Capítulo 12

Agosto de 1979

Ephraim estaba preocupado. Gabriel seguía empecinado en afirmar que era Johannes al que había visto con la chica desaparecida. Él se negaba a creerlo, pero, al mismo tiempo, sabía que Gabriel sería el último en mentir. Para él, la verdad y el orden eran más importantes que su propio hermano y, por esa razón, le costaba tanto dejar de pensar en ello. Él se aferraba sencillamente a la idea de que Gabriel se había equivocado de persona, que la luz del atardecer le había jugado una mala pasada a sus ojos y que las sombras lo habían engañado o algo así. Él mismo admitía que sonaba rebuscado, pero también conocía a Johannes, ese hijo suyo siempre alegre e irresponsable para el que todo era un juego en la vida, y no creía que él fuese capaz de quitarle la vida a nadie.

Apoyado en su bastón, se encaminó hacia Västergården. En realidad, no necesitaba apoyarse en ningún bastón pues, a su propio juicio, su condición física era tan buena como la de un veinteañero, pero pensaba que usar bastón le daba un aspecto elegante. El bastón y el sombrero le otorgaban una apariencia digna de un hacendado, así que los usaba tan a menudo como podía.

Le dolía que Gabriel aumentase la distancia entre ellos año tras año. Sabía que Gabriel creía que él favorecía a Johannes y, en honor a la verdad, tal vez fuese cierto; pero es que Johannes era mucho más fácil de tratar. Su encanto y su carácter abierto inspiraban benevolencia, lo que permitía que Ephraim se sintiese como un patriarca, en el sentido estricto de la palabra. Johannes era alguien a quien podía reprender duramente, alguien que lo hacía sentirse necesario, si no por otro motivo, para clavarle un poco los pies al suelo con tantas mujeres como siempre corrían tras él. Con Gabriel, la cosa era distinta. Siempre miraba a Ephraim con desprecio y este respondía tratándolo con una especie de fría superioridad. Él sabía que el fallo era suyo, en gran medida. Mientras que Johannes saltaba de alegría cada vez que él oficiaba un servicio en el que los chicos podían ser útiles, Gabriel se encogía y deseaba desaparecer. Ephraim lo sabía y asumió la responsabilidad, pero lo hacía por el bien de ambos. Cuando Ragnhild murió, sólo contaban con su verborrea y su encanto para poder comer y vestirse. Fue una afortunada coincidencia que él resultase tener un talento tal y que la desquiciada viuda Dybling le dejase en herencia su finca y su fortuna. Así que Gabriel debería haber considerado más el resultado, en lugar de amargarlo siempre con sus reproches sobre su «terrible» infancia. En efecto, en honor a la verdad, de no ser por su genial idea de utilizar a los niños en sus oficios religiosos, hoy no tendrían todo aquello. Nadie podía resistirse a aquellos dos niños encantadores que, gracias a la providencia divina, tenían la facultad de curar a enfermos y tullidos. Junto con el carisma y el don de la palabra que él mismo poseía, eran invencibles. Sabía que seguía siendo una leyenda en el mundo de las iglesias libres, algo que lo divertía indeciblemente. Le encantaba además el hecho de que la gente lo llamase con el apelativo, cariñoso o no, tanto daba, de «El predicador».

Sin embargo, le sorprendió comprobar la desesperación con que Johannes acogía la noticia de que había perdido el don al crecer. Para Ephraim fue un modo sencillo de terminar con el engaño y para Gabriel supuso un gran alivio. Johannes, sin embargo, lo lamentó profundamente. Ephraim siempre pensó contarles que todo era un invento suyo y que la gente a la que «curaban» era gente sana por completo a la que él pagaba para que participasen en el espectáculo. A medida que pasaban los años, no obstante, empezó a dudar. Johannes podía ser tan frágil… De ahí la preocupación de Ephraim por todo el asunto de la policía y el interrogatorio al que sometieron a Johannes. Su hijo era más débil de lo que parecía y él no estaba seguro de hasta qué punto le afectaría todo aquello. Por eso se le había ocurrido darse un paseo hasta Västergården para tener una charla con su hijo, para tantear cómo se lo estaba tomando.

