Por la mañana, Pitt volvió al calabozo para intentar averiguar algo más hablando con los anarquistas. Welling tenía la mirada perdida y parecía agotado. Daba la sensación de que había pasado la noche en vela, andando de aquí para allá, y que estaba demasiado afectado para pensar coherentemente. Ni siquiera se atrevió a hablar con Pitt.
La actitud de Carmody fue distinta. Era un idealista que solo deseaba hablar de la opresión del gobierno, de la explotación de los pobres y de los males intrínsecos de la propiedad y las normas. Estaba lleno de energía y apenas podía estarse quieto.
– ¡Somos viejos! -exclamó, miró impetuosamente a Pitt y agitó sus delgados dedos en el aire-. ¡Estamos cansados! Necesitamos un nuevo comienzo. Debemos acabar con los errores del pasado, borrarlos de una vez por todas. -Realizó gestos desaforados con ambos brazos-. ¡Hay que empezar otra vez!
– ¿Con nuevas reglas? -inquirió Pitt con amargura.
– ¿Lo ve? ¡Ha vuelto a hacerlo! -lo acusó Carmody-. Es incapaz de pensar sin reglas. Finge escuchar, pero no hace el menor caso. Es como todos, intenta imponer su voluntad a los demás. Todo se reduce siempre a lo mismo: el poder, el poder, constantemente el poder. No ha oído una sola de mis palabras. ¡Nada de reglas! Están asfixiando a la gente, la están matando lentamente. ¿No se da cuenta? Terminarán por matar a todo el país.
– En realidad, creo que el problema es precisamente el contrario -puntualizó Pitt y pasó el peso del cuerpo de un pie al otro.
La atmósfera del calabozo era asfixiante y húmeda. Carmody estaba exasperado y la fingida estupidez de Pitt pudo con él.
– ¡Fuera! -gritó de repente-. ¡No pienso decirle nada! No fuimos nosotros, sino ustedes quienes mataron a Magnus. No teníamos motivos para liquidarlo. Era nuestro jefe.
– ¿Tal vez otro quería ocupar su lugar? -preguntó Pitt sin moverse.
Carmody lo observó con profundo desprecio.
– ¿Es eso lo que hacen ustedes? ¿El que quiere ascender en la policía mata al hombre que tiene por encima?
Pitt se metió las manos en los bolsillos antes de responder:
– No daría resultado. Hay reglas que lo impiden.
La ira demudó unos segundos la expresión de Carmody, pero luego se dio cuenta de que se mofaban de él.
– ¡Y por descontado ustedes siempre acatan las reglas! -añadió con mordacidad-. Es precisamente lo que he visto en Bow Street.
Pitt estuvo a punto de contestar y de atraparlo en la necesidad que mostraba Carmody de regirse por ciertas reglas, pero el sarcasmo acerca de Bow Street le dolió más de lo que imaginaba. Por mucho que en aquel momento fuese responsabilidad de Wetron, la fama de esa zona lo preocupaba intensamente. Había trabajado con algunos de esos hombres; recordaba particularmente a Samuel Tellman, que se mostró muy molesto con Pitt cuando asumió el mando. Tellman pensaba que no estaba preparado para dirigirles y que lo habían ascendido inmerecidamente. El mando era coto de los caballeros, de ex oficiales del ejército o de la armada, que valoraban los méritos de la experiencia y no estorbaban. Tellman no aprobaba a los que ascendían desde la base. Para ambos fue un recorrido largo y con frecuencia difícil hasta que, poco antes de la expulsión de Pitt, llegaron a confiar el uno en el otro. Al cabo de poco tiempo, la lealtad de Tellman salvó la vida de Charlotte en Devon.
Una expresión triunfal cambió lentamente el semblante de Carmody al ver que Pitt no respondía; supo que su disparo había dado en el blanco.
– Si no quiere reglas -dijo Pitt finalmente-, ¿por qué se queja de que algunos hombres de Bow Street no las respetaran? ¡Cabe suponer que estaría de acuerdo!
– ¡Porque son una sarta de hipócritas! -se sulfuró Carmody-. ¡Solo las respetan cuando les conviene!
– ¿Y no es lo que hace usted? -preguntó Pitt-. ¿No es lo que defiende? Que cada uno haga lo que quiera y sin normas, incluso sin reglas sobre el respeto de las reglas. -Carmody estaba confundido. Pitt se inclinó y añadió con gran seriedad-: Escuche, tengo tantos o más deseos que usted de saber quién mató a Magnus. Quien lo haya hecho transgredió mis reglas. Asegura usted que no cree en reglas, pero no es más que una tontería. Está enfadado conmigo porque piensa que le miento…
– ¿Y no lo hace? -lo acusó Carmody.
– ¡Aja, veo que tiene reglas acerca de la mentira! -apostilló Pitt. Carmody bufó ruidosamente-. Supone que uno de nosotros mató a Magnus y se enfurece porque no espera que la policía mate a sangre fría. Por lo tanto, tiene normas sobre el asesinato. ¿Qué me dice de la traición? ¿También tiene reglas sobre ella?
Carmody pareció traspasarlo con la mirada.
Pitt se limitó a esperar.
– Sí -reconoció Carmody con mirada precavida y dolida.
– Quien disparó contra Magnus fácilmente podría haber acabado con Welling y con usted. ¿Por qué no lo hizo? -Carmody parpadeó-. Veamos, en el caso de que lo matara un policía, ¿no cree que mi hipótesis tendría sentido? -Pitt aprovechó su transitoria ventaja-. ¿Para qué dejar con vida a un testigo? ¿Qué diferencia hay entre un anarquista y otro?
– Magnus era nuestro jefe -replicó Carmody sin dudarlo-. Matarlo tiene sentido.
– Tuvo que ser uno de los suyos, ¿quién más podía saber quién era el jefe? -quiso saber Pitt. Carmody permaneció en silencio, pero se puso pálido y miró a Pitt con mucha atención. La apariencia de hastío se esfumó-. De haber sabido algo acerca de ustedes, los habríamos detenido mucho antes de que hicieran estallar una bomba en Myrdle Street. Ahora parecemos unos incompetentes. De todos los policías que hay en Londres, ¿por qué Grover? ¿Por qué volaron su casa?
– Porque se dedicaba a hacer el trabajo sucio de Simbister, en Cannon Street -explicó Carmody.
Se recompuso, aunque la cólera hizo que le temblase la voz.
Pitt tuvo la sensación de que se le formaba un nudo en el pecho.
– ¿Cómo se enteraron?
Carmody dejó escapar un gruñido de impaciencia.
