Pitt cerró la puerta sin hacer ruido, se quitó las botas y caminó por el pasillo hacia las luces, los sonidos y las risas de la cocina. Eran casi las ocho y, pese a que la tarde era agradable tiritaba de agotamiento, no tanto físico como mental.
Abrió la puerta y se dejó rodear por el aroma cálido a pastelitos y verduras y por el olor seco y delicado de la ropa limpia colocada en el tendedero para que se oreara. La luz de gas iluminaba la vajilla con reborde azul del aparador y la superficie clara y fregada de la mesa de madera.
Charlotte se volvió y sonrió. Aún llevaba el pelo recogido, pero algunos mechones se habían soltado; se protegía la amplia falda con un delantal.
– ¡Thomas! -Se acercó rápidamente a su marido, pero al verle la expresión frunció el ceño-. ¿Te encuentras bien? ¡Han puesto una bomba! ¿Qué ha pasado?
– Sí, estoy bien, pero cansado -respondió-. La explosión no ha herido a nadie. Durante el asedio un policía ha recibido un disparo, pero solo se trata de una herida superficial.
Charlotte le dio un rápido beso en la mejilla, se apartó y preguntó preocupada:
– ¿Has comido algo?
– No -reconoció; apartó de la mesa una de las sillas de respaldo rígido y tomó asiento-. Alrededor de las tres he comido un bocadillo de jamón de York. En realidad, no tengo hambre.
– ¡Bombas! -exclamó Gracie y dejó escapar un bufido de disgusto-. ¡No sé adónde iremos a parar! ¡Deberíamos meterlos a todos en las norias de castigo de Coldbath Fields! -Se puso de espaldas al fogón y observó a Pitt con posesiva desaprobación. Era mucho más que una criada y manifestaba apasionadamente su lealtad-. Vamos, un trozo de pastel de manzana no le vendrá nada mal. Y también hay nata… espesa como la mantequilla. Puede meter la cuchara, se mantiene de pie.
Sin esperar respuesta, Gracie se dirigió a la despensa y abrió de par en par las puertas de batiente.
Charlotte sonrió a su marido y sacó del cajón una cuchara y un tenedor limpios. En ese momento, Jemima, de once años, bajó corriendo la escalera y avanzó por el pasillo.
– ¡Papá! -Se arrojó a los brazos de Pitt y lo abrazó, entusiasmada-. ¿Qué ha pasado en el East End? Gracie dice que habría que matar a todos los anarquistas. ¿Es cierto?
Pitt la estrechó con fuerza y la soltó cuando Jemima recobró la dignidad y se apartó.
– ¿No dijo que había que enviarlos a las norias de castigo?
– ¿Qué es una noria de castigo? -preguntó Jemima.
– Un mecanismo que da vueltas continuamente, pero tienes que seguir caminando porque, de lo contrario, pierdes el equilibrio y te haces daño.
– ¿Y para qué sirve?
– Para nada, es una forma de castigo.
– ¿Para los anarquistas?
Gracie regresó con una generosa ración de pastel de manzana y una jarrita de nata y las depositó sobre la mesa.
– Gracias -dijo Pitt, y se sirvió. Es posible que, después de todo, estuviera hambriento. Además, si comía ellas se alegrarían. Respondió a la pregunta de Jemima-: Para todos los que están en la cárcel.
– ¿Los anarquistas son malos? -quiso saber la niña y se sentó al otro lado de la mesa.
– Sí -respondió Gracie, ya que Pitt tenía la boca llena-. Claro que lo son. Vuelan casas y destrozan objetos. Odian a la gente que se ha esforzado y conseguido cosas. Quieren echar a perder todo lo que no les pertenece. -Llenó el hervidor y lo puso a calentar.
– ¿Por qué? -insistió Jemima-. ¡Vaya tontería!
– Generalmente porque si hicieran otras cosas nadie les haría caso -respondió Charlotte a su hija-. ¿Dónde está Daniel?
– Haciendo los deberes -contestó Jemima-. Yo ya he terminado. ¿Romper cosas hace que la gente te preste atención? A mí me mandarían a la cama sin cenar. -Miró esperanzada el pastel de manzana.
Charlotte tuvo que hacer un esfuerzo para disimular una sonrisa. Pitt la vio en su mirada y giró la cara. El calor de la cocina empezó a calmar el dolor de su interior; la violencia se retiró de sus pensamientos y pasó a ocupar un lugar umbrío más allá de las paredes. La masa del pastel era crujiente y aún conservaba parte del calor de la cocción; la nata era espesa y suave.
– En tu caso sería así -confirmó Charlotte a Jemima-. Pero si estuvieras convencida de que algo es injusto te enfadarías muchísimo y tal vez no guardarías silencio ni harías caso de lo que te dicen.
Jemima miró a Pitt sin tenerlas todas consigo.
– Papá, ¿por eso han causado destrozos? ¿Hay algo injusto?
– No lo sé -respondió Pitt-. De todos modos, poner bombas en las casas no es la solución.
– ¡Claro que no! -exclamó Gracie con energía y se puso de puntillas para coger la caja de té del estante-. Si algo está mal, contamos con la policía y con leyes para enderezarlo… y la mayoría de las veces se resuelve. Sumar otro agravio no sirve de nada y es malo.
Gracie mantuvo su espalda pequeña y de hombros cuadrados de cara a los demás. Quitó la tapa de la caja del té con un movimiento brusco. Se había criado en los barrios bajos; mendigaba y robaba para sobrevivir. No obstante, en aquellos tiempos ya era respetable y no estaba dispuesta a ceder a nadie el imperio de la ley.
Charlotte, que era de buena cuna y había sido educada para convertirse en una dama, antes de ser lo bastante decidida como para enamorarse de un policía, podía darse el lujo de tener una perspectiva más liberal.
– Gracie está en lo cierto -explicó amablemente a su hija-. No puedes hacer daño a inocentes como forma de expresarte. Es malo, por muy desesperada que creas estar. Y ahora sube y deja cenar en paz a tu padre.
– Pero mamá… -comenzó a protestar Jemima.
– En esta casa no permitimos la anarquía -la interrumpió Charlotte-. ¡He dicho arriba!
Jemima puso mala cara, abrazó a Pitt y lo besó. Luego atravesó la puerta y se oyeron sus ligeras pisadas por el pasillo.
Gracie calentó la tetera y preparó la infusión.
Pitt se comió hasta la última migaja del pastel de manzana, se repantigó y permitió por un momento dejarse llevar por la luz y el calor.
Pitt se marchó a primera hora de la mañana y Charlotte se sentó a desayunar sola y a leer los periódicos. En todos ellos se mencionaba el atentado con bomba en Myrdle Street, aunque con diversos grados de dureza. Algunos mostraban una profunda compasión por las familias que habían perdido sus hogares e incluían imágenes de personas asustadas, desconcertadas, apiñadas y con la mirada perdida a causa de la conmoción.
