El coche de punto de dos ruedas se sacudió al doblar en la esquina y arrojó a Pitt hacia delante, por lo que casi apoyó el pecho en los muslos. Narraway dejó escapar una maldición, con el oscuro rostro demudado por la tensión. Pitt recuperó el equilibrio a medida que cogieron velocidad rumbo a Aldgate y Whitechapel Street. Los cascos del caballo golpetearon los adoquines y ante ellos el tráfico se apartó del medio con toda rapidez. Afortunadamente, a esa hora temprana era escaso: unos pocos carros de vendedores ambulantes, cargados de frutas y verduras; la narria del cervecero, carros de mercancías y un ómnibus tirado por un caballo.
– ¡A la derecha! -gritó Narraway al cochero-. ¡Por Commercial Road! ¡Es más rápido!
El cochero obedeció sin replicar. Eran las seis menos cuarto de una mañana de estío y los trabajadores, los buhoneros, los tenderos y los criados domésticos ya estaban en pie. ¡Que el cielo los ayudase, tenían que llegar a Myrdle Street antes de las seis!
Pitt tuvo la sensación de que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho. La llamada se había producido hacía poco más de media hora, pero parecía que había transcurrido una eternidad. Los timbrazos del teléfono lo despertaron y bajó corriendo, cubierto con la camisa de noche. La voz de Narraway sonó entrecortada y jadeante al otro extremo del teléfono: «He enviado un cabriolé a buscarlo. Reúnase conmigo en Cornhill, del lado norte, a las puertas del Royal Exchange. Venga inmediatamente. Los anarquistas se proponen colocar una bomba en una casa de Myrdle Street». Colgó sin esperar respuesta; Pitt tuvo que subir la escalera y avisar a Charlotte antes de vestirse. Su esposa bajó deprisa y le sirvió un vaso de leche y una rebanada de pan, pero no tuvo tiempo de preparar el té.
Impaciente, permaneció cinco minutos en la acera, a las puertas del Royal Exchange, hasta que el coche de punto con Narraway hizo acto de presencia y se detuvo. El látigo largo del cochero restalló y azuzó al caballo incluso antes de que Pitt tuviera tiempo de instalarse en el asiento.
En aquel momento corrían hacia Myrdle Street y aún no tenía una idea clara de qué ocurría, salvo que la información procedía de las propias fuentes de Narraway en las lindes del agitado mundo del hampa del East End: ámbito de atracadores, timadores, escribas, salteadores de camino y ladrones de toda calaña que se alimentaban del río.
– ¿Por qué ha de ser en Myrdle Street? -inquirió a gritos-. ¿Quiénes son?
– Podría ser cualquiera -respondió Narraway sin apartar la mirada de la calle.
En principio, la Brigada Especial sehabía creado para hacer frente a las actividades de los fenianos enLondres, pero por aquel entonces se enfrentaba a todo tipo deamenazas a la seguridad nacional. Precisamente en esa fecha,principios de verano de 1893, el peligro que más inquietaba a lamayoría de las personas era el de los terroristas anarquistas. Sehabían producido varios incidentes en París, y Londres habíasufrido media docena de explosiones de diversaconsideración.
Narraway no sabía si la última amenaza procedía de los irlandeses, que seguían empeñados en alcanzar la autonomía o simplemente de revolucionarios deseosos de derrocar el gobierno, la monarquía o la ley y el orden en general.
En la esquina giraron a la izquierda, subieron por Myrdle Street, cruzaron la calle y se detuvieron. Poco más adelante los policías se ocupaban de despertar a la gente y la hacían salir rápidamente de sus casas. No había tiempo de buscar pertenencias particularmente apreciadas, ni siquiera de coger algo más que un abrigo o un chal para protegerse del fresco aire matinal.
Pitt vio que un agente de alrededor de veinte años no dejaba en paz a una anciana. El pelo blanco le colgaba en mechones ralos por encima de los hombros y apoyaba los pies artríticos en los adoquines. Pitt estuvo a punto de atragantarse de furia contra los responsables de aquel peligro.
Un chiquillo cruzó la calle y parpadeó desconcertado, arrastrando un cachorro de perro callejero sujeto con un cordel.
Narraway se apeó del cabriolé y se acercó a grandes zancadas hacia el policía más cercano. Pitt le pisaba los talones. Con el rostro encendido de preocupación y contrariedad, el agente se volvió para pedirle que retrocediese.
– Señor, tiene que irse. -Señaló con el brazo-. Aléjese, señor. Han puesto una bomba en una de las…
– ¡Lo sé! -precisó Narraway secamente-. Soy Victor Narraway, jefe de la Brigada Especial. ¿Ya se sabedónde la han colocado?
El policía se cuadró a medias, con la diestra todavía en alto para impedir que la gente regresara a sus hogares en aquella mañana silenciosa y casi sin viento.
– No, señor -respondió-. Mejor dicho, no se sabe exactamente. Sospechamos que está en una de esas dos casas de allí.
El agente inclinó la cabeza hacia la otra acera. Las casas estrechas y de tres plantas estaban adosadas, con las puertas abiertas de par en par; mujeres orgullosas y trabajadoras blanqueaban los escalones de la entrada. Un gato salió tranquilamente de una de las viviendas, una niña le gritó con impaciencia y el minino echó a correr hacia ella.
– ¿Ya han salido todos? -quiso saber Narraway.
– Sí, señor, al menos por lo que sabemos…
El resto de su respuesta quedó apagada por una explosión ensordecedora. Al principio fue como un chasquido seco, luego un rugido y finalmente un desgarrón y un desmoronamiento. Un trozo enorme de una de las casas voló por los aires y se partió. Los restos se desplomaron sobre la calle y encima de otros tejados; destrozaron las tejas de pizarra y derribaron chimeneas. El polvo y las llamas dominaban el ambiente. La gente chilló frenéticamente. Alguien gritó.
El agente de policía también gritó, con la boca muy abierta, pero sus palabras se perdieron en medio del estrépito. Sacudió el cuerpo de manera extraña, como si las piernas no le respondieran. Se inclinó y agitó los brazos mientras, horrorizada, la gente no se movía de donde estaba.
Otra explosión resonó en el interior de la segunda casa. Las paredes temblaron y parecieron desplomarse sobre sí mismas, al tiempo que los ladrillos y el yeso salían despedidos hacia el exterior. Hubo más llamaradas y una columna de humo negro.
De pronto, la gente echó a correr. Los piños sollozaron, alguien maldijo a voz en cuello y varios perros ladraron con frenesí. Un anciano juró contra todo lo que se le ocurrió y se repitió una y otra vez.
Narraway había palidecido y sus ojos negros semejaban orificios en la cabeza. No habían tenido la esperanza de evitar el estallido de las bombas, pero era una dolorosa derrota ver semejantes destrozos en la acera de enfrente y personas aterrorizadas y desconcertadas que se movían dando tumbos. Las llamas llegaron a los listones y las vigas secas y comenzaron a propagarse.
Llegó un coche de bomberos, con los caballos cubiertos de sudor y los ojos en blanco. Los efectivos se apearon de un salto y comenzaron a desenrollar las voluminosas mangueras de lona, pero la suya era una tarea condenada al fracaso.
Pitt experimentó una pasmosa sensación de desilusión. La BrigadaEspecial se había creado, precisamente,para evitar esa clase de actos, pero habían cometido un atentado yno podía hacer nada que le reconfortara o fuera útil. Tampoco sabíasi estallarían más bombas.
Otro agente se acercó corriendo por la calle, agitó los brazos desaforadamente y el casco se ladeó sobre su cabeza.
– ¡Por el otro lado! -exclamó-. Se escapan por el otro lado.
Pitt tardó unos segundos en entender lo que el policía decía.
Narraway se dio cuenta en el acto, giró sobre los talones y echó a andar hacia el coche de dos ruedas.
Pitt se sintió impelido a actuar y alcanzó a Narraway en el momento en el que este subía al coche y ordenaba al conductor que regresara a Fordham Street y girara al este.
El hombre obedeció en el acto, agitó el largo látigo por encima de las ancas del caballo y lo azuzó. Torcieron a la izquierda, cruzaron Essex Street casi sin aminorar el paso y vislumbraron otro coche de dos ruedas, que desapareció hacia el norte por New Road, en dirección a Whitechapel.
