Capítulo 4

Verano de 1979

Sentía como si hubiesen transcurrido meses, pero sabía que no podía ser tanto. Aun así, cada hora pasada en aquella oscuridad le parecía toda una vida.

Demasiado tiempo para pensar. Demasiado tiempo para sentir cómo el dolor retorcía cada uno de sus nervios. Tiempo para pensar en todo lo que había perdido… lo que iba a perder.

Ahora sabía que no saldría de allí. Nadie podía huir de tal padecimiento. Pese a todo, jamás había sentido unas manos más suaves que las suyas. Nunca la habían acariciado con tanto amor, un amor que la hacía desear su tacto. No el tacto odioso y doloroso que venía después, sino el tacto dulce que lo precedía. Si hubiera experimentado antes un tacto así, todo habría sido distinto, ahora estaba segura. La sensación que experimentaba cuando él recorría su cuerpo con las manos era tan limpia, tan inocente, que alcanzaba incluso ese duro núcleo de su corazón al que nadie había logrado llegar con anterioridad.

En la oscuridad, él lo era todo para ella. No habían pronunciado una sola palabra, pero ella soñaba con cómo sonaría su voz: paternal, cálida… Pero cuando el dolor se hacía presente, lo odiaba. Entonces hubiera podido matarlo… si fuese capaz.


* * *

Robert lo halló en el cobertizo. Se conocían tan bien…, y sabía que Johan solía refugiarse allí cuando tenía alguna cavilación. Al ver que la casa estaba desierta, fue derecho allí, donde, en efecto, encontró a su hermano en cuclillas en el suelo, abrazado a sus rodillas.

Eran tan distintos que, en ocasiones, a Robert le resultaba increíble que fuesen hermanos de verdad. Él, por su parte, estaba orgulloso de no haber dedicado un minuto de su vida a meditar sobre ningún asunto, ni siquiera a intentar prever las consecuencias de nada. Él era un hombre de acción, fuese cual fuese el resultado. «El que esté vivo lo verá», ese era su lema; y no había ningún motivo para andar cavilando sobre aquello que uno no podía gobernar. La vida lo engañaba a uno en cualquier caso, de un modo u otro: era, por así decirlo, el orden natural de las cosas.

En cambio, Johan era demasiado profundo para procurarse lo mejor para sí mismo. En algún momento aislado de clarividencia había sentido Robert un punto de arrepentimiento por haber guiado a su hermano por el mal camino, pero, por otro lado, tal vez fuese mejor así. De lo contrario, Johan habría sido víctima de la mayor de las decepciones. Los dos eran hijos de Johannes Hult y era como si pesase una maldición sobre toda esa rama de la familia. No existía la menor posibilidad de que ninguno de ellos triunfase en empresa alguna, así que ¿para qué intentarlo siquiera?

No lo reconocería ni bajo tortura, pero amaba a su hermano más que a nadie en el mundo y sintió un pinchazo en el corazón al ver su silueta en la semipenumbra del cobertizo. El joven parecía hallarse sumido en su pensamiento, a miles de kilómetros de allí, y su persona irradiaba la melancolía que Robert entreveía de vez en cuando. Era como si una nube de pesar se cerniese sobre el estado de ánimo de Johan y lo obligase a buscar el abrigo de un lugar oscuro y lóbrego durante semanas. No lo había visto así en todo el verano, pero en cuanto cruzó la puerta experimentó la sensación física de que estaba de ese modo.

– ¿Johan?

Este no respondió. Robert siguió adentrándose en la oscuridad sin hacer ruido. Se acuclilló junto a su hermano y le puso una mano en el hombro.

– Johan, ¿otra vez estás así?

Su hermano asintió sin más. Cuando volvió el rostro hacia Robert, éste vio con asombro que lo tenía hinchado por el llanto. Aquello no era habitual durante los períodos de melancolía de Johan y la desazón se apoderó de él.

– ¿Qué pasa, Johan? ¿Qué ha sucedido?

– Papá…

El resto de la frase se ahogó en sollozos mientras Robert se esforzaba por oír lo que decía.

– Johan, ¿qué dices de papá?

Johan respiró hondo un par de veces para calmarse y continuó:

– Ahora todos comprenderán que papá era inocente de la desaparición de aquellas dos chicas. ¿Lo entiendes? Ahora todo el mundo sabrá que no fue él.

