Capítulo 11

Verano de 2003

Los días se sucedían como en un paisaje brumoso. Sufría un tormento que, hasta entonces, había creído inexistente y no dejaba de maldecirse a sí misma. Si no hubiese sido tan necia, si no hubiese hecho autoestop…, aquello jamás habría ocurrido. Sus padres le habían dicho muchas veces que no debía subirse a un coche con un desconocido…, pero ella se sentía invulnerable.

Le parecía que era un sentimiento muy antiguo. Jenny intentaba concitar de nuevo aquella sensación, para disfrutarla una vez más por un instante: la certeza de que nada en el mundo le afectaría, de que el mal podía sobrevenirles a otros, pero no a ella. Pasara lo que pasase, jamás volvería a experimentar esa sensación.

Estaba tumbada sobre un costado, con una mano extendida sobre la tierra. El otro brazo lo tenía inútil y se obligaba a mover el menos maltratado para favorecer la circulación sanguínea. Soñó que, cuando bajase a verla, se lanzaría sobre el como la heroína de una película, lo reduciría, lo dejaría inconsciente en el suelo y podría huir y encontrarse con quienes la aguardaban, todos aquellos que habían estado buscándola por cada rincón. Pero era imposible, un sueño maravilloso. Las piernas no le valían ya para caminar.

La vida se le escapaba despacio y se imaginaba que, como un fluido, iba filtrándose hacia el fondo de la tierra, vitalizando a los organismos que la habitaban: gusanos y larvas que absorbían con avidez su energía vital.

Cuando exhalaba el último aliento, pensó que jamás se le ofrecería la oportunidad de pedir perdón por su díscolo comportamiento de las últimas semanas. Confiaba en que, pese a todo, la comprendieran.


* * *

Estuvo sentado con ella en su regazo toda la noche. Su cuerpo había ido enfriándose gradualmente. Los rodeaba una oscuridad compacta. Esperaba que ella la hubiese encontrado tan segura y acogedora como él. Era como una gran manta negra que lo envolvía por completo.

Por un instante, vio a los niños ante sí. Pero esa imagen le recordaba tanto la realidad, que la desechó enseguida.

Johannes le había mostrado el camino. Él, Johannes y también Ephraim formaban una trinidad, siempre lo supo. Los tres compartían un don del que Gabriel nunca había disfrutado. De ahí que no fuese capaz de comprenderlo nunca. Él, Johannes y Ephraim eran únicos y estaban más cerca de Dios que los demás. Eran especiales: Johannes lo había dejado escrito en su libro.

No era casualidad que él, precisamente, encontrase el bloc de notas negro de Johannes. Algo lo había conducido hasta él, lo había atraído como un imán hacia lo que él interpretaba como una herencia que Johannes le había legado. Lo conmovió el sacrificio que Johannes estuvo dispuesto a hacer por salvar su vida. Si alguien en el mundo podía entender lo que Johannes deseaba alcanzar, era él. ¡Qué irónico resultaba que hubiese sido en vano! Al final, fue el abuelo Ephraim quien lo salvó. Le dolía que Johannes hubiese fracasado. Era una lástima que las chicas hubiesen tenido que morir, pero él disponía de más tiempo que Johannes. Él no fracasaría. Él lo intentaría una y otra vez hasta encontrar la clave de su luz interior. Esa luz que, según su abuelo Ephraim, también él llevaba dentro, exactamente igual que Johannes, su padre.

Conmovido, acarició el gélido brazo de la joven. No era que no lamentase su muerte, pero ella no era más que un ser humano normal y corriente, y Dios le concedería un lugar especial porque sabía que ella se había sacrificado por él, uno de los elegidos de Dios. De pronto, una idea cruzó su mente: ¿y si Dios esperaba que reuniese un número concreto de víctimas antes de permitirle encontrar la clave? ¿Y si esa era la condición también para Johannes? No era cuestión de fracaso, pues, sino de que el Señor esperaba más pruebas de su fe, antes de mostrarles el camino.

La idea animó a Jacob. Sí, así debía ser, sin duda. Él siempre había tenido más fe en el Dios del Antiguo Testamento, el que exigía sacrificios de sangre.

