Capítulo II

EN EL QUE SE HABLA POR VEZ PRIMERA DE LOS ELEFANTES


No habiendo logrado encontrar a su amigo Hércules Poirot en casa, la señora Oliver decidió recurrir al teléfono.

—¿Va usted a estar por casualidad en casa esta noche? —le preguntó.

Ella tomó asiento en el sillón que había junto a la mesa del teléfono, moviendo los dedos, nerviosa, sobre el tablero.

—¿Con quién hablo?

—Soy Ariadne Oliver —respondió la señora Oliver, siempre sorprendida al verse obligada a dar su nombre, ya que le extrañaba que sus amigos no identificasen inmediatamente su voz por teléfono.

—Sí. Estaré esta noche en casa. ¿Significa eso que voy a tener el placer de que me visite?

—Es usted muy amable —respondió la señora Oliver—. No sé si eso va a ser en definitiva un placer para usted. Ya veremos.

—Para mí siempre lo es, chere Madame.

—No sé, no sé… Es posible que le resulte fastidiosa esta vez. Quiero hacerle unas cuantas preguntas. Quiero saber qué es lo que usted piensa sobre determinado asunto.

—Aquí me tiene, pues, dispuesto a opinar sobre lo que sea.

—Ha surgido una cosa —afirmó la señora Oliver—. Se trata de algo fastidioso y yo no sé qué hacer.

—Por cuya razón ha decidido venir a verme. Francamente, me siento halagado. Muy halagado.

—¿A qué hora le viene mejor a usted? —preguntó la señora Oliver.

—¿Le parece bien a las nueve? Tomaremos café… A menos que prefiera una «Grenadine», o un Sirop de Cassis. Pero, ahora que me acuerdo, a usted no le gusta eso.

—George —dijo Poirot a su inestimable servidor—: esta noche vamos a tener el placer de recibir aquí a la señora Oliver. Creo que lo indicado para obsequiarla es el café y quizás un licor u otro. No sé nunca con certeza qué es lo que a ella más le gusta.

—Yo la he visto beber «kirsch», señor.

—Y también me parece que está indicada una crème de menthe. Pero creo que lo que prefiere es el «kirsch».

—Muy bien. Que sea «kirsch», entonces.



La señora Oliver llegó con toda puntualidad a la hora indicada. Poirot, mientras cenaba, habíase estado preguntando qué era lo que motivaba aquella visita. ¿Por qué abrigaba tantas dudas sobre lo que tenía entre manos? ¿Quería exponerle algún difícil problema o deseaba ponerle al corriente de algún crimen? Como Poirot sabía perfectamente, de la señora Oliver podía esperarse cualquier cosa. Lo más común y lo más extraordinario. Ella andaba preocupada, pensó. Bien, se dijo Hércules Poirot, él era capaz de barajar a la señora Oliver. Siempre había sido así. De vez en cuando, ciertamente, le sacaba de sus casillas. Por otro lado, sentía un gran aprecio por aquella mujer. Habían compartido muchas experiencias. Había leído algo acerca de ella en uno de los periódicos de la mañana aquel día… ¿O se trataba de un diario de la noche? Tenía que hacer un esfuerzo y recordar qué era, antes de que se presentase en su casa. Acababa de hacerse este propósito cuando George le anunció su llegada.

Nada más entrar la señora Oliver en la habitación, Poirot pensó que no se había equivocado al juzgar que estaba preocupada. Su peinado, normalmente cuidado, ofrecía cierto desorden. La señora Oliver se había pasado los dedos a modo de peine por los cabellos, como hacía algunas veces, cuando se sentía nerviosa. Poirot la acogió con unas frases de cortesía, señalándole un sillón. Luego, le sirvió una taza de café y una copita de «kirsch».

—¡Ah! —exclamó la señora Oliver con un suspiro, el de una persona que se siente repentinamente aliviada—. Va usted a pensar que soy una necia, pero…

—He leído en un periódico de hoy que asistió a una comida literaria, en la que estuvieron presentes varias escritoras famosas, aparte de usted. Yo creí que no iba nunca a esa clase de ágapes.

—Habitualmente, no voy —puntualizó la señora Oliver—. Ahora le doy mi palabra de que no volveré a asistir a ninguna reunión por el estilo.

