Capítulo 7

Verano de 1979

Ahora compartían el dolor. Como dos siamesas, se apretaban la una contra la otra en una simbiosis mantenida por la misma proporción de odio que de amor. Por un lado, infundía seguridad el no tener que estar sola en la oscuridad. Por otro, el mal generaba la enemistad natural, el deseo de librarse, de que fuese la otra la que sufriese el dolor la próxima vez que él llegase.

No hablaban mucho. Las voces resonaban aterradoras en aquella ceguera subterránea. Cuando los pasos se acercaban de nuevo, se separaban en el acto perdiendo ese contacto de la piel que constituía su única protección en las tinieblas. Ahora, lo único que importaba era huir del dolor y se arrojaban la una sobre la otra, luchando cada una por no ser la primera en caer en manos del perverso.

En esta ocasión fue ella quien ganó y empezó a oír los gritos. En cierto modo, librarse era casi igual de terrible. El crujido de los huesos al romperse estaba grabado en su tímpano y cada grito que profería la otra lo sentía ella en su cuerpo maltratado. Además, sabía lo que sucedía a los gritos. Después del dolor, las mismas manos que retorcían y doblaban, que pinchaban y herían, se transformaban y se posaban cálidas y dulces sobre el lugar en que el dolor era más intenso. Ella conocía ya aquellas manos tan bien como las suyas. Eran grandes y fuertes, pero, al mismo tiempo, suaves, sin rugosidades ni protuberancias. Esos dedos, largos y sensibles como los de un pianista y, pese a que nunca los había visto, era capaz de recrearlos en su mente.

De pronto empezaron a identificarse los gritos y deseó poder alzar los brazos para cubrirse las orejas con las manos. Pero sus brazos colgaban flácidos e inútiles a ambos lados de su cuerpo y se negaban a obedecer sus instrucciones.

Cuando cesaron los lamentos y la trampilla que había sobre su cabeza se abrió para volver a cerrarse enseguida, fue arrastrándose sobre la fría y húmeda superficie hacia la fuente de los gritos.

Era el momento de procurar consuelo.


* * *

Mientras la tapa del ataúd empezaba a deslizarse, todos guardaban silencio. Patrik se sorprendió al darse cuenta de que, nervioso, se volvía a mirar hacia la iglesia. No sabía qué esperaba ver. Un rayo que surgiese de la torre y que los abatiese a todos en plena práctica hereje. Sin embargo, no sucedió nada semejante.

Cuando vio el esqueleto en el ataúd, se le encogió el corazón. Se había equivocado.

– Bueno, Hedström, vaya embrollo que has organizado con este asunto.

Mellberg movía la cabeza de un lado a otro, como lamentándose, y sólo con esa frase logró que Patrik se sintiera como si hubiesen colocado su cabeza de diana. En cualquier caso, su jefe tenía razón. Menudo embrollo.

– Bien, entonces, nos lo llevamos para constatar que es el tipo que creemos. Aunque no creo que nos llevemos ninguna sorpresa al respecto, porque no tendrás también alguna teoría sobre intercambio de cadáveres o algo así, ¿verdad?

Patrik no respondió, sólo meneó la cabeza al tiempo que se decía que, seguramente, merecía tanta ironía. Los técnicos hicieron su trabajo y, cuando el esqueleto, poco después, viajaba camino a Gotemburgo, Patrik y Martin se acomodaron en el coche para regresar a la comisaría.

– Podías haber estado en lo cierto. Tampoco era tan descabellado.

Martin intentaba consolarlo, pero Patrik seguía negando con la cabeza.

– No, tú tenías razón. Eran unos planes de conspiración demasiado grandiosos para que fuese verosímil. Supongo que tendré que aguantar más de una broma durante mucho tiempo.

– Pues sí, cuenta con ello -convino Martin compasivo-. Pero míralo de este modo: ¿podrías haber vivido tranquilo si no lo hubieses hecho y después se hubiese descubierto que tenías razón y que le había costado la vida a Jenny Möller? Así, por lo menos, lo has intentado y tenemos que seguir trabajando con todas las ideas que se nos ocurran, descabelladas o no. Es nuestra única posibilidad de encontrarla antes de que sea tarde.

– Si no lo es ya -remató Patrik sombrío.

– ¿Lo ves? Así es justamente como no debemos pensar. Aún no la hemos encontrado muerta, es decir, que sigue viva. No hay otra posibilidad.

– Tienes razón. Sólo que no sé en qué dirección continuar. ¿Dónde intentaremos buscar ahora? Siempre vamos a parar a la maldita familia Hult, pero nunca con argumentos suficientes como para obtener algo concreto sobre lo que trabajar.

– Tenemos la conexión entre los asesinatos de Siv, Mona y Tanja.

– Y nada que nos diga que existe relación entre ellas tres y la desaparición de Jenny Möller.

– Así es -admitió Martin-, pero en realidad eso no importa, ¿no crees? Lo principal es que hagamos cuanto podamos por encontrar al asesino de Tanja y al que secuestró a Jenny. Si es la misma persona o si se trata de dos sujetos distintos, ya lo veremos. Pero hemos de hacer todo lo que podamos.

Martin subrayó cada una de sus últimas palabras, con la esperanza de que el mensaje hubiese calado. Comprendía que Patrik se martirizase tras el fracaso de la exhumación del cadáver, pero en aquellas circunstancias no podían permitirse un jefe de investigación que careciese de confianza en sí mismo. Tenía que creer en lo que estaban haciendo.

Cuando llegaron a la comisaría, Annika los retuvo en la recepción. Tenía el auricular en una mano y cubría el micrófono con la otra, para que la persona con la que hablaba no oyese lo que iba a decirles.

– Patrik, es Johan Hult. Tiene mucho interés en localizarte. ¿Lo atiendes en tu despacho?

Patrik asintió y se dirigió aprisa a responder desde su mesa. Un segundo después, Annika le había pasado la llamada y sonó el teléfono.

– Patrik Hedström.

Escuchó con gran interés, interrumpió al interlocutor con un par de preguntas y, con renovada energía, echó a correr por el pasillo en dirección al despacho de Martin.

– Vamos, Molin, tenemos que ir a Fjällbacka.

– Pero ¡si acabamos de llegar de allí! ¿Adónde vamos?

– Vamos a mantener una pequeña conversación con Linda Hult. Creo que tenemos en marcha algo interesante, algo muy, muy interesante.


Erica esperaba que, al igual que la familia Flood, los nuevos huéspedes también quisieran irse a pasar el día en la playa y así podría librarse de ellos. Sin embargo, se equivocó por completo sobre ese particular.

– A Madde y a mí no nos va mucho el mar. Nos apetece más quedarnos aquí en el jardín haciéndote compañía. Tenéis unas vistas tan bonitas…

Jörgen contemplaba satisfecho el panorama del archipiélago, dispuesto a pasar el día al sol. Erica intentó reprimir la risa, pues su aspecto era ridículo. Estaba blanco como una aspirina y, a todas luces, pretendía mantenerse así. Se había embadurnado en crema protectora de la cabeza a los pies, lo que lo hacía parecer más blanco aún, pero en la nariz se había puesto una especie de loción de color fosforescente con más factor de protección. Completaba el look un enorme sombrero y, tras media hora de preparativos y entre suspiros de satisfacción, fue a echarse junto a su mujer en una de las tumbonas que Erica se sintió obligada a ofrecerles.

– ¡Ah!, esto es el paraíso, ¿verdad, Madde?

Jörgen cerró los ojos y Erica se dijo contenta que podría aprovechar para quedarse sola un rato, pero el invitado abrió un ojo:

– ¿Sería mucho pedir que nos trajeras algo de beber? Un buen vaso de refresco no estaría nada mal. Seguro que a Madde también le apetece.

Su mujer asintió, sin dignarse abrir la boca ni alzar la vista. Tan pronto como se instaló en la tumbona, se aplicó a la lectura de un libro sobre derecho fiscal y, a juzgar por su aspecto, también ella parecía sentir horror por las quemaduras solares: unos pantalones hasta los tobillos y una camisa de manga larga evitarían que ocurriese tal cosa. Además, también llevaba sombrero y la nariz fosforescente. Al parecer, toda precaución era poca. Así tumbados, uno junto al otro, se asemejaban a dos alienígenas que hubiesen aterrizado sobre el césped de Erica y Patrik.

Erica fue a la cocina a preparar el refresco. Cualquier cosa, con tal de no tener que charlar con ellos. Eran con diferencia las personas más aburridas con las que se había topado en su vida. Si, la noche anterior, le hubiesen dado a elegir entre pasar el rato con ellos o entretenerse observando cómo se secaba la pintura de una pared, no lo habría dudado ni un instante. Llegado el momento, ya le diría un par de cosas a la madre de Patrik por haberles dado tan generosamente su número de teléfono.

Al menos Patrik podía escaparse unas horas mientras estaba en el trabajo, aunque a ella no le había pasado inadvertido el hecho de que el caso lo tenía deshecho; nunca lo había visto tan afectado, tan ansioso de obtener resultados. Claro que, en otros casos anteriores, no era tanto lo que había en juego.

Le habría gustado poder ayudarle un poco más. Durante la investigación de la muerte de su amiga Alex, sus aportaciones fueron de utilidad para la policía en varias ocasiones; pero en aquel caso su implicación era también de tipo personal. Ahora, además, se veía encadenada a la ingente mole en que se había convertido su cuerpo. La barriga y el calor se confabulaban para, por primera vez en su vida, obligarla a una ociosidad involuntaria. Por si fuera poco, experimentaba la desagradable sensación de que su cerebro hubiese adoptado la posición de reposo. Todos sus pensamientos se orientaban al bebé que llevaba en su vientre y al esfuerzo hercúleo que se le exigiría en un futuro no muy lejano. Su mente se empecinaba en no centrarse durante mucho rato en otros asuntos, de modo que se preguntó cómo lo harían las embarazadas que trabajaban hasta el día previo al parto. Cabía la posibilidad de que ella fuese distinta pero, a medida que avanzaba el embarazo, se había visto reducida -o elevada, según se mirase-, a una palpitante incubadora, un organismo de alimentación y reproducción. Cada fibra de su cuerpo estaba preparada para dar a luz al bebé, de ahí que los intrusos despertasen en ella más irritación. Sencillamente, perturbaban su concentración. En efecto, no comprendía a qué se debía su anterior desasosiego al verse sola en casa; ahora, esa situación se le antojaba el paraíso.

Entre suspiros, preparó una gran jarra de refresco con cubitos de hielo, tomó dos vasos y se lo llevó todo al personal que descansaba en el césped.


Una rápida ojeada a la finca de Västergården les demostró que Linda no estaba allí. Marita se extrañó al ver a los dos policías, pero no les preguntó directamente cuál era el motivo de su visita, sino que les sugirió que fuesen a la casa. Por segunda vez en muy poco tiempo, Patrik atravesó el largo paseo hasta el edificio. Una vez más le sorprendió la belleza del conjunto y observó que Martin, a su lado, lo admiraba boquiabierto.

– ¡Vaya, cómo hay gente que puede vivir en un sitio tan bonito…!

– Sí, los hay que viven bien -convino Patrik.

– ¿Y sólo dos personas habitan esa gran mansión?

– Bueno, tres si contamos a Linda.

– Desde luego, no es de extrañar que haya problemas de vivienda en Suecia -observó Martin.

En esta ocasión, fue Laine quien les abrió la puerta cuando llamaron.

– ¿En qué puedo ayudarles?

¿Advirtió Patrik un timbre de preocupación en su voz al preguntar?

– Estamos buscando a Linda. Venimos de Västergården, pero su nuera nos dijo que estaba aquí -le informó Martin, señalando vagamente con la cabeza hacia Västergården.

– ¿Para qué la quieren? -preguntó Laine con la puerta entreabierta, para que no entraran, cuando Gabriel apareció a su espalda.

– Tenemos que hacerle unas preguntas.

– Pues a mi hija no va a interrogarla nadie sin que nosotros sepamos de qué se trata -dijo Gabriel sacando pecho, dispuesto a defender a su retoño.

Sin embargo, justo cuando Patrik se disponía a dar cuenta de sus argumentos, apareció Linda por la esquina de la casa. Llevaba ropa de montar y parecía venir de los establos.

– ¿Me buscan a mí?

Patrik asintió, aliviado al verse libre de un enfrentamiento con su padre.

– Sí, queríamos hacerte unas preguntas. ¿Quieres que nos quedemos fuera o vamos adentro?

Gabriel interrumpió la conversación.

– ¿Qué está pasando, Linda? ¿Te has metido en algo de lo que debamos estar al corriente? No te creas que vamos a permitir que la policía te interrogue sin que nosotros estemos presentes.