En sus labios se dibujó una sonrisa. Hacía una semana que Jacob, su nieto, había vuelto a casa del hospital, y pasaba horas y horas con él en su habitación. Ephraim adoraba a Jacob. Él le había salvado la vida al pequeño, de modo que ahora los unía para siempre un vínculo muy especial. Sí, pero él no era tan ingenuo como todos pensaban. Seguramente Gabriel creía que Jacob era hijo suyo, pero él, Ephraim, se había dado cuenta de todo. Estaba claro que Jacob era hijo de Johannes, sus ojos lo delataban. En fin, aquello no era asunto suyo y el niño era la alegría de sus días. Por supuesto que también quería a Robert y a Johan, pero ellos eran aún demasiado pequeños. Lo que más le gustaba de Jacob eran sus sensatas reflexiones sobre lo uno y lo otro, y, además, el hecho de que escuchase sus historias con tanto entusiasmo. A Jacob le encantaba oírlo hablar de la época en que Gabriel y Johannes eran niños y viajaban con él por todas partes. «Las historias de curaciones», como él las llamaba. «Abuelo, cuéntame una de esas historias de curaciones», le decía cada vez que subía a verlo; y Ephraim no tenía nada en contra de revivir aquellos días, lo pasaba de maravilla. Además, no le hacía ningún mal a su nieto si las adornaba un poco. Había convertido en una costumbre concluir sus narraciones con una dramática pausa tras la que, señalando el pecho de Jacob con el índice, declaraba: «Y tú, Jacob, tú también posees el don. En algún lugar, muy profundo, aguarda a que lo hagas salir». El niño solía sentarse a sus pies y lo miraba con los ojos de par en par y la boca entreabierta: Ephraim disfrutaba viendo su fascinación.

Llamó a la puerta de la casa. Nadie respondió. Todo estaba en calma y, al parecer, Solveig y los pequeños tampoco estaban en casa, pues solía oírlos desde lejos. Oyó un ruido procedente del cobertizo y allí se encaminó. Johannes estaba reparando algo de la cosechadora y no se percató de su presencia hasta que no lo tuvo justo a su espalda. Al verlo, se sobresaltó.

– Mucho trabajo, parece.

– Sí, aquí siempre hay algo que hacer.

– Me enteré de que estuviste otra vez en la comisaría -le dijo Ephraim, siguiendo su costumbre de ir siempre al grano.

– Sí-se limitó a confirmar Johannes.

– ¿Qué querían saber ahora?

– Pues me hicieron más preguntas sobre la declaración de Gabriel, claro -respondió Johannes sin dejar de manipular la cosechadora y sin mirar a Ephraim.

– Supongo que eres consciente de que Gabriel no pretende hacerte daño, ¿no?

– Sí, lo sé. Él es como es. Sin embargo, el resultado es también el que es.

– Cierto, cierto -convino Ephraim balanceándose sobre los talones, sin saber muy bien cómo continuar.

– Es maravilloso ver restablecido al pequeño Jacob, ¿verdad? -comentó, por recurrir a un tema de conversación más neutral. Una amplia sonrisa se perfiló enseguida en el rostro de Johannes.

– Sí, es maravilloso verlo. Es como si nunca hubiese estado enfermo -dijo, colocándose cara a cara frente a su padre-. Te estaré eternamente agradecido, padre.

Ephraim asintió y se acarició el bigote satisfecho. Johannes prosiguió, con cierta cautela:

– Padre, si tú no hubieses podido salvar a Jacob, ¿crees que…? -vaciló un instante, pero continuó resuelto como para no darse la oportunidad de cambiar de opinión-. ¿Tú crees que habría podido recuperar el don? Quiero decir, para poder curarlo yo.

