Capítulo V

LOS VIEJOS PECADOS TIENEN LARGAS SOMBRAS


Hércules Poirot puso en marcha la puerta giratoria, que le llevó al interior del pequeño restaurante. Había poca gente allí. Localizó en seguida al hombre con quien estaba citado. Junto a una de las mesas del rincón se elevó el sólido corpachón del Superintendente Spence.

—Ha dado usted con el local, ¿eh? Supongo que sin muchos trabajos.

—En absoluto. Sus señas eran muy precisas.

—Permítame que le presente al Superintendente Jefe Garroway… monsieur Hércules Poirot.

Garroway era un hombre alto y delgado, de faz delgada, ascética. Sus escasos y grises cabellos se aclaraban por completo en lo alto de la cabeza, dibujando en ella una especie de tonsura. En consecuencia, parecía un sacerdote, hasta cierto punto.

—Encantado —dijo Poirot.

—En la actualidad, estoy jubilado —explicó Garroway—, pero todavía recuerda uno muchas cosas. Se trata de cosas del pasado, generalmente, olvidadas, en cambio, a veces totalmente, por el gran público.

Hércules Poirot estuvo a punto de contestar: «Los elefantes disfrutan de una memoria excelente», pero se contuvo a tiempo. Asociaba esta frase mentalmente con Ariadne Oliver y le costaba trabajo no pronunciarla cuando en ciertas ocasiones los interlocutores aludían a conceptos adecuados.

Los tres hombres tomaron asiento. Un camarero les llevó el menú. El Superintendente Spence, cliente de aquel restaurante, dio algunos consejos a sus acompañantes. Garroway y Poirot eligieron sus platos. Luego, recostándose en sus sillas, saborearon el jerez que acababan de servirles, observándose mutuamente en silencio por unos minutos.

—Tengo que presentarles mis excusas —dijo Poirot—. Tengo que rogarles que me disculpen por recurrir a ustedes en relación con un asunto que está más que liquidado.

—Lo que a mí me gustaría saber —dijo Spence— es por qué se ha interesado por el caso. ¿Por qué razón desea ahondar en el pasado? ¿Tiene esto algo que ver con cualquier cosa ocurrida recientemente? ¿Se ha sentido repentinamente interesado por este caso más bien inexplicable?

»El inspector Garroway fue el encargado en su día de las investigaciones sobre el asunto Ravenscroft. Hemos sido siempre buenos amigos y por tal motivo no he experimentado dificultades a la hora de intentar ponerme en contacto con él.

—Y ya veo que ha tenido la amabilidad de estar presente aquí hoy. Todo, sencillamente, porque me ha picado la curiosidad, una curiosidad que no se justifica muy bien, quizá, por el hecho de pertenecer el caso Ravenscroft al pasado y haber sido liquidado definitivamente.

—Bueno —contestó Garroway—, yo no me atrevería a decir tanto. Todos estamos interesados por algunos casos pertenecientes al pasado. ¿Mató Lizzie Borden realmente a sus padres con un hacha? Hay gente que todavía cree que no. ¿Quién asesinó a Charles Bravo y por qué? Existen diversas hipótesis, en su mayor parte no muy bien fundadas, A estas alturas, la gente formula todavía diversas explicaciones también.

Sus vivos y astutos ojos se fijaron en Poirot.

—Además, si no estoy equivocado, monsieur Poirot, en varias ocasiones se ha ocupado con éxito de algunos casos, todos ellos pertenecientes al pasado.

—En tres ocasiones, ciertamente —concretó el superintendente Spence.

—La primera vez creo que fue con motivo de una petición formulada por una joven canadiense.

—Así es —dijo Poirot—. Tratábase de una chica muy vehemente, muy apasionada y enérgica. Se presentó aquí con el afán de efectuar indagaciones en relación con un crimen que había motivado la condena de su madre a muerte. La mujer falleció antes de que se cumpliese la sentencia… La chica en cuestión estaba convencida de que su madre era inocente.

—¿Y pudo convencerle a usted ella, a su vez? —inquirió Garroway.

—De buenas a primeras, no —contestó Poirot—, pero me impresionó en seguida su vehemencia, la seguridad con que hablaba.