Había algo que le corroía la conciencia. ¿Hasta qué punto sería Dios permisivo con el hecho de que no hubiese podido sustraerse al deseo carnal? Johannes fue más fuerte: nunca cayó en la tentación y Jacob lo admiraba por ello. Él, en cambio, al sentir la suave piel de la chica contra la suya, experimentó el despertar de algo muy hondo. El diablo lo dominó por un instante y cedió a sus tentaciones. Pero, después, fue tan sincero su arrepentimiento… Dios tuvo que verlo, Él, que podía ver su corazón, debió ver que su arrepentimiento era auténtico y le concedió sin duda el perdón de los pecados.

Jacob mecía a la joven en sus brazos. Apartó con suavidad un mechón que tenía en el rostro. Era muy bonita. En cuanto la vio al borde de la carretera con el pulgar en alto, haciendo autoestop, supo que era la adecuada. La primera fue la señal que tanto tiempo llevaba esperando. Durante años había sentido la más absoluta fascinación al leer las palabras de Johannes en el libro y, cuando la muchacha apareció preguntando por su madre, el mismo día que él recibió la Sentencia, supo enseguida que era una señal.

No se vino abajo al comprobar que no encontraba la fuerza pese a la ayuda de la joven. Johannes no lo había logrado con su madre. Lo importante era que, con ella, iniciaba un camino para el que estaba predestinado: seguir los pasos de su padre.

El hecho de enterrarlas juntas en Kungsklyftan fue un modo de hacerlo manifiesto al mundo entero. Una declaración de que él tomaba el relevo y continuaría lo que Johannes había comenzado. No creía que nadie fuese a entenderlo, bastaba con que Dios lo comprendiese y lo hallase bueno.

Y si necesitaba alguna prueba definitiva de ello, la obtuvo la noche anterior. En cuanto empezaron a hablar de los resultados de los análisis, supo con toda certeza que lo acorralarían como a un criminal. No tuvo en cuenta que el diablo le hizo dejar rastro de su pecado en el cuerpo.

Pero él se rió en la cara del diablo. Para su sorpresa, los policías lo habían llamado para comunicarle que, según los resultados de las pruebas, era inocente. Y aquella era la prueba definitiva que necesitaba para convencerse de que iba por el buen camino y de que nada podría detenerlo. Él era especial, estaba protegido y bendecido.

Muy despacio, volvió a acariciar el cabello de la joven. Ahora no tendría otro remedio que buscar una nueva.


La comprobación no le llevó a Annika más de diez minutos, transcurridos los cuales, le devolvió la llamada.

– Estabas en lo cierto. Jacob tiene cáncer otra vez, sólo que en esta ocasión no se trata de leucemia, sino de un gran tumor alojado en el cerebro. Ya le han comunicado que no hay nada que hacer, que está demasiado avanzado.

– ¿Cuándo le dieron esa noticia?

Annika miró las notas que había garabateado en el bloc:

– El mismo día que Tanja desapareció.

Patrik se dejó caer pesadamente en el sofá de la sala de estar. Lo sabía, pero le costaba creerlo. Se respiraba en la casa una paz, una tranquilidad… No había el menor indicio de la maldad cuya prueba él mismo sostenía en sus manos. Tan sólo aparente normalidad: flores en una jarra, juguetes esparcidos por la habitación, un libro a medio leer sobre la mesa… Ninguna calavera, ninguna prenda manchada de sangre, ninguna vela negra encendida.

Sobre la chimenea colgaba incluso un cuadro de la Ascensión de Jesús después de la Resurrección, con el halo de gloria en torno a la cabeza y rodeado de hombres y mujeres que oraban a sus pies con la mirada suplicante.

¿Cómo era nadie capaz de justificar la peor de las acciones aduciendo que Dios le había concedido carta blanca para ello? Aunque tal vez no fuese tan extraño. A lo largo de la Historia, millones de personas habían sido asesinadas en nombre de Dios. Había algo irresistible en un poder de esa clase, algo que embriagaba al ser humano y lo confundía.

