Capítulo IV

CELIA


Una joven de elevada estatura se encontraba ante la puerta. Por un momento, la señora Oliver experimentó un pequeño sobresalto. Así pues, aquella muchacha era Celia… La impresión de vitalidad que producía era muy fuerte. No era frecuente tropezar con personas como ella.

La señora Oliver pensó en seguida que la joven podía ser difícil, agresiva, quizás, peligrosa, incluso. Era, tal vez, una de esas personas que se reconocen con una misión concreta en la vida, que son dadas a la violencia, que necesitan ser paladines de una causa u otra. Era, desde luego, una joven interesante. Muy interesante.

—Entra, Celia, hija —dijo la señora Oliver—. ¡Cuánto tiempo llevamos sin vernos! La última vez que hablamos, que yo recuerde, fue en una boda. Tú formabas parte de la corte de honor de la novia, ¿no? Creo recordar el vestido que llevabas, hasta tu peinado…

—Fue en la boda de Martha Leghorn, ¿no? Las damas de honor lucíamos unos vestidos horribles. Nunca me he visto más fachosa que aquel día.

—Sí. Tienes razón, quizá. Pero tú tenías mejor aspecto que tus amigas.

—Bueno, es usted muy amable, señora Oliver.

Ésta indicó a la visitante una silla, señalando un par de botellas.

—¿Quieres una copita de jerez? ¿Prefieres otra cosa?

—Prefiero el jerez, sí.

—Bien. Ya estás aquí. Supongo que te habrá causado extrañeza mi llamada telefónica.

—No, no. ¿Por qué?

—Creo que no soy una madrina muy consciente de mis deberes, ¿eh?

—Ya no soy una niña. Con los años caducan en buena parte las obligaciones de los padrinos.

—Sí, es cierto, pero de vez en cuando una piensa que se debe hacer algo siempre por los ahijados. Éstos pueden andar necesitados de ayuda en cualquier etapa de la vida. Yo tengo la impresión de no haber cumplido bien mis obligaciones. Me parece, por ejemplo, que no asistí a la ceremonia de tu confirmación.

—Yo creo que el deber de una madrina se reduce a hacer lo posible para que la ahijada aprenda el catecismo y otras cosas por el estilo, para que luego ésta se halle en condiciones de formular su renuncia al diablo y a sus pompas —manifestó Celia.

En sus labios se dibujó ahora una sonrisa irónica.

La chica había adoptado una actitud amistosa, sin duda. No obstante, la señora Oliver se empeñaba en ver en ella a una joven peligrosa en ciertos aspectos.

—Voy a explicarte por qué he querido ponerme en contacto contigo, querida —dijo la señora Oliver—. Se trata de algo muy curioso. Yo no suelo ir a las reuniones literarias, pero anteayer asistí a una.

—Lo sé —declaró Celia—. Leí una reseña en un periódico, en la cual se daba su nombre. Me sentí extrañada porque yo sabía, efectivamente, que usted ha rehuido siempre esa clase de reuniones.

—Hubiera preferido no estar presente en aquella comida…

—¿Por qué? ¿Lo pasó mal?

—Asistí a la comida impulsada por la curiosidad, y a sabiendas de que vería allí cosas que me agradarían y otras que no me caerían bien.

—¿Sucedió algo que le disgustó?

—Sí. Y lo que pasó se halla relacionado de una manera muy rara contigo. Pensé en seguida que debía ponerme al habla contigo precisamente porque no fue de mi agrado lo ocurrido. No me agradó, en absoluto.

—Sus palabras resultan muy intrigantes —murmuró Celia, tomando un sorbo de jerez.

—Una de las mujeres presentes en la reunión me habló… Yo no la conocía. Ella a mí, tampoco.

—Bueno, eso es algo que le habrá pasado muchas veces, señora Oliver.

—Pues sí. Es uno de los peligros de la vida literaria. La gente se acerca a una para decirle: «Me gustan mucho sus libros y me siento muy complacida al tener el honor de conocerla». Las frases vienen a ser siempre las mismas, poco más o menos.

