Capítulo 9

Verano de 1979

Le preocupaba qué sería de su madre, que estaba enferma. ¿Cómo podría cuidarla su padre si estaba solo? La esperanza de que alguien la encontrase empezaba a desvanecerse ante el horror de estar ya sola en aquellas tinieblas. Sin la suave mano de la otra, la oscuridad se le antojaba más negra aún.

También el olor se le hacía insoportable. Aquel olor dulce y sofocante a muerte anulaba todos los demás. Incluso el olor de sus excrementos se esfumaba entre aquel dulzor repugnante y la había hecho vomitar varías veces, agrias bocanadas de bilis, a falta de alimento. Ya empezaba a sentir la añoranza de la muerte. Eso la asustaba más que ninguna otra cosa. La muerte empezaba a coquetear con ella, a susurrarle, a prometerle que ahuyentaría el dolor y la angustia.

Siempre estaba atenta a los pasos que podían acercarse desde arriba. El sonido que emitía la trampilla al abrirse. Los maderos que se apartaban y después los pasos otra vez, despacio, bajando la escalera. Sabía que la próxima vez que los oyese, sería la última. Su cuerpo no soportaría más dolor y ahora, igual que la otra, también ella cedería a la atracción de la muerte.

Y, en efecto, como si lo hubiese reclamado, oyó el sonido que tanto temía. Con el corazón encogido de dolor, se dispuso a morir.


* * *

Fue maravilloso que Patrik llegase a casa más temprano la noche anterior, aunque, al mismo tiempo, ella no se lo esperaba, dadas las circunstancias. Ahora que ella misma esperaba un hijo, Erica podía entender de verdad la angustia de unos padres y sufría con los de Jenny Möller.

Se sintió un poco culpable por haber estado tan contenta todo el día. Desde que sus huéspedes se marcharon, la paz había vuelto a su alrededor, lo que le había permitido andar charlando con el amiguito que pataleaba en su barriga, descansar, recuperarse y leer un buen libro. Además, aunque resoplando, había subido la cuesta de Galärbacken para comprar algo rico de comer y una buena bolsa de golosinas que ahora la llenaba de remordimientos. La comadrona le había advertido que el azúcar no era muy saludable en el embarazo y que si se abusaba, su hijo podría nacer diabético. Cierto que le había dicho que para ello había que consumir grandes cantidades, pero sus palabras resonaban siempre en la mente de Erica. Si a esto se añadía la larga lista de alimentos no recomendables que había en la puerta del frigorífico, a veces tenía la sensación de que traer al mundo a un niño saludable era una misión imposible. Existían, por ejemplo, ciertos pescados que no podían probarse, mientras que otros sí, pero no más de una vez por semana y, además, había que tener en cuenta si los habían pescado en el mar o en un lago… Por no hablar del dilema del queso. Erica adoraba el queso en todas sus formas y tenía memorizado cuáles le estaba permitido comer y cuáles no. Por desgracia para ella, el queso azul era uno de los que figuraban en la lista de prohibidos y ya tenía alucinaciones sobre el festín de quesos y vino tinto que se daría tan pronto como hubiese dejado de amamantar al pequeño.

Tan absorta estaba en sus recreaciones de orgías culinarias que ni siquiera oyó que Patrik había llegado a casa. Casi se le sale el corazón por la boca y le llevó un buen rato recuperar el ritmo cardíaco.

– ¡Por Dios! ¡Qué susto me has dado!

– Perdona, no era mi intención. Creí que me habías oído entrar.

Patrik se sentó a su lado en el sofá de la sala de estar y Erica se sorprendió al ver su aspecto.

– Pero…, Patrik, pareces agotado. ¿Ha ocurrido algo? -De repente, se le cruzó una idea por la cabeza-: ¿La habéis encontrado? -preguntó, con el corazón encogido.

Patrik negó con la cabeza.

– No. -No dijo nada más. Erica aguardó sin apremiarlo hasta que, después de unos minutos, él pareció capaz de continuar-. No, no la hemos encontrado. Y, además, tengo la sensación de que hemos retrocedido.

De pronto, Patrik se inclinó hacia delante y se cubrió el rostro con las manos. Erica se le acercó un poco, lo abrazó y apoyó la mejilla en su hombro. Más que oírlo, lo sintió llorar en silencio.

– ¡Mierda! Sólo tiene diecisiete años. ¿Te imaginas? Diecisiete años y un cerdo desquiciado cree que puede hacer con ella lo que se le antoje. Quién sabe lo que estará sufriendo la pobre y, mientras, nosotros dando tumbos como imbéciles incompetentes sin tener ni idea de lo que hacemos. ¿Cómo demonios pudimos creer que seríamos capaces de esclarecer un caso como este? Por lo general nos dedicamos a los robos de bicicletas y cosas por el estilo… ¿Qué clase de imbécil nos ha permitido, ¡me ha permitido a mí!, dirigir esta maldita investigación? -exclamó lamentándose profundamente abatido.

– Nadie podría haberlo hecho mejor, Patrik. ¿Cómo crees que habría ido la cosa si hubiesen mandado a alguien de Gotemburgo o cualquier otra alternativa que se te ocurra? Ellos no conocen el pueblo, no conocen a la gente ni saben cómo funcionan aquí las cosas. Ellos no podrían haberlo hecho mejor; en todo caso, peor. Y tampoco habéis estado totalmente solos en esto, aunque comprendo que tú lo veas así. No olvides que tenéis aquí a un par de hombres de Uddevalla que os han ayudado en las batidas y demás. La otra noche, tú mismo dijiste lo bien que habéis colaborado. ¿Ya lo has olvidado?