—¿Qué? ¿Pasó usted un mal rato? —inquirió Poirot.

Conocía bien a su interlocutora. Sabía que cuando sus libros eran elogiados desmesuradamente en su presencia se ponía muy nerviosa. Ella se lo había dicho en una ocasión: jamás daba con las respuestas adecuadas.

—¿No lo pasó bien?

—Hasta cierto punto, sí. Pero después de la comida sucedió algo que no fue de mi agrado.

—¡Oh! ¿Y ha venido a verme por eso?

—Sí. Sin embargo, no sé exactamente por qué. Me explicaré… Es algo que nada tiene que ver con usted; es una cosa que no va a suscitar su interés, seguramente. A mí misma no me interesa tanto como puede parecerle a primera vista. He venido a verle porque deseo saber qué es lo que usted opina. Deseo saber qué es lo que usted haría en mi lugar.

—He aquí una cuestión difícil —manifestó Poirot—. Sé perfectamente cómo reaccionaría yo en determinada situación, pero ignoro qué es lo que usted haría en las mismas circunstancias. Sí. Pese a conocerla.

—Pues no debiera ser así en rigor —declaró la señora Oliver—, puesto que hace ya mucho tiempo que me conoce.

—¿Cuánto tiempo? ¿Unos veinte años?

—¡Oh, no lo sé! No sé cuántos años habrán transcurrido desde la primera vez que cruzamos unas palabras; no sé nada de fechas tampoco. Tengo como una nebulosa en la cabeza. Me acuerdo del año 1939 porque fue el del comienzo de la guerra; no se me han olvidado determinadas fechas porque las relaciono con detalles nimios.

—Bueno, el caso es que asistió a una comida literaria. Y que allí no se divirtió mucho.

—Lo pasé bien en la mesa. Pero después…

—La gente empezó a decirle ciertas cosas —dijo Poirot, con la atención solícita de un doctor que va en busca de síntomas.

—Se avecinaba eso, sí… Y de pronto, una mujer alta, corpulenta, una de esas personas que parecen dominar a cuantas se encuentran a su alrededor, que a mí me han colocado a veces en verdaderos aprietos, porque son siempre las más agobiantes, se fijó en mí. Me cazó como quien se lanza en pleno campo sobre una mariposa empuñando una red. Inmediatamente, me llevó a un sofá y luego empezó a hablarme, refiriéndose a una ahijada mía…

—¡Ah, sí! Una ahijada por la que usted siente un especial cariño.

—A esta ahijada hace muchos años que no la veo —declaró la señora Oliver—. Verá… Yo no puedo estar al corriente de las andanzas de todas las que tengo. Seguidamente, la mujer me hizo una pregunta embarazosa. Quería saber… ¡Oh! ¡Qué difícil resulta explicarlo!

—No, no es difícil —dijo Poirot, amablemente—. Es muy fácil. Mucha gente acaba contándome cosas confidenciales. ¿Por qué? Pues porque aquí soy un extranjero, un individuo trasplantado, un hombre que procede de otro país, ajeno a ciertas relaciones.

—Sí. Tiene usted razón. Continúo… La mujer me habló de los padres de la chica. Quería saber si la madre había matado al padre o si fue éste quien acabó con aquélla.

—No la entiendo —afirmó Poirot.

—Ya sé que parece absurdo. Bueno, yo juzgué entonces absurda su pregunta.

—De manera que ella quería saber, si la madre de su ahijada mató al padre o… si fue al revés.

—En efecto.

—Pero…, ¿es que realmente pasó eso? ¿Dio muerte la madre al padre o mató éste a su mujer?

—Los padres de la chica fueron encontrados muertos —explicó la señora Oliver—. En una escarpadura. No puedo recordar si el hecho ocurrió en Cornualles o en Córcega…

—Entonces, aludió a un suceso real, ¿no?

—Sí, sí. Eso ocurrió hace años. Pero lo que me gustaría saber es por qué razón acudió a mí…

—Sencillamente: porque usted se dedica a escribir novelas de crímenes —contestó Poirot—. Indudablemente, ella pensó que para usted el crimen no tiene secretos. ¿Y dice que se trata de un hecho real?

