Pitt despertó al oír que Charlotte le hablaba con apremio; su voz delataba inquietud:
– Thomas, en la puerta hay alguien.
Pitt intentó despejarse. El dormitorio estaba a oscuras, apenas distinguía el perfil de su esposa pero notaba la sensación de calor de su proximidad. De todos modos, oyó unos golpes suaves e insistentes en la puerta.
– Ahora voy -dijo, estiró el brazo para tocarle el hombro y acarició unos segundos la suave piel de Charlotte.
Salió de la cama, cogió la vela y encendió una cerilla. La llama despidió la luz necesaria para buscar la chaqueta y el pantalón. Si debía salir tendría que volver para vestirse correctamente. Consultó el reloj de bolsillo, que había dejado sobre el tocador. Era poco más de la una y cuarto.
Las llamadas a la puerta habían cesado. Quienquiera que fuese debía de haber visto la luz a través de las cortinas y sabía que no tardarían en abrir.
Pitt encendió la lámpara de gas del rellano, bajó corriendo la escalera y se acercó a la puerta principal. Descorrió el cerrojo, la abrió y se encontró con Tellman. A la tenue luz del vestíbulo se le veía pálido y agotado.
– Pasa -dijo Pitt en voz baja-. ¿Qué ha sucedido?
Tellman entró y Pitt cerró la puerta. El aspecto del sargento era peor de lo que le había parecido. Tenía la piel pastosa, las mejillas hundidas y cubiertas de barba de un par de días y la mirada perdida.
– ¿Qué ocurre? -insistió Pitt-. ¿Tengo que vestirme o tenemos tiempo de tomar una taza de té?
Tellman temblaba ligeramente.
– No iremos a ninguna parte, al menos de momento.
Sin más comentarios, Pitt se volvió y lo llevó por el pasillo hasta la cocina. Tenía los pies fríos porque iba descalzo, pero el suelo de madera estaría calentito y, dado que la noche no estaba muy avanzada, tal vez podría reavivar el fuego del fogón sin necesidad de vaciarlo y empezar de nuevo.
Encendió la luz de gas de la cocina.
– Siéntate -ordenó a Tellman-. Subiré a decirle a Charlotte que eres tú y prepararé el té. Tellman obedeció.
Pitt regresó pocos minutos después con la camisa y los calcetines puestos. Retiró la ceniza del fogón, puso leña fina sobre las ascuas que seguían encendidas y esperó a que prendieran. Añadió carbón y cerró la puerta frontal para que el tiro funcionara bien. Llenó el hervidor y lo puso a calentar. En la cesta situada junto al fogón, los gatos Archie y Angus se movieron, se desperezaron, se reacomodaron y volvieron a dormirse.
– ¿De qué se trata? -preguntó Pitt. Se sentó frente a Tellman, ya que el agua tardaría unos minutos en hervir. Tellman pareció relajarse un poco. La cocina en la que Gracie trabajaba y en la que Pitt y él se habían reunido tan a menudo era lo más parecido a un hogar que tenía. A pesar de todo, una profunda tristeza demudó su expresión.
– No sé cuánto tiempo retendrán a Jones el Bolsillo. -Se mordió el labio-, Si la situación es tan mala como sospechamos podrían perder la prueba en su contra. Será mejor que actúes deprisa.
Miró a Pitt con expresión firme y apenada.
– ¿De qué se le acusa? -inquirió Pitt, deseoso de saber cómo se las había apañado Tellman-. ¿A qué prueba te refieres?
– De pasar dinero falso -respondió Tellman con un ligero tono de orgullo-. Es lo que hizo… con un poco de ayuda. Me llevé a un agente, para tener un testigo, pero no sé si puedo confiar en él. Podría sufrir un ataque de ceguera repentina. O, peor aún, podría decir que le metí el dinero en el bolsillo.
– ¿Y podrías haberlo hecho?
Pitt estaba preocupado por la situación de Tellman.
– No. Me ocupé de no acercarme a sus bolsillos. Lo sostuve y ordené a Stubbs que lo registrase.
– ¿Cómo llegó el dinero falso a sus bolsillos? -preguntó Pitt con curiosidad.
– Se lo entregué a una de las personas a las que fue a cobrarle. Ese hombre me debía un favor y se alegró de saldarlo.
– Entendido. ¿De qué se trata?
Pitt se moría de ganas de preguntar a Tellman por qué se había presentado en su casa a la una y media de la madrugada, pero su aspecto era tan penoso que se abstuvo de plantearlo abiertamente.
– Wetron me llamó a su despacho para hablar del tema -respondió Tellman con serenidad y se miró las manos, apoyadas en la mesa de la cocina-. ¡Tarde o temprano tenía que enterarse, pero ocurrió demasiado rápido! No sé si se lo dijo Stubbs o Grover, de Cannon Street, que estaba con Jones cuando lo detuve. -Levantó la mirada y clavó los ojos en Pitt-. Tras pavonearse un poco, Wetron me dijo que Piers Denoon, el primo de Magnus Landsborough, recauda el dinero de los anarquistas. Aseguró que todos lo saben y que es sorprendente quela Brigada Especial nolo haya averiguado. Me desafió a que te lo comentase.
– Sí… -coincidió Pitt. Oyó que el hervidor empezaba a pitar-. Ya me lo imagino. Tú…
– Es cierto -lo interrumpió Tellman-. Lo he comprobado yo mismo. Pregunté por él, lo esperé en su casa y le dije que la policía sabe lo que hace. Después fue inmediatamente a avisar a su jefe.
La cara de Tellman estaba casi gris y Pitt oyó a sus espaldas el sonido del hervidor, pero no le hizo el menor caso.
– ¿De quién se trata?
– De Simbister.
Pitt notó agudamente el frío y se le revolvió el estómago. No debería sorprenderse. Era lo que Welling y Carmody habían dado a entender. Pero en diversas ocasiones había intentado eludir el tema.
– ¿De Cannon Street? ¿Estás seguro?
– Sí.
– ¿Fue a su casa a avisarle? ¿No te cabe la menor duda?
– Ninguna. ¿Visitarás a Jones?
– No. Si lo hago corro el riesgo de que Wetron se entere. Dudo de que pueda decirme algo útil.
Tellman asintió muy a su pesar.
– Te lo agradezco.
Pitt se puso en pie para retirar el hervidor del fogón antes de que despertase al resto de los habitantes de la casa.
– ¿Qué sabes de Piers Denoon? -preguntó mientras cogía la caja de té.
Tellman se lo explicó tranquilamente.
A primera hora de la mañana Pitt envió un mensaje a Voisey y a mediodía volvió a bajar los escalones que conducían a la cripta de St Paul y recorrió el mismo pasillo con arcadas. En esa ocasión pasó de largo el sepulcro de Nelson y llegó al del gran duque de Wellington, vencedor en la lucha contra la coalición mahratta de laIndia, comandante de la campaña de laguerra contra las tropas napoleónicas en España y Portugal yvencedor en Waterloo.
Voisey se encontraba de pie en el otro extremo y pasaba el peso del cuerpo de un pie al otro. Volvió la cabeza al oír las pisadas de Pitt. Su rostro mostraba una gran irritación.
– ¡Supongo que tiene buenos motivos para celebrar este encuentro! -exclamó en voz baja en cuanto Pitt se detuvo a su lado-. Estaba a punto de reunirme con el ministro del Interior.
