Capítulo XX

ÚLTIMAS INDAGACIONES


Una vez más, Hércules Poirot se asomó al acantilado, contemplando las rocas que tenía a sus pies, contra las que se estrellaba continuamente el oleaje. Allí donde estaba en aquellos instantes habían sido hallados los cadáveres del matrimonio Ravenscroft. Y tres semanas antes de aquella tragedia se había despeñado por aquellas rocas una mujer, en estado de sonámbula, muriendo en el acto.

—¿Cuáles fueron las causas de los dos sucesos? —preguntó el superintendente Garroway.

¿Por qué? ¿Qué cosa era lo que había inducido a aquello?

Primeramente, un accidente… Y tres semanas más tarde, un doble suicidio. Viejos pecados que habían proyectado largas sombras. Un principio que había conducido años más tarde a un trágico fin.

Hoy se reunirán allí ciertas personas. Una chica y un hombre que andaban tras la verdad. Dos personas que sabían la verdad.

Hércules Poirot dio la vuelta, echando a andar por el estrecho camino que conducía a una casa en otro tiempo denominada Overcliffe.

No quedaba aquélla muy lejos. Vio unos coches aparcados junto a un muro. Contempló la casa, perfilada contra el fondo del firmamento. La casa estaba deshabitada. Bien se veía claramente. Todo necesitaba en ella una buena mano de pintura. Había un letrero junto a la finca anunciando que aquella «hermosa propiedad» se encontraba en venta. En otro rótulo, la palabra «Overcliffe», su antigua denominación, había sido tachada, siendo sustituida por otro nombre: «Down House». Poirot salió al encuentro de dos personas que avanzaban hacia él: Desmond Burton-Cox y Celia Ravenscroft.

—Fui a ver al agente de ventas —explicó Desmond—, diciéndole que deseábamos ver la casa. Me dio una llave, por si deseábamos entrar en el edificio. En los últimos cinco años la finca ha cambiado de dueño dos veces. ¿Qué podemos ver en ella ya que nos diga algo?

—La finca ha pasado por muchas manos, en realidad. Recuerdo ahora dos de los nombres anteriores que llevó: «Archer» y «Fallowfield»… Sus últimos propietarios —manifestó Celia— alegaban que era muy solitaria. Ya está otra vez en venta. Puede ser que esté embrujada. ¡Quién sabe!

—Pero, ¿es que tú crees en eso? —le preguntó Desmond, sonriendo.

—No, aunque… Algo raro debe tener. Han pasado muchas cosas. Y luego, este lugar tan especial…

—Bueno —medió Poirot—, esta casa fue escenario del pesar y de la muerte, pero sus paredes supieron también del amor.

Por la carretera vecina se deslizaba un taxi.

—Supongo que será la señora Oliver —declaró Celia—. Me dijo que vendría en tren y que en la estación tomaría un taxi.

Del taxi se apearon dos mujeres. Una de ellas era la señora Oliver. Acompañábala una mujer alta, elegantemente vestida. Como Poirot estaba enterado de su inminente llegada, no mostró la menor sorpresa. Observó a Celia, para ver cómo reaccionaba.

La chica lanzó una exclamación, dando un paso adelante.

—¡Zélie! —dijo—. ¿Es usted Zélie realmente? ¡Oh! ¡Qué alegría! No sabía que vendría aquí.

—Me lo pidió monsieur Hércules Poirot.

—Ya… Sí. Supongo que… Pero yo… yo no… —Celia, vacilante, se volvió hacia el apuesto joven que tenía al lado—, Desmond: ¿fuiste tú quien…?

—Sí. Yo escribí a mademoiselle Meauhourat… a Zélie, si ella me permite que continúe llamándola así.

—Los dos podéis llamarme Zélie, como en los viejos tiempos. Tuve mis dudas al emprender este viaje. No sabía si obraba acertadamente. Mis dudas, sin embargo, todavía no se han disipado, pero abrigo la esperanza de haber obrado atinadamente.

—Quiero estar informada —dijo Celia—. Los dos queremos saber a qué atenernos. Desmond se imaginó que usted podría explicarnos algunas de las cosas del pasado.

—Monsieur Poirot fue a verme —declaró Zélie—. Hizo lo que pudo para convencerme de que debía estar aquí hoy.

Celia pasó su brazo por el de la señora Oliver.

—Yo quería que usted estuviese también presente porque fue la persona que lo puso todo en marcha. Entre usted y monsieur Poirot han sido puestos muchos detalles al descubierto, ¿verdad?