Patrik se obligó a sí mismo a salir de sus consideraciones teológicas y se encontró con que todo el equipo lo observaba a la espera de nuevas instrucciones. Les mostró lo que había encontrado: ahora todos luchaban por no imaginar los horrores que estaría viviendo Jenny en esos momentos.

El problema era que no tenían la menor idea de dónde encontrarla. Mientras aguardaban la llamada de Annika con la respuesta del doctor Csaba, no interrumpieron ni un instante su búsqueda febril por la casa, mientras él llamaba a la finca para preguntarles a Marita, Gabriel y Laine si sabían de algún lugar en el que pudieran hallarlo. Ellos respondieron a su vez con una serie de preguntas que él atajó de inmediato, pues no tenían tiempo que perder.

Se revolvió el cabello, ya encrespado de por sí.

– ¿Dónde demonios puede estar? No podemos dedicarnos a rastrear toda la zona, centímetro a centímetro. Además, puede tenerla oculta en algún lugar en las inmediaciones de Bullaren o en cualquier sitio a mitad de camino. ¿Qué hacemos? -se preguntaba frustrado.

Martin sentía la misma impotencia, pero no dijo nada. La pregunta de Patrik no demandaba respuesta. Entonces, se le ocurrió una idea.

– Tiene que estar aquí, en algún lugar de Västergården. Recordad los restos de abono. Yo apuesto por que Jacob ha utilizado el mismo escondite que Johannes y, en ese caso, nada más lógico que buscarlo por aquí, en los alrededores.

– Tienes razón, pero tanto Marita como sus suegros aseguran que no hay más edificios en la finca. Claro que puede tratarse de una cueva o algo así, pero ¿tú sabes cuántas hectáreas de terreno tiene aquí la familia Hult? Sería como buscar una aguja en un pajar.

– Sí, pero ¿qué me dices de Solveig y sus hijos? ¿Les has preguntado a ellos? Ellos vivían aquí antes y tal vez conozcan algún rincón cuya existencia ignore Marita.

– ¡Esa sí que es una buena idea! ¿No he visto un listín telefónico en la cocina, junto al teléfono? Linda lleva su móvil, así que seguramente podré hablar con ellos si la llamo.

Martin fue a mirar y volvió con un listín en el que, en efecto, figuraban el nombre y el número de Linda, anotados con primorosa caligrafía. Patrik marcó y aguardó impaciente. Tras un lapso que a él se le antojó una eternidad, Linda respondió.

– Linda, soy Patrik Hedström. Necesito hablar con Solveig o con Robert.

– Están con Johan. ¡Ha despertado! -exclamó Linda, radiante de alegría.

Patrik lamentó el hecho de que esa alegría no tardaría en esfumarse.

– Ve a buscar a alguno de los dos. Es importante.

– De acuerdo, ¿con quién prefieres hablar?

Reflexionó un instante, pero ¿quién mejor que un niño podía conocer los alrededores del lugar en que vivía? La elección era muy sencilla:

– Robert -dijo al fin.

La oyó dejar el teléfono para ir a buscar a su primo. Seguramente, no estaría permitido entrar con móviles en la habitación, para que no interfiriese con los monitores, se decía Patrik cuando oyó en el auricular la voz grave de Robert.

– Aquí Robert.

– Hola, soy Patrik Hedström. Oye, me pregunto si tú podrías ayudarnos a resolver algo muy importante -se apresuró a explicarle.

– Pues dime, ¿de qué se trata? -inquirió Robert a su vez, algo inseguro.

– Necesitaría saber si hay algún otro edificio en los terrenos que rodean Västergården, aparte de los que se encuentran junto a la casa. Bueno, en realidad, no tiene por qué ser un edificio, sólo un buen lugar donde esconderse, no sé si me explico. Pero ha de ser bastante espacioso, como para que quepa más de una persona.

Casi pudo oír la sorpresa en el cerebro de Robert, pero Patrik comprobó con alivio que el joven no pensaba cuestionar su pregunta, sino que, tras reflexionar un minuto, le respondió:

– Pues lo único que se me ocurre es el viejo búnker. Está a un buen trecho de la casa, bosque adentro. Johan y yo solíamos jugar allí de niños.

