Capítulo III

EL LIBRO DE TODOS LOS CONOCIMIENTOS


—¿Quiere usted traerme mi libro de direcciones, señorita Livingstone?

—Está en su mesita-escritorio, señora Oliver. En un rincón, a mano izquierda.

—No me refería a ése —indicó la señora Oliver—. Usted habla del que tengo en uso actualmente. Yo pensaba en el anterior. En el del año pasado, o del otro año, quizá.

—¿No se habrá deshecho usted de él ya? —apuntó la señorita Livingstone.

—No. No me deshago jamás de esos libros, como tampoco de las agendas. A veces se encuentran en ellos señas no pasadas a los libros posteriores. Puede ser que esté en el cajón de alguna mesa…

La señorita Livingstone había llegado recientemente a la casa, en sustitución de la señorita Sedgwick. Ariadne Oliver echaba a la señorita Sedgwick de menos. ¡Sabía ésta tantas cosas! Estaba al corriente de los sitios en que la señora Oliver guardaba siempre determinados objetos. Se acordaba de los nombres de las personas a las cuales la señora Oliver había dirigido amables cartas, igual que conocía los de aquellos que habían recibido escritos de su señora redactados en términos más bien bruscos. Era una mujer de inestimable valor. Mejor dicho: había sido eso para ella. «Era como… ¿Cuál era el título de aquel libro?», se preguntó Ariadne Oliver, esforzándose por recordar. «¡Oh, sí! Era un volumen de cubiertas oscuras. Todos los victorianos lo tenían. El Libro de Todos los Conocimientos. Este título se le acomodaba perfectamente. En sus páginas, se enseñaba al lector o lectora a quitar las manchas de una mantelería, qué había que hacer cuando se cortaba la mayonesa, en qué términos era preciso redactar una carta dirigida a un obispo y muchas, muchas cosas más. El Libro de Todos los Conocimientos lo recogía todo, en efecto». La sombra de la tía-abuela Alice se proyectó por unos momentos sobre aquella estancia.

La señorita Sedgwick había sido tan eficiente como las figuras del libro de tía Alice. La señorita Livingstone tenía mucho que aprender de ella. Ésta adoptaba una actitud muy compuesta, se ponía muy seria. Todos los rasgos de su cetrina faz proclamaban: «Soy una mujer eficiente». Pero no había nada de eso en realidad, pensó la señora Oliver. Ella solía aplicar sus experiencias, adquiridas en otros hogares, considerando que la señora Oliver debía regirse por los hábitos de las personas conocidas antes…

—Lo que yo quiero —dijo la señora Oliver, con la firmeza, con la determinación de una criatura muy consentida— es mi libro de direcciones de 1970. Y también el de 1969. Hágame el favor de localizarlos con la mayor rapidez posible.

—Desde luego, desde luego —repuso la señorita Livingstone.

La mujer miró a su alrededor con la expresión de una persona que no ha oído hablar nunca de cualquier cosa, pero que está segura de dar con lo que sea gracias a su eficiencia y a una inesperada racha de suerte.

«Si no consigo que la señorita Sedgwick vuelva, acabaré en un manicomio —se dijo la señora Oliver—. No voy a poder hacer nada en este asunto si no me procuro la ayuda de la señorita Sedgwick».

La señorita Livingstone empezó a abrir los cajones de algunos de los muebles del estudio de la señora Oliver.

—Aquí está el libro del año pasado —dijo la señorita Livingstone, muy contenta—. En estas páginas estarán más al día las direcciones que a usted le interesan, ¿no? El libro es de 1971.

—No quiero el de 1971.

Por su cabeza cruzó una vaga idea.

—¿Por qué no mira en la mesita de té? —propuso.

La señorita Livingstone miró a su alrededor con un gesto de preocupación.

—Me refiero a esa mesa —señaló la señora Oliver.

—No es posible que un libro de direcciones se encuentre en una mesa de té —afirmó la señorita Livingstone, basándose en premisas a ella familiares.

—Sí es posible, aquí —declaró la señora Oliver—. Me ha parecido recordar que lo dejé ahí.

Deslizándose junto a la señorita Livingstone, Ariadne se acercó a la mesa indicada.

—En efecto, aquí está —informó, abriendo un gran bote destinado a contener té indio, en principio.

—Este libro es de 1968, señora Oliver, de hace cuatro años.