—Es natural que una hija se empeñara a toda costa en demostrar la inocencia de su madre —señaló Spence.

—Había algo más que eso —declaró Poirot—. La chica supo hacerme ver qué clase de mujer era su madre.

—¿Una mujer incapaz de cometer un crimen?

—No es eso. Ustedes estarán de acuerdo conmigo en que no hay ninguna persona que pueda ser juzgada incapaz de cometer un crimen. Ocurría en este particular caso que la madre jamás alegó ser inocente. Parecía estar satisfecha con la sentencia dictada por el tribunal. Esto constituía ya de por sí un detalle curioso. ¿Era una derrotista? Al parecer, no. Es una cosa que quedó demostrada nada más iniciar yo mis investigaciones. Puedo afirmar que no sólo no era una derrotista, sino que resultó ser todo lo contrario.

Garroway se mostró sumamente interesado por las palabras de Poirot. Inclinóse sobre la mesa, cortando una punta al panecillo que el camarero había colocado junto a su plato.

—¿Y resultó ser también inocente?

—Sí —contestó Poirot.

—¿Se sintió usted sorprendido ante tal descubrimiento?

—En su momento, no. Había un par de cosas, una de ellas, singularmente, que ponía de relieve su falta de culpabilidad. Se trataba de un hecho no valorado por nadie cuando debiera haber sido considerado…[1]

El camarero sirvió a los tres comensales un plato a base de trucha pasada por las brasas en este momento.

—Hubo otro caso de investigación referida a una época pasada, aunque no planteado de la misma forma —agregó Spence—: el de la chica que en el transcurso de una reunión declaró haber visto cometer un asesinato[2].

—Otra acción proyectada hacia el pretérito, en efecto —confirmó Poirot.

—¿Y era cierto que la chica había visto cometer aquel crimen?

—No —contestó Poirot—. Esta trucha es deliciosa —añadió, satisfecho.

—En este restaurante, los platos de pescado son magníficos —apuntó el superintendente Spence.

El hombre se sirvió más salsa.

—La salsa también es estupenda —declaró a modo de justificación.

Los siguientes tres minutos transcurrieron en silencio.

—Cuando Spence me preguntó si recordaba las circunstancias del caso Ravenscroft —manifestó el superintendente Garroway—, me sentí intrigado y encantado al mismo tiempo.

—¿No lo había olvidado del todo?

—El caso Ravenscroft es de los que se recuerdan siempre.

—¿Cree usted que existieron en él algunas discrepancias raras? ¿Hubo falta de pruebas, demasiadas hipótesis, quizá?

—No —contestó Garroway—. Nada de eso. Las pruebas recogían los hechos visibles. No era la primera vez que una pareja moría en circunstancias parecidas a aquéllas. Y sin embargo…

—¿Qué? —preguntó Poirot.

—Todo apuntaba hacia el error —dijo Garroway.

—¡Ah! —exclamó Spence, que se sentía muy interesado, evidentemente, por aquel diálogo.

—En cierta ocasión, llegó usted a pensar lo mismo, ¿no? —inquirió Poirot, volviéndose hacia él.

—En el caso de la señora Macginty, sí[3].

—Usted no se dio por satisfecho cuando aquel difícil joven fue arrestado —recordó Poirot—. Había muchas razones que abonaban su actuación; daba la impresión de ser el autor de todo; todo el mundo lo tenía por tal. Pero usted sabía que no había hecho nada. Estaba tan seguro de eso que fue en busca mía, rogándome que averiguara lo que pudiera.

—Me procuré su colaboración. La cual me fue muy útil, ¿no es así? —preguntó Spence.

Poirot suspiró.

—Por fortuna. Era un joven sumamente fastidioso aquél. Merecía haber sido colgado, no porque hubiese cometido algún crimen sino por el empeño que ponía en que los demás no le ayudasen a demostrar su inocencia. Y ahora nos enfrentamos con el caso Ravenscroft… Usted ha dicho, superintendente Garroway, que algo del mismo marchó mal, ¿no?

—Sí. Yo tenía esa seguridad. Hasta cierto punto, claro… Usted ya me comprende, sin duda.