– ¿Qué delirio es ese? -le preguntó zarandeándolo, aunque sentía que el corazón se le paraba en el pecho.

– Mamá ha estado en el pueblo y se ha enterado de que encontraron a una chica muerta y que, junto a su cadáver, hallaron también los esqueletos de las dos que desaparecieron. ¿Lo pillas? Han asesinado a una chica ahora y nadie puede decir que fue nuestro padre quien lo hizo.

Johan rompió a reír con un punto histérico. Robert seguía sin comprender de qué hablaba. Desde que encontró a su padre en el cobertizo con una cuerda al cuello, había soñado y fantaseado con oír las mismas palabras que Johan acababa de pronunciar.

– ¿No estarás quedándote conmigo, verdad? Porque, si es así, te vas a enterar de lo que es bueno.

Cerró el puño, pero Johan seguía riendo histéricamente mientras sus lágrimas, que brotaban de alegría, según comprendió Robert, no cesaban de recorrer sus mejillas. Johan se dio la vuelta y abrazó a su hermano con tal fuerza que éste apenas podía respirar y, cuando por fin vio claro que le decía la verdad, le devolvió el abrazo con todas sus fuerzas.

Por fin se haría justicia con su padre. Por fin su madre podría caminar por el pueblo con la cabeza bien alta, sin oír las habladurías a su espalda y sin ver los dedos que, discretamente, los acusaban cuando la gente creía que ellos no los verían. Ahora se arrepentirían todos aquellos borregos parlanchines. Durante veinticuatro años habían ido contando mentiras de su familia, pero ahora tendrían que enfrentarse a la vergüenza de haberlo hecho.

– ¿Dónde está mamá?

Robert se desprendió del abrazo y miró inquisitivo a Johan, que estalló en risitas incontroladas entre las que dijo algo indescifrable.

– ¿Qué dices? Cálmate y habla como hay que hablar. Te pregunto que dónde está mamá.

– En casa del tío Gabriel.

El rostro de Robert se ensombreció.

– ¿Qué coño hace en casa de ese tío?

– Decirle la verdad a la cara, creo. Nunca la he visto tan enojada como cuando llegó del pueblo y me contó lo que había oído. Así que decidió ir a la finca a explicarle a Gabriel qué clase de persona era, me dijo. De modo que a estas alturas, le habrá soltado una buena. Vamos, que tendrías que haberla visto. Con el cabello revuelto, casi despedía fuego por las orejas, que lo sepas.

La imagen de su madre con los pelos de punta y echando vaharadas de humo por las orejas hizo reír también a Robert. La mujer había sido una sombra que se arrastraba murmurando desde que él tenía uso de razón, con lo que resultaba difícil imaginarla en pleno acceso de ira.

– Habría dado cualquier cosa por ver la expresión de Gabriel cuando mamá entró arrasando en su casa. ¿Y te imaginas a la tía Laine?

Johan ejecutó una perfecta interpretación, con la expresión angustiada y retorciendo las manos junto al pecho mientras con voz chillona, declamaba:

– Pero, Solveig, querida Solveig, no deberías usar ese vocabulario, ¿no te parece?

Los dos hermanos se dejaron caer al suelo entre convulsas risotadas.

– Oye, ¿tú piensas en papá alguna vez?

La pregunta de Johan los devolvió a la seria realidad y Robert permaneció en silencio unos minutos antes de responder.

– Sí, claro que sí. Aunque me cuesta pensar en otra imagen que la del aspecto que tenía aquel día. Ya puedes estar contento de haberte librado de verlo. Y tú, ¿piensas en él?

– Sí, muy a menudo. Sólo que es como si estuviese viendo una película, no sé si me entiendes. Recuerdo lo contento que estaba siempre y cómo solía bromear, bailar y hacerme dar vueltas en el aire, pero lo veo como desde fuera, como en una película.

– Sí, entiendo a qué te refieres.

Estaban tumbados uno al lado del otro, mirando al techo, mientras la lluvia golpeaba el latón del tejado.

Johan dijo en voz muy baja:

– ¿Verdad que nos quería, Robert?

Éste respondió en el mismo tono quedo:

– Por supuesto que sí, Johan, claro que nos quería.


Oyó a Patrik sacudir un paraguas en la escalinata, así que se levantó como pudo del sofá para ir a la puerta y salir a su encuentro.