Linda asintió débilmente, con una súbita expresión de niña desvalida.

– Podemos entrar.

Como abandonada a su suerte, entró con Martin y con Patrik hasta la sala de estar. No parecían preocuparle los muebles cuando se sentó en el sofá con la ropa de montar apestando a establo. Laine no pudo menos que fruncir el ceño, inquieta al verla acomodarse en el blanco sofá. Linda la miró retadora.

– ¿Te parece bien que te hagamos las preguntas en presencia de tus padres? Si fuese un interrogatorio en regla, no podríamos negarnos puesto que no eres mayor de edad, pero ahora lo único que pretendemos es hacerte unas preguntas, de modo que si…

Gabriel parecía dispuesto a enredarse en una nueva perorata al respecto, pero Linda se encogió de hombros, dando así a entender que no le importaba. Por un instante, Patrik creyó advertir una mezcla de esperanzada satisfacción y nerviosismo, pero dicha sensación no tardó en esfumarse.

– Acabamos de recibir una llamada de Johan Hult, tu primo. ¿Sabes de qué quería hablar con nosotros?

La joven volvió a encogerse de hombros y se puso a toquetearse las uñas con desinterés.

– Parece que os habéis visto bastante durante un tiempo, ¿no es cierto?

Patrik avanzaba con cautela, paso a paso. Johan les había ofrecido bastantes datos sobre la naturaleza de su relación con Linda y el policía sospechaba que Gabriel y Laine no acogerían demasiado bien la noticia.

– ¡Vaya que sí! Nos hemos visto bastante.

– ¿Qué demonios estás diciendo?

Tanto Laine como Linda se sobresaltaron. Al igual que su hijo, Gabriel nunca utilizaba palabras que se saliesen de tono y, de hecho, no recordaban haberlo oído decir nada similar con anterioridad.

– ¿Qué pasa? Yo puedo ver a quien quiera, ¿no? No eres tú quien lo decide.

Patrik resolvió que era mejor intervenir antes de que la conversación empezase a degenerar en disputa:

– Bueno, a nosotros no nos importa cuándo o con qué frecuencia os habéis visto; por lo que a nosotros respecta, eso puedes reservártelo si quieres, pero uno de esos encuentros sí reviste especial interés para nosotros. Johan nos dijo que os visteis una noche, hace cosa de dos semanas, en el pajar del cobertizo de Västergården.

Gabriel se puso rojo de ira, pero no dijo nada y decidió esperar impaciente la respuesta de Linda.

– Sí, es posible. Allí nos hemos visto varias veces, así que no puedo decir cuándo con exactitud.

La joven seguía concentrada en juguetear con sus uñas, sin mirar a los ojos a ninguno de los mayores que tenía a su alrededor.

Martin continuó donde lo había dejado Patrik:

– Aquella noche fuisteis testigos de un suceso especial, según Johan. ¿Sigues sin saber a qué nos referimos?

– Puesto que parecéis saberlo, tal vez podáis decírmelo vosotros mismos, ¿no?

– ¡Linda! No empeores las cosas poniéndote impertinente. Haz el favor de contestar las preguntas de la policía. Si sabes de qué habla, dilo, pero si es algo en lo que te haya metido ese… gamberro, pienso ir y…

– Tú no sabes una mierda de Johan. Eres tan hipócrita…, pero…

– Linda -la interrumpió Laine en tono de advertencia-. No empeores tu situación. Haz lo que te dice tu padre y responde a las preguntas de la policía. Del otro asunto ya hablaremos después.

Tras unos minutos de reflexión, Linda pareció inclinada a seguir el consejo de su madre y prosiguió a regañadientes:

– Supongo que Johan os ha dicho que vimos a la chica.

– ¿A qué chica? -preguntó Gabriel atónito.

– A la alemana, la que asesinaron.

– Sí, eso nos dijo Johan -confirmó Patrik, que siguió aguardando a que Linda continuase.

– Yo no estoy tan segura como Johan de que fuese ella. Vimos la foto en los periódicos y se parecía mucho, supongo, pero debe de haber montones de chicas más o menos con el mismo aspecto. Y, además, ¿qué iba a hacer ella en Västergården? No puede decirse que esté en pleno centro turístico.

Martin y Patrik ignoraron su pregunta. Ambos sabían perfectamente qué tenía que hacer Tanja allí: seguir la única pista existente en torno a la desaparición de su madre.

– ¿Dónde estaban aquella noche Marita y los niños? Según Johan, no estaban en casa, pero no supo decirnos adonde habían ido.

– Pasaron un par de días en casa de los padres de Marita. Jacob y Marita suelen hacerlo así -explicó Laine-. Cuando Jacob quiere dedicarse a arreglar algo en la casa y gozar de cierta tranquilidad, ella se va con los niños para que pasen un par de días con los abuelos y así los ven de vez en cuando. Nosotros vivimos tan cerca que los vemos prácticamente a diario.

– Bueno, dejaremos en el aire la cuestión de si la chica a la que visteis era o no Tanja Schmidt, pero ¿podrías describírnosla?

Linda vaciló un instante.

– Era morena, constitución normal, el cabello por los hombros. Normal y corriente. No era especialmente guapa -añadió con la prepotencia de quien se sabe en posesión de una apariencia muy agradable.

– ¿Qué ropa llevaba? -inquirió Martin inclinándose hacia delante para atraer la atención de la joven, pero sin éxito.

– Bueno, no me acuerdo con exactitud. Hace ya dos semanas y, además, había empezado a oscurecer.

– Venga, inténtalo -la animó Martin.

– Pues eso, vaqueros, creo. Una especie de camiseta ajustada y una rebeca. La rebeca era azul y la camiseta blanca, creo, o quizá al contrario. Ah, sí, y un bolso de color rojo.

Patrik y Martin intercambiaron una mirada muy elocuente, pues Linda acababa de describir la vestimenta que Tanja llevaba el día que desapareció. La rebeca era blanca y la camiseta azul, no al contrario.

– ¿A qué hora de la tarde la visteis?

– Temprano. Sobre las seis, quizá.

– ¿Sabes si Jacob le abrió la puerta y la dejó entrar?

– Nadie le abrió cuando llamó a la puerta, desde luego. Después rodeó la casa y la perdimos de vista.

– ¿No os disteis cuenta de cuándo se marchó, si es que lo hizo? -preguntó Patrik.

– No, la carretera no se ve desde el cobertizo. Y ya os digo que yo no estoy tan segura como Johan de que fuese ella.

– ¿Se te ocurre qué otra chica podría ser? Quiero decir que no es habitual que los desconocidos vengan a llamar a vuestra puerta.

Una vez más, Linda se encogió de hombros, indiferente. Tras unos minutos de silencio, respondió:

– No, no sé quién podría ser, pero podría tratarse de algún vendedor, qué se yo.

– ¿Y Jacob no mencionó después ninguna visita?

– No.

Linda no abundó más en la respuesta y tanto Patrik como Martin comprendieron que estaba más preocupada por lo que había visto de lo que en realidad quería darles a entender a ellos, quizá también a sus padres.

– ¿Pueden decirme qué es lo que buscan? Como ya he dicho antes, empiezo a pensar que esto se asemeja bastante al acoso, ¡como si no hubiese bastante con la exhumación del cadáver de mi hermano! Por cierto, ¿qué tal fue eso? ¿Estaba vacío el ataúd?

Formuló la pregunta con sorna manifiesta y Patrik no pudo por menos de darse por aludido.

– No, había un esqueleto en el ataúd. Probablemente, su hermano Johannes.

– Probablemente. -Gabriel resopló despectivo al tiempo que se cruzaba de brazos-. ¿Van a ir también por el pobre Jacob?

Laine miraba a su marido horrorizada. Era como si acabase de comprender las consecuencias de las preguntas de la policía.

– ¡Pero… no, no creerán que Jacob…! -exclamó más que preguntó, llevándose las manos a la garganta.

– Por ahora no creemos nada, pero nos interesa mucho saber cómo y por dónde se movió Tanja antes de desaparecer, de modo que Jacob puede ser un testigo importante.

– ¡Testigo! Desde luego que lo están haciendo con discreción; ese mérito, al menos, se lo he de reconocer; pero no crean que vamos a caer en la trampa. Se han propuesto terminar lo que los inútiles de sus colegas iniciaron en el 79, les da lo mismo a quién le endosan el muerto, ¿verdad?, con tal de que sea un Hult. Primero se empeñan en que Johannes aún está vivo y ha empezado a matar muchachas tras una pausa de veinticuatro años y luego, cuando resulta que está en su ataúd tan muerto como se pueda estar, van por Jacob. -Gabriel se levantó y les señaló la puerta-. ¡Fuera! No quiero volver a verles por aquí a menos que traigan papeles y que yo haya podido llamar a mi abogado. ¡Mientras tanto, ya se están yendo al infierno!

Las palabras fuera de tono surgían con creciente fluidez de su boca y, en las comisuras de los labios, se apreciaban pequeñas burbujas de saliva. Patrik y Martin sabían cuándo su presencia no era deseada en un lugar, recogieron velas y se encaminaron a la puerta. Cuando ésta se cerró a sus espaldas con un golpe seco, oyeron la voz de Gabriel, que preguntaba con un rugido a Linda:

– ¿Y qué coño has estado haciendo tú, eh?


– Donde menos lo esperas…

– Pues sí, la verdad es que no me imaginaba que bajo esa tranquila apariencia acechase semejante actividad volcánica -corroboró Martin.

– Ya, bueno, pero yo lo comprendo. Desde su punto de vista… -los pensamientos de Patrik se desviaron nuevamente hacia el fracaso de aquella mañana.

– Ya te he dicho que no pienses más en eso, hombre. Hiciste lo que pudiste y no puedes andar martirizándote y compadeciéndote de ti mismo por más tiempo -le recriminó Martin.

Patrik lo miró perplejo. Martin sintió que fijaba en él su mirada y se encogió de hombros al tiempo que se disculpaba:

– Lo siento. Supongo que el estrés también empieza a hacer mella en mí.

– No, qué va, si tienes toda la razón. No es el momento adecuado para compadecerse de uno mismo -apartó la vista de la carretera un instante para mirar a su colega-. Y nunca pidas perdón por ser sincero, Martin.

– Vale.

Se hizo un silencio desconcertante que duró unos minutos pero que Patrik rompió cuando pasaban por el campo de golf de Fjällbacka, para atenuar la tensión:

– ¿Por qué no te sacas el carnet verde de una vez? Así podremos jugar una partida juntos.

Martin sonrió, provocador.

– ¿Te atreverías? Quién sabe si no tengo un talento natural y te fundo en el campo.

– No creo. Yo tengo bastante habilidad para los deportes de pelota.

– Bien, pues ya podemos darnos prisa, porque después tendrá que pasar mucho tiempo antes de que podamos jugar unas partidas.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Patrik, un tanto desconcertado.

– Puede que con tanto follón se te haya olvidado, pero tienes un hijo en camino que llegará dentro de un par de semanas. Y cuando eso ocurra, no te quedará mucho tiempo libre para disfrutar de ese tipo de distracciones, ¿no crees?

– Bah, ya me las arreglaré. Cuando son tan pequeños, se pasan el tiempo durmiendo, así que a alguna partida sí que podremos escaparnos. Y Erica comprenderá que yo tengo que salir a alguna actividad mía de vez en cuando, claro. Eso fue lo que acordamos cuando decidimos tener hijos, que cada uno debía concederle al otro un espacio para que se dedicase a lo que le apeteciera y no estar siempre enfrascados en ser padres.

Para cuando Patrik había llegado al final de la frase, Martin ya llevaba un rato llorando de risa y negando con la cabeza.

– Sí, sí, seguro que tenéis un montón de tiempo de sobra para dedicaros a vuestras cosas. Como los bebés duermen tanto… -dijo remedando a Patrik, lo que le hizo reír de más buena gana aún.

Patrik, que sabía que la hermana de Martin tenía cinco hijos, empezó a preocuparse un poco y a preguntarse qué sería lo que Martin sabía y que él parecía ignorar. Sin embargo, antes de que tuviese tiempo de formular la pregunta, sonó el móvil.

– Aquí Hedström.

– Hola, soy Pedersen. ¿Llamo en mal momento?

– No, en absoluto. Espera que encuentre dónde aparcar.

Acababan de dejar atrás el camping de Grebbestad, y sus rostros se ensombrecieron enseguida. Patrik avanzó unos cien metros hasta llegar al aparcamiento del muelle de Grebbestad, donde giró para detenerse.

– Bien, ya he aparcado. ¿Habéis encontrado algo?