– Si hubiera conocido a Magnus, no lo habría dudado.
– No lo conocí.
– Era muy cuidadoso. Apuntó horarios, lugares y cantidades. Sabía exactamente quién pagaba y cuánto, quién amenazaba y quién cumplía las amenazas. Incluso ayudó a algunas personas saldando sus deudas.
Su tono era orgulloso y miró a Pitt con una ira que nacía del dolor y de la injusticia de una situación irreparable.
A Pitt se le cerró la boca del estómago, pero le creyó. De todas maneras, necesitaba más información y no podía esperar que Carmody creyese en él. Intentó que su expresión no revelase las emociones de su interior.
– ¿Lo sabe a ciencia cierta?
– ¡Sí, claro que sí! -Carmody se echó ligeramente hacia delante-. Además, usted me cree. Sabe perfectamente que digo la verdad. Si miente lo suficiente y logra que sus hombres también lo hagan, conseguirá que me ahorquen por el asesinato de Magnus, pero no podrán silenciarnos a todos. Hay pruebas y usted jamás las encontrará. No podrá impedir que el trabajo de quien sea que mató a Magnus continúe.
– ¿Qué quería Magnus? Al margen del caos, la falta de reglas, de seguridad para cultivar alimentos y trasladarlos a las ciudades, de transportes, calefacción, luz o protección para los débiles…
– ¡Él no quería eso! -exclamó Carmody, contrariado-. Nosotros no perseguíamos el caos, sino el fin de la opresión. -Cambió ligeramente de postura. El aire del calabozo seguía siendo frío y húmedo-. Búrlese todo lo que quiera de nosotros, pero Magnus era un reformista no un revolucionario. Me ha preguntado usted quién quería matarlo. Nosotros, no. Creemos en lo que hacía y estábamos dispuestos a darlo todo para ayudarlo. ¡Y aún lo estamos! -Señaló con el dedo la puerta metálica-. Plantéese quién tiene más que perder… dicho de otra manera, cuál es el móvil. ¿Acaso no es lo que deben investigar los detectives? ¿A quién podía dañar Magnus? A la policía corrupta. Aquí tiene la respuesta.
– ¿De Cannon Street? -preguntó Pitt con voz queda.
– Y de Bow Street, Mile End yWhitechapel.
– ¿Quién tiene las pruebas?
Aunque no esperaba respuesta, Pitt tenía la obligación de hacer la pregunta.
Carmody dejó escapar un bufido.
– ¿Cree que se lo diré? Si realmente lo desconoce, comience por Myrdle Street y diríjase al oeste. Indague en la taberna Dirty Dick de Bishopsgate o pregunte a Polly Quick de la Ten Bells, junto al mercado de Spitalfields.
Pitt sabía que por mucho que insistiera no obtendría más información. Estaba obligado a demostrarlo o refutarlo siguiendo esas acusaciones.
Se puso en pie y replicó:
– Lo haré.
– Están por todo el East End -añadió Carmody con un peculiar e ingenuo tono de esperanza-. Si se lo propone los encontrará.
Pitt regresó a Keppel Street antes de seguir las recomendaciones de Carmody. Para averiguar algo en el East End debía llevar ropa menos llamativa. Para fastidio de Charlotte, en casa guardaba prendas con los bordes raídos, salpicadas de barro, así como botas desgastadas a las que en varias ocasiones había tenido que poner suelas nuevas.
Vestido con esas ropas llegó alrededor de mediodía a Bishopsgate, donde se mezcló con los vendedores ambulantes, los oficinistas y los trabajadores. En esa zona de la ciudad, hombres, mujeres y niños trabajaban incansablemente a fin de conseguir lo imprescindible para sobrevivir: fabricaban muebles baratos, trenzaban cestas, remendaban ropa y comerciaban con todo lo que la gente estuviese dispuesta a comprar. Las calles estaban atestadas, sucias y eran ruidosas. El olor a basura, hollín y apretada humanidad se adhería a la nariz y a la garganta. Algunas vacas y cerdos hocicaban entre los desperdicios del mercado en busca de algo comestible. Los perros olisqueaban esperanzados y los gatos perseguían ratas.
Pitt ya se había quitado de los bolsillos los objetos de valor y deambuló por Bishopsgate sin preocuparse por los hurtos. Cruzó Camomile Street, Wormwood Street y a continuación Houndsditch hasta llegar a la Dirty Dick, situada a laderecha. Durante el reinado del soberano francés Luis XVI se laconocía como «Puertas de Jerusalén». Indudablemente había perdidocategoría.
La puerta estaba abierta; un hombre fornido y con el pelo pegado a la cabeza hacía rodar un barril por la acera, hacia la trampilla que daba a la bodega.
Pitt se detuvo a su lado.
El hombre levantó la cabeza, la ladeó y dijo:
– Dentro hay alguien que le servirá lo que pida.
– No quiero cerveza -repuso Pitt y no se movió un centímetro.
El hombre enderezó lentamente la espalda.
– Y usted, ¿quién es? -Su tono estaba lleno de desconfianza. Miró a Pitt de arriba abajo y entornó los ojos-. Es la primera vez que lo veo por aquí -añadió en tono acusador.
Pitt decidió que no faltaría del todo a la verdad.
– No he estado mucho por aquí. Suelo trabajar en la zona de Bow Street.
El hombre soltó sapos y culebras por la boca, pero su voz sonó desesperada y colérica.
Pitt decidió esperar, ya que percibió que algo iba mal, aunque no sabía de qué se trataba.
La expresión del hombre era amarga.
– ¡No pienso darle nada! Esta semana ya he pagado y no tengo más. ¡Cierre la taberna si quiere! ¡Vamos, hágalo! ¡Así ya no conseguirá nada! ¡Son unos cabrones repugnantes!
– No le he pedido nada -puntualizó Pitt lentamente-. ¿Qué le ha hecho pensar que vengo a buscar dinero?
El rostro del hombre hizo una mueca de desdén, entreabrió los labios y dejó al descubierto unos dientes amarillentos.
– Me está cortando el paso. Dice que no quiere cerveza. ¿Me toma por tonto? Le aseguro que no lo soy. Tampoco pienso pagarle. ¡Haga lo que le venga en gana! No tengo nada.
A Pitt se le cerró la boca del estómago. Tal como había dicho Carmody, el tabernero pensaba que había ido a buscar dinero a cambio de protección.