– ¿Y Jacob lo conocía? -preguntó Patrik.

– Sí, cometimos el error de enseñárselo en una ocasión, pero fue enseguida a chivarse a mi padre, que se presentó al rato con él y nos prohibió que volviésemos a usarlo. Nos dijo que era peligroso y ahí se nos terminó la diversión. Jacob siempre ha sabido ser honrado, para quedar bien -remató Robert, irritado al recordar la decepción que se llevaron de niños a causa de aquel suceso. Patrik se dijo que «honrado» no sería el adjetivo con el que podría describirse a Jacob en lo sucesivo.

Una vez que Robert le explicó cómo llegar, le dio las gracias y colgó.

– Martin, creo que ya sé dónde están. Nos reunimos todos en el jardín.

Cinco minutos después se habían congregado a pleno sol ocho policías muy serios, cuatro de Tanumshede y cuatro de Uddevalla.

– Tenemos motivos para creer que Jacob Hult se encuentra bosque adentro, a un trecho de aquí, en un viejo búnker. Seguramente tiene consigo a Jenny Möller, y no sabemos si está viva o muerta, de ahí que debamos actuar como si estuviese viva y, por tanto, conducirnos con la mayor cautela. Nos acercaremos despacio al lugar y lo rodearemos en silencio -advirtió Patrik, al tiempo que subrayaba el aviso posando la mirada en cada uno de ellos, aunque se detuvo algo más al llegar a Ernst-. Tendremos las armas preparadas, pero nadie la usará hasta que yo no dé una orden expresa. ¿Está claro?

Todos asintieron.

– La ambulancia de Uddevalla ya está en camino, pero no activará las sirenas ni las luces de emergencia, sino que se detendrá justo a la entrada de Västergården. El sonido se propaga a gran distancia en el bosque, y no nos interesa que oiga nada ni que sepa que estamos maquinando algo. En cuanto tengamos la situación controlada, llamaremos al personal sanitario.

– ¿No crees que sería mejor llevar a algún enfermero con nosotros hasta el escondite? -preguntó uno de los policías de Uddevalla-. Cuando la encontremos, puede que necesite asistencia urgente.

Patrik asintió.

– Tienes razón, pero no podemos esperarlos. En estos momentos, lo más importante es localizarla y, para entonces, esperemos que haya llegado la ambulancia. Bien, pues adelante.

Robert le había descrito el camino y por qué parte del bosque, que se extendía detrás de la casa, tenían que subir hasta encontrar, a unos cien metros, un sendero que conducía hasta el búnker. El sendero era prácticamente invisible si no se conocía su existencia y, de hecho, Patrik estuvo a punto de dejarlo atrás. Paso a paso fueron avanzando hacia su objetivo y, después de algo así como un kilómetro, creyó divisar algo entre las hojas de los árboles. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y llamó a los hombres que lo seguían a pocos metros. Haciendo el menor ruido posible, rodearon el búnker, aunque no pudieron evitar que las hojas secas crujiesen bajo sus pies. Patrik hacía un mohín a cada sonido que oía, aunque con la esperanza de que los gruesos muros del búnker aislasen el habitáculo del ruido exterior, de modo que Jacob no los oyese.

Sacó la pistola y vio por el rabillo del ojo que Martin hacía otro tanto. Se acercaron de puntillas hasta la puerta y tantearon el picaporte. Estaba cerrada con llave. ¡Mierda! ¿Qué podían hacer? No habían llevado consigo herramientas para forzar una puerta, de modo que su única posibilidad consistía en convencer a Jacob para que saliese por voluntad propia. Presa de la mayor angustia, Patrik dio unos golpecitos en la puerta y se apartó rápidamente.

– Jacob, sabemos que estás ahí. Deberías salir.

No obtuvo respuesta, así que lo intentó de nuevo.

– Jacob, sabemos que no era tu intención hacerles daño a las chicas. Tú sólo hacías lo mismo que Johannes. Pero sal, por favor, para que podamos hablar de ello.

