesitaré algo más sólido -apostilló Voisey-. Quiero pruebas de corrupción o, al menos, las suficientes para dar por supuestas muchas más cosas.

– Claro, ya sé qué necesita y para qué -coincidió Pitt-. Podría conseguirlo y entregárselo sin más dilaciones a Jack Radley. -Se volvió para mirar a Voisey. No pudo evitar intentar comprobar si la mención del nombre de Jack, que debía de traerle recuerdos de su derrota, herían su amor propio. El sentimiento de odio que alteró la expresión del sir fue tan amargo como la bilis. Pitt ya sabía que existía y verlo unos segundos con toda su crudeza lo perturbó, aunque no tendría que haber sido así. Le sirvió de recordatorio. Tendría que estar agradecido, ya que olvidarlo resultaba demasiado fácil-. ¿Qué me dará usted que él no pueda proporcionarme?

– Información del Círculo Interior -contestó Voisey y le tembló ligeramente la voz-. Nombres, detalles y quién debe qué y a quién.

Podría ser la traición definitiva a todas sus promesas, la venganza hacia aquellos que le habían vuelto la espalda y escogido a Wetron. Las emociones que mostraba eran abrumadoras: júbilo, pero también temor. Daría un paso definitivo que se castigaba con la pena de muerte.

– ¿Cuánta de esa información está dispuesto a utilizar? -preguntó Pitt con voz muy baja.

No solo se protegía de que lo oyese alguien, que podía formar parte de esa hermandad secreta, también evitaba revelar sus necesidades.

– Toda -replicó Voisey-. Hasta que el Círculo sea tan inútil como los huesos que reposan en este mármol.

– Comprendo.

– No, no lo entiende, pero acabará por hacerlo. Le enviaré un mensaje si tengo algo que comunicarle acerca de lo que sucede en el Parlamento. De lo contrario, volveremos a reunimos aquí la semana que viene y me dará la información de que disponga. Váyase de una vez. No estamos juntos. Simplemente, por azar, nos encontramos en el mismo lugar y a la misma hora.

Pitt tragó saliva. Notó que se le había secado la boca. Deseaba decir algo tajante y definitivo, pero su mente solo estaba ocupada por la certeza del odio corrosivo e irreversible de Voisey. Se dio la vuelta y se alejó hacia la escalera que conducía a la inmensa catedral y al resto del mundo.


Por la noche, al llegar a casa, Pitt se entusiasmó con la alegría de sus hijos mientras se sentaban a la mesa para cenar. Acogió de buena gana sus incesantes preguntas e intentó no mirar a Charlotte cuando ella intervino para poner un poco de orden.

– Papá, ¿qué quiere decir anarquista? -preguntó Daniel con la boca llena-. La señora Jonhson dice que son demonios. ¿Es verdad?

Charlotte dejó escapar una exclamación y se dispuso a decirle que acabara de comer la verdura, pero su esposo la interrumpió.

– No, las personas nunca son demonios, aunque por razones muy diversas a veces obran mal. Los anarquistas no creen en el orden. Prefieren prescindir de las reglas y el gobierno. -No quiso confundir a su hijo con la definición más política y sutil de Jack.

– ¿Por qué?

Charlotte puso los ojos en blanco y disimuló una sonrisa. No estaba dispuesta a ayudar.

Pitt estuvo tentado de dar una respuesta graciosa, pero reparó en la expresión seria y bastante preocupada de su hijo y cambió de parecer.

– Creen que sería mejor que cada uno hiciera lo que quisiera. Daniel se mantuvo expectante.

– ¿Recuerdas el día que fuimos a Piccadilly en coche de caballos? -intervino Charlotte con delicadeza-. ¿Te acuerdas de que la rueda de un coche se enganchó en la de otro y se soltó? Todos corrieron en distintas direcciones para recuperarla y acabaron empeorando la situación -Daniel movió afirmativamente la cabeza y la satisfacción iluminó su rostro-. Pues bien, sería más o menos lo mismo -concluyó su madre-. Durante un rato resultó muy divertido, pero no te haría gracia si tuvieras prisa, estuvieses muy cansado, sintieras frío o te encontrases mal. Si hay reglas, a la larga todos llegamos donde queremos ir.

Daniel se dirigió a su padre:

– ¿A quién puede interesarle tanto lío? ¡Es una tontería!

– Hay personas tontas -intervino Jemima-. Dolly Fielding es tonta. Mi gato tiene más sentido común.

– Los gatos son muy sensatos -coincidió Charlotte-. Deja de llamar tonta a la gente y acábate las zanahorias.

– Los gatos no comen zanahorias. -Jemima probó suerte.