No podía ocultar la ansiedad, en tanto que Martin lo observaba con gesto tenso. Fuera del coche no cesaban de pasar montones de turistas que salían y entraban en los comercios y en los restaurantes. Patrik se percató con envidia del semblante de felicidad inconsciente que los caracterizaba a todos.

– Sí y no. Vamos a efectuar un análisis más exhaustivo dentro de un rato pero, dadas las circunstancias, pensé que te resultaría muy agradable saber que algo bueno ha salido de tu, según decían, precipitada exhumación.

– Pues sí, no te lo voy a negar. Me siento un poco como un idiota, así que todo lo que puedas decirme me interesa -aseguró Patrik, conteniendo la respiración.

– Para empezar, hemos comprobado la placa de identificación dental y el tipo del ataúd, y es, sin duda, Johannes Hult, así que sobre ese particular no tengo, por desgracia, ninguna noticia interesante. Sin embargo -el médico no pudo resistir la tentación de hacer una breve pausa para aumentar el efecto dramático-, es absurdo decir que murió ahorcado. De hecho, su fallecimiento se debió a un fuerte golpe que recibió en la nuca con un objeto contundente.

– ¿Qué me estás diciendo? -gritó Patrik, haciendo saltar a Martin del asiento-. ¿Qué tipo de objeto contundente? ¿Le atizaron con un bate en la cabeza, o qué quieres decir?

– Sí, algo así. De todos modos, en estos momentos lo tenemos en la mesa y, en cuanto sepa algo más, vuelvo a llamarte. Pero hasta que no lo haya analizado detalladamente, no puedo darte más detalles. Lo siento.

– Te agradezco que me hayas avisado tan pronto. Dime algo, por favor, en cuanto tengas más datos.

Patrik cerró la tapa del móvil con gesto triunfante.

– ¿Qué te ha dicho? Dime, ¿qué te ha dicho? -lo apremió Martin, con una curiosidad que lo hacía balbucear.

– Que no soy un completo idiota.

– Sí, bueno, para constatar algo así es precisa la intervención de un médico…, pero ¿aparte de eso? -dijo Martin con sequedad, pues no le gustaba que lo tuvieran en ascuas.

– Dice que Johannes Hult fue asesinado.

Martin bajó la cabeza hasta las rodillas y se frotó el rostro con las manos en una especie de parodia de la desesperación.

– Mira, ¿sabes que te digo?, que me doy por despedido de toda la investigación. Esto no es normal. ¿Quieres decir que el principal sospechoso de la desaparición de Siv y de Mona, e incluso de su muerte, resulta ahora que también fue asesinado?

– Eso es exactamente lo que acabo de decir. Y si Gabriel Hult cree que puede chillar lo suficiente como para que nos abstengamos de rebuscar en sus cosas, está totalmente equivocado. Si hay algo que demuestre que esa familia nos oculta algún asunto, es esto. Alguno de ellos sabe cómo y por qué fue asesinado Johannes Hult, y qué relación guarda su muerte con los asesinatos de las chicas, ¡te apuesto lo que quieras! -exclamó golpeándose con el puño la palma de la mano, mientras notaba que la apatía de aquella mañana se iba reemplazando en su interior por una ola de renovada energía.

– Lo único que cabe esperar es que sepamos resolverlo con la rapidez necesaria. Lo digo por Jenny Möller -observó Martin.

Aquel comentario fue para Patrik un contundente jarro de agua fría. En efecto, no debía permitir que lo venciese el instinto de competitividad. No podía olvidar por qué estaban haciendo su trabajo. Permanecieron un rato sentados, observando pasar a la gente. Después, Patrik volvió a poner el coche en marcha y siguieron camino a la comisaría.


Kennedy Karlsson creía que todo empezó por culpa de su nombre. En realidad, no había muchas más razones que aducir. La mayoría de los otros chicos tenían buenas excusas, como que los padres bebían y los maltrataban. En su caso era, pues eso, sólo el nombre.

Su madre había pasado varios años en Estados Unidos después de terminar el colegio. Antes habría causado sensación en el pueblo que alguien se fuese a Estados Unidos. Sin embargo, a mediados de los ochenta, cuando su madre se fue, ya hacía tiempo que un billete para Estados Unidos había dejado de significar un viaje sólo de ida. Eran muchas las personas cuyos hijos adolescentes se marchaban a la ciudad o al extranjero. Lo único que no había cambiado era que sí alguien abandonaba la seguridad del pueblo, las malas lenguas empezaban a decir que aquello no podía terminar bien. Y en el caso de su madre, habían acertado, en cierto modo. Después de un par de años en la tierra prometida, volvió con él en la barriga. De su padre no supo nunca nada, pero ni siquiera esa era una buena excusa pues, antes de que él naciera, su madre se había casado con Christer, que había funcionado muy bien como un verdadero padre. No, era lo del nombre. Suponía que su madre había querido hacerse la interesante y demostrar que ella, pese a haber tenido que volver a casa con el rabo entre las piernas, había visto mundo y él debía convertirse en la prueba viviente de ello. De modo que su madre nunca perdía la ocasión de contar que el mayor de sus hijos se llamaba Kennedy, por John F. Kennedy, «puesto que durante los años que pasó en Estados Unidos aprendió a admirar a aquel hombre». Él se preguntaba por qué, en tal caso, no eligió ponerle simplemente John.

Christer y su madre les habían otorgado mejor destino a sus hermanos y hermanas. Así, para ellos sí valieron nombres como Emelie, Mikael y Thomas. Nombres suecos normales de toda la vida, lo que hacía que él destacase más aún entre la prole. El hecho de que su padre, además, fuese negro, no mejoraba en nada las cosas, pero Kennedy no se creía raro por eso, no; estaba convencido de que era el maldito nombre.

Lo cierto es que él tenía muchas ganas de empezar la escuela. Lo recordaba perfectamente: la excitación, la alegría, la ansiedad por empezar algo distinto, por ver cómo se abría ante él todo un mundo nuevo. Sólo les llevó un día o dos aplastar sus ansias a causa del maldito nombre. No tardó en aprender lo grave que era el pecado de diferenciarse de la mayoría: un nombre raro, un peinado llamativo, ropa pasada de moda, tanto daba; eran detalles que indicaban que no eras como los demás. En su caso, como añadido, lo empeoraba todo el que creyesen que se consideraba superior por tener ese nombre tan original. ¡Como si lo hubiese elegido él! Si hubiese podido elegir, habría querido llamarse algo así como Johan, Oskar o Fredrik, algo que le permitiese el acceso al grupo de forma automática.

Tras el infierno de los días iniciales en primer curso, nada cambió. Las pullas, los golpes y el vacío hicieron que construyese a su alrededor un muro resistente como el granito, y la acción no tardó en seguir al pensamiento. Toda la ira que había ido acumulando intramuros empezó a filtrarse por rendijas y ranuras que fueron agrandándose más y más, hasta que su cólera se hizo patente a ojos de todos. Y entonces ya era demasiado tarde. A aquellas alturas ya había abandonado la escuela, había perdido la confianza en su familia y, además, sus amigos no eran los amigos que hay que tener.

Kennedy se había resignado al destino que su nombre le había otorgado. «Problemas» era el lema que llevaba tatuado en la frente y lo único que tenía que hacer era cumplir las expectativas. Una forma de vivir fácil y, paradójicamente, también difícil.

Todo aquello cambió el día en que, en contra de su voluntad, fue a la granja de Bullaren. Fue una de las condiciones que le impusieron cuando lo pillaron por el desafortunado robo de un coche después del cual decidió, en un principio, adoptar la actitud de oponer la mínima resistencia para salir de allí lo antes posible. Después conoció a Jacob y gracias a él conoció a Dios.

Sin embargo, a sus ojos, los dos eran prácticamente lo mismo.

No medió ningún milagro. No había oído una voz celestial atronadora ni había visto el rayo caer desde las alturas ante sus pies, como prueba de que Él existía. Fue gracias a las horas que pasó con Jacob, las conversaciones que mantuvo con él, como la imagen de Dios fue perfilándose a sus ojos paulatinamente. Como un rompecabezas que, muy despacio, fuera configurando la imagen que mostrara la caja que lo contiene.

En un primer momento, se resistió. Escapó y se fue a hacer de las suyas con los colegas. Bebía hasta perder la cabeza y volvía a ser ignominiosamente arrastrado de vuelta a la granja para, al día siguiente, con la cabeza dolorida, enfrentarse a la cálida mirada de Jacob que siempre, por curioso que pudiera parecer, se le presentaba vacía de reproches.

Él se quejó ante Jacob de su nombre y le explicó que eso tenía la culpa de todos los errores que había cometido. Sin embargo, resultó que Jacob logró explicarle a él que aquello era algo positivo y que constituía un presagio de cómo le iría en la vida. Era un don, le hizo ver Jacob. El hecho de que ya en el momento de nacer hubiese quedado marcado por una identidad tan singular sólo podía significar que Dios lo había elegido a él de entre los demás. Su nombre lo convertía en un ser especial, no en un ser raro.

Con la ansiedad de un hambriento ante una mesa puesta, bebió Kennedy sus palabras. Poco a poco empezó a ver con toda claridad que Jacob tenía razón: su nombre, Kennedy Karlsson, era un don que lo convertía en un ser especial; era un indicio de que Dios tenía para él un plan muy especial. Y era a Jacob a quien debía agradecerle el haberlo sabido, antes de que fuese demasiado tarde.

Le preocupaba ver que Jacob estaba inquieto últimamente. No había podido evitar oír los rumores sobre la relación que se establecía entre su familia y las chicas muertas, y creía que ahí estaba la causa del desasosiego de Jacob. Él había sentido en su propia carne la malevolencia de la gente que olfateaba sedienta de sangre. Ahora, se diría, le había tocado a la familia Hult hacer el papel de presa.

Con suma delicadeza llamó a la puerta de Jacob. Le había parecido oír voces alteradas en el interior y, cuando abrió, vio que Jacob estaba colgando el auricular, indignado.

– ¿Qué tal?

– Bah, simples problemas de familia. Nada de lo que debas preocuparte.

– Tus problemas son mis problemas, Jacob. Lo sabes. ¿Por qué no me cuentas de qué se trata? Confía en mí, al igual que yo confié en ti.

Jacob se frotó los ojos con gesto cansado, como hundido.

– Es todo tan absurdo. A causa de una tontería que mi padre cometió hace veinticuatro años, la policía cree ahora que tenemos algo que ver con el asesinato de la turista alemana sobre la que hablaban los periódicos.

– Pero ¡eso es terrible!

– Sí, y la última es que exhumaron el cadáver de mi tío Johannes esta mañana.

– ¿Qué me dices? ¿Han perturbado la paz de su última morada?

Jacob dejó escapar media sonrisa satisfecha. Hacía un año, Kennedy habría preguntado «¿qué mierda de última qué?».

– Por desgracia, así es. Toda la familia está sufriendo por ello, pero no hay nada que podamos hacer.

Kennedy sintió cómo la ira de siempre bullía en su pecho, aunque ahora estaba más tranquilo; ahora era la ira de Dios.

– ¿No podéis denunciarlos por vejación o algo así?

Jacob volvió a sonreír, desolado.

– O sea, que tu experiencia con la policía es que resulta posible conseguir algo mediante esos procedimientos.

No, claro, su respeto por la poli era mínimo, por no decir inexistente. Nadie mejor que él podía comprender la frustración de Jacob.

Sentía una gratitud inmensa ante el hecho de que Jacob optase por contarle sus tribulaciones a él precisamente. Otro don por el que le daría gracias a Dios en sus oraciones nocturnas. Kennedy estaba a punto de decírselo a Jacob, cuando el timbre del teléfono los interrumpió.

– Disculpa -rogó Jacob cogiendo el auricular.

Cuando, minutos después, volvió a colgar, estaba aún más pálido. Kennedy dedujo, por la conversación, que era el padre de Jacob quien había llamado y, mientras escuchaba, se esforzó cuanto pudo por disimular su interés.

– ¿Ha ocurrido algo?

Jacob dejó las gafas sobre la mesa con gesto cansino.

– Pero habla, ¿qué te ha dicho? -Kennedy no podía ocultar el dolor y la angustia que reinaban en su corazón.

– Era mi padre. La policía ha estado allí haciéndole preguntas a mi hermana. Mi primo Johan llamó a la policía y les confesó que él y mi hermana vieron a la chica asesinada en mi finca justo antes de que desapareciera. ¡Que Dios me ayude!

– Que Dios te ayude -susurró Kennedy como un eco.


Se habían reunido en el despacho de Patrik. Había poco espacio, pero con algo de buena voluntad, lograron acomodarse todos. Mellberg había ofrecido el suyo, que era tres veces más espacioso que los demás, pero Patrik no quería trasladar allí todo lo que tenía fijado en el corcho que había detrás de su mesa.