—La gente me contó cosas —contestó la señora Oliver—. Me dirigí a personas que a mi entender podían recordar datos interesantes. Unas se acordaban de mucho y otras de poco. Ciertos recuerdos aparecían claros y ordenados y otros confusos y absurdos. Llegó un momento en que yo no sabía qué hacer ni qué interpretaciones dar a las palabras de mis conocidos. En cambio, monsieur Poirot opina que eso tiene importancia en tales situaciones.

—Naturalmente que sí —corroboró Poirot—. Las habladurías resultan tan interesantes como lo que se considera cierto y verdadero. De una murmuración se deducen hechos, aunque se trata de ideas torcidas o mal enfocadas, ayudando a veces a dar con la explicación buscada. Todo lo que he conseguido yo se basa en lo que fueron diciéndole, madame, aquellas personas denominadas por usted elefantes… —añadió Poirot, sonriendo.

—¿Elefantes? —inquirió mademoiselle Zélie.

—Así las llamaba ella, sí —dijo Poirot recalcando las palabras.

—Los elefantes disfrutan de una memoria excelente —explicó la señora Oliver—. De esta idea partió todo. La gente recuerda cosas del pasado; a los elefantes les ocurre lo mismo. La gente recuerda algo siempre. Yo me enfrenté con una serie de amistades en tales condiciones. Y de cuanto oí di cuenta a monsieur Poirot… A base de mis informaciones, él estableció lo que los médicos llaman un diagnóstico.

—Me hice una lista —señaló Poirot—. Era una lista de datos que parecían apuntar a la verdad de lo sucedido años atrás. Voy a leérsela, para ver si estas cosas tienen alguna significación para ustedes. Es posible que algunas las encuentren elocuentes y que otras no les digan nada.

—Yo he deseado saber siempre a qué atenerme —manifestó Celia—. ¿Fue aquello un suicidio o un crimen? ¿Hubo algún personaje desconocido, un intruso, que dio muerte a mis padres? Podía haber alguien que se sintiese impulsado a obrar así por un motivo desconocido, ¿no? Yo siempre pensé en tal posibilidad, o en otra semejante. Es difícil, pero…

—Nos quedaremos aquí —declaró Poirot—. No entraremos en la casa todavía. Ésta ha sido habitada por otra gente y posee una atmósfera distinta. Tal vez pasemos al interior cuando hayamos dado fin aquí a nuestras últimas indagaciones.

Poirot se encaminó a unas sillas situadas en las proximidades de un gran árbol, cerca de la casa. Sacó luego de la cartera una hoja de papel escrita. Entonces, se dirigió a Celia:

—Usted tenía que enfrentarse con ese dilema. Tenía que decidirse por una de las dos cosas: suicidio o crimen.

—En una de ellas tenía que estar la verdad —confirmó Celia.

—Le diré que la verdad radica en ambas… Y que hay algo más. De acuerdo con mi hipótesis, tenemos aquí un suicido además de un crimen. Contamos, por añadidura, con lo que podría denominarse una ejecución. Y la tragedia. Una tragedia en la que figuran dos personas que se amaban y que murieron por amor. Una tragedia amorosa no tiene por qué estar trazada como la de Romeo y Julieta. No son solamente los jóvenes quienes sufren los tormentos del amor y se hallan dispuestos a morir por él. No. Hay algo aparte de eso…

—No le entiendo —declaró Celia.

—Todavía no, lógicamente.

—¿Cree usted que llegaré a comprenderle?

—Yo me inclino a pensar que sí —continuó Poirot—. Voy a explicarle qué es lo que yo creo que sucedió y le diré cómo he llegado a formular mis pensamientos. Lo primero que me llamó la atención fueron las cosas no explicadas por las pruebas que la policía examinó. Algunas de ellas eran muy corrientes. Ni siquiera merecían el nombre de pruebas, a primera vista. Entre los efectos de Margaret Ravenscroft, de carácter personal, figuraban cuatro pelucas —Poirot repitió estas dos últimas palabras, dándoles mucho énfasis—: Cuatro pelucas.

Seguidamente, miró a Zélie.

—No siempre usaba peluca —explicó aquélla—. Recurría a ellas ocasionalmente: cuando viajaba, cuando deseaba arreglarse rápidamente… Con los vestidos de noche solía recurrir siempre a la misma.

