Capítulo XIX

MADDY Y ZÉLIE


—¿Mademoiselle Rouselle? —inquirió Poirot, inclinando la cabeza, en una leve reverencia.

Mademoiselle Rouselle le tendió la mano. Unos cincuenta años, pensó Poirot. Una mujer bastante enérgica, de las que saben abrirse camino. Inteligente, intelectual, satisfecha, se dijo, de la vida que le ha tocado vivir. Ha gozado de los placeres de la existencia y ha sufrido con resignación los pesares que ésta trae consigo.

—He oído hablar de usted —dijo la mujer—. Usted tiene muchos amigos, tanto en este país como en Francia. No sé exactamente en qué puedo serle útil. Bueno, usted ya me daba algunas explicaciones en la carta que me escribió. Una historia del pasado, ¿verdad? Cosas que quedaron atrás, que han sucedido. Bueno, no exactamente cosas que sucedieron, sino pistas para dar con lo ocurrido hace muchos, muchos años. Pero, siéntese. Sí. En este sillón se sentirá a gusto, espero. En la bandeja hay varios petit-fours. Y sobre la mesa una botella.

Mademoiselle Rouselle era amable y natural. No agobiaba a su visitante. Mostrábase serena, pero no indiferente.

—Usted estuvo durante algún tiempo con cierta familia —manifestó Poirot—, con los Preston-Grey. Claro, es difícil que los recuerde…

—¡Oh! Claro que me acuerdo de ellos. Las cosas de la juventud no se olvidan fácilmente. En la casa de que formé parte había una chica, y un chico que tendría cuatro o cinco años menos que su hermana. Eran unos chiquillos encantadores. Su padre llegó a general del ejército.

—Había también una hermana.

—Sí, lo recuerdo. No se encontraba allí a mi llegada. Creo que estaba algo delicada, que no disfrutaba de buena salud. Hallábase sometida a tratamiento médico no sé dónde.

—¿Se acuerda usted del nombre de pila de la madre de los niños?

—Se llamaba Margaret… Lo que no recuerdo es el de la hermana.

—Dorothea.

—¡Ah, sí! He conocido a poquísimas personas con ese nombre. Ahora bien, entre ellas, las dos hermanas utilizaban nombres abreviados: Molly y Dolly. Eran unas gemelas idénticas, ¿sabe?, sorprendentemente iguales. Las dos jóvenes eran muy bonitas.

—¿Se querían las hermanas?

—Se querían mucho, sí… Pero me parece que nos estamos confundiendo, ¿eh? Preston-Grey no era el apellido de los chicos a quienes yo había ido a dar clases. Dorothea Preston-Grey contrajo matrimonio con un comandante… ¡Oh! No puedo recordar su apellido ahora. ¿Era Arrow? No, Jarrow. De casada, el nombre de Margaret era…

—Ravenscroft —puntualizó Poirot.

—Eso es. Sí. Es curioso: ¡hay que ver lo difícil que resulta retener en la memoria los nombres y apellidos! Los Preston-Grey constituían la generación anterior. Margaret Preston-Grey había estado en un pensionnat aquí. Después de su matrimonio escribió a madame Benoit, directora del pensionnat, preguntándole si conocía a alguien que estuviese dispuesta a ocuparse de sus dos hijos. Entonces, madame Benoit me recomendó a ella. Así fue cómo ingresé en su casa. La otra hermana estuvo allí durante parte del tiempo que estuve con los chicos: una niña que contaría entonces seis o siete años, la cual llevaba un nombre de personaje de Shakespeare: Rosalía o Celia…

—Celia —aclaró Poirot.

—Y el niño solamente tendría tres o cuatro años. Se llamaba Edward. Era un chico sumamente travieso, pero encantador. Me sentí muy feliz con ellos.

—Y ellos se sintieron siempre muy a gusto con usted, he oído decir. Les agradaba que participase en sus juegos… Usted se prestaba siempre a todo.

Moi, j’aime les enfants —declaró mademoiselle Rouselle.

—Creo que la llamaban a usted «Maddy».

La mujer se echó a reír.

—¡Oh! ¡Lo que me gusta volver a oír ese nombre! Despierta en mí muchos recuerdos.

—¿Conoció usted a un chico llamado Desmond, Desmond Burton-Cox?