—Le entiendo —afirmó Poirot—. Como también le entiende Spence. Uno tropieza con esas cosas, a veces. Se poseen pruebas, hay un móvil, hay una oportunidad, se tienen pistas, se conoce la mise en scéne… Disponemos, por así decirlo, de una especie de plano a la vista. Pero se presiente el error. Es como cuando un crítico, dentro del mundo artístico, se sitúa frente a un cuadro. Instintivamente, sabe ver su falsedad, su falta de autenticidad.

—Nada pude hacer entonces, realmente —confesó el superintendente Garroway—. Estudié el caso por arriba, por abajo, por delante y por detrás. Hablé con algunas personas. No había nada más. Parecía haber mediado un pacto de suicidio entre las dos víctimas. Desde luego, la iniciativa pudo ser del esposo o de la esposa. Esta clase de sucesos se dan de tarde en tarde. Uno se encuentra ante hechos consumados. Y en la mayor parte de los casos da más o menos tarde con el porqué.

—En este caso concreto no se tenía la menor idea sobre el porqué, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Verá usted… En el momento en que se inicia una investigación, en cuanto se ven cosas y se empieza a hablar con la gente, uno consigue hacerse con un cuadro descriptivo, muy elocuente, por regla general. Aquello era una pareja que se había adentrado ya bastante en la vida. El historial del esposo era bueno. La esposa era una mujer afable, de buen carácter. Se llevaba bien el matrimonio. Esto es algo que se sabe en seguida. Vivían felices y tranquilos.

»Pasaban el tiempo dando largos paseos, jugando al picquet o al póquer. Tenían hijos que no habían sido causantes de particulares ansiedades: un chico en un colegio de Inglaterra y una chica interna en un pensionnat de Suiza. Nada erróneo u oscuro se advertía en aquellas vidas. Las víctimas disfrutaban hasta el momento de producirse la tragedia de una salud casi normal. El esposo había padecido algo de hipertensión, pero se mantenía en buena forma gracias a una medicación apropiada. Su esposa era ligeramente sorda, habiendo sufrido algún tiempo atrás del corazón. Nada que pudiera mantenerla constantemente preocupada. Es posible que él o ella fuesen aprensivos, desde luego. Hay individuos que gozan de una salud excelente y, sin embargo, están convencidos de que padecen una enfermedad grave y oculta por cuya razón creen que no van a vivir mucho tiempo. A veces, este convencimiento les lleva al suicidio. Yo no catalogaría a los Ravenscroft en esa categoría humana. Él y ella eran dos seres equilibrados y serenos.

—¿Qué es lo que realmente pensó usted ante todo aquello? —preguntó Poirot.

—Reflexionando ahora sobre el caso, me digo que fue un doble suicidio. No pudo haber otra cosa. Por una razón u otra, los dos llegaron a ver la vida como algo insoportable. Sin embargo, no se enfrentaban con dificultades económicas, no estaban enfermos, no eran dos seres castigados por las desgracias. Al llegar aquí, se quedaba uno parado. Aquello tenía todas las trazas del suicidio. No acierto a ver otra cosa.

»Salieron a dar un paseo. Y se llevaron consigo un revólver. El arma fue encontrada entre los dos cadáveres. Sus huellas dactilares, borrosas, estaban en el revólver. Los dos lo habían empuñado, pero no había manera de saber quién fue el primero en disparar. Uno se inclina a pensar que fue el esposo quien disparó sobre la esposa, suicidándose a continuación. Y yo pienso así porque lo estimo lo más probable. ¿Por qué? ¿Por qué? Han pasado bastantes años. Pero siempre que leo en los periódicos la noticia del suicidio de un matrimonio vuelvo a preguntarme qué fue lo que pasó en el caso de los Ravenscroft. Han transcurrido doce o catorce años y sigo planteándome esa incógnita. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Odiaba el hombre a su esposa? ¿Databa ese odio de mucho tiempo atrás? ¿O era ella quien odiaba al marido, ansiando deshacerse de él? ¿Era aquel odio mutuo? ¿Tan insoportable les resultaba aquella situación que no pudieron resistirla por más tiempo?

Garroway se llevó otro trozo de pan a la boca.