Erica le hablaba como a un niño, pero sin condescendencia. Sólo quería transmitir claramente su opinión, que pareció calar en Patrik, pues se tranquilizó y Erica notó que empezaba a relajarse.

– Sí, supongo que tienes razón -dijo Patrik, aún insatisfecho-. Hemos hecho cuanto hemos podido, pero nada parece suficiente. El tiempo vuela y aquí estoy yo, en casa, mientras Jenny tal vez esté muriendo en este preciso momento.

De nuevo sintió el pánico en su voz. Erica se cogió de su brazo.

– Shhh, no puedes permitirte pensar en esos términos -dijo con algo más de firmeza-. No puedes venirte abajo. Si algo le debes a esa chica y a sus padres, es la obligación de mantener la cabeza fría para poder seguir trabajando.

Patrik no respondió, pero Erica sabía que estaba escuchándola.

– Sus padres me han llamado hoy tres veces. Ayer fueron cuatro. ¿Tú crees que empiezan a darse por vencidos?

– No, no lo creo -respondió Erica-. Yo pienso que ellos confían en que estáis haciendo vuestro trabajo. Y, en estos momentos, tu trabajo es hacer acopio de fuerzas para la jornada de mañana. No seréis de ninguna utilidad si estáis exhaustos.

Patrik sonrió débilmente al oír de boca de Erica las mismas palabras que él le había dicho a Gösta. Después de todo, a veces también él tenía razón.

Siguió su consejo al pie de la letra. Pese a que no le apetecía nada, cenó antes de irse a dormir, aunque no profundamente. En sus sueños se vio a sí mismo corriendo tras una joven rubia que se le escapaba continuamente. La tenía tan cerca que podía alcanzarla tan sólo con extender el brazo, pero ella se reía y se escabullía sin cesar. Cuando sonó el despertador, estaba sudoroso y cansado.

A su lado, Erica había pasado la mayor parte de las horas de vigilia nocturna cavilando sobre Anna. Y, en la misma medida en que el día anterior había estado resuelta a no dar el primer paso, sabía ahora que debía llamarla tan pronto como amaneciese. Algo no iba bien, lo presentía.


El olor a hospital la asustaba. Había algo definitivo en aquel efluvio estéril, en las paredes sin color y las tristes reproducciones artísticas que las decoraban. Después de haber pasado la noche sin dormir, tenía la sensación de que todos a su alrededor se movían a cámara lenta. El sonido de la ropa del personal al desplazarse se reforzaba hasta el punto de sobreponerse al murmullo reinante. Solveig esperaba que, en cualquier momento, le anunciasen que el mundo se hundía a su alrededor. La vida de Johan pendía de un hilo muy delgado, le había asegurado el médico al alba, y ella había empezado a llorarlo con antelación. ¿Qué otra cosa podía hacer? Todo cuanto había tenido en su vida se le había escapado de las manos como fina arena barrida por el viento. Nada de lo que intentara retener había permanecido: Johannes, la vida en Västergården, el futuro de sus hijos…, todo había palidecido hasta perderse en la nada, abocándola a refugiarse en su propio mundo.

Ahora, en cambio, ya no tenía adonde huir. Ahora la realidad se hacía patente en forma de visiones, sonidos, olores…; la realidad de que en aquel momento estaban cortando el cuerpo de Johan era demasiado tangible como para huir de ella.

Hacía ya mucho tiempo que Solveig había roto con Dios, pero en aquel momento le rogaba con toda su alma. Repetía todas las palabras que era capaz de recordar de la fe de su infancia, hacía promesas que nunca podría cumplir con la esperanza de que la buena voluntad bastase para otorgarle a Johan al menos una pequeña y mínima ventaja que lo mantuviese con vida. A su lado estaba Robert, con la conmoción plasmada en el semblante; la misma expresión de toda la tarde, de toda la noche. Nada habría deseado más que tenderle la mano y tocarlo, consolarlo, comportarse como una madre, pero habían pasado tantos años que ya tenía perdidas todas las oportunidades. Sin embargo, allí estaban, sentados uno junto al otro como dos extraños, unidos sólo por el amor que ambos sentían por aquel que yacía en la mesa de operaciones; ambos callados, conscientes de que él era el mejor de los tres.

Caminando desde el final del pasillo, atisbaron una silueta que les resultaba familiar. Linda se acercaba, pegada a las paredes, insegura ante la acogida que le dispensarían; sin embargo, con los golpes recibidos por su hijo y hermano, Solveig y Robert habían perdido todo deseo de discutir. Linda se sentó en silencio al lado de Robert y aguardó unos minutos antes de atreverse a preguntar:

– ¿Cómo está? Mi padre me dijo que lo llamaste para contárselo esta mañana.

– Sí, pensé que Gabriel debía saberlo -respondió Solveig, aún con la mirada perdida-. Después de todo, la sangre es más espesa que el agua. Pensé que debía saberlo… -dijo antes de volver a perderse en su mundo. Linda asintió sin pronunciar palabra y Solveig continuó-: Siguen operando. No sabemos nada…, salvo que puede morir.

– Pero ¿quién lo hizo? -quiso saber Linda, resuelta a no permitir que su tía se instalase en su silencio antes de haber obtenido respuesta a sus preguntas.