– ¿Hola?

Patrik entró preguntando y mirando con curiosidad a su alrededor. La calma y la silenciosa tranquilidad no eran, al parecer, lo que esperaba encontrar. En realidad, ella hubiese debido estar un tanto enfurruñada con él, pues no la había llamado en todo el día, pero la alegría de verlo en casa superaba sus deseos de reñirle. Sabía, además, que nunca se encontraba muy lejos y tampoco dudaba de que hubiese pensado en ella mil veces a lo largo del día, tal era la seguridad que reinaba en su relación, y era maravilloso poder confiar en lo que eso significaba.

– ¿Dónde están Conny y los bandidos? -susurró Patrik, pues seguía sin saber si estaban o no.

– Le puse a Britta un plato de macarrones con salchicha en la cabeza y no quisieron quedarse. ¡Desagradecidos!

Erica disfrutaba al ver el desconcierto pintado en la cara de Patrik.

– Sencillamente, exploté. Algún límite había que poner. Pero no creo que recibamos ninguna invitación de esa parte de la familia en los próximos cien años. Claro que no lo lamento. ¿Y tú?

– ¡No, por Dios! -exclamó alzando la vista al cielo-. ¿De verdad que lo hiciste? ¿Le pusiste un plato de comida en la cabeza?

– Te lo juro. Toda mi buena educación se esfumó volando por la ventana. Ahora seguro que ya no iré al cielo.

– Mmm, tú eres ya un trocito de cielo, así que no tienes que…

La acarició juguetón en el cuello, exactamente en el lugar donde sabía que le hacía cosquillas, y ella lo apartó entre risas.

– Voy a preparar un chocolate caliente y luego me cuentas todo sobre «el gran altercado» -dijo Patrik tomándole la mano y llevándola a la cocina, donde la ayudó a acomodarse en una silla.

– Pareces cansado -comentó ella-. ¿Qué tal va la cosa?

Patrik lanzó un suspiro mientras batía la leche para mezclar bien el O'boy.

– Bueno, va, pero poco más. Una suerte que la policía científica consiguiese revisar el lugar del crimen antes de que empezara a llover. Si las hubiésemos encontrado hoy y no anteayer, no nos habría quedado nada que buscar. Por cierto, gracias por el material que me conseguiste, ha sido de gran utilidad.

Mientras esperaba a que se calentase el chocolate, se sentó frente a Erica.

– Y tú, dime, ¿qué tal estás? Y el bebé, ¿todo bien?

– Sí, los dos estamos bien. Nuestro futuro jugador de fútbol ha estado haciendo de las suyas, como de costumbre, pero, desde que se fueron Conny y Britta, he tenido un día estupendo. Tal vez era eso lo que necesitaba para poder relajarme y sentarme a leer un rato: un buen puñado de parientes chalados.

– ¡Qué bien! En ese caso, no tengo que preocuparme por vosotros.

– No, ni un ápice.

– ¿Quieres que intente quedarme en casa mañana? Tal vez pueda trabajar un poco desde aquí y, además, estoy cerca.

– Eres un encanto, pero estoy bien, de verdad. Creo que es más importante que emplees tus fuerzas en encontrar al asesino antes de que se enfríen las pistas. Ya llegará el momento en que te exija que no te alejes de mí más de un metro. -Acompañó sus palabras de una sonrisa y le dio una palmadita en la mano antes de proseguir-: Además, me temo que se está suscitando una especie de histeria general. Hoy me han llamado varias personas para sonsacarme cuánto sabéis; naturalmente, yo no digo nada, aunque lo supiera, que no es el caso. -Aquí tuvo que detenerse a recobrar el aliento-. Y, al parecer, la oficina de información ha recibido un montón de anulaciones de reservas de gente que no se atreve a venir, y gran parte de los veleros se ha marchado en busca de otros puertos. Así que, aunque la industria turística local no ha empezado a presionaros aún, ya podéis prepararos para la que vendrá.