—¡Ah, sí! Me parece que vivía en una casa vecina, junto a la nuestra. Había allí varios vecinos y los chicos solían juntarse para jugar. Se llamaba Desmond, en efecto, sí. Me acuerdo perfectamente de eso.

—¿Estuvo usted mucho tiempo allí, mademoiselle?

—No. Tres o cuatro años, a lo sumo. Después, tuve que volver a este país. Mi madre se encontraba enferma. Tenía que cuidar de ella. Sabía que no podía durar mucho, no obstante. Y no me equivoqué. Murió un año y medio o dos después de mi llegada. Tras eso, fundé un pequeño pensionnat aquí, aceptando chicas ya mayorcitas que deseaban estudiar idiomas y otras cosas similares. No volví a Inglaterra, aunque por espacio de uno o dos años tuve comunicación personal con personas de ese país. Por la Navidad nunca me faltaban las felicitaciones de los chicos.

—¿Le parecieron a usted los Ravenscroft un matrimonio feliz?

—Muy feliz. Y querían mucho a sus hijos.

—¿Descubrió en ellos buenas cualidades personales?

—Sí. Reunían las condiciones necesarias para hacerse dichosos mutuamente.

—Usted ha dicho que lady Ravenscroft quería mucho a su hermana. ¿Correspondía ésta a su cariño?

—Bueno, no dispuse de muchas ocasiones para poder establecer un juicio. Con franqueza: yo pensé que la hermana (Dolly la llamaban) era un caso concreto de perturbación mental. Una o dos veces la vi comportarse de una manera extraña. Era una mujer celosa, creo. Me enteré de que en otro tiempo había sido o estuvo a punto de convertirse en la prometida del general Ravenscroft. Este hombre había estado enamorado primeramente de ella, prefiriendo luego a su hermana, lo cual fue una suerte para el general, ya que Molly Ravenscroft era una mujer completamente equilibrada y sumamente dulce.

»En cuanto a Dolly… A veces pensaba que sentía adoración por su hermana. Otras se me antojaba que la odiaba. Celosa, como he dicho, opinaba que los chicos eran objeto de demasiados mimos. Hay una persona que podría hablarle de estas cosas más ampliamente que yo: mademoiselle Meauhourat. Vive en Lausanne. Estuvo con los Ravenscroft un año y medio o dos después de mi marcha, para seguir con ellos durante varios años… Más adelante, creo que volvió a la casa en calidad de dama de compañía de lady Ravenscroft, cuando Celia se fue a un colegio, al extranjero.

—Pienso verla. Tengo su dirección —declaró Poirot.

—Conoce, indudablemente, más detalles que yo sobre la familia Ravenscroft. Por otro lado, es una mujer encantadora, en la que se puede confiar. Después, vino la terrible tragedia. Nadie mejor informada que ella. Es muy discreta. Nunca fue muy explícita conmigo. No sé si lo será con usted. Es posible que sí y es posible que no.



Poirot se quedó pensativo un momento, observando atentamente a mademoiselle Meauhourat. Mademoiselle Rouselle le había impresionado. También esta mujer, mucho más joven que la otra, diez años más joven, por lo menos. Era una persona de otro tipo. Veíasela llena de viveza, todavía atractiva, de escrutadores ojos, severa y cortés. «Me encuentro ante una notable personalidad», se dijo Poirot.

—Soy Hércules Poirot, mademoiselle.

—Lo sé. Esperaba verle hoy o mañana.

—¡Ah! ¿Ha recibido usted mi carta?

—No. Su carta no me ha sido entregada todavía. Nuestro servicio de correos no es precisamente un modelo de celeridad. No. Recibí una carta, pero de otra persona.

—¿De Celia Ravenscroft?

—No. La carta a que me refiero ha sido escrita por una persona estrechamente relacionada con la joven. Firmaba la misiva un tal Desmond Burton-Cox. Él fue quien me previno sobre su llegada.

—¡Ah! Es un joven inteligente y no le gusta perder el tiempo, por lo visto. Fue él quien me indicó que debía venir a verla a usted cuanto antes.

—Ya. Ha surgido un problema, creo. Y él desea resolverlo, lo mismo que Celia. ¿Está usted en condiciones de ayudarles?

—Sí. También ellos pueden ayudarme a mí.

—Están enamorados y desean casarse.