– Por supuesto -replicó Pitt con concisión y observó el magnífico monumento. Era solemne e imponente, como corresponde al mayor jefe militar de la historia británica, aunque menos cargado y personal que el de Nelson. Denotaba gloria y admiración, pero no cariño-. ¿Cree que lo mandaría llamar por algo que no fuera importante?
Voisey tuvo dificultades para no ofenderse con las palabras «mandaría llamar» y su expresión lo reflejó.
– Bien, ¿de qué se trata? -preguntó.
Por descontado que Pitt no le contaría la detención de Jones el Bolsillo ni mencionaría el plan de ocupar su lugar. Tal como estaban las cosas, la situación ya era bastante peligrosa y no podía hacer mucho por protegerse. Por esos mismos motivos no hablaría de Tellman.
– Los anarquistas obtienen fondos a través de Piers Denoon, único hijo de Edward Denoon -informó a Voisey-. Es un joven excéntrico y nervioso pero, por lo visto, es muy bueno consiguiendo dinero. -Notó que el rostro de Voisey se iluminaba con un interés demasiado claro para disimularlo. Pitt prosiguió-: Cuando lo asustaron porque le hicieron creer que la policía lo sabía, inmediatamente, casi a la una de la madrugada, se lo comunicó a Simbister, jefe de la comisaría de Cannon Street.
Voisey dejó escapar una maldición y exhaló aire lentamente. En esa ocasión no disimuló sus emociones. Tenía las mejillas arreboladas, por lo que los manchones de las pecas casi habían desaparecido.
– ¡Lo sabía! -exclamó con los dientes apretados-. ¡La corrupción afecta a todos los niveles! ¿Quién le habló de Piers Denoon? ¿Fue Wetron?
– Indirectamente…
A propósito, Voisey miró el sepulcro de Wellington.
– Fue un gran táctico -declaró. En su expresión se mezclaban ironía, diversión y fastidio-. ¿Sabe en qué consiste su «política de tierra quemada»? Es una táctica que consiste en arrasar todo lo que facilita el avance del enemigo. Supongo que usted no estaría de acuerdo con ella.
La inflexión de su voz apuntaba a que en realidad quería decir otra cosa: que en el caso de Pitt, el desacuerdo se basaba en una debilidad, en la incapacidad de ser valiente.
Volvió a mirar ese enorme e impresionante sepulcro.
Pitt se encontraba en desventaja, lo que sin duda se correspondía con las intenciones de Voisey.
– Supongo que la política de tierra quemada tiene algo que ver con Wetron o con Denoon porque, de lo contrario, no se tomaría la molestia de mencionarla en este contexto.
– Claro que tiene que ver, pero Wellington no es un héroe muy querido, ¿correcto? -Ese comentario era como una acusación-. Supongo que prefiere a Nelson. Todos lo adoraban. Por añadidura, tuvo el buen gusto de morir en cubierta en el momento de su mayor victoria. Por tanto, ¿a quién se le ocurriría ponerlo en duda? Parecería una blasfemia. Por su parte, Wellington, pobrecillo, cometió la insensatez de regresar sano y salvo y de convertirse en primer ministro. ¡Imperdonable! -Voisey esbozó una fugaz sonrisa. Su disfrute era tan sincero que costaba enfadarse-. Al principio de la guerra contra la ocupación francesa ganó en Vimeiro, y al año siguiente persiguió al ejército galo hasta Madrid. En 1810, cuando lo obligaron a replegarse, en su retroceso arrasó la tierra que acababa de pisar. Horrible… pero muy eficaz.
– ¿Le parece admirable? -preguntó Pitt, que enseguida se dio cuenta de que había mostrado el asco que esa situación le producía.
Se arrepintió de ello. Tendría que haber sido más sensato y haberse reunido con Voisey en cualquier esquina en la que no pudiesen discutir de héroes, batallas o tácticas.
¿Por qué temía que Voisey lo conociese tal como era? ¿Acaso sus convicciones y su admiración o falta de consideración por las figuras históricas eran debilidades que debía esconder? ¿O se trataba de sentimientos contrapuestos: horror por algunas cosas, gloria por otras y en algunos casos compasión? Ojalá se juzgase a los hombres por los valores y las convicciones de su época y sus circunstancias personales, la gran mayoría de las cuales jamás llegan a conocerse.
¿O simplemente respondía a que Voisey sabía muchísimo más que él y tenía necesidad de exhibirlo? ¿No era eso otra debilidad?
Voisey seguía sonriente, saboreaba el momento.
– ¿Prefiere separar al hombre de la campaña? -preguntó y elevó ligeramente el tono de voz-. Es posible que, sin Wellington, Napoleón hubiera ganado. Mejor dicho, es casi seguro. Fue un genio. ¿No comparte mi opinión?
Su tono contenía un claro desafío. Sospechaba que Pitt era un patriota de miras estrechas, un «pequeño inglés». Lo sondeaba, intentaba descubrir sus creencias para luego echarlas abajo.
– Desde luego que lo fue -coincidió Pitt-. ¡Aunque fue algo imprudente al atacar Moscú! Alguien más sensato habría aprendido de la política de tierra quemada practicada en España. Tal vez no se dio cuenta de que quemada y helada son básicamente las dos caras de la misma moneda cuando se trata de alimentar a un ejército.
Voisey abrió desmesuradamente los ojos con una llamarada de humor.
– Pitt, ¿sabe una cosa? ¡Podría llegar a olvidarme de lo que pienso de usted y cogerle simpatía! En el momento en el que considero que es totalmente previsible me sorprende.
– Es muy arrogante creer que es posible prever lo que otro hará -comentó Pitt-. Y quien dice arrogancia dice estupidez… en ocasiones con consecuencias fatales. No podemos permitírnoslo.
– ¡En un momento es prosaico, luego agudamente perspicaz y por último complaciente hasta la idiotez! -Voisey continuó como si Pitt no hubiese tomado la palabra, si bien el ángulo agudo que formó su cuerpo reveló la tensión a duras penas contenida-. Tal vez tiene que ver con ser en parte guarda de caza y en parte aspirante a caballero.
Pitt se obligó a sonreír, pero no le resultó nada fácil. El ataque a sus orígenes le dolió. ¿Por qué Voisey se empeñaba siempre en atacarlo? ¿Qué había en Pitt que lo perturbaba tanto como para que no lo ocultase?
– Dígame, ¿la política de tierra quemada de Wellington tiene algo que ver con Wetron y el atentado anarquista o con Simbister y Denoon? -preguntó Pitt con curiosidad-. ¿O solo quiere averiguar si sé tanto como usted de historia militar?
Una sucesión de emociones demudó el rostro de Voisey: ira, sorpresa y confusión. De repente se echó a reír abiertamente y, al parecer, con sincero humor.
Pitt se obligó a recordar que Voisey lo odiaba. Había provocado la muerte del reverendo Rae, un anciano bueno e inocente, y había liquidado personalmente a Mario Corena, aunque en este caso se había visto obligado a hacerlo. Estaba detrás de otros actos de codicia y destrucción. Su ingenio y su humanidad, su capacidad de reír o de sentirse herido no tenían la menor importancia. Su odio era lo único que contaba y Pitt no debía olvidarlo jamás. Si dejaba de tenerlo en cuenta le costaría cuanto había conseguido.