Patrik asintió, pues ya se temía él que aquello ocurriría. La histeria se propagaría e iría en aumento hasta que lograsen meter a alguien entre rejas. Para un pueblo como el de Fjällbacka, que vivía del turismo, aquello era una catástrofe. Recordaba un verano de hacía un par de años, en el que un psicópata llegó a consumar cuatro violaciones en el mes de julio, antes de que consiguieran atraparlo. Los comerciantes de la zona lo pasaron fatal esas semanas, pues los turistas optaron por irse a alguno de los pueblos cercanos, como Grebbestad o Strömstad. Con un asesinato, la situación sería aún peor. Por suerte, la responsabilidad sobre ese tipo de cuestiones era cosa del comisario jefe y Patrik le cedía de mil amores a Mellberg las eventuales entrevistas.

Se frotó con los dedos la base de la nariz. Notaba que se iba avecinando un fuerte dolor de cabeza. Estaba a punto de tomarse un analgésico cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que no había comido en todo el día. Por lo general, la comida era uno de los vicios que se permitía en la vida, como testimoniaba una incipiente flacidez en torno a la cintura y, de hecho, era incapaz de recordar cuándo había sido la última vez que se saltó una comida. Estaba demasiado cansado para ponerse a cocinar algo, así que se preparó dos bocadillos de queso y caviar, que fue mojando en el chocolate caliente. Erica lo miró con repulsión, como siempre que contemplaba aquellas combinaciones que, en su opinión, resultaban repugnantes desde un punto de vista gastronómico; en cambio, para Patrik, eran un manjar de dioses. Después de los dos bocadillos, el dolor de cabeza no era más que un recuerdo y sintió que recobraba la energía.

– Oye, ¿por qué no invitamos a Dan y a su chica este fin de semana? Podemos hacer algo a la parrilla.

Erica arrugó la nariz, pues la idea no parecía entusiasmarle.

– Venga, no le has dado a Maria ni una oportunidad. ¿Cuántas veces la has visto? ¿Dos?

– Sí, sí, ya lo sé. Pero es que sólo tiene… -se esforzaba por encontrar la palabra adecuada-… veintiuno.

– Ya, pero eso no es culpa suya. Ser joven, vamos. Claro que a veces parece un poco tonta, pero, quién sabe, puede que sólo sea timidez. Y, al menos por Dan, creo que valdría la pena esforzarse un poco. Quiero decir que, después de todo, es su elección. Después de separarse de Pernilla, no tiene nada de extraño que haya conocido a otra mujer.

– Vaya, pues sí que te has vuelto tú tolerante -dijo Erica un tanto arisca, aunque no podía por menos de reconocer que Patrik tenía parte de razón-. ¿Cómo es que estás tan generoso?

– Yo siempre soy generoso cuando se trata de chicas de veintiún años, porque tienen unas cualidades espléndidas…

– ¿Ah, sí? ¿Cuáles? -preguntó Erica enojada, hasta que comprendió que Patrik estaba tomándole el pelo-. ¡Bah! ¡Venga ya! Sí, creo que tienes razón. Vamos a invitar a Dan y a su quinceañera.

– ¡Oye!

– Vale, vale, a Dan y a Maria. Seguro que lo pasaremos bien. Puedo sacar la casita de muñecas de Emma y así tendrá algo que hacer mientras cenamos los mayores.

– Erica…

– Vale, ya lo dejo, pero es que no puedo evitarlo. Es como una especie de tic.

– ¡Qué mala eres! Ven aquí y dame un abrazo, en lugar de andar maquinando crueldades.

Ella le tomó la palabra y acabaron los dos acurrucados en el sofá. En el caso de Patrik, aquello era lo que le daba fuerzas para enfrentarse al lado oscuro de la humanidad que veía en su trabajo: Erica y la idea de que tal vez él pudiese contribuir, por poco que fuera, a que el mundo resultase más seguro para aquel pequeño que le empujaba con los pies, en la palma de la mano, desde dentro de la tensa piel del vientre de Erica. Al otro lado de la ventana, el viento empezaba a amainar a medida que caía la tarde y el color del cielo pasaba de gris a rosa incandescente. Mañana, pronosticó para sí mismo, volverá a brillar el sol.


Las previsiones de sol que se había hecho Patrik resultaron ciertas. Al día siguiente, parecía que jamás hubiese llovido y, hacia mediodía, el asfalto ardía de nuevo. Martin no paraba de sudar, pese a que llevaba pantalón corto y camiseta, pero lo de transpirar constantemente empezaba a antojársele un estado natural, y recordaba el frescor experimentado el día anterior como si hubiese sido un sueño.