Otros diarios se manifestaban con mayor cólera y reclamaban que los criminales capaces de causar semejante devastación fueran castigados. Criticaban a la policía y más si cabe a laBrigada Especial. Como era previsible,hacían muchas especulaciones acerca de los responsables y de susfines, y se planteaban si en el futuro se producirían atrocidadesde la misma clase.
Mencionaban el asedio a Long Spoon Lane y la detención de dos anarquistas. También se preguntaban amargamente las razones por las que sus compañeros seguían en libertad.
Lloraban la muerte de Magnus Landsborough de diversas maneras. The Times se mostraba discreto, se refería sobre todo a la distinguida trayectoria de lord Landsborough como miembro liberal de la Cámara de los Lores y manifestabasu pesar tanto a él como a su familia por la pérdida de su únicohijo. Apenas se planteaba qué hacía en Long Spoon Lane, aunque noexcluía la posibilidad de que lo hubiesen tomado comorehén.
Otras publicaciones eran menos comprensivas. Partían del supuesto de que era uno de los anarquistas y de que había tenido la mala suerte de convertirse en la única víctima del tiroteo con el que acabó el asedio. También mencionaban al policía herido y elogiaban su valor.
El último periódico que leyó fue el que perturbó a Charlotte. Estaba dirigido por el muy respetado e influyente Edward Denoon, que había escrito personalmente el editorial. Charlotte lo leyó con una creciente sensación de inquietud:
Ayer por la mañana, mientras se preparaban para otra jornada laboral, la policía interrumpió el magro desayuno de los residentes en Myrdle Street para comunicarles que los terroristas anarquistas estaban a punto de dar un golpe. Los ancianos salieron a la calle arrastrando los pies y las mujeres, con niños asustados y aferrados a sus faldas, cogieron unas pocas pertenencias y huyeron.
Pocos minutos después, la destartalada hilera de casas ardió. Ladrillos y tejas de pizarra volaron como proyectiles, rompieron los cristales de las ventanas y atravesaron los tejados de los vecinos de varias calles a la redonda. El humo negro llenó el aire matinal y la destrucción y el terror afectaron a montones de personas corrientes, al tiempo que echaban a perder los hogares, las vidas y la paz que los ciudadanos de Inglaterra tienen derecho a esperar.
Los responsables fueron perseguidos, acosados y arrinconados en una casa de vecinos de Long Spoon Lane. La policía los asedió y se produjo un tiroteo durante el cual el agente Field, de veintidós años y vecino de Mile End, resultó herido, si bien fue rescatado de la muerte gracias al valor de sus compañeros.
Magnus Landsborough, único hijo de lord Sheridan Landsborough, no corrió la misma suerte. Su cadáver apareció en una habitación de la planta superior. De momento no se sabe qué hacía allí, si lo habían tomado como rehén o si estaba voluntariamente con los anarquistas.
Debemos preguntarnos qué clase de bárbaros son quienes cometen semejantes atrocidades. ¿Quiénes son y a qué propósitos responden? ¿Acaso tienen la intención de aterrorizarnos y someternos a un dominio espantoso al que por otras vías no nos entregaríamos? ¿Acaso este acto de violencia procede del extranjero y es la primera oleada para conquistar nuestro país?
Este periódico considera que no es así. Estamos en paz con nuestros vecinos cercanos y lejanos. Por muy discreta que sea, no hay información que implique a otras naciones. Nos tememos que se trata de un ideal político de naturaleza tan retorcida que los hombres serían capaces de imponerlo destruyendo todo aquello por lo que nos hemos esforzado a lo largo de siglos de crecimiento y trabajo, a través de las artes y las ciencias civilizadoras y de los inventos que mejoran la comodidad y el bienestar de la humanidad. Albergan la esperanza de construir su propio orden, tal como consideran que debe ser, sobre las cenizas de nuestras vidas. Llámense socialistas, anarquistas o lo que quieran, lo cierto es que son salvajes, criminales a los que es necesario perseguir, detener, juzgar y ahorcar. Es lo que dice la ley, que está para protegernos a todos, tanto a los fuertes como a los débiles, a los ricos y a los pobres.
Esos locos que quieren destruir nuestras vidas son poderosos y huelga decir que están armados hasta los dientes. También es imprescindible que lo esté nuestra policía, los soldados del ejército civil que nos defiende. Son ellos los que arriesgan su vida y en ocasiones la pierden para formar el escudo que se interpone entre nosotros y el caos de la violencia y la anarquía. No podemos permitir que se dirijan al campo de batalla sin armas; intentarlo sería moramente injustificable.
Ahora bien, no solo debemos proporcionarles el armamento adecuado, sino legislar para que dispongan de las herramientas legales que necesitan a fin de buscar en nuestro seno a los malos y a los locos que desean nuestra destrucción. La ley exige la prueba del delito y así debe ser. En eso consiste la defensa de los inocentes. Sin embargo, el policía al que se le impide registrar a una persona o la propiedad de alguien del que sospecha que tiene intenciones criminales, solo puede aguardar impotente hasta que el acto se comete y entonces vengar a la víctima. Necesitamos algo más. Como nos lo merecemos, debemos contar con la prevención del delito antes de que se produzca.
Charlotte dejó el periódico sobre la mesa y, con gran inquietud, miró hacia el otro lado de la cocina.
Gracie regresó de la parte trasera y la observó.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó angustiada-. ¿Ha ocurrido algo malo? -Cuando había empezado a trabajar para Charlotte, Gracie no sabía leer ni escribir, pero en aquella época, con su ayuda, lo hacía bastante bien. Había adquirido la costumbre de leer al menos dos artículos del periódico cada día. Lanzó una mirada escéptica al diario de Denoon y al té que se había enfriado en la taza de Charlotte y preguntó con incredulidad:
– ¿Ha habido otro atentado?
– No -se apresuró a responder Charlotte-. El director pide que se arme a la policía y defiende el derecho a registrar las casas.
Gracie dejó las verduras en el escurridero del fregadero.
– Veamos, si la gente tiene bombas y armas, la policía no puede luchar contra ella con palos -afirmó sensatamente, y enseguida frunció el ceño-. Claro que no me gustaría saber que el señor Pitt lleva un arma. ¡No se pueden tener en casa… no son seguras! -Su tono de voz descendente puso de manifiesto el rechazo que le producía esa idea-. ¿Por qué hay personas que siempre crean problemas?
– Por lo general únicamente los problemas nos impulsan a cambiar las cosas -respondió Charlotte. Lo que le decía era cierto, pero no contestaba a la pregunta de Gracie, así que prosiguió-: Si alguien tira basura en nuestra calle o hace ruido a altas horas de la noche y no nos quejamos, seguirá haciéndolo.
Charlotte sonrió al ver que la cólera encendía la mirada de Gracie. Había escogido deliberadamente el tema de la basura. Gracie se dio cuenta y sonrió; poco después su actitud risueña se esfumó y se puso muy seria.
– Pero si yo saliera y le pegara un tiro a quien deja basura en la calle me meterían en la cárcel y creo que harían lo correcto. Puedo decirle claramente lo que pienso de alguien sin tocarle. -Una sonrisa triunfal volvió a cambiar su expresión-. ¡Y le aseguro que no volvería a hacerlo!