– Nadie debe pagar más de una vez -coincidió-. En ese caso es mejor no pagar…
– ¿Y que me muelan a palos? -preguntó el hombre fuera de sí-. Diga, ¿quién me ayudará? ¿La policía? -Escupió al suelo, junto a los pies de Pitt, pero estaba a punto de llorar de desesperación. Se le atragantaron las palabras-. ¡Vamos, lárguese! ¡No tengo nada para usted! ¡Máteme y seguiré sin tener nada! ¡Si quiere dinero, quítese del medio y déjeme trabajar!
El tabernero se irguió con los puños cerrados y los hombros rígidos, como si estuviera a punto de perder el control y empezar a dar golpes; probablemente porque ya no le quedaba nada que esperar, ya no tenía con que luchar, salvo los puños. Estaba lo bastante desesperado como para desear que esa situación tocase a su fin.
– Dígame quién le pide dinero y me encargaré… -comenzó a decir Pitt, pero enseguida se dio cuenta de que era inútil. Por mucho que se esforzase por negarlo, era el enemigo. Al menos para el tabernero así era-. Escuche… -insistió.
El hombre avanzó un paso, con la cabeza baja y los músculos en tensión, dispuesto a lanzar el puñetazo.
Pitt retrocedió, se dio la vuelta y se alejó. Ni había manejado bien la situación ni aprendido algo útil. El tabernero estaba convencido de que sus torturadores eran policías, pero Pitt necesitaba nombres, cuentas, horas de recogida, algo demostrable. Tendría que esforzarse mucho más.
Subió por Bishopsgate, giró a la izquierda tras pasar frente al vendedor de cordones de la esquina de Brushfield Street y se encaminó hacia el mercado de Spitalfields. Tres mujeres discutían junto al bordillo. Un niño lloraba a moco tendido. Pasó un crío deshollinador; tenía los hombros redondos e iba manchado de hollín. Media docena de golfillos jugaban hábilmente a los dados en la acera, los lanzaban al aire y los atrapaban al tiempo que movían otros que utilizaban como fichas. Era un buen ejercicio para mantener los dedos ágiles, un buen adiestramiento para coger carteras ajenas con rapidez y sin que la víctima se diese cuenta.
Pitt pasó frente a casas destartaladas, antaño hogares y talleres de comerciantes de seda, que en aquel momento vivían tiempos más difíciles si cabe. Pasó el carro de un vendedor ambulante, la narria de un cervecero y carretas cargadas de carbón y maderos, que se dirigían hacia el puerto.
Al llegar a la taberna Ten Bells, entró y pidió una pinta de sidra. Dejó que durante unos segundos su sabor fresco arrastrara el gusto amargo de las calles.
Reparó en que la tabernera lo observaba discretamente, ya que era forastero. Se trataba de una mujer menuda, metida en carnes y con el pelo rubio que escapaba de las horquillas, pero no dejaba de sonreír. Saludaba por su nombre a la mayoría de los presentes. Su negocio era próspero.
Pitt se acercó a la barra y pidió otra pinta de sidra, así como una ración de pan con queso. La mujer se lo entregó sin dejar de sonreír, aunque su mirada era desconfiada. A corta distancia Pitt reparó en que la piel del cuello blanco de la tabernera estaba algo flácida y surcada de delgadas arrugas. Pese a su energía y su buen humor, hacía mucho que había pasado de los cuarenta.
– Gracias -dijo Pitt tras coger la pinta y el plato-. Tiene un buen establecimiento, hay mucha actividad.
La mujer le clavó la mirada. Pitt supo que ya se había dado cuenta de que le causaría problemas. Detestaba aquella situación, pero necesitaba la información.
– La suficiente -masculló la mujer y simuló que seguía siendo bien recibido.
– La suficiente como para compartir una parte de los beneficios -replicó. Más que una pregunta, fue una afirmación. La expresión cálida de la tabernera se esfumó. -Yo ya pago… -declaró fríamente.
– ¡Lo sé! -Pitt no permitió que siguiese protestando-. Y no se puede pagar dos veces. También lo sé. Por eso le propongo que me pague. Me ocuparé de todo. Págueme, pague menos pero ocúpese de hacerlo regularmente.
– Sí, claro -añadió la tabernera con amargura-. ¿Y qué hago cuando el otro se presente? ¿Le digo que no tengo nada y que se vaya por donde ha venido?
– No. Dígame cuándo vendrá y qué aspecto tiene y yo me ocuparé de él.
La mujer enarcó las cejas y paseó la mirada a su alrededor.
– ¿Seguro? ¿Usted y quién más? ¡Son centenares! ¡Es la maldita fuerza policial al completo! Si quita a uno, dos más ocupan su lugar. Dígame, ¿cuántos hay como usted?
Pitt reflexionó unos segundos antes de responder:
– No se preocupe por eso. Dígame quién es, cuándo se presenta, qué aspecto tiene y yo me desharé de él. Solo entonces tendrá que pagarme. -La tabernera estaba atemorizada y desconfiaba. Su mirada dejó traslucir la certeza de la derrota. Pitt experimentó tal arrebato de furia que alteró su expresión, por lo que la mujer retrocedió. Habría querido disculparse, pero habría echado a perder cuanto había conseguido-. ¿Cómo se llama?
– Jones. Lo llamamos Jones el Bolsillo.
– ¿Qué aspecto tiene?
– Tiene la nariz afilada y el pelo negro -repuso y esbozó un puchero-. No es muy alto. No puedo decir si es flaco o gordo porque, tanto en verano como en invierno, lleva un abrigo muy holgado. Debajo podría haber cualquier cosa.
– ¿Viene regularmente?
– Como los impuestos y la muerte.
– ¿Cuándo?
– Todos los miércoles. Más o menos a media tarde, cuando apenas hay clientela.
– El próximo miércoles hará su última visita -aseguró Pitt con profunda satisfacción.
La tabernera confundió esa alegría con la codicia que había manifestado un rato antes. Se encogió ligeramente de hombros.
– Me da exactamente lo mismo pagarle a él o pagarle a usted. Es igual. Pero no puedo pagar dos veces porque entonces no puedo saldar cuentas con el cervecero y nos quedaríamos todos sin nada.
Pitt se volvió, anduvo sobre el suelo cubierto de serrín y salió a la calle, pero enseguida se arrepintió, regresó e intentó darle ánimos y convencerla de que la situación no tardaría en cambiar.
Al anochecer se encontraba en la entrada del callejón donde se alzaba la casa en la que se alojaba Samuel Tellman. Esperaba a que este regresara. El viento era más fresco y parecía que iba a llover. Pitt pasó el peso del cuerpo de un pie al otro. Le había dado vueltas y más vueltas al problema y había llegado a la conclusión de que no había otra solución sensata. Tellman trabajaba en Bow Street. Era el único que podía haber oído o visto a los que estaban implicados en la corrupción, aunque no formara parte de ella.
