Capítulo X

DESMOND


Dos días más tarde, mientras Hércules Poirot saboreaba su chocolate de la mañana leía la misiva que había llegado con su correo. Leíala ahora por segunda vez. El firmante de la carta tenía buena letra, aunque ésta carecía del sello especial que da la madurez.


Distinguido monsieur Poirot:

Temo que esta carta mía le parezca un tanto extraña. Me haré comprender mejor, sin duda, si menciono aquí a una amiga suya. He intentado ponerme en contacto con ella para concertar una entrevista con usted, pero al parecer no se encuentra en este país. Su secretaria (estoy refiriéndome a Ariadne Oliver, la novelista) me dijo algo en relación con un «safari» en que toma parte en África Oriental. En vista de eso, he pensado que su ausencia puede prolongarse durante algún tiempo. Pero estoy seguro de que ella me hubiera ayudado. Tengo mucho interés en entrevistarme con usted. Necesito urgentemente su consejo.

Tengo entendido que la señora Oliver conoce a mi madre, con la que estuvo hablando recientemente, en el transcurso de una comida literaria. Le quedaría muy agradecido si usted me señalara un día para visitarle. Me acomodaré a lo que usted sugiera. No sé si esto servirá de algo, pero es el caso que la secretaría de la señora Oliver pronunció la palabra «elefantes». Me figuro que eso tiene que ver con el viaje de la novelista por África Oriental. La secretaría pronunció esa palabra como si hubiese sido una clave. Yo no entiendo nada de ello, pero tal vez no sea éste su caso. Estoy muy preocupado, me siento preso de una gran ansiedad y le quedaría muy reconocido si accediera a recibirme.

Suyo sinceramente,

Desmond Burton-Cox.


Nom d’un petit bonhomme! —exclamó Hércules Poirot.

—¿Cómo ha dicho el señor? —inquirió George.

—Es una simple exclamación —explicó Hércules Poirot—. Hay ciertas cosas que cuando se meten en la vida de uno no le dejan ya más en paz. Nada, que no hay manera de desembarazarse de ella. Lo mío son los elefantes.

Poirot se levantó, llamando a su fiel secretaria, la señorita Lemon, a la que entregó la carta de Desmond Cox, dándole instrucciones para concertar una cita con el mismo.

—No me hallo muy ocupado en la actualidad —señaló—. Me vendría bien mañana.

La señorita Lemon le recordó que tenía concertadas ya dos entrevistas para la misma jornada, si bien reconoció que disponía de bastantes horas libres, por cuya razón lo dejaría arreglado todo de acuerdo con sus deseos.

—¿Es esto algo que tiene que ver con los Jardines del Parque Zoológico? —preguntó ella.

—Pues no —repuso Poirot—. No haga referencia a los elefantes en su carta. Los elefantes son unos animales de gran tamaño. Suelen ocultarnos una gran parte del horizonte. Sí. Dejémoslos a un lado. Indudablemente, pese a todo, surgirán en el curso de la conversación que voy a sostener con Desmond Burton-Cox.



—El señor Desmond Burton-Cox —anunció George, haciendo entrar en la estancia al visitante.

Poirot se había puesto en pie, quedándose junto a la repisa de la chimenea. Guardó silencio un momento. Luego, consciente de la primera impresión, avanzó. Se encontraba ante una persona nerviosa y enérgica. Desmond se mostraba algo inquieto, pero lo disimulaba bien. El joven dijo, extendiéndole una mano:

—¿El señor Hércules Poirot?

—Sí —contestó Poirot—. Y usted es Desmond Burton-Cox. Haga el favor de sentarse y dígame en qué puedo servirle, explíqueme las razones que le han inducido a venir a verme.

—Resulta algo difícil de explicar esto —manifestó Desmond Burton-Cox.

—Hay muchas cosas difíciles de explicar siempre —contestó Hércules Poirot—, pero disponemos de tiempo… Siéntese, por favor.

Desmond, vacilante, escrutó el rostro del hombre que tenía delante. Realmente, pensó, era como un personaje cómico. La cabeza le recordaba un huevo. Y luego, su gran bigote… No resultaba imponente, por supuesto. No respondía a lo que él había esperado encontrar.