– Por supuesto -coincidió Charlotte-. El anarquismo está equivocado y es absurdo, pero no estoy segura de que la solución consista en armar a la policía. De lo que sí estoy convencida es de que lograremos que todos se encolericen y se sientan menos dispuestos a ayudar si les damos más poder para entrar en las casas en busca de pruebas sin tener sólidos motivos para creer que hay algo.
– ¿Es lo que opina el señor Pitt? -inquirió Gracie y las dudas ensombrecieron su mirada.
– En realidad, estaba demasiado cansado para manifestar su opinión -reconoció Charlotte-. Además, todavía no ha leído este artículo. De todos modos, creo que es lo que dirá.
Lady Vespasia Cumming-Gould estaba sentada ante la mesa del desayuno con el mismo periódico; también experimentó sentimientos de congoja, pero la suya tenía que ver con otros aspectos de la tragedia. El nombre de lord Landsborough llamó inmediatamente su atención y volvieron dulces e intensos recuerdos del pasado. Se conocieron más de cuarenta años antes en una recepción celebrada en el palacio de Buckingham. Ambos llevaban diez o doce años de matrimonio, tenían inquietudes y estaban bastante hartos del mismo círculo social, los mismos cotilleos y las mismas opiniones de siempre.
Por aquel entonces, Landsborough era un idealista que creía en la honradez innata de los seres humanos y estaba seguro de que se conseguiría un gran bien si en las manos de ellos recaían más decisiones, si tenían más libertad para elegir su propio destino. Era un hombre elegante; tenía arte para vestir bien y poseía un encanto que ocultaba una sensibilidad que no estaba dispuesto a mostrar ante la mayoría de las personas.
Cordelia, su esposa, era una belleza morena, ambiciosa y, en opinión de Vespasia, fría como un témpano. No por otra cosa ambas mujeres se habían caído instantáneamente mal, aunque lo habían ocultado con gélidos buenos deseos y la más estricta cortesía. Ninguna de ellas había cometido jamás un error social ni la habían pillado sin estar perfectamente vestida, con las joyas relampagueantes y la cabellera en su sitio.
Por su parte, Vespasia no se sentía incómoda en su matrimonio, pese a que su marido no era el amor de su vida. Se casó en Roma con Mario Corena, patriota y héroe italiano de la revolución de 1848. Compartir la felicidad fue imposible por razones que ninguno de los dos llegó a saber, pero Vespasia jamás olvidó su idealismo, su valor, su sacrificio y la trepidante vida de esperanzas que compartieron.
El año anterior se volvieron a ver fugazmente cuando Mario entregó su vida para hacer fracasar la conspiración de Charles Voisey que pretendía derribar la monarquía británica. Había sido una decisión hermosa, pero terrible. Vespasia pudo vengarse de Voisey, pero a un precio que jamás olvidaría.
Muchísimos años atrás, cuando lo conoció, se sintió atraída por el delicado humor y el peculiar retorcido radicalismo de Sheridan Landsborough. Había manifestado moderación, tolerancia y una confianza casi inocente en la honradez. El ingenio y la regia y solitaria belleza de Vespasia habían despertado algo en el político. Cordelia le había impresionado, pero Vespasia había conseguido que en todas las cortes de Europa se volvieran para mirarla y había destrozado miles de corazones. Poseía pasión, inteligencia y arrestos para atreverse a todo.
En aquel momento desayunaba sola, iluminada por el sol de primera hora y al leer que Sheridan había perdido a su único hijo sintió una profunda tristeza. Los años transcurridos desde el último encuentro se esfumaron y hasta la aversión que sentía por Cordelia perdió importancia. Decidió escribir al aristócrata para darle el pésame. Sin embargo, llegó a la conclusión de que enviar la carta por correo no era lo más adecuado y optó por llevarla en persona.
Se puso de pie y se acercó a la chimenea, junto a la que colgaba el tirador de la campana, para llamar a la doncella. Lo accionó y esperó hasta que respondieron.
– Gwyneth, tenga la amabilidad de prepararme ropa de color negro -pidió, pero cambió rápidamente de idea-. No, es excesivo; vestiré de gris oscuro. Dígale a Charles que prepare el coche para salir a las diez. Visitaré a lord y a lady Landsborough para presentarles mis condolencias.
– Lo siento, milady -musitó Gwyneth. No estaba al tanto de la noticia, por lo que desconocía a qué se refería Vespasia-. ¿Le parecen bien el traje de seda gris y el sombrero con la pluma negra de avestruz?
– Excelente. Gracias. Escribiré una carta y luego subiré.
– De acuerdo, milady.
Gwyneth se retiró y Vespasia cruzó el pasillo hasta la salita donde tenía su escritorio.
Siempre resultaba difícil saber qué había que decir en esas circunstancias. En el caso de Cordelia, bastaría con una expresión simplemente formal, pero en el de Sheridan, al que había conocido tanto, resultaría envarado, ridículo y hasta cierto punto peor que nada.
Se sentó ante el escritorio, bajo la luz fresca y verdosa. Las hojas filtraban el sol que brillaba al otro lado de las cortinas. Los narcisos primaverales ya se habían secado y aún era demasiado pronto para los colores intensos del verano.
Mis queridos Sheridan y Cordelia:
Me he enterado de vuestra pérdida y estoy acongojada por el dolor que sin duda sentís. Me gustaría ofreceros ayuda, palabras de consuelo y certezas, pero sé que no hay más solución que sobrellevar el dolor. Os ruego que, si la confianza y la amistad pueden proporcionaros algo que merezca la pena, no dudéis en llamarme tanto ahora como en el futuro. Estaré siempre a vuestra disposición.
Afectuosamente,
Vespasia Cumming-Gould
Dobló la hoja, la introdujo en el sobre y lo lacró. No releyó el texto ni se preguntó si era elegante o estaba adecuadamente escrito. Era sincero, lo único que estaba dispuesta a intentar. Si pensaba cómo podría interpretarlo Cordelia, nunca enviaría nada.
Subió la escalera, se puso el traje de seda gris oscuro y se observó en el espejo.
– Milady, está guapísima -afirmó Gwyneth a sus espaldas.
Tenía razón. Vespasia era alta y aún conservaba la esbeltez. Los colores fríos favorecían sus facciones aguileñas y su piel clara y delicada. Como siempre, llevaba varias vueltas de perlas alrededor del cuello, que se complementaban con su melena plateada. El corte del vestido era a la última: ceñido en la cintura, con mangas amplias a la altura de los hombros, pegado a las caderas, pero ensanchado a partir de las rodillas y hasta el suelo. La chaqueta tenía las solapas muy anchas, a la moda.
Gwyneth acomodó el sombrero sobre la cabeza de su señora y le entregó los guantes de cabritilla gris, más suaves que el terciopelo. El pequeño ridículo, también de seda gris, contenía un pañuelo, algunas tarjetas de visita y la carta.
Vespasia le dio las gracias, abandonó lentamente el vestidor, cruzó el rellano y bajó la escalera. El lacayo la esperaba en la entrada. Abrió la puerta y la acompañó hasta donde se encontraba Charles, junto al coche.