—Pues sí —dijo Poirot—. Era la moda de la época. Desde luego, en sus viajes al extranjero llevaba consigo una o dos pelucas. Ahora bien, estamos hablando de que se descubrió que tenía cuatro. Cuatro pelucas para una sola mujer son demasiadas pelucas. Habiéndome extrañado esto, me pregunté por qué necesitaría tantas.

»De acuerdo con las manifestaciones de la policía, con la que consulté diversos extremos, aquella mujer no tenía ninguna enfermedad que le hiciera presagiar una calvicie inminente. Sus cabellos eran normales, los normales en una señora de su edad. Pero el detalle continuó preocupándome. Una de las pelucas tenía unos mechones grisáceos, supe luego. Fue su peluquero quien me lo dijo. Otra peluca presentaba unos menudos rizos… Era la que llevaba puesta el día de su muerte.

—¿Quería decir eso algo especial? —preguntó Celia—. Alguna de sus pelucas tenía que llevar, ¿no?

—Claro. El guardián de la casa había dicho a la policía que su señora había utilizado a diario aquella a que acabo de referirme, durante las semanas anteriores al drama. Al parecer, la prefería a las restantes.

—No acierto a ver…

—Al superintendente Garroway le oí citar un dicho conocido: «Son los mismos perros con diferentes collares». Esto me dio mucho que pensar.

Celia insistió:

—No comprendo…

Poirot manifestó ahora:

—Teníamos también la prueba del perro…

—¿El perro? ¿Qué es lo que hizo el perro?

—El perro la mordió. Se decía que el animal quería mucho a su ama… Pero la verdad es que en las últimas semanas de su vida, el perro se volvió contra ella más de una vez, causándole un par de serias mordeduras.

—¿Quiere usted decir que el animal sabía que su dueña pensaba suicidarse? —inquirió Desmond.

—No. Se trataba de algo más sencillo…

—Pues no comprendo…

Poirot continuó diciendo:

—El animal sabía algo que los demás parecían ignorar. Sabía que no era su ama. Aquella mujer tenía el mismo aspecto que ésta… El guardián, un hombre que no veía muy bien, que era también un tanto sordo, se enfrentó con una mujer que vestía las ropas de Molly Ravenscroft, así como utilizaba la más identificable de las pelucas de Molly Ravenscroft, la de los pequeños rizos sobre la cabeza. El guardián había declarado que la dueña de la casa se había portado de otra manera en el curso de las últimas semanas de su vida… «Los mismos perros con diferentes collares», había sido la frase de Garroway. Y entonces se me ocurrió la idea. Me quedé convencido. La misma peluca… Diferente mujer. El perro lo sabía… Lo sabía gracias a su olfato. Aquélla era otra mujer, no la amaba… Era una mujer que le desagradaba, a la que temía. Y yo pensé: «Supongamos que esa mujer no era Molly Ravenscroft… ¿Quién podía ser? ¿Podía ser Dolly, la hermana gemela?»

—Pero…, ¡eso es imposible! —exclamó Celia.

—No, no era imposible. Recuerde que en fin de cuentas eran gemelas.

»Tengo que referirme a las cosas que me fueron notificadas por la señora Oliver. Fueron aquellas que unas cuantas personas le contaron o le sugirieron. A ella le dijeron que Lady Ravenscroft había estado en un hospital o clínica, admitiendo la posibilidad de que le hubiesen hecho saber que padecía un cáncer. Los informes médicos contradecían esto, sin embargo. Podía habérselo figurado, no obstante, pero no era ése el caso.

»Luego, poco a poco fui conociendo la historia de ella y su hermana. Me enteré de que se querían mucho, lo cual es corriente entre los hermanos gemelos. Supe que se comportaban de una manera muy similar, que llevaban los mismos vestidos, que venía a ocurrirles las mismas cosas, que caían enfermas por las mismas fechas, que se casaron alrededor de la misma fecha…

»A continuación, como también suele pasar entre los hermanos gemelos, en vez de conducirse de idéntico modo, de deslizarse por el mismo camino, se empeñaron en hacer todo lo contrarío. Pretendían ahora diferenciarse. Incluso se separaron, nació entre ellas un evidente desamor. Hubo más, incluso. Anclada en el pasado, existía una razón que justificaba tal conducta.

»Un joven, Alistair Ravenscroft, se enamoró de Dorothea Preston-Grey. Pero más tarde, su amor se centró en Margaret, con quien contrajo matrimonio. Nacieron los celos. Las hermanas se separaron más. Margaret continuaba queriendo a su hermana, pero Dorothea no correspondía ya a su cariño.