– ¡Tras ellos! -ordenó Narraway.
No hizo caso del restante tráfico matinal, compuesto de carros y carretas de reparto, que se apartaron y se apiñaron.
No había habido tiempo de plantearse quiénes habían colocado las bombas pero, cuando torcieron por Whitechapel Road y pasaron frente al hospital de Londres, Pitt reflexionó sobre la cuestión. Hasta entonces las amenazas anarquistas habían sido desorganizadas y no habían planteado exigencias concretas. Londres era la capital de un imperio que abarcaba prácticamente todos los continentes de la tierra, así como las islas que había entre ellos, y también el puerto más grande del mundo. Constantemente llegaban gentes de todas las nacionalidades; en concreto en los últimos tiempos, habían arribado inmigrantes de Letonia, Lituania, Polonia y Rusia deseosos de escapar del poder del zar. Otros, que procedían de España, Italia y, sobre todo, Francia, se trasladaron con intenciones más volcadas hacia el socialismo.
Pitt vio que, a su lado, Narraway estiraba el cuello y mantenía rígido su delgado cuerpo. Miró hacia un lado y luego hacia el otro en su intento de localizar el coche de dos ruedas. Whitechapel se había convertido en Mile End Road. Pasaron frente al inmenso bloque de la cervecería Charrington, que se alzaba a la izquierda.,
– ¡No tiene el menor sentido! -declaró Narraway apretando los dientes.
El cabriolé que iba delante giró a la izquierda por Peters Street. Apenas había recuperado el equilibrio cuando se esfumó hacia la derecha por Willow Place y después por Long Spoon Lane. El cabriolé de Pitt y Narraway se pasó de largo y tuvo que girar y volver atrás. Para entonces otros dos cabriolés se detuvieron y varios policías descendieron de ellos; el que estaban persiguiendo desapareció.
Long Spoon Lane era una calle estrecha y adoquinada. Las grises casas de vecindad tenían tres plantas y estaban mugrientas y manchadas por el humo y la humedad de varias generaciones. El aire olía a podredumbre y a aguas residuales.
Pitt miró a un lado y a otro, al este y al oeste. Vio varios portales clausurados con tablas. Con los brazos en jarras, una mujer corpulenta bloqueaba la entrada de una casa y observaba con cara de pocos amigos la alteración de su rutina. Al oeste se cerró una puerta y cuando dos agentes la golpearon con los hombros no cedió. Volvieron a intentarlo varias veces, pero no hubo suerte.
– Deben de haber puesto una barricada -comentó Narraway con gran seriedad-. ¡Atrás! -ordenó a los policías.
Pitt sintió un escalofrío. Seguramente Narraway temía que los anarquistas estuviesen armados. Era absurdo. Dos horas antes estaba en la cama, medio dormido, junto a Charlotte; su cabellera, que atravesaba la almohada, parecía un río oscuro. El sol de primera hora había formado una línea brillante que se colaba entre las cortinas; fuera, en los árboles, piaban los afanosos gorriones. Y en aquel momento temblaba mientras observaba la horrible pared de una casa de vecindad en la que se ocultaban los desesperados jóvenes que habían echado abajo una hilera de viviendas.
En la calle había doce agentes; Narraway había asumido el mando, hasta entonces ostentado por un sargento. Envió a algunos efectivos a otros callejones. Con frío pesar, Pitt comprobó que estos portaban armas. Llegó a la conclusión de que no había otra opción. La colocación de bombas era un delito de gran violencia y poco corriente. No habría tregua para quienes lo habían cometido.
La calle se encontraba extrañamente tranquila. Con los faldones aleteantes, el rostro tenso y la boca convertida en una delgada línea, Narraway volvió tras dar instrucciones a sus efectivos.
– Pitt, no se quede quieto como una condenada farola. Al fin y al cabo, es hijo de un guarda de caza… ¡no me dirá que no sabe disparar! -Con los nudillos blancos, levantó un fusil y se lo entregó.
Pitt estaba a punto de replicar que los guardas de caza no disparan a la gente, pero se dio cuenta de que no solo era una impertinencia, sino una falsedad. Más de un cazador furtivo había acabado con el trasero lleno de postas zorreras. Cogió el arma a regañadientes y, por último, las municiones.
Retrocedió hasta el lado más alejado de la calle. Sonrió con cierta ironía cuando vio que se había colocado tras la única farola que había. Narraway se mantuvo al amparo de los edificios de la acera de enfrente, caminó rápidamente a lo largo de la estrecha acera y ordenó a los policías que se pusieran a cubierto como él. Con excepción de sus pisadas no se oía sonido alguno. Habían retirado caballos y coches para que no corriesen peligro. Todos los que vivían en esa calle se habían refugiado en el interior de sus casas.
Los minutos se hicieron eternos. No hubo el menor movimiento. Pitt se preguntó si tenían la certeza de que los anarquistas se encontraban allí y, automáticamente, echó un vistazo a los tejados. Eran escarpados, demasiado abruptos como para que hubiera un asidero, y no se veían buhardillas ni tragaluces a través de los que salir.
Narraway se acercaba. Al reparar en la mirada de Pitt, una llamarada de humor iluminó fugazmente su rostro.
– Se lo agradezco, pero no lo haré -aseguró secamente-. Si decido enviar a alguien a los tejados no será a usted. Tropezaría con los faldones. Antes de que me lo pregunte, le diré que sí, que he enviado efectivos a la parte de atrás y a ambos extremos. -Con gran cuidado se situó entre Pitt y la pared. Pitt sonrió. Narraway dejó escapar una especie de gruñido y acotó con acritud-: No pienso esperar todo el día. He pedido a Stamper que vaya a buscar unos carros viejos, algo lo bastante sólido como para absorber un puñado de balas. Los volcaremos para refugiarnos detrás y luego entraremos.
Pitt asintió y lamentó no conocer mejor a Narraway. Todavía no confiaba en él tanto como en Micah Drummond o en John Cornwallis, sus compañeros cuando él solo era un simple policía de Bow Street. Los respetaba y comprendía sus obligaciones. También había sido profundamente consciente de su humanidad y de sus debilidades, así como de sus aptitudes.
Pitt jamás se había propuesto formar parte de la BrigadaEspecial. El éxito que había tenido contrala poderosa sociedad secreta conocida como Círculo Interior habíaoriginado su aparente desgracia, ya que le había costado el cargoen la Metropolitana. Porsu propia seguridad y para darle algún tipo detrabajo, le habían asignado un puesto en la Brigada Especial y trabajaba paraVictor Narraway. En Bow Street, Harold Wetron, miembro del CírculoInterior y por entonces jefe de la sociedad secreta, habíadesbancado a Pitt.
Este se sentía inseguro y con demasiada frecuencia metía la pata. Con sus secretos, su tortuosidad y sus motivaciones medio políticas, la Brigada Especial exigía ciertashabilidades que apenas había empezado a asimilar; además todavíacarecía de parámetros para evaluar a Narraway.
También era consciente de que, de haber seguido ascendiendo en Bow Street, no habría tardado en perder su conexión con la realidad del crimen. Su compasión por el dolor que causaba habría disminuido. Todo se habría vuelto de segunda mano, particularmente su capacidad de influir en las decisiones.
Su situación actual era mejor, aunque supusiera permanecer en una calle fría junto a Narraway, a la espera de tomar por asalto una fortaleza anarquista. El momento de la detención jamás era sencillo ni agradable, ya que el delito suponía una tragedia para otro ser humano.
Pitt notó que tenía hambre aunque, por encima de todo, le habría apetecido beber una taza de té caliente. Tenía la boca seca y estaba harto de permanecer en el mismo sitio. A pesar de que era verano, a la sombra la mañana aún era fría. El empedrado seguía mojado por el rocío de la noche. Todavía no se había acostumbrado al olor rancio de la madera húmeda y las alcantarillas.
En los adoquines del otro extremo de la calle se oyó un ruido sordo y apareció un carro viejo, tirado por un caballo de pelaje grueso. Al llegar a la mitad, el carretero se apeó de un salto. Desaparejó al animal y dejó que se marchara al trote. Segundos después apareció otro carro parecido y se detuvo detrás. Ambos vehículos estaban ladeados.
– Correcto -musitó Narraway y se irguió.