Fue un trayecto corto, ya que sólo quince minutos la separaban de la casa de los Landsborough en Stenhope Street, cerca de Regent's Park. Vespasia descendió y caminó hasta la puerta, con la carta en la mano. Abrieron al cabo de unos segundos y el mayordomo entrado en años la miró con amable curiosidad. Reconoció el escudo de armas de la portezuela del coche y la saludó por su nombre.
– Buenos días -respondió Vespasia-. Estoy segura de que la familia no recibe visitas, pero prefería entregar la carta en mano en lugar de enviarla por correo. ¿Tendrá la amabilidad de transmitir mi más sentido pésame a lord y lady Landsborough?
– Por supuesto, milady. -El mayordomo extendió la bandeja de plata, en la que Vespasia depositó el sobre-. Muchas gracias. Es muy amable por su parte acudir personalmente. Si quiere pasar, entregaré su carta a lady Landsborough. Tal vez desee agradecérselo.
El mayordomo retrocedió unos pasos.
– No quiero molestarla -acotó Vespasia y permaneció en el umbral.
– Milady, le aseguro que no es una molestia, pero si tiene otros compromisos…
– En absoluto -afirmó francamente-. Solo he venido con este propósito.
Vespasia se dio cuenta de que negarse a entrar sería una descortesía, por lo que lo siguió. En el vestíbulo todo estaba cubierto con crespones negros. Habían parado el reloj de caja y vuelto los espejos cara a la pared. El mayordomo la acompañó hasta la salita; la chimenea no estaba encendida. Sobre la mesa había un jarrón con flores blancas, espectrales a causa de la penumbra que se colaba por las persianas cerradas.
Solo podía aguardar a que el mayordomo regresase y le transmitiera el agradecimiento de Cordelia, momento a partir del cual sería libre de irse. No le apetecía sentarse; mejor dicho, le parecía incorrecto, como si tuviese la intención de quedarse. En esas circunstancias nadie se ponía cómodo.
Miró ociosamente a su alrededor e intentó recordar si todo estaba igual que tantos años atrás, cuando era visitante habitual de la casa. La librería ya estaba en su sitio; dado el reflejo del cristal, los títulos resultaban ilegibles. También conocía el cuadro de los canales venecianos, colgado encima de la repisa de la chimenea. Siempre había pensado que se trataba de un auténtico Canaletto, pero nunca tuvo la franqueza suficiente para preguntarlo. Le costaba imaginar que Sheridan Landsborough se conformara con una copia.
La mansión estaba muy tranquila, como si el ajetreo habitual de la limpieza y los recados se hubiese interrumpido. Se oía el repiqueteo de los cascos de los caballos en la calle.
Se abrió la puerta y Vespasia se volvió, preparada para ver al mayordomo, pero era Cordelia a quien vio. Apenas había cambiado desde la última vez que se vieron, un par de años antes. En su cabellera oscura había más hebras blancas, pero en mechones anchos y bonitos; no era una mezcla de colores desvaídos. Los rasgos de Cordelia seguían siendo bien definidos, aunque su barbilla ya no era tan firme y la piel del cuello se había arrugado, lo que no podía disimular su vestido de cuello alto. La conmoción había demudado su piel; como era previsible, vestía de negro de la cabeza a los pies.
– Vespasia, te agradezco que hayas venido -afirmó y en el acto estableció una familiaridad que durante años no había existido entre ambas-. Es en momentos como este cuando necesitamos a los amigos. -Paseó la mirada a su alrededor-. Aquí hace frío. ¿Por qué no pasamos al gabinete? Da al jardín y es mucho más acogedor.
Aunque dio a Vespasia la oportunidad de excusarse, irse después de semejante muestra de amistad habría sido un desaire imperdonable.
– Te lo agradezco -aceptó Vespasia.
Cordelia la condujo por el pasillo hasta una estancia mucho más cálida y agradable. Tenía las huellas del duelo, pero la temperatura era más placentera y la luz que se colaba a través de las cortinas a medio correr trazaba dibujos brillantes en la alfombra burdeos y azul.
Vespasia se devanó los sesos cavilando por qué Cordelia la había invitado a quedarse. Nunca habían sido amigas ni era una mujer que mostrara su alegría o su congoja a los demás.
Ocuparon sofás enormes y mullidos, colocados frente a frente, bañados por la luz parpadeante del sol. Cordelia rompió el silencio cuando declaró con suma gravedad:
– A veces es necesaria una tragedia de esta magnitud para comprender lo que sucede. Vemos que las cosas se deterioran poco a poco, aunque cada paso es tan corto que apenas lo registramos. -Vespasia no sabía a qué se refería. Esperó pacientemente y adoptó una expresión de amable interés-. Si hace diez años me hubieran dicho que la policía intercambiaría disparos con los anarquistas en las calles de Londres, habría respondido que habían perdido los cabales. Ciertamente, habría pensado que pretendían provocar alarma política y casi seguramente que tenían motivos personales para tratar de asustar a la gente. -Respiró hondo-. Pues bien, ahora nos vemos obligados a reconocer que es la verdad. En nuestra sociedad hay locos empeñados en destruirla y la policía necesita todo nuestro apoyo, tanto moral como material.
Vespasia pensó en Pitt, al que conocía desde que su sobrino nieto se había casado con Emily, la hermana de Charlotte. A George lo habían matado y Emily había vuelto a casarse, pero la relación continuaba e incluso se había reforzado.
– Sí, desde luego -comentó-. Desempeña una tarea difícil y, a menudo, desagradecida.
– Y peligrosa -apostilló Cordelia-. En la refriega hirieron de bala a un agente joven. De no ser por la valentía y la capacidad de reacción de sus compañeros habría muerto desangrado en medio de la calle.
– Así es. -Vespasia lo había leído en dos periódicos-. Pero todo apunta a que se recuperará.
– Esta vez -puntualizó Cordelia-. ¿Y qué ocurrirá en el futuro? -Miró a Vespasia a los ojos, con expresión seria y la espalda tiesa como un palo-. Necesitamos más policía y mejor armados. No podemos fastidiarlos con leyes anticuadas que se elaboraron para una época más pacífica. En Londres abunda toda clase de extranjeros, hombres con desaforadas ideas sobre la revolución, la anarquía e incluso el socialismo. Con tal de poner en práctica sus locuras han dejado claro que destruirán lo que tenemos y que quieren aterrorizarnos para que acatemos su voluntad. -Tenía la mirada encendida por el dolor y la cólera-. ¡No permitiré que ocurra mientras la sangre corra por mis venas! Apelaré a todas mis influencias para apoyar y ayudar a la policía a fin de que nos proteja tanto a nosotros como a todo aquello en lo que creemos.
Cordelia observó atentamente a Vespasia.