Estaba lleno de papeles y de notas, y en el centro se veían las fotos de Siv, Mona, Tanja y Jenny. Patrik estaba sentado en el borde de la mesa, de medio lado. Por primera vez en mucho tiempo se reunían todos, Patrik, Martin, Mellberg, Gösta, Ernst y Annika. Todas las cabezas pensantes de la comisaría de Tanumshede, con la mirada fija en Patrik, que, súbitamente, sintió el peso de la responsabilidad sobre sus hombros y cómo el sudor le bañaba la nuca. Siempre le había disgustado ser el centro de atención y la sola idea de que todos esperasen a oír lo que tenía que decir le hacía experimentar un molesto hormigueo por el cuerpo. Antes de empezar, se aclaró la garganta.

– Hace media hora llamó Tord Pedersen, del Instituto Forense, y nos comunicó que la exhumación de esta mañana no fue en vano -en este punto, hizo una pausa y, por un instante, se permitió la satisfacción ante el hecho que acababa de revelar. No tenía intención de ser el hazmerreír de sus colegas por mucho más tiempo-. El examen del cadáver de Johannes Hult demuestra que no se colgó, sino que falleció de un fuerte golpe que le asestaron en la nuca con un objeto contundente.

Un murmullo de asombro se elevó entre los presentes. Patrik prosiguió, consciente de contar con la máxima atención por parte de todos ellos:

– En otras palabras: que tenemos otro asesinato, aunque no sea muy reciente que digamos. Así que consideré conveniente que nos reuniésemos para revisar conjuntamente todo lo que sepamos. ¿Alguna pregunta antes de continuar?… Bien, entonces, prosigamos.

Patrik empezó por repasar el viejo material sobre Siv y Mona, entre el que se encontraba el testimonio de Gabriel. Continuó con la muerte de Tanja y los informes médicos que revelaban que su cadáver presentaba exactamente el mismo tipo de lesiones que los de Siv y Mona, y el hecho de que hubiese resultado ser la hija de Siv, además de la información proporcionada por Johan, que decía haber visto a Tanja en Västergården.

Gösta pidió la palabra.

– ¿Y qué me dices de Jenny Möller? Yo no estoy tan convencido de que su desaparición esté relacionada con los asesinatos.

Las miradas de todos los presentes, incluida la de Patrik, se dirigieron a la fotografía de la rubia adolescente que les sonreía desde el corcho.

– Estoy de acuerdo contigo, Gösta -admitió Patrik-. Se trata de una teoría más, pero las búsquedas no han dado ningún resultado y nuestro control de violadores conocidos en la zona sólo nos procuró la falsa pista de Mårten Frisk, así que lo único que podemos hacer es esperar que la gente nos ayude y que alguien haya visto algo, mientras trabajamos con la posibilidad de que el asesino de Tanja sea la misma persona que se llevó a Jenny. ¿Responde eso a tu pregunta?

Gösta asintió. En principio, la respuesta de Patrik significaba que, a decir verdad, no sabían nada en absoluto, tal y como él pensaba.

– Por cierto, Gösta, Annika me dijo que habíais ido a comprobar lo del abono. ¿Sacasteis algo en claro de ahí?

Fue Ernst quien respondió:

– Nada de nada. El campesino con el que hablamos no tiene nada que ver con el asunto.

– Pero echaríais un ojo, ¿no?, por si acaso -insistió Patrik, que no se dejó convencer por Ernst.

– Pues claro que sí. Ya te digo, nada de nada -repitió Ernst enojado.

Patrik miró a Gösta inquisitivo y éste asintió, confirmando la versión de su colega.

– Bien, en ese caso… tendremos que pensar si existe un modo de seguir indagando por ese lado. Entretanto, tenemos el testimonio de una persona que vio a Tanja justo antes de que desapareciera. Johan, el hijo de Johannes, me llamó esta mañana para contarme que había visto en Västergården a una joven que, según él, era Tanja. Su prima Linda, la hija de Gabriel, estaba con él, y Martin y yo fuimos a verlos hace unas horas. La muchacha ha corroborado que, en efecto, vieron a una joven, pero ella no está tan convencida como Johan de que fuese Tanja.

– Pero, en ese caso, ¿crees que podemos confiar en él como testigo? La lista de delitos de Johan y las rivalidades existentes en el seno de esa familia hacen dudar de la credibilidad de sus palabras -intervino Mellberg.

– Sí, claro, yo también lo he pensado. Tendremos que esperar y ver qué dice Jacob Hult, pero en mi opinión resulta interesante que, de un modo u otro, siempre nos topemos con esa familia. Adonde quiera que dirijamos nuestros pasos, siempre nos conducen a la familia Hult.

El calor se intensificaba cada vez más en el reducido despacho. Patrik había dejado abierta una ventana, pero no mejoró mucho la situación, pues tampoco del exterior entraba aire fresco. Annika intentaba darse aire con el bloc de notas. Mellberg se enjugaba el sudor de la frente con la palma de la mano y el rostro de Gösta adoptaba un preocupante tono grisáceo que se adivinaba bajo el bronceado. Martin se había desabotonado la camisa, lo que le permitió a Patrik comprobar, lleno de envidia, que había quien tenía tiempo de asistir de vez en cuando al gimnasio. Ernst era el único que parecía imperturbable.

– Ya, bueno, en ese caso -dijo- yo apuesto por esos dos gamberros. Hasta ahora son los únicos de la familia que han tenido que ver con la policía.

– Además de su padre -les recordó Patrik.

– Exacto, además de su padre. Lo que confirma que hay algo podrido en esa rama de la familia.

– ¿Y la información sobre la última vez que se vio a Tanja con vida? Fue en Västergården… Según la hermana de Jacob, éste estaba en casa en aquel momento. Eso lo pondría a él en el punto de mira, ¿no?

Ernst resopló incrédulo.

– ¿Y quién te dice que la chica estuvo allí? Johan Hult. No, yo no me creería una sola palabra de ese muchacho.

– ¿Cuándo tienes previsto que hablemos con Jacob? -quiso saber Martin.

– Pensaba que tú y yo podríamos ir a Bullaren después de esta reunión. Ya he llamado por teléfono para comprobar que estuviera en el trabajo.

– ¿No crees que Gabriel lo habrá llamado para prevenirlo? -observó Martin.

– Seguro que sí, pero no podíamos evitarlo. Ya veremos qué nos cuenta.

– ¿Qué hacemos ahora que sabemos que Johannes murió asesinado? -insistió Martin.

Patrik no quería admitir que ignoraba cómo usar esa información. Tenía demasiadas novedades a las que enfrentarse al mismo tiempo y temía que, si se alejaba para contemplar el panorama completo, lo ingente de la misión que tenía ante sí lo paralizase por completo. Lanzó un suspiro antes de contestar:

– Cada cosa a su tiempo. No le revelaremos a Jacob nada al respecto cuando hablemos con él. No quiero que Solveig y los chicos estén sobre aviso.

– O sea, que el siguiente paso será hablar con ellos, ¿no es así?

– Sí, supongo, a menos que alguno de vosotros tenga otra propuesta.

El silencio por respuesta. Nadie parecía tener ninguna idea que aportar.

– ¿Qué hacemos los demás entretanto?

La respiración de Gösta era cada vez más pesada, hasta el punto de que Patrik se preguntó si no estaría a punto de darle un infarto, pues hacía mucho calor.

– Según Annika, hemos recibido alguna información de los vecinos desde que la fotografía de Jenny apareció en los diarios. Ella ha ordenado los datos según el grado de credibilidad y de interés, así que Ernst y tú podéis empezar a comprobar esa lista.

Patrik esperaba no estar cometiendo un error al volver a incluir a Ernst en la investigación, pero había decidido darle otra oportunidad después de ver que parecía estar comportándose cuando acompañó a Gösta en el seguimiento del asunto del abono.

– Annika, me gustaría que, una vez más, te pusieras en contacto con la empresa de abonos para pedirles que ampliasen el área donde buscar clientes de la marca en cuestión. La verdad es que no creo que los cuerpos fueran trasladados desde una gran distancia, pero puede que merezca la pena comprobarlo.

– Por supuesto -respondió Annika, sudorosa, al tiempo que seguía abanicándose con el bloc.

A Mellberg no se le asignó ninguna tarea. A Patrik le costaba darle órdenes a su jefe y, además, prefería que no se mezclase en el trabajo diario relacionado con la investigación. No obstante, tuvo que admitir que Mellberg había llevado a cabo un excelente trabajo al mantener a los políticos apartados de su camino.

Seguía habiendo algo raro en su comportamiento. Por lo general, la voz de Mellberg se superponía a la de todo el mundo; ahora, en cambio, escuchaba en silencio y parecía absorto y como en otro mundo. El buen humor que los había tenido a todos confundidos durante un par de semanas se veía ahora desplazado por un silencio más alarmante aún. Patrik le preguntó:

– Bertil, ¿hay algo que quieras añadir o sugerir?

– ¿Cómo? Perdón, ¿qué has dicho? -respondió Mellberg sobresaltado.

– Si tienes algo que añadir -repitió Patrik.

– Ah, eso -respondió Mellberg aclarándose la garganta, al ver que todas las miradas se centraban en él-. No, creo que no. Me parece que tienes la situación bajo control.

Annika y Patrik intercambiaron una mirada elocuente. Por lo general, la recepcionista sabía todo lo que pasaba en la comisaría, pero, en esta ocasión, se encogió de hombros en señal de que no tenía la menor idea.

– ¿Alguna pregunta? ¿No? Pues, en ese caso, vamos a trabajar.

Aliviados, huyeron del bochorno de la habitación para buscar algo de aire fresco. Tan sólo Martin se quedó rezagado.

– ¿Cuándo nos vamos?

– Pues podríamos almorzar primero y salir enseguida.

– De acuerdo. Salgo a comprar algo y nos encontramos en el comedor, ¿te parece?

– Sí, gracias, me harías un favor; así me da tiempo de llamar a Erica.

– Salúdala de mi parte -dijo Martin ya camino de la calle.

Patrik marcó el número de su casa, con la esperanza de que Jörgen y Madde no la hubiesen vuelto loca de aburrimiento…


– Un lugar de lo más aislado.

Martin miraba a su alrededor sin ver otra cosa que árboles. Llevaban un cuarto de hora transitando por estrechas carreteras, bosque a través, y empezaba a preguntarse si no se habrían despistado.

– Tranquilo, lo tengo perfectamente controlado. Ya he estado aquí antes, en una ocasión en que uno de los chicos se puso difícil, así que daré con el sitio.

Patrik tenía razón. Pocos minutos después, giraban para entrar en el jardín.

– Parece un buen sitio.

– Sí, tiene muy buena fama. Al menos, esa es la fachada. Yo, por mi parte, empiezo a sospechar en cuanto profieren demasiados aleluyas, pero será cosa mía. Aunque la intención de estas asociaciones de iglesias libres en principio sea buena, suelen terminar atrayendo a un montón de gente de lo más curioso. Ofrecen una estrecha unión, una sensación de gran familia muy atractiva para los que no se sienten en casa en ninguna parte.

– Se diría que conoces el tema.

– Bueno, mi hermana estuvo metida en asuntos feos durante un tiempo. Esos años de búsqueda de la adolescencia, ya sabes. Sin embargo, salió bien parada de todo aquello, así que nunca llegó a ser tan grave, pero aprendí lo suficiente sobre el funcionamiento de este tipo de instituciones como para contemplarlas a la luz de un saludable escepticismo. Aunque, como te digo, nunca he oído nada negativo sobre esta en concreto, así que imagino que no hay razón para pensar que no sean buenas personas.

– Ya; de todos modos, tampoco tendría nada que ver con nuestra investigación -observó Martin.

Sonó como una advertencia y, de hecho, esa fue en cierto modo su intención. Patrik solía conducirse con serenidad y comedimiento, pero el tono de desprecio con que habló de esos centros hizo que Martin se preguntase algo inquieto hasta qué punto influiría ello en el interrogatorio de Jacob.

Fue como si Patrik le hubiese leído el pensamiento.

– No te preocupes -lo tranquilizó con una sonrisa-. Es uno de mis caballos de batalla, pero ya sé que no tiene nada que ver con el caso.

Aparcaron el coche y salieron. Había una actividad febril. Chicos y chicas parecían trabajar tanto fuera como dentro de la casa. Había un grupo bañándose en el lago y sus gritos se oían desde lejos. Era un ambiente casi idílico. Martin y Patrik llamaron a la puerta y un chico de unos dieciocho años acudió a abrirles. Ambos se sobresaltaron al verlo. De no ser por lo sombrío de su mirada, no lo habrían reconocido.