—Usted me ha hecho pensar de nuevo en el caso, monsieur Poirot. ¿Se le ha acercado alguien para decirle cualquier cosa capaz de excitar su curiosidad? ¿Ha dado usted con algo que pueda ser la respuesta al porqué?

—No —dijo Poirot—. Con todo, usted debió de formularse una hipótesis. ¿Es así o no?

—Sí, desde luego. Uno elabora hipótesis, con la esperanza de que alguna de ellas sirva para explicárselo todo. Habitualmente, sin embargo, no sirven de nada. Creo que llegué a una conclusión: que no podía buscar la causa del hecho por no disponer de elementos de juicio suficientes. ¿Qué sabía yo acerca del matrimonio? El general Ravenscroft estaba a punto de cumplir los sesenta años; su esposa tenía treinta y cinco… De sus vidas, en rigor, yo conocía únicamente un último período, de cinco o seis años de extensión. El general se había retirado. Habían vuelto a Inglaterra después de residir en el extranjero. Tras una breve estancia en Bournemouth, habíanse trasladado a la casa en que ocurrió la tragedia. Habían vivido allí tranquilamente, en paz. Sus hijos regresaban en la época de las vacaciones escolares. Yo diría que se trataba de una etapa feliz al final de lo que uno se inclinaba a considerar una vida normal.

»Ahora bien, ¿qué sabía yo sobre aquella existencia supuestamente normal? Conocía la vida que había llevado tras el retiro, en Inglaterra, sabía de su familia… No había móviles de tipo económico, ni el del odio, ni complicaciones de índole sexual. Pero existía otro período anterior a eso. ¿Qué sabía de él? Yo estaba enterado de que el matrimonio había residido casi siempre en el extranjero, efectuando ocasionales visitas a Inglaterra. El hombre tenía un buen historial. Las amigas de la esposa conservaban gratos recuerdos de ella. Nada apuntaba a la riña, al disgusto, a la tragedia. Claro, podía haber cosas que yo desconociera.

»Había que considerar un período de veinte-treinta años, los que iban desde la infancia hasta la época de la boda, el tiempo que viviera el matrimonio en Malaya y en otros sitios. Quizá la raíz del drama estuviera allí. Mi abuela gustaba de citar un elocuente proverbio: Los viejos pecados tienen largas sombras. ¿Radicaba la causa de aquella doble muerte en alguna larga sombra, en una sombra del pasado? Esto no es nunca fácil de averiguar. Uno se entera en seguida del historial personal y profesional de un hombre, de lo que dicen de él sus amigos y conocidos… En cuanto a lo de llegar a los detalles íntimos, ya es otro cantar. Una hipótesis fue tomando arraigo en mi mente: había que dar con algo que hubiese sucedido en otro país. Podía tratarse de algo supuestamente olvidado, liquidado, pero todavía latente. Y susceptible de proyectarse sobre la vida del matrimonio en Inglaterra. Yo creo que hubiera acabado por dar con ese algo misterioso… de haber sabido dónde centrar mi búsqueda.

—Concretando: debía haber pensado en un hecho que nadie pudiera recordar aquí, por la sencilla razón de que los amigos del matrimonio, dentro de Inglaterra, no lo hubieran conocido nunca.

—Sus amigos de Inglaterra se habían ido desparramando por el país con el paso de los años, aunque supongo que, ocasionalmente, el matrimonio era visitado por algunos. Lo normal es que la gente comente lo actual, lo que tiene más a mano. Las personas olvidan con mucha facilidad…

—Sí. La gente suele ser olvidadiza —comentó Poirot, pensativo.

—Las personas no son como los elefantes —dijo el superintendente Garroway, con una débil sonrisa—. Se ha afirmado en varias investigaciones que los elefantes tienen una memoria prodigiosa.

—Es raro que haya dicho usted eso —manifestó Poirot.

—¿Lo de los viejos pecados con largas sombras?

—No, no. Es su observación sobre los elefantes lo que me ha llamado la atención.

El superintendente Garroway miró a Poirot sorprendido. Parecía estar esperando algo más. Spence fijó sus ojos atentamente en su viejo amigo.

—Pudo ser algo que pasara en el este —sugirió—. Quiero decir… Bueno, allí hay elefantes, ¿no? También los tenemos en África. De todos modos, ¿quién ha estado hablándole a usted de esos animales?