Por otro lado, si convertía la risa y el sufrimiento en algo sin importancia, probablemente Voisey se llevaría la mayor victoria: habría destruido la esencia de su personalidad, de aquello por lo que había tratado de convertirse a lo largo de su vida. ¿Era lo que Voisey se proponía? Destruirlo interiormente…
Voisey lo miraba, estaba atento a todo e interpretaba su expresión. Detectó un cambio, una decisión, cierta calma que interpretó como una especie de pérdida.
La sonrisa de Pitt dejó de ser forzada y se relajó. Al menos en ese instante era totalmente real. Dominaba la situación y ambos lo sabían. Pitt preguntó:
– ¿Cree que Wetron se propone quemar la tierra en el caso de que le obliguen a replegarse?
– Sospecho que la quemará hasta convertirla en cenizas -replicó Voisey-. Y a usted, ¿qué le parece?
– Solo lo hará si está convencido de que ha perdido. En este momento cree que está muy lejos de perder.
Voisey no dejaba de observarlo con atención. Si alguien pasó junto a los sepulcros de los ilustres, ni Voisey ni Pitt lo vieron u oyeron.
– Creo que le encantaría arrojar al sargento Tellman a las llamas -apostilló Voisey en tono quedo-. Estoy casi seguro de que podría hacerlo.
Pitt tuvo la sensación de que se le helaban las entrañas. Tendría que haber sabido que Voisey deduciría que, gracias a Tellman, estaba al corriente de lo que sucedía en Bow Street, pero que lo dijera explícitamente lo asustó.
– Por supuesto -coincidió-, pero no destruirá un instrumento que cree que puede utilizar.
Quería que Voisey tomase nota de ese comentario.
– ¿Contra quién? -Voisey enarcó las cejas-. Destruyendo a Tellman a usted lo heriría mucho más que con cualquier otra cosa.
– Su mirada reveló un agudo brillo de satisfacción-. Lo añoraría, pero además la culpa por haberlo implicado y colocado ante semejante peligro lo corroería eternamente.
Clavó la mirada en Pitt e intentó adivinar qué pensaba; quería descubrir las pasiones delicadas y vulnerables que había en su interior, ver dónde estaba el centro del dolor. ¿Se refería a Wetron o intentaba recordarle que, si se lo proponía, podía hacerlo él mismo?
Pitt dejó de observar a Voisey y contempló el monumento erigido en honor de Wellington.
– Fue un gran militar -comentó casi con indiferencia-. Supongo que los vencedores tienen cosas en común. Una de ellas es que no persiguen satisfacer las vanidades personales o las cuestiones menores de venganza o justificación, y se dedican únicamente a una gran causa. -Siguió con la mirada el nombre tallado en la fachada de mármol-. Jamás se le habría ocurrido abandonar Waterloo para batirse en duelo con un hombre, quienquiera que fuese. Sin duda eligió a sus lugartenientes por su capacidad y no porque le agradaran o le disgustaran o por favores debidos o esperados. Nunca perdió de vista el verdadero objetivo. -Volvió a mirar a Voisey-. Se trata de una cualidad que escasea: la capacidad de concentración. Me parece que Wetron la posee. ¿Qué opina?
Un arrebato de furia tiñó de rojo las mejillas de Voisey. Lo último que deseaba que le recordasen era que Wetron lo había derrotado y que en esos momentos dirigía el Círculo Interior.
– Todavía no hay nada definitivo -respondió con voz débil y rígida-. Se suele decir que el que ríe último ríe mejor. Pitt, no sea arrogante. -Sus palabras revelaron cierto rencor, el recordatorio de lo endeble que era su alianza-. Si cree que, por haberlo derrotado una vez, lo vencerá siempre, es más tonto de lo que imaginaba y no me sirve como aliado, solo como carne de cañón. -Pronunció las últimas palabras con enorme desprecio.
– El militar que no se enfrenta a los cañones no sirve para nada -precisó Pitt-. De momento, nuestro mejor ataque lo ha realizado Tellman. Por su interés y por el mío lo mejor es que hagamos lo que podamos para mantenerlo con vida. Si eso significa permitir que Wetron crea que puede proporcionar información a ambos bandos, me resignaré. Sin embargo, parece que Piers Denoon ha quedado definitivamente relacionado con los anarquistas, ya que les proporciona dinero. Cuando se sintió amenazado acudió directamente a Simbister. Se presentó a la una de la madrugada y le abrieron la puerta.
– Lo que habría que saber es si Edward Denoon apoya a los anarquistas -dijo Voisey lentamente-. ¿Podemos demostrarlo? Por otra parte, ¿qué sabía Sheridan Landsborough acerca de las actividades de su hijo?
– Podía saberlo todo o nada. Aunque es un tema interesante no nos ayuda a luchar contra la propuesta de ley. En el mejor de los casos, lo máximo que nos permitirá saber es con qué bando se aliará. De momento sabemos por el periódico que Denoon defiende el proyecto y que Landsborough no se ha manifestado.
– ¿Qué debe de opinar? -preguntó Voisey quedamente.
– No lo sé. Acaba de perder a su único hijo. Me parece que él tampoco lo sabe. De todas maneras, el nuevo aspecto del proyecto legislativo podría resultar excesivo y abrir la puerta a los chantajistas.
– ¿Se refiere al derecho de interrogar a los criados sin que el dueño de la casa lo sepa? -inquirió Voisey con amargura y el rostro tenso de cólera-. ¡Por amor de Dios, desde luego que es abrirle las puertas al chantaje! Wetron podría tener en sus manos a los dirigentes de la nación. Creo que en Inglaterra no existe un solo hombre cuyo ayuda de cámara no sepa algo que su señor preferiría ocultar. Podría tratarse de algo tan sencillo como que lleva corsé para disimular la barriga o que su esposa prefiere dormir con el lacayo.
– Probablemente tiene razón -coincidió Pitt-. De todos modos, esa es la flaqueza en vez de la grandeza del proyecto. Significa que nadie se sentirá lo bastante seguro para votar a favor.
Voisey cerró los ojos.
– ¡Es usted maravillosamente ingenuo! Mejor dicho, sería maravilloso si no fuera tan peligroso. -Abrió los ojos de par en par-. ¡Tonto, no lo plantearán en esos términos! Darán toda clase de garantías de que no aplicarán la ley a los inocentes. Jurarán que solo se empleará con los sospechosos de conspiraciones anarquistas. Todos los parlamentarios saben que en ese aspecto son inocentes; por otra parte, los que ya están aliados con Wetron supondrán que cuentan con su protección. Probablemente están en lo cierto si pertenecen al Círculo Interior.
– Seguramente usted tiene la capacidad y posee o puede conseguir la información necesaria para comentar con algunos de sus amigos que en sus vidas privadas hay cuestiones de las que preferirían que sus criados no hablaran.
Voisey permaneció mudo algunos segundos; poco después una sonrisa irónica curvó sus labios.
– Vaya, Pitt, tiene bastante habilidad para el chantaje. ¡Qué interesante! Reconozco que jamás lo habría imaginado tratándose de usted.
– Hay que tener cierta idea de en qué consiste el delito para resolverlo con éxito -reconoció Pitt secamente.
Voisey se metió las manos en los bolsillos.
– Lo que acaba de decir es evidente en el caso de Wetron, pero me pregunto cómo es posible que no me diera cuenta de que usted también la posee. Acepto la crítica.
Súbitamente Voisey se incorporó y sonrió.