– No lo sabemos -dijo Robert-. Pero el que sea, ¡lo pagará!

Subrayó la amenaza con un golpe seco contra el brazo de la silla, como saliendo de la conmoción por un instante. Solveig no dijo nada.

– Por cierto, ¿qué demonios haces tú aquí? -inquirió Robert, que parecía no haber comprendido hasta ahora lo extraño que resultaba que su prima, con la que nunca habían mantenido ninguna relación directa, se presentase en el hospital.

– Pues… yo…, nosotros… -Linda balbuceaba buscando las palabras adecuadas para describir la relación entre Johan y ella. Por otro lado, la sorprendió que Robert no supiese nada. Cierto que Johan le había asegurado que no le había hablado a su hermano de la relación entre ambos, pero ella no llegó a creérselo del todo. El hecho de que Johan hubiese querido mantener en secreto su relación era una prueba evidente de lo importante que era para él y, al comprenderlo, se sintió avergonzada.

– Nosotros…, Johan y yo…, nos hemos visto bastante -explicó Linda sin apartar la vista de sus cuidadas uñas.

– ¿Cómo que os habéis visto? -Robert la miraba perplejo. Al cabo de un instante, lo entendió-. ¡Ajá! O sea que vosotros dos… Vale -resumió, echándose a reír-. Vaya con mi hermano. ¡Menudo pillo! -siguió riendo hasta que cayó en la cuenta de por qué estaba en el hospital y recobró enseguida parte de su expresión anterior.

Los tres guardaban silencio viendo pasar las horas, sentados uno junto al otro en aquella triste sala de espera, mientras que, a cada ruido de pasos, escudriñaban el pasillo en busca de algún médico que viniese a anunciarles la sentencia. Ignorándose mutuamente, los tres rezaban en silencio.


Cuando Solveig llamó temprano aquella mañana, quedó sorprendido ante la compasión que le provocó la noticia. Las dos familias llevaban tantos años en pie de guerra que su enemistad se había convertido en una suerte de segunda personalidad; sin embargo, cuando conoció el estado en que se encontraba Johan, hasta el último gramo de resentimiento que lo envenenaba se disipó de golpe. Johan era su sobrino, su carne y su sangre, y eso era lo único que contaba. Pese a todo, tampoco se le antojaba del todo natural acudir al hospital. Le parecía, en cierto modo, un gesto hipócrita; de modo que, cuando Linda dijo que ella sí quería ir, sintió un gran alivio e incluso le pagó el taxi desde Uddevalla, a pesar de que, por lo general, consideraba que ir en taxi era el colmo de la extravagancia.

Sentado ante su escritorio, Gabriel se debatía en un estado de absoluto desconcierto. El mundo entero parecía del revés y todo iba a peor. Experimentaba la sensación de que el colmo de todo se hubiese producido en las últimas veinticuatro horas. A Jacob lo llaman a interrogatorio, el registro en Västergården, las extracciones de sangre a toda la familia y, ahora, Johan ingresado en el hospital debatiéndose entre la vida y la muerte. Había dedicado toda su vida a construir una tranquilidad y una seguridad que ahora se derrumbaban ante sus ojos.

En el espejo que colgaba de la pared de enfrente vio reflejado su rostro y lo miró como si fuera la primera vez. En cierto sentido, así era, en efecto. Él mismo veía hasta qué punto había envejecido en los últimos días. La vitalidad que caracterizaba su mirada había desaparecido, su semblante irradiaba preocupación y su cabello, por lo general bien peinado, aparecía ahora revuelto y sin brillo. Gabriel se vio obligado a admitir que se había decepcionado a sí mismo. Siempre se había considerado un hombre de los que se crecían con las dificultades y como alguien en quien la gente podía confiar cuando corrían tiempos difíciles. Sin embargo, era Laine quien se había manifestado como la más fuerte de los dos. Tal vez, en realidad, él siempre lo supo. Tal vez también ella lo sabía, pero lo dejó vivir en la ilusión, puesto que entendía que, de ese modo, él sería más feliz. Una cálida sensación lo invadió ante esa idea, un amor tranquilo, algo que había tenido escondido en lo más hondo de su ser, bajo su egocéntrico desprecio, pero que ahora tenía la posibilidad de aflorar a la superficie. Tal vez todo aquel desastre alumbraría, al fin, algo bueno.

Unos golpecitos en la puerta vinieron a interrumpir su cavilar.

– Adelante.

Laine entró despacio y Gabriel volvió a constatar el cambio que se había producido en ella. No quedaba ni rastro de la nerviosa expresión de su semblante ni del casi convulso y constante movimiento de sus manos; incluso parecía más alta, puesto que ahora caminaba erguida.

– Buenos días, querida. ¿Has dormido bien?

Ella asintió y se sentó en uno de los dos sillones que Gabriel tenía en el despacho para las visitas. La miró inquisitivo, pues las profundas ojeras que enmarcaban sus ojos contradecían su respuesta. Pese a todo, había dormido más de doce horas. El día anterior, cuando llegó a casa después de ir a buscar a Jacob a la comisaría, apenas tuvo tiempo de hablar con ella. Laine aseguró, con un hilo de voz, que estaba agotada y se fue a dormir a su habitación. Gabriel sospechaba que algo estaba pasando; ahora lo sentía claramente: Laine no lo había mirado a los ojos una sola vez desde que entró en el despacho, sino que tenía la vista fija en sus zapatos, como si estuviera estudiándolos. Sintió crecer el desasosiego en su interior, pero, antes de escucharla, la puso al corriente de lo sucedido a Johan. Laine se mostró sorprendida y, como él, compasiva, pero en cierto modo, como si la noticia no hubiese calado en ella realmente. Algo tan crucial debía de ocupar su pensamiento, que ni siquiera la agresión sufrida por Johan la hizo concentrarse en otro asunto. Todas las alarmas interiores de Gabriel se pusieron en marcha al mismo tiempo.