Él mismo juzgó patética su intervención y pensó que tal vez debería haber seguido un curso de trato con secuestradores o, al menos, debería haber ido acompañado de un psicólogo. Sin embargo, a falta de nada mejor, tendría que arreglárselas con las ideas que se le ocurriesen sobre cómo convencer a un psicópata para que saliese de un búnker.

Ante su sorpresa, un segundo después se oyó un clic en la cerradura. La puerta se abrió despacio. Martin y Patrik, que estaban a ambos lados de ella, intercambiaron una mirada. Los dos tenían las armas preparadas y el cuerpo en tensión. Jacob salió por la puerta con Jenny en brazos. No cabía la menor duda de que estaba muerta y Patrik prácticamente sintió la decepción y el dolor que inundaban los corazones de los policías, que ya se habían acercado y apuntaban a Jacob con sus armas.

Pero Jacob ignoró su presencia y, en cambio, dirigió la vista al cielo y habló en voz alta y clara:

– No lo entiendo. Yo soy un elegido. Se supone que tenías que protegerme -parecía tan desconcertado como si el mundo acabara de ponerse del revés ante su vista-. ¿Para qué me salvaste ayer si hoy ya no pensabas darme tu amparo?

Patrik y Martin volvieron a mirarse. Era evidente que Jacob estaba ido, pero eso lo hacía aún más peligroso. No había modo alguno de calcular cuál sería su próxima reacción. Los policías le apuntaban con sus armas.

– Deja a la chica en el suelo -le ordenó Patrik.

Jacob seguía mirando al cielo y hablando con su Dios invisible.

– Sé que me habrías permitido adquirir el don, pero necesito más tiempo. ¿Por qué me das la espalda ahora?

– ¡Deja a la chica y levanta las manos! -le dijo Patrik en tono más severo. Jacob seguía sin reaccionar, con la chica en brazos, pero no parecía llevar encima ningún arma. Patrik consideró la posibilidad de abordarlo y salir así de aquel punto muerto. No había razón alguna para temer que la chica resultase herida… Ya era demasiado tarde.

No acababa de pensarlo cuando alguien de elevada estatura se abalanzó por la izquierda, a su espalda. Lo había pillado tan por sorpresa que el dedo le tembló en el gatillo y estuvo a punto de dispararle una bala a Jacob o a Martin. Entonces vio con horror cómo el corpachón de Ernst atravesaba el aire hasta alcanzar a Jacob, que cayó al suelo de golpe. También Jenny cayó de sus brazos, desplomándose con sordo y desagradable sonido, como un saco de harina arrojado en la tierra.

Con expresión victoriosa, Ernst neutralizó a Jacob sujetándole las manos a la espalda. Jacob no opuso resistencia, pero aún mantenía la misma expresión de sorpresa.

– Eso es, ya está -dijo Ernst mirando a su alrededor para recibir los vítores del pueblo. Pero todos estaban perplejos y, al ver la sombría expresión del rostro de Patrik, comprendió que, una vez más, se había precipitado al actuar.

Patrik seguía temblando, aterrado al pensar lo cerca que había estado de dispararle a Martin, y tuvo que contenerse para no rodear con sus manos el cuello de Ernst y ahogarlo allí mismo muy despacio. Ya tomaría medidas más tarde. Ahora, lo más importante era encargarse de Jacob.

Gösta sacó un par de esposas y se las puso a Jacob. Martin y él le ayudaron a levantarse. Acto seguido, esperaron instrucciones de Patrik, que se dirigió a dos de los policías de Uddevalla.

– Llevadlo a Västergården. Yo no tardaré en llegar. Explicadle al personal de la ambulancia dónde estamos y decidles que traigan una camilla.

Empezaron a alejarse con Jacob, cuando Patrik los retuvo:

– Aunque…, no, esperad, sólo quiero mirarlo una vez a los ojos. Quiero ver bien los ojos de una persona capaz de hacer algo así -dijo señalando con la cabeza el cuerpo sin vida de Jenny

Jacob lo miró sin arrepentimiento, pero con la misma expresión aturdida. Encarando a Patrik, le preguntó:

– ¿No es extraño que Dios hiciese ayer un milagro para salvarme y hoy os deje atraparme así, sin más?