Se sentía un tanto indeciso sobre el modo de seguir adelante con el trabajo. Patrik estaba en el despacho de Mellberg, así que no había tenido tiempo aún de intercambiar opiniones con él. Uno de los problemas que se le planteaban era la información que obtuviesen de Alemania. Los colegas alemanes podían llamar en cualquier momento y temía que se le escapase algo de lo que dijeran a causa de su escaso conocimiento de la lengua. Así que lo mejor sería buscar a alguien que hiciese de intérprete en una conversación a tres bandas. Pero ¿a quién recurrir? Los intérpretes con los que había contado en ocasiones anteriores lo eran de lenguas bálticas, ruso y polaco, por los problemas que habían tenido con los casos de coches robados para ser vendidos en esos países, pero hasta ahora jamás habían precisado asistencia con el alemán. Sacó la guía telefónica y la hojeó un poco al azar, sin saber bien qué buscaba en realidad. Uno de los apartados le inspiró una brillante idea. Teniendo en cuenta la gran cantidad de turistas alemanes que pasaban por Fjällbacka cada año, la oficina de turismo del pueblo tendría sin duda algún empleado que dominase esa lengua. Ansioso por comprobarlo, marcó el número de la oficina, desde donde le respondió una voz clara y dulce de mujer.

– Oficina de turismo de Fjällbacka, buenos días, le habla Pia.

– Hola, soy Martin Molin, de la comisaría de policía de Tanumshede. Verás, quería saber si tenéis a alguien que sea un hacha en alemán.

– Pues… podría ser yo, pero ¿para qué?

La voz de la joven sonaba cada vez más atractiva y Martin tuvo una inspiración.

– ¿Podría ir a verte para hablar del asunto cara a cara? ¿Tienes tiempo?

– Por supuesto. Salgo a comer dentro de media hora. Si te va bien, podríamos encontrarnos en el Café Bryggan, ¿qué te parece?

– Perfecto. Pues nos vemos allí dentro de media hora.

Martin colgó el auricular muy animado. No estaba muy seguro de cuál era la locura que se le había metido en la cabeza, pero la muchacha sonaba tan dulce y agradable por teléfono…

Cuando, media hora más tarde, aparcó el coche delante de Jarnboden y, sorteando turistas, cruzó la plaza de Ingrid Bergman, empezó a replantearse el asunto. Esto no es una cita, intentaba convencerse, es una misión policial…, aunque no podía negar que sería una cruel decepción ver que Pía, la joven de la oficina de turismo, pesaba doscientos kilos y tenía los dientes salidos.

Llegó al café y pasó por entre las mesas mirando a su alrededor. Sentada a una de ellas, vio a una joven que le hacía señas con la mano y que llevaba una camisa azul y un colorido pañuelo con el logotipo de la oficina de turismo. Al comprobar que había acertado en sus expectativas, se le escapó un suspiro de alivio seguido de una sensación de triunfo. Pia era un bombón: tenía los ojos grandes y castaños, una hermosa cabellera de rizos trigueños, una amplia sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes de un blanco perfecto y, en sus mejillas, dos simpáticos hoyuelos. Aquel almuerzo sería mucho más agradable que la opción de engullir una fría ensalada de pasta en la cocina de la comisaría y en compañía de Hedström. Y no es que no le gustara Hedström, pero desde luego no podía decirse que fuese una belleza.

– Martin Molin.

– Hola, Pia Lofstedt.

Una vez superada la presentación, le pidieron dos sopas de pescado a una camarera alta y rubia.

– Tenemos suerte. Sillen estará aquí toda la semana.

Pía se percató de que Martin ignoraba a qué se refería.

– Christian Hellberg, el cocinero del año 2001, es de Fjällbacka. Ya verás cuando pruebes la sopa de pescado, ¡es divina!

La joven no dejaba de gesticular mientras hablaba y Martin se dio cuenta de que se había quedado mirándola, presa de la más absoluta fascinación. Pia era totalmente distinta a las chicas con las que solía salir y tal vez por esa razón se sentía tan a gusto en su compañía. Se vio obligado a decirse a sí mismo una vez más que no era un almuerzo de relaciones sociales, sino que tenía una misión que cumplir.

– He de reconocer que no recibimos muchas llamadas de la policía. Supongo que guarda relación con los cadáveres de Kungsklyftan, ¿no?

Le preguntó en un tono de fría constatación, sin curiosidad malsana, y Martin le confirmó su sospecha.

