Capítulo XI

EL SUPERINTENDENTE GARROWAY Y POIROT COMPARAN SUS NOTAS


El superintendente Garroway miró a Poirot, al otro lado de la mesa. Parpadeó. George acababa de dejarle al lado un whisky con soda. Acercándose a Poirot, le sirvió un vaso lleno hasta el borde de un líquido purpúreo.

—¿Qué bebida es ésa? —inquirió Garroway, curioso.

—Un jarabe de grosella —respondió Poirot.

—Muy bien. Sobre gustos no hay nada escrito. ¿Qué es lo que me dijo Spence? ¡Ah, sí! Que usted tomaba una especie de tisana…

—Una sustancia muy útil para bajar la fiebre, sí, señor.

—¡Bah! Medicamentos —Garroway tomó un largo sorbo de whisky—. He aquí el arma del suicida.

—¿Fue aquello un suicidio? —inquirió Poirot.

—¿Y qué otra cosa podía ser? —dijo el superintendente Garroway—. ¡La de cosas que quiere usted saber!

El hombre movió la cabeza. Su sonrisa se hizo más acentuada.

—Siento mucho haberle causado tantas molestias. Yo soy como el animal o el niño de una de las historias de Kipling. Sufro de Insaciable Curiosidad.

—Una curiosidad insaciable… —comentó el superintendente Garroway—. ¡Qué bonitos libros escribió Kipling! Conocía su oficio, además. Me contaron una vez que ese hombre era capaz de descubrir y retener en la memoria más cosas que un ingeniero de la Armada sobre un destructor, por ejemplo, tras una breve visita al mismo.

—Yo no puedo llegar a tanto, en cambio —declaró Hércules Poirot—. En realidad, lo ignoro todo. Y por esa razón, me veo obligado a hacer preguntas. Creo que le envié una lista de temas demasiado extensa.

—Lo que más me ha intrigado es la facilidad con que pasa usted de uno a otro. Se ha referido a psiquiatras, a informes médicos, a la forma en que se gastaba el dinero, al dueño o dueños del mismo, a unos posibles herederos o beneficiarios… Se ha interesado por aquellos individuos posibles receptores de dinero, que a lo mejor quedaron defraudados; ha solicitado detalles sobre peluquería femenina, sobre pelucas, quiere saber nombres de vendedores de éstas, de firmas que acostumbran entregarlas cuidadosamente embaladas en cajas de cartón de rosados tonos…

—Puedo asegurarle que me he quedado asombrado al comprobar que usted conocía las respuestas correspondientes a tantas preguntas —manifestó Hércules Poirot.

—Bueno, es que nos enfrentamos con un caso misterioso y tomamos infinidad de notas. No nos sirvieron de nada y luego nos limitamos a archivarlas, a dejarlas donde pudieran ser halladas, si alguien tenía necesidad de estudiarlas posteriormente.

Alargó una hoja a Poirot. El superintendente Garroway añadió:

—Aquí tiene. Peluqueros. Bond Street. Una firma de lujo. Eugene & Rosentelle era la razón social. La misma firma pasó luego a Sloane Street. Aquí están las señas. Pero el negocio ha sufrido ciertas variaciones. Dos de sus miembros se retiraron hace años… Lady Ravenscroft figuraba en su lista de clientes. Rosentelle vive ahora en Cheltenham. Continúa operando dentro del ramo. «Peluquero Estilista», se denomina en la actualidad. Sí. Es una expresión muy al día. «Especialista en Belleza», puede añadirse. Los mismos perros con diferentes collares, que solía decirse en mi juventud.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

—¿A qué viene ese ¡ah!, señor Poirot?

—Le estoy inmensamente agradecido —contestó Poirot—. Me ha suministrado usted una idea. ¡De qué forma tan rara nos llegan a veces las ideas!

—Ya tiene usted demasiadas en su cabeza —declaró el superintendente—. No necesita más… Bueno, he hecho algunas comprobaciones referentes a la historia familiar. No hay mucho que decir… Alistair Ravenscroft era de origen escocés. Hijo de un pastor de la Iglesia… Tenía dos tíos en el ejército, ambos de prestigio. Contrajo matrimonio con Margaret Preston-Grey, una joven de buena familia, que fue presentada en la Corte y todo lo demás. Nada de escándalos familiares. Tenía usted razón al señalar que era una de dos hermanas gemelas. No sé cómo supo usted de Dorothea y Margaret Preston-Grey, conocidas familiarmente por Dolly y Molly. Los Preston-Grey vivían en Hatters Green, en Sussex. Eran aquéllas unas gemelas idénticas… La historia de siempre en tales casos: les salieron los dientes por las mismas fechas, tuvieron el sarampión dentro del mismo mes, llevaban los mismos vestidos… Hasta se enamoraron del mismo tipo de hombre. Y se casaron en la misma fecha, aproximadamente. Sus esposos eran militares. El médico de la familia, el que las atendió de jóvenes, murió hace algunos años. Nada puede esperarse por ese lado, pues. Hubo un suceso trágico, relacionado con una de ellas…

—¿Con lady Ravenscroft?