Patrik intentó leer en sus ojos si hablaba en serio o si todo era una farsa para escapar a las consecuencias de sus actos. La mirada que se encontró era lisa y brillante, como un espejo, y supo que estaba observando el corazón de la locura. Con voz cansada, le dijo:

– No fue Dios, fue Ephraim. Te libraste en los análisis de sangre porque él te donó parte de su tejido medular cuando estuviste enfermo y, con él, su sangre y su ADN. De ahí que el resultado de tus análisis no coincidiera con el del ADN de los… restos… que dejaste en el cadáver de Tanja. Lo comprendimos después, cuando los analistas establecieron vuestras relaciones de parentesco y tus análisis de sangre demostraron que eras hijo de Johannes y no de Gabriel.

Jacob asintió tranquilo, antes de preguntar:

– Pero ¿no es un milagro, dime?

Los dos policías de Uddevalla se lo llevaron de allí.

Martin, Gösta y Patrik permanecieron junto al cuerpo de Jenny, mientras que Ernst se apresuraba a escabullirse con los colegas de Uddevalla, seguramente con el propósito de no estar muy visible en las próximas horas.

Los tres hubieran deseado tener una chaqueta para envolver el cadáver de la joven. Su desnudez resultaba tan hiriente, tan humillante… Observaron las lesiones que se advertían en su cuerpo, idénticas a las de Tanja y, probablemente, las mismas que sufrieran Siv y Mona.

Era evidente que, pese a su carácter impulsivo, Johannes había sido un tipo metódico. En su bloc había ido anotando de forma exhaustiva el tipo de lesiones que les infligía a sus víctimas, para después intentar curarlas. Lo hacía con el rigor de un científico. Las mismas lesiones en ambas y en el mismo orden. Tal vez para, incluso ante sí mismo, darle la apariencia de un experimento científico en el que se veía obligado a utilizar víctimas, por desgracia necesarias, con el fin de que Dios le restituyese el don de curar que había poseído de niño. Un don que él había echado en falta durante toda su vida de adulto y que con tanta urgencia deseaba recuperar cuando su primogénito Jacob enfermó de leucemia.

Fue un ominoso legado el que Ephraim les dejó a su hijo y a su nieto. Por otro lado, la imaginación de Jacob se vio exacerbada por los relatos de Ephraim acerca de los milagros de curación de Gabriel y Johannes durante su niñez. El que, por dramatizar aún más, el abuelo le mencionase al nieto que también había visto el don en él, había alumbrado en el pequeño una serie de ideas que, con los años, se nutrieron del hecho de que sufriera de niño una enfermedad por la que estuvo a punto de morir. Después, un día, Jacob encontró los libros de notas de Johannes y, a juzgar por lo desgastadas que estaban sus páginas, los había leído una y otra vez. La desafortunada coincidencia de que Tanja se presentase en Västergården preguntando por su madre el mismo día en que Jacob recibía su sentencia de muerte, desembocó en el trágico suceso que ahora los hacía estar contemplando el cadáver de una muchacha más.

Cuando Jacob la dejó caer, el cadáver quedó de costado y se diría que se había acurrucado en posición fetal. Martin y Patrik advirtieron con asombro cómo Gösta se quitaba la camisa de manga corta, exponiendo así un blanco pecho sin apenas vello, para cubrir con ella la mayor parte de la desnudez de Jenny.

– No podemos quedarnos aquí mirando a la niña así, desnuda como está -gruñó el policía cruzándose de brazos, para protegerse de la humedad del ambiente en el bosque.

Patrik se arrodilló y le tomó la mano, tan gélida… Jenny había muerto sola, pero al menos durante aquella espera tendría compañía.