—Yo trabajé durante cierto tiempo con una escritora. Conozco, pues, esa situación y lo difícil que es salir airosa de ella.

—Hubo algo de eso, por supuesto. Pero me encontraba preparada para afrontar esa eventualidad. Y luego, la mujer, sin más, me dijo: «Creo que usted es la madrina de una joven llamada Celia Ravenscroft».

—¡Qué raro! —comentó Celia—. Abordarla para salir con una declaración semejante… Para llegar a eso, a mi juicio, hubiera debido andar con más rodeo, ¿no? Así que primero le habló de sus libros y de lo mucho que le había gustado el último, ¿no?, para pasar inmediatamente a referirse a mí. ¿Qué tenía esa mujer contra mí?

—Por lo que yo sé, nada —afirmó la señora Oliver.

—¿Se trataba de una amiga mía?

—Lo ignoro.

Hubo una pausa en el diálogo. Celia tomó otro sorbo de jerez, escrutando el rostro de la señora Oliver.

—¿Sabe usted que ha logrado intrigarme? No sé adonde va usted a parar…

—Bueno, espero que no te enfades conmigo —dijo la señora Oliver.

—¿Y por qué he de enfadarme yo con usted?

—Porque me dispongo a decirte algo que es la repetición de otra pregunta y me expongo a que me contestes que no tengo por qué meterme en tus cosas, que lo que debo hacer es callarme, simplemente.

—Ha conseguido usted excitar mi curiosidad —afirmó Celia.

—La mujer me dio a conocer su apellido: Burton-Cox.

—¡Oh! —exclamó Celia, dando una inflexión especial al monosílabo.

—¿Conoces a la señora Burton-Cox?

—Sí, la conozco.

—La verdad: es lo que pensaba, debido a…

—Debido…, ¿a qué?

—Debido a lo que ella dijo luego.

—¿Qué le dijo de mí? ¿Que me conocía?

—Me dijo que ella creía que su hijo iba a casarse contigo.

El rostro de Celia cambió de expresión. Sus cejas se elevaron, descendiendo de nuevo. Fijó los ojos en los de la señora Oliver.

—¿Quiere usted saber si eso es cierto o no?

—No. No me interesa particularmente ese extremo. He mencionado la cuestión porque fue una de las primeras que me expuso. Ella afirmó que por el hecho de ser yo tu madrina estaba en condiciones de obtener de ti una información. Presumo que ella esperaba que conseguida por mí la misma no tendría inconveniente en pasársela.

—¿De qué información se trataba?

—Creo que no a va gustarte nada lo que pienso decirte a continuación… A mí misma me cae mal. Esa mujer fue muy descarada; se portó de una manera imperdonable. Lo que me dijo fue esto: «¿Usted podría averiguar si fue el padre quien mató a la madre o si fue ésta quien dio muerte a aquél?»

—¿Ella le hizo esa pregunta? ¿Ella le pidió que hiciera eso?

—Sí.

—¿Y no la conocía a usted personalmente?

—No, en absoluto. Jamás habíamos cruzado una palabra, hasta aquel momento.

—¿Y no le pareció sorprendente su pregunta?

—¿Que si me pareció sorprendente? Con sus palabras me produjo un verdadero sobresalto —afirmó la señora Oliver—. Se me antojó una mujer odiosa…

—Lo es, en efecto.

—¿Y tú piensas casarte con su hijo?

—Hemos considerado ya esta cuestión. No lo sé… ¿Usted sabía de qué le estaba hablando?

—Yo sabía todo lo que podía saber una persona que ha tenido relación con tu familia.

—Después de retirarse del ejército, mi padre compró una casa en el campo, a la que se fue a vivir con mi madre. Un día salieron a dar un paseo, juntos, por las inmediaciones de una escarpadura. Sus cadáveres fueron encontrados allí. Hallaron un revólver en el lugar. Pertenecía a mi padre. Al parecer, él guardaba dos en la casa. ¿Fue un doble suicidio aquello? ¿Mató mi padre a mi madre, suicidándose a continuación, o bien disparó ella sobre él antes de volver el arma contra sí misma?… Bueno, es posible que esté usted enterada de toda la historia.