Pitt se dio cuenta de qué intentaba hacer: pretendía ofenderlo comparándolo con Wetron.
– No se dio cuenta porque Wetron es el jefe del Círculo Interior -respondió con ecuanimidad- y sólo lo comparó con usted mismo.
El dardo dio en el blanco. Voisey retrocedió ligeramente y, sorprendentemente, se encogió de hombros.
– Pitt, lo he subestimado. Si no se pone nervioso podría resultar realmente muy útil. Tiene más inteligencia de la que le atribuía. Lo que me preocupa es su voluble conciencia.
Pitt sonrió.
– Todos tememos lo desconocido.
Voisey dejó escapar un ligero gruñido, pero su mirada estaba cargada de humor. Comenzó a alejarse del sepulcro. Pitt se volvió y lo alcanzó.
– Al parecer se le ha olvidado algo.
– ¿A mí? -Voisey no se detuvo.
– Cuando propuso… cuando propuso esta colaboración me dijo… que usted podía aportar determinados conocimientos relativos al Círculo Interior. Ya es hora de que ofrezca algunos. Para empezar, ¿Sheridan Landsborough es uno de sus miembros?
– No -respondió Voisey titubeante-. A no ser que se haya sumado durante los últimos seis meses, lo cual es posible, aunque lo dudo. Tiene grandes ideales… otra vez nos topamos con la conciencia… y con la satisfacción inmoderada de los deseos. -Su mirada se cruzó con la de Pitt y luego la desvió-. Landsborough jamás habría abandonado Waterloo por un duelo personal, aunque podría haber dejado el campo de batalla para rescatar a un perro que se ahoga o algo por el estilo. Es muy poco práctico. Quizá ahora todos hablaríamos francés.
– Siempre pensé que la anarquía era poco práctica. -Pitt caminaba a su lado-. Los ideales me atraen, pero solo los realizables. Y hablando de lo que funciona, sin duda conoce a varios parlamentarios que forman parte del Círculo y los conoce lo suficiente para saber que preferirían mantenerse al margen de la intervención de la policía. Recuérdeles los peligros.
– Los integrantes del Círculo Interior no se traicionan entre sí -declaró Voisey mientras se acercaban a la escalera que conducía a la nave central de la catedral-. Es una de sus principales virtudes: la lealtad por encima de todo.
– Lo sé. Y el castigo por la traición es la muerte. Ya lo he visto. ¿Los parlamentarios aspiran a que solo los policías del Círculo Interior tengan poder para interrogar a los criados?
Voisey se volvió y perdió el equilibrio, pero lo recuperó aferrándose a la barandilla.
– Tomo nota de lo que ha dicho. Se trata de un arma que debemos emplear. La próxima vez nos encontraremos en el monumento a Turner.
– De acuerdo -accedió Pitt-. Turner me gusta. Voisey sonrió.
– ¡Por lo visto los policías ganan más de lo que creía! ¿Tiene muchos Turner en casa o solo tiempo de sobra para visitar las galerías?
– Formé parte del departamento de robos de obras de arte -respondió Pitt y sonrió-. No tiene mucho sentido tratar de recuperar un cuadro robado si es imposible distinguirlo de una falsificación.
– Fascinante -opinó Voisey secamente-. Está claro que el trabajo policial es más complicado de lo que pensaba.
Subió la escalera hasta el montón de gente que estaba allí congregada y miraba a su alrededor.
– En la casa en la que me crié había un Turner -añadió Pitt-. Siempre me ha gustado más que Constable. Tiene que ver con el empleo de la luz.
Sonrió a Voisey y se alejó. Era cierto: la finca en la que su padre había sido guarda de caza contaba con varios cuadros de excelente factura. De todos modos, dejó que Voisey extrajera sus propias conclusiones.
Pitt informó sucintamente a Narraway. Tenía que saber lo de Piers Denoon y Simbister, aunque suponía que no se llevaría una gran sorpresa.
– De modo que Denoon le pone una vela a Dios y otra al diablo -comentó Narraway, se repantigó en el sillón y observó a Pitt-. ¿Padre e hijo están en bandos distintos? Qué interesante. ¿Y los Landsborough? ¿También estaban en bandos distintos? En su juventud Sheridan Landsborough fue extremadamente liberal. Tenía una gran conciencia social y estaba en contra de lo que consideraba un gobierno autoritario. Utilizaba la palabra «interferencia». Como suele decirse, todo hombre con corazón es liberal en la juventud y todo hombre con cabeza es conservador en la vejez. Pitt, ¿qué es Landsborough ahora? ¿Un maduro conservador del orden o un senil defensor de las libertades? -Enarcó las cejas-. ¿Político sensato, padre inconsolable, marido que busca la paz en el hogar? ¿Hermano que defiende al hijo de su hermana? O, simplemente, ¿un hombre confundido, dolido y perdido?
– No lo sé -reconoció Pitt-. He estado muy ocupado investigando la corrupción policial.
Su actitud era desafiante, no porque le molestara ser atacado sino, simplemente, para dejarle claro a Narraway cuál era su prioridad. Le preocupaba mucho quién había asesinado a Magnus Landsborough, pero esclarecer ese crimen estaba supeditado a la cuestión principal. Ni siquiera sabía si el motivo de esa muerte había sido personal o político. Averiguarlo era el siguiente paso que se proponía dar. Habló con Narraway de Jones el Bolsillo y de su plan de recoger personalmente el dinero de la extorsión. Narraway se sentó muy tieso.
– Pitt, no me gusta -precisó quedamente-. No puedo protegerlo… y a Tellman tampoco. Lo ha dejado muy expuesto.
– Lo sé -confirmó Pitt.
Aquello le dolía y era muy consciente del peligro.
– ¿Qué pasa con Voisey? ¿Cuál es su papel en todo esto?
– Hará lo que pueda para frenar el proyecto referente a la policía, particularmente en lo relacionado con interrogar a los criados en secreto. Gracias a que pertenece al Círculo Interior debe de saber lo suficiente como para asustar a unos cuantos.
Narraway observó atentamente a Pitt.
– De todos modos, la información ya debe de estar en manos de personas como Wetron. No la empleará para destruir a los suyos. Los miembros de Círculo Interior jamás se enfrentan, salvo en el caso de Voisey y Wetron, y este se ocupará de que no vuelva a suceder. Si a alguien se le ocurre hacerlo acabará destrozado por los demás. Sobreviven gracias a la lealtad. Pitt, debería saberlo.
– Lo sé -aseguró Pitt y se sentó frente a Narraway-. ¿Cree que cualquier policía al que una ley parlamentaria dé poder pasará la información a su superior y lo olvidará sin más? La mayoría de ellos son honrados, pero la corrupción engendra más corrupción. Ese contagio es lo que más detesto. Los hombres que podrían haber sido buenos policías terminan manchados y, cuanta más corrupción hay, más difícil resulta sobrevivir sin quedar contaminado. Si tienen poder, tarde o temprano las personas caen en la tentación de abusar de él. Hace falta alguien muy fuerte para no aprovecharse, alguien lo bastante sensato para ver las consecuencias, tan valiente como para ir contra la corriente y, por si fuera poco, puede costarle muy caro.
El rostro de Narraway se ensombreció y se irguió en el sillón; ya no estaba cómodo.
– Tenga cuidado con quien esté detrás de la extorsión -aconsejó-. Recuerde que usted se rige por las reglas y ellos no.