– Así es. La joven era una turista alemana, como ya habréis oído, y vamos a necesitar la ayuda de un intérprete. ¿Crees que tú podrías hacerlo?

– Estuve dos años estudiando en Alemania, así que no creo que tenga ningún problema.

En ese momento les sirvieron la sopa y, tras haberla probado, Martin no pudo por menos que coincidir con Pia: estaba «divina». Se sorprendió intentando no sorber, pero abandonó enseguida. Esperaba que Pia hubiese visto Emil el terrible: «Hay que sorber, si no, uno no sabe que es sopa lo que está comiendo».

– Resulta un tanto curioso… -Pia hizo una pausa para tomar otra cucharada de sopa. De vez en cuando corría por entre las mesas una suave brisa que brindaba algunos segundos de frescor. Ambos se quedaron contemplando un hermoso y antiguo balandro que luchaba por abrirse paso sobre las aguas con la vela al viento. No era un buen día para hacer vela, pues no soplaba lo suficiente, de modo que la mayoría de las embarcaciones navegaba a motor. Pia prosiguió-: Esa chica alemana, Tanja, ¿no?, vino a la oficina de turismo hace poco más de una semana y nos pidió que le ayudásemos a traducir unos artículos.

Aquel comentario despertó enseguida el interés de Martin.

– ¿Qué artículos?

– Unos sobre aquellas dos chicas cuyos esqueletos encontraron bajo su cadáver. Eran noticias viejas que ella había fotocopiado, seguramente de la biblioteca, me figuro.

A Martin, con la excitación, se le escapó de entre los dedos la cuchara, que cayó en el cuenco con un tintineo.

– ¿Y te dijo por qué quería traducirlas?

– No, no dijo nada y yo tampoco pregunté. En realidad se supone que no podemos dedicarnos a esas cosas durante la jornada laboral, pero era mediodía y todos los turistas estaban bañándose en la playa, así que no había problema. Además, parecía tener tanto interés… que me dio pena. -Pia vaciló un instante, antes de continuar-: ¿Puede tener eso algo que ver con el asesinato? Tal vez debería haber llamado para contarlo…

Martin se apresuró a tranquilizarla. Por alguna razón, le molestaba sobremanera que ella experimentase cualquier sensación desagradable por su causa.

– No, ¿cómo ibas a saberlo tú? Pero ha estado bien que me lo contases ahora.

Continuaron con el almuerzo, charlando de temas más placenteros, hasta que el rato del que la joven disponía para comer se esfumó. Pia tuvo que volver a toda prisa a la pequeña oficina de turismo, que se hallaba en el centro de la plaza, para no disgustar a la compañera que se iba a comer después que ella. Antes de que Martin pudiese reaccionar, la muchacha ya se había ido, tras una despedida demasiado acelerada para su gusto. Se le había ocurrido invitarla a salir y tuvo la pregunta en la punta de la lengua, pero no logró formularla. Rezongando y maldiciendo, se encaminó al coche, pero, de regreso a Tanumshede, sus pensamientos se deslizaron sin querer hacia lo que Pia le había contado sobre Tanja: que le había pedido ayuda para traducir unos artículos acerca de las dos chicas desaparecidas. ¿Por qué le interesaría aquello? ¿Quién era Tanja? ¿Qué relación, invisible para ellos, existiría entre ella, Siv y Mona?

La vida era deliciosa. La vida era incluso muy deliciosa. Ya no recordaba cuándo fue la última vez que el aire le pareció tan limpio, los aromas tan intensos y los colores tan brillantes. La vida era, en verdad, deliciosa.


Mellberg observaba a Hedström sentado enfrente. Un joven elegante y un buen policía. Bueno, tal vez él no lo había expresado nunca con esas palabras, pero ahora aprovecharía la ocasión. Era importante que los colaboradores se sintieran apreciados. Un buen líder reparte tanto las críticas como las alabanzas con la misma mano firme, según había leído en algún lugar. Con las críticas quizá se había pasado de generoso hasta ahora, admitió gracias a su recién conseguida clarividencia, pero no era nada que no pudiese compensar.

– ¿Qué tal va la investigación?

Hedström le expuso lo principal del trabajo que habían realizado.