—Sí, en efecto, pero han surgido ciertos obstáculos en su camino.

—Levantados por la madre de Desmond, me figuro. Es lo que él me ha dado a entender.

—Existen ciertas circunstancias (o han existido) en la vida de Celia que han hecho que la madre del joven no vea con buenos ojos su casamiento con la chica.

—¡Ah! A causa de la tragedia… Porque aquello fue una verdadera tragedia.

—Sí. A causa de la tragedia. Celia es ahijada de una señora a la que no vaciló en dirigirse la madre de Desmond para pedirle que averiguara de labios de la chica las circunstancias verdaderas que rodearon el doble suicidio.

—Pero… Eso no tiene sentido —declaró mademoiselle Meauhourat. A continuación indicó a su visitante un sillón—. Siéntese —le dijo—. Por favor, siéntese. Supongo que nuestra conversación va a prolongarse un poco. En efecto, Celia no podía explicar a su madrina… Se trata de la señora Ariadne Oliver, la novelista, ¿verdad? Sí, me acuerdo de ella. Celia no podía facilitar a su madrina la información deseada por la sencilla razón de que no se halla en posesión de ninguna, de carácter interior, se entiende.

—La muchacha no estaba en la casa cuando ocurrió la tragedia, ni nadie le dio muchas explicaciones sobre el caso, ¿no es eso?

—Naturalmente. Se juzgó que no era procedente.

—¡Ah! ¿Y usted cómo juzgó tal decisión a su vez? ¿La aprobó? ¿La desaprobó?

—Resulta difícil para mí contestarle. Muy difícil, sí. Han pasado años, bastantes, y nunca estuve segura de si se había procedido bien o mal en ese sentido. Celia, por lo que yo sé, nunca ha estado obsesionada con aquel suceso. Quiero decir que jamás ha vivido atormentada por el deseo de saber más acerca de él. Aceptó la desgracia como hubiera podido aceptar un accidente de aviación o de automóvil. Aquello había sido algo que se tradujo en la muerte de sus padres. La muchacha pasó muchos años en un pensionnat del extranjero.

—Tengo entendido que el pensionnat en cuestión se hallaba regido por usted, mademoiselle Meauhourat…

—Cierto. Hace poco que me retiré. Ahora se ocupa de él una colega mía. Celia me fue enviada y a mí se me indicó que debía buscar para ella un buen centro donde pudiera continuar educándose. Son numerosas las muchachas que entran en Suiza con ese fin. Hubiera podido recomendarle varios colegios. De momento, la acogí en el mío.

—¿Y Celia no le hizo preguntas nunca sobre el caso, no solicitó información de usted?

—No. Eso fue antes de que ocurriese la tragedia.

—¡Oh! No acabo de comprenderlo.

—Celia llegó aquí varias semanas antes del trágico suceso. Por entonces yo estaba todavía con el general y lady Ravenscroft. Yo cuidaba de ésta. Más que institutriz de Celia, era dama de compañía de su madre. Pero de pronto se dispuso que la chica fuese enviada a Suiza para completar su educación en este país.

—Lady Ravenscroft había tenido algunos quebrantos de salud, ¿no?

—Sí. Nada serio. Pero al principio se figuró que se trataba de algo grave. Había estado mal de los nervios, andaba muy preocupada…

—¿Siguió usted con ella?

—Una hermana mía que vivía en Lausanne recibió a Celia a su llegada, acomodándola en la institución, destinada a albergar solamente unas quince o dieciséis muchachas. Pero allí podía iniciar sus estudios y aguardar mi regreso. Tres o cuatro semanas después, yo estaba de vuelta.

—Pero usted se encontraba en Overcliffe cuando el suceso, ¿no es así?

—Me encontraba en Overcliffe, en efecto. El general y lady Ravenscroft salieron a dar un paseo, como tenían por costumbre. Ya no regresaron de él. Fueron encontrados sus cadáveres. Junto a ellos se halló un revólver. Este revólver era del general Ravenscroft y siempre había estado en un cajón de un mueble de su estudio. En el arma de fuego se localizaron las huellas dactilares de los dos. No hubo manera de averiguar por ellas quién había sido el último en empuñarlo. Evidentemente, se trataba de un doble suicidio.

—¿No descubrió usted nada que le indujera a poner en duda tal veredicto?