—Usted… usted es detective, ¿verdad? —preguntó—. Esto quiere decir que está acostumbrado a averiguar ciertas cosas. La gente viene a verle para que haga indagaciones en su nombre.

—Sí. Ésa es una de mis misiones en la vida —confirmó Poirot.

—No creo que sepa usted a qué he venido. Tampoco creo que sepa muchas cosas acerca de mí.

—Sé algo —afirmó Poirot.

—¿Quiere usted decir que la señora Oliver, su amiga, le ha contado alguna cosa relativa a mi persona?

—Me ha contado que tuvo una conversación con una ahijada suya llamada Celia Ravenscroft. Esto es cierto, ¿no?

—Sí. Me lo dijo Celia. La señora Oliver conoce a mi madre… ¿La conoce a fondo, quiere decir?

—No. Me parece que la relación que pueda existir entre ellas es más bien de tipo superficial. Según la señora Oliver, la conoció en el transcurso de una comida literaria y las dos cruzaron unas palabras. Tengo entendido que su madre le hizo una pregunta a mi amiga.

—No tenía por qué haberla hecho. No se trataba de nada que le incumbiera —saltó el joven.

Desmond Burton-Cox había arrugado el ceño. Poirot le vio ahora enfadado y resentido.

—Las madres… Bueno, quiero decir…

—Me hago cargo —replicó Poirot—. Las madres, generalmente, se pasan la vida haciendo cosas que sus hijos preferirían que no hicieran. ¿No es verdad?

—Tiene usted razón. Ahora, mi madre ha hecho un hábito de inmiscuirse en los asuntos que no le conciernen.

—Tengo entendido que usted y Celia Ravenscroft son… muy amigos… De las palabras de su madre, la señora Oliver dedujo que había por en medio un proyecto de casamiento. ¿Para dentro de poco, quizá?

—Sí, pero insisto en que mi madre no tiene por qué estar haciendo preguntas por ahí, preocupándose por detalles que no le conciernen.

—Las madres son así —dijo Poirot, sonriendo. Para añadir inmediatamente—: Usted es un joven, quizá, muy apegado a la suya.

—Yo no diría eso —indicó Desmond—. Decididamente, no hay nada de eso en mi caso… Fíjese… Bueno, será mejor que le diga en seguida que no es realmente mi madre.

—¡Ah! Ignoraba tal circunstancia.

—Yo fui adoptado —explicó Desmond—. Ella tuvo un hijo que falleció siendo una criatura. Yo fui a ocupar su puesto. Se refiere a mí, piensa y habla de mí como si fuese auténticamente su hijo. Pero no hay nada de eso. Nosotros dos no nos parecemos. No tenemos los mismos puntos de vista, ni mucho menos.

—Es fácil de comprender —dijo Poirot.

—Me estoy apartando de lo que quiero preguntarle —indicó Desmond.

—¿Quiere encargarme algo, hacer unas averiguaciones respecto al particular en su nombre, llevar a cabo algún interrogatorio?

—Supongo que todo eso cubre lo que yo deseo. No sé hasta qué punto se halla usted informado…

—Poseo una ligera información —repuso Poirot—. Nada de detalles. Sé bastante poco sobre usted y la señorita Ravenscroft, a la que no he tenido el honor de conocer personalmente. Me gustaría tener ocasión de charlar con ella.

—Había pensado traerla aquí para eso, pero me he dicho que era mejor que antes celebráramos esta entrevista.

—Una decisión muy sensata —comentó Poirot—. ¿Se siente inquieto? ¿Le preocupa algo? ¿Tropieza con dificultades?

—Pues no. No. No han surgido dificultades. Y lo de la familia de Celia es algo que sucedió hace años, siendo ella una chiquilla. Hubo una tragedia… Bueno, está ocurriendo todos los días ahora. Dos personas se quitaron la vida, de común acuerdo. Fue un pacto de suicidio. Nadie supo sus causas, el porqué del drama. Cuando se da una de estas cosas, ¿qué culpa cabe imputar a los descendientes? Sin embargo, ellos, injustamente, sufren las consecuencias del hecho, en el terreno material y en el moral. Y en este caso particular, mi madre no tiene por qué inmiscuirse, en absoluto.

—A medida que uno avanza por la vida —declaró Poirot—, observa que hay mucha gente aficionada a meterse en cosas que no debieran importarle. Esto es muy corriente.

—Este asunto quedó liquidado en su día. Quedó en un enigma, ciertamente. Y ahora mi madre no cesa de formular preguntas. Quiere estar informada y ha logrado poner a Celia en un estado de vacilación, de duda, insoportable. La chica se pregunta si ella quiere o no su casamiento conmigo.

—¿Y usted qué dice? ¿Usted quiere todavía hacer de la muchacha su esposa?

—Por supuesto que sí. Estoy decidido. Pero Celia no es ya la misma de antes. Desea estar enterada. Quiere saber el porqué de lo ocurrido. Y piensa que mi madre conoce algo importante sobre el caso, si bien yo opino que anda equivocada.

—A mí me parece que si ustedes están decididos a casarse no tienen por qué desistir de su proyecto, obrando sensatamente. Puede decirse que me hallo en posesión de algunas informaciones sobre la tragedia. Me han sido facilitadas a solicitud mía. Como ya señaló, se trata de un asunto del pasado, de años atrás. No hubo explicaciones satisfactorias en su vida. No las ha habido nunca. Ahora, no es posible en la vida dar con todas las correspondientes a las cosas que suceden.

—Fue un pacto de suicidio —afirmó el joven—. No pudo tratarse de otra cosa. Sin embargo…

—Usted aspira a conocer las causas reales, ¿no? ¿Es eso lo que desea?

—Sí. Celia anda preocupada en este aspecto y me ha contagiado su inquietud. También está preocupada mi madre, aunque, como ya he indicado antes, esto no es asunto que le concierna. No creo que haya un culpable. Quiero decir que en mi opinión no hubo ninguna riña ni cosa parecida. Lo malo es que no sabemos a qué atenernos. Bueno, yo no puedo saber nada, porque no me encontraba allí.

—¿No conocía usted al matrimonio Ravenscroft, ni a Celia?

—De más cerca o de más lejos, conozco a Celia desde siempre. Los amigos con los cuales yo pasaba mis vacaciones eran vecinos de los Ravenscroft cuando nosotros éramos muy jóvenes. Unos niños, simplemente. Simpatizamos desde el primer momento e íbamos juntos a todas partes.

»Después, estuve muchos años sin ver a Celia. Sus padres estaban en Malaya, igual que los míos. Creo que se vieron de nuevo allí, en más de una ocasión… Hablo de mi padre y de mi madre. Mi padre murió ya… Pero yo creo que cuando mi madre estuvo en Malaya oyó contar algunas cosas de las cuales se ha acordado ahora, comenzando a pensar, a concebir ideas que no es posible que sean confirmadas prácticamente. Estoy seguro de que son erróneas. Pero no ha vacilado al sembrar la preocupación en Celia. Quiero saber qué es lo que pasó realmente. Celia tiene idéntico empeño. Queremos saber el porqué, el cómo del suceso, todo… Basta ya de estúpidos comentarios o murmuraciones.

—Sí —contestó Poirot—. No deja de ser natural su postura. Seguramente, Celia tiene más interés que usted todavía en saber la verdad. Ella se siente afectada más directamente por el caso. Ahora bien, ¿qué importancia real tiene eso? Ustedes debieron pensar en el ahora, en el presente. Usted ama a la chica y ella le ama a usted… ¿Qué tiene que ver el pasado con esto? ¿Qué más da que los padres fueran unos suicidas, o que murieran en un accidente de aviación, o que fallecieran de muerte natural? ¿Qué más da si tuvieron o no escarceos amorosos con otras personas que sembraron la infelicidad en sus vidas?

—Es cierto —dijo Desmond Burton-Cox—. Tiene usted mucha razón. Ha hablado muy sensatamente. Ocurre, sin embargo, que las cosas han tomado un giro que me obliga a dejar a Celia completamente satisfecha en cuanto a su empeño de conocer la verdad. Celia es una persona muy sensible, que lo tiene todo en cuenta, aunque sea una chica poco dada a hablar, a exteriorizar sus sentimientos.

—¿Y no se le ha ocurrido a usted pensar que ha de resultar muy difícil, si no imposible, llegar al conocimiento de esa verdad? —inquirió Hércules Poirot.

—La verdad… Es decir, quién mató a quién y por qué… Pudo haber algo…

—Pero es que ese algo pertenece al pasado. Por tanto, ¿qué más da ya ahora?

—No debía importarnos, ciertamente. Y es lo que hubiera ocurrido de no haber intervenido mi madre, de no haber comenzado ella a efectuar indagaciones por su cuenta. Lo habríamos dado de lado, naturalmente. No creo que Celia dedicara muchas reflexiones al drama. Tengo entendido que se encontraba en Suiza en la época en que se produjo. Ya sabe usted lo que pasa… De adolescente, se acepta todo como viene, imponiéndose la despreocupación o falta de juicio de los pocos años.

—¿No cree usted entonces que pretende lo imposible?

—Quiero que realice usted unas investigaciones —dijo Desmond—. Tal vez no se trate de un trabajo normal, de los que le encargan habitualmente, o no le guste…

—No hay inconveniente por mi parte —le atajó Poirot—. Confieso que siento ya cierta curiosidad. No obstante, ¿cree usted que resulta prudente airear las cosas ocultas o censurables que siempre surgen al desvelar una tragedia humana?

—No. No lo es seguramente. Pero ya ve usted que…

Poirot interrumpió a Desmond.

—¿No conviene usted conmigo, por otro lado, que va a resultar imposible descubrir la verdad de lo ocurrido al cabo de tanto tiempo?

—Aquí es donde no estoy de acuerdo con usted. A mí me parece que existen muchas posibilidades de dar con aquélla.

—Muy interesante, hombre —contestó Poirot—. ¿Por qué opina usted así?

—Porque…

—Vamos, vamos. Usted tendrá sin duda sus consistentes razones.

—Pienso que debe haber personas enteradas de los hechos, bien informadas. Tiene que haber gente que pueda aclarar el misterio. Es posible que esas personas no deseen ponerse al habla conmigo, ni con Celia. Ante usted, en cambio, quizá reaccionen de otra manera.

—Muy interesante —repitió Poirot.

—Han ocurrido ciertas cosas —dijo Desmond— que pertenecen ya al pasado. Yo… yo he oído hablar de ellas de un modo vago. Hubo una persona que era deficiente mental. Hubo alguien (no sé quién exactamente, lady Ravenscroft, tal vez) que estuvo recluida en un manicomio durante años. Mucho tiempo. Hubo una tragedia siendo ella joven aún… Murió un niño, en un accidente, creo… Así, así… Lo cierto es que esa mujer tuvo que ver con aquel asunto.

—Me figuro que todo eso lo ha averiguado indirectamente.

—Me lo dijo mi madre. Ella oyó contar algo. En Malaya, creo. Circularon algunas habladurías. Usted sabe lo que pasa en los servicios oficiales: las gentes de idénticas procedencias se mantienen unidas, las mujeres murmuran, dicen cosas que a lo mejor pueden ser simples embustes…

—Y usted desea averiguar qué había de verdad en aquellas afirmaciones o comentarios, ¿eh?

—Sí. Pero no sé qué camino tomar personalmente. Ha pasado mucho tiempo y yo no sé a quién dirigirme, no sé a quién ir. Y el caso es que hasta que sea averiguado concretamente qué pasó y por qué…

—Comprendo lo que quiere decirme. Es decir, lo supongo… Celia Ravenscroft sólo accederá a casarse con usted cuando esté segura de que no heredó de su madre ninguna deficiencia mental. ¿Me equivoco?

—Eso es lo que creo que se le ha metido en la cabeza ahora. Me parece, además, que la idea se la suministró mi madre.

—No es un asunto fácil de investigar —puntualizó Poirot.