– Excelente, excelente -asentía Mellberg, casi jovial-. La verdad es que he recibido una serie de llamadas bastante desagradables a lo largo de la mañana. Todos tienen mucho interés en que esto se resuelva con la mayor rapidez, de modo que sus efectos sobre el turismo no se prolonguen demasiado, que fue la hermosa explicación que me dieron. Pero eso no es nada de lo que tú tengas que preocuparte. Yo les he asegurado, personalmente, que uno de los mejores miembros del cuerpo está trabajando día y noche para meter entre rejas al agresor, así que tú encárgate de seguir haciendo tu trabajo, de esa forma tan impecable, que yo me ocupo de los jefazos municipales.

Hedström lo miró con extrañeza. Mellberg le devolvió la mirada y su rostro se iluminó con una amplia sonrisa. En fin, si el chico supiera…


La reunión con Mellberg le había llevado poco más de una hora y cuando volvía a su despacho miró hacia el de Martin, pero como su colega no se encontraba allí, Patrik aprovechó para ir a Hedemyrs a comprarse un bocadillo, que engulló ávidamente junto con una taza de café en el comedor de la comisaría. Acababa de terminar cuando oyó los pasos de Martin por el pasillo, así que le indicó que fuese con él a su despacho.

Una vez allí, Patrik le preguntó:

– ¿Has notado algo raro en Mellberg últimamente?

– Aparte de que no se queja, no anda criticando todo el tiempo, sonríe constantemente, ha perdido bastante peso y lleva un tipo de ropa que puede calificarse como perteneciente a la moda de los noventa, no, nada. -Martin sonrió como para subrayar que pretendía ser irónico.

– Pues hay algo raro. Y no es que me queje, que conste. No se mezcla para nada en la investigación y hoy me ha colmado de tantas alabanzas que me hizo sonrojar. Pero hay algo que…

Patrik meneó la cabeza, intrigado, hasta que los dos colegas olvidaron las consideraciones sobre el nuevo Bertil Mellberg, conscientes de que tenían cuestiones más perentorias que tratar. Había cosas de las que uno debía disfrutar sin cuestionarlas.

Martin le habló de la infructuosa visita al camping y le reveló que no habían sacado nada más interesante de Liese. Cuando le contó lo que Pia le había dicho sobre Tanja y cómo fue a pedirle que le ayudara a traducir unos artículos sobre Mona y Siv, Patrik se mostró muy interesado.

– ¡Demonios, sabía que ahí había alguna conexión! Pero ¿cuál puede ser? -exclamó al tiempo que se rascaba la cabeza.

– Por cierto, ¿cómo fue ayer la reacción de los padres?

Patrik tenía sobre el escritorio las dos instantáneas que le habían dado Albert y Gun, las tomó y se las entregó a Martin. Después le describió los dos encuentros, con el padre de Mona y con la madre de Siv, sin poder ocultar el rechazo que sentía hacia esta última.

– De todos modos, ha debido de ser un alivio saber que se han encontrado los restos de las chicas. Tiene que ser tremendo ver cómo pasan los años sin saber dónde están. No hay nada peor que la incertidumbre, aseguran quienes saben de estas cosas.

– Sí, aunque más nos valdrá que Pedersen confirme que el otro esqueleto pertenece a Siv Lantin porque, de lo contrario, nos habremos pillado bien los dedos.

– Cierto, pero casi me atrevo a prometer que podemos contar con ello. Otro asunto, ¿seguimos sin tener el resultado de los análisis del puñado de tierra hallado en los esqueletos?

– No lo tenemos aún, por desgracia, y la cuestión es saber qué nos aportará. Pueden haber estado enterradas en cualquier sitio, e incluso si averiguamos el tipo de tierra de que se trata, será como buscar una aguja en un pajar.

– Yo tengo más esperanzas en el ADN. Si damos con la persona en cuestión, lo sabremos enseguida, tan pronto como tengamos la posibilidad de analizar su ADN y compararlo con el que tenemos.

– Sí, claro, sólo falta ese «pequeño» detalle: encontrar a la persona en cuestión.

Ambos quedaron meditabundos y en silencio un instante, hasta que Martin disolvió la densa atmósfera levantándose de la silla.

– En fin, así no hacemos nada. Mejor será volver a la tarea.

Dicho esto, dejó a Patrik sentado y sumido en sus cavilaciones.


A la hora de la cena, se mascaba la tensión. Nada inusual, desde luego, a partir de que Linda se mