Capítulo XVII

POIROT ANUNCIA SU PARTIDA


La señorita Livingstone hizo pasar al visitante.

—El señor Hércules Poirot.

Tan pronto como la señorita Livingstone hubo abandonado la habitación, Poirot cerró la puerta, sentándose junto a su amiga, Ariadne Oliver.

Bajando un poco la voz, declaró:

—Me marcho.

—¿Qué es lo que piensa usted hacer? —inquirió la señora Oliver, que siempre se sobresaltaba ligeramente ante los métodos especiales empleados por su amigo al pasar una información.

—Me marcho. Me voy de viaje. Voy a tomar un avión para trasladarme a Ginebra.

—¿Qué pasa? ¿Le han dado algún cargo en la UNESCO?

—No. Se trata de una visita privada que pienso hacer.

—¿Dispone de algún elefante en Ginebra?

—Bueno, es lógico que usted mire la cosa así. Tal vez me procure dos allí.

—Yo no he podido hacer más averiguaciones —dijo la señora Oliver—. Ya no sé a quién recurrir.

—Alguien indicó (no sé si fue usted) que su ahijada, Celia Ravenscroft, tenía un hermano menor.

—Sí. Edward, me parece que se llama. Lo he visto en muy pocas ocasiones. Recuerdo haber ido por él al colegio alguna que otra vez. Pero eso, claro, fue hace muchos años.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—En una Universidad del Canadá, creo. No sé qué estudia allí. ¿Quiere usted ir a verle, para hacerle algunas preguntas?

—No. De momento, no. Me gustaría conocer con exactitud su paradero. Ahora bien, él no estaba en la casa cuando ocurrió la tragedia, ¿verdad?

—No irá usted a pensar que… Bueno, no se le habrá pasado por la cabeza ni por un momento que todo aquello fue obra suya, ¿eh? ¿Quién puede considerarle capaz de disparar sobre sus padres? ¡Oh! Ya sé que los chicos hacen cosas muy raras en la edad crítica…

—No estaba en la casa —indicó Poirot—. Esto lo sé por los informes policíacos.

—¿Ha dado usted con algo nuevo de verdadero interés? Le veo muy excitado.

—Lo estoy, en cierto modo. He dado con cosas que pueden arrojar bastante luz sobre lo que nosotros ya conocemos.

—¿Qué es lo que puede arrojar luz y sobre qué concretamente?

—Me parece que ya sé por qué la señora Burton-Cox la abordó a usted intentando obtener información relativa al episodio del suicidio de los Ravenscroft.

—¿Quiere usted decirme que no era simplemente una entrometida?

—No lo era, seguramente. Creo que hay un sólido motivo tras su actitud. En este punto es donde entra en escena, quizá, la eterna cuestión del dinero.

—¿El dinero? ¿Qué tiene que ver el dinero con todo eso? Ella es una mujer acomodada, ¿no?

—Tiene dinero suficiente para poder ir viviendo, sí. La situación es la siguiente; su hijo, a quien ella mira como propio, sabe que sólo lo es de adopción, pero en cambio ignora todo lo referente a su familia de procedencia. Por lo visto, al llegar a la mayoría de edad, el joven hizo testamento, apremiado, probablemente, por su madre. Quizá le fuera sugerido este paso por algunos amigos de ella, o por cualquier abogado con quien la mujer hubiese consultado el caso. De todos modos, el muchacho pensó al ser mayor de edad que debía dejárselo todo a su madre de adopción. Evidentemente, en aquella fecha no tenía a ninguna persona más allegada.

—No sé cómo esto puede llevarle a conseguir noticias sobre el doble suicidio… —murmuró en son de duda la señora Oliver.

—¿No? Ella pretendía eliminar la perspectiva del matrimonio. Si el joven Desmond tenía novia, si él se proponía casarse con la chica en un inmediato futuro, como hacen tantos muchachos hoy, no se lo pensaría ni esperaría… En ese caso, la señora Burton-Cox no heredaría el dinero que dejara, puesto que el casamiento invalidaría todo testamento anterior. Evidentemente, si él contraía matrimonio con la chica elegida, haría otro testamento, dejándoselo todo a ella y no a su madre.

—¿Y usted afirma que la señora Burton-Cox se proponía evitar que pasara eso? —preguntó la señora Oliver.

—Ella quería dar con algo capaz de desanimar al joven, de hacerle desistir de casarse. Esa mujer abrigaba la esperanza de que fuese verdad lo que pensaba, que la madre de Celia había matado a su esposo, suicidándose a continuación. Ésta es una de las cosas que en determinadas situaciones pesan lo bastante como para desalentar a un muchacho. Claro, también es una idea profundamente desagradable la de que el hecho hubiese sucedido al revés, es decir, que hubiera sido el padre quien matara a la madre. Indudablemente, estas cosas pesan, ejercen una decisiva influencia en cualquier chico de la edad de Desmond.

—Usted quiere decir que de resultar eso de las averiguaciones practicadas, de ser el padre un criminal, o la madre, él podía llegar a pensar en la posibilidad de descubrir tendencias agresivas en la chica…

—Lo ha dicho usted de una manera muy cruda, pero, bueno, sí, tal era la idea base.

—Sin embargo… Ese muchacho no es rico… Era su hijo adoptivo…

—El joven no sabía una palabra acerca de su verdadera madre. Parece ser que ésta, actriz y cantante conocida, ganó mucho dinero. Bastante antes de caer enferma y morir, quiso recuperar a su hijo, pero la señora Burton-Cox no accedió a sus pretensiones. Su madre, entonces, decidió disponer lo necesario para que todos sus bienes fuesen a parar a Desmond. Éste entrará en posesión de la herencia cuando cumpla los veinticinco años. A la señora Burton-Cox no le interesaba que el joven se casara. Y de contraer matrimonio, cosa que antes o después había de llegar, aspiraba a que se uniera con una joven que mereciera su aprobación, sobre quien pudiera influir siempre en adelante.

—Si. Todo eso se me antoja muy bien razonado. Se confirma lo que le dije al principio, ¿eh?, que la señora Burton-Cox no es una mujer agradable precisamente.

—En efecto —declaró Poirot.

—Ya está explicado por qué quiso evitar que usted fuese a verla. Temía que se metiera en sus asuntos, que descubriera lo que llevaba entre manos —dijo la señora Oliver.

—Probablemente —manifestó Poirot.

—¿Se ha informado usted de algo más?

—Pues sí. Hace unas horas me llamó por teléfono el superintendente Garroway para tratar conmigo de unas cuantas menudencias. Luego, me interesé por el guardián de la casa y me dijo que era un hombre de muchos años, con una visión defectuosa, de siempre…

—¿Encaja eso en algo del caso?

—Es posible —Poirot consultó su reloj—. Es hora ya de que me vaya.

—¿Va usted ahora al aeropuerto, para tomar su avión?

—No. Mi avión saldrá mañana por la mañana. Hay un sitio, sin embargo, que quiero visitar hoy, un sitio que deseo estudiar directamente. Me espera un coche para llevarme allí…

—¿Qué es lo que quiere usted decir? —inquirió la señora Oliver, curiosa.

—Más que ver… lo que quiero es sentir. Ésta es la palabra apropiada… Deseo comprobar, además, si identifico lo que siento.

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