—En efecto. No era un supuesto… No la guiaba, por ejemplo, el afán de saber qué haría una si supiera que su madre había dado muerte a su padre o viceversa. No. Aludió a un hecho real.

»Será mejor, creo yo, que le ponga al corriente del mismo. No es que yo recuerde el caso en todos sus detalles. La verdad es que dio mucho que hablar en su día. Ocurrió… me parece que hace unos doce años, por lo menos. Recuerdo los nombres de los protagonistas del suceso porque eran conocidos míos. La mujer había sido en los años de la infancia condiscípula mía y la conocía perfectamente. Fuimos amigas. Del caso hablaron ampliamente los periódicos. Tratábase de sir Alistair Ravenscroft y de lady Ravenscroft. Formaban una pareja feliz. Él era coronel, o general. Compraron una casa no sé dónde, en el extranjero, me parece recordar. Y de pronto, apareció la información sobre el caso en los periódicos. Se dijo que habían sido asesinados y también que uno había matado al otro, suicidándose el superviviente. Había por en medio un revólver viejo que estaba en la casa… Creo haberle dicho todo lo que recuerdo.

La señora Oliver mencionó todavía unos datos más en relación con aquel asunto. Poirot le hizo unas cuantas preguntas sobre su résumé, solicitando declaraciones acerca de ciertos puntos.

—Bueno, ¿y por qué desea esa mujer enterarse concretamente de qué fue lo que pasó? —inquirió Poirot finalmente.

—Es lo que a mí me gustaría averiguar —manifestó la señora Oliver—. Creo que no me costaría trabajo ponerme en contacto con Celia. Ella debe de vivir en Londres todavía. O quizá esté en Cambridge, o en Oxford… Tengo entendido que sacó un título y que se dedica a la enseñanza en un sitio u otro. Celia es una muchacha moderna, ¿sabe? Gusta, o gustaba, de ir con gente de largos cabellos y raros atavíos. No creo que tome drogas, sin embargo. Es una joven normal… Ocasionalmente, he oído hablar de ella, he tenido noticias de ella. Siempre me envía una tarjeta de felicitación por Navidad. Bueno, una no puede pensar día tras día en sus ahijados… Ahora contará veinticinco o veintiséis años.

—¿Soltera?

—Es soltera. Al parecer, se dispone a contraer matrimonio… Va a casarse con… ¡Oh! ¿Cuál era el apellido de aquella señora? Se apellidaba Brittle… ¡No! Era la señora Burton-Cox. Va a casarse con el hijo de ésta.

—¿Y es que la señora Burton-Cox no quiere que su hijo se case con Celia por el hecho de que el padre de ésta dio muerte a la madre o… al revés?

—Es lo que yo supongo —indicó la señora Oliver—. No acierto a imaginarme otra cosa. Pero, bueno, ¿qué más da eso? ¿Qué va a ganar la madre del chico que se dispone a contraer matrimonio sabiendo a qué atenerse con referencia al misterioso suceso?

—Es una cuestión que hace pensar —consideró Poirot—. Muy interesante, además. El interés del caso no radica ya en estos momentos en las personas de sir Alistair Ravenscroft o lady Ravenscroft. Me parece recordar ahora ese suceso, o alguno por el estilo, que no sé si será el mismo. La conducta de la señora Burton-Cox es sorprendente. Tal vez ande mal de la cabeza. ¿Quiere mucho a su hijo?

—Es lógico pensar que sí. Probablemente, no quiere que se case con la muchacha.

—¿Por el hecho de que pueda haber heredado una predisposición especial, que la incite a matar a su marido o algo semejante?

—¿Cómo puedo saberlo yo? —preguntó la señora Oliver—. Ella me exigió una contestación sin facilitarme explicaciones. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué significado tiene su conducta? ¿Cómo puede ser interpretada?

—Nada más interesante que la solución de ese enigma —reconoció Poirot.

—Por eso vine a verle. A usted le agrada penetrar en el secreto de las cosas, de aquellas, sobre todo, cuya causa no se descubre fácilmente.

—¿Descubrió en la señora Burton-Cox alguna preferencia? —inquirió Poirot.

—Usted desea saber si se inclinaba más por el hecho de que el esposo hubiese dado muerte a la esposa que por el otro, ¿no? En este sentido, estimo que se mostró imparcial.

—Bien. Comprendo su dilema. Es muy intrigante. Usted asiste a una comida literaria. Y a los postres alguien le hace una pregunta que es muy difícil de contestar, casi imposible… Y ahora se pregunta cómo debe enfocar este asunto.

—Quiero conocer su opinión, claro.

—No resulta fácil emitir una opinión —manifestó Poirot—. No soy una mujer. Una señora a la que usted realmente no conoce, con quien ha coincidido en una reunión, le ha planteado un problema, invitándola a resolverlo, sin facilitarle razones de su conducta.

—Exacto —dijo la señora Oliver—. Y ahora, ¿qué hace Ariadne? En otros términos, ¿qué hace A, suponiendo que acaba usted de leer el problema, expuesto al modo tradicional en cualquier periódico?

—Bueno, supongo que A puede hacer tres cosas. A podría escribir una nota dirigida a la señora Burton-Cox, en la que le dijera: «Lo siento mucho, pero me es imposible aclarar sus dudas». Valen estas palabras u otras parecidas. Segunda salida de A: póngase usted en contacto con su ahijada, a la que pondrá al corriente de la pregunta que le hizo la madre del hombre con quien va a contraer matrimonio. Entonces se enterará, de paso, de si realmente abriga el propósito de casarse con el joven. Sabrá también si ella tiene alguna idea sobre lo que tiene en la cabeza su futura suegra y si el chico ha formulado alguna declaración sobre el particular. Surgirán otros puntos interesantes, por añadidura: ¿qué piensa su ahijada de la madre del hombre que va a ser su marido?, por ejemplo. La tercera solución que le ofrezco, que contiene mi consejo sincero y firme, está condensada en muy pocas palabras…

—Me las imagino —declaró la señora Oliver.

—Puede suponérselas, sí: no hacer nada.

—Exactamente. Me doy cuenta de que esto es lo más sencillo y cómodo, lo más adecuado también, quizá. No hacer nada… ¿Quién va ahora a mi ahijada para referirle lo que su futura madre política va preguntando por ahí? No obstante…

—Ya lo sé, todos somos curiosos, normalmente.

—Quisiera saber por qué razón esa odiosa mujer me abordó a mí, por qué me hizo esa pregunta —insistió la señora Oliver—. En cuanto lo sepa me sentiré descansada, olvidando todo lo relativo a este asunto. Pero mientras tanto…

—Sí. Mientras tanto, Ariadne, usted no podrá conciliar el sueño por las noches. Se despenará de madrugada, ocurriéndosele entonces las ideas más extraordinarias, las más extravagantes, que, quizás, acabará volcando sobre las cuartillas para escribir una interesante historia detectivesca.

—Podría hacerlo, desde luego, si enfocase este incidente de una manera superficial.

Los ojos de la señora Oliver centellearon un instante.

—No se emplee en eso —le aconsejó Poirot—. Se enfrentaría con un argumento muy difícil de llevar adelante. Todo parece indicar que no existe una razón sólida, seria, que justifique la conducta de la señora Burton-Cox.

—Es que yo deseo estar absolutamente segura de que, efectivamente, no la hay.

—La humana curiosidad —dijo Poirot—. ¡Qué cosa tan interesante! —suspiró—: ¡Cuántas cosas le debemos! La curiosidad… No sé quién le inventó. Yo diría que fueron los griegos sus inventores. Querían saber. Antes de ellos, por lo que yo he apreciado, nadie se movía impulsado por tal empeño. Nadie andaba detrás del porqué. Al suscitarse el ansia del porqué empezaron a ocurrir cosas verdaderamente trascendentes. Y fueron surgiendo los buques, los trenes, las máquinas voladoras, las bombas atómicas, la penicilina, los remedios para curar muchas enfermedades. Un chico observa que la tapa de la olla que maneja su madre en la cocina se mueve impulsada por el vapor y con el tiempo nos encontramos viajando en los ferrocarriles… y así sucesivamente.

—Dígame una cosa, Poirot, ¿cree usted que yo soy una entrometida incorregible? —inquirió la señora Oliver.

—No —contestó su interlocutor—. Ni siquiera la tengo por una mujer exageradamente curiosa. Lo que ocurre es que a usted la han situado ante un intrigante dilema. Ahora siente una verdadera antipatía por la mujer causante de la situación presente, ¿no es así?

—Sí. La señora Burton-Cox es una persona fastidiosa, desagradable.

—El caso Ravenscroft… Unos esposos que se llevaban bien, ¿no? Al menos aparentemente. Nadie puede afirmar que riñeran. Nadie ha dado con una causa justificativa de lo ocurrido, de acuerdo con su información.

—Murieron a causa de unas heridas producidas por un arma de fuego. Pudo haber sido un pacto de suicidio. En eso creo que pensó la policía al principio. Desde luego, ¿cómo aclarar los hechos cuando han transcurrido ya tantos años?

—No obstante, me parece que podría averiguar algunos detalles sobre el hecho.

—¿Gracias a ciertas amistades suyas?

—Los amigos en que estoy pensando son hombres corrientes y molientes, Ariadne. No les asigne ahora dotes especiales. Sucede, sin embargo, que son personas informadas, que tienen acceso a determinados archivos, que pueden repasar las documentaciones oficiales producidas en su día sobre el caso.

La señora Oliver miró esperanzada a Hércules Poirot.

—Podría usted llevar a cabo algunas averiguaciones, informándome después del resultado.

—Sí —manifestó Poirot—. Me figuro que podré dejarla bien impuesta de todas las circunstancias del caso. Pero todo eso se llevará algún tiempo.

—Si usted hace lo que acaba de decirme es porque espera que yo también actúe. Tendré que hablar con la chica. Es posible que me facilite datos que no estén registrados en ninguna parte. Le preguntaré si quiere que me desentienda por completo de su futura madre política, en qué forma desea que la ayude… Por otra parte, me agradaría conocer al joven que va a ser el marido de mi ahijada.

—Magnífico, Ariadne.

—Supongo también que puede haber algunas personas que…

La señora Oliver frunció el ceño, interrumpiéndose.

—Me imagino que esas personas no aportarán nada positivo —afirmó Hércules Poirot—. Este caso pertenece al pasado. Fue una cause célèebre, quizás, en su época. Pero, ¿qué es en definitiva una cause célèbre, si se piensa detenidamente? A menos que desemboque en un asombroso dénouement (lo cual se da aquí), todo el mundo acaba olvidándola.

—Tiene usted razón. En su día, los periódicos publicaron numerosas informaciones. La cosa se prolongó durante algún tiempo. Hasta que el público dejó de hablar del caso. En nuestros días ocurren sucesos parecidos. Recuerde el caso reciente, el último de que tenemos noticia: una chica abandonó su hogar y no pudo ser localizada. Esto sucedió hace cinco o seis años. Y luego, de repente, un niño, mientras jugaba en las inmediaciones de unos montones de arena, o de un pozo (no lo recuerdo con exactitud), dio con el cadáver. Cinco o seis años más tarde.

—Es verdad —convino Poirot—. Como es verdad que sabiendo el tiempo que llevaba muerta la muchacha y lo sucedido en determinado día, tras el estudio de los hechos y circunstancias registradas en la documentación oficial, se puede al final dar con un asesino. Pero en su problema, Ariadne, tropezará con más dificultades, puesto que la respuesta debe de estar en una de esas consideraciones: ¿odiaba el marido a la mujer, aspirando a desembarazarse de ella?, o bien, ¿era ella quien odiaba a él, por cuya razón se buscó un amante? Podemos encontrarnos frente a un crimen pasional o algo completamente distinto. Si la policía no consiguió aclarar el doble crimen, hay que pensar en un móvil intrincado, nada fácil de descubrir. Por eso todo ha quedado envuelto en el mayor misterio.

—Naturalmente, puedo ponerme al habla con la chica. Tal vez haya sido esto lo que perseguía esa antipática mujer… Ella piensa que la joven sabe a qué atenerse. Bueno, considera esta posibilidad. Usted no ignora que, frecuentemente, los niños conocen cosas auténticamente extraordinarias.

—¿Qué edad tendría su ahijada en la época del doble crimen?

—No puedo decirlo así, de improviso. He de calcularlo… Creo que tendría nueve o diez años. Quizá fuera mayor. No sé… Estaba en el colegio cuando pasó aquello. Pero eso también puede ser una jugarreta de mi imaginación, un recuerdo de lo leído.

—¿Piensa usted que la señora Burton-Cox se propuso que obtuviera información directa de la hija? Es posible que la joven sepa algo. Quizá se confiara al novio, quien podría habérselo dicho todo a su madre. Supongo que la señora Burton-Cox interrogó a la muchacha, viéndose rechazada. Entonces, la mujer pensó en la famosa Ariadne Oliver, su madrina, una novelista de grandes conocimientos en el mundo de lo criminal, además. A través de ella, sí, conseguiría la información apetecida. Ahora, no acierto a ver la utilidad de este paso —manifestó Poirot—. Otras personas, esas a las que aludió usted vagamente antes, no creo que puedan aportar nada positivo. ¿Quién se acordará del caso?

—En este terreno es en el que he pensado que podían serme útiles —señaló la señora Oliver.

—Me deja usted sorprendido —contestó Poirot, mirando a su interlocutora, perplejo—. Sabe muy bien que la gente olvida con facilidad, que frecuentemente no se acuerda de nada.

—Bueno, yo en realidad pensaba en los elefantes…

—¿En los elefantes?

Poirot pensó lo que en otras muchas ocasiones anteriores: que de la señora Oliver cabía esperar las salidas más raras. ¿Por qué, de repente, se había acordado de los elefantes?

—Durante la comida de ayer estuve pensando en los elefantes —informó la señora Oliver.

—¿A qué venía eso? —inquirió Poirot, picado por la curiosidad.

—Bueno, yo estaba pensando en los dientes. Ya sabe, cuando se llevan algunos dientes postizos se está pendiente de lo que se come. Hay que vigilarse. Unas cosas se pueden comer y otras no.

—¡Ah! —exclamó Poirot con un suspiro—. Sí, sí. Los dentistas pueden hacer mucho por uno, pero no todo.

—Muy cierto. Y luego pensé que nuestros dientes eran unos simples huesos, no muy buenos, y que resultaba maravilloso, en tal aspecto, ser un perro, que tiene dientes de marfil auténtico. Recordé a continuación otros seres en las mismas circunstancias, entre ellos las morsas. Y así llegué a los elefantes. Desde luego, hablando de marfil, una piensa inmediatamente en ellos, ¿no es verdad? Se piensa, concretamente, en unos grandes colmillos de elefante.

—Exacto —dijo Poirot, todavía desorientado, sin saber a dónde iba a ir a parar la señora Oliver.

—Pensé en consecuencia que había que recurrir a las personas que son como los elefantes. Se afirma que estos animales no olvidan nada. Ya conoce usted la expresión cuando se trata de elogiar la memoria de una persona: se dice «memoria de elefante».

—He oído la frase en cuestión, por supuesto —indicó Hércules Poirot.

—Los elefantes, no olvidan… No sé si conocerá cierta historia infantil, alusiva a uno de esos animales. Un individuo, un sastre indio, clavó un cuerpo extraño, una aguja, creo, en un colmillo de elefante. No. No se trataba de un colmillo. La cosa afectó al cuerpo del animal. Varios años más tarde, al pasar el elefante junto al autor de la jugarreta, el animal le obsequió con una ducha de agua, el agua con que había cargado su trompa momentos antes. El elefante no había olvidado a aquél. Lo recordaba perfectamente. En esto centro mi pensamiento: en la memoria de los elefantes. Lo que tengo que hacer es ponerme en contacto con algunos elefantes.

—No sé si he llegado a comprenderla del todo —confesó Hércules Poirot—. ¿A quiénes piensa clasificar como elefantes? Me da la impresión de que para estar informada va a tener que recurrir al Parque Zoológico.

—No es exactamente eso —declaró la señora Oliver—. No se trata de los elefantes como tales animales sino de la forma en que hasta cierto punto algunas personas se parecen a ellos. Hay individuos que lo recuerdan todo perfectamente. A veces, éstos se acuerdan de cosas raras, de detalles insignificantes, nimios. Nos pasa a todos también… Yo me acuerdo, por ejemplo, de cuando cumplí los cinco años y de la tarta que me regalaron entonces. Recuerdo, asimismo, el día en que se escapó mi canario, el cual me costó no pocas lágrimas. Tengo presente todavía en la memoria el toro que vi en cierta excursión en pleno campo y aún me veo corriendo, espantada, impulsada por el temor de que embistiera contra mí. Recuerdo incluso que ese día era martes. ¿Por qué quedó fijo en mi memoria este último dato? Me estoy viendo también otro día cogiendo moras, cogiendo más moras que ninguno de los que me acompañaban. ¡Fue maravilloso! Contaba entonces yo nueve años, creo.

»Pero no es necesario remontarse tanto tiempo atrás. Yo, por ejemplo, recuerdo haber asistido a lo largo de mi vida a docenas de bodas, pero en cambio sólo he retenido en mi memoria, particularmente, dos de esas ceremonias. En una de ellas actué de madrina. Fue en el New Forest, pero no acierto a recordar qué personas se hallaban presentes. Creo que la novia fue una prima mía. Supongo que vio en mí la persona más a mano… La otra boda fue la de un amigo mío de la Armada, que estuvo a punto de perecer en un submarino. La chica por él elegida no había merecido la aprobación de su familia, pero acabó desposándose con ella. Bueno, quiero señalar así que hay cosas que no se olvidan jamás.

—Comprendo su punto de vista —contestó Poirot—. Es interesante. En consecuencia, usted piensa dedicarse a la recherche des éléphants, ¿no?

—Cierto. Tengo que dar con los datos exactos.

—En ese aspecto, estimo que podré ayudarla.

—Más adelante, pensaré en la gente que conocí en aquella época, en las personas que estuvieron relacionadas con otras amistades mías, en todos los que conocieron al general No-sé-qué Ravenscroft. El matrimonio pudo tener amigos en el extranjero, conocidos también por mí, que he estado sin ver, a lo mejor, durante muchos años. Nada de particular tiene que se busque a un amigo o amiga de años atrás. La gente se siente halagada en estos casos y, frecuentemente, gusta de evocar el pasado. Planteado todo así, se pasa fácilmente a hablar de las cosas del pretérito, de aquellas que una recuerda.

—Muy interesante, sí, señora Oliver —confirmó Poirot—. Creo que está usted bien preparada para lo que se propone emprender. Ha de reparar en las personas que conocieron a los Ravenscroft de cerca o de lejos, en aquellas que vivían donde se desarrolló la tragedia o que pudieron encontrarse allí. Luego, vendrán las intentonas discretas: una charla provocada sobre el suceso, el estudio de sus opiniones en relación con el mismo, la confrontación con los datos recogidos… Habrá de ver si la esposa o el esposo tuvieron escarceos amorosos con alguien, si ha habido por en medio algún dinero cedido en herencia. Me parece que está usted en condiciones de averiguar muchos y, seguramente, sorprendentes detalles.

—No sé… Me veo también en plan de entrometida…

—A usted le han formulado una delicada pregunta —declaró Poirot—. Le ha interrogado una persona que no es de su agrado, a quien detesta, por la cual, al menos, no siente ninguna simpatía. Y va a iniciar por su cuenta una investigación, lanzándose a la busca de unos datos. Sigue su propio camino, su senda. Es la senda de los elefantes. Los elefantes son capaces de recordar, pueden recordar. Bon voyage.

—No le entiendo —dijo la señora Oliver.

—Me despido de usted en la línea de salida de su viaje de descubrimientos —señaló Poirot—. A la recherche des éléphants.

—Creo que no estoy en mis cabales —manifestó la señora Oliver, entristecida, pasándose los dedos, a modo de peine, por los cabellos—. Había empezado a perfilar un argumento de novela relativo a un buscador de oro. Pero la cosa no marchaba bien… Me parece que no hubiera podido concentrar mi atención en este nuevo proyecto. No sé si me comprenderá usted.

—Muy bien. Pues abandone definitivamente a su buscador de oro. Y concéntrese exclusivamente en el tema de los elefantes.

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