—Me sirve —aseguró aquélla, llevándoselo a la mesa-escritorio—. De momento, no necesito nada más, señorita Livingstone. Le agradecería, sin embargo, que viera dónde para mi diario.

—No sabía que…

—No lo uso ya —explicó la señora Oliver—. Pero lo utilicé en otros tiempos. Es bastante grande, ¿sabe? Lo empecé de niña. Tiene algunos años ya. Supongo que estará en el ático, arriba. Mire en esa habitación de respeto que destinamos a los niños cuando las vacaciones o a huéspedes de poco compromiso. Junto a la cama hay un armario.

—¿Debo buscarlo allí?

—De eso se trata —confirmó la señora Oliver.

La señorita Livingstone abandonó la habitación. La señora Oliver cerró la puerta, volviendo a su mesa de trabajo. Seguidamente, comenzó a leer las señas escritas en el libro que tenía en las manos. La tinta había perdido intensidad y las páginas olían a té.

—Ravenscroft. Celia Ravenscroft. Sí. 14, Fishacre News, S. W. 3. Éstas son las señas de Chelsea. Ella vivía allí entonces. Pero había otra dirección aquí… Algo así como Strand-on-the-Green, cerca del Puente de Kew.

La señora Oliver pasó unas cuantas hojas.

—Sí… Ésta parece ser una dirección posterior. Mardyke Grove. Esto queda en Fulham Road, creo. ¿Tiene teléfono? Está borroso, pero me parece que… Sí… Flaxman… Bueno, vamos a probar suerte.

Se dirigió al teléfono. La puerta de la habitación se abrió en aquel momento, haciendo acto de presencia la señorita Livingstone.

—¿No cree usted que es probable…?

—Encontré el libro de direcciones que necesitaba —dijo la señora Oliver—. Siga buscando mi diario. Es importante.

—¿No cree usted que es probable que se lo haya dejado en Sealy House la última vez que estuvo allí?

—No, nada de eso —repuso la señora Oliver—. Continúe buscando.

Cuando la puerta se cerró, murmuró para su capote: «Y tarde usted lo más que pueda en volver».

Marcó un número de teléfono y esperó. Abrió la puerta, diciendo, mirando hacia la escalera:

—Registre el armario de estilo español. Ya sabe, el que lleva los adornos de bronce.

Con su primera llamada, la señora Oliver no consiguió nada. Habíase puesto en comunicación con una tal señora Smith Potter, irritada y nada dispuesta a ayudarle. Acababa de decirle que no sabía lo más mínimo acerca del paradero de la persona que había ocupado su piso con anterioridad a ella. La señora Oliver estudió con detenimiento su libro de direcciones. Descubrió un par de señas más, que habían sido garabateadas sobre otras. Poco a poco, con paciencia, logró descifrar aquéllas.

Al otro extremo del hilo telefónico, una voz admitió conocer a Celia.

—¡Oh, sí! Pero hace años que se fue de aquí. Las últimas noticias que tuve de ella la situaban en Newcastle.

—Es una pena, porque yo no tengo esas señas —manifestó la señora Oliver.

—Lo mismo me pasa a mí —dijo la amable comunicante—. Me parece haber oído decir que se colocó de secretaria de un veterinario.

Seguía como al principio. La señora Oliver hizo dos o tres intentonas más. Las direcciones de los dos últimos libros no le servían, por lo que se remontó a otros atrás. La suerte le sonrió al utilizar el de 1967.

—¡Ah! Se refiere usted a Celia —dijo una voz—. A Celia Ravenscroft, ¿no? Una chica muy competente. Trabajó para mí durante más de un año y medio. Me habría quedado muy a gusto de haber seguido a mi lado más tiempo. Creo que se fue de aquí a la calle Harley… Yo tenía su dirección anotada en alguna parte. Espere —aquí se produjo una larga pausa. La señora X andaba atareada, seguramente. Por fin, añadió—: Tengo unas señas aquí… Es en Islington. ¿Usted cree que eso es posible?

La señora Oliver contestó que todo era posible. Dio las gracias a la amable y desconocida comunicante y anotó la dirección.

—Tropieza una con mil dificultades al intentar dar con las señas de las personas conocidas. Lo corriente es que la gente comunique a sus amistades los cambios de domicilio. Basta con una tarjeta postal o algo por el estilo… Lo que a mí me sucede es que frecuentemente las pierdo.

La señora Oliver confesó que a ella también le ocurrían tales cosas.

Probó suerte acto seguido con el número de Islington.