La pregunta lo hizo retroceder de sorpresa, pues comprendió con horror que la ilusión que había creado estaba mucho más arraigada de lo que él pretendió jamás. El arrepentimiento y los remordimientos prendieron una chispa de ira, una reacción defensiva, y reprendió bruscamente a Johannes.

– ¡Pero cómo puedes ser tan imbécil, hijo mío! Siempre pensé que, tarde o temprano, alcanzarías la madurez suficiente como para comprender la verdad sin necesidad de que yo la pusiera ante tus narices. No había nada de cierto en aquello. Ninguno de los «sanados» -dijo entrecomillando con un gesto- estaba enfermo de verdad. ¡Yo les pagaba! ¡Yo! -declaró, gritando de tal modo que salpicó a Johannes de saliva. Por un instante, se cuestionó lo que acababa de hacer. El rostro de Johannes perdió el color por completo, se tambaleaba como un borracho y, por unos segundos, Ephraim se preguntó si su hijo iría a sufrir algún tipo de ataque. Después, Johannes le susurró tan quedamente que apenas se oyó lo que dijo:

– Entonces maté a esas muchachas para nada.

La angustia, la culpa y el arrepentimiento estallaron en el corazón de Ephraim que, arrastrado a un agujero negro y oscuro, se vio obligado a dar rienda suelta al dolor de tan terrible constatación. Su puño fue a estrellarse contra el rostro de Johannes con toda su fuerza. Como a cámara lenta, con la sorpresa pintada en los ojos, lo vio caer hacia atrás, sobre el metal de la cosechadora. El eco de un sonido sordo inundó el cobertizo cuando la nuca de Johannes dio contra la dura superficie. Ephraim contemplaba aterrado el cuerpo sin vida de su hijo. Se arrodilló e intentó desesperado encontrarle el pulso. Nada. Aplicó el oído sobre la boca de Johannes con la esperanza de oír algún indicio de respiración, por débil que fuese. Nada. Y empezó a comprender que Johannes estaba muerto, que había caído a manos de su propio padre.

Su primer impulso fue salir corriendo en busca de ayuda. Después, su instinto de supervivencia se sobrepuso a ese ímpetu irreflexivo, pues si algo caracterizaba a Ephraim Hult, era su condición irrefutable de superviviente. Si pedía ayuda, se vería obligado a explicar por qué había golpeado a Johannes. Y ese porqué no podía, bajo ningún concepto, salir a la luz las chicas estaban muertas y Johannes también. En un sentido bíblico, se había hecho justicia. Por otro lado, él no tenía ningún interés en pasar los últimos años de su vida en la cárcel. Ya tendría bastante castigo al verse obligado a vivir el resto de sus días sabiendo que había matado a su hijo. Con la mayor resolución, empezó a preparar lo necesario para ocultar su crimen.

Por suerte, le debían algún que otro favor.


* * *

Se dio cuenta de que se encontraba muy satisfecho con todo. Los médicos le habían dado un máximo de seis meses de vida y al menos podría pasarlos en paz y tranquilidad. Claro que echaba de menos a Marita y a los niños, pero ellos venían a visitarlo una vez por semana y, entretanto, él pasaba el tiempo rezando. Ya le había perdonado a Dios su abandono en el último momento. También Jesús antes de morir le preguntó a su padre por qué lo había abandonado. Y si Jesús era capaz de perdonar, también Jacob lo haría.

El jardín del hospital era el lugar en que pasaba la mayor parte de su tiempo. Sabía que los otros reclusos lo evitaban. Todos estaban condenados por algún delito, la mayoría por asesinato, pero por alguna razón pensaban que él era peligroso. No lo comprendían: él no había disfrutado matando a las muchachas y tampoco lo había hecho buscando su propio beneficio. Lo hizo porque cumplía con su deber. Ephraim le reveló que, al igual que Johannes, él también era especial. Su obligación consistía por tanto en administrar aquella herencia y no dejarse anular por una enfermedad que intentaba exterminarlo a toda costa.