Estaba muy serio. Gracias a la suave pero penetrante luz, cada pequeña arruga de su rostro era visible. Daba la sensación de que todas las pasiones que había experimentado a lo largo de la vida habían dejado su huella en él, si bien la impresión dominante que transmitía era de inquebrantable fuerza.
A lo largo de la calle se habían desplegado seis policías, la mayoría de los cuales parecían armados. Otros se habían situado en la parte trasera de los edificios y en los extremos de la calle.
Tres agentes avanzaron con un ariete para abrir la puerta por la fuerza. En ese momento se hizo añicos el cristal de una ventana de las plantas superiores y todos permanecieron inmóviles. Un segundo después sonaron disparos y las balas rebotaron en las paredes a la altura del hombro y por encima. Nadie resultó herido.
La policía respondió a los disparos y estallaron los cristales de otras dos ventanas.
A lo lejos, un perro ladró con furia; se oía el ruido sordo del tráfico pesado que discurría por Mile End Road, a una calle de distancia.
Los disparos se reanudaron.
Pitt era reacio a participar. Pese a todos los delitos que había investigado a lo largo de sus años en el cuerpo de policía, lo cierto es que jamás había tenido que disparar a un ser humano y la idea le producía un frío dolor.
En ese momento, Narraway corrió hasta donde se encontraban dos hombres, agazapados detrás de los carros; una bala se empotró en la pared, justo por encima de la cabeza de Pitt. Sin pararse a pensar, éste levantó el arma y disparó hacia la ventana de la que había salido la bala.
Los hombres que portaban el ariete habían llegado al extremo de la calle, por lo que quedaban fuera de la línea de fuego. Cada vez que una sombra se movía tras los restos del cristal de las ventanas, Pitt disparaba y se apresuraba a recargar su arma. Aunque detestaba disparar a personas, descubrió que sus manos estaban firmes y que lo dominaba una suerte de regocijo.
Calle arriba repiquetearon más disparos.
Narraway observó a Pitt, le lanzó una mirada de advertencia y recorrió el empedrado hasta donde se encontraban los hombres con el ariete. De una ventana de la planta superior salió otra lluvia de disparos que chocaron contra las paredes y rebotaron o se hundieron en la madera de los carros.
Pitt volvió a disparar y apuntó en otra dirección. Se trataba de otra ventana, desde la cual hasta entonces nadie había disparado. Vio el cristal roto, iluminado por el reflejo de la luz del sol.
Los disparos procedían de diversos lugares: la casa, la calle y el extremo de la vía. Un policía se dobló y se desplomó.
Pitt volvió a disparar hacia arriba, primero contra una ventana y después contra otra, dondequiera que veía una sombra en movimiento o un fogonazo.
Nadie se acercó al herido. Pitt comprendió que no podían hacerlo porque quedarían al descubierto.
Un disparo alcanzó el metal de la farola que se alzaba a su lado y produjo un intenso chasquido que le aceleró el pulso y casi lo dejó sin aliento. Afirmó deliberadamente la mano para el siguiente disparo, que atravesó la ventana. Su puntería mejoraba. Abandonó la protección de la farola y se dispuso a cruzar la calle para acercarse al agente caído. Se encontraba a veinte metros. Un nuevo disparo pasó por su lado y chocó contra la pared. Pitt tropezó y se dejó caer muy cerca del policía. El empedrado estaba manchado de sangre. Reptó el último metro que lo separaba del herido.
– Quédese tranquilo -aconsejó en tono apremiante-. Lo pondré a salvo y luego le echaremos un vistazo.
No sabía si el agente lo oía. Su cara estaba de un color blanco pastoso y tenía los ojos cerrados. Parecía rondar los veinte años y tenía la boca ensangrentada.
Era imposible que Pitt lo trasladase, ya que no se atrevía a incorporarse; si lo hacía, se convertiría en un blanco perfecto. Hasta era posible que, de rebote, lo alcanzase una bala disparada por uno de los suyos, que volvían a abrir fuego con presteza. Se inclinó, cogió al agente por los hombros, retrocedió torpemente y lo arrastró por encima de los adoquines hasta que por fin quedaron al amparo de los carros.
– Quédese tranquilo -repitió, aunque en realidad hablaba para sí mismo.
Comprobó sorprendido que el agente abría los ojos y esbozaba una débil sonrisa. Con sobresaltado alivio Pitt vio que la sangre de la boca manaba de un corte que tenía en la mejilla. Lo examinó rápidamente para averiguar dónde había sufrido heridas y taponarlas. Siguió hablando en tono suave y tranquilizador para ambos.
El agente había sufrido una herida en el hombro. Perdía bastante sangre, pero no era fatal. Probablemente al caer se había dado con la cabeza en los adoquines, lo que le había dejado sin sentido. De no haber llevado el casco habría podido ser peor.
Pitt hizo lo que pudo con una manga del uniforme, que le arrancó y colocó sobre el hombro sangrante. Cuando terminó, cuatro o cinco minutos después, ya se habían acercado otros agentes a ayudarlo. Les pidió que retirasen al herido y cogió su arma. Se agachó y corrió hasta los que portaban el ariete en el preciso momento en que cedía el marco de la puerta que, al abrirse, chocó estrepitosamente contra la pared.
Nada más entrar había una escalera estrecha. Los policías subieron a la carrera, Narraway les pisaba los talones y Pitt se pegó a su espalda.
Más arriba resonó un disparo y se oyeron voces crispadas y ruido de pisadas; hubo más disparos a lo lejos, probablemente en el fondo de la casa.
Pitt subió los peldaños de la escalera de dos en dos. Al llegar a la segunda planta encontró una amplia estancia que, probablemente, en su origen eran dos habitaciones. Narraway permanecía de pie en medio de la luz intensa que entraba por las ventanas rotas. En el otro extremo se abría la puerta de la escalera que descendía hacia el fondo de la casa. Había tres policías con las armas a punto y dos jóvenes que permanecían absolutamente inmóviles. Uno de ellos tenía el pelo oscuro y largo y la mirada enloquecida. Sin la sangre y la hinchazón en la cara habría sido apuesto. El otro era más delgado, algo demacrado, con el pelo de color dorado rojizo. Sus ojos eran de un azul verdoso casi exageradamente claro. Aunque parecían asustados, ambos intentaban mostrarse desafiantes. Dos policías los esposaron violentamente.
Narraway volvió la cabeza hacia la puerta, junto a la que se encontraba Pitt, y en silencio indicó a los policías que se llevasen a los detenidos.
Pitt se hizo a un lado para dejarlos pasar y recorrió la estancia con la mirada. Con excepción de un par de sillas y de un hato de mantas apiladas en el otro extremo no había nada más. Los cristales de todas las ventanas estaban rotos y las paredes, acribilladas a balazos. Era todo lo que esperaba ver, exceptuando la figura inmóvil tendida en el suelo, con la cabeza en dirección a la ventana del centro de la estancia. La tupida cabellera de color castaño oscuro del hombre caído estaba empapada en sangre.
Pitt se acercó y se arrodilló a su lado. Estaba muerto. En el suelo también había sangre. Lo habían matado de un único disparo. La bala había entrado por la nuca y salido por el rostro; su lado izquierdo estaba destrozado. El derecho indicaba que en vida había sido guapo. Su expresión manifestaba sorpresa.
Pitt había investigado muchos asesinatos, al fin y al cabo se trataba de su profesión, pero pocos habían sido tan sangrientos como ese. Lo único positivo de esa muerte era que debió de ser instantánea. Notó un retortijón en el estómago y tragó saliva para que la bilis no le subiese. Rezó porque el responsable de esa muerte no fuera uno de sus disparos.
Narraway habló con tono quedo a sus espaldas. Pitt no había oído sus pisadas.
– Registre sus bolsillos -propuso-. Tal vez tenga algo que nos permita saber de quién se trata.
Pitt apartó la mano del hombre. Era delgada, bien formada y en el anular llevaba una sortija de sello, un anillo caro, de excelente factura, seguramente de oro.
Pitt giró el anillo. Apenas tuvo que hacer esfuerzos para sacarlo del dedo. Lo estudió de cerca. El sello mostraba un escudo de familia y en el interior llevaba la firma del joyero.