—La conozco, en cierto modo —declaró la señora Oliver—. La tragedia ocurrió hace unos años, me parece.

—Hace doce años, aproximadamente, sí.

—Por entonces, tú contarías trece o catorce años, ¿no?

—Sí…

—No conozco muy a fondo el caso —aseguró la señora Oliver—. Ni siquiera estaba en Inglaterra por aquellas fechas. Me encontraba en América, con motivo de unas conferencias. Simplemente: me enteré por los periódicos del suceso. La prensa publicó una cuantas informaciones… Nadie daba con un móvil. Tus padres siempre se habían llevado bien, siempre habían vivido muy felices. Recuerdo que se mencionó eso. Yo había conocido a tus padres bastantes años atrás, especialmente a tu madre. Fuimos al mismo colegio. Después, nos separamos. Yo me casé. Ella también. Pero se fue a vivir al extranjero, no sé a dónde… A Malaya, me parece. No obstante, me dijo que tenía que ser la madrina de uno de sus hijos. Tú. Por el hecho de vivir tus padres fuera del país, nos vimos en pocas ocasiones durante muchos años. A ti te conocí por casualidad, puede decirse.

—Sí. Usted me llevaba al colegio o iba a buscarme a él, a la hora de la salida. Me acuerdo de eso bien. También recuerdo las golosinas con que me obsequiaba. Y disfruté mucho con las comidas suyas.

—Eras una criatura fuera de lo corriente. Te gustaba el caviar.

—Todavía me gusta, aunque no tengo la suerte de que me lo ofrezcan tan a menudo como entonces.

—Ya puedes imaginártelo: me quedé de piedra al leer aquello en los periódicos. Un caso raro, sí. No existía un móvil determinado. No había habido una riña, nada que sugiriera un ataque realizado por una tercera persona. Sufrí una tremenda impresión… Luego, pasó el tiempo… Pensé alguna que otra vez en la tragedia, preguntándome qué podía haber dado lugar a ella, sin dar, naturalmente, con una respuesta razonada. Todo eran suposiciones. Proseguí mi excursión por América, olvidando momentáneamente aquel asunto a causa de mis cotidianos quehaceres. Varios años más tarde, te vi, pero claro, no te hablé de aquel terrible enigma.

—Lo recuerdo. Y ahora le agradezco francamente su delicadeza.

—A lo largo de la vida —dijo Ya señora Oliver— es frecuente tropezar con hechos curiosos de los que han sido protagonistas amigos y conocidos. Tratándose de los primeros, más o menos tarde se tiene alguna idea sobre la causa del incidente producido. Pero cuando se ha estado separada de ellos durante largo tiempo se está completamente a oscuras y nunca hay nadie a mano con quien explayarse para satisfacer una legítima curiosidad.

—Usted fue siempre muy atenta conmigo —manifestó Celia—. Siempre me obsequió con bonitos presentes. Y recuerdo que el más bonito de todos fue el que me envió el día en que cumplí los veintiún años.

—A esa edad rara es la chica que no necesita disponer de un poco de dinero extra —indicó la señora Oliver—. Se quieren comprar muchas cosas a la vez, se abrigan no pocos proyectos…

—Es verdad. Yo siempre la tuve por una persona muy comprensiva, señora Oliver —dijo ahora la joven—. Usted no era como otros, que se pasan la vida haciendo preguntas, que desean saberlo todo. Usted no me preguntaba nunca nada. Me llevaba a los espectáculos o me regalaba golosinas, hablándome con toda naturalidad, sin intentar sonsacarme nada. Sé lo que vale esto. He conocido ya a demasiadas personas entrometidas.