»Aquí me pareció que estaba la explicación de muchas y trascendentales cosas. Dorothea era una figura trágica. Por causas accidentales de nacimiento, por determinadas características pertenecientes al misterio de la herencia, fue siempre mentalmente una persona inestable. Desde joven, por razones que no han sido nunca conocidas, sentía una profunda aversión por los niños. Hay muchos motivos para creer que por su intervención se produjo el fallecimiento de una criatura. Las pruebas aducidas no resultaron concluyentes. Pero hubo un doctor que aconsejó que fuese sometida a tratamiento médico. Y permaneció varios años en una casa de salud para enfermos mentales.

»Una vez curada, según el dictamen de los doctores que la atendieron, reanudó su vida normal. Pasaba temporadas en casa de su hermana y estuvo en Malaya cuando el matrimonio Ravenscroft se encontraba allí. Allí también hubo un accidente… Fue protagonista del mismo un chiquillo de la vecindad.

»Tampoco hubo pruebas concluyentes en esta ocasión. Pero, al parecer, Dorothea era la responsable del hecho. El coronel o general Ravenscroft (no sé cuál era su graduación entonces) la trajo a este país, poniéndola en manos de los médicos. También dio la impresión de recuperarse de nuevo transcurrido cierto tiempo. Incorporada a la vida de siempre, Margaret creyó que todo iría bien ya en lo sucesivo, pensando en la conveniencia de tenerla cerca. De esta manera, si su salud se quebrantaba lo descubriría inmediatamente. No creo que el general Ravenscroft aprobara la decisión de su esposa. Yo creo, en cambio, que juzgaba a su cuñada víctima de una deformación mental congénita, incurable, que tendría manifestaciones periódicas pese a todas las precauciones.

—¿Está usted sugiriendo que fue ella quien mató a los Ravenscroft? —preguntó Desmond.

—No —contestó Poirot—. Mi solución no es ésa. Yo lo que pienso es que Dorothea mató a su hermana Margaret. Paseando las dos por las inmediaciones de un acantilado de los alrededores, aquélla la empujó. Estaba resentida. Odiaba a Margaret, sana, llena de salud. Estaba celosa. El deseo de matar la dominó. Creo que había una persona ajena a la familia, que se encontraba aquí en aquella época y se hallaba al tanto de lo sucedido… Yo me figuro que usted estaba informada, mademoiselle Zélie.

—Sí —repuso Zélie Meauhourat—. Es verdad. Yo estaba aquí por aquellas fechas. Los Ravenscroft andaban preocupados con ella. Habíanla visto intentar agredir al pequeño Edward. Éste fue enviado al colegio. Celia y yo nos fuimos a mi pensionnat. Volví aquí después de haber dejado a Celia debidamente instalada.

»Desaparecieron los motivos de preocupación anteriores. En la casa sólo quedaron las dos hermanas, el general Ravenscroft y yo. Y un día pasó aquello… Margaret y Dorothea salieron juntas. Dolly regresó sola. Parecía estar muy nerviosa. Entró en la casa y se dejó caer en un sillón. Fue entonces cuando el general Ravenscroft se dio cuenta de que tenía la mano derecha manchada de sangre. Le preguntó si se había caído. Dolly le contestó que no era nada, nada en absoluto, que, simplemente, se había hecho un arañazo en un rosal. Pero en el sitio en que había estado no había ningún rosal. La respuesta nos dejó preocupados.

»El general Ravenscroft decidió emprender una pequeña exploración y yo le seguí. Mientras caminábamos no cesaba de repetir: “Algo le ha pasado a Margaret. Estoy seguro de que algo malo le ha ocurrido a Molly”.

»La encontramos en una repisa rocosa, acantilado abajo. Se había causado una infinidad de heridas al despeñarse. Se había desangrado, casi. De momento, no supimos qué hacer. No nos atrevíamos a moverla. Pensamos que debíamos ir en busca de un médico inmediatamente. Pero de pronto, Margaret se aferró al brazo de su marido.