—No. Ahora yo he oído contar muchas cosas acerca de usted. Me han dicho que es usted un hombre muy inteligente, muy hábil, que sabe cómo hay que dirigirse a la gente para hacerla hablar.

—¿A quién me sugiere usted que debo interrogar? Me ha hablado antes de Malaya. Supongo que no se refería a la gente de tal nacionalidad. Usted se remonta a los días en que Inglaterra tenía montados ciertos servicios oficiales allí. Se refería a compatriotas suyos en el extranjero y a diferentes comentarios intercambiados entre ellos.

—No he querido decirle que eso fuera de utilidad ahora. Ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, como ya señalé antes. Los que murmuraron habrán olvidado ya sus palabras, lógicamente, si es que no han muerto. Lo que yo pienso es que mi madre se hizo con una serie de informaciones erróneas, a las que posteriormente ha aportado ideas propias.

—Y aun así todavía piensa que yo voy a ser capaz de…

—No he pretendido nunca que usted se trasladara a Malaya para interrogar a la gente. Allí no quedará nadie de los que estaban por aquellas fechas.

—En consecuencia, no puede darme nombres.

—De esa clase, no —dijo Desmond.

—¿Otros, acaso?

—Creo que hay un par de personas que pueden saber qué pasó y el porqué. Por el hecho de haber estado allí. Su información tiene que ser directa, de primera mano.

—¿No quiere ir usted a ellas personalmente?

—Podría hacerlo, pero no creo que… No me gustaría tener que hacerles ciertas preguntas. Celia se halla en el mismo caso. Eran muy amables. Pudieron haber mejorado las cosas o haberlo intentado. Sólo que no les fue posible… ¡Oh! Me estoy expresando muy confusamente.

—Pues yo creo que su mente alberga una idea muy concreta. Dígame: ¿está en todo de acuerdo con usted Celia Ravenscroft?

—La verdad es que no he sido muy explícito con ella. Celia estuvo muy encariñada con Maddy y Zélie.

—¿Maddy y Zélie?

—Se llamaban así. Le facilitaré algunas aclaraciones. Verá… Siendo Celia una niña, en la época en que la conocí, cuando vivíamos en casas casi contiguas, tuvo una institutriz francesa. Una señorita, se decía también. Era una joven muy agradable. Solía jugar con nosotros. Celia la llamaba Maddy para abreviar… Toda la familia la llamaba así.

—Ya.

—Por el hecho de ser francesa, he pensado que accedería a decirle a usted lo que supiera… Me imaginé que con otras personas se mostraría bastante menos comunicativa.

—Comprendido. ¿En cuanto al otro nombre?

—Zélie… Otra institutriz, otra señorita. Maddy estuvo allí dos o tres años, regresando posteriormente a Francia, o a Suiza… no sé… Y llegó Zélie… Así la llamaba Celia y toda la familia. Era más joven que Maddy y muy bonita y divertida. Todos la queríamos muchísimo. Siempre jugaba con nosotros. Sentíamos verdadera adoración por Zélie. El general Ravenscroft la tenía en gran estima. Jugaban los dos frecuentemente al «picquet», al ajedrez…

—¿Cuál era la actitud de lady Ravenscroft?

—Sentíase muy encariñada con Zélie también y la chica le correspondía. Por ese motivo volvió más tarde…

—¿Volvió?

—Lady Ravenscroft estuvo enferma. Había estado en un hospital… Zélie, que se había ido de la casa, regresó a ella para hacerle compañía, para cuidar de la madre de Celia. No estoy seguro, pero creo, estoy casi seguro de que se hallaba en la casa cuando se produjo la tragedia… Zélie tiene que saber qué es lo que ocurrió realmente.

—¿Y conoce usted sus señas? ¿Sabe dónde para en la actualidad?

—Sí. Sé dónde está. Tengo su dirección. Me he hecho con las direcciones de las dos. Pensé que quizá usted accediera a ir a verla, a verlas. Sé que es mucho pedir, pero…

Desmond guardó silencio de pronto.

Poirot miró a su interlocutor, pensativo, diciendo, finalmente:

—Sí. Se trata de una posibilidad, ciertamente, de una posibilidad…

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