Narraway extendió la mano con la palma hacia arriba. Pitt le entregó el anillo, volvió a agacharse ante el cadáver y registró los bolsillos de la chaqueta. Encontró un pañuelo, un puñado de monedas y una nota dirigida a un tal Magnus. El resto de la hoja no estaba, como si lo hubiesen utilizado para otro mensaje.
– «Querido Magnus» -leyó Pitt en voz alta.
Narraway estudiaba la sortija con los labios apretados. A la intensa luz de la mañana, su rostro estaba alterado y con signos de cansancio.
– Landsborough -musitó como para sí.
Pitt se sobresaltó.
– ¿Lo conoce?
Narraway no lo miró.
– Lo he visto un par de veces. Se trata del hijo de lord Landsborough… de su único hijo.
La expresión de Narraway era indescifrable. Pitt no sabía si su intensidad significaba dolor, angustia ante los problemas que estaban por llegar o, lisa y llanamente, malestar por tener que dar la noticia a la familia.
– ¿Es posible que lo tomaran como rehén? -inquirió Pitt.
– Tal vez -reconoció Narraway-. Hay algo que está claro: me parece imposible que la bala llegara de la ventana, lo alcanzara en la nuca y cayese así.
– Nadie lo ha movido -afirmó Pitt con seguridad-. Si lo hubieran hecho, habría sangre por todas partes. Con una herida de estas características…
– ¡Puedo verlo con mis propios ojos! -La voz de Narraway se alteró, dominada por las emociones; quizá fuera compasión o puro rechazo físico-. Por supuesto que no lo han movido. ¿Por qué demonios iban a cambiarlo de sitio? Es evidente que le dispararon desde el interior de la estancia. Ahora se trata de averiguar por qué y quién. Tal vez está en lo cierto y lo tomaron como rehén. ¡Dios bendito, vaya lío! ¡Vamos, haga el favor de levantarse del suelo! Cuando llegue el forense veremos si nos dice algo más. Debemos interrogar a los otros dos antes de que la policía la fastidie. Detesto tener que apelar a los agentes, pero no me queda otra solución. ¡Es lo que dicta la ley! -Dio media vuelta y franqueó la puerta-.¡Venga, vámonos! ¡A ver qué han encontrado en la parte trasera!
El sargento apostado en la parte posterior se mostró desafiante, como si Narraway lo hubiera acusado de dejar escapar al asesino.
– Señor, no lo hemos visto. ¡Su hombre ha bajado la escalera sin dejar de gritar que persiguiésemos a alguien, pero no ha pasado nadie por nuestro lado! Por lo tanto, aún debe de seguir dentro.
– ¿Ha dicho mi hombre? -inquirió Narraway en tono seco-. ¿A qué hombre se refiere?
– Señor, ¿cómo quiere que lo sepa? -preguntó el sargento-. ¡Bajó corriendo la escalera, sin dejar de gritar que detuviésemos a alguien, pero no había a quién detener!
– Hemos encontrado a dos anarquistas vivos y a uno muerto -dijo Narraway con gran seriedad-. En la habitación había cuatro, tal vez cinco individuos, lo que significa que al menos uno de ellos ha escapado.
El sargento mantuvo su expresión seria, con los ojos azules como piedras.
– Si usted lo dice, señor… Pero no ha pasado por nuestro lado. Quizá ha dado la vuelta en la planta baja y ha salido por la parte delantera mientras usted estaba arriba, ¿no le parece, señor? -El sargento se expresó con cierto deje de insolencia. A algunos policías no les gustaba que los destinasen a realizar las detenciones que correspondían a la Brigada Especial, pero como ésta no tenía competencias para hacerlo no habíaotra solución.
– ¿Y si ha salido y ha entrado directamente por la parte trasera de otro de los edificios? -propuso Pitt rápidamente-. Será mejor que registremos todas las viviendas.
– Adelante -añadió Narraway secamente-. Mire en todas partes, en todas las habitaciones; bajo las camas, en el caso de que las haya; en los armarios, bajo los montones de basura o de ropa vieja y en los desvanes, aunque haya que entrar a gatas. Y no se olvide de las chimeneas.
Se volvió y caminó a lo largo del callejón, sin dejar de observar atentamente las demás casas, los tejados y las puertas. Pitt lo seguía pisándole los talones. Un cuarto de hora después estaban de regreso en la entrada principal de Long Spoon Lane. La luz del día era fría y gris y el viento que soplaba por el callejón cortaba el aliento. No habían dado con ningún anarquista escondido. Ningún policía de la entrada reconoció haber visto a alguien, haberlo perseguido por el interior del edificio o haberlo visto salir. El sargento que montaba guardia en la parte trasera no cambió una coma de su explicación.
Pálido y furioso, Narraway no tuvo más remedio que aceptar que quienes habían estado en la casa en la que yacía muerto Magnus Landsborough habían escapado.
– ¡Absolutamente nada! -replicó, desdeñoso, el joven de pelo oscuro.
Se encontraba en los calabozos de la comisaría, sentado en una silla de respaldo recto y con las manos todavía esposadas. La única luz procedía de una ventana pequeña y alta que había en la pared que daba al exterior. Solo había dicho que se apellidaba Welling; ni una palabra más. Tanto Pitt como Narraway habían intentado extraerle información acerca de sus compañeros, objetivos o aliados, así como del lugar en el que habían conseguido la dinamita o el dinero para adquirirla.
El otro, un hombre de piel blanca y con el cabello de color dorado rojizo, respondió que se llamaba Carmody, pero también se negó a referirse a sus compañeros. Ocupaba otra celda y, hasta ese momento, estaba solo.
Narraway se apoyó en la pared de piedra encalada, con el rostro fruncido de cansancio.
– Seguir con el interrogatorio carece de sentido -declaró en tono llano, como si aceptase la derrota-. Irán a la tumba sin darnos un porqué. No conocen su objetivo o no tienen. Podría tratarse de violencia ciega y gratuita.
– ¡Claro que lo conozco! -aseguró Welling con los dientes apretados.
Narraway lo miró y apenas manifestó interés.
– ¿Habla en serio? Usted acabará bajo tierra y yo seguiré sin enterarme -prosiguió-. Que usted lo sepa o no tiene muy poca importancia, ya que no quiere o no puede compartirlo con nosotros. La verdad es que se trata de una actitud bastante insólita en un anarquista. -Se encogió ligeramente de hombros-. La mayoría de los anarquistas luchan por algo y un gran gesto, como acabar en la horca, pierde su sentido si nadie sabe por qué van al patíbulo como las vacas al matadero.
Welling se quedó petrificado, abrió desmesuradamente los ojos y apenas movió el pecho al respirar.
– No pueden ahorcarme -dijo por fin y se le quebró la voz-. No ha muerto nadie. Un agente ha resultado herido, pero no podrá demostrar que fui yo quien le disparó porque no lo hice.
– Ah, ¿no ha sido usted? -preguntó Narraway con indiferencia, como si no lo supiera o la verdad no le interesara.
– ¡Cabrón! -espetó Welling con desdén. De pronto su fachada de serenidad se derrumbó y lo dominó la cólera. Su rostro se cubrió de sudor y abrió excesivamente los ojos-. ¡Es usted como toda la policía… corrupto hasta la médula! -Le tembló la voz-. ¡Verá, le aseguro que no he sido yo! Pero a usted le da lo mismo, ¿no es así? ¡Le basta con tener a alguien a quien echarle las culpas y cualquiera sirve!
Durante unos instantes, Pitt apenas fue consciente de que Narraway había provocado la reacción de Welling, aunque enseguida se dio cuenta de qué había dicho el detenido acerca de la policía. Lo que le dolió no fue la acusación, sino la pasión de su tono de voz. El detenido estaba convencido de lo que decía hasta el punto de gritarlo a pesar de que podía costarle cualquier esperanza de misericordia.
Pitt se obligó a adoptar un tono sereno y a ocultar sus emociones.
– Hay una gran diferencia entre incompetencia y corrupción -puntualizó-. Desde luego que existe algún que otro mal policía, del mismo modo que hay malos médicos o malos… -Calló.
La expresión de desdén de Welling era tan intensa que distorsionó grotescamente sus facciones y las convirtió en una máscara blanca coronada por el pelo oscuro.
Narraway no intervino. Observó a Pitt y a Welling, a la espera de ver quién era el primero en tomar la palabra.