Ésta experimentó una ligera punzada de malestar. Fue tan tenue que no supo si se debía a los comentarios de Cordelia o al inconveniente de no expresar nada sobre su verdadero dolor. Cordelia solo tenía un hijo y la víspera lo habían asesinado. Vespasia tenía varios hijos, que estaban vivos y bien. Ya estaban casados y casi nunca los veía, pero con todos mantenía una cariñosa correspondencia. Era absurdo sentirse culpable por tener mucho más que esa mujer furiosa. Cordelia intentaba hacer frente al dolor convirtiéndolo en ira y en una cruzada que ocuparía su mente, consumiría sus energías y tal vez suavizaría el filo descarnado de sus emociones gracias al agotamiento.
Si quería ser realmente sincera, Vespasia debía reconocer que su sentimiento de culpa se relacionaba, sobre todo, con la ternura y la intensidad amistosa que había compartido con Sheridan Landsborough.
Cordelia seguía esperando una respuesta. Vespasia no estaba convencida de que las fuerzas policiales debieran tener más armas, pero se percató de que no era el momento de decirlo.
– Estoy segura de que, tras la tragedia, habrá muchas personas decididas a que nuestra policía cuente con toda la ayuda que podamos prestarle -coincidió.
Cordelia se obligó a sonreír.
– Debemos ocuparnos de que así sea. Habrá que introducir algunos cambios. Apenas he tenido tiempo de pensar en los detalles, aunque dirigiré todas mis energías a ese fin. No me cabe duda de que puedo pedirte que apeles a tus influencias.
Cordelia supuso que la visitante estaba de acuerdo y la escrutó como si aún esperase una respuesta.
Vespasia respiró hondo, dudando de los motivos de su reticencia. ¿Sentía genuinas dudas políticas o entraba en juego su vieja aversión por Cordelia? La segunda opción sería vergonzosa y notó que le ardían las mejillas.
– Por supuesto -afirmó demasiado rápido-. Debo reconocer que yo tampoco he tenido tiempo de pensarlo, pero lo haré. Se trata de una cuestión que nos atañe a todos.
Cordelia se acomodó en el sofá y estaba a punto de abordar otro tema de conversación cuando el mayordomo entró y se detuvo discretamente junto a la puerta.
– Porteous, ¿qué se le ofrece?
– Milady, los señores Denoon están aquí. Les he dicho que milord ha salido y me han pedido que le pregunte si desea verlos o si prefiere dejarlo para mejor ocasión.
– Hágalos pasar -ordenó Cordelia y se volvió hacia Vespasia-. Sin duda recuerdas que Enid es mi cuñada, aunque ahora que lo pienso me parece que no la trataste mucho. -Se encogió ligera y rígidamente de hombros-. No me apetece demasiado verla. Sin duda se mostrará terriblemente afligida. Sheridan y ella siempre han estado muy próximos. Será una situación difícil. Si prefieres retirarte lo comprenderé.
Sus palabras dejaron claro que la partida de Vespasia era aceptable, aunque su expresión transmitió con toda claridad que prefería que se quedase.
Moralmente Vespasia no tenía opción y se limitó a aceptar, ya que Porteous regresó enseguida, acompañado de Enid Denoon y su marido. A decir verdad, Vespasia la había olvidado, pero al volver a verla evocó lo que, en otras circunstancias, podría haber sido una amistad.
A semejanza de su hermano, Enid era alta y esbelta, pero con los hombros más cuadrados y el porte erguido de una mujer que aún montaba extraordinariamente bien a caballo. Su figura había superado el paso del tiempo mejor que la de Cordelia. Ni su cintura ni sus caderas se habían ensanchado. El pelo castaño claro había perdido gran parte del color, pero su rostro no había cambiado mucho: sus pómulos altos y su nariz bien perfilada mantenían las líneas y su piel mostraba un arrebol que muchas jóvenes habrían envidiado.
A su lado, Denoon resultaba más sombrío y pesado, con la cabellera todavía tupida y casi negra y facciones muy marcadas. Más que apuesto era imponente. Lo único que Vespasia recordaba de él era que no le caía bien, probablemente porque poseía una extraña mezcla de fina inteligencia y una incapacidad casi total de reírse. No captaba lo gozoso de lo absurdo, una de las cosas sensatas de la vida, que ella adoraba. Sin ese rasgo, el mundo de la moda, la riqueza y el poder político habrían sido sofocantes. Enid estaba irrevocablemente casada, con cierto grado de compañerismo pero sin pasión, y reír era la única alternativa a llorar. Cuando lo conoció tuvo la sensación de que la seriedad de Denoon carecía de delicadeza y ternura.
Enid se mostró muy sorprendida de ver a Vespasia, pero no le desagradó. Claro que, de haberle molestado, era demasiado bien educada como para manifestarlo.
– ¿Cómo está, lady Vespasia? -preguntó Denoon tras las presentaciones que hizo Cordelia-. Es muy amable por su parte tomarse la molestia de acudir en persona en una ocasión tan triste. -Denoon estuvo a punto de manifestar la sorpresa que su presencia le había producido.
– Al igual que nosotros, lady Vespasia reconoce la necesidad de prestar todo nuestro apoyo a la acción -intervino Cordelia. Observó con atención a Denoon pero ni siquiera miró de soslayo a Enid.
La mirada de Denoon se cruzó con la de Cordelia; había una extraña mezcla de comprensión y emoción que Vespasia no logró interpretar, aunque su intensidad persistió en su mente. El hombre se giró y añadió en tono bajo:
– Me parece muy perspicaz por su parte, lady Vespasia. Ciertamente, vivimos tiempos más peligrosos de los que, en mi opinión, supone la gente. El caos crece y ayer se produjo una inflexión que para nosotros significa también una trágica pérdida. Lo lamento infinitamente. -El último comentario iba destinado, una vez más, a Cordelia.
– El rey Canuto era muy sabio -afirmó Enid sin dirigirse a nadie en concreto.
Cordelia parpadeó.
Vespasia observó sorprendida a Enid y reparó en su mirada perdida, apenada y colérica.
Denoon se volvió irritado y observó furibundo a su esposa.
– ¡Era un insensato! -espetó-. ¡Todo el que cree que puede cambiar el rumbo de las cosas es un idiota! Hablo figuradamente. No es necesario aguardar algún movimiento de la tierra o de la luna para modificar las tendencias sociales ni bajar los brazos porque suceden cosas que no nos gustan. ¡Somos dueños de nuestro destino! -Volvió a mirar a Cordelia, contrariado por la falta de comprensión de Enid.
Cordelia intentó tomar la palabra, pero Enid se le adelantó.
– Canuto no pretendía cambiar el rumbo de las cosas -contradijo a su marido-. Solo intentó demostrar que ni siquiera él podía hacerlo. El poder humano, incluido el de los reyes, es limitado.
– ¡Se cae por su peso! -exclamó Denoon tajantemente-. Y no viene al caso. Enid, no pretendo modificar la naturaleza, sino ayudar a la gente a que comprenda las leyes de la tierra para defendernos de la anarquía. Es posible que ya te sientas derrotada y que estés dispuesta a dejarte arrastrar. No es mi caso. -Una vez más se volvió hacia Cordelia.
– No se trata de la marea de la anarquía, sino de la del cambio -lo corrigió Enid.