Pitt se dio cuenta de que su superior estaba preocupado por él, pero la advertencia no dejó de irritarlo.
– Habla como Voisey.
Narraway se incorporó de un salto y las patas de su sillón chirriaron en el suelo.
– ¡Por Dios! ¿No le habrá dicho usted que…?
– ¡Por supuesto que no! -espetó Pitt bruscamente-. Solo le hablé de Piers Denoon. Se muestra condescendiente conmigo, como si yo no supiera nada de los delitos que se cometen. ¡Me toma por un párroco rural!
Narraway sonrió, se relajó y volvió a tomar asiento.
– He conocido a algunos párrocos rurales. Recuerdo a uno de ellos que sabía de la crueldad y la codicia humanas más que cualquier persona que he tratado. Las reconocía aunque solo fueran insignificantes pecados, pero ya veía en ellos el ansia de dominio sobre los demás, el desprecio, y las incontables y pequeñas humillaciones que destruyen la fe. -De repente calló, como si recordara que debía regresar al presente-. Adelante, Pitt. Descubra qué ocurre exactamente en el seno del grupo anarquista.
– Sí, señor. ¿Ha averiguado algo que yo deba saber?
Narraway lo miró, divertido.
– Pitt, ¿me está pidiendo explicaciones?
Pitt dudó si responder con sinceridad, pero finalmente optó por arriesgarse:
– Sí, señor, podría resultar útil. Narraway volvió a enarcar las cejas.
– Hasta ahora es poco probable que el Círculo Interior esté bajo la influencia de alguna potencia europea. Sin embargo, en el ámbito financiero hay ciertos hombres de elevada posición cuyos intereses podrían no coincidir con los de Inglaterra. No es necesario que sepa nada más. Encárguese de la corrupción policial, que nos pone en peligro a todos.
– Sí, señor.
Pitt se disculpó y se retiró; sabía que se había librado por los pelos.
Encontró a Welling en una celda de la cárcel de Newgate. Parecía tener frío a pesar de que en la calle el día era muy agradable. Daba la impresión de que la piedra retenía la humedad y que esta penetraba en las carnes y llegaba hasta los huesos. Estaba más pálido y tenía el pelo más alborotado que la última vez que Pitt lo había visto. Estaba sentado en el catre con los hombros hundidos.
– ¿Qué quiere? -preguntó en cuanto Pitt entró y el carcelero cerró la puerta de hierro-. Ya le he dicho que no pienso dar nombres ni lugares. ¿No me cree?
– Creo que habla en serio -contestó Pitt.
El aire de la celda estaba viciado. Aunque allí solo vivía un hombre, contenía el olor de muchos seres humanos, como si nunca la hubieran limpiado o si en su interior jamás hubiese entrado el aire fresco. La humedad aumentaba la sensación de frío.
– ¿Por qué viene aquí a perder el tiempo? ¿Tiene alguna idea de quién asesinó a Magnus? -preguntó Welling con actitud burlona-. ¡Sé que fue la policía, pero usted no está dispuesto a reconocerlo! No puede hacer nada.
– Si fue un agente de la policía, me gustaría saber de quién se trata -reconoció Pitt.
– ¿En qué cambiarían las cosas? No creo que haga nada al respecto.
– ¿No le interesa saber quién lo mató?
Welling se hundió un poco más en el catre y cruzó los brazos a la altura del pecho.
– ¿Para qué? En mi opinión son todos iguales. Magnus estará igualmente muerto y seguirá sin haber justicia. Me importa un bledo quién lo hizo.
Pitt notó la cólera y el miedo del detenido. También le enfureció su ceguera, lo que lo llevó a sentir compasión. Había vivido algo muy parecido cuando de pequeño a su padre lo acusaron falsamente de caza furtiva, una forma de robo que por aquel entonces se consideraba muy grave. No pudo demostrar su inocencia, por lo que lo deportaron y Pitt no volvió a verlo. Se concentró en el presente.
– ¿A cuántos policías conocía Magnus? -preguntó y tuvo que esforzarse para controlar el tono de voz.
– ¿Cómo dice? -Welling se sobresaltó. Pitt repitió la pregunta-. ¡A ninguno! -espetó, enfadado-. Los policías son mentirosos, opresores corruptos y ladrones de los pobres. ¿Por qué me hace una pregunta tan absurda?
– En ese caso, ¿por qué razón un policía habría matado a Magnus? -quiso saber Pitt.
– ¡Porque sabemos de qué pasta están hechos! ¿Se ha vuelto loco? -preguntó Welling.
– Sí, al parecer lo saben ustedes bien -coincidió Pitt-. En ese caso, ¿por qué mató a Magnus y dejó con vida a Carmody y a usted? ¿O acaso era Magnus el único que representaba un peligro para la policía?
Welling tardó un par de segundos en entender a qué se refería, momento en que se ruborizó, ultrajado.
– ¿Cómo se atreve, repugnante…? -Calló bruscamente. De pronto, como alguien que abre la puerta de una habitación iluminada, comprendió lo que Pitt estaba diciendo.
– Exactamente. -Pitt asintió-. A Magnus no lo mataron por anarquista, sino por motivos personales, ¿está de acuerdo?
Welling tragó saliva y movió el cuello.
– Sí… -reconoció con voz ronca-. Pero ¿quién pudo hacerlo?
– No lo sé. Será mejor que empecemos por el móvil.
Welling lo miraba con horror, como si acabara de pensar en algo que hasta entonces no se le había ocurrido.
Con sorpresa y un poco de compasión, Pitt llegó a la conclusión de que esos jóvenes eran muy ingenuos. Odiaban apasionadamente a un enemigo que estaba formado por toda una clase, seres sin nombre, rostro, personalidad ni vida. Comparado con odiar a individuos concretos resultaba más fácil. Luego, en algún momento, se veían obligados a reconocer que se odiaban a sí mismos y debían reunir la fuerza suficiente para matar a sus enemigos, al menos Welling se sentía desconcertado por ello.
– ¿Alguien pretendía reemplazar a Magnus como cabecilla?
– ¡Claro que no! -La sola idea repugnó a Welling, como mostraban sus ojos desmesuradamente abiertos y su boca torcida-. Eso es propio de ustedes, no de nosotros. No nos gusta la moral según la cual una persona tiene que obedecer sin que importe lo que le dicte la conciencia. No buscamos el poder. La sola idea del poder es corrupta.
– Alguien cogió un arma, se escondió detrás de la puerta y disparó a Magnus por la espalda -recordó Pitt-. No sé si lo definiría como corrupto pero, sin lugar a dudas, va contra mi ley. ¿También va contra la suya o contra su falta de ley?
– ¡Sí, también va contra mis convicciones! Es una vileza. No solo se trata de un acto brutal, sino de una cobardía.
– Parece que no quería que lo vieran -precisó Pitt-. Es posible que, de haberlo visto, hubieran reconocido su cara.
Welling volvió a tragar saliva.
– Tal vez.
– Nuevamente se trata de alguien que Magnus conocía -prosiguió Pitt-. Y por si eso fuera poco, alguien que sabía dónde irían ustedes después de la explosión en Myrdle Street. Nosotros no lo sabíamos. ¿Quién tenía esa información?
Welling clavó la mirada en el policía y parpadeó lentamente.
– ¿Otras células anarquistas? -inquirió Pitt.