– Hola, Kennedy.

– ¿Qué queréis? -preguntó en tono poco amistoso.

Tanto Patrik como Martin se quedaron mirándolo perplejos. El largo cabello que siempre le ocultaba el rostro había desaparecido, al igual que la ropa siempre negra y el aspecto poco saludable. El joven que ahora tenían ante sí estaba tan aseado y tan bien peinado que, simplemente, resplandecía. Sin embargo, sí reconocieron su mirada, tan hostil como la que ostentaba cuando lo detenían por algún robo en un coche o por tenencia de drogas, entre otros muchos motivos.

– Tienes muy buen aspecto, Kennedy -comentó Patrik con amabilidad, pues el muchacho siempre le había inspirado compasión.

Kennedy no se dignó responderle siquiera, sino que simplemente repitió la pregunta:

– ¿Qué queréis?

– Queremos hablar con Jacob. ¿Está en casa?

Kennedy les cortó el paso.

– ¿Para qué lo queréis?

Aún afable, Patrik le advirtió:

– Eso no es asunto tuyo, así que te preguntaré otra vez: ¿está dentro?

– Vais a dejar de acosarlo y a su familia también. Ya me he enterado de lo que pretendéis hacer y os diré que es inadmisible. Pero tendréis vuestro castigo. Dios lo ve todo y también dentro de vuestros corazones.

Martin y Patrik intercambiaron una mirada muy elocuente.

– Sí, y seguramente estará bien, Kennedy, pero será mejor que te apartes de nuestro camino.

El tono de Patrik resonó en esta ocasión amenazador y, tras un instante de tensión de fuerzas, Kennedy retrocedió y los dejó pasar, aunque a disgusto.

– Gracias -dijo Martin secamente antes de seguir a Patrik pasillo adentro. Parecía como si su colega supiese adonde iba.

– Su despacho está al fondo del pasillo, si no recuerdo mal.

Kennedy los seguía a un par de metros, como una sombra silenciosa. Martin sintió un escalofrío en medio de aquel calor.

Llamaron a la puerta. Jacob estaba sentado ante su escritorio cuando entraron. No parecía muy sorprendido.

– Vaya, mira lo que tenemos aquí: el brazo de la ley. ¿No tenéis a ningún criminal de verdad al que perseguir?

Kennedy aguardaba detrás de ellos en el umbral, con los puños cerrados.

– Gracias, Kennedy, puedes cerrar la puerta cuando te marches.

El chico obedeció la orden sin replicar palabra, aunque no demasiado satisfecho.

– Entonces, supongo que sabes por qué estamos aquí.

Jacob se quitó las gafas que usaba para el ordenador y se inclinó hacia delante. Se lo veía estragado.

– Sí, mi padre me llamó hace una hora y me contó no sé qué historia descabellada sobre mi querido primo, que dice haber visto a la chica asesinada aquí, en mi casa.

– ¿Es descabellada la historia? -preguntó Patrik sin apartar la vista de Jacob.

– Por supuesto que lo es -aseguró Jacob tamborileando con las gafas sobre la mesa-. ¿Por qué iba a venir esa joven a Västergården? Por lo que he leído, era turista y Västergården no está precisamente en la zona turística. Y con respecto al llamado testimonio de Johan pues…, bueno, a estas alturas, ya sabéis cuál es nuestra situación familiar y, por desgracia, Solveig y los suyos aprovechan cualquier oportunidad para mancharnos a nosotros. Es triste, pero hay personas que no tienen a Dios en su corazón, sino a alguien muy distinto…

– Es posible -observó Patrik con una sonrisa complaciente-, pero resulta que, por nuestra parte, sabemos qué habría podido venir a hacer la joven a Västergården. -Creyó ver un destello de inquietud en los ojos de Jacob, antes de continuar-. No había venido a Fjällbacka como turista, sino para buscar sus raíces y tal vez averiguar algo más acerca de la desaparición de su madre.

– ¿De su madre? -preguntó Jacob, desconcertado.

– Así es. Era la hija de Siv Lantin.

Al oír el nombre, las gafas tintinearon contra la mesa. ¿Era auténtico o fingido aquel asombro?, se preguntó Martin, que decidió dejar a Patrik las preguntas para, entretanto, dedicarse a observar las reacciones de Jacob durante la conversación.

– Vaya, eso sí que es una noticia, lo admito, pero sigo sin entender qué había venido a hacer a Västergården.

– Como te decía, al parecer pretendía averiguar qué le ocurrió a su madre. Y teniendo en cuenta que tu tío era el principal sospechoso de la policía… -Patrik no concluyó la frase.

– Confieso que todo esto me suena a especulaciones por vuestra parte. Mi tío era inocente, pero lo abocasteis a la muerte con vuestras insinuaciones. Una vez desaparecido él, se diría que queréis pillar a cualquiera de nosotros. Dime, ¿qué fibra se os ha roto en el corazón para que tengáis tal necesidad de destruir lo que han construido otros? ¿Es por nuestra fe y por la alegría que nos procura por lo que nos envidiáis?

Jacob había empezado a sermonearlos y Martin comprendía que fuese tan apreciado como predicador. En efecto, aquella forma suya de subir y bajar el tono de voz como en oleadas resultaba encantadora.

– Sólo hacemos nuestro trabajo.

Patrik respondió tajante y tuvo que contenerse para no manifestar el desprecio que le inspiraba toda aquella palabrería religiosa. Sin embargo, también él hubo de admitir para sí que había algo especial en el modo de hablar de Jacob. Cualquiera más débil que él podía dejarse llevar por aquella voz y verse atraído por su mensaje.

– Entonces, dices que Tanja Schmidt nunca vino a Västergården, ¿no es así? -prosiguió Patrik.

Jacob alzó los brazos.

– Juro que jamás he visto a esa chica. ¿Algo más?

Martin pensaba en la información que les había facilitado Pedersen: que Johannes no se había suicidado. Aquella noticia conmocionaría a Jacob, desde luego. Sin embargo, sabía que Patrik tenía razón: no habrían tenido tiempo de salir de la casa siquiera cuando ya estarían llamando por teléfono al resto de la familia Hult.

– No, creo que hemos terminado, pero cabe la posibilidad de que volvamos en otra ocasión.

– No me sorprendería.

La voz de Jacob había perdido el tono predicador y volvía a sonar suave y tranquila. Martin estaba a punto de poner la mano en la manivela para abrir la puerta, cuando ésta se abrió ante él sin el menor ruido. Kennedy estaba al otro lado y la abrió en el momento preciso, de lo que dedujo que había estado escuchando. Sus dudas se esfumaron en cuanto vio el negro fuego que ardía en sus ojos. Martin retrocedió ante la carga de odio que transmitían. Jacob le habría enseñado más sobre la máxima de «ojo por ojo» que sobre la de «ama a tu prójimo».


Reinaba un ambiente tenso en torno a la pequeña mesa, aunque no porque antes hubiese sido alegre; al menos, no desde la muerte de Johannes.

– ¿Cuándo terminará todo esto? -preguntó Solveig con la mano en el pecho-. Siempre tenemos que acabar hundidos en el barro. Es como si todos creyeran que no hacemos más que esperar a que nos pisoteen -se lamentó-. ¿Qué va a decir la gente ahora, cuando oigan que la policía ha exhumado su cadáver? Y yo que creía que dejarían de murmurar cuando encontrasen a la última chica desaparecida, pero ahora parece que todo vuelve a empezar.

– ¡Déjalos que hablen, joder! ¿Qué nos importa lo que la gente se dedique a murmurar en sus casas?

Robert apagó el cigarrillo con tal fuerza que volcó el cenicero. Solveig apartó enseguida su álbum.

– ¡Robert! ¡Ten cuidado, vas a quemar el álbum!

– Estoy tan harto de tus malditos álbumes… Día tras día, no haces otra cosa que pasarte las horas ahí sentada recolocando esas viejas fotografías. ¿No entiendes que eso ya pasó? Es como si hiciera cien años, y ahí estás tú, suspirando y ordenando las fotos. Papá está muerto y tú ya no eres la reina de la belleza. Si no me crees, ¡mírate!

Robert tomó los álbumes y los arrojó de la mesa. Solveig se lanzó con un grito a recoger las instantáneas que se habían esparcido por el suelo. Su reacción hizo que la ira de Robert aumentase aún más. El joven ignoró la mirada suplicante de su madre, se acuclilló, recogió un puñado de fotos y empezó a rasgarlas en pedazos.

– No, Robert, por favor, mis fotos no. ¡Por favor, Robert! -al gritar aquellas palabras, su boca parecía una herida abierta.

– Eres una vieja gorda y fea, ¿no lo entiendes? Y nuestro padre se ahorcó. Ya es hora de que lo pilles.

Johan, que había estado todo el tiempo impasible ante la escena, se levantó y le agarró la mano a Robert. Le arrebató los restos de las fotografías que su hermano tenía arrugadas en la mano y lo obligó a escuchar.

– Cálmate, esto es exactamente lo que ellos pretenden, ¿no lo entiendes? Quieren enfrentarnos, nos quieren desunidos. Pero no vamos a darles esa satisfacción, ¿me oyes? Hemos de mantenernos unidos, así que ayuda a mamá a recoger sus álbumes.

La ira de Robert se esfumó como el aire que se deja escapar de un globo. Se frotó los ojos y contempló horrorizado el desorden que había a su alrededor. Solveig estaba tendida en el suelo como una blanda masa de desesperación, sollozando y dejando caer entre los dedos los trozos de fotografías. Su llanto era desolador. Robert cayó de rodillas a su lado y la abrazó. Con mucha ternura, le retiró un grasiento mechón de pelo de la cara y la ayudó a levantarse.

– Perdona, mamá, perdón, perdón, perdón. Te ayudaré a recomponer el álbum. No puedo reparar las fotos rotas, pero no son muchas. Mira, las mejores están enteras. Fíjate qué guapa estás aquí.

Sostuvo entre sus manos una fotografía de Solveig, con el consabido traje de baño y con una banda en el pecho en la que se leía «Reina de Mayo, 1967». Y desde luego que era hermosa. El llanto cedió y se convirtió en entrecortados sollozos. Solveig tomó la fotografía y sonrió.

– Sí, ¿verdad que era guapa, Robert?

– Sí, mamá, eras muy guapa. La más guapa que he visto jamás.

– ¿Lo dices de verdad?

Solveig sonreía coqueta mientras le acariciaba el cabello y Robert la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.

– Sí, de verdad. Palabra de honor.

Poco después lo habían recogido todo y Solveig estaba de nuevo sentada y feliz mirando sus álbumes. Johan le hizo una seña a Robert invitándolo a salir. Se sentaron en la escalinata de la entrada y encendieron un cigarrillo.

– Joder, Robert, no puedes perder los papeles así precisamente ahora.

Robert apartaba la gravilla con el pie, pero no dijo nada. ¿Qué iba a decir?

Johan dio una calada y dejó escapar el humo entre los labios.

– No podemos hacerles el juego. Te lo digo como lo pienso, tenemos que mantenernos unidos.

Robert seguía sin hablar. Estaba avergonzado. A sus pies, en la gravilla, se había formado un agujero. Arrojó en él la colilla y lo cubrió con arena; una medida absurda por demás: la tierra que los rodeaba estaba repleta de viejas colillas. Transcurridos unos segundos, se volvió hacia Johan.

– Oye, eso de que viste a la chica en Västergården… -dudó un instante, antes de terminar-, ¿es verdad?

Johan dio la última calada, tiró la colilla al suelo y se levantó sin mirar a su hermano.

– Pues claro que es verdad, joder.

Y dicho esto, entró en la casa.

Robert permaneció allí sentado un rato más. Por primera vez en su vida, advirtió que se abría un abismo entre él y su hermano. Y se sintió morir de miedo.


La tarde discurría en aparente calma. Patrik no quería precipitarse hasta tener más detalles sobre el cadáver de Johannes, de modo que podía decirse que no estaba haciendo otra cosa que esperar a que sonase el teléfono. Se sentía muy inquieto, así que salió a la recepción para charlar un rato con Annika.

– ¿Qué tal os va? -le preguntó, como de costumbre, por encima de las gafas.

– Este calor no facilita las cosas, precisamente -al mismo tiempo que respondía, notó una fresca brisa que surgía de la recepción de Annika. Un ventilador enorme zumbaba sobre su mesa y Patrik cerró los ojos con cara de satisfacción.

– ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí también? Le compré uno a Erica, podría haber comprado otro para mi despacho. Será lo primero que haga mañana, te lo aseguro.

– Anda, es verdad, ¿cómo lleva el embarazo? Tiene que ser muy duro, con este calor.