»—Sí —dijo, haciendo un gran esfuerzo—. Fue Dolly… No se daba cuenta… Obraba inconscientemente, Alistair. No se le puede castigar. Dolly no fue jamás consciente de sus actos; no ha sabido nunca el porqué de ellos. No puede evitarlos. No ha podido evitarlos nunca. Tienes que hacerme una promesa, Alistair… Creo que voy a morir. No… No disponéis de tiempo para llamar a un médico. Moriré antes. He estado desangrándome. No puedo más… Prométemelo, Alistair. Prométeme que la salvarás. Prométeme que no será juzgada como un criminal, que no se verá en una prisión hasta el fin de sus días. Escóndeme donde sea, donde mi cuerpo no pueda ser encontrado. Por favor, por favor… Es lo último que te pido. Recuerda que eres la persona que más he querido en este mundo. Siento que voy a morir… Pude arrastrarme un poco, pero no fue posible hacer más. Promételo… Y tú, Zélie, tú también me quieres. Lo sé. Me has querido siempre, has sido muy buena conmigo, has cuidado de mí. Amas a mis hijos… Tú también debes contribuir a salvar a Dolly. Tenéis que salvar a la pobre Dolly. Por favor, por favor. Por todo el amor que nos profesamos, Dolly debe ser salvada.

—¿Y qué hicieron ustedes luego? —inquirió Poirot—. Seguramente, entre los dos…

—Sí. Molly murió a los diez minutos de haber pronunciado aquellas palabras. Y yo le ayudé… Ayudé al general Ravenscroft. Le ayudé en la tarea de ocultar su cuerpo. Fue en la misma escarpadura, en una hondonada. Cubrimos el cadáver de Molly lo mejor que pudimos, con tierra, piedras… No había ningún sendero que condujera hasta aquel lugar. Había que arrastrarse…

»Alistair murmuraba: “Se lo prometí… Le di mi palabra. No sé cómo voy a conseguirlo, no sé qué puedo hacer para salvarla. No lo sé, pero…”

»Lo conseguimos, con todo. Dolly se encontraba en la casa. Estaba asustada, desesperada, llena de mil temores… Pero al mismo tiempo se mostraba horriblemente satisfecha. Y dijo: “Siempre comprendí que Molly había sido la encarnación del espíritu del mal. Ella te apartó de mí, Alistair. Tú eras mío… Pero Molly te apartó de mí y logró que te casaras con ella. Yo sabía que alguna vez haríamos las paces, que quedaríamos en paz. Lo supe siempre, sí. Pero ahora tengo miedo. ¿Qué van a hacerme? ¿Qué dirán todos? Me encerrarán de nuevo. No podré soportarlo. Me volveré loca. No puedes consentir que me encierren. Me sacarán de aquí y dirán que he cometido un crimen. No fue un crimen. Tenía que hacerlo. Algunas veces me siento impulsada a hacer ciertas cosas. Quería ver la sangre, ¿sabes? Pero no pude esperar a verla morir. Huí. Yo sabía, sin embargo, que moriría. Abrigaba la esperanza de que no la encontrases. Se cayó por el acantilado. La gente dirá que fue un accidente”.

—Es una historia horrible —murmuró Desmond.

—Sí —dijo Celia—. Es una historia horrible, pero es mejor conocerla. Es mejor así, ¿no? Ahora sé con toda certeza que mi madre fue siempre una mujer dulce, buena. Jamás anidó la maldad en ella… Y ya sé por qué mi padre no quiso casarse con Dolly. Quiso casarse con mi madre porque la amaba en primer lugar y porque había descubierto, seguramente, los desequilibrios de su hermana gemela. Pero, ¿cómo se desenvolvieron los dos? —preguntó, dirigiéndose a Zélie.

—Dijimos muchas mentiras —repuso aquélla—. Esperábamos que el cadáver no fuese encontrado, de momento. Más tarde, pensamos, al amparo de la noche, lo dispondríamos todo para que se pensase que Molly había caído al mar. Se nos ocurrió la idea del sonambulismo. Lo que teníamos que hacer era muy simple.

»Alistair me dijo: “Todo esto es terrible. Pero prometí a Molly, se lo juré en el momento de morir, que haría lo que me pidió… Hay una manera de salvar a Dolly. Basta con que ésta haga las veces de Molly. No sé si será capaz de eso”.

»—¿Qué es lo que tiene que hacer? —le pregunté.

»—Fingirá ser Molly. Hará ver que fue Dorothea quien se despeñó hallándose sonámbula, hallando la muerte.