– ¿Ha ocurrido algo? ¿Pasó algo ayer en la comisaría? Yo estuve hablando anoche con Marita, me dijo que habían soltado a Jacob, así que la policía no puede tener… -no supo cómo continuar. Las ideas se agolpaban en su cabeza, pero ninguna explicación le parecía adecuada.

– No, Jacob está libre de toda sospecha -confirmó Laine.

– ¿Qué me dices? ¡Eso es estupendo…! -exclamó radiante-. Pero ¿cómo…, qué es lo que…?

El rostro de Laine mostraba la misma expresión ominosa y seguía sin mirarlo a la cara.

– Antes de que te lo cuente, hay algo que debes saber -Laine se mostró algo indecisa-. Johannes es…

Gabriel se retorcía impaciente en la silla.

– Dime, ¿qué pasa con Johannes? ¿Algo relacionado con la lamentable exhumación de su cadáver?

– Sí, podría decirse que sí. -De nuevo guardó silencio, lo que infundió en Gabriel deseos de zarandearla para que hablase de una vez. Después, Laine respiró hondo y la verdad fluyó de sus labios con tal rapidez que apenas se oyó a sí misma- Le contaron a Jacob que habían examinado el cadáver de Johannes y que constataron que no se suicidó, sino que murió asesinado. -A Gabriel se le escapó el bolígrafo de las manos. Contemplaba a Laine como si la mujer hubiese perdido el juicio. Pero ella prosiguió-: Sí, ya sé que suena como un despropósito, pero al parecer están completamente seguros. Alguien mató a Johannes.

– ¿Saben quién fue? -fue lo único que se le ocurrió preguntar a Gabriel.

– Está claro que no lo saben -le respondió Laine con un bufido-. Acaban de descubrirlo y después de tantos años…

– Pues sí que es una noticia, pero háblame de Jacob. ¿Pidieron disculpas? -inquirió Gabriel derecho al grano.

– Ya te he dicho que ha dejado de ser sospechoso. Han conseguido demostrar lo que nosotros ya sabíamos -constató Laine con una amarga sonrisa.

– Sí, desde luego no puede decirse que sea una sorpresa, era sólo cuestión de tiempo. Pero ¿cómo…?

– Mediante los análisis de las muestras de sangre que nos tomaron esta mañana. Compararon su sangre, en primer lugar, con los restos de esperma del asesino, y no coincidían.

– Bueno, eso podría habérselo dicho yo. Como de hecho hice, por cierto, si no recuerdo mal -dijo Gabriel en tono ampuloso mientras sentía deshacerse el gran nudo que tenía en el estómago-. Pero, en ese caso, lo que tenemos que hacer es brindar con champán, Laine. No comprendo a qué viene esa expresión tuya tan sombría.

En ese momento, Laine alzó la vista y lo miró directamente a los ojos.

– Porque también habían analizado tu sangre.

– Sí, pero la mía tampoco ha podido coincidir -dijo Gabriel entre risas.

– No, no con el asesino, pero… tampoco con la de Jacob.

– ¿Qué quieres decir con que no coincidía? ¿En qué sentido?

– Comprobaron que tú no eres el padre de Jacob.

El silencio que siguió a aquellas palabras fue como una explosión. Gabriel entrevió una vez más su rostro en el espejo, pero en esta ocasión ni siquiera se reconoció a sí mismo. Era un extraño boquiabierto y con los ojos desorbitados quien lo observaba desde el cristal. No fue capaz de seguir mirándolo y apartó la vista.

Laine parecía liberada de toda la pesadumbre de este mundo y su rostro se iluminó. Gabriel entendió que sentía un gran alivio. De pronto cayó en la cuenta de lo duro que habría sido para ella guardar semejante secreto durante tantos años; después, no obstante, la empatía dio paso a la ira con toda la fuerza imaginable.

– ¿Qué demonios estás diciendo? -rugió de tal modo que la hizo saltar en la silla.

– Tienen razón, tú no eres el padre de Jacob.

– ¿Y quién coño es su padre entonces? -Silencio. Poco a poco, fue viéndolo claro y, en un susurro, pronunció el nombre cayendo abatido hacia atrás-. Johannes.

Laine no tuvo que confirmárselo. De pronto, para Gabriel, todo estaba más claro que el agua y maldijo su absurda necedad que le impidió darse cuenta antes. Las miradas furtivas, la sensación de que alguien había estado en casa mientras él estaba ausente, el extraordinario parecido de Jacob con su hermano.

– Pero… ¿por qué?