– ¿Por qué querrían asesinar a Magnus? -preguntó Welling, apenado-. ¡Todos aspiramos a lo mismo!
– ¿Está seguro? ¿Solo existe una clase de caos? Tal vez piensan que hay varios.
– ¡No buscamos el caos! ¡Es usted un hombre ignorante… y estúpido! -Welling estaba cada vez más molesto y volvió a sentarse muy tieso-. Habla como si fuera capaz de pensar y comprender y acto seguido dice algo tan intolerante y burdo que estropea todo lo anterior. La anarquía no tiene nada que ver con el caos o la violencia. -Agitó la mano en el aire y se inclinó hacia Pitt con la mirada encendida-. La anarquía consiste en liberarse de la tiranía para que todos los hombres sean libres y muestren lo mejor de sí mismos. Los seres humanos sensatos e íntegros deberían crecer y desarrollar lo mejor de sí. -El entusiasmo hizo que elevara la voz-. Deberían evolucionar hasta ser hombres libres y hacer caso omiso de las reglas impuestas por leyes, tribunales, gobiernos y ejércitos de pequeños hombres que esclavizan la mente. Solo existe una ley verdadera: la de la razón y la hermandad universal. El resto es miedo al encarcelamiento, al dominio perverso de un hombre sobre otro. Seamos iguales y libres.
Pitt reflexionó y finalmente dijo:
– Sin embargo, todo tiene un precio. No creo que todos los hombres estén preparados. Algunos son perezosos y otros codiciosos. Si no existen leyes ni alguien que se encargue de que se cumplan, ¿quién protegerá a los débiles?
– ¡No entiende nada! -lo acusó Welling.
Pitt se apoyó en la pared de piedra.
– Tenga la amabilidad de explicármelo.
– Sin opresión no sería necesario proteger a los débiles -declaró Welling-. Nadie les haría daño.
– Salvo los que se esconden detrás de una puerta y disparan por la espalda.
Welling se puso muy pálido.
– ¡No fue uno de los nuestros!
– Yo creo que sí.
– ¡No, no lo fue! -gritó Welling-. ¿Podría haber sido el viejo? Había un viejo que lo abordó varias veces en la calle. Al parecer Magnus lo conocía. Los vi discutir. La disputa fue muy acalorada, pero Magnus no quiso contarnos quién era o a qué se debió.
– ¿Un viejo? -preguntó Pitt-. Descríbalo.
Welling abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿Cree que podría haber asesinado a Magnus? -Su rostro se iluminó, esperanzado-. ¿Por qué lo haría? Solo fue una disputa. ¿De dónde pudo sacar el arma? Era demasiado viejo para ser anarquista.
Pitt sonrió a su pesar.
– ¿Era muy viejo?
– No estoy seguro. Sesenta, quizá un poco más. Era un hombre alto, delgado y de pelo canoso.
– ¿Y discutieron?
– Sí.
– ¿Cuál era su actitud?
Welling se quedó pensando; un brillo de comprensión encendió su mirada. Respondió suavemente:
– Caballerosa. No iba vestido como un caballero, pero su voz…
– ¿Podría ser su padre? -inquirió Pitt con la esperanza de que Welling lo negase.
No pudo dejar de pensar en su hijo y se preguntó cómo reaccionaría si en un futuro lejano Daniel abrazaba una ideología extremista que lo llevaba a matar. ¿Qué haría para tratar de salvarlo de algo que consideraba negativo? ¿Cómo consolaría a Charlotte? ¿Hasta qué punto se consideraría culpable de lo que había salido mal? Le resultó fácil ponerse en la piel de Landsborough.
¿Era lo que había sucedido? ¿Había intentado proteger a su hijo o al sistema político en el que él mismo creía… o tal Vez el honor de la familia, con todas las comodidades y privilegios que entrañaba? Su hijo era la deshonra de la familia.
Se trataba de una idea espantosa, pero la honestidad obligó a Pitt, como mínimo, a tomarla en consideración.
Welling lo miró.
– Es posible. Magnus nunca habló de él, pero ese viejo no fue el único, también se veía con un hombre más joven y bien vestido. Pitt estaba desconcertado.
– ¿Cómo hablaba?
– No tengo ni la más remota idea. Que yo sepa, nunca habló.
– ¿Un anarquista de otra facción?
– A mí me pareció un criado; discreto, pero criado al fin -respondió Welling y su ingenuidad se esfumó-. No estoy dispuesto a decirle nada acerca de nosotros. Los anarquistas somos leales.
– No me cabe la menor duda -confirmó Pitt en tono admirativo-. Por lo visto, los anarquistas están dispuestos a acabar en la horca por sus compañeros. -Vio que Welling palidecía. Tal vez estaba más asustado de lo que lo había estado Carmody. Pitt prosiguió-: Debe de estar muy convencido de que los ideales son los mismos. Lo que me lleva a preguntarme por qué un anarquista acabó con la vida de Magnus y lo hizo desde un escondite.
La expresión de Welling se volvió desdeñosa.
– No puede ahorcarme por haber matado a Magnus. Ni siquiera puede acusarme por ello. Cuando entraron yo ya estaba en la estancia, lejos de la puerta desde la que le dispararon. Todos oyeron cómo escapaba. Hasta la policía lo oyó bajar por la escalera trasera y lo dejó pasar. -Le tembló la voz al advertir que podrían mentir, aunque solo fuese para ocultar que habían cometido semejante error. Tragó saliva. En su mirada quedó claro que creía que Pitt era capaz de mentir, al igual que el resto de los agentes-. ¡Yo no lo habría matado y usted lo sabe!
– Así es, lo sé -coincidió Pitt-. Al menos, no creo que lo hiciera personalmente, aunque podría haberse confabulado con alguien. Es lo bastante listo como para proteger a quien lo hizo, por lo que también es razonable suponer que son aliados e incluso que le pagó… -Percibió horror en la mirada de Welling y en ese instante supo que era inocente-. Claro que, en realidad, me refería al policía al que dispararon en plena calle.
– No estaba… no estaba muerto… -La incertidumbre de Welling se reflejó claramente en su cara.
Pitt venció la tentación de dar a entender que había perdido la vida.
– No, pero por pura suerte. Intentaron matarlo. -Yo… yo… -La voz de Welling se apagó. No había argumentación posible.
Pitt aguardó mientras el detenido reflexionaba. El encarcelamiento le resultaría a Welling más duro de lo que hubiera imaginado, pero la horca tenía un carácter irrevocable.
– ¿Es usted creyente? -preguntó Pitt de sopetón.
Welling se sobresaltó.
– ¿Cómo dice?
– ¿Es creyente? -repitió Pitt.
La mirada burlona volvió a alterar el rostro de Welling, pero fue una bravuconada más que una muestra de confianza.
– No es necesario creer en Dios para tener moral -replicó con amargura-. ¡ La Iglesia cuenta entre sus filascon los peores hipócritas que existen! ¿Tiene idea de laspropiedades que tiene? ¿Sabe cuántos religiosos predican una cosa yhacen otra muy distinta? Condenan a personas cuyas vidas nisiquiera son capaces de comprender y…
– No pensaba en la moral -lo interrumpió Pitt-. Los hipócritas me caen tan mal como a usted. Me refería a si hay algo que esperar después de la muerte. -Welling se puso pálido y de pronto le costó respirar. Pitt adoptó un tono más afable-: Es usted joven. No, tendrá que renunciar a su vida ni a todo a lo que puede hacer, a los aciertos y a los errores, si me ayuda a averiguar quién mató a Magnus Landsborough y a demostrarlo. Según su moral y la mía, fue un acto infame. Si colabora estoy autorizado a no acusarlo por haber disparado al policía y por el resto de sus acciones.