»Antes de nada, nos llevamos a Dolly a una casa deshabitada, donde permanecí con ella varios días. Alistair dijo que Molly había sido llevada a una clínica, para justificar la ausencia. Señaló que la desgracia de la hermana habíala afectado tanto que necesitaba atención médica. Luego, volvimos con Dolly… que regresaba como Molly, que llevaba encima las ropas de Molly, la peluca de Molly, que hice de otras pelucas, como la de los rizos, que la disfrazaba muy bien. El guardián de la casa andaba bastante mal de la vista. Molly y Dolly habían sido unas hermanas gemelas casi idénticas; sus voces también se asemejaban. Todo el mundo aceptó a Dolly como si fuera Molly. Admitieron, sí, que se comportaba de una manera un tanto extraña, pero esto era atribuido al golpe que había sufrido. Todo parecía completamente natural. Era lo más terrible de aquello…

—Pero, ¿cómo pudo mantenerse la cosa así? —preguntó Celia—. Debió de resultar muy difícil.

—Pues no. A ella no le fue difícil… Fíjense en que ahora tenía lo que había deseado siempre. Tenía a su lado a Alistair…

—Sin embargo, Alistair…, ¿cómo podía soportarla?

—Alistair me habló… Fue el día en que lo dispuso todo para que yo regresara a Suiza. Me indicó lo que tenía que hacer yo y lo que él pensaba llevar a cabo.

»He aquí sus palabras de entonces, aproximadamente: “Sólo me queda una salida… Prometí a Margaret que Dolly nunca caería en manos de la policía. Le prometí que nunca se sabría que había cometido un crimen, que los chicos no sabrían nunca que su tía era reo de un asesinato. Nadie tiene por qué saber lo que hizo Dolly. Ella, dormida, se despeñó por un acantilado, un triste accidente. Será enterrada en el cementerio, con su nombre”.

»—¿Cómo va usted a conseguir eso? —inquirí.

»No acertaba a comprenderlo.

»Él me respondió: “Voy a hacer una cosa de la que usted debe estar informada”.

»Añadió: “Dolly no puede continuar viviendo como si no hubiese pasado nada. Cuando se halle cerca de los chicos, éstos se encontrarán en peligro, atentará contra ellos. Tiene usted que hacerse cargo, Zélie… Por lo que voy a hacer, tengo que pagar con mi propia vida… Seguiré viviendo aquí durante unas semanas más, junto a Dolly, representando el papel de esposa… Y luego, habrá otra tragedia…”

»No comprendí lo que quería decirme. “¿Otro accidente? —le pregunté—. ¿Un caso de sonambulismo de nuevo?” Y él repuso: “No. Lo que la gente sabrá es que yo y Molly nos hemos suicidado… Supongo que no se descubrirá nunca la razón. Todos se imaginarán que ella estaba convencida de padecer un cáncer… ¡Pueden ser sugeridas tantas cosas! Pero… Tiene usted que ayudarme, Zélie. Usted es la única persona que me quiere, que quería a Molly, qué ama a los niños. Si Dolly ha de morir, yo soy quien ha de intervenir en eso. No sufrirá, no la asustaré. Dispararé sobre ella y luego volveré el arma contra mí. Serán descubiertas sus huellas dactilares en el revólver porque lo tuvo en sus manos no hace mucho tiempo. También serán halladas las mías, naturalmente. Es preciso hacer justicia y yo debo ser el ejecutor de la misma. Lo que yo quiero que usted sepa es que amé a las dos hermanas. A Molly la quise más que a mi vida. Mi cariño por Dolly arranca de las tristes circunstancias en que se ha descubierto su existencia, por culpa de una deformidad mental congénita, de la que no es culpable. Recuerde usted siempre lo que acabo de decirle…”



Zélie se puso en pie, acercándose a Celia.

—Ahora ya conoces la verdad —le dijo—. Prometí a tu padre no hablar nunca, guardar silencio… He faltado a mi palabra. Jamás quise revelar lo que sabía a nadie. Monsieur Poirot supo convencerme de que debía proceder de otra manera… ¡Oh! ¡Es una historia tan terrible!

—Comprendo sus sentimientos —repuso Celia—. Quizás estuviera usted en lo cierto, considerando su punto de vista. Ahora bien, yo me alegro de estar informada de todo. Tengo la misma impresión que si me hubiesen quitado de encima una pesada carga…

—Los dos sabemos a qué atenernos ya —dijo Desmond—. Eso supone mucho para nosotros. Aquello fue una tragedia, efectivamente. Sus protagonistas, tal como lo ha dicho monsieur Poirot: dos seres que se amaban profundamente. Pero no se mataron mutuamente, por el hecho de amarse. Uno murió asesinado y el otro ejecutó a una persona deficiente mental, por humanidad, para que no atentara contra otros niños. Puede ser perdonado si incurrió en un error. Ahora bien, yo no creo que estuviese equivocado realmente.