– Sí, hasta que le compré el ventilador se volvía loca con este bochorno. Además, duerme mal, tiene calambres en las corvas, le resulta imposible tumbarse boca abajo, claro, y todo lo que tú ya sabes.

– Bueno, no creo, yo no lo sé -respondió Annika.

De pronto, Patrik cayó en la cuenta de lo que acababa de decir. Annika y su marido no tenían hijos, así que había metido la pata con su imprudente comentario. Ella intuyó su preocupación.

– Tranquilo. En nuestro caso, es por elección propia. Lo cierto es que nunca hemos querido tener hijos; nosotros tenemos más que suficiente con derrochar amor con nuestros perros.

Patrik notó cómo recuperaba el color.

– Vaya, temía haber dicho una inconveniencia. En cualquier caso, ahora mismo es una lata para los dos, aunque más para ella, claro. Lo único que queremos es que todo pase. Por si fuera poco, últimamente estamos siendo invadidos de vez en cuando.

– ¿Invadidos? -preguntó Annika enarcando una ceja.

– Parientes y conocidos que opinan que Fjällbacka en el mes de julio es una idea excelente.

– Y se ofrecen a haceros compañía, ¿no es eso…? -dijo Annika con ironía-. Sí, sí, nosotros también sabemos lo que es eso. Al principio teníamos el mismo problema con la casa de veraneo, hasta que nos cansamos y dijimos que… ¡fuera caraduras! Desde entonces, no hemos sabido de ellos, pero enseguida te das cuenta de que tampoco los echas de menos. Los que son amigos de verdad, vienen también en el mes de noviembre. A los demás, tanto da tenerlos como perderlos.

– Sí, qué razón tienes -convino Patrik-, pero es más fácil decirlo que hacerlo. Claro que Erica despachó a la primera pandilla que se presentó, pero ahora tenemos la segunda tanda de huéspedes y nos comportamos como los mejores anfitriones. Y la pobre Erica, que se pasa el día en casa, tiene que dedicarse a atenderlos -se lamentó con un suspiro.

– En ese caso, quizá deberías portarte como un hombre y arreglar las cosas, ¿no?

– ¿Yo? -preguntó Patrik mirando a Annika como ofendido.

– Exacto. Si Erica está en casa estresada mientras tú te pasas los días aquí tranquilamente, tal vez deberías dar un puñetazo en la mesa y procurar que ella también disfrute de cierta tranquilidad. Para ella no debe de ser nada fácil, acostumbrada como está a tener su trabajo y su carrera, verse de repente ociosa y encerrada en casa con la barriga mientras que tu vida sigue su curso habitual.

– Vaya, pues no lo había considerado desde ese punto de vista -respondió Patrik con una expresión bobalicona.

– No, ya me figuraba yo que no. Ya sabes, esta noche te las arreglas para despachar a la visita, por más que Lutero te susurre al oído lo contrario, y luego te dedicas a mimar a la futura mamá como es debido. ¿Has hablado con ella siquiera? ¿Le has preguntado cómo se siente, tan sola encerrada todo el día? Supongo que tampoco puede salir con este calor, sino que estará prácticamente recluida en casa.

– Pues sí. -Patrik apenas podía hablar y respondió en un susurro. Era como si lo hubiese arrollado una apisonadora y sentía en la garganta la mano férrea de la angustia. No había que ser un genio para comprender que Annika tenía razón. Una mezcla de egoísmo miope y esa tendencia suya a dejarse absorber por la investigación le habían impedido pensar siquiera en cómo debía de estar pasándolo Erica. Se había figurado que sería agradable para ella estar de vacaciones y dedicarse sólo a su embarazo. Pero él sabía lo importante que era para Erica trabajar y lo difícil que le resultaba estar ociosa. Sin embargo, ahora comprendía que se había engañado a sí mismo porque le convenía a sus intereses.

– Así que ¿por qué no te vas hoy a casa un rato antes y te dedicas a cuidar un poco a tu pareja?

– Es que… estoy esperando una llamada -fue la respuesta que surgió de su boca de forma casi automática; pero la mirada de Annika le indicó que no era la respuesta adecuada.

– ¿Quieres decir que tu teléfono móvil sólo funciona en el recinto de la comisaría? Pues es una cobertura un tanto limitada para tratarse de un móvil, ¿no te parece?

– Sí… -replicó Patrik angustiado antes de levantarse de un salto-. Bueno, pues me voy a casa. ¿Me desvías las llamadas al móvil?

Annika se quedó mirándolo como si fuese imbécil mientras él salía reculando. Si hubiese llevado gorra, se la habría quitado para inclinarse…

Sin embargo, una serie de sucesos imprevistos lo retuvieron una hora más.


Ernst repasaba uno a uno los dulces de Hedemyrs. En un primer momento, pensó acudir a la pastelería, pero la cola de clientes que aguardaban allí le hizo cambiar de planes.

En pleno debate selectivo entre un bollo de canela o un delicato, atrajo su atención un terrible alboroto repentino procedente del piso superior. Dejó los dulces y fue a ver qué ocurría. El establecimiento tenía tres plantas: en la planta baja estaba el restaurante, el quiosco y una papelería; en la primera, la tienda de comestibles, y en la última había ropa, zapatos y artículos de regalo. Junto a la caja vio a dos mujeres que discutían tironeando de un bolso. Una de ellas llevaba en la camisa una chapa en la que se leía que pertenecía al personal de la tienda, en tanto que la otra parecía un personaje de una película rusa de bajo presupuesto: falda supercorta, medias de rejilla, un top más apropiado para una niña de doce años y pintada con tanto maquillaje como una puerta.

– No, no, my bag! -gritaba la mujer con voz chillona y en un inglés con fuerte acento extranjero.

– He visto que ha cogido algo -le respondía la dependienta, también en inglés, pero con clara entonación sueca. Al ver a Ernst, pareció aliviada-. Menos mal, detenga a esta mujer, agente. La he visto guardarse cosas en el bolso e intentar largarse sin más.

Ernst no lo dudó un instante. De dos zancadas se acercó a la sospechosa y la agarró del brazo. Puesto que no sabía inglés, no se molestó en hacer ninguna pregunta, sino que le arrebató bruscamente el bolso, que era bastante grande, y vació impertérrito su contenido en el suelo. Un secador, una maquinilla de afeitar, un cepillo de dientes eléctrico, un cerdito de cerámica con una corona de San Juan en la cabeza…, todo aquello salió del interior.

– ¿Qué me dice de esto? -Ernst hizo la pregunta en sueco y la dependienta tradujo al inglés.

La mujer meneaba la cabeza, haciéndose la inocente, y dijo:

– No sé nada. Hablen con mi novio. Él lo arreglará todo. ¡Es el jefe de la policía!

– ¿Qué dice esta mujer? -barbotó Ernst, indignado por tener que recurrir a otra mujer para que le ayudase con el idioma.

– Dice que no sabe nada y que hablen con su novio que, según ella, es el jefe de la policía…

La dependienta observaba presa del mayor desconcierto ya a Ernst ya a la mujer, que ahora exhibía una sonrisa de satisfacción y superioridad.

– Ah, sí, claro, desde luego que hablará con la policía. Y allí veremos si sigue con ese rollo del «novio jefe de policía». Puede que esa historia funcione en Rusia o de donde quiera que venga la señora, pero ya verá que aquí las cosas son de otro modo -le aseguró a la extranjera, gritándole a escasos centímetros del rostro.

La mujer no comprendía una palabra, pero, por primera vez desde el inicio del incidente, parecía un tanto insegura.

Ernst se la llevó de Hedemyrs sujetándola con brusquedad y cruzó con ella la calle en dirección a la comisaría. La joven iba arrastrándose tras él sobre sus tacones y los conductores reducían la velocidad de sus vehículos para contemplar el espectáculo. Annika los observó con los ojos desorbitados cuando pasaron ante la recepción.

– ¡Mellberg! -se oyó retumbar en el pasillo la voz de Ernst. Martin y Gösta asomaron la cabeza para ver qué pasaba. Ernst volvió a gritar en dirección al despacho de Mellberg-. ¡Mellberg!, ven aquí, te traigo a tu novia -vociferó riendo para sí, pensando que la joven haría un ridículo espantoso. En el despacho de Bertil reinaba un extraño silencio y Ernst empezó a preguntarse si habría salido mientras él iba a comprar los bollos-. ¡Mellberg! -gritó por tercera vez, con menos ahínco y confianza en que la mujer tuviese que tragarse en público su mentira. Tras un largo minuto de espera durante el que Ernst aguardó una respuesta con la mujer del brazo y en mitad del pasillo, ante las miradas perplejas de todo el personal, Mellberg salió por fin de su despacho. Con la vista clavada en el suelo y un nudo en el estómago, Ernst empezó a sospechar que aquello no tendría el desenlace perfecto que él había calculado.

– ¡Bertil! -la mujer se zafó del policía y echó a correr en dirección a Mellberg, que se quedó petrificado, como un ciervo a la luz de los faros. La joven era unos veinte centímetros más alta que Mellberg, con lo que la escena, cuando ella lo abrazó contra su pecho, resultaba, como mínimo, ridícula. Ernst estaba boquiabierto y, con la sensación de que se lo tragaba la tierra, decidió empezar a elaborar mentalmente su solicitud de despido antes de que lo echasen. De hecho, comprendió con horror que el efecto de varios años de estudiadas lisonjas al jefe había quedado aniquilado por un simple y desgraciado error.

La mujer soltó a Mellberg y se volvió señalando con un dedo acusador a Ernst, que sostenía su bolso con una expresión bobalicona.

– Ese bruto me puso las manos encima. ¡Dice que he robado! Oh, Bertil, tienes que ayudar a tu pobre Irina.

Mellberg le dio unas tímidas palmaditas en el hombro, gesto que exigió que alzara la mano a la altura de su propia nariz, aproximadamente.

– Vete a casa, Irina, ¿de acuerdo? A casa. Yo iré después. ¿OK?

Su inglés podía calificarse de burdo chapurreo, pero la mujer lo entendió y no pareció contenta con el mensaje.

– No, Bertil. Me quedo aquí. Tú hablas con ese hombre y yo me quedo aquí para ver cómo trabajas, ¿OK?

Mellberg negó vehemente y la empujó con firmeza y suavidad hacia la salida. Ella se volvió preocupada y le dijo:

– Pero, Bertil, cariño, Irina no roba, ¿OK?

Acto seguido le lanzó una mirada malévola y triunfante a Ernst antes de salir de allí bamboleándose sobre sus tacones. Ernst, por su parte, seguía concentrado en la alfombra sin atreverse a afrontar la mirada de Mellberg.

– ¡Lundgren, a mi despacho!

Aquellas palabras le sonaron a Ernst como la sentencia del juicio final. Siguió sumiso los pasos de Mellberg por el pasillo, aún flanqueado por las cabezas de los demás, todos boquiabiertos. Ahora, al menos, conocían el origen de los extraños cambios de humor de su jefe…

– Bien, ahora me vas a contar qué ha pasado -lo conminó Mellberg.

Ernst asintió abatido, con la frente bañada en sudor, aunque no a causa del calor en esta ocasión.

Le refirió a su jefe el tumulto que estalló en Hedemyrs y cómo, al acudir, vio a la mujer en plena batalla por el bolso con la dependienta. Con voz temblorosa, le reveló asimismo que él vació el contenido del bolso en el suelo, lo que le permitió comprobar que había dentro una serie de artículos por los que nadie había pagado. Una vez concluido el relato, aguardó la sentencia. Ante su asombro, Mellberg se retrepó en la silla lanzando un profundo suspiro.

– Desde luego, vaya embrollo en el que me he metido -dudó un instante antes de proseguir; después, se agachó, abrió un cajón y sacó algo que dejó sobre la mesa para que Ernst lo viera-. Esto es lo que me esperaba… Página tres.

Presa de gran curiosidad, Ernst tomó lo que parecía un catálogo escolar y lo hojeó hasta la página tres. Estaba plagado de fotografías de mujeres con una breve descripción de estatura, peso, color de ojos y aficiones. De repente, comprendió qué era Irina: una «esposa adquirida por correo», aunque apenas había coincidencias entre la Irina real y la de la fotografía y la información que sobre ella ofrecía el catálogo. Se había quitado, como mínimo, diez años, diez kilos y un kilo de maquillaje. En la foto era guapa, inocente y miraba a la cámara con una amplia sonrisa. Ernst observó el retrato y después dirigió la vista a Mellberg, que alzó los brazos con impotencia:

– ¿Ves? Eso es lo que yo esperaba. Estuvimos escribiéndonos durante un año y, al final, no aguantaba las ganas de traerla a casa -explicó señalando el catálogo que Ernst tenía sobre sus rodillas-. Hasta que llegó -dijo con un suspiro-. Fue una ducha fría, te lo aseguro. Y enseguida empezó con su letanía: «Bertil, querido, cómprame esto, esto y esto». Incluso la sorprendí registrándome la cartera cuando creía que no la veía. Mecachis, ¡qué cagada!