En esa ocasión Denoon no le hizo caso, pero la cólera tiñó ligeramente sus mejillas.
– Cordelia, a pesar de las apariencias hemos venido a decirte que estamos profundamente afligidos por tu pérdida. Si podemos hacer algo para consolarte o ayudarte, aquí estamos y seguiremos estando. Te ruego que me creas, no son solo palabras.
– ¡Desde luego que no! -apostilló Enid y de repente las emociones alteraron tanto su voz que dio la sensación de que le costaba trabajo hablar-. ¡Cordelia lo sabe perfectamente! -Dirigió una mirada abrasadora a su cuñada, mirada que, más que de pesar, parecía cargada de odio.
Vespasia se quedó de piedra hasta que recordó que para muchas personas el dolor se entrelaza tanto con la cólera que se vuelven inseparables.
Cordelia reaccionó como si apenas la hubiese oído. Siguió mirando á Denoon y mantuvo la sonrisa rígida y gélida.
– Gracias. Es un momento en el que las familias y los amigos se unen, al menos aquellos que comparten ideas afines y afrontan las tragedias y los peligros con valor y resolución. Os agradezco, igual que a Vespasia, que veáis las cosas como yo, y que comprendáis que no es momento de entregarse a sentimientos personales, por muy profundos que sean, mientras permitimos que la historia nos sobrepase.
Aunque no excluyó explícitamente a Enid, Vespasia tuvo la firme sospecha de que era lo que pretendía y que la cuñada de Cordelia era muy consciente de ello.
También le habría gustado tomar distancia de esas opiniones. Denoon manifestó claramente que estaba a favor de aumentar las competencias de la policía para intervenir en la vida de la gente cuando se sospechaba que iba a cometerse un delito, incluso antes de tener pruebas. Vespasia era bastante más cautelosa; temía la posibilidad de que se cometieran abusos y le preocupaba la reacción pública.
Cordelia y Denoon siguieron hablando. Mencionaron a Tanqueray, propusieron un encuentro y mentaron a otras personas.
Vespasia miró a Enid Denoon que, al parecer, ni siquiera los escuchaba. En reposo, su rostro mostraba una fragilidad que sorprendía, como si estuviese acostumbrada al dolor. Sin duda no sabía lo que revelaba su expresión porque, de lo contrario, se habría mostrado más precavida, aunque lo cierto es que ni Cordelia ni Denoon se dignaron mirarla.
En el pasillo sonaron unas pisadas. Al cabo de unos segundos se abrió la puerta. Todos se volvieron cuando Sheridan Landsborough entró. Vespasia esperaba ver dolor en su rostro, pero se sobresaltó al reparar en el tono apergaminado de su piel, en las mejillas hundidas y en las ojeras.
– Buenos días, Edward -dijo fríamente y se obligó a sonreír-. Hola, Enid. -Apenas miró a su esposa antes de volverse hacia Vespasia. Abrió mucho los ojos y sus mejillas recuperaron un poco de color-. ¡Vespasia!
La mujer se acercó un paso. Llevaba preparado un discurso formal, pero se le olvidó antes de que llegara a sus labios.
– Lo lamento muchísimo -dijo en voz baja-. Imagino que no puede ocurrir nada peor.
– Gracias -murmuró Landsborough-. Te agradezco que hayas venido.
Casi sin saber lo que hacía, Enid se acercó a su hermano. De pie uno al lado del otro, el parecido era sutil pero innegable, no tanto por sus facciones como por la forma de la cabeza, el modo de permanecer en pie, cierta gracia cansina y desganada, tan innata que resultaba imposible abandonarla incluso en un momento como ese.
Cordelia clavó la mirada en su marido.
– Supongo que ya está todo organizado.
La expresión de Landsborough no se suavizó cuando la miró.
– Por supuesto -replicó-. No hay nada que elegir ni decidir.
Su tono no transmitió emociones. Tal vez ese férreo control era lo único que podía soportar. De habérselo permitido, la presa de sus sentimientos se habría roto y provocado una riada. La dignidad se había convertido en una especie de refugio. Magnus era su único hijo. Vespasia pensó que, posiblemente, la distancia entre ambos también era una protección. Cada uno podría haber metido el dedo en la llaga del otro.
Reparó en la atmósfera cargada de electricidad, como antes de una tormenta, y se dio cuenta de que estaba de más. Se dirigió a Cordelia y dijo al tiempo que hacía una ligera inclinación de cabeza:
– Te agradezco que me hayas recibido. Ha sido extremadamente amable por tu parte.
Cordelia no hizo el menor ademán de acompañarla a la puerta.
– Tu ayuda es de un incalculable valor. Ahora debemos luchar más que nunca por nuestras convicciones. -Respiró hondo y sus ojos oscuros acentuaron la extremada palidez de su piel-. Eres una amiga de verdad.
Vespasia no estaba de acuerdo. Cordelia sabía tan claramente como ella que eran cualquier cosa menos amigas.
– No podía obrar de otra manera -musitó y reparó en la ironía de sus palabras.
Sheridan se volvió hacia Vespasia.
– ¿Me permites que pida tu coche? -preguntó y se estiró para accionar el tirador de la campana.
– Gracias -aceptó.
Era tanta la tensión que había en el aire que parecía poder cortarse. Enid paseó la mirada de su hermano a su cuñada y Vespasia no supo si su mirada era de cólera o de temor. Tenía los hombros rígidos y la cabeza alta, como si esperase que volviera un antiguo dolor que ni siquiera su valor podría compensar.
– Piers se sentirá muy apenado -intervino Denoon bruscamente.
Vespasia recordó que Enid tenía un hijo. Debía de rondar los treinta años, ya que tenía aproximadamente la misma edad que su primo Magnus.
Cordelia captó el mensaje.
– Creo que nosotros también deberíamos marcharnos -opinó Enid y se dirigió a Denoon más que a Cordelia-. La discusión acerca de las reformas legales puede esperar un par de días. Además, necesitarán meses, o años, para ponerlas en práctica.
– ¡No disponemos de años! -exclamó Denoon colérico y con la cara encendida-. ¿Crees que las fuerzas de la anarquía se quedarán cruzadas de brazos a la espera que las desbaratemos?
– Supongo que se darán por satisfechas viendo cómo nos desbaratamos -replicó ella.
– ¡No seas ridícula! -añadió Denoon con voz apenas audible, como si su esposa lo hubiera avergonzado y no supiese cómo afrontar la situación en presencia de Vespasia y Landsborough.
Sheridan Landsborough se tensó, se aproximó a su hermana y se distanció de su esposa. Respiró con los dientes apretados.
Vespasia estaba profundamente incómoda. Se sintió obligada a intervenir antes de que la situación empeorase:
– Es posible que causemos daños si reaccionamos demasiado rápida o drásticamente -afirmó, miró a Enid y desvió los ojos hacia otro lado-. No podemos desatar críticas por ser tan represivos como dicen o que nos vuelvan la espalda por autoritarios. De momento, los corazones y las mentes están a nuestro favor. No podemos permitirnos el lujo de perderlos.