Welling se humedeció los labios.
– ¿Cómo puedo estar seguro? ¿Cómo sé que no miente? ¡Tal vez el policía ha muerto!
– No, no ha muerto. Dentro de pocas semanas se reincorporará a su trabajo. El disparo le atravesó el hombro, pero no tocó la arteria.
Pitt sacó del bolsillo el papel con la promesa que Narraway había redactado y se lo entregó a Welling, que lo cogió, lo leyó y parpadeó varias veces mientras las manos le temblaban ligeramente.
– ¿Qué será de Carmody? -preguntó por último-. No… -Tuvo que carraspear-. No me salvaré a cambio de que lo ahorquen.
Pitt se imaginó lo que le había costado pronunciar esas palabras y lo admiró.
– No es necesario -garantizó-. La misma oferta vale para él en caso de que la acepte. Dígame todo lo que sabe de Magnus Landsborough, quién lo sustituirá como jefe… o defínalo como prefiera y… y hábleme también del viejo con el que habló. Quiero saber con cuánta frecuencia, dónde, a qué hora del día o de la noche y cómo reaccionó Magnus.
Welling se lo contó paso a paso; medía cada palabra para callar lo que no le interesaba que se supiese. No puso nombre al tipo que, según creía, se convertiría en el nuevo jefe, si bien su respeto por él era evidente. Compartía el apasionamiento de Magnus contra el dominio injusto de una persona sobre otra. Lo enfurecía la indefensión de los pobres y las desventajas por motivos de salud, falta de inteligencia o educación, y cuestiones de nacimiento o, simplemente, de posición social. En su opinión, el poder sin responsabilidad era el peor de los males, ya que engendra crueldades, injusticias y todos los abusos que una persona puede infligir a otra.
Pitt analizó con Welling los medios con los cuales pretendía enmendar la situación. Tal vez el detenido lo apreció, ya que empezó a hablar con menos desdén y más cordialidad acerca de sus esperanzas de alcanzar un mayor equilibrio entre los hombres.
El detective no discutió la idea de que la sociedad debe tanto a la naturaleza del ser humano como a cualquier sistema político concreto. Se le pasó por la cabeza plantearlo, pero la frialdad de la celda y el olor a cerrado le recordaron la urgencia de atajar la corrupción y evitar un mayor poder de Wetron en el futuro.
Welling también le refirió los encuentros de Magnus con el viejo. Habían tenido lugar seis veces y habían perturbado al joven fallecido. Se negó a decir quién era o qué quería, pero no permitió que lo criticasen o que le dijeran que no volviese. Las contadas veces que los habían visto charlar era evidente que discutían. El viejo parecía alterado, pero nadie oyó lo suficiente para saber sobre qué conversaban y Magnus se negó tajantemente a hablar de la cuestión.
Pitt abordó el tema de la procedencia de los fondos de la célula; al principio lo planteó indirectamente y no obtuvo respuesta. Welling se mostró muy precavido.
– No es necesario protegerlo -comentó Pitt con indiferencia-. Sabemos de quién se trata. En realidad, la policía también lo sabe.
Welling sonrió.
– En ese caso, no necesita que se lo digamos.
– Exactamente. No lo mencionaría si existiera la más remota posibilidad de que pudieran avisarle.
– Por supuesto.
El tono de Welling había recuperado el escepticismo del inicio del interrogatorio.
– Es Piers Denoon -aseguró Pitt y detectó contrariedad en la mirada de Welling.
No necesitaba que lo confirmase. Estuvo en un tris de preguntar si Magnus y Piers se habían peleado. Tal vez Magnus se había dado cuenta de que su primo jugaba a dos bandas, para los anarquistas y para la policía, y había amenazado con desenmascararlo. Antes de tomar la palabra pensó en el peligro que correría Tellman y se mordió la lengua. Welling podría defenderse declarando en el juzgado y la información llegaría a la policía. Cambió de idea. De todos modos, la posibilidad seguía siendo válida. Tal vez había sido Piers Denoon el que había matado a Magnus para protegerse a sí mismo.
Al final averiguó a través de Welling todo lo que quería saber. Tras una fugaz visita a Carmody, que no le proporcionó más datos, abandonó la cárcel con la mente en ebullición.
Al día siguiente, poco después de las doce, Pitt inició la ronda por las tabernas y sustituyó a Jones el Bolsillo. Nunca había realizado una tarea tan detestable como aquella. Tal vez porque sabía cuánto le desagradaría, se vistió con ropa gastada y muy distinta a la que solía llevar, como si intentase alejarse de lo que tenía que hacer. Se puso una chaqueta de lanilla con varios remiendos, una prenda que en otras circunstancias jamás habría elegido. Era áspera al tacto y abrigaba demasiado.
Tuvo que explicar en todas partes que Jones estaba enfermo y que, hasta su recuperación, ocuparía su lugar.
– Así que está enfermo, ¿eh? -preguntó esperanzado un tabernero-. ¿Es muy grave?
– Probablemente -repuso Pitt-. Y si pasa una temporada en Coldbath Fields empeorará todavía más. -Se refería a la cárcel londinense que tenía la peor reputación.
– Es francamente triste. -El patrón de la taberna sonrió de oreja a oreja. De repente se puso serio y miró a Pitt con cara de pocos amigos-. ¡Espero que sea contagioso!
– Tal vez. -Pitt ya había decidido qué haría-. De todos modos, yo no seré tan duro.
– ¿Por qué lo dice? ¡A mí me parece que son de la misma calaña!
– Yo no soy tan avaricioso -replicó Pitt-. Jones es muy severo. Yo quiero que usted siga haciendo negocios. Me llevaré la mitad de lo que pedía él. Me parece suficiente. Solo espero que me lo entregue regularmente.
El tabernero se mostró sorprendido y, poco después, receloso.
– No quiero que el condenado Grover se presente aquí y me destroce la taberna -acotó con cautela.
– ¿Cree que Jones se guardaba una parte? -Pitt enarcó las cejas.
– ¿Qué le parece? ¿Acaso usted lo hace por nada? ¿Cree que nací ayer?
– Tengo mis motivos -aseguró Pitt-. Págueme la mitad y siga atendiendo a sus clientes. Cuanto más tiempo discuta conmigo más los descuidará.
En el siguiente local pasó otro tanto de lo mismo y así en todos. Reunió aproximadamente dieciséis libras, lo mismo que un agente ganaría en tres meses.
No podía guardar el dinero ni correr el riesgo de perderlo. Solo había un lugar donde estaría a salvo y en el que, además, se libraría de una posible acusación de extorsión. ¡A Wetron le encantaría poder acusarlo de algo así! Sería una paradoja.
Narraway exclamó:
– ¡Dieciséis libras…! -Arrojó el dinero sobre el escritorio como si solo por tocarlo se mancillase-. Son más de sesenta libras al mes las que arrebatan a esos pobres desgraciados.
– Lo sé -confirmó Pitt-. Y eso que solo he cobrado la mitad de lo que pedía Jones.
– ¿Jones cobraba el doble? ¿Por qué no ha ido a verlos a todos?