Le contestó una voz que era, sin duda, la de una extranjera.

—Usted quiere saber si… ¿Cómo ha dicho? ¿Por quién pregunta?

—Pregunto por la señorita Celia Ravenscroft.

—La señorita Celia Ravenscroft vive aquí, desde luego. Tiene una habitación en el segundo piso. Ha salido. Todavía no ha vuelto, no.

—¿Regresará muy tarde?

—Yo creo que no tardará en volver. Si asiste a alguna fiesta o reunión amistosa habrá de venir a cambiarse de ropa.

La señora Oliver dio las gracias por aquella información y colgó.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que viera a Celia, su ahijada?, se preguntó. Llevaba mucho tiempo sin establecer contacto. Celia, se dijo, se encontraba en Londres ahora. Si su novio se hallaba en la ciudad, o si la madre del novio también estaba en Londres, lo lógico era que se reunieran a menudo, que anduviesen juntos. «¡Santo Dios! —pensó la señora Oliver—. Este asunto comienza a producirme dolor de cabeza».

—¿Qué hay, señorita Livingstone? —inquirió, volviendo la cabeza.

La señorita Livingstone, adornada con una buena cantidad de telarañas y cubierta con una capa de polvo, la miraba con un gesto de enfado desde la puerta. Llevaba en las manos un puñado de polvorientos volúmenes.

—Ignoro si alguno de estos libros podrá serle de utilidad, señora Oliver. Corresponden a diversos años…

Su mirada era de radical desaprobación.

—Alguno de ellos, desde luego, puede resultarme útil.

—¿Quiere que busque en sus páginas algún dato?

—No. Déjelos en un extremo del sofá. Esta noche les echaré un vistazo.

La señorita Livingstone acentuó todavía más su gesto de desaprobación diciendo:

—Perfectamente, señora Oliver. Creo que debo quitarles el polvo primero.

—Es conveniente, sí. Gracias.

Le dieron ganas de añadir: «Y, por lo que más quiera, pásese un trapo por encima también. En la oreja izquierda se le han quedado seis telarañas».

Consultó su reloj y volvió a marcar en el teléfono el número de Islington. Ahora le contestó una voz puramente anglosajona.

—¿La señorita Ravenscroft? ¿Celia Ravenscroft?

—Sí, soy yo.

—Bien. No espero que me recuerdes en seguida, hija. Soy la señora Oliver, Ariadne Oliver. Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero la verdad es que yo soy tu madrina.

—Sí, claro. Lo sé. Efectivamente, ha transcurrido mucho tiempo desde nuestro último encuentro.

—¿No podríamos vernos? ¿Te sería posible venir por mi casa? ¿Quieres comer conmigo un día?

—Verá usted… Es difícil eso para mí, dado el sitio en que estoy trabajando. Podría visitarla esta noche, si le parece. Las siete y media o las ocho es una buena hora. Estoy citada más tarde con una persona y…

—Pues si vienes esta noche yo me daré por satisfecha —contestó la señora Oliver.

—Entonces, de acuerdo.

—Te daré mis señas, ¿eh?

La señora Oliver se las dio a conocer.

—Muy bien. Sé dónde queda su casa.

La señora Oliver hizo una anotación en el bloc del teléfono, levantando la vista para mirar enojada a la señorita Livingstone, que acababa de aparecer allí, portadora de un gran álbum.

—¿Es esto lo que usted necesita, señora Oliver?

—No. No es posible… Lo que tiene usted en las manos es un libro de recetas de cocina por fichas.

—¡Oh!

—Es igual. Les echaré un vistazo —manifestó la señora Oliver, haciéndose cargo del volumen, muy decidida—. Lo que puede hacer ahora es seguir buscando… Mire en el armario de la lencería. Ese que está junto al cuarto de baño. Registre el estante superior, donde se encuentran las toallas de baño. Muchas veces he guardado papeles y libros allí. Espere un momento. Voy a subir yo, para registrar el estante personalmente.

Diez minutos más tarde, la señora Oliver repasaba las páginas de un álbum. La señorita Livingstone, llegada a la última fase de su martirio, se había quedado plantada junto a la puerta. Incapaz de continuar sufriendo la visión de aquel rostro angustiado, la señora Oliver le dijo:

—Está bien. Mire ahora en el aparador del comedor. A ver si hay allí más libros de direcciones. Que sean antiguos. Me interesan los que cuentan diez años o más. Tras esto, seguramente no necesitaré ya nada más.