Transcurrieron varios segundos en un insoportable silencio hasta que Landsborough tomó la palabra:
– Sí, por supuesto, tienes toda la razón.
Sheridan salió al pasillo. Vespasia lo siguió. Pidieron a un lacayo que informase a su cochero de que estaba a punto de partir y de que hiciera lo mismo con el de los Denoon. Cordelia comentó algo acerca del tiempo y Vespasia respondió.
Se abrió la puerta forrada de fieltro verde que comunicaba con el alojamiento de los criados y un lacayo con librea la franqueó. Era joven y se movía con la gracia de alguien acostumbrado a la actividad física; parecía seguro de sí mismo. Solo miraba a Enid; no hizo caso de nadie más, ni siquiera de Denoon.
– Señora, el coche está a punto -anunció respetuosamente y se detuvo a cierta distancia.
Sus miradas se cruzaron unos instantes y el lacayo la desvió deliberadamente.
Enid le dio las gracias y se despidió de Landsborough apoyándole unos segundos la mano en el brazo. Saludó con una inclinación de cabeza a Cordelia, sonrió a Vespasia y se dirigió serenamente hacia la puerta mientras Denoon la seguía.
Poco después también llegó el coche de Vespasia. Landsborough le ofreció el brazo, como discreta muestra de que le gustaría conversar un poco más con ella, si no a solas, al menos fuera del alcance del oído de su esposa.
Vespasia se despidió nuevamente de Cordelia y aceptó el brazo de Landsborough. Franquearon juntos la puerta de entrada y bajaron la escalinata hacia el coche que la aguardaba.
– Gracias por venir -dijo Sheridan quedamente-. Ha sido muy amable por tu parte, sobre todo en estas circunstancias.
Vespasia no supo si se refería a su vinculación en el pasado o a la forma en la que Magnus había muerto y lo que aquello podía acarrear. Tal vez en el futuro habría acusaciones de culpa o ultrajes públicos.
– Lamento profundamente tu pérdida -declaró con sinceridad-. Es indudable que más adelante tendremos que afrontar otras cuestiones pero, de momento, son irrelevantes.
Landsborough esbozó una ligera sonrisa. Su rostro parecía avejentado y tenía la piel delgada como el papel, pero su mirada era la de siempre. '
– Pero no tardarán en llegar. Magnus siempre fue demasiado entusiasta. Abrazó algunas causas porque la injusticia lo sublevaba. Aunque no siempre las estudió con suficiente profundidad ni se dio cuenta de que, en ocasiones, hay malas personas que defienden una buena causa. Tendría que haberle enseñado a tener más paciencia y mucha más sabiduría.
– No se puede enseñar a quien no quiere aprender -añadió Vespasia con delicadeza-. Creo recordar que, cuando rondaba los treinta años, fui una especie de revolucionaria. La suerte fue que no me dediqué a ello en mi país, aunque en Roma encendí tanto los ánimos que tuve que irme. Afortunadamente pude regresar a Inglaterra.
Landsborough la miró con una antigua ternura que Vespasia recordó con placer y culpa.
– Jamás me lo contaste. Solo hablamos del calor y de la comida. Siempre te gustó la comida italiana.
– Tal vez algún día te lo cuente -respondió, aunque sabía que jamás lo haría.
Aquel verano de 1848 formaba parte del pasado, no podía incorporarlo al resto de su vida y no le apetecía compartirlo ni siquiera con Sheridan Landsborough. Además, podría dolerle recordar la juventud, el ímpetu del idealismo y el amor que se le había escapado, y quizá también le recordaría al hijo cuya pérdida lloraba.
El coche aguardaba. Vespasia lo miró a los ojos y vio recuerdos, soledad y tal vez un poco de culpa. En su juventud podría haber sido un revolucionario. La injusticia y el cambio le importaban y había tenido el valor suficiente para expresarlo. Tal vez por ese motivo jamás había ocupado altos cargos en el gobierno. ¿Hasta qué punto estaba al corriente de lo que hacía Magnus? ¿Cabía la posibilidad de que en un principio estuviese de acuerdo y en el presente se dispusiera a defender la memoria de su hijo?
– Adiós -se despidió Vespasia tras aceptar la ayuda de Sheridan para subir al coche.
Durante el trayecto de regreso se planteó las mismas preguntas y a lo largo de la tarde sus pensamientos volvieron a la conversación entre Cordelia y Denoon y a las argumentaciones de Enid en sentido contrario. Su rostro se había encendido a causa de una emoción que era algo más que puro idealismo y el dolor estaba tan a flor de piel que casi le resultaba imposible controlarlo.
Mientras caía la noche, Vespasia supo que no podía seguir pensando en aquella cuestión en solitario y pidió el coche para trasladarse a Keppel Street.
Charlotte estaba encantada de verla. Ya no se sentía incómoda por la modestia de su casa. Hacía años que se había dado cuenta de que en su cocina Vespasia se sentía mucho mejor que en la suya, en la que era dueña y señora, y donde los criados solo respondían cuando les dirigían la palabra. Vespasia vivía en una casa llena de personas pero, en muchos aspectos, estaba sola. Así había sido desde la muerte de su marido y hasta es posible que incluso antes. Los hijos le ofrecían otra clase de afecto, que no necesariamente incluía la compañía.
– ¡Tía Vespasia! -la saludó Charlotte con sincera alegría-. Pasa, por favor. ¿Quieres que nos sentemos en el salón?
– En absoluto -replicó Vespasia con franqueza-. ¿Hay algún problema en la cocina?
Charlotte sonrió.
– Los de costumbre. La colada está seca, los gatos duermen en la cesta de la leña y Gracie está guardando los platos en su sitio. Claro que también puedo hacerlo yo mientras ella dobla la ropa arriba.
Charlotte cogió la capa de Vespasia, el bastón con empuñadura de plata que solía llevar, pero que en realidad nunca usaba, y el sombrero.
En cuanto abrieron la puerta de la cocina, Gracie se volvió en el banco en el que secaba los platos de la cena y adoptó una actitud muy formal. Hizo una reverencia un poco tambaleante pero muy correcta.
– ¡Buenas noches, lady Vespasia! -exclamó casi sin aliento.
– Buenas noches, Gracie -saludó Vespasia. Pasó por alto la reverencia, con su habitual estilo-. He tenido un día muy difícil ¿Serías tan amable de prepararme una taza de té?
Gracie se ruborizó encantada. Cuando se giró dio un codazo a los platos, aunque en el último momento logró evitar que cayesen al suelo.
Charlotte miró a Vespasia, disimuló una sonrisa y se apresuró a intervenir:
– Lamento que hayas tenido un día tan malo. ¿Qué ha pasado?
Vespasia se sentó en una de las sillas de la cocina, con la espalda tan recta como cuando era estudiante y la institutriz le daba con la regla cada vez que hundía los hombros. Aprendió a andar con una pila de libros sobre la cabeza, más exactamente de diccionarios, nada de textos frívolos como las novelas, y desde entonces tenía la costumbre de adoptar siempre una buena postura. Sin pensar recogió a su alrededor las faldas de color gris oscuro para evitar que pudieran molestar.