—Ella fue siempre una mujer que inspiraba miedo —declaró Celia—. Ya de niña, me atemorizaba, sin saber por qué. Ahora ya sé el porqué de mis temores. Pienso que mi padre obró valientemente. Hizo lo que mi madre le pidió que hiciera, lo que le pidió al exhalar su último suspiro. Salvó a la hermana gemela, a la que creo había querido siempre. Me agrada pensar… Bueno, quizá les parezca una tontería lo que voy a decir… —La chica miró, dudosa, a Poirot—. Tal vez usted no piense así. Supongo que es usted católico… Me refiero a lo que está escrito en su lápida sepulcral: «En la muerte no se vieron separados». No murieron juntos, pero ahora creo que están unidos. Siempre lo estuvieron. Dos personas que se amaron intensamente… Y mi pobre tía, en la que pensaré a partir de ahora viéndola de otra manera, porque quizá no estuvo nunca en su mano seguir otro camino, evitar lo que hizo —el tono de voz de Celia se tornó en este momento más normal—. No fue nunca una persona agradable. Es inevitable sentir antipatía por este tipo de personas. Quizá pudo ser distinta, de haberlo intentado, pero tal vez no pudo. Y en este caso hay que verla como un ser enfermo… Siempre me inspirará una gran compasión. Y en cuanto a mis padres… ya no albergaré ninguna duda. Sé que se amaron mucho, y que también quisieron a la pobre, a la desdichada Dolly.

—Creo, Celia —manifestó Desmond—, que lo mejor que podemos hacer es casarnos cuanto antes. Voy a decirte una cosa. Mi madre no va a conocer esta historia… Se trata en realidad de mi madre adoptiva. Pero esto sería lo de menos. Lo malo es que no se merece que la hagas partícipe de este secreto.

—Su madre adoptiva, Desmond —declaró Poirot—, pretendía inmiscuirse en sus cosas. Quería convencerle de que Celia había heredado algo nada agradable de sus padres, una tendencia determinada, terrible, desde luego… Y hablando de herencias, voy a comunicarle algo que usted ignora, o que quizá sepa. De todas maneras, yo no sé por qué no he de decírselo: de su madre auténtica, de su madre real, que murió no hace mucho tiempo, dejándole todo lo que poseía, va usted a heredar una gran suma de dinero a los veinticinco años.

—Si Celia y yo nos casamos —repuso Desmond—, por supuesto, necesitaremos ese dinero para vivir. Me he hecho cargo de todo lo que ha venido sucediendo. Mi madre adoptiva es una mujer muy interesada y hasta ahora he estado haciéndole préstamos continuamente. El otro día me sugirió la conveniencia de que me entrevistase con un abogado, manifestando que ahora que había cumplido ya los veintiún años era necesario que hiciese testamento. Supongo que estaba pensando en hacerse con el dinero. Yo había pensado dejárselo todo a ella. Claro, ahora las cosas cambiarán. Si me caso con Celia, será mi mujer la heredera… Añadiré que me ha disgustado profundamente la intentona de mi madre de separarme de ella, de sembrar dificultades entre los dos.

—Opino que sus sospechas están bien fundamentadas —indicó Poirot—. Su madre, sin embargo, alegará que sus intenciones eran buenas, que lo que pretendía era que conociese usted con todo detalle los orígenes de Celia, por si se enfrentaba con un peligro…

—Bueno —dijo Desmond—, no quiero mostrarme excesivamente rígido. Después de todo, ella me adoptó, me ha criado, ha cuidado de mí. Si hay dinero suficiente, alguna cantidad irá a parar a ella. Celia y yo dispondremos del resto. Creo que podremos vivir felices, tranquilos, en paz. Tendremos, supongo, como todo el mundo, momentos alegres y momentos de preocupación, pero sobre nuestras vidas no se proyectará ya ninguna sombra, ningún enigma del pasado. ¿Es así, Celia?

—Yo pienso como tú, Desmond. Pienso en mis padres y me digo ahora que fueron dos grandes personas. Mi madre se esforzó por cuidar de su hermana a lo largo de toda la vida. Se había propuesto una misión imposible. Nadie puede impedir que la gente sea como es realmente.