– Tienes razón-reconoció Charlotte-. ¿Prefieres un ratón?

Jemima dejó escapar un grito de asco y con dos bocados se acabó lo que quedaba en su plato.


Ya eran casi las nueve de la noche cuando Pitt se quedó a solas con Charlotte. Le resultó imposible seguir eludiendo el tema, no porque se sintiera obligado a plantearlo, sino porque su esposa se le adelantó.

– Hoy he visitado a Emily -comentó Charlotte, que no había cogido la labor de costura, doblada y colocada en la pequeña mesa contigua a su sillón.

Los niños estaban en el primer piso y Gracie tenía libre el resto de la noche.

– ¿Cómo está? -preguntó Pitt; en parte por cortesía y en parte porque apreciaba sinceramente a su cuñada, pese a que en ocasiones también lo exasperaba.

Hacía un par de años que ni Emily ni Charlotte se entremetían tanto en sus casos. Y él ya no estaba tan preocupado como antes por la seguridad de las mujeres; incluso reconocía que habían sido inteligentes, imaginativas y que habían demostrado que no tenían miedo al peligro.

– Está preocupada -contestó Charlotte.

Pitt estaba encantado de hablar de las preocupaciones de Emily. Probablemente tenían que ver con sus hijos o con alguna cuestión doméstica. Se libraría de sentirse culpable por no compartir sus sentimientos con Charlotte. No podía contarle que colaboraría con Voisey. Cada vez que llegase a casa media hora más tarde de lo previsto su esposa tendría miedo y pensaría en actos de violencia y traición.

– ¿A qué se debe?

Su mujer lo miró a los ojos.

– Al proyecto de armar a la policía -replicó-. Teme que hombres como Wetron, que como todo el mundo sabe es el jefe del Círculo Interior, convenzan a parlamentarios como Tanqueray, que es un inconsciente, para que se apruebe el proyecto. De esa forma Wetron tendrá todavía más poder. No sabemos quién está a favor y quién se opone. Es posible que Charles Voisey vuelva a formar parte del Círculo e incluso que compre su vuelta apoyando el proyecto.

– No lo apoyará -se apresuró a decir, aunque enseguida se arrepintió de haber sido tan categórico-. Al menos… -Calló. Charlotte lo miró con el ceño fruncido.

– Thomas, ¿cómo lo sabes? -No fue un desafío. Se había dado cuenta de que estaba al corriente de la situación y simplemente le pedía explicaciones. No le quedaba más remedio que decir la verdad o, por primera vez, mentirle deliberadamente. Se enterase o no, Charlotte notaría su sentimiento de culpa. Se daría cuenta de que había faltado a la confianza que había entre ambos y a partir de ese momento no volvería a existir la misma calidez, la misma seguridad. Insistió-: Thomas, ¿cómo sabes que Voisey no apoyará el proyecto?

Charlotte temería por la seguridad de su marido si se enteraba de lo que pensaba hacer.

– Wetron no necesita que vuelva a formar parte del Círculo -contestó, sin faltar totalmente a la verdad-. Además, sería tonto si confiara en él.

¡Cuánta ironía había en aquella respuesta! ¿Acaso alguien era tan mentecato como para confiar en Voisey?

– ¿Confiarías en él? -preguntó Charlotte de forma directa y franca.

– Confiaría en que es capaz de actuar por su propio interés. Quizá para ampliar sus posibilidades de venganza.

No hacía más que empeorar las cosas. Acababa de meterse en una situación en la que era imposible decirle que colaboraría con Voisey; por otro lado, no estaba preparado para sacrificar la confianza que se tenían y mentirle. Deseaba batirse en retirada y pedirle, simplemente, que no siguieran hablando de ello, pero era una evasiva que solo aumentaría los temores de su esposa.

– Voisey no está implicado en este asunto. -Las palabras de Charlotte eran una afirmación más que una pregunta, pero su expresión suplicante parecía pedirle que lo confirmase.

– Desde luego que no -reconoció Pitt-. Hará cuanto esté en sus manos para perjudicar a Wetron y, si lo consigue, yo estaré encantado. De todos modos, si lo que preguntas es si sé qué se propone, tengo que responder negativamente; no lo sé.

– Pero ¡algo hará!

– Supongo que sí. Espero que haga algo.

La mujer suspiró.

– Comprendo.

A Pitt le habría gustado inclinarse, tocarla y estrecharla entre sus brazos, pero la sensación de que la había traicionado se lo impidió.

Se hundió un poco más en el sillón, como si estuviera agotado, y sonrió a su esposa.

– Te prometo que tendré mucho cuidado -aseguró-. Al igual que Vespasia y tú, yo tampoco he olvidado lo que hizo.

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