—Sí. Tarde o temprano, descubrimos con frecuencia que quienes nos abordan desean algo de nosotros —contestó la señora Oliver—. Pese a todo, pese a saber lo que pasa normalmente, lo sucedido en el marco de la comida literaria de que te he hablado me sorprendió terriblemente. La señora Burton-Cox era una persona completamente desconocida para mí. Nada la autorizaba a hacerme tan extraordinaria pregunta. No acierto a comprender para qué necesitaba la información solicitada. ¿Qué tiene que ver ella con el caso? A menos que…

—A menos que relacionara la cosa con mi eventual casamiento con Desmond. Desmond es su hijo.

—Es posible. Aun así, continúo sin comprender…

—La señora Burton-Cox se mete en todo. Es una mujer odiosa, en efecto, como usted ha dicho.

—Pero me imagino que Desmond no es así.

—No, no. Yo quiero mucho a Desmond y él me corresponde. Su madre, en cambio, me disgusta.

—¿Está muy apegado él a su madre?

—No lo sé, realmente —declaró Celia—. Es posible que sí. No en balde es su hijo. De todos modos, de momento, yo no pienso casarme. No me encuentro en la disposición más idónea para dar tal paso. Además, han surgido ciertas dificultades, hay muchos pros y contras. Esa mujer lograría suscitar su curiosidad, señora Oliver. Es lógico. Usted querrá saber ahora por qué razón esa señora metomentodo pretendió que hiciera determinadas averiguaciones para más tarde ponerla al corriente a ella… A propósito, ¿me está usted formulando su pregunta?

—¿La de si tú crees o sabes si fue tu madre quien mató a tu padre, o si éste dio muerte a aquélla, o fue esa tragedia un doble suicidio?

—A eso me refería, sí. Yo quiero preguntarle a mi vez, sin embargo, si ha abrigado en algún instante la intención de poner en conocimiento de la señora Burton-Cox la información que pudiera facilitarle.

—No. Ni hablar. Ni por un momento se me ha pasado por la cabeza semejante idea. Cuando se me presente la ocasión, de ser necesario, le diré que este asunto no es de su incumbencia, ni de la mía, y que no pienso darle traslado de nada de lo que tú puedas contarme o haberme contado.

—Es lo que me imaginé —dijo Celia—. Creo que puedo confiar en usted. No me importa referirle lo que sé.

—No es preciso. No te lo he pedido.

—Cierto. Voy a darle la respuesta, sin embargo. Es muy sencilla: yo no sé nada.

—Nada… —repitió la señora Oliver, pensativa.

—Yo no me encontraba allí cuando pasó aquello. No estaba en la casa. No acierto a recordar dónde me hallaba entonces. Creo que en Suiza, en un colegio… Es posible que estuviera en otra parte, pasando unas vacaciones en casa de alguna condiscípula. Hágase cargo. Tengo unos recuerdos muy confusos de aquellas fechas.

—Eso es lógico. ¿Cómo ibas a saber algo? Eras muy joven, entonces.

—Me interesaría saber qué es lo que usted piensa concretamente —declaró Celia—. ¿Qué estima más probable: que estuviera enterada de todo o que no?

—Bueno. Tú me has dicho que no te encontrabas en casa. De haber estado allí, yo estimaría probable que estuvieses informada. Los chiquillos suelen enterarse de todo. Y los jóvenes que no han rebasado los veinte años. Los chicos y chicas, en esos años, saben mucho, ven mucho y hablan poco. Pero ellos captan cosas que se les escapan a los de fuera, se enteran de cosas que no siempre están dispuestos a referir, y menos aún a los sabuesos de la policía.

—Es usted una mujer muy sensata, señora Oliver. No creo que supiera nada entonces. Estimo que no tenía ninguna idea sobre lo sucedido. ¿Qué pensó la policía? No tome a mal mi pregunta. Nunca leí nada relativo a las indagaciones…

—La policía, según creo, estimó que se trataba de un doble suicidio. Ahora bien, me parece que en ningún momento llegó a dar con la razón motivadora del mismo.

—¿Quiere usted saber lo que pienso?

—Si no deseas decírmelo espontáneamente, no —contestó la señora Oliver.

—Supongo que le interesa saberlo. Después de todo, usted se dedica a escribir historias referentes a crímenes. Juzgo que esta circunstancia suscita su interés.