Pitt aspiró y exhaló aire lentamente. El silencio se volvió cortante.
– ¡No me dirá que le importa! -exclamó Welling en tono acusador y sarcástico, como si Pitt no tuviese el honor o la inteligencia suficientes para ser capaz de preocuparse.
– Por lo visto, a usted tampoco -replicó Pitt y se obligó a sonreír.
No le resultó nada fácil. Durante toda su vida adulta había sido policía. Había dedicado tiempo y energía, trabajado días interminables y soportado el agotamiento para buscar justicia o, al menos, una mínima resolución de la tragedia y el crimen. Manchar tanto la honradez como los ideales de los hombres con los que trabajaba privaba de sentido a los veinticinco años de su pasado y a su fe en las fuerzas que defendían el futuro. Si la policía carecía de integridad, en vez de justicia proporcionaba venganza y no existía manera de protegerse de ella, salvo la violencia de los poderosos. Esa era la verdadera anarquía. Y el joven presuntuoso que tenía delante perdería tanto como el que más. Sobreviviría para colocar bombas solo gracias a que el resto de la sociedad acataba las leyes.
Pitt dejó que el desprecio alterase su voz cuando respondió:
– Si la policía fuese esencialmente corrupta, usted no estaría aquí ni le someteríamos a un interrogatorio. Simplemente lo habríamos abatido. Después habría resultado fácil inventar una excusa. ¡Habría bastado cualquier sencilla explicación! -Se percató del tono áspero de su voz y de que estaba a punto de estallar-. Está aquí y se enfrentará a un juicio precisamente porque nos encargamos de hacer cumplir las leyes que usted viola. Es usted el hipócrita y el corrupto. ¡No solo nos miente a nosotros, sino a sí mismo! La ira de Welling se desmandó.
– ¡Seguro que serían capaces de dispararnos! -afirmó, se inclinó ligeramente, dobló el cuerpo y casi se atragantó con una carcajada perversa-. ¡Y probablemente lo harán, del mismo modo que abatieron a Magnus!
Pitt observó al detenido y, azorado y con creciente horror, se dio cuenta de que Welling estaba realmente asustado. Sus palabras no eran bravuconadas. Creía en lo que decía. Estaba convencido de que en comisaría lo asesinarían.
Se volvió para mirar a Narraway y durante unos segundos vio el mismo desconcierto, que no tardó en esfumarse. La expresión de Narraway recuperó su cólera impersonal. Enarcó las cejas y precisó con sumo cuidado:
– A Magnus Landsborough le dispararon por detrás. Se desplomó hacia delante, con la cabeza en dirección a la ventana.
– No le dispararon desde fuera -insistió Welling-. Fue un miembro de la policía, que subió por la parte trasera. Como ya he dicho, la policía es tan corrupta como el mismo demonio.
– Esa sí que es una acusación en toda regla, pero usted no nos da pruebas -terció Pitt-. Además, esa muerte sucedió posteriormente, por lo que no creo que el móvil sea el mismo que el de las bombas de Myrdle Street. Dicho sea de paso, ¿por qué eligieron Myrdle Street? ¿Qué le han hecho sus habitantes? ¿O acaso da igual de quién se trate?
– Claro que no tengo pruebas de corrupción -apostilló Welling con amargura y volvió a enderezar el cuerpo-. Las taparán, como han hecho con todo lo demás. Sabe perfectamente por qué Myrdle Street.
– ¿Qué significa todo lo demás? -inquirió Narraway.
El jefe dela Brigada Especial permanecía de pie, apoyado en la pared y con su delgadocuerpo en tensión. No era corpulento. Su estatura era menor que lade Pitt y parecía mucho más ligero, aunque era fibroso.
Welling reflexionó antes de responder. Pareció sopesar los pros y los contras de hacer uso de la palabra. Cuando por fin habló, dio la impresión de estar dominado por la ira más que por la razón:
– Depende de dónde está y de quién es el implicado. Me refiero a los delitos por los que se pone a alguien entre rejas y aquellos que se pasan por alto… siempre y cuando se entregue un poco de dinero donde corresponde. -Paseó la mirada de uno a otro-. Si diriges un grupo de ladrones y entregas una parte de las ganancias a la comisaría local nadie te molesta. Si posees una tienda o un negocio en determinados lugares, no te roban. Si los tienes en otra parte te despluman.
La mirada de Welling era ardiente y colérica y su cuerpo estaba rígido. La acusación que acababa de lanzar era terrible y de sobrecogedoras repercusiones.
– ¿Quién se lo ha dicho? -preguntó Narraway.
Con ello cortó de plano las preguntas que se acumulaban en la mente de Pitt, y que le resultaban demasiado dolorosas para expresarlas con facilidad.
– ¿Quién me lo ha dicho? -espetó Welling-. Los pobres desgraciados que pagan, ¿quién me lo iba a decir? Ya sabía que no me creería. Como tiene intereses creados prefiere no creerme. Pregunte en Smithfield, en Clerkenwell Road y, hacia el sur, en Newgate o Holborn. Las callejuelas y los callejones están llenos de personas que le dirán lo mismo. No mencionaré sus nombres porque se verán obligadas a pagar el doble o de repente la policía encontrará mercancía robada en sus viviendas.
La expresión de Narraway reflejaba total incredulidad. Pitt no supo si era real o si se trataba de una máscara que se había puesto para provocar a Welling a fin de que siguiera hablando, revelase cuanto sabía y demostrara sus acusaciones.
Aunque es posible que se diera cuenta, Welling estaba demasiado contrariado para morderse la lengua:
– ¡Vaya y pregunte a Birdie Waters, de Mile End Road!Vaya, qué pena, precisamente ahora está en lacárcel de Coldbath. Cumple condena por recaptación. La única pegaes que no sabía que tenía los objetos robados. En su casaaparecieron artículos de plata de un robo cometido en Belgravia.-Su voz resultó disonante a raíz de la ira-. Birdie no ha pisadoBelgravia en su vida.
– ¿Está diciendo que la policía la colocó en su casa? -Pitt interrumpió lo que fuese que Narraway pretendía decir.
– Solo es un caso entre muchos -espetó Welling-. A la gente buena y decente la roban, la hieren, la asustan para que renuncie a su honor y a sus negocios y la policía se limita a mirar hacia donde más le conviene. -Se sentía tan impotente que estaba al borde de las lágrimas-. El gobierno quiere expulsarnos, destruirnos y tergiversarlo todo hasta que ya no quede nada por lo que luchar. Es necesario hacer tabla rasa y empezar de nuevo. -Sacudió enérgicamente la cabeza; tenía los músculos del cuello y de los hombros agarrotados-. Hay que acabar con todos, con los codiciosos, los mentirosos, los corruptos… -De pronto se detuvo y hundió el cuerpo como si el ánimo lo hubiese abandonado. Se volvió hacia otro lado-. Pero ustedes forman parte del gobierno… de la policía -añadió con desesperanza-. Todo lo que quieren, el dinero y el poder, son herramientas para mantener las cosas como están. Lo sepan o no, forman parte de ello. ¡No pueden darse el lujo de escapar! -Lanzó una carcajada aterradora-. ¿Adónde irían?
Welling mantuvo el mentón en alto y la mirada llameante, aunque sin esperar respuesta.
La mente de Pitt había adquirido una velocidad vertiginosa. Muchas de las calles que Welling había mencionado correspondían a la zona de Bow Street, vigilada por policías de su antigua comisaría, hombres con los que había trabajado y que habían estado bajo su mando. Ahora estaba a cargo del inspector Wetron, que pertenecía a la Metropolitana… y al CírculoInterior. Pitt se negó a creer que las cosas hubiesen cambiadotanto y tan negativamente en poco más de un año. Sin duda eldetenido se equivocaba.
Welling lo observaba con atención; ya había percibido la derrota de Pitt en su expresión. Dejó escapar una risilla nerviosa, como si quisiera impedir que su fragilidad quedara a la vista.
– Le cuesta creerlo, ¿verdad? -inquirió con tristeza.
– ¿Por qué eligieron Myrdle Street? -repitió Pitt y retomó la pregunta que el detenido todavía no había contestado-. Allí solo vive gente corriente.
El escarnio volvió a demudar la expresión de Welling.
– Policías… -pronunció esa única palabra y esbozó una mueca de contrariedad.