– Los he visitado a todos, pero les he cobrado la mitad. -Narraway puso los ojos en blanco y dio a entender qué opinaba de aquello con la expresión en lugar de con palabras-. Guárdelo -pidió Pitt.
– ¿Cómo dice? -inquirió Narraway y, repentinamente serio, frunció el entrecejo-. Alguien espera este dinero. Pitt, se ha metido en un juego endiabladamente peligroso. ¿Qué les impide cortarle el pescuezo para que sirva de ejemplo? Sobre todo si no tiene el dinero.
– La codicia -respondió Pitt-. Quien me persiga solo recibirá una parte. Intentarán recuperarla y les ofreceré más. Muerto no les sirvo.
– Pero ¡no tiene más, sino menos! -exclamó Narraway.
– Como no lo llevo encima, no lo sabrán.
– ¡Insensato, podrían llegar a la conclusión de que no tiene nada! -espetó Narraway, súbitamente furioso-. ¿Cree que tengo suficientes agentes para que lo sigan por Londres hasta que alguien lo busque por este asunto?
– No tardarán mucho -aseguró Pitt. Corría un riesgo y lo sabía. Esperaba no haberse equivocado con Narraway y que lo respaldase en ese asunto-. Fui un poco antes de lo que lo haría Jones y por dos locales no pasé. Si regreso dentro de un par de horas es posible que alguien me esté esperando. Necesito a alguien mientras hago estas dos visitas. Por favor… le ruego que me deje a un hombre que no vacile en intervenir si es necesario.
Narraway maldijo elegante pero enérgicamente.
– Pitt, está poniendo a prueba mi paciencia, pero contará con alguien que, además, irá armado. Le garantizo que, si es necesario, ese hombre disparará.
– Gracias, señor.
Narraway lo miró con cara de pocos amigos.
Anochecía mientras Pitt caminaba lentamente por la calle en dirección a la última taberna en la que pretendía cobrar el dinero de la extorsión. Intentaba encontrar el mejor modo de comportarse. Si se mostraba demasiado seguro podría despertar sospechas. Había robado una considerable cantidad de dinero a la organización. Si no se mostraba temeroso deducirían que estaba convencido de que tenía más fuerza que ellos. En ese caso, habría perdido su oportunidad y no podría empezar de nuevo, ya que a la segunda no daría resultado.
No oyó pisadas a sus espaldas, solo los movimientos de los mendigos que dormían en los umbrales, el ruido de las patas de las ratas en el callejón y el goteo de los tejados y los canalones. A cincuenta metros de distancia alguien que parecía borracho reía. Abrigó la esperanza de que el enviado de Narraway estuviera cerca, lo vigilase y lo protegiera cuando llegase el momento. Narraway no podía permitirse el lujo de perderlo porque era fundamental en su guerra con Wetron. Si este último se convertía en comisario desmantelaríala Brigada Especial.
Pitt tropezó con un adoquín suelto y estuvo a punto de caer. Era imposible que Narraway formara parte del Círculo, ¿no? ¡Sería un doble farol!
Un hombre corpulento y de anchos hombros cruzó la calle hacia él. Aún no habían encendido las farolas, pero había luz natural suficiente para verle la cara. Era ancha, con una gran nariz y con la mejilla surcada por una cicatriz. La oreja izquierda prácticamente estaba deformada a causa de muchos tirones y golpes.
El hombretón se detuvo frente a Pitt. Cuando habló su voz sonó suave y con un ligero deje gutural:
– En su lugar, yo no iría a buscar nada más. Es inútil, ya que lo tengo yo, ¿me entiende?
Tenía más o menos la misma estatura que Pitt y quedaron cara a cara en la estrecha calzada, a medio metro de distancia. Pitt notó que un sudor helado corría por su cuerpo. Esperaba que su voz sonase lo bastante firme como para disimular el miedo que sentía.
– ¿Ha cobrado las cantidades habituales? -preguntó amablemente.
– ¡Por supuesto! ¿Qué le ha ocurrido al señor Jones?
– ¿No se ha enterado? -Pitt fingió sorpresa-. Se confió demasiado. Le endosaron dinero falso y lo pillaron. El hombretón apretó los labios.
– Jones es demasiado astuto para hacer algo así. ¿Qué pasó realmente?
– La falsificación era buena. Se confió demasiado.
– ¿Usted se ocupó de que ocurriera? Pitt decidió alzarse con los laureles y replicó:
– Tengo planes. Puedo hacer más que él. Tengo contactos. Y le gustará oír que también puedo hacer más por usted… si quiere.
– ¿De verdad? ¿Cómo es eso? -preguntó el hombre con escepticismo-. Dígame, ¿por qué no tendría que clavarle la navaja en las entrañas y llevármelo todo?
– ¡Porque no lo llevo encima! -exclamó Pitt-. Si me pincha nunca sabrá qué planeo y, por añadidura, no tendrá dinero que entregarle a su… a su amo. -Pronunció las últimas palabras con desdén.
– ¡Yo no tengo amo! -protestó el hombretón.
– ¿Jones el Bolsillo trabaja para usted? -Pitt empleó un tono risueño para demostrar que semejante posibilidad le resultaba ridícula-. Usted no es más que el chico de los recados, un simple mensajero. Claro que no está obligado a seguir siéndolo, señor… señor…
– Yancy.
A pesar de todo se mostró interesado, pero mantuvo la mano derecha en el bolsillo; Pitt dedujo que con los dedos aferraba el mango de la navaja.
– Señor Yancy, ¿le basta con ser mensajero? -Pitt temblaba ligeramente y tenía la sensación de que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho-. ¿Le parece seguro?
– ¿Qué pretende? -inquirió Yancy con cautela.
– ¿A quién se lo entrega?
– ¡Si se lo digo ocupará mi lugar! -se defendió Yancy-. ¿Cree que soy tonto?
– No, señor Yancy, no ocuparé su lugar. ¡Aspiro a mucho más! ¡Quiero el lugar de su amo! -Pitt detectó duda en la mirada de Yancy. No había ido suficientemente lejos. ¿Qué más sabía Yancy? Todo dependía de que lograse convencerlo. Una palabra de más o de menos y el asunto se le escaparía de las manos-. Hay demasiadas personas en este juego -apostilló y se atragantó. Necesitaba toser y carraspear, pero si lo hacía demostraría que estaba, nervioso. En la acera no había nadie, salvo un par de mujeres de la calle a veinte metros de distancia. Si Yancy sacaba la navaja, mirarían para otro lado y no verían ni sabrían nada-. Puedo darle una parte mayor porque quiero deshacerme del intermediario -Pitt se lanzó a por todas-. Tengo que dar cuentas al más alto nivel. ¿Se apunta o no?
– ¡Caramba! -Yancy soltó una larga bocanada de aire-. ¿Al señor Simbister en persona? ¡Grover me matará!
– Incluso más arriba -aseguró Pitt sonriente-. ¿Se apunta?
Yancy abrió la boca para responder; a dos calles de distancia resonó un estrépito ensordecedor. Fue tan intenso que el suelo tembló y en un tejado próximo se soltaron varias tejas de pizarra, que se deslizaron por los canalones y se rompieron al chocar con la acera. Sonó otro estrépito arrollador y en el aire vieron una llamarada. Alguien gritaba. El derrumbamiento de las paredes anuló el sonido de las voces y el olor y el calor del fuego impregnaron el atardecer.