—Queridos chicos —dijo Zélie—: perdonadme que os hable en este tono… Ya no sois unos chicos, en realidad. Sois un hombre y una mujer. Lo sé perfectamente. Me satisface mucho haberos visto de nuevo y tener la seguridad de que no he procedido mal.

—Puede usted estar convencida de ello, mi querida Zélie —contestó la joven, abrazando a ésta—. Usted sabe que yo siempre la quise muchísimo.

—Yo también, de siempre, le tuve mucha simpatía —declaró Desmond—. Estoy pensando en la época en que vivía junto a la casa de los Ravenscroft. A usted le encantaba jugar con nosotros.

Los dos jóvenes se volvieron hacia la señora Oliver y monsieur Poirot.

—Gracias por todo, señora Oliver —dijo Desmond—. Ha sido usted muy amable y se ha movido mucho para aclararlo todo. También damos las gracias a monsieur Poirot.

—Sí, muchas gracias —agregó Celia—. Les estoy muy agradecida.

Desmond y Celia se alejaron del grupo.

—Bien —dijo Zélie—. Yo también tengo que irme. —Dirigiéndose a Poirot, añadió—: ¿Qué hay más sobre este asunto? ¿Se verá obligado a hablar con alguna otra persona de él?

—Hay otra persona a quien pienso contárselo todo, en plan de confidencia. Es un oficial de los servicios policíacos, ya jubilado. No desarrolla ya ninguna actividad profesional. Se limitará a escuchar lo que yo le cuente, sin más consecuencias. Ha pasado ya mucho tiempo… Desde luego, de hallarse en activo reaccionaría de otra manera muy distinta.

—Ésta de los Ravenscroft es una historia terrible —comentó la señora Oliver—. Me acuerdo de las personas con quienes hablé a lo largo de mis indagaciones… Es curioso. Todas recordaban algo. Los detalles por ellas aportados, precisamente, nos han llevado, ciertos unas veces, inciertos y desordenados o vagos otras, al conocimiento de la verdad. Resultaba difícil quedarse con lo que era válido, con lo que podía ser útil al intentar componer nuestro dramático rompecabezas. Claro que por algo contábamos con monsieur Poirot, siempre pendiente del dato más raro, siempre con ingenio suficiente para sacar partido de cosas que a primera vista no decían nada o casi nada: las pelucas, por ejemplo; las condiciones especiales en que se desenvuelven las existencias de los hermanos gemelos, etcétera.

Poirot se acercó a Zélie que, de pie, paseaba la mirada por los alrededores.

—¿No me guarda rencor —le preguntó— por haberla hecho venir hasta aquí, por haberla convencido de que debía hacer lo que hizo?

—No. Me alegro de haberle escuchado. Tenía usted razón. Desmond y Celia forman una pareja encantadora. Reúnen las condiciones necesarias para vivir felices en el futuro. Serán muy dichosos, sí… Nos encontramos en el lugar en que vivieron en otro tiempo dos personas que se amaron mucho. Aquí murieron también. No creo que él obrara mal. Es posible que actuara equivocadamente, supongo que se equivocó, pero no puedo reprochárselo. Creo que actuó valientemente, aunque incurriera en un error.

—Usted también le amó, ¿verdad? —inquirió Hércules Poirot.

—Sí. Siempre. Tan pronto llegué a la casa. Le quise entrañablemente. Creo que él no se dio cuenta nunca de eso. No hubo jamás nada entre los dos. Confió siempre en mí y me distinguió con su afecto. Yo les quise a los dos mucho: a él y a Margaret.

—Hay otra cosa que quisiera preguntarle. Él amó a Dolly al mismo tiempo que a Molly, ¿verdad?

—Hasta el fin. Las quiso a las dos. Por este motivo, se prestó a salvar a Dolly. ¿Por qué se enamoró Molly de él? ¿Por qué se inclinó él por la mejor de las dos hermanas? He aquí una cosa que quizá no sepa nunca —manifestó Zélie.

Poirot escrutó durante unos momentos el rostro de Zélie, de grave expresión en aquellos instantes. Luego se apartó de ella, acercándose a la señora Oliver.

—Regresaremos a Londres en mi coche —dijo a su amiga—. Hemos de integrarnos nuevamente en nuestra cotidiana existencia, dejando a un lado las tragedias y las historias amorosas.

—Los elefantes son capaces de recordar —declaró la señora Oliver, reflexiva—. Pero nosotros somos seres humanos y gracias a Dios a los seres humanos les ha sido concedida la facultad de olvidar.

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