– ¿Policías? -insistió Pitt.
– ¡Como si no lo supiera!
– ¡No lo sé! Pertenezco a la Brigada Especial.
Welling parpadeó, i
– La casa del medio es la de Grover. ¡Es el hombre de Simbister! Me refiero a Cannon Street.
– ¿Y eso merece una condena a muerte? -intervino Narraway en tono gélido.
Welling se mostró desafiante; su mirada estaba llena de odio.
– ¡Claro que sí! ¡Si hubiera visto cómo avasallaba y humillaba a la gente… sí que la merece!
Narraway se enderezó y se apartó de la pared.
– Señor Welling, no puede ser juez, jurado y verdugo. Se arroga derechos que no le corresponden.
– ¡Pues haga algo! -gritó Welling-. ¡Alguien tiene que actuar!
Narraway no le hizo caso y se dirigió a Pitt:
– Comunicaré a lord Landsborough la muerte de su hijo. Será necesario que identifique el cadáver. -Su voz sonó firme, aunque algo tensa-. Regrese a Long Spoon Lane y examínelo todo una vez más. Quiero saber quién asesinó a Magnus Landsborough y, si es posible, por qué. Da la sensación de que se trata de un acto gratuito. Aunque también pienso que, por definición, la anarquía es inútil.
– ¡Ustedes lo han asesinado! -exclamó Welling. Las lágrimas caían por su pálido rostro-. Era nuestro jefe. ¿Cuándo entenderán que si abaten a uno de los nuestros otro se alzará y ocupará su lugar? Ocurrirá una y otra vez, tantas como sea necesario. No pueden matarnos a todos. Porque, en ese caso, ¿quién trabajará? ¿A quiénes gobernarán? -Su voz temblaba con la pasión de la ironía-. El gobierno no existe a menos que haya alguien que corte la leña y recoja el agua, alguien que reciba las órdenes y las acate.
Narraway habló sin mirarlo:
– Me encantaría demostrar al señor Welling que uno de los suyos es responsable de la muerte de su cabecilla. No disparamos a las personas de las que es necesario deshacerse. Las ahorcamos.
Se dio la vuelta y abandonó el calabozo, dejando que Pitt decidiese si lo seguía o no.
Welling le miró con los ojos ardientes a causa de las lágrimas de impotencia.
Narraway tuvo que realizar diversas averiguaciones y ya era media tarde cuando subió los peldaños del Athenaeum, del 107 de Pall Mall, para hablar con lord Landsborough. Obviamente, era socio, ya que de lo contrario no lo habrían dejado entrar, aunque perteneciese a la Brigada Especial.
– Sí, señor -musitó serenamente el lacayo, cuyo tono de voz fue poco más que un susurro-. ¿Quiere que informe a su señoría de que está usted aquí?
– Quiero verlo en una estancia privada -precisó Narraway-. Lamentablemente traigo muy malas noticias para su señoría. Ocúpese de que en la mesa haya buen coñac y copas;
– Sí, señor. Lo lamento, señor.
El lacayo lo condujo por el pasillo hasta una estancia como la que había solicitado y se retiró. Dos minutos después, otro lacayo se presentó con una bandeja de plata en la que llevaba una botella de Napoleón y dos copas delicadamente talladas.
Narraway permaneció de pie en el centro de la alfombra de Aubusson e intentó organizar sus pensamientos. Se encontraba en el corazón del lugar más civilizado de Europa: un club para caballeros, donde en todo momento los modales eran impecables. Nadie elevaba el tono de voz. Allí podías sentarte y hablar de arte y filosofía, de deportes o de cualquier gobierno, de los confines del Imperio y de otros lugares, de la historia del mundo y siempre con un ingenio profundo y una inteligencia disciplinada.
Sin embargo, había acudido para comunicarle a un hombre que su hijo había sido asesinado durante un tiroteo con los anarquistas, a pocos kilómetros de distancia.
Pitt habría cumplido la misión con más eficacia. Al fin y al cabo, ya estaba acostumbrado. Tal vez incluso tendría un discurso preparado que daría, al menos, cierto tono solemne. Era padre. La imaginación pondría elocuencia a su compasión. Narraway solo podía esforzarse por cumplir con su cometido. No tenía esposa, hijos, ni siquiera hermanos menores. El trabajo le había enseñado a sobrevivir en solitario, incluso más de lo que el destino le había exigido. Vivía en su mente, en su cerebro brillante, sutil e instintivo… y se preocupaba, pero nunca demasiado. Deliberadamente no tenía familia que pudiese chantajearlo.
Se abrió la puerta; Narraway se irguió rígidamente y aspiró profundamente. Lord Sheridan Landsborough entró y cerró sin hacer ruido. Era un hombre alto y un poco encorvado. Parecía haber superado los setenta años; la expresión de su rostro era irónica pero gentil; en su juventud debió de ser apuesto y todavía emanaba un encanto y una inteligencia excepcionales.
– ¿Señor Narraway? -preguntó cortésmente.
Narraway ladeó la cabeza e hizo una ligera inclinación de reconocimiento.
– Milord, ¿no le gustaría tomar asiento?
– ¡Mi estimado amigo, no soy tan frágil! ¿O acaso las noticias que lo traen por aquí son tan terribles? -Una sombra oscureció su mirada. Narraway notó que le subían los colores a la cara. Landsborough se dio cuenta-. Lo siento muchísimo -se disculpó-. No puede ser de otra manera. No habría venido usted personalmente si se tratara de un asunto sin importancia. -Se sentó, más para complacer a Narraway que porque lo considerase necesario-. ¿Qué ha ocurrido?
Narraway también tomó asiento para librarse de mirarlo.
– Esta mañana ha habido un atentado anarquista en la zona de Mile End -explicó quedamente-. Nos avisaron y llegamos a tiempo de localizar a los responsables. Los seguimos hasta Long Spoon Lane y asediamos la casa en la que se refugiaban. Antes de tomarla hubo un breve tiroteo. Cuando entramos encontramos dos anarquistas con vida y el cadáver de un tercero, que había recibido un disparo. Todavía no sabemos quién lo hizo, aunque el tiro no llegó del exterior, sino que se produjo dentro de la estancia. -Narraway miró a Landsborough a la cara y vio que este ya sabía lo que iba a decirle. Apostilló con gran seriedad-: Lo siento. La sortija de sello que llevaba, así como las declaraciones de uno de los hombres que hemos detenido, lo identifican como Magnus Landsborough.'
Es posible que, hasta cierto punto, Landsborough lo esperase, pero de todas maneras su rostro adquirió un tono casi gris. Titubeó durante un largo y doloroso instante, luchó por dominarse y respondió:
– Comprendo. Es muy amable por su parte haber venido personalmente. Supongo que quiere que identifique a…
Lord Landsborough no pudo continuar. Se le cerró la garganta y jadeó para introducir aire en los pulmones.
Narraway se sintió impotente. Acababa de infligir un espantoso dolor a otro ser humano y estaba obligado a seguir allí, sin siquiera desviar la mirada, mientras Landsborough hacía denodados esfuerzos por mantener la dignidad.
– A no ser que prefiera enviar a un pariente cercano -propuso, pese a que sabía que el lord no aceptaría, por mucho que esa persona existiera.
Landsborough intentó sonreír, pero no lo consiguió. -No. No hay nadie más que yo. -Se le quebró la voz. Se abstuvo de añadir que no se lo pediría a lady Landsborough; semejante idea ni siquiera se le cruzó por la cabeza.
A Narraway le habría gustado disculparse una vez más, pero si lo hacía Landsborough tendría que restarle nuevamente importancia. Aprovechó el momento para plantear la dolorosa pregunta que estaba obligado a hacer. Existía la remota posibilidad de que Magnus hubiese sido una especie de rehén, si bien Narraway tenía sus dudas. Welling había afirmado que era el jefe y, a pesar de su ingenuidad y su apasionada fe en su ideología, inculta y unilateral, Narraway opinaba que Welling decía lo que consideraba que era la verdad.
– Milord, ¿cuáles eran las ideas políticas del señor Landsborough? -inquirió-. Le agradeceré que me responda en la medida de lo que sabe.