Acompañó aquellas palabras de un golpe en el nido de pelo de la coronilla que hizo que Ernst se preguntase dónde estaría aquel Mellberg tan preocupado por su aspecto físico. De nuevo llevaba la camisa llena de lamparones y las manchas de sudor bajo el brazo se veían tan grandes y redondas como platos de postre. En cierto modo, era tranquilizador. Las cosas volvían a su antiguo orden.

– Confío en que no irás contándolo por ahí.

Mellberg subrayó su advertencia agitando el dedo índice en el aire y Ernst negó vehemente con la cabeza. No diría una sola palabra. Experimentó una inmensa sensación de alivio pues, pese a todo, no iban a despedirlo.

– Entonces, ¿podemos olvidar este pequeño incidente? Yo me encargaré de resolverlo… con el primer avión, de vuelta a casa.

Ernst se levantó para salir del despacho, retrocediendo entre reverencias.

– Y dile al personal de ahí fuera que deje de cuchichear y empiece a hacer un trabajo decente.

Ernst sonrió satisfecho al oír renacer la aspereza en la voz de Mellberg. El jefe había vuelto a su habitual forma de ser.


Si había abrigado la menor duda sobre lo acertado de la afirmación de Annika, dicha duda se disipó tan pronto como cruzó el umbral de la puerta. Erica se arrojó literalmente en sus brazos y Patrik vio el velo de agotamiento que empañaba su semblante. Allí estaba la conciencia, remordiéndole una vez más. Debería haber sido más solícito, haber estado más atento al estado de ánimo de Erica. En cambio, se había refugiado en el trabajo más que de costumbre y la había dejado sola, encerrada entre cuatro paredes, sin nada entretenido que hacer.

– ¿Dónde están? -le preguntó en un susurro.

– En el jardín -le cuchicheó ella a su vez-. ¡Oh, Patrik, si se quedan un día más, no lo soportaré! Lo único que han hecho en todo el día es estar tumbados esperando que yo atienda sus necesidades y deseos. No puedo más.

Erica se derrumbó en sus brazos, y él la consoló acariciándola.

– No te preocupes, yo me encargaré de todo. Lo siento, no debería haber trabajado tanto esta semana.

– Bueno, lo cierto es que me preguntaste y yo te dije que no me importaba. Y, además, tampoco has tenido elección -musitó Erica con el rostro hundido en su pecho.

Pese a sus remordimientos, no pudo por menos de darle la razón. ¿Cómo habría podido actuar de otro modo cuando tenían a una joven desaparecida, quizá secuestrada en algún lugar? Sin embargo, al mismo tiempo, era su deber dar prioridad a la salud de Erica y a la del bebé.

– Ya, bueno, pero el hecho es que no soy el único agente de la comisaría. Y puedo delegar algunas tareas en otros. De todos modos, ahora tenemos un problema bastante más urgente que resolver.

Se apartó de Erica, respiró hondo y salió al jardín.

– Hola, ¿qué tal? ¿Habéis estado a gusto?

Jörgen y Madde volvieron hacia Patrik sus narices fluorescentes y asintieron risueños. «Qué menos -pensó Patrik-, cuando habéis tenido quien os sirva y os atienda en todo momento, porque creéis que esto es un hotel.»

– Pues, ¿sabéis? Yo he resuelto vuestro dilema. He hecho algunas llamadas y he estado preguntando. Y resulta que en el hotel Stora hay habitaciones libres, puesto que mucha gente se ha marchado de Fjällbacka. Claro que, como parece que viajáis con un presupuesto muy ajustado, tal vez no os convenga, ¿no?

Jörgen y Madde que, por un instante, adoptaron una expresión de sincera preocupación, asintieron vehementes: no, claro, no les convenía.

– Pero -prosiguió Patrik viendo con satisfacción sus ceños fruncidos por la desazón-, resulta que también llamé al albergue de Valö y, ¿no os lo imagináis?… ¡Ellos también tienen plazas libres! Estupendo, ¿verdad? Barato, limpio y bonito. No hay una solución mejor.

Dio una palmada de exagerado entusiasmo y se adelantó a las objeciones que intuyó saldrían de los labios de sus huéspedes.

– De modo que lo mejor será que empecéis a hacer el equipaje ahora mismo, pues el barco sale de la plaza de Ingrid Bergman dentro de una hora.

Jörgen empezó a balbucir algo, pero Patrik alzó las manos y volvió a adelantársele.

– No, no, no me des las gracias. No ha sido ninguna molestia, tan sólo un par de llamadas telefónicas.

Y con una amplia sonrisa, se marchó a la cocina, desde donde Erica había estado escuchando a hurtadillas por la ventana. Se dieron una palmada de complicidad y triunfo, y tuvieron que hacer un esfuerzo para no empezar a reírse.

– Muy elegante -le susurró Erica admirada-. No sabía que vivía con un maestro de proporciones maquiavélicas.

– Es mucho lo que aún ignoras de mí, querida -respondió Patrik-. Yo soy un ser muy complejo, ¿sabes?

– Vaya, ¿no me digas? Y yo que siempre te he tenido por alguien bastante previsible -replicó Erica con una sonrisa retadora.

– Pues si ese enorme balón no estuviera en mi camino, te haría ver exactamente lo previsible que soy -atajó Patrik, notando que su insinuación y sus caricias contribuían a relajar la tensión acumulada. De repente, se puso serio-. ¿Has sabido algo más de Anna?

La sonrisa desapareció del rostro de Erica.

– No, ni una palabra. Bajé al muelle, pero no están allí varados.

– ¿Crees que se habrán ido a casa?

– No lo sé. De lo contrario, habrán seguido navegando por la costa. Pero ¿sabes qué?, no tengo fuerzas para preocuparme por eso. Estoy cansada de su susceptibilidad y de que se enfade si digo algo que no le conviene.

Lanzó un suspiro y se disponía a proseguir, cuando los interrumpieron Jörgen y Madde, que pasaron airados ante ellos para recoger sus cosas.

Minutos después, cuando Patrik ya había llevado a aquellos veraneantes insatisfechos hasta el muelle desde el que partiría el barco hacia Valö, se sentaron los dos en el porche a disfrutar de la tranquilidad. Deseoso de ser complaciente y aún con la sensación de que debía compensar a Erica, empezó a masajearle los pies y las pantorrillas hinchadas, mientras ella suspiraba relajada. Apartó de su mente el recuerdo de las chicas asesinadas y de la desaparecida Jenny Möller. Su alma también necesitaba algo de reposo de vez en cuando.


Recibió la llamada por la mañana. Como parte de su plan de mimar un poco a su pareja, Patrik había decidido levantarse algo más tarde aquel día, así que, cuando Pedersen llamó, Erica y él estaban desayunando tranquilamente en el jardín. Miró a Erica como disculpándose mientras se levantaba de la mesa, pero ella le sonrió y le indicó con un gesto que atendiese la llamada. Ya parecía mucho más descansada y contenta.

– Dime, ¿tienes algo interesante para mí? -preguntó Patrik.

– Pues sí, podría decirse que así es. Si empezamos por la causa de la muerte de Johannes Hult, mi primera observación era correcta. No se colgó. Si me dices que lo hallaron en el suelo con una cuerda al cuello, te aseguro que se la pusieron después de que se hubiese producido el óbito. La causa de la muerte fue un fuerte golpe en la nuca, asestado con un objeto contundente, aunque no redondo, sino más bien afilado. Su cadáver presenta, además, una fractura en la mandíbula, lo que podría indicar que también le asestaron un golpe por delante.

– En otras palabras, ¿no cabe la menor duda de que se trata de un asesinato? -preguntó Patrik, aferrándose fuertemente al auricular.

– Exacto, él no pudo, de ninguna manera, causarse esas lesiones a sí mismo.

– ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

– Resulta difícil establecer ese dato porque lleva mucho tiempo bajo tierra. Yo calculo que el momento de la muerte coincide más o menos con el que se supone que se colgó, de modo que no lo colocaron allí después, si es eso lo que estás pensando -le aclaró Pedersen con sorna.

Tras un instante de silencio, mientras reflexionaba sobre lo que Pedersen acababa de decirle, se le ocurrió una idea:

– Me sugerías que habías encontrado algo más al examinar el cadáver de Johannes. ¿De qué se trata?

– Pues sí, y creo que os gustará. Resulta que tenemos una sustituta que es más exhaustiva de lo habitual y se le ocurrió tomar una prueba de ADN del cadáver de Johannes y compararla con la del resto de esperma hallado en el cadáver de Tanja Schmidt.

– ¿Y…? -la respiración de Patrik denotaba expectación.

– Pues hay que joderse, pero ¡existe un parentesco! La persona que mató a Tanja Schmidt es pariente de Johannes Hult.

Patrik jamás había oído al impecable Pedersen expresarse en esos términos, pero consideró que, en esta ocasión, estaba más que justificado. Había que joderse. Volvió a centrarse en la conversación, para seguir indagando:

– ¿Podéis determinar el grado de parentesco? -inquirió con el pulso acelerado.

– Sí, y estamos en ello, pero necesitamos más material de referencia, así que ahora tu misión consiste en tomar muestras de sangre de todos los miembros de la familia Hult.

– ¿De todos? -repitió Patrik, abatido tan sólo de imaginar cuál sería la reacción del clan ante semejante intromisión en sus vidas privadas.

Le dio las gracias por la información y volvió a la mesa, donde Erica aguardaba como una Madonna de generosas formas, con un camisón blanco y la rubia cabellera suelta sobre los hombros. Le gustaba tanto, que aún se quedaba sin respiración al verla.

– Vete -le dijo Erica. Él le dio las gracias con un beso en la mejilla.

– ¿Tienes algún plan para hoy? -le preguntó.

– La ventaja de tener huéspedes exigentes es que, cuando se han marchado, sé apreciar un día de vagancia total. En otras palabras, hoy no pienso hacer nada en absoluto. Me tumbaré fuera a leer y comeré algo rico.

– Me parece un buen plan. Procuraré volver temprano a casa, a las cuatro a más tardar. Te lo prometo.

– Sí, bueno, haz lo que puedas y llega cuando tengas que llegar. Anda, vete ya, que se te ve la impaciencia en la cara.

No tuvo que decírselo dos veces. Patrik salió y se apresuró camino de la comisaría.


Una vez allí, unos veinte minutos más tarde, los demás estaban tomando café en el comedor. Con cierto remordimiento, comprobó que había llegado incluso más tarde de lo que pensaba.

– ¡Hombre, Hedström! Se te olvidó poner el despertador, ¿no?

Ernst, con la confianza en sí mismo totalmente reestablecida después de la charla con Mellberg, le habló en el tono más altanero de que fue capaz.

– No, no te creas, ha sido más bien un poco de compensación por todas las horas extras. Mi pareja también necesita que la cuide -respondió Patrik, al tiempo que le dirigía un guiño a Annika, que había abandonado la recepción unos minutos.

– Sí, claro, supongo que se cuenta entre los privilegios del jefe el poder tomarse unas horas matinales de descanso cuando le plazca -replicó Ernst, sin poder reprimirse.

– Cierto que soy responsable de esta investigación en concreto, pero no soy jefe de nada -observó Patrik en tono apacible, aunque las miradas que Annika le lanzó a Ernst no lo eran tanto. Y continuó-: Además, como responsable de la investigación, os traigo algunas novedades y una nueva tarea que emprender.

Les refirió lo que Pedersen le había comunicado y, por un instante, la sensación de triunfo inundó el comedor de la comisaría de Tanumshede.

– Bueno, en ese caso, hemos reducido el campo de trabajo a cuatro posibles sospechosos -declaró Gösta-: Johan, Robert, Jacob y Gabriel.

– Sí, pero no olvidéis dónde vieron a Tanja por última vez -señaló Martin.

– Eso según Johan -intervino Ernst-. Tampoco hay que olvidar que es Johan quien dice que fue así. Yo, por mi parte, quisiera oír antes el testimonio de alguien más fiable.

– Cierto, pero también Linda asegura que vieron a alguien la noche que estuvieron allí…

Patrik interrumpió la discusión entre Ernst y Martin.

– Sea como fuese, en cuanto hayamos reunido a todos los miembros de la familia Hult y les hayamos tomado las muestras de sangre para el ADN, no tendremos que especular más. Eso está claro. De camino a la comisaría llamé para solicitar la autorización que necesitamos. Todos sabemos que es urgente y por qué, y espero el visto bueno del fiscal en cualquier momento.