El viento era cada vez más frío y empezaba a lloviznar. Pitt se levantó el cuello de la chaqueta y se pegó a la pared. Las dudas lo carcomían. Tal vez los anarquistas no eran en absoluto ingenuos y pretendían manipularlo. Su objetivo principal era sembrar el caos. ¿Había un modo mejor de conseguirlo que enemistar a la BrigadaEspecial con la policía y crear sospechasentre ambas? Tal vez también hacían lo mismo, pero al contrario.Cabía la posibilidad de que en ese mismo momento alguien estuvieradiciéndole a la policía que Narraway era el responsable delatentado con bomba y del asesinato de Magnus Landsborough, que deese modo crearía su propio círculo de poder. Pitt no se lo creíapor nada del mundo, pero tampoco estaba en condiciones dedemostrarlo. Se sorprendió de lo poco que realmente conocía aNarraway.
Un anciano con el pelo blanco que asomaba por debajo del bombín caminó deprisa por el redondel de luz de la farola y se perdió a lo lejos. Segundos después apareció Tellman, delgado, chupado de cara y con los hombros rígidos.
Pitt abandonó las sombras del callejón y caminó por el empedrado. Lo alcanzó en el mismo momento en el que Tellman llegaba a la puerta de su casa. Su antiguo compañero se volvió, sorprendido.
– Necesito hablar contigo -dijo Pitt a modo de disculpa-. Tenemos que hablar en privado.
No se atrevió a decir que fueran a las habitaciones de Tellman. Pero quería pedirle un favor y era fundamental que no los vieran juntos; de lo contrario, habría propuesto que acudiesen a cualquiera de las tabernas próximas.
Tellman se mostró receloso. Echó un vistazo a la penosa vestimenta de Pitt, pero lo conocía lo suficiente como para saber por qué la llevaba.
– ¿Qué ha pasado? -Tellman se puso rígido-. No tiene nada que ver con Gracie, ¿verdad?
Pitt sintió una punzada de culpa por no haber sido claro desde el principio. Tellman había sido testigo de su cortejo pausado, tierno y comedido y de lo mucho que se preocupaban el uno por el otro.
– No -se apresuró a responder-. Se trata de un asunto policial.
Las facciones de Tellman se tensaron.
– Pasa. Ahora ocupo una habitación mejor, más grande.
En lugar de esperar a que aceptase, abrió la puerta con su llave y se internó por el pasillo estrecho, con suelo de linóleo y cuadros colgados de la pared. Del fondo de la casa llegó un agradable olor a comida, con un intenso aroma a cebolla. Pitt se dio cuenta de que estaba hambriento.
Tellman subió la escalera hasta el primer piso y abrió la puerta de la habitación que daba a la calle. Era amplia; había una cama con el cabezal de latón en una esquina, una mesa y una silla junto a la ventana y dos sillones tapizados cerca de la chimenea en la que las brasas ardían. Invitó a Pitt a sentarse y, tras aflojarse los cordones y quitarse la chaqueta, ocupó el otro sillón.
Pitt fue directamente al grano.
– Tiene que ver con el atentado de Myrdle Street -dijo sin más preámbulos-. Han sido los anarquistas. Hay un muerto y hemos cogido a dos. Uno, o quizá dos, han escapado. -Tellman aguardó. Sabía que Pitt no le pediría ayuda para encontrarlos-. He interrogado a los que detuvimos. Son jóvenes, ingenuos y se oponen enérgicamente a lo que ellos consideran males sociales… concretamente, a la corrupción policial. -Escrutó el rostro de Tellman para ver si mostraba cólera o un intento de esconderla. No vio nada. Simplemente, Tellman se mostró cauto, a la espera de que le diese una explicación-. Lo primero que me planteé es por qué atacaron Myrdle Street. Al principio me pareció que lo habían elegido al azar. Después me enteré de que la casa del medio, la que destruyeron, pertenece a un policía de Cannon Street apellidado Grover.
Tellman asintió lentamente.
– Lo conozco.
– ¿Qué puedes decirme de él?
– Es un hombre importante, de alrededor de cuarenta y cinco años y constitución fuerte. -Tellman lo veía en su mente al tiempo que lo describía-. Pertenece al cuerpo desde que tenía más o menos veinte años. Ascendió a sargento pero, al parecer, no pretendió llegar a más. Conoce como la palma de su mano las calles y a la mayoría de las personas que se mueven por ellas. No hay un solo redactor callejero de cartas y peticiones, un encubridor o un falsificador que no conozca por su nombre o por su oficio.
– ¿Cómo lo sabes?
Tellman apretó los labios.
– Por su fama. Si quieres saber algo de lo que ocurre en la zona de Cannon Street, pregunta a Grover.
– Entiendo. Según al menos dos fuentes, algunos policías cobran por proteger las tabernas del sector de Spitalfields -prosiguió Pitt-. Lo he comprobado personalmente en la Dirty Dicky la Ten Bells.Un hombre al que llaman Jones el Bolsillo va arecoger el dinero cada miércoles a media tarde.
– ¿Estás seguro de que pertenece a la policía? -preguntó Tellman contrariado.
– No. Solo estoy seguro de que los dueños de las tabernas creen que lo es. Necesito averiguarlo. Quiero que lo detengan y ocupar su lugar.
– ¿Para qué? Es posible que a la larga puedas relacionarlo con Grover, pero tendrás que demostrarlo. No sabes a quién rinde cuentas. Y puedes estar seguro de que no te lo dirá.
– Tienes razón -coincidió Pitt-. De todos modos, si recaudo el dinero alguien se pondrá en contacto conmigo.
Tellman hizo una mueca sin perder su expresión de seriedad.
– ¡Probablemente con un cuchillo en la mano!
– No lo harán hasta que recuperen el dinero que he recaudado y averigüen si trabajo solo.
Pitt era consciente del peligro que correría y le habría gustado encontrar otra forma de llegar al mismo fin, pero no se le ocurría otra.
Tellman estaba a punto de protestar cuando alguien llamó a la puerta.
– Adelante -dijo.
Se puso en pie cuando entró la casera.
Era una mujer guapa, de entre cincuenta y sesenta años; llevaba consigo el olor cálido y sabroso de la cocina. Un delantal blanco almidonado protegía la mayor parte de su vestido de algodón.
– Señor Tellman, ¿quiere que le guarde la cena? -preguntó y miró a Pitt-. Si le apetece, hay suficiente para su visita. Solo se trata de salchichas con puré de patatas y un poco de col, pero si quiere…
Tellman miró a Pitt.