– ¿Cómo dice? Ah, sí. -Landsborough reflexionó unos instantes. Al responder su tono era más suave, como si se burlara de sí mismo y del llanto-. Me temo que siguió parte de mis ideales liberales, aunque los llevó demasiado lejos. Si intenta preguntarme con tacto si estoy enterado de que había abrazado medios de acción violentos, la respuesta es que lo desconozco. Tal vez tendría que haberlo sospechado. De haber sido más sensato, tendría que haber hecho algo para evitarlo, aunque no sé qué medidas podría haber adoptado.
Narraway se sintió invadido por una compasión inesperada. Si Landsborough hubiera despotricado contra el destino, la sociedad e incluso la Brigada Especial, probablementehabría sido más sencillo. Se habría defendido. Conocía todos losmotivos y las argumentaciones para lo que hacía, así como lanecesidad de hacerlo. Creía realmente en la mayoría de esas razonesy jamás había permitido que la opinión de los demás le preocupara.No podía darse ese lujo. Las heridas mudas y resignadas del hombreque permanecía frente a él lo golpearon en los puntos en los que laarmadura no lo protegía.
– No podemos obligar a otros a adoptar nuestras convicciones -declaró serenamente-. Y no debemos hacerlo. Los que se rebelan son siempre los jóvenes. Sin ellos apenas habría cambios.
– Gracias -murmuró Landsborough. Carraspeó varias veces y tardó unos segundos en recobrar el dominio-. Magnus era un apasionado defensor de la libertad individual que, en su opinión, estaba mucho más amenazada de lo que yo creía. También debo reconocer que he visto muchas más veces que él cómo cambian las corrientes de opinión. Los jóvenes son terriblemente impacientes.
Lord Landsborough se puso de pie rígidamente, para lo que tuvo que apoyarse en los reposabrazos de la silla. Parecía una década más viejo que cuando había tomado asiento, menos de diez minutos antes.
Narraway supo que no había respuesta a esas palabras. Siguió a Landsborough, recogieron los sombreros de manos del lacayo y salieron a la escalera de entrada, donde parecía que siempre había un coche de caballos a la espera. Dio al cochero las señas del depósito al que habían trasladado el cadáver y viajaron en silencio. No es que Narraway se hubiese quedado sin palabras sino que intentaba que Landsborough pasara por ese trance sin tener que oír inútiles cortesías.
Claro que en algún momento Narraway tendría que plantearle ciertas preguntas acerca de su hijo: compañeros, dinero, nombres, lugares que pudiesen llevarlo a otros anarquistas; todas ellas cuestiones que, por muy dolorosas que fuesen, debía abordar.
El depósito de cadáveres olía a piedras mojadas, fenol y ese aroma inefable de la muerte que Narraway conocía, aunque tal vez para Landsborough fuera extraño. La mayoría de las personas morían en casa, y el cuarto del enfermo, cualquiera que fuese su mal, nunca presentaba esa humedad empalagosa y fregada hasta la saciedad. Ese edificio no estaba destinado a seres vivos.
El encargado los recibió con una máscara profesional de solemnidad. Sabía cómo comportarse ante un dolor abrumador sin imponer su presencia. Los condujo por un pasillo hasta una habitación en la que el cuerpo reposaba sobre una mesa. Estaba cubierto hasta la cabeza con una sábana.
Narraway recordó los destrozos de la cara, por lo que se adelantó a Landsborough y se interpuso entre este y la mesa. Levantó un lado de la sábana y dejó al descubierto la mano del difunto. La sortija de sello volvía a estar en su sitio y bastaría para que lord Landsborough identificara el cuerpo.
– ¿Está realmente tan desfigurado? -preguntó Landsborough con ligera expresión de sorpresa.
– Sí -repuso Narraway y clavó la mirada en la mano.
Landsborough la observó.
– Sí, es el anillo de mi hijo. Creo que se trata de su mano. De todos modos, me gustaría verle la cara.
– Milord… -Narraway estuvo a punto de protestar, pero cambió de idea, ya que estaba actuando como un insensato. Si no se veía la cara, la identificación era incompleta; se hizo a un lado.
– Gracias. -Landsborough agradeció aquel gesto. Levantó la sábana y miró las facciones en silencio: un lado de la cara estaba destrozado y el otro casi en paz. Volvió a cubrirlo con la sábana-. Es mi hijo -confirmó en un susurro. Le tembló la voz, como si hubiera querido decir algo más pero su cuerpo no hubiese respondido-. Señor Narraway, ¿me necesita para algo más?
– Lo siento mucho, señor, pero así es. -Narraway se volvió, condujo al aristócrata por el pasillo, dio rápidamente las gracias al encargado y salió al aire tibio de la calle. Mientras el tráfico resonaba a su lado, apostilló-: Los anarquistas tuvieron que disponer de dinero para financiar las armas. Hay que pagar la dinamita. Si logramos rastrear sus compras es posible que encontremos a los demás antes de que vuelen más hogares. -Se refirió deliberadamente a la destrucción y no hizo caso de la ligera mueca de dolor que tensó el rostro de Landsborough-. Es imprescindible que demos con ellos -insistió-. Necesitamos saber quiénes eran los compañeros del señor Landsborough y conocer cualquier dato de sus movimientos de los últimos tiempos.
– Sí, desde luego -coincidió Landsborough; parpadeó como si repentinamente la luz del sol fuera más intensa que antes-. Lo lamento, pero no puedo ayudarlo. Magnus casi nunca estaba en casa. Yo estaba al tanto de sus convicciones, aunque debo reconocer que no de la intensidad de estas, pero no conozco a sus amigos. -Se mordió el labio-. En cuanto al dinero, tenía una modesta renta vitalicia, pero no era suficiente para comprar armas, apenas alcanzaba para comer y vestir. Yo pagaba el alquiler de las habitaciones que ocupaba cerca de Gordon Square. Quería ser independiente.
– Comprendo. -Narraway no supo si creer totalmente la respuesta de Landsborough, aunque tuvo la certeza de que, en ese momento, de nada serviría insistir-. Tendremos que registrar las habitaciones de Gordon Square por si ha dejado algo que pueda conducirnos a sus compañeros.
– Por descontado. Pediré a mi mayordomo que le dé las señas y mi juego de llaves. -Landsborough cuadró los hombros-. Señor Narraway, si esto es todo me gustaría volver a casa. Debo informar a mi esposa de lo ocurrido.
– Por supuesto, señor. ¿Quiere que vaya hasta la esquina y llame un coche de punto? -preguntó casi sin pensar; le parecía lo más lógico.
Landsborough le agradeció las molestias que se tomaba y aguardó inmóvil en la acera.
Pitt regresó a Long Spoon Lane lleno de presentimientos. Seguía vigilada por la policía y un agente, que tardó unos segundos en reconocerlo y cuadrarse, le cortó el paso.
No se lo reprochó. La verdad es que Pitt no parecía un agente de policía, y menos aún de alto rango. Era alto y caminaba con la gracia práctica y desgarbada del hombre de campo, acostumbrado a recorrer grandes distancias entre brezales y bosques. Su padre había sido guarda de caza de una gran finca y de niño Pitt había recorrido con él bosques y brezales. Incluso entonces, varias décadas después, solía guardar en los bolsillos objetos que en algún momento podían resultar útiles: pañuelos, trozos de cordel, monedas, lacre, una caja de cerillas, restos de lápices, papel, un par de caramelos redondos y duros, dos sujetapapeles, un limpiapipas, media docena de llaves y botones.
– ¿Cómo se encuentra el herido? -quiso saber.
– Se pondrá bien, señor -aseguró el agente-. Ha perdido un poco de sangre, pero se curará. Ha tenido suerte. Seguramente quiere hablar con el sargento.
– Así es. También necesito entrar en el edificio y ver la habitación en la que mataron al joven. ¿Quién fue el primero en llegar a la escalera trasera?
– No lo sé, señor, pero lo averiguaré. ¿Quiere entrar solo o prefiere que alguien lo acompañe? -Iré solo.
– Bien, señor.
Pitt atravesó los adoquines del callejón y franqueó la puerta destrozada. Subió la escalera peldaño a peldaño. Solo un par de horas antes había entrado en esa casa con el corazón en un puño. Los disparos todavía resonaban en sus oídos. En aquellos momentos le resultaba extrañamente desolada, como si hiciese semanas que alguien hubiera estado allí. No se debía tanto al polvo asentado o al aire viciado de las casas cerradas, sino a la seguridad de que quienquiera que la hubiera dejado ya no volvería. No había pertenencias personales, nada íntimo o de valor: únicamente una botella rota, un bote de cacao sin tapa y un par de trapos demasiado desteñidos como para resultar identificables.