– ¿Quieres decir que por qué tuve una aventura con Johannes? -la voz de Laine se había tornado fría, con un timbre metálico-. Porque él era todo lo que no eras tú. Yo fui una segunda opción para ti, una esposa elegida por razones de tipo práctico, alguien que debía ser consciente de cuál era su sitio y procurarte una vida tal y como tú la tenías pensada con el mínimo esfuerzo. Todo tenía que ser organizado, lógico, racional, ¡sin vida! -su voz se suavizó ligeramente-. Johannes no hacía nada que no quisiera hacer. Amaba cuando lo deseaba, odiaba cuando quería, vivía cuando quería… Estar con él era como vivir con una fuerza natural. Él me veía a mí, me veía de verdad, no sólo pasaba ante mí camino de su próxima reunión. Cada encuentro amoroso con él era como morir y volver a nacer.

Gabriel temblaba al oír la pasión que vibraba en la voz de Laine. Cuando se aplacó, ella se quedó observándolo con sobriedad.

– Puedes creerme, siento mucho haberte engañado con respecto a Jacob durante todos estos años, te lo digo de corazón y te ruego que me perdones. Pero… no pienso pedirte perdón por haber amado a Johannes. -Movida por un impulso, se inclinó hacia delante y posó sus manos sobre las de Gabriel, que reprimió el deseo de retirarlas y las dejó pasivamente donde estaban-. Tuviste tantas oportunidades, Gabriel… Yo sé que hay en ti muchos de los rasgos que caracterizaban a Johannes, pero tú no les permites aflorar. Habríamos podido pasar una larga vida juntos y yo te habría amado. En cierto modo, llegué a amarte, pese a todo, pero te conozco lo suficiente para saber que ahora no me permitirás que lo haga.

Gabriel no respondió. Sabía que ella tenía razón. Toda su vida había sido una lucha por no vivir en la sombra de su hermano y la infidelidad de Laine vino a herirlo donde más le dolía.

Recordaba las noches que él y Laine habían pasado en vela junto a su hijo en el hospital. En aquellos momentos, él habría deseado ser el único que estuviese junto a Jacob, para que su hijo comprendiese hasta qué punto eran prescindibles los demás, incluida Laine. En el mundo de Gabriel, él era lo único que Jacob necesitaba: eran ellos dos contra el resto del mundo. Ahora se le antojaba ridículo recordarlo. En realidad, él había sido la víctima. Era Johannes quien tenía derecho a estar con Jacob en el hospital, a cogerle la mano, a decirle que todo se arreglaría; y Ephraim, que le había salvado la vida. Ephraim y Johannes, aquel eterno dúo del que Gabriel nunca pudo formar parte ahora se le antojaba un dúo invencible.

– ¿Y Linda? -conocía la respuesta, pero se vio obligado a preguntar, al menos para herir a Laine. Pero ella resopló antes de responder:

– Linda es hija tuya. De eso no cabe la menor duda. Johannes es el único hombre con el que mantuve una relación mientras hemos estado casados y asumiré las consecuencias.

Había otra pregunta que lo atormentaba.

– ¿Lo sabe Jacob?

– Sí, lo sabe. -Laine se puso de pie, miró a Gabriel con tristeza y dijo quedamente-: Recogeré mis cosas hoy mismo. Me marcharé antes de que anochezca.

Él no le preguntó adonde iría. Tanto daba. Ya nada tenía importancia.


Habían ocultado bien su intromisión. Ni ella ni los niños notaron que la policía había estado allí. Al mismo tiempo, se notaba un cambio, algo intangible pero presente, una sensación de que su hogar había dejado de ser ese lugar seguro de antes. Todo había sido manoseado por gente extraña, toqueteado, inspeccionado. Habían estado buscando la maldad ¡en su casa! Cierto que la policía sueca era bastante considerada, pero, por primera vez en su vida, entendió cómo debían de ser las cosas en alguna de las dictaduras y de los estados policiales que veía en las noticias de televisión. A ella le parecía lamentable y se compadecía de las personas que vivían bajo la amenaza constante de la irrupción ajena en sus hogares; sin embargo, nunca había comprendido realmente lo sucio que uno podía llegar a sentirse después ni el miedo ante el próximo episodio insospechado.

Echó de menos a Jacob en la cama aquella noche. Habría querido tenerlo a su lado, cogidos de la mano, como una garantía de que todo volvería a ser como antes. Sin embargo, cuando llamó a la comisaría la tarde anterior, le dijeron que su madre había ido a buscarlo, así que supuso que dormiría allí. A decir verdad, se dijo que bien podría haberla llamado, pero, en el preciso momento en que tuvo la idea, se maldijo a sí misma pensando que era una presunción por su parte. Jacob siempre hacía lo mejor para los dos y si ella estaba indignada porque la policía había estado registrando su casa, no podía ni imaginar siquiera cómo se habría sentido Jacob al verse encerrado e interrogado.

Con parsimonia, fue quitando la mesa del desayuno de los niños. Un tanto indecisa, tomó el auricular y empezó a marcar el número de sus suegros, pero cambió de idea y volvió a colgar. Seguramente, Jacob estaría aún descansando y no quería molestarlo. Justo cuando acababa de colgar, sonó el teléfono, que la sobresaltó. Vio en la pantalla que era el número de la finca, así que contestó ansiosa, convencida de que sería Jacob.

– Hola, Marita, soy Gabriel.

Marita frunció el entrecejo; apenas había reconocido la voz de su suegro, pues sonaba como la de un anciano.

– Hola, Gabriel. ¿Cómo estáis?

Enmascaró su inquietud con un tono jovial, pero en realidad guardaba tensa la respuesta. De pronto se le ocurrió que tal vez le hubiese ocurrido algo a Jacob, pero Gabriel se le adelantó antes de que ella acertase a preguntar.