Pitt aceptó de buena gana y Tellman pidió a la casera que les sirviera la cena tan pronto como pudiese. Aguardaron hasta que la trajo en una bandeja, se deshicieron en agradecimientos y solo entonces prosiguieron la conversación entre un bocado y otro. Era comida sencilla, pero bien cocinada, y las raciones eran generosas.
– Spitalfields está en la zona de Cannon Street -concluyó Tellman, disgustado-. Es el sector de Simbister. Últimamente Wetron ha hecho buenas migas con él. Por lo visto, ha establecido alianzas por todas partes, más de las que suelen realizarse. Habitualmente suele producirse una especie de… -Tellman buscó la palabra precisa-, una especie de rivalidad… pero ahora no es así. Es distinto. Da la impresión de… de que algo ha cambiado.
Pitt sabía adónde quería ir a parar su antiguo compañero. El Círculo Interior era una red de alianzas secretas, promesas y lealtades entre hombres que, aparentemente, no guardaban la menor relación entre sí. Los de fuera no sabían quiénes eran, simplemente estaban al tanto de que algunas de esas personas habían triunfado donde otras fracasaron. Los acuerdos comerciales se resolvían de cierta manera. Algunos habían ascendido en lugar de otros que tenían más aptitudes. Si Wetron, que era por entonces el jefe de lo que quedaba del Círculo Interior, establecía alianzas con posibles rivales del mando policial de mayor nivel del país, la situación podía ser preocupante.
– ¿Simbister? -preguntó Pitt.
– Y otros, pero sobre todo él -repuso Tellman sin dejar de masticar un trozo de salchicha-. Si los qué cobran las extorsiones pertenecen a Cannon Street, tienen que ser más de dos o tres. ¡No podrás confiar en nadie!
– Ya lo sé. -Pitt experimentó un escalofrío a pesar de estar en una habitación caldeada y de haber comido-. Por eso te necesito. También querría que alguien en quien confías detuviera a Jones cuando lo encuentre. Debo comprobar si lo que los anarquistas afirman es cierto.
No explicó por qué tenía que averiguarlo. No solo tenía que ver con saber quién había asesinado a Magnus Landsborough, sino que se trataba de algo de mucha más envergadura. Estaba en juego la integridad del cuerpo al que ambos servían y en el que siempre habían creído.
Tellman asintió y terminó de cenar sin alegría.
El silencio se prolongó después de que comieran los últimos bocados y empezase a enfriarse el té en la tetera.
El malestar era patente en el delgado rostro de Tellman. Procedía de una familia pobre pero muy respetable. Su padre había trabajado incansablemente para alimentarlos y vestirlos. Su madre era activa, malhumorada y escrupulosamente justa y los quería con una actitud defensiva que rayó en la violencia. De pequeños los regañaba por ser perezosos, apartarse del camino recto, ir demasiado de juerga, decir mentiras o meterse en asuntos ajenos. Claro que bastaba con que alguien criticara a sus hijos para que los defendiera como una leona. Consideraba que los logros que sus hijos conseguían no eran más que el cumplimiento de su deber y abordaba sus faltas con una estricta disciplina. Los quería a todos, pero del que se sentía más orgullosa era de Samuel porque luchaba por lo que consideraba justo. Lo incomodaba profundamente cuando lo ponía de ejemplo ante sus hermanos menores pero, después de la aprobación de Gracie, la de su madre era la que más importaba a Tellman.
Ver mancillado el buen nombre de su comisaría lo hería profundamente, tal vez incluso más que a Pitt.
– Yo también quiero saberlo -añadió Tellman quedamente-. Es imprescindible. Si también ocurre en nuestro distrito, si nuestros hombres cobran a cambio de dar protección, en mis manos está impedirlo. Si no lo hago también formaría parte de esa situación.
Clavó la mirada en Pitt y lo retó a llevarle la contraria.
– ¡Ten mucho cuidado! -advirtió Pitt de forma impulsiva, pues sabía qué fácilmente podía Tellman ser falsamente deshonrado e incluso asesinado.
En ocasiones los agentes de policía morían en el cumplimiento del deber. Sería una muerte heroica. El mismísimo Wetron lo alabaría. Pitt no podría demostrar que las cosas habían ocurrido de otra manera. Con un nudo en el estómago y un gran peso en su interior, se dio cuenta de que, pese a la beligerancia, la peculiar vulnerabilidad, los prejuicios y la tenacidad de Tellman, apreciaba a ese hombre como si perteneciese a su familia. Sufriría algo más que un sentimiento de culpa por haberlo implicado; sentiría soledad, una pérdida dolorosa y definitiva.
Charlaron un poco más y, tras reprimir a duras penas otra advertencia, Pitt salió a la calle. El aire nocturno era más fresco, las farolas amarilleaban a causa del humo y comenzaba a caer una bruma tenue. Caminó hasta la calle principal y cogió un coche de punto que lo llevó a su casa.
Por la mañana fue a ver a Narraway, tanto para informarle de sus avances como para saber qué había averiguado. Lo encontró en su despacho, parapetado tras una pila de papeles acumulados sobre la mesa y con la pluma en la mano.
– ¿Qué quiere? -preguntó Narraway bruscamente, tras alzar la cabeza cuando Pitt cerró la puerta.
Pitt tomó asiento sin que lo invitaran a hacerlo. Era la primera vez que hacía algo así. Sabía que Narraway era su superior y, pese a que su posición ya no era oficialmente insegura, la sensación de incertidumbre jamás lo abandonaba.
– Ayer investigué la corrupción de la que Welling y Carmody acusan a la policía -afirmó sin dar rodeos-. Quería demostrar que estaban equivocados.
– Y no lo consiguió -replicó Narraway sin soltar la pluma.
Pitt se llevó una gran sorpresa..
– ¡De modo que lo sabía!
Se sintió traicionado porque Narraway no le hubiese mencionado la acusación de corrupción, como si no confiara en su lealtad, independientemente de sus vinculaciones pasadas.
Narraway no le quitaba la mirada de encima. Su rostro se veía tenso y muy arrugado a causa de la luz del sol que entraba por la ventana de la izquierda. Tenía los ojos casi negros. Antaño su pelo había sido muy oscuro, pero en el presente sus sienes estaban generosamente salpicadas de gris.
– No, Pitt, no lo sabía -dijo cansino-. Lo he adivinado. Su actitud indica la gravedad de la situación como si fuera un faro. Si hubiera descubierto que la acusación es falsa no habría entrado en mi despacho a esta hora para comunicarlo sin darme siquiera los buenos días. En ese caso apenas tendría importancia.