Y no pensaba rendirse aún, no podía rendirse. Las últimas semanas había comprendido que tal vez lo erróneo hubiese sido el modo de proceder, tanto suyo como de Johannes. Ambos intentaron hallar un método práctico de recuperar el don, pero tal vez no fuese esa la idea. Quizá deberían haber empezado por buscar en su interior. Las plegarias y la paz de aquel entorno le habían ayudado a centrarse. Poco a poco había logrado mejorar su capacidad de alcanzar ese estado meditativo en el que podría aproximarse al plan inicial de Dios. Sentía cómo iba llenándose de energía. En esas ocasiones, se estremecía de expectación. No tardaría en poder recoger el fruto de su nuevo saber. Claro que entonces lamentaba que se hubiesen malogrado vidas inútilmente, pero era la eterna lucha entre el bien y el mal, y desde ese punto de vista, las muchachas fueron víctimas necesarias.

Sentado en un banco, disfrutaba del calor de la tarde. La oración del día había tenido una fuerza especial y ahora se sentía como si irradiase luz y calor al unísono con el sol. Se miró la mano y observó el delgado haz de luz que la rodeaba. Jacob sonrió: ya había empezado.

Junto al banco había una paloma. Yacía de costado y la madre naturaleza ya comenzaba a recuperarla para sí y a transformarla en tierra. Allí estaba, sucia y rígida, con los ojos cubiertos por la membrana blancuzca de la muerte. Ansioso, se inclinó hacia delante y se puso a estudiarla. Era una señal.

Jacob se levantó del banco y se sentó en cuclillas a su lado. La escrutó con ternura. Su mano ardía ya como si tuviese fuego dentro. Tembloroso, acercó el índice derecho a la paloma y lo dejó reposar ligeramente sobre el desaliñado plumaje. Nada sucedió. La decepción amenazó con engullirlo, pero se obligó a permanecer en el lugar al que solían llevarlo sus plegarias. Tras unos minutos, la paloma se estremeció. Después una de las rígidas patas del ave se movió de pronto. Luego todo empezó a suceder al mismo tiempo: el animal recuperó el lustre del plumaje, la membrana que le cubría los ojos desapareció, se apoyó sobre sus patas y, con un vigoroso aleteo, elevó el vuelo. Jacob sonrió satisfecho.


El doctor Stig Holbrand, acompañado de Fredrik Nydin, un médico residente que realizaba parte de sus prácticas en el psiquiátrico judicial, observaba a Jacob desde una ventana que daba al jardín.

– Ese es Jacob Hult. Constituye un caso un tanto especial en este centro. Torturó a dos muchachas para luego intentar sanarlas. Ambas murieron de las lesiones sufridas y está acusado de asesinato, pero no superó el examen psiquiátrico y, además, tiene un cáncer en el cerebro que no tiene tratamiento.

– ¿Cuánto se quedará aquí? -preguntó el residente que, pese a comprender lo trágico de aquella historia, no podía por menos de considerarla extraordinariamente emocionante.

– Seis meses, más o menos. Asegura que llegará a curarse a sí mismo y se pasa la mayor parte del tiempo meditando. Lo dejamos hacer. La verdad es que no molesta a nadie.

– Pero ¿qué es lo que está haciendo ahora?

– Sí, bueno, eso no quiere decir que no tenga una conducta un tanto extraña a veces -el doctor Holbrand entrecerró los ojos y se hizo sombra con la mano para ver mejor-. Creo que está arrojando al aire una paloma. Bueno, al menos ese pobre animal ya estaba muerto -observó fríamente.

Y siguieron su ronda de pacientes.

Загрузка...