– Llamaba para saber si Jacob está en casa.

– ¿Jacob? Pero… ¿no fue Laine a recogerlo ayer? Yo pensaba que estaría con vosotros.

– No, aquí no ha venido. Laine lo dejó ayer en la puerta de vuestra casa -respondió Gabriel, tan aterrado como ella.

– Pero, ¡Dios santo! En ese caso, ¿dónde puede estar? -Marita se cubrió la boca con la mano, como luchando para no dejarse vencer por la angustia.

– Supongo que habrá… Debe de estar… -Gabriel no pudo concluir sus frases, con lo que sólo consiguió aumentar su desasosiego. Si no estaba en su casa ni en la de sus padres, no quedaran muchas más alternativas. De pronto, se le ocurrió una idea terrible-. Johan está en el hospital. Lo atacaron y lo agredieron en su casa ayer por la tarde.

– ¡Madre mía! ¿Y cómo está?

– No saben si sobrevivirá. Linda está en el hospital y me dijo que me llamaría en cuanto supieran algo.

Marita se dejó caer pesadamente en una de las sillas de la cocina. El corazón le bombeaba en el pecho y le costaba respirar. Sentía como si tuviese una soga al cuello.

– ¿Tú crees que…?

La voz de Gabriel era apenas audible.

– No, eso no puede ser. ¿Quién iba a…?

Entonces, ambos comprendieron al mismo tiempo que todas sus penurias se debían al hecho de que un asesino andaba suelto. Casi podía oírse el eco del silencio en el auricular.

– Marita, llama a la policía. Salgo para allá ahora mismo. -Después sólo se oyó cómo colgaba el auricular.


Una vez más, sentado ante el escritorio y sin saber qué hacer, Patrik intentaba obligarse a buscar algo en lo que ocuparse en lugar de quedarse mirando el teléfono. Era tal su deseo de que le diesen los resultados de los análisis que casi lo podía mascar. El reloj seguía avanzando lento e implacable. Decidió adelantar algo de trabajo de administración y sacó los documentos. Media hora después, aún no había hecho nada con ellos, simplemente aguardar sentado con la mirada perdida en el vacío. Notaba el cansancio después de haber pasado tan mala noche. Tomó un trago del café que tenía en la mesa, pero puso cara de asco, pues ya se le había enfriado. Con la taza en la mano, se disponía a ir por otro, cuando, de pronto, sonó el teléfono. Se abalanzó con tal ímpetu que derramó el café frío sobre la mesa.

– Patrik Hedström.

– ¡Jacob ha desaparecido!

Estaba tan seguro de que era la llamada del Instituto Forense que le llevó un instante registrar la información en su cerebro.

– ¿Perdón?

– Soy Marita Hult. Mi marido está desaparecido desde ayer tarde.

– ¿Desaparecido? -seguía sin entenderlo bien. Estaba tan cansado que no podía pensar con agilidad, como si las ideas se negasen a navegar por su cerebro.

– No vino a casa anoche y tampoco ha dormido en casa de sus padres. Y teniendo en cuenta lo que le ha sucedido a Johan…

Ahora sí que no comprendía nada de nada.

– Veamos, vaya más despacio. ¿Qué dice que le ha sucedido a Johan?

– Está ingresado en el hospital de Uddevalla, le dieron una paliza y no es seguro que sobreviva. ¿Y si Jacob ha sido víctima de la misma persona? Quién sabe si no estará herido y abandonado en algún sitio.

El pánico que desvelaba su voz iba en aumento, pero el cerebro de Patrik ya había logrado encajar las piezas. En cualquier caso, allí no sabían nada de la agresión sufrida por Johan Hult, así que les habrían presentado la denuncia a los colegas de Uddevalla. Tenía que ponerse en contacto con ellos de inmediato, pero antes lo más importante era tranquilizar a la mujer de Jacob.

– Marita, seguro que a Jacob no le ha ocurrido nada, pero enviaré a un agente a su casa y me pondré en contacto con la policía de Uddevalla para ver qué saben ellos de Johan. No es que me tome lo que dice a la ligera, pero aún no veo razón para preocuparse. Sucede a veces, aquí solemos verlo, que por uno u otro motivo una persona decide estar lejos de su hogar una noche o dos. Y puede que Jacob estuviese alterado después de la noticia de ayer y necesitase estar en paz unas horas, ¿no?

Evidentemente frustrada, Marita le aseguró:

– Jacob nunca pasaría la noche fuera de casa sin decirme dónde está. Es demasiado considerado para hacer algo así.

– La creo y le prometo que nos pondremos a ello inmediatamente. Mandaré a alguien para que hable con ustedes, ¿de acuerdo? ¿Podría llamar a sus suegros y pedirles que vayan a su casa ellos también? Así podremos hablar con todos.

– Será más fácil que yo vaya a la de ellos -dijo Marita, que pareció aliviada al comprobar que empezarían a adoptar medidas concretas enseguida.

– De acuerdo -convino Patrik y, antes de colgar, le aseguró una vez más que intentase por todos los medios no pensar en lo peor.

La pasividad de Patrik desapareció de repente. Pese a lo que le había dicho a Marita, también él se inclinaba a creer que las razones de la desaparición de Jacob no eran tan sencillas. Si, además, Johan había sido atacado o víctima de un intento de asesinato o lo que quiera que fuese, había motivo de preocupación más que suficiente. Empezó por llamar a los colegas de Uddevalla.

Un poco después lo habían puesto al corriente de cuanto ellos sabían sobre la agresión, que no era mucho. Alguien había agredido a Johan con tal brutalidad, la noche anterior, que se debatía entre la vida y la muerte. Puesto que el propio Johan no estaba en condiciones de decirles quién le había hecho aquello, la policía no tenía aún ninguna pista. Habían hablado con Solveig y Robert, pero ninguno de los dos había visto a nadie en las inmediaciones de la casa. Por un instante, Patrik sospechó de Jacob, pero resultó precipitado, pues a Johan lo golpearon mientras Jacob estaba siendo interrogado en la comisaría.

No sabía, por tanto, cuál debería ser el siguiente paso. Tenían dos tareas pendientes: por un lado, quería que alguien fuese al hospital de Uddevalla para hablar con Solveig y con Robert, para ver si, pese a todo, conocían algo de utilidad; y, por otro lado, necesitaba enviar a alguien a la finca para que hablase con la familia de Jacob. Tras unos minutos de vacilación, resolvió enviar a Martin y a Gösta, pero, justo cuando ya se disponían a salir, volvió a sonar el teléfono. En esta ocasión, sí era del Instituto Forense.

Presa de la mayor angustia, se preparó para oír la información obtenida por el laboratorio, pues tal vez contuviese la pieza que les faltaba; pero jamás, por mucha imaginación que tuviese, habría podido sospechar siquiera lo que le dijeron.


Martin y Gösta llegaron a la finca después de haberse pasado todo el camino discutiendo lo que Patrik les había dicho. Ninguno de los dos lo comprendía, pero la falta de tiempo tampoco les permitía perderse en indecisiones. Lo único que podían hacer era meter la cabeza hasta el fondo a ver qué sacaban.

Ante la escalinata de la entrada principal se vieron obligados a sortear dos grandes maletas. Martin se preguntó lleno de curiosidad cuál de los miembros de la familia se iría de viaje. Parecía mucho más equipaje del que Gabriel podía necesitar para uno de sus viajes de negocios y, además, era más bien femenino, así que se figuró que sería Laine.

En esta ocasión no los condujeron a la sala de estar, sino que, a través de un largo pasillo, los llevaron a una cocina que se encontraba en el otro extremo de la casa. Una dependencia que a Martin le agradó enseguida. Claro que la sala de estar era muy bonita, pero tenía un sello ligeramente impersonal. La cocina era mucho más acogedora y tenía una sencillez rural contraria a la pátina de fría elegancia que caracterizaba al resto de la finca. En la sala de estar, Martin se sentía como un pueblerino; allí, en cambio, le entraron ganas de arremangarse y empezar a cocinar en grandes y humeantes ollas.

Marita estaba sentada ante la enorme mesa rústica, con la silla contra la pared. Parecía estar buscando cobijo en medio de una situación tan inesperada como aterradora. Oyó en la distancia los gritos de niños que jugaban fuera y, cuando miró por la ventana que daba al jardín, vio que se trataba de los dos hijos de Jacob y de Marita, que estaban correteando por el césped.

Se saludaron todos con un gesto y después se sentaron ante la mesa junto a Marita. Martin tenía la impresión de que reinaba un ambiente extraño, pero no pudo precisar por qué. Gabriel y Laine se habían sentado tan lejos como les fue posible el uno del otro y Martin se percató de que ambos se esforzaban al máximo por que sus miradas no se cruzasen. Pensó en las maletas que había en la puerta y entonces cayó en la cuenta de que Laine debía de haberle confesado a Gabriel su aventura con Johannes y el fruto de ella. No era, pues, extraño que el ambiente estuviese tan enrarecido e impenetrable. Eso explicaba, además, las maletas. Lo único que retenía a Laine en la casa era la preocupación por la ausencia de Jacob, que ambos compartían.

– Empecemos por el principio -dijo Martin-. ¿Quién de ustedes vio a Jacob por última vez?

Laine alzó la mano.

– Fui yo.

– ¿Y eso cuándo fue? -prosiguió Gösta.

– Hacia las ocho. Después de haberlo recogido de la comisaría -dijo señalándolos a los dos.

– ¿Y dónde lo dejó? -preguntó Martin.

– Justo a la entrada de Västergården. Me ofrecí a llevarlo hasta la puerta, pero me dijo que no era necesario. Es un poco complicado dar la vuelta al final del camino y sólo hay unos doscientos metros hasta la casa, así que no insistí.

– ¿Cuál era entonces su estado de ánimo? -continuó Martin.

Laine miró de reojo a Gabriel. Todos sabían cuál era el tema subyacente, aunque nadie se atrevía a decirlo claramente. Martin cayó en la cuenta de que era bastante probable que Marita no tuviese la menor idea de la novedad sobre el parentesco de Jacob. Por desgracia, en aquellos momentos él no podía ser considerado con ella por ese motivo. Necesitaban obtener todos los datos y no podían andar con juegos de palabras y adivinanzas.

– Estaba… -Laine buscaba la palabra exacta- meditabundo. Creo que se encontraba conmocionado.

Marita observaba a Laine presa del más absoluto desconcierto. Después se dirigió a los policías.

– ¿A qué se refieren? ¿Por qué estaba conmocionado? ¿Qué hicieron con él en la comisaría? Gabriel dijo que ya no era sospechoso, ¿por qué iba a estar tan afectado entonces?

Al rostro de Laine afloró un rictus apenas perceptible, único indicio de la tormenta de sentimientos que arrasaba en su interior, pero, con aparente calma, posó su mano sobre la de Marita, antes de explicarle:

– Querida, Jacob conoció ayer una noticia sobrecogedora. Hace muchos, muchos años, yo hice algo que estuve ocultando desde entonces. Y a causa de las investigaciones de la policía -explicó, lanzando una fugaz mirada a Martin y a Gösta-, Jacob se enteró ayer tarde. Yo tenía en mente contárselo algún día, pero los años iban pasando tan rápido…; supongo que esperaba que llegase el momento adecuado.

– El momento adecuado, ¿para qué?

– Para revelarle a Jacob que su padre era Johannes, no Gabriel.

El rostro de Gabriel se contrajo de dolor, palabra tras palabra, como si cada una fuese un navajazo en el pecho, aunque ya parecía haber superado el shock. Su psique había empezado a procesar el cambio y oírlo no le resultaba ya tan duro como la primera vez.

– ¿Cómo? -Marita miraba atónita a Laine y a Gabriel. Después se vino abajo-. Dios mío, debe de estar destrozado.

Laine dio un respingo en la silla, como si le hubiesen dado una bofetada.

– Lo hecho, hecho está -declaró-. Ahora, lo más importante es encontrarlo. Luego… -vaciló un instante-, luego veremos qué hacer con lo demás.

– Laine tiene razón. Al margen del resultado de las pruebas, para mí Jacob es mi hijo -aseguró Gabriel, llevándose la mano al corazón-. Y tenemos que encontrarlo.

– Lo encontraremos -le garantizó Gösta-. Quizá no sea tan extraño que ahora quiera estar solo para pensar sobre todo esto.

Martin se alegró de la seguridad paternal que Gösta era capaz de transmitir cuando se lo proponía. En aquella situación, resultaba de lo más adecuado para calmar el desasosiego de la familia y Martin continuó tranquilamente con sus preguntas:

– O sea que no volvió a casa, ¿no es así?

– No -confirmó Marita-. Laine me llamó cuando salieron de la comisaría, así que yo sabía que había salido de allí. Pero después, al ver que no venía, pensé que se habría quedado a dormir en su casa. Desde luego no era muy normal, pero, por otro lado, tanto él como toda la familia llevan varios días bajo tal presión que pensé que le vendría bien pasar unas horas con sus padres.

Al decir aquellas palabras, le lanzó una mirada furtiva a Gabriel, que respondió con una triste sonrisa. Le llevaría mucho tiempo no confundirse.

– ¿Cómo supieron lo que le había sucedido a Johan? -preguntó Martin.

– Solveig nos llamó esta mañana temprano.

– Ah, creía que… no os llevabais bien -comentó Martin.

– Sí, podría decirse que así era, pero supongo que la familia es la familia y, a la hora de la verdad… -Gabriel dejó la frase inacabada-. Linda está en el hospital; parece que Johan y ella tenían una relación más estrecha de lo que nosotros imaginábamos -añadió con una sonrisa cómica y amarga a un tiempo.

– ¿Han tenido más noticias? -quiso saber Laine.

Gösta negó con un gesto.

– No, lo último fue que seguía igual, pero Patrik Hedström va camino de Uddevalla, ya veremos lo que nos dice. Si ocurriera algo, sea lo que fuera, lo sabrán tan pronto como nosotros mismos. Quiero decir que supongo que Linda les llamará enseguida si hay cambios.

Martin se puso de pie.

– Bueno, creo que ya sabemos cuanto necesitábamos.

– ¿Creen que el asesino de la chica alemana es la misma persona que agredió a Johan? -preguntó Marita con voz temblorosa. Todos intuyeron a qué se refería en realidad.

– No hay razón alguna para pensarlo -respondió Martin con amabilidad-. Estoy convencido de que no tardaremos en averiguar qué sucedió. Quiero decir que Johan y Robert llevan bastante tiempo moviéndose en círculos de dudosa reputación, así que es más verosímil que haya que buscar por ahí el origen.

– ¿Qué van a hacer para encontrar a Jacob? -insistió Marita-. ¿Van a dar una batida por la zona, con perros o algo así?

– No, no creo que empecemos por ahí. Sinceramente, me inclino por creer que estará en algún sitio meditando sobre… la situación, y que aparecerá en casa cuando menos se lo esperen. Aunque, en realidad, lo mejor que puede hacer es irse a casa y llamarnos en cuanto vuelva, ¿de acuerdo?

Nadie se pronunció, así que lo tomaron como un sí. A decir verdad, no podían hacer mucho por el momento. Sin embargo. Martin se vio obligado a admitir para sí que no sentía tanta confianza como había querido aparentar ante la familia de Jacob. En efecto, era una extraña coincidencia que Jacob hubiese desaparecido justo la noche en que su primo, su hermano o lo que quiera que fuese Johan, sufría aquella agresión.

Ya en el coche y de regreso a Fjällbacka, se lo dijo a Gösta, que asintió, pues compartía su opinión. También él tenía la sensación de que algo no andaba bien. Tan extrañas coincidencias no solían darse en la realidad y la policía no debía suponer que así fuese. Ambos confiaban en que Patrik sacase algo más en claro.

Загрузка...