—Los mencionó una amiga mía —explicó Poirot—. Usted la conoce —añadió, dirigiéndose al superintendente Spence—. Es la señora Oliver.

—¡Oh! Ariadne Oliver. ¡Vaya!

—¿En qué está usted pensando? —inquirió Poirot.

—¿Es que ella sabe algo sobre este asunto?

—No lo sé, todavía… Pero es posible que averigüe algo antes de que transcurra mucho tiempo —Poirot agregó pensativo—: Ya sabe usted cómo es la señora Oliver. Suele ser muy inquieta.

—En efecto. ¿Ha concebido alguna idea especial?

—¿Se refieren ustedes a Ariadne Oliver, la escritora? —preguntó Garroway, con interés.

—Sí, por supuesto —aclaró Spence.

—Sé que se dedica a escribir novelas policíacas. No me explico de dónde saca sus ideas, los hechos que forman parte de sus argumentos.

—Las ideas se las saca de la cabeza. En cuanto a los hechos… Bueno, esto último es más difícil de explicar —declaró Poirot.

Hubo una pausa en la conversación.

—¿Piensa usted en algo en particular, Poirot?

—Sí —contestó aquél—. En cierta ocasión le eché a perder un argumento. Bueno, eso es lo que me ha dicho muchas veces. Acababa de ocurrírsele una excelente idea sobre un hecho, algo que tenía que ver con un chaleco de lana de mangas largas, cuando se me ocurrió llamarla por teléfono, con lo cual la distraje, siendo el culpable de que se le olvidara lo que había pensado. De vez en cuando, me lo echa en cara.

—¡Válgame Dios! —exclamó Spence—. Eso viene a ser como lo del perejil que se hundió en la mantequilla un día de mucho calor. ¿Saben a qué me refiero? A la historia de Sherlock Holmes y el perro que no hizo nada por la noche…

—¿Tenían ellos un perro? —preguntó Poirot.

—¿Cómo?

—He preguntado si ellos tenían un perro. Me refiero al general y a lady Ravenscroft. ¿Se hicieron acompañar por algún perro el día en que dieron el paseo que había de terminar con su muerte?

—Tenían un perro, sí —dijo Garroway—. Supongo que el animal les acompañaría frecuentemente en sus paseos.

—De haberse tratado de una de las historias de la señora Oliver, el perro hubiera sido hallado aullando junto a los dos cadáveres. Pero no sucedió nada de eso.

Garroway denegó con un movimiento de cabeza.

—¿Dónde estará ese perro ahora? —inquirió Poirot.

—Supongo que estará enterrado en algún jardín —señaló Garroway—. Pasaron catorce años desde entonces.

—En consecuencia, no podemos recurrir al animal para someterlo a un interrogatorio —dijo Poirot—. Una lástima. Es sorprendente… ¡La de cosas que llegan a saber los perros! Concretamente, ¿quiénes se encontraban en la casa? Me refiero al día en que se cometió el crimen.

—Me he traído una lista —declaró el superintendente Garroway—, por si usted deseaba consultarla. La señora Whittaker, una mujer de edad, hacía de cocinera y ama… Era su día libre, de modo que sus declaraciones resultaron ser de escasa utilidad para nosotros. Había también una persona que en otro tiempo había sido institutriz de los chicos de los Ravenscroft, según tenía entendido. La señora Whittaker era bastante sorda y corta de vista. No pudo referirnos nada de interés. Sólo que lady Ravenscroft había estado poco tiempo atrás en una clínica… Cosa de los nervios, al parecer. Se encontraba allí, asimismo, un jardinero.

—Pero pudo presentarse un extraño allí, una persona ajena a la casa. Una sombra del pasado. ¿Es ésa su idea, superintendente Garroway?

—Más que una idea, una hipótesis.

Poirot guardó silencio. Estaba pensando en que una vez le habían pedido que se adentrara en el pasado, teniendo ocasión de estudiar a cinco personas que le habían hecho acordarse de una canción infantil: «Cinco cerditos». Había vivido una experiencia interesante y remuneradora, por el hecho de haber logrado dar con la verdad.

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