—Creo que la policía no vio nada en contra de tal hipótesis.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

—¿Cómo? —inquirió mademoiselle Meauhourat.

—Nada, nada. Es que acabo de acordarme de algo.

Poirot escrutó el rostro de su interlocutora. En sus cabellos castaños se veían algunos mechones grises. Grises eran sus ojos. La mujer apretaba firmemente los labios cuando escuchaba. Su faz no denotaba ninguna emoción. Mademoiselle Meauhourat sabía dominarse perfectamente.

—Así, pues, ¿no puede usted decirme nada más sobre el caso?

—Creo que no. ¡Ha pasado ya tanto tiempo!

—Se acuerda usted bastante bien de aquella época de su vida.

—En general, sí. Por otro lado, no es fácil olvidar por completo un hecho tan triste como el de la muerte del matrimonio Ravenscroft.

—¿Y usted se mostró de acuerdo en que a Celia no se le debía decir nada sobre las circunstancias que habían dado lugar al suceso?

—¿Es que no le he dicho que yo no podía proporcionarle ninguna información complementaria?

—Estuvo usted viviendo en Overcliffe durante cierto periodo de tiempo, antes de que ocurriera la tragedia, ¿no? Cuatro o cinco semanas antes, seis, quizá, se encontraba usted allí.

—Mucho antes, en realidad. Yo había sido institutriz de Celia primeramente. Volví luego, después de haberse marchado ella al colegio, para así poder estar con lady Ravenscroft.

—Por entonces estaba viviendo allí la hermana de lady Ravenscroft, ¿no?

—Sí. Había estado durante algún tiempo en un hospital, sometida a tratamiento. Habiendo hecho muchos progresos, los médicos opinaron que le convenía reanudar su existencia normal y que lo que mejor le iría sería el ambiente familiar. Como Celia estaba en el colegio, lady Ravenscroft pensó que era un buen momento para llamar a su hermana.

—¿Se querían verdaderamente las hermanas?

—Resultaba difícil saberlo —contestó mademoiselle Meauhourat, quien había fruncido el ceño, dando a entender que Poirot acababa de sugerirle un tema de gran interés—. Sobre ese particular me hice en su día muchas preguntas… Usted sabe que eran gemelas, idénticas. Existía un lazo entre ellas, un lazo de mutua dependencia y amor. En muchos aspectos eran iguales, sí. Pero había ocasiones en que se mostraban completamente distintas.

—¿De veras? Me agradaría que me explicase eso con más detalle.

—¡Oh! Esto no tiene nada que ver con la tragedia. No, nada de eso… Observábase concretamente un fallo de tipo físico o mental. Hay gente en la actualidad que sostiene que todo desorden mental tiene su causa física. La clase médica reconoce que los hermanos gemelos se hallan unidos por un firme lazo, por una gran semejanza de caracteres, lo cual quiere decir que, pese a moverse en ambientes distintos, se hallan abocados a vivir las mismas experiencias, dentro de las mismas épocas de sus existencias. Forzosamente, tienden a seguir el mismo camino. Hay casos verdaderamente extraordinarios.

»Citaré el de las dos hermanas gemelas que vivían una en Francia y la otra en Inglaterra. Ambas tenían un perro de la misma raza, escogido en la misma fecha. Casáronse con hombres singularmente parecidos. Dieron a luz un hijo cada una, por la misma fecha, mes arriba, mes abajo. Ambas seguían idéntico camino, pese a hallarse separadas, ignorando mutuamente sus andanzas.

»Luego, está lo opuesto a lo anterior. Viene una especie de repugnancia, de odios mutuos, casi. Una hermana se aparta de la otra. Se rechazan como si quisieran romper con tantas semejanzas, con tantas cosas iguales, como si pretendiesen acabar con lo que tienen en común. Eso puede conducir a extraños resultados.

—Sí —confirmó Poirot—. He oído hablar de ello. He tenido ocasión de verlo en la práctica en un par de ocasiones. El amor se convierte en odio fácilmente. Es más fácil odiar cuando se ha amado, más fácil que cuando se arranca de la indiferencia.

—¡Ah! Ya veo que lo sabe —dijo mademoiselle Meauhourat.

—Sí. La realidad lo confirma a cada paso. ¿Era la hermana de lady Ravenscroft igual que ésta? ¿Eran idénticas?