Un par de días después empezó a calmarse el revuelo ocasionado por la noticia. Patrik estaba sentado frente a Mellberg y lo único que quería era salir de allí lo antes posible. Su jefe le había exigido un informe exhaustivo del caso y, aunque Patrik era consciente de que sólo lo hacía para poder fanfarronear durante años de su colaboración en el caso Hult, a él no le importaba demasiado. Después de haberles comunicado personalmente a los padres de Jenny la muerte de su hija, se le hacía muy difícil hallar motivo alguno de honor ni de gloria en aquella investigación, así que estaba dispuesto, de mil amores, a cederle a Mellberg esa parte.

– La verdad, yo sigo sin comprender lo de los análisis de sangre -confesó Mellberg.

Patrik lanzó un suspiro y se dispuso a explicárselo por tercera vez; en esta ocasión, un poco más despacio:

– Ephraim, el abuelo de Jacob, le donó a éste parte de su tejido medular cuando enfermó de leucemia. Lo que significaba que la sangre de Jacob, después del trasplante, presentaba el mismo ADN que la del donante, es decir, de Ephraim. En otras palabras, a partir de aquel momento, Jacob tenía el ADN de dos personas: el del abuelo en la sangre y el suyo en el resto del cuerpo. De ahí que el análisis de la sangre de Jacob coincidiese con el perfil de ADN de Ephraim. Puesto que el ADN que Jacob dejó en su víctima procedía de su esperma, el resultado de ese análisis sí coincidía con su perfil de ADN original. Es decir, que los perfiles no coincidían entre sí. Según el Laboratorio Nacional de Investigaciones Criminológicas, la probabilidad de que suceda algo así es mínima, hasta el punto de ser casi imposible. Pero sólo casi…

Mellberg pareció haber comprendido por fin y ahora meneaba la cabeza lleno de admiración.

– ¡Menudo rollo de ciencia-ficción! Lo que hay que oír, Hedström. En fin, he de decir que hemos hecho un excelente trabajo en este caso. El jefe de policía de Gotemburgo me llamó personalmente ayer para darme las gracias por nuestra notable labor y, la verdad, sólo pude darle la razón.

Patrik no alcanzaba a ver lo notable del asunto, puesto que no habían conseguido salvar a la chica, pero optó por no hacer comentarios al respecto. Ciertas cosas eran como eran y no tenían mucho remedio.

Los últimos días fueron duros; en cierto modo, un período de procesamiento del duelo. Siguió durmiendo mal, torturado por las imágenes asociadas a las notas de la libreta de Johannes. Erica andaba a su alrededor bastante inquieta, y Patrik se había dado cuenta de que también ella se pasaba las noches dando vueltas en la cama. Sin embargo, por alguna razón, no tenía fuerzas para abrazarse a ella: sentía que debía pasar el proceso en solitario.

Ni siquiera los movimientos del bebé dentro de la barriga de Erica lograban despertar la habitual sensación de bienestar. Era como si, de repente, le hubiesen recordado lo peligroso que era el mundo de fuera y lo perversas y locas que podían llegar a ser las personas. ¿Cómo podría defender a su hijo de todo aquello? A causa de sus cavilaciones, se apartó de Erica y del bebé. Quiso con ello eludir el riesgo de experimentar un día el dolor que vio reflejado en los rostros de Bo y Kerstin Möller cuando fue a verlos para comunicarles, conteniendo a duras penas el llanto, que, por desgracia, Jenny había muerto. ¿Cómo podía nadie superar tal dolor?

En los peores momentos, durante la noche, sopesó incluso la posibilidad de huir, de hacer la maleta y largarse lejos de la responsabilidad y del deber, lejos del peligro de que el amor por su hijo se convirtiese en un arma que le apuntase a la sien y, poco a poco, terminara por dispararse. Él, cuyo sentido del deber había sido siempre ejemplar, consideró en serio, por primera vez en su vida, tomar la salida de un cobarde. Al mismo tiempo, sabía que Erica necesitaba ahora su apoyo más que nunca. Estaba desesperada desde que Anna y los niños habían vuelto a vivir con Lucas. Él lo sabía, pero no era capaz de tenderle una mano.

La boca de Mellberg seguía moviéndose sin parar frente a él.