Dicho esto, se sirvió una taza de café, se sentó con los demás y dejó el móvil encima de la mesa. Todos lo miraban de soslayo.

– Bueno, ¿qué os pareció el espectáculo de ayer?

Ernst soltó una carcajada y olvidó enseguida la promesa que le había hecho a Mellberg de no divulgar lo que éste le había confiado. A aquellas alturas, todos sabían lo de la novia por correo de Mellberg y, ciertamente, las habladurías no tuvieron parangón con ningún otro chisme durante años, pues sería un asunto que se ventilaría a espaldas del jefe por mucho, mucho tiempo.

– Sí, qué barbaridad -río Gösta-. Cuando se está tan desesperado por una mujer como para solicitarla por catálogo, ¿qué se puede esperar?

– ¡Qué cara debió de poner cuando fue a recogerla al aeropuerto y vio hasta qué punto quedaban frustradas sus expectativas! -dijo Annika, regodeándose de buena gana al imaginar el desastre. Mofarse de las desgracias ajenas no les resultaba tan horrible cuando el objetivo era Mellberg…

– Bueno, pero hay que decir que la novia no se lo pensó dos veces: derecha a la tienda a llenar el bolso, sin reparar mucho en lo que metía en él, con tal de que tuviese el precio puesto… -se burló Ernst-. Aunque, a propósito de robar, a ver si vosotros entendéis esto. El tal Persson, al que fuimos a interrogar ayer Gösta y yo, me contó que algún cretino solía robarle aquel maldito abono. Cada vez que hacía un pedido, le desaparecían un par de sacos grandes. ¿Podéis explicaros que haya gente tan tacaña como para ir a robar un saco de estiércol? Claro que parece que se trata de un estiércol bastante caro, pero aun así… -se golpeó las rodillas muerto de risa-. ¡Madre mía! -remató secándose las lágrimas sin parar de reír, hasta que se dio cuenta del profundo silencio que reinaba en el comedor.

– ¿Qué acabas de decir? -preguntó Patrik en un tono ominoso que Ernst había oído con anterioridad, en concreto hacía un par de días, y supo enseguida que había vuelto a meter la pata.

– Pues eso, que me dijo que solían robarle sacos de ese abono.

– Y, teniendo en cuenta que Västergården es la finca más cercana, no se te ocurrió que podía ser una información importante, ¿no?

Le habló con tal frialdad que Ernst sintió escalofríos. Patrik se volvió hacia Gösta.

– ¿Tú también lo oíste, Gösta?

– No, el agricultor debió de decírselo mientras yo estaba en el lavabo -explicó mirando a Ernst con encono.

– No caí -protestó Ernst-. Tampoco tiene uno por qué acordarse de todo, joder.

– Eso es precisamente lo que hay que hacer, pero ya hablaremos de ello más tarde. Ahora, la cuestión es qué nos aporta a nosotros ese dato.

Martin pidió la palabra levantando la mano, como si estuviesen en la escuela.

– ¿Soy el único que piensa que tenemos a Jacob cada vez más acorralado? -puesto que nadie respondía, intentó ser más explícito-. En primer lugar, tenemos un testimonio, por más que proceda de una fuente dudosa, según el cual Tanja estuvo en Västergården poco antes de desaparecer. En segundo lugar, el ADN hallado en el cadáver de Tanja apunta a un pariente de Johannes y, en tercer lugar, alguien robaba sacos de una granja literalmente contigua a Västergården. A mí me parece suficiente para que lo convoquemos a un pequeño interrogatorio y, entretanto, echemos un vistazo a su propiedad.

Todos seguían guardando silencio, así que Martin continuó su argumentación:

– Como tú mismo dijiste, Patrik, es urgente. No tenemos nada que perder por darnos una vuelta y echar una ojeada, además de apretarle las clavijas a Jacob. Sólo perderemos si no hacemos nada. Claro que tendremos los resultados cuando los hayan testado a todos y hayan comparado sus muestras de ADN, pero, mientras tanto, no podemos quedarnos aquí sentados mirando las musarañas. ¡Algo hemos de hacer!

Patrik rompió por fin el silencio.

– Martin está en lo cierto. Tenemos datos suficientes como para que merezca la pena hablar con él y no nos vendrá mal inspeccionar un poco Västergården. Haremos lo siguiente: Gösta irá a buscar a Jacob. Martin, tú te pondrás en contacto con Uddevalla y les pides refuerzos para efectuar un registro en Västergården. Pídele a Mellberg que te ayude a conseguir la autorización, pero procura que no sólo se contemple en ella la vivienda, sino todos los demás edificios que hay en la finca. Todos iremos informando a Annika. ¿De acuerdo? ¿Alguna duda?

– Sí, ¿cómo vamos a hacer lo de las muestras de sangre? -quiso saber Martin.

– ¡Hala!, es verdad, ya se me olvidaba. Nos vendría bien clonarnos… -Patrik reflexionó unos minutos-. Martin, si recibes ayuda de Uddevalla, ¿podrías encargarte de eso tú también? -Martin asintió-. Bien, ponte en contacto con el centro médico de Fjällbacka para que envíen a alguien que tome las muestras. Y, por lo que más quieras, procura que las muestras vayan correctamente marcadas y le lleguen a Pedersen como un rayo. Venga, manos a la obra. No olvidéis por qué hay mucha prisa.

– ¿Qué quieres que haga yo? -le preguntó Ernst con la esperanza de ganarse de nuevo su favor.

– Tú te quedas aquí -respondió Patrik sin malgastar un minuto en explicaciones.

Ernst masculló algo entre dientes, pero sabía cuándo le convenía acatar una orden. En cualquier caso, ya tendría una charla con Mellberg cuando todo hubiese acabado. Tampoco era para tanto; después de todo, ¡errar es humano!


A Marita se le salía el corazón del pecho. La misa al aire libre fue tan maravillosa como de costumbre y su Jacob resplandecía en el centro de todo; erguido, fuerte y con la voz firme, predicando la palabra de Dios. Fueron muchos los congregados; además de la mayoría de los que vivían en la finca -algunos no habían visto la luz aún y se negaban a participar-, había acudido un centenar de fieles adeptos. Se sentaron en el césped, con la mirada fija en Jacob, que ocupaba su lugar habitual en la cresta de la roca, de espaldas al mar. En torno a él se alzaban altos y espesos los abedules, que daban sombra cuando apretaba el calor y susurraban acompañando la melodiosa voz de Jacob. Había ocasiones en que se sentía incapaz de comprender su propia felicidad; que aquel hombre al que todos admiraban visiblemente la hubiese elegido a ella y sólo a ella.

Cuando conoció a Jacob, no tenía más que diecisiete años. Él tenía veintitrés y ya había adquirido fama de ser un hombre de peso en la parroquia. En cierta medida, se lo debía a su abuelo, cuyo renombre se extendió al nieto, pero en su mayor parte era gracias a su propio carisma. Fuerza y dulzura, esa era la insólita combinación que le otorgaba un poder de atracción al que nadie era susceptible de escapar. Sus padres, y por tanto ella también, vivieron muchos años como miembros de la parroquia y jamás se perdían una misa.

Antes siquiera de acudir a la primera de las oficiadas por Jacob Hult, ella sintió un cosquilleo en el estómago, como un presagio de que algo extraordinario iba a suceder. Como así fue. No pudo apartar la vista de él, sus ojos quedaron pendientes de su boca, de donde la palabra de Dios manaba como el agua de un riachuelo. Cuando también él empezó a mirarla a los ojos, ella empezó a elevar plegarias a Dios: plegarias febriles, preces, súplicas… Ella, que había aprendido que no debía pedir nada para sí misma, pidió entonces algo tan mundano como un hombre, pero no podía evitarlo. Pese a que sentía el escozor del fuego del purgatorio en busca de la pecadora que había en ella, siguió pidiendo, obcecada, y no cesó hasta que no supo que él había posado su mirada sobre ella y que le agradaba lo que veía.

En realidad, no entendía por qué Jacob la había elegido por esposa. Sabía que tenía un aspecto físico común y corriente, y que era tímida e introvertida. Sin embargo, él quiso elegirla a ella y, el día que se casaron, se prometió a sí misma que nunca se preguntaría por qué ni cuestionaría la voluntad de Dios. Era evidente que Él los había distinguido a ellos dos entre la muchedumbre y vio que su unión sería buena, y con esa certeza tendría que contentarse. Tal vez un ser tan fuerte como Jacob necesitaba una compañera tan débil como ella para que no lo desgastase la resistencia de un igual. ¡Qué sabía ella!

Los niños se retorcían inquietos a su lado, sentados en el suelo. Sabía que se morían de ganas de correr y jugar, pero ya tendrían tiempo después, ahora debían escuchar a su padre mientras predicaba la palabra de Dios.

– Es en las dificultades cuando se pone a prueba nuestra fe, pero también en ellas se fortalece. Sin oposición, la fe se debilita y nos convierte en seres satisfechos y cómodos. Empezamos a olvidar por qué hemos de dirigirnos a Dios para que nos guíe. Y así, no tardamos en vernos conducidos por caminos ilusorios. Yo mismo me he visto sometido últimamente a esas pruebas de que hablo, como bien sabéis. Al igual que toda mi familia. Las fuerzas del mal trabajan para poner a prueba nuestra fe. No obstante, están abocadas al fracaso porque han hecho que mi fe crezca en tamaño y vigor, un vigor tal que las fuerzas del mal no tienen la menor posibilidad de alcanzarme. ¡Alabado sea Dios por haberme otorgado tanta fortaleza!

Alzó las manos al cielo entre los gritos de aleluya de los fieles, cuyos rostros resplandecían de dicha y de fe. Marita elevó también las manos al cielo y le dio gracias a Dios. Las palabras de Jacob la hicieron olvidar las dificultades de las últimas semanas. Confiaba en él y confiaba en el Señor y, si permanecían juntos, nada les ocurriría.

Cuando Jacob, poco después, concluyó la celebración, se vio rodeado de pequeños grupos de fieles. Todos querían estrecharle la mano y demostrarle su gratitud y su apoyo. Todos parecían necesitar tocarlo para, en cierto modo, participar así de su sosiego y llevarse a sus hogares una porción de su calma. Marita, por su parte, se mantuvo apartada, triunfante y consciente de que Jacob era suyo. A veces se preguntaba, llena de remordimiento, si no sería pecaminoso sentir un placer tan inmenso al saberse dueña de su hombre, desear tener para sí cada fibra de su cuerpo, pero siempre terminaba desechando la idea: no cabía duda de que era voluntad de Dios que estuvieran juntos y, siendo así, no podía ser un error.

Cuando la muchedumbre empezó a dispersarse y a apartarse de él, tomó a los niños de la mano y se le acercó con ellos. Lo conocía tan bien… Sabía que todo aquello que lo había colmado durante el oficio de la misa empezaba a difuminarse y a ser reemplazado por ese cansancio característico en sus ojos.

– Ven, vayamos a casa, Jacob.

– Aún no, Marita. Me quedan un par de cosas por hacer.

– No será nada que no puedas hacer mañana. Venga, te llevo a casa, sé que estás cansado.

Jacob sonrió y le tomó la mano.

– Como de costumbre, tienes razón, mi querida y sensata esposa. Voy al despacho a buscar mis cosas y nos vamos.

Habían empezado a aproximarse a la casa cuando dos hombres se les acercaron a pie. En un primer momento no vieron quiénes eran, pues el sol les daba en la cara, pero cuando los tuvieron más cerca, Jacob no pudo por menos de lanzar un gruñido, presa de la mayor irritación.

– ¿Qué es lo que queréis ahora?

Marita miraba ya a Jacob, ya a los hombres, hasta que comprendió que, por el tono de Jacob, debían de ser policías. Los miró con odio, pues ellos eran quienes estaban causándoles a Jacob y a su familia tantas preocupaciones.

– Queríamos hablar contigo unos minutos, Jacob.

– ¿Qué más puede quedar por decir? ¿Más de lo que dije ayer? -dejó escapar un suspiro-. En fin, mejor será acabar cuanto antes. Vamos a mi despacho.

Los dos policías se quedaron donde estaban. Un tanto incómodos, miraron a los niños, y Marita comenzó a intuir que algo iba mal. Como por instinto, atrajo a los niños hacia sí.

– No, aquí no. Nos gustaría hablar contigo en la comisaría.

Fue el más joven de los policías quien se lo dijo, mientras el de más edad se quedaba un tanto apartado, observando a Jacob con mirada grave. El pánico le clavó a Marita sus garras: en verdad los acechaban las fuerzas del mal, tal y como Jacob había dicho en su sermón.

Загрузка...