Pitt se sintió ridículo. La acusación le había dolido lo suficiente como para afectar su capacidad de evaluación. Debía ser más Cuidadoso, no solo con Narraway, sino con todos.
Narraway sonrió a su pesar.
– ¿Es muy grave?
– Se trata de un caso de intimidación a gran escala -respondió Pitt y pensó en la tabernera de Ten Bells-. Recaudación periódica de parte de las ganancias de negocios más o menos honestos.
Narraway adoptó una expresión sombría.
– No es asunto nuestro y no creo que sea tan grave como para que un hombre como Magnus Landsborough se convierta en anarquista. De todos modos, hablaré con el comisario. Por lo visto tendrá que hacer limpieza. Lo lamento. Es desagradable descubrir que hay corrupción en nuestras filas. -Bajó la mirada a los papeles y, como Pitt no se movía, levantó nuevamente la cabeza-. ¿Es este el motivo por el cual colocaron una bomba en Myrdle Street?
– Sí. El hombre de la comisaría de Cannon Street, Grover, del que nos habló Welling, vivía en una de esas casas. Carmody también aseguró que estaba relacionado con las extorsiones y dijo que Magnus Landsborough lo sabía todo sobre él. ¿Ha encontrado alguna relación entre Landsborough y anarquistas extranjeros?
– No. Sabemos dónde están los anarquistas más activos y los más competentes. -Narraway hizo una mueca irónica con la boca-. Los incompetentes han volado por los aires y están en el hospital o están muertos. Por lo que sé, Landsborough no tenía conexiones europeas. Si Welling y Carmody son un ejemplo de la gente que recluían está claro que les interesan los ingenuos reformistas sociales que no tienen paciencia para utilizar las vías habituales e imaginan que si destruyen el sistema podrán construir otro mejor que lo sustituya. Todo esto sería realmente absurdo de no ser por las bombas.
Pitt lo observó e intentó evaluar las emociones que contenían sus palabras. ¿Había compasión, pena por la estúpida inocencia que había impulsado a esos jóvenes a despotricar contra la injusticia y soñar con cambiarla, o solo realizaba un juicio profesional para obrar en consecuencia y, al mismo tiempo, sopesar más atentamente a su subordinado?
– No es eso lo que me preocupa -admitió Pitt, que experimentó cierta satisfacción al ver que un chispazo de sorpresa aguzaba la expresión de Narraway-. Ayer por la tarde estuve con Samuel Tellman. No fui a Bow Street, sino a sus habitaciones -se apresuró a añadir tras percibir la intensa mirada de Narraway-. Le hablé de Grover, de las acusaciones de Carmody y de lo que había averiguado.
– ¡Pitt, no le dé más vueltas! -exclamó Narraway.
– Tellman lo creyó… sin pruebas. Y está convencido de que llega hasta las más altas esferas.
– Eso es obvio -espetó Narraway secamente-. ¿Qué pretende decir?
Pitt notó que su cuerpo se tensaba. Detestaba tener que mencionarlo y, por añadidura, Narraway no le facilitaba las cosas.
– Tellman afirma que Wetron establece alianzas con hombres que, en condiciones normales, serían sus rivales a la hora de ascender. Concretamente, con Simbister de Cannon Street.
Narraway expulsó aire lentamente.
– Comprendo. ¿Simbister forma parte del Círculo Interior?
– No lo sé. De todos modos, supongo que si no lo es muy pronto lo será.
– ¿Y qué tiene que ver Wetron con esto?
Narraway aferró la pluma y la movió lentamente arriba y abajo, como si no pudiera contener la tensión.
– El poder -replicó Pitt llanamente-. Siempre se trata del poder.
– ¿Y utiliza a Simbister? -Narraway elevó ligeramente la voz. Le costaba creerlo.
– Al menos es lo que parece.
– ¿Hasta qué punto le interesa que el cuerpo de policía sea corrupto? -preguntó Narraway-. Si aspira a ser comisario, no solo debe ser considerado muy competente, sino estar por encima de toda sospecha. En caso contrario, el Parlamento no lo apoyará, por mucho que sea tan rico como Creso. Los que ostentan el poder quieren estabilidad y, por encima de todo, seguridad en las calles. Si la propiedad no está a salvo los electores no se sienten satisfechos.
Narraway adoptó una expresión de desafío, como si esperase que Pitt le llevase la contraria.
– No sé por qué fomentaría un cuerpo de policía corrupto -reconoció Pitt-. ¿Está dispuesto a correr el riesgo de que Wetron esté implicado a través de Simbister?
Narraway ni siquiera se molestó en responder.
– ¿Qué le pidió a Tellman?
Pitt titubeó. Había decidido no mencionar a Narraway su plan de detener a Jones el Bolsillo y ocupar su lugar, pero tendría que haber pensado que no le quedaría más remedio que ponerlo al corriente. Era inevitable. Se explicó lo más sucintamente posible. No hacía falta decir por qué necesitaba la ayuda de Tellman. La BrigadaEspecial no tenía capacidad para detener asus integrantes y Pitt no podía arriesgarse a confiar en un agentede Cannon Street.
– Pitt, tenga cuidado -advirtió Narraway con sorprendente apremio. Su expresión irónica se había esfumado. Se inclinó ligeramente en la silla; ya no fingía interés por el papeleo-. No sabe quién o cuántas personas están implicadas. No solo ha de tener en cuenta la codicia, sino las viejas lealtades. ¡Bien sabe Dios que debería saberlo y temerlo! ¿Qué sucede con los que no están de acuerdo? Ay, ¡la ambición! Los hombres necesitan trabajo y tienen que alimentar a su familia. ¿Quién quiere tener que explicar a su esposa o a su suegro, para no hablar de sus hijos, los motivos por los cuales no asciende?
– Ya lo sé -reconoció Pitt en voz baja.
– ¿Lo sabe? -Más que una pregunta era un desafío-. Cualquier vinculación con usted convertirá a Tellman en un hombre marcado. ¿Se hace cargo de ello? Nadie le toma el pelo a Wetron, y menos usted. Le ofreció la posibilidad de destruir a Voisey y asumir la dirección del Círculo Interior, pero sabe perfectamente que usted es su enemigo más poderoso. Jamás lo olvidará y usted tampoco debería hacerlo.
Pitt sintió un escalofrío. Ya sabía que era así, pero en esa tranquila estancia la situación se hacía más real. Había sido cuidadoso y se había reunido con Tellman en sus habitaciones, al anochecer, cuando las calles estaban llenas de movimiento y había poca luz. ¿Se había equivocado al pedir ayuda al sargento?