– Fui a dar el pésame a lord y lady Landsborough por la muerte de su hijo -explicó sin circunloquios-. Solo pretendía dejar una nota y me sorprendió que me recibieran. -Notó que Charlotte abría mucho los ojos-. Cordelia Landsborough no me cae bien y a ella le ocurre lo mismo conmigo, por diversos y justificados motivos en los que no es necesario entrar. -Charlotte se mordió el labio inferior y no hizo comentario alguno-. Estoy convencida de que me recibió porque quiere utilizar mi influencia política en su cruzada para que el Parlamento apruebe una ley que permitiría a los policías llevar armas de fuego -prosiguió Vespasia-. Y para que, en el cumplimiento de su deber, tengan el poder suficiente para invadir la intimidad de la gente corriente. Esa cuestión me ha dejado muy preocupada. Edward Denoon también estaba allí. Supongo que has leído su editorial en el diario de hoy.
El tono de Vespasia no era el de una pregunta.
A Gracie se le cayó al suelo una cucharada de hojas de té y se agachó a recogerlas. Se movió en silencio para no interrumpir la conversación.
Charlotte miró a Gracie y nuevamente a Vespasia con expresión seria y el rostro ligeramente fruncido de inquietud.
– ¿Acaso las palabras de lady Landsborough no se deben al dolor? -preguntó-. Pobre mujer, tiene que estar destrozada.
Apretó los labios y tensó los músculos de cuello como si pensara en su propio hijo, que se encontraba en el primer piso y supuestamente repasaba los textos escolares antes de acostarse. Era un niño todavía manejable y dispuesto a obedecer. Al cabo de unos años sería muy distinto; estaría lleno de pasión y obstinación, convencido de saber cuáles eran los males del mundo y la manera de corregirlos. Probablemente sería lo que haría si poseía el ardor y el valor que suele tener la juventud.
– Se sobrepondrá al dolor obligándose a actuar -afirmó Vespasia-. Lo superará a través del agotamiento, de las lágrimas o de cualquier cosa que podamos imaginar.
Charlotte reflexionó unos segundos antes de responder, pero su expresión se suavizó; prefería evitar la dificultad de comprender los sentimientos de Vespasia.
– ¿La ayudarás a introducir semejante cambio legal? -inquirió consternada ante esa posibilidad.
Gracie permanecía de espaldas al fregadero y ni siquiera fingía no escuchar la conversación. Embelesada, paseó la mirada de una a otra. Aunque no se atrevió a interrumpir, era evidente que tenía una clara opinión acerca de ese tema.
– No -repuso Vespasia-. No lo haré.
Gracie aspiró aire ruidosamente.
Charlotte sonrió y se relajó un poco.
– Me hago cargo de lo que siente -admitió-. La violencia es aterradora y debemos hacer cuanto podamos para evitarla.
Su tono moderado fue la gota que colmó el vaso para Gracie. Como la que hablaba no era Vespasia, sino Charlotte, no se sintió obligada a seguir en silencio.
– ¡Son las personas corrientes las que vuelan por los aires! -exclamó desesperada-. ¡Es posible que no tengan poder ni dinero, pero la policía y el gobierno deberían protegernos! Me parece horrible. En los periódicos he visto imágenes de lo que han hecho. ¿Dónde dormirán esta noche? Han perdido sus casas y todo lo que tenían. ¿Quién les devolverá sus pertenencias?
Charlotte se ruborizó, incómoda ante la posibilidad de que Vespasia se hubiera ofendido.
Esta observó a Gracie con absoluta seriedad; la criada palideció, pero no bajó la mirada.
– Esta es una pregunta tremendamente difícil de responder -repuso Vespasia en tono quedo-. Haré cuanto esté en mis manos para recaudar dinero a fin de ayudar a los que se han quedado sin hogar. Te doy mi palabra. Sin embargo, el motivo por el que no colaboraré con el señor Denoon es que no confío en que su respuesta sea moderada. Me temo que reaccionará tan violentamente que agravará el problema en lugar de solucionarlo.
Gracie parpadeó.
– ¿Lo hará? ¿De verdad está dispuesta a ayudarlos?
El agua empezó a hervir, pero no le hicieron el menor caso.
– Ya he dicho que lo haré -replicó Vespasia, muy seria-. Tus comentarios son muy justos. Nos encolerizamos por la destrucción y pensamos en la manera de castigar a los que la han causado en vez de esforzarnos por ayudar a quienes la padecen.
Ninguna de las tres oyó que Pitt cerraba la puerta ni percibió sus ligeras pisadas por el pasillo.
– Gracias, tía Vespasia -dijo Pitt con gran seriedad.
Hacía tiempo que le permitía que la llamara así. Pitt entró en la cocina, saludó primero a Vespasia y a continuación a Charlotte y a Gracie. Tomó asiento en otra de las sillas de respaldo rígido.
– Thomas, ya se ha producido una reacción -le comunicó Vespasia-. Edward Denoon intenta hacer campaña en favor de armar a la policía y de ampliar sus competencias para que pueda registrar a los ciudadanos y sus hogares.
No era necesario que Vespasia explicase a Pitt quién era Denoon.
– Lo sé -confirmó sombríamente-. ¿Crees que lo conseguirá?
Vespasia reparó en la angustia y en la necesidad de tener esperanzas que se reflejaban en el rostro de Pitt. Jamás le había mentido, y no se le ocurriría empezar a hacerlo con un tema de esa gravedad.
– Me temo que será difícil detenerlo. Hay muchas buenas personas que están muy enfadadas y asustadas.
Pitt parecía cansado.
– Es cierto, y quizá tienen derecho a estarlo. Sin embargo, la situación no mejorará armando a la policía. Solo nos falta tener que enfrentarnos a batallas campales en plena calle. Si registramos a los ciudadanos sin motivos de peso o entramos en sus casas, el único lugar en el que se sienten seguros, perderemos su disposición a colaborar. No debemos olvidar que tardamos treinta años en conseguirlo.
Gracie parecía profundamente confundida. Pitt estaba de espaldas a ella y no notó su mirada de consternación. Pero Charlotte sí la vio.
– Debemos luchar contra ellos. ¿Qué podemos hacer? ¿Tienes idea de quiénes son o, al menos, de qué quieren?
– Sé lo que dicen que quieren -repuso Pitt cansinamente.
Charlotte percibió en su marido un sentimiento de dolor que hasta entonces no había notado.
– ¿Qué quieren?
– El fin de la corrupción policial -respondió.
Charlotte se quedó de piedra.
– ¿Has dicho corrupción?
Pitt se tocó los cabellos.
– Desconozco si existe en el grado que afirman, pero tendré que averiguarlo. Es necesario que la gente crea en la ley si queremos que la respete.
Vespasia notó que el frío se apoderaba de ella y experimentó una sensación de pérdida mucho mayor que la que provoca la muerte de un hombre, por muy violenta o trágica que esta haya sido.
– En ese caso, es posible que tengamos que librar una batalla -aseguró Vespasia-. Debemos prepararnos para el combate.