—No, con la otra, con la que se casó con el capitán Jarrow. De este matrimonio nacieron dos hijos. El más pequeño, cuando contaba cuatro años de edad, se cayó de una carretilla, o tropezó con una herramienta o juguete infantil de jardín, no sé… El caso es que habiendo recibido un fuerte golpe en la cabeza cayó en un estanque artificial, ahogándose. Todo fue culpa de su hermana. Estaban jugando juntos y riñeron, como suelen reñir los niños. Sobre las causas de este suceso no había muchas dudas, pero alguien puso en circulación otra historia. Se dijo que todo fue obra de la madre, que ésta le había pegado… En otra versión, asegurábase que la autora del hecho había sido una vecina. Supongo que esto no encierra el menor interés para usted… ¿Qué relación puede tener tal drama con el pacto de suicidio de la hermana de la madre y su marido, años más tarde?

—Cierto. No parece guardar la menor relación con lo otro. No obstante, cuanto más amplia sea nuestra información, mejor.

—Sí —confirmó Garroway—. Hay que adentrarse en el pasado. Y que conste que nos hemos remontado bastante. Todo eso ocurrió algunos años antes del suicidio.

—¿Ha encontrado papeles sobre el caso?

—He estado estudiándolo. He leído algunos relatos. Y también informaciones periodísticas. Había algunos puntos oscuros. La madre del niño estuvo terriblemente afectada por la desgracia. Perdió la salud y tuvo que ser internada en un centro sanitario. Nunca volvió a ser la mujer de antes, según manifestaron diversas personas.

—¿Pero la juzgaron autora del hecho?

—Eso pensaba el médico. Compréndalo, se carecía de pruebas directas. Ella afirmó haber presenciado la escena desde una ventana de la casa. La niña había propinado un fuerte golpe a su hermano, dándole un empujón luego. Su relato, sin embargo… Bueno, me parece que no la creyeron. Sus frases eran incoherentes.

—¿Hubo pruebas de carácter psiquiátrico?

—Sí. Fue internada en un hospital. Habíanse observado en ella fallos mentales. Permaneció largo tiempo en uno o dos establecimientos, sometida a tratamientos médicos. Cuidó de ella uno de los especialistas del Hospital de San Andrés, en Londres. Al final, le fue dada el alta, al cabo de unos tres años, siendo enviada a su casa, con su familia, para que normalizara su vida.

—¿Y llevó en lo sucesivo, efectivamente, una existencia normal?

—Siempre fue una neurótica, según tengo entendido…

—¿Dónde se encontraba cuando lo del suicidio? ¿Estaba en casa de los Ravenscroft?

—No. Falleció unas tres semanas antes de que ocurriera aquello, a consecuencia de un accidente. Sucedió esto hallándose con ellos, en Overcliffe. Aquí tenemos una prueba más de la similitud de los destinos de las hermanas gemelas Preston-Grey. Había sufrido varios ataques de sonambulismo. Ya había dado algunos sustos a sus familiares por tal motivo. Tomaba muchos tranquilizantes, abusaba, quizá, de éstos. Correteaba dormida por la casa y en ocasiones salía de ella. Avanzando por un camino situado al borde de unos peñascos, dio un paso en falso y se despeñó. Murió instantáneamente y sólo consiguieron dar con ella al día siguiente. Su hermana, lady Ravenscroft, tuvo que ser internada en un centro sanitario.

—¿Pudo este trágico accidente llevar a los Ravenscroft al suicidio poco después?

—Nadie sugirió tal cosa nunca.

—Con los hermanos gemelos se ven cosas raras… Lady Ravenscroft pudo haberse suicidado por no haber tenido fuerzas para soportar la pena producida por la muerte de su hermana. Luego, su marido pudo imitarla por sentirse culpable de algo…

El superintendente Garroway contestó:

—Ya le he dicho antes, Poirot, que me parece que pululan demasiadas ideas por su cabeza. Alistair Ravenscroft no pudo haber tenido un «affaire» amoroso con su cuñada sin que nadie se enterara. No hubo nada de eso…, si es que en eso pensaba.

Sonó el timbre del teléfono. Poirot se levantó para atender la llamada. Era la señora Oliver.

—Monsieur Poirot: ¿puede usted venir a tomar el té conmigo mañana? Le ofrezco una copita de jerez si no quiere té. Va a venir a verme Celia… También voy a recibir a la mujer dominante de la comida literaria. ¿No era eso lo que usted quería?

Poirot contestó afirmativamente.

—Tengo que darme prisa ahora —manifestó la señora Oliver—. He de ir a ver a un viejo Corcel de Guerra, proporcionado por mi Elefante Número 1, Julia Carstairs. Creo que me ha dado su nombre equivocado (es lo que le pasa siempre), pero confío en que las señas estén bien.

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