Desde luego que no. Tellman no era un niño al que había que proteger de la verdad y, menos aún, al que había que negarle la posibilidad de defender al cuerpo de policía, que apreciaba tanto como Pitt. Por otro lado, sin su ayuda, Pitt no tendría éxito. No podía confiar en nadie más, sobre todo en Bow Street. La guerra no permite poner a salvo a los amigos y enviar únicamente a desconocidos al campo de batalla.
– Lo sé -afirmó-. Lo sé tan bien como él.
– En ese caso, adelante -apostilló Narraway tranquilamente-. Quiero saber quiénes participaron en el atentado. ¿Landsborough era realmente el cabecilla? ¿De dónde salió el dinero para las bombas? Y, por encima de todo y tras la muerte de Landsborough, ¿quién es el nuevo jefe? Antes de que se me olvide, ¿quién asesinó a Magnus Landsborough?
– No lo sé -respondió Pitt-. Carmody y Welling están convencidos de que fue uno de los nuestros,- lo que apunta a que lo asesinó alguien que no conocen. ¿Un anarquista rival, uno de los secuaces de Simbister?
– ¿Está diciendo un hombre de Wetron? -preguntó Narraway con voz apenas audible-. Pitt, averígüelo, tengo que saberlo.
Pitt pasó el resto de la jornada entre los escombros del atentado de Myrdle Street. Hizo más averiguaciones acerca de Grover, pero nadie se mostró dispuesto a extenderse salvo para confirmar que había ocupado la casa del medio y que se había quedado sin hogar, como los demás. Sí, era policía. La gente a la que interrogó se cerró en banda y se mostró a la defensiva, por lo que dedujo que estaba asustada. Nadie habló mal de Grover, pero sus miradas denotaron frialdad y falta de simpatía hacia él. La actitud general confirmaba las palabras de Carmody en lugar de refutarlas.
Ensimismado, Pitt caminaba por el dique del Támesis en dirección a Keppel Street; con agrado reparó en los vapores que navegaban por el río, atestados de personas que llevaban sombreros con gallardetes, se divertían y saludaban a la gente que había en la orilla. Justo detrás de la curva, donde no podía verla, una banda tocaba música. Los vendedores callejeros ofrecían limonada, bocadillos de jamón dulce y diversas golosinas. Así era como debía ser Londres a la caída de una tarde de estío. La brisa arrastraba el olor a sal de la marea entrante, y se oían las carcajadas, la música, los cascos de los caballos en los adoquines y el débil rumor del agua.
– Buenas tardes, Pitt. Todo está como debe ser, ¿no le parece?
Pitt se paró en seco. Reconoció la voz incluso antes de girarse: Charles Voisey, al que la reina había concedido el título de sir por el extraordinario valor que había mostrado al matar a Mario Corena y salvar al trono de Inglaterra de uno de los republicanos más apasionados y radicales de Europa. En aquel momento también era parlamentario.
Lo que su majestad desconocía y jamás sabría era que, por aquel entonces, Voisey era el jefe del Círculo Interior y había estado a punto de conseguir su ambición de derrocar la monarquía y convertirse en el primer presidente de una Gran Bretaña republicana.
Sin embargo, fue el propio Mario Corena quien intencionadamente desencadenó ese acto, que obligó a Voisey a asesinarlo a fin de salvar su vida. Este hecho ofreció a Pitt la oportunidad de que Voisey apareciese como salvador del trono y, por consiguiente, traidor de sus seguidores. Voisey jamás se lo perdonaría, a pesar de que este había cambiado de bando y casi sin vacilaciones había aprovechado su condición de favorito real para presentarse a las elecciones y salir elegido. El premio era el poder. Solo los integrantes del Círculo Interior sabían que su objetivo era conseguir la república. Para el resto de la gente era un hombre valiente, ingenioso y fiel ala Corona.
Pitt lo miró, de pie en el sendero y sonriente. Recordaba sus facciones a la perfección, como si lo hubiera visto por última vez un par de minutos antes. Llamaba la atención, pero en modo alguno era apuesto. Su piel pálida estaba salpicada de pecas y su larga nariz estaba un poco torcida. Como de costumbre, sus ojos transmitían inteligencia; también se mostró ligeramente divertido.
– Buenas noches, sir Charles -contestó Pitt, se sorprendió al notar que se le cortaba la respiración y llegó a la conclusión de que aquel encuentro no podía ser casual.
– No es fácil dar con usted -apostilló Voisey. Cuando Pitt reanudó la marcha, anduvo a su lado, mientras la brisa les acariciaba la cara-. Supongo que el atentado de Myrdle Street lo ha preocupado profundamente.
– ¿Me ha seguido por todo el dique solo para decir esto? -inquirió Pitt, contrariado.
– No era más que un preámbulo, tal vez innecesario -repuso el parlamentario-. Quería hablar con usted del atentado en Myrdle Street.
– Si pretende reclutarme para que apoye la campaña de armar a la policía, le aseguro que pierde el tiempo -puntualizó Pitt secamente-. Ya tenemos armas en el caso de que sea necesario usarlas y no necesitamos más autoridad para registrar a las personas o las casas. Hemos tardado décadas en conseguir la cooperación ciudadana y si empezamos a mostrarnos autoritarios la perderemos. Mi respuesta es negativa. A decir verdad, haré cuanto esté en mis manos para que no se apruebe esa propuesta.
– ¿Está seguro? -Voisey se adelantó un paso y se volvió para mirarlo con los ojos desmesuradamente abiertos.
Pitt no tuvo más remedio que detenerse para responder.
– ¡Sí!
– ¿No existe la menor posibilidad de que cambie de parecer, aunque esté sometido a presión? '
– En absoluto. ¿Pretende ejercer alguna presión sobre mí?
– No, de ningún modo -repuso Voisey, que se encogió ligeramente de hombros-. Por el contrario, me produce un profundo alivio saber que no cambiará, al margen de que haya amenazas o súplicas. Es lo que esperaba de usted, pero oírlo de su boca me llena de alivio.
– ¿Qué quiere? -preguntó Pitt con impaciencia.
– Tener una conversación sensata -replicó Voisey, bajó la voz y de pronto se mostró muy serio-. Hay cuestiones de gran importancia en las que coincidimos. Estoy al corriente de ciertos asuntos que probablemente usted desconoce.
– Dado que es parlamentario, lo que dice es indiscutible -afirmó Pitt cáusticamente-. De todos modos, está muy equivocado si supone que compartiré con usted información de la BrigadaEspecial.