En la habitación principal del último piso la luz se colaba por las ventanas rotas. El polvo y la suciedad de los trozos de cristal que permanecían sujetos al marco hacían que pareciesen esmerilados o pintados. La sangre del charco en el que Marcus Landsborough había yacido estaba coagulada y pegajosa, pero había perdido la humedad. Se veían manchas producidas por el traslado del cadáver. Por lo demás, todo estaba exactamente como cuando Pitt lo había visto por primera vez. La policía y el forense habían sido muy diligentes.
Pitt se agachó, observó el suelo larga y atentamente y estudió el perfil del cuerpo señalado con pisadas, la sangre seca y manchada y las huellas de los hombres que habían levantado algo pesado y difícil de manipular. Magnus había estado tendido en el suelo cuan largo era. Aparte de muchas cosas más, Pitt llevaba una cinta métrica en el bolsillo de la chaqueta. La cogió y la extendió desde donde había estado la cabeza hasta la marca de los pies. Calculó que el hombre había estado ligeramente encogido y llegó a la conclusión de que superaba el metro ochenta de estatura. No era posible ser más preciso.
De lo que se convenció absolutamente fue de que Magnus Landsborough se desplomó hacia delante cuando el disparo le entró por la nuca. Quedaba descartado que la bala proviniera de la calle y le hiciera caer como lo había hecho. Por si eso fuera poco, el tiro había entrado por la parte posterior del cráneo y había salido por el pómulo izquierdo. La calle era estrecha y se encontraba dos plantas más abajo. De haber procedido de allí, la trayectoria del proyectil habría trazado un ángulo ascendente cerrado, habría entrado por la nuca y salido por la ceja. Para no hablar de que Landsborough tendría que haber estado de pie de cara a la estancia y de espaldas al tiroteo.
¿Cabía la posibilidad de que Welling dijera la verdad y de que el primer agente que subió por la escalera trasera le disparase? En ese caso, ¿por qué? ¿Por ira? ¿Por miedo a que Landsborough sacara un arma y pudiese ponerlo en peligro? No habían encontrado ninguna arma junto al cadáver.
Pitt oyó pisadas en la escalera y al cabo de unos instantes un sargento de uniforme se detuvo en el umbral. Parecía espabilado, probablemente se acercaba a la treintena y su comportamiento era muy discreto.
– Me llamo Linwood, señor -se presentó rígidamente-. ¿Quería verme? Pitt se incorporó.
– Así es, sargento. ¿Fue el primero en llegar a esta estancia cuando se tomó la casa por asalto?
– Sí, señor.
– Descríbame exactamente qué vio.
Linwood se concentró y clavó la mirada en el suelo.
– Señor, aquí había tres hombres. Uno estaba de pie en la esquina más alejada y llevaba un arma en los brazos, un fusil. Su pelo era rojizo. Me miró a la cara, pero no me apuntó. Supongo que para entonces el cargador ya estaba vacío. Hicieron muchos disparos por la ventana.
A juzgar por la descripción se refería a Carmody.
– Continúe -solicitó Pitt.
– Había un hombre moreno, con la cabellera muy tupida -acotó Linwood y frunció las cejas en señal de concentración-. Parecía bastante conmocionado. Se encontraba de pie justo allí. -Señaló un punto situado a menos de un metro del lugar donde estaba Pitt.
– ¿Junto al cuerpo tendido en el suelo? -inquirió Pitt, sorprendido.
Linwood abrió desmesuradamente los ojos.
– Sí, señor. Llevaba un arma, pero es imposible que él disparara a la víctima. Las balas tuvieron que salir desde allí. -Señaló la puerta del otro extremo de la sala, la que daba a la escalera trasera, a través de la cual la policía había perseguido al hombre que disparó a Landsborough y que supuestamente había escapado.
– ¿Había alguien más? -insistió Pitt.
– El cadáver en el suelo -replicó Linwood.
– ¿Está seguro? ¿Puede describir cuál era exactamente su posición?
– Estaba tal como usted lo encontró, señor. El disparo lo mató en el acto, voló los sesos de ese pobre hombre.
Pitt enarcó las cejas y preguntó:
– ¿Ha dicho pobre hombre?
Linwood entreabrió los labios.
– Señor, compadezco a todo aquel al que los suyos le pegan un tiro, sean cuales sean sus ideales. La traición me revuelve el estómago.
– A mí también -coincidió Pitt-. ¿Está seguro de que fue así?
– Señor, me parece que no pudo ser de otra forma. -Linwood lo miró directamente a los ojos-. Oí un disparo cuando me encontraba al pie de la escalera. Pregunte a Patterson, que iba detrás de mí, y a Gibbons, que iba detrás de él.
– ¿Welling y Carmody se encontraban donde ha dicho?
– Sí. Por lo tanto, uno de los dos le disparó y el otro miente para protegerlo, o lo abatió uno de los que escaparon -repuso Linwood-. Lo mire como lo mire, fue uno de los suyos.
– Eso parece -reconoció Pitt a regañadientes-. Welling afirma que fuimos nosotros.
– Está mintiendo.
– No se refirió a alguien de uniforme.
– Señor, todos íbamos de uniforme -acotó Linwood con rigidez-. Los únicos de paisano eran usted y el jefe de la BrigadaEspecial.
– No creo que Welling haya mentido -comentó Pitt, reflexivo-. Diría que fue alguien a quien no conocía o a quien no reconoció.
– Pero no deja de ser uno de los suyos. -La cara del sargento estaba rígida y la cólera le afilaba la lengua-. Le dispararon por la espalda.
– Ya lo sé. Da la impresión de que la anarquía es un problema más serio de lo que suponíamos. Gracias, sargento.
– No se merecen, señor. ¿Es todo?
Linwood se cuadró… más o menos, pues consideraba que los miembros de la Brigada Especial no eranauténticos policías.
– De momento, sí -contestó Pitt.
Linwood se retiró y Pitt permaneció en la estancia imaginando el desarrollo de los acontecimientos. Él subió la escalera detrás de Narraway y de tres agentes. Había ascendido un piso cuando oyó el disparo en la planta superior y, a continuación, los gritos.
Al llegar a la habitación, segundos después que los agentes, estos se encontraban a un lado de los pistoleros. La puerta situada al otro extremo aún batía. Alguien acababa de atravesarla. Nadie afirmó haber visto a quien huía, por lo que sin duda había salido cuando el primer agente entró en la parte delantera de la estancia.
Welling y Carmody se negaban a dar nombres, pero insistían en que la policía había disparado a Magnus Landsborough. Dadas la trayectoria de la bala y la posición de Landsborough, el disparo tenía que proceder de la puerta que daba a la escalera trasera. Aparentemente, el hombre había escapado por allí; Welling y Carmody supusieron que era policía y los agentes apostados en la parte trasera lo confundieron con uno de los efectivos de la BrigadaEspecial que se encontraba en la partedelantera y pisaba los talones al anarquista. ¡Sin duda habíapasado por su lado y lo habían dejado escapar!
La mecánica de lo ocurrido comenzaba a cobrar sentido.
¿Los policías apostados en la parte trasera habían sido descuidados y habían dejado pasar a un hombre al menos o tal vez a más, o eran corruptos y lo habían dejado escapar adrede?
¿Quién había disparado a Landsborough desde detrás de la puerta y corrido escaleras abajo fingiendo que era policía? ¿Había aprovechado la oportunidad que le ofreció repentinamente el destino o aguardó en el edificio de Long Spoon Lane pues sabía que, después de la explosión, los que habían colocado la bomba regresarían?
¿Por qué? ¿Se trataba de rivalidades internas, de una célula que se oponía a otra? ¿Era un conflicto de ideales, una guerra territorial o la lucha por la dirección en el seno del grupo?
¿O se trataba de algo totalmente distinto?
Pitt cruzó lentamente la estancia y franqueó la puerta que conducía a la escalera trasera, por la que el asesino tuvo que abandonar el edificio. Una vez en la calle se topó con otro agente que tampoco le dio información nueva.