La señorita Livingstone se fue. La señora Oliver suspiró. Nada más sentarse en el sofá, empezó a repasar su diario.

«No sé quién de las dos se queda más satisfecha. ¿Ella al irse? ¿Yo, al perderla de vista? Ésta va a ser una noche movida, decididamente. Primero, por la visita de Celia, y luego…»

La señora Oliver interrumpió sus reflexiones para coger una agenda en la que hizo algunas anotaciones, a base de fechas, direcciones y nombres. Consultó el bloc del teléfono y después llamó a Hércules Poirot.

—¿Es usted, monsieur Poirot?

—Yo soy, madame.

—¿Ha hecho usted algo?

—¿Qué si he hecho algo? ¿A qué se refiere?

—Me refiero al asunto de que le hablé ayer.

—Sí, claro. He puesto las cosas en marcha. He dispuesto lo necesario para que sean llevadas a cabo algunas averiguaciones.

—Pero no ha formulado ninguna conclusión todavía —señaló la señora Oliver, un tanto desdeñosa.

—¿Y usted qué ha logrado, chére Madame?

—Yo he estado muy ocupada.

—¡Ah! ¿Qué ha estado haciendo entonces?

—Reuniendo elefantes…, si es que esto puede significar algo para usted.

—Creo entenderla perfectamente.

—Resulta curioso esto de mirar hacia el pasado —explicó la señora Oliver—. Se queda una sorprendida al comprobar la cantidad de personas que una recuerda cuando se repasa una lista de nombres. ¡Dios mío! ¡Y cuántas tonterías escriben algunos en los diarios personales! No sé qué era lo que perseguía yo cuando a mis dieciséis, diecisiete, e incluso treinta años, coleccionaba autógrafos. Mi diario contiene una cita poética para cada día del año. Algunos de estos versos son terriblemente cursis.

—¿Sigue animada con su proyecto de indagación?

—Vacilo, a decir verdad —confesó la señora Oliver—. Pero estoy actuando ya. He hablado por teléfono con mi ahijada…

—¿Y qué? ¿Va usted a ir a verla? —inquirió Hércules Poirot.

—Vendrá a verme ella. Esta noche, entre las siete y las ocho, según me ha dicho. No sé si cumplirá su palabra. La gente joven es muy voluble.

—¿Le agradó que la llamara usted por teléfono?

—No sé qué decirle… —declaró la señora Oliver—. Me parece que no experimentó ninguna gran alegría. Me habló en un tono muy decidido y más bien seco. Ahora acabo de recordar que han sido seis años los que han transcurrido desde nuestro último encuentro. Por entonces, la consideré una chica inquietante.

—¿Inquietante? ¿En qué sentido?

—Es una joven más activa que pasiva, más dotada para poner sobre ascuas a los demás que para aguantar sus ataques.

—Eso no tiene nada de malo. Es lo mejor que puede pasar.

—¿Usted cree?

—Generalmente, cuando una persona se enfrenta con otra sin deseos de agradar, se complace en poner de relieve su actitud, facilitando invariablemente más información que si se comportara amistosamente, intentando suscitar simpatías.

—Tiene usted razón. Lo habitual en estas situaciones es que no le salga a una nada a derechas, quedando nuestras palabras desvirtuadas por las interpretaciones apasionadas del interlocutor o interlocutora de turno. No sé cómo será Celia… La Celia que yo recuerdo mejor es la que conocí a sus cinco años. Por aquellas fechas cuidaba de ella una institutriz y no era raro que en sus ratos de mal humor tirara a la pobre sus libros.

—¿La institutriz a la niña o ésta a aquélla?

—¡La niña a la institutriz, desde luego! —exclamó la señora Oliver.

Ésta colgó por fin, acomodándose en el sofá. Entonces, se aplicó pacientemente a la tarea de examinar sus agendas y libros de direcciones. De vez en cuando, murmuraba algún nombre.

—Mariana Josephine Pontarher… Por supuesto, sí… He estado años sin acordarme de ella… Yo creí que había muerto. Anna Braceby… Sí, sí, vivía en el extranjero… ¿Dónde parará ahora?

La señora Oliver acabó por quedarse enfrascada, absorta en su labor. Por este motivo, experimentó una gran sorpresa al oír sonar el timbre de la puerta. Levantóse inmediatamente, con objeto de abrirla ella misma.

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