– ¡En ese caso, cállese y escúcheme! -espetó Voisey. De repente su fuerte temperamento pudo con él y se ruborizó-. Un parlamentario apellidado Tanqueray presentará un proyecto para armar a la policía londinense y dotarla de mayor capacidad de registro y detención. Tal como está la situación, en este momento tiene muchas probabilidades de lograr que se apruebe.
– La policía retrocederá varios años.
A Pitt le preocupaba esa posibilidad.
– Probablemente -coincidió Voisey-. Pero hay algo mucho más importante.
Pitt no se molestó en disimular su impaciencia; el pinchazo de la curiosidad no cesaba de aguijonearlo. Voisey debía de querer algo, y tenía que ser importante para tragarse el desprecio que sentía por Pitt, seguirlo y hablarle en esos términos.
– Lo escucho.
Voisey había palidecido y se le movía un pequeño músculo de la mandíbula. Miró a los ojos a Pitt mientras permanecían cara a cara en la acera del dique, bajo el viento y el sol de finales de la tarde. No oían a los transeúntes, las risas, la música y el chapoteo de la marea creciente en la escalera que se extendía a sus pies.
– Wetron aprovechará el temor de la gente para respaldar el proyecto -explicó Voisey con voz baja-. Cualquier atropello que se produzca favorecerá sus propósitos. Permitirá que los delitos aumenten hasta que nadie se sienta a salvo: me refiero a robos, asaltos callejeros, incendios provocados y hasta es posible que nuevos atentados con bombas. Quiere que la gente tenga tanto miedo que le niegue que consiga armas, más hombres y competencias, lo que sea con tal de que vuelva a sentirse segura. Y en cuanto le concedan todo esto pondrá fin a los delitos de la noche a la mañana y se convertirá en el gran héroe.
– Y usted quiere impedirlo -dijo Pitt, que entendía la intensidad con la que Voisey debía de odiar al hombre que tan genialmente le había arrebatado el cargo al que aspiraba.
En su intento de disimular sus emociones, el rostro de Voisey se tornó casi inexpresivo.
– Al igual que usted -replicó sin inmutarse-. Si se sale con la suya, Wetron se convertirá en uno de los hombres más poderosos de Inglaterra. Será quien salvó a Londres de la violencia y el caos, quien restableció la seguridad para poder caminar por las calles y dormir tranquilamente sin temor a explosiones, robos o a perder el hogar o el negocio. Ni siquiera tendrá que pedir que lo nombren comisario. -La furia alteró su tono de voz y no pudo esconder el desdén. Sus ojos brillaban-. Estará al mando de un ejército privado de policías, con armas y competencias para registrar y detener, lo que garantizará que nadie podrá echarlo del cargo. Seguirá cobrando tributos del crimen organizado y recibiendo pagos porque podrá seguir extorsionando sin que nadie lo moleste. Si alguien desobedece o protesta, lo detendrán o registrarán su casa, donde misteriosamente descubrirán que tenía en su poder mercancía robada. El pobre desgraciado acabará entre rejas y su familia en la miseria.
Junto a ellos pasó un landó descubierto en el que unas jovencitas con vestidos en tonos pastel y con los parasoles en alto reían y llamaban a las amigas que se desplazaban en dirección contraria.
– Nadie acudirá en ayuda de ese hombre corriente -acotó Voisey, que no hizo caso de las muchachas-. Nadie lo auxiliará porque hará mucho tiempo que los que ostentan el poder habrán sido silenciados. La policía no confiará en nadie porque la mitad de sus miembros se habrán vendido a Wetron, aunque no se sabrá quiénes son. Satisfecho porque habrá ley y orden, el gobierno mirará para otro lado. Pitt, ¿es esto lo que quiere o esa posibilidad le desagrada tanto como a mí? Sus razones me traen sin cuidado.
En la mente de Pitt se acumulaban los pensamientos. ¿Era posible? La ambición de Wetron no tenía límites, pero ¿poseía realmente la imaginación y la osadía necesarias para intentar algo tan terrible? Supo la respuesta incluso mientras se formulaba la pregunta: desde luego que las tenía.
Voisey lo percibió, se relajó y la expresión de pánico abandonó su mirada.
A Pitt le molestó que hubiese visto tan fácilmente qué pasaba por su cabeza pero, por otra parte, le habría molestado más que Voisey supusiera que no le importaría o, peor aún, que le inquietaba pero le faltaba valor para tomar medidas.
– En ese caso, alíese conmigo -propuso Voisey amablemente-. ¡Ayúdeme a demostrar lo que Wetron está haciendo y a impedírselo! -Pitt tenía sus dudas. El odio que había entre ambos era como la hoja afilada de una navaja-. ¿Qué es más importante para usted, su afecto por Londres y sus gentes o. el odio que siente hacia mí?
Una banda situada en el dique interpretaba música de baile. La gente que navegaba por el río reía y se saludaba. A lo lejos un organillo tocaba una canción popular. El viento arrancó el sombrero a una niña y las cintas aletearon.
– El odio no tiene nada que ver -apostilló Voisey secamente-. Confío en usted… al menos es previsible. Reflexione. Ocupo un escaño en el Parlamento y conozco el Círculo Interior. Juntos nos irá mejor que si vamos cada uno por su cuenta. Pitt, piense en qué quiere. Y no se olvide de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo…», al menos hasta que acabe la lucha. Medite. Mañana nos reuniremos y me dará su respuesta.
Pitt necesitaba más tiempo. Era una idea absurda. Voisey era un hombre peligroso que lo odiaba y lo destruiría a la primera oportunidad que se presentase. Solo gracias a lo que sabía… y de lo que tenía pruebas, que guardaba cuidadosamente escondidas, Voisey no hacía daño a su familia. Incluso había utilizado a su propia hermana, la única persona del mundo a la que quería, para cometer un asesinato.
La suposición de que Wetron aprovechara la amenaza anarquista para hacerse con el poder era demasiado creíble como para restarle importancia. Pitt lo sabía y Voisey se había asegurado de que así fuera.
– Pasado mañana -puntualizó Pitt-. ¿Dónde? Voisey sonrió.
– No hay tiempo para satisfacer deseos personales. Tendrá que ser mañana. Propongo que nos reunamos en un lugar agradable y público. ¿Qué le parece a mediodía en la cripta de St Paul, junto al mausoleo de Nelson?
Pitt respiró hondo. Miró a Voisey y vio que él ya sabía que estaría de acuerdo. Asintió.
– Allí estaré.
Pitt dio media vuelta, se alejó y cruzó la calle; Voisey se quedó solo junto al río, que brillaba a sus espaldas con los últimos rayos del sol.