—En sus rasgos físicos, sí. La expresión del rostro, en cambio, resultaba distinta. Se notaba en su faz una tensión no visible en la cara de lady Ravenscroft. Sentía una gran aversión por los niños. No sé por qué. Tal vez hubiera tenido algún aborto en su primera época de casada. Quizás había deseado tener hijos, no logrando después ver cumplida su ilusión. Sí. Los niños la disgustaban profundamente.

—Y eso condujo a un par de graves incidentes, ¿verdad?

—¿Se ha hecho usted con información en este aspecto?

—He oído referir ciertas cosas a personas que conocieron a las dos hermanas cuando se encontraban en Malaya. Lady Ravenscroft estaba allí, con su esposo. Dolly fue a pasar una temporada con ellos. Hubo un percance con un niño y se dijo que Dolly había sido en parte responsable del mismo. No hubo luego pruebas definitivas, pero creo que el marido de Molly llevó a su cuñada a Inglaterra, viéndose ésta obligada a ingresar una vez más en una casa de salud.

—Sí. Me parece que lo que acaba de decir es un resumen muy atinado de lo que sucedió. Desde luego, mi información tampoco era directa.

—A mí me parece que debe de haber muchas cosas que llegó a conocer a base de observaciones personales, sin intermediarios…

—Si es así, ¿por qué traerlas a colación ahora? ¿No es mejor que las dejemos tal cual fueron aceptadas en su día?

—El suceso de Overcliffe admite varias interpretaciones. Aquello pudo ser un doble suicidio, o un crimen, y algo más… A usted le contaron lo que había pasado, pero yo he deducido de una de las frases que acaba de pronunciar que sabe lo que pasó por apreciación directa. Usted sabe lo que ocurrió aquel día y sabe qué sucedió (o empezó a suceder) algún tiempo antes. Me refiero a la época en que Celia estaba en Suiza, hallándose usted todavía en Overcliffe. Quiero hacerle una pregunta. Tengo mucho interés en conocer su respuesta. Quiero conocer su opinión… ¿Cuáles eran los sentimientos del general Ravenscroft hacia aquellas dos hermanas, unas hermanas gemelas?

—Sé muy bien lo que desea usted significar con esas palabras.

Ahora la mujer cambió de actitud. Ya no se mostraba en guardia, como antes. Se inclinó hacia Poirot. Daba la impresión de sentirse plenamente aliviada al confiar al visitante sus impresiones sobre aquel extremo.

—Las dos habían sido unas jóvenes muy bellas —explicó—. Es lo que oí decir a mucha gente. El general Ravenscroft se enamoró de Dolly, la de las perturbaciones mentales. Pese a su desconcertante personalidad, era extraordinariamente atractiva. El general la amó apasionadamente. Después, no sé qué ocurrió. Tal vez se sintiera alarmado al descubrir algún fallo de cabeza, o bien, simplemente, vio alguna otra cosa que le repugnara. Es posible que pensara en unos comienzos de locura, en los peligros que encerraba tal situación. Entonces, su cariño se centró en la hermana. Se enamoró de la hermana de Dolly, sí, haciendo de ella su esposa.

—Había amado a las dos, quiere usted decir. No al mismo tiempo, por supuesto. Pero cabe pensar en un auténtico, en un sincero cariño, cada uno en su momento.

—¡Oh, sí! Estaba entregado por completo a Molly. Confiaba por entero en ella y ella en él. El general Ravenscroft era en verdad un hombre sensible, afectuoso, delicado. Todo un caballero.

—Perdóneme —dijo Poirot—, pero, en mi opinión, usted también se hallaba enamorada de él.

—¿Cómo? ¿Cómo se atreve a decirme eso?

—Debo decirle lo que pienso. Entendámonos; yo no sostengo que usted tuviera relaciones íntimas con ese hombre. Nada de eso. Lo único que afirmo es que usted le amaba.

—Pues sí —declaró Zélie Meauhourat—. Le amaba. Todavía le amo, en cierto modo. De nada tengo que avergonzarme. Él me honró siempre con su confianza, me trató con suma cortesía, pero no estuvo jamás enamorado de mí. Es posible amar a alguien y servir a la persona amada sintiéndose una feliz. Yo no quería más. Sólo aspiraba a merecer su confianza, su simpatía, su afecto sincero…

—Y usted —dijo Poirot— hizo lo que pudo para ayudarle a superar una de las crisis más terribles de su vida. Hay cosas que usted se niega a decirme. Pero hay otras que yo le diré, que he deducido de las informaciones que me he ido procurando… Antes de venir aquí estuve hablando con personas que conocieron no solamente a lady Ravenscroft, no solamente a Molly, sino también a Dolly. Y sé bastantes detalles sobre ésta. Conozco la tragedia de su vida, sé el pesar que sintió, sé lo desdichada que se sintió. Me doy cuenta de cómo puede ser provocada la desgracia en una casa, de cómo se puede suscitar el odio. Si amó al hombre que iba a convertirse en su prometido, al casarse él con su hermana empezó a odiar, quizás, a ésta. Es posible que no la perdonara jamás. Pero, ¿y Molly Ravenscroft? ¿Le disgustaba su hermana? ¿La odiaba?

—¡Oh, no! —exclamó Zélie Meauhourat—. Molly amaba a su hermana. La quería entrañablemente y adoptaba con respecto a ella una actitud protectora. Lo sé muy bien. De ella habían partido siempre las invitaciones para Dolly, con el fin de tenerla en casa, a su lado. Quería hacer feliz a su hermana a todo costa, librarla de todo peligro. Dolly era presa de repentinos ataques de ira. Molly se asustaba… Bueno, usted está bien informado. Ya dijo antes que Dolly aborrecía de una manera extraña a los niños.

—¿Quiere decir que aborrecía a Celia?

—No. A Celia, no. Al otro hijo, a Edward. En dos ocasiones estuvo Edward a punto de ser víctima de un accidente. Sé que Molly se alegraba cuando Edward tenía que volver al colegio. Tenía muy pocos años, recuérdelo. Bastantes menos que Celia. Contaría ocho o nueve entonces. Era un ser vulnerable. Molly tenía miedo…

—Sí —contestó Poirot—. Me hago cargo de eso. Ahora, si me lo permite, le hablaré de unas pelucas… Me referiré a la costumbre de usar pelucas. Eran cuatro, en total. Son muchas pelucas, a decir verdad, para una sola mujer. Sé cómo eran, conozco por unas descripciones su aspecto. Sé también que cuando hicieron falta las dos últimas, una dama francesa visitó una tienda de Londres, encargándolas… Debo referirme también a cierto perro. El general Ravenscroft y su esposa se hicieron acompañar el día de la tragedia por aquél. Poco tiempo antes, el animal había mordido a su ama, a Molly Ravenscroft.

—Los perros son así —comentó Zélie Meauhourat—. No se puede confiar del todo en ellos. Sí, lo he visto mil veces.

—Quiero decirle también qué es lo que yo creo que pasó aquel día, qué es lo que sucedió antes, poco antes de que ocurriera la tragedia.

—¿Y si me niego a escucharle?

—Usted me escuchará. Puede ser que diga luego que lo que yo he imaginado es falso. Puede usted hacer eso, pero no creo que lo haga. He de señalar algo en lo que creo de corazón: lo que se necesita aquí es conocer la verdad. No se trata de imaginar nada, de hacer continuas cábalas. Hay por en medio una chica y un joven que se aman, que se enfrentan atemorizados con el futuro porque ignoran lo que pasó, preguntándose ella qué pueden haberle transmitido su padre o su madre.

»Estoy refiriéndome a Celia. Celia es una joven rebelde, llena de energía, difícil de manejar, quizá, pero con cerebro, con inteligencia, capaz de luchar por su felicidad valerosa, pero necesitada de verdades. También hay gente que no puede, que no quiere vivir sin éstas. Y todo porque esas personas saben enfrentarse valerosamente con ellas, sin desmayos… Tal actitud implica otra de brava aceptación, indispensable si se aspira a que la existencia tenga algún significado. Y el joven a quien Celia ama desea todo eso también para ella. ¿Querrá usted escucharme, mademoiselle Meauhourat?

—Sí —repuso Zélie Meauhourat—. Le escucho. Su capacidad de comprensión es muy grande, a mi juicio, y pienso que usted sabe más de lo que yo pude imaginarme en un principio. Hable, hable, monsieur Poirot, que le escucho.

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