—Sí, lo admito, pero nada más lejos de mí que la intención de ofenderte buscando una información que en realidad no es de mi incumbencia.

—Le confesaré que de vez en cuando me formulé ciertas preguntas… ¿Cómo? ¿Por qué? Lo malo era que yo sabía muy poco acerca de la marcha de las cosas en nuestro hogar. Las vacaciones anteriores habíalas pasado en el Continente, con motivo de un intercambio, de manera que hacía tiempo que no había visto a mis padres. Habían estado en Suiza, sacándome del colegio en una o dos ocasiones, y eso fue todo. Los vi como siempre, pero se me figuraron mucho más viejos. Creo que mi padre no se encontraba muy bien. Cada día se sentía más débil. No sé si tenía algo de corazón. De niña no se piensa mucho en estas cosas. A mi madre la veía cada vez más nerviosa. Tenía manías con respecto a su salud. Los dos se llevaban bien. Nada de anormal descubrí en sus relaciones. Claro está, cada uno tenía sus ideas, pero…

—Creo que es mejor que dejemos ese tema —decidió la señora Oliver—. No hay por qué ahondar más. Todo quedó muy atrás. El veredicto fue completamente satisfactorio. No hubo manera de descubrir un móvil o algo parecido. Y no se habló de si tu padre había matado deliberadamente a tu madre, ni de si ésta acabó con él.

—Si me preguntaran cuál de las dos cosas era la más probable —afirmó Celia—, yo me inclinaría a pensar que fue mi padre quien mató a mi madre. En un hombre, tal acción es más natural. Disparar sobre una mujer, por un motivo u otro… Yo no creo que una mujer, y menos como mi madre, pueda llegar a hacer fuego fríamente contra su marido. De haber querido ella eliminarlo, hubiera elegido otro método. Ahora bien, me niego a creer que uno deseara ver muerto al otro.

—Entonces, tuvo que haber una tercera persona, ¿no?

—Sí, pero, ¿quién?

—¿Quién más había en la casa?

—Un ama ya entrada en años, que veía y oía muy poco, y una chica joven extranjera, que pagaba su alojamiento y manutención ayudando en los trabajos domésticos. Había cuidado de mí (era muy agradable), habiendo vuelto a la casa para atender a mi madre, que había estado en un hospital…

Se encontraba allí también una tía a la que nunca tuve mucho cariño. Ninguna de estas personas tenía nada contra mis padres, a mi juicio. Nadie salió ganando con su muerte, excepto yo, creo, y mi hermano Edward, cuatro años menor. Heredamos dinero, pero no mucho. Mi padre tenía su pensión. Mi madre, una pequeña renta. No. Allí no se veía nada de particular.

La señora Oliver contestó ahora:

—Lo siento mucho, hija. Lamento haberte hecho recordar cosas bien tristes con mi pregunta.

—No me siento conturbada por la evocación de nuestra tragedia. Usted la ha agitado un poco en mi mente y esto ha despertado mi interés. Piense que han pasado años, que soy una mujer ya y que por tanto me agradaría saber a qué atenerme. Quise a mis padres como muchos otros hijos aman a los suyos. Fue el mío un cariño normal, no una pasión. Estimo que tuve pocos puntos de contacto con ellos. No sabía cómo eran en realidad, ni cómo era su vida en común. No sabía a ciencia cierta cuáles eran sus preferencias… Sigo en la misma ignorancia hoy. Desearía que esto no fuese así. Me pasa ahora lo mismo que si llevase dentro de mí un erizo que se agitara constantemente, que no me dejara en paz un instante. Sí. Me gustaría estar informada. ¿Por qué? Para dejar de pensar en esa tragedia de una vez para siempre.

—Así pues, Celia, tú piensas en ella…

La joven miró fijamente a la señora Oliver. Parecía estar intentando adoptar una decisión.

—Sí. No he dejado de pensar en eso nunca. Creo que pronto me habré forjado una idea sobre el caso… No sé si me comprende. Y Desmond abriga idéntica impresión.

Загрузка...