– En realidad, no veo por qué no podrían concedernos un aumento en las prestaciones, que podrían contemplar ya en el próximo presupuesto, teniendo en cuenta el buen nombre que hemos adquirido…

Bla, bla, bla, pensaba Patrik. Palabras que salían de su boca a borbotones, llenas de vacío y de sin sentido. Dinero, fama y más subvenciones y elogios de los superiores: formas absurdas de medir el éxito. Sintió un impulso de coger la taza de café hirviendo y derramarlo sobre el nido de pelo de Mellberg, sólo para que se callase.

– Y, desde luego, tu participación hay que destacarla -observó Mellberg-. De hecho, le dije al jefe de policía que tú fuiste un fantástico apoyo en la investigación, pero no me lo recuerdes cuando llegue el momento de negociar una subida de sueldo -bromeó Mellberg entre carcajadas y guiñándole un ojo a Patrik-. Lo único que me preocupa es lo que atañe a la muerte de Johannes Hult. ¿Seguís sin saber quién lo asesinó?

Patrik negó con la cabeza. Hablaron de ello con Jacob, pero él parecía saber tanto como los demás. Su asesinato seguía archivado entre los casos sin resolver, y así permanecería, al parecer.

– Ya sería la guinda que pudierais encajar esa pieza también. Nunca está de más el cum laude junto al sobresaliente, ¿no crees? -opinó Mellberg satisfecho, antes de adoptar de nuevo un gesto grave-. Y ni que decir tiene que he tomado nota de vuestras críticas a la actuación de Ernst, pero, considerando los muchos años que lleva en el Cuerpo, creo que debemos mostrarnos generosos y correr un tupido velo, principalmente si consideramos que al final todo salió bien.

Patrik recordó la sensación del dedo temblándole sobre el gatillo, con Martin y Jacob como diana, y la mano en la que sostenía la taza de café empezó a temblarle del mismo modo. Como imbuida de voluntad propia, su mano empezó a alzar la taza y a conducirla, muy despacio, hacia la coronilla revestida de Mellberg. Unos golpecitos en la puerta la detuvieron a medio camino. Era Annika.

– Patrik, te llaman por teléfono.

– ¿No ves que estamos ocupados? -farfulló Mellberg.

– Es que creo que le interesa responder -declaró la recepcionista, al tiempo que dedicaba a Patrik una mirada elocuente.

Él la miró inquisitivo, pero ella se negó a adelantarle nada. Una vez en la recepción, señaló el auricular, que estaba sobre el escritorio, y salió al pasillo en un alarde de discreción.

– ¿Por qué demonios tienes el móvil apagado?

Patrik miró el aparato, que llevaba en una funda colgada de la cintura, y recordó que estaba descargado y muerto.

– Está sin batería, ¿por qué? -preguntó, sin comprender por qué Erica se enfadaba tanto por algo así. Siempre podía ponerse en contacto con él a través de la centralita.

– ¡Porque ya ha empezado! Y no contestabas en el fijo ni tampoco en el móvil y entonces…

Él la interrumpió desconcertado.

– ¿Empezado? ¿Qué es lo que ha empezado?

– El parto, despistado… Tengo dolores y he roto aguas. Tienes que venir a buscarme, hemos de salir cuanto antes.

– Pero si no tenía que ocurrir hasta dentro de tres semanas… -aún estaba aturdido por la noticia.

– Ya, pero es evidente que el bebé no lo sabe ¡y ha decidido venir ahora! -le gritó, antes de colgar de golpe.

Patrik se quedó paralizado con el auricular en la mano. Una ridícula sonrisa empezó a asomar a sus labios. Su hijo estaba en camino, un hijo suyo y de Erica.

Con las piernas temblorosas, echó a correr en dirección al coche, cuya puerta intentó abrir un par de veces tirando de la manivela. Alguien le dio unos toquecitos en el hombro. A su espalda estaba Annika, con las llaves del coche en la mano.

– Creo que irá mejor si lo abres primero.

Patrik le arrebató las llaves y, tras un breve gesto de despedida, pisó a fondo el acelerador y puso rumbo a Fjällbacka. Annika se quedó observando las marcas negras de los neumáticos que dejó en el asfalto y, muerta de risa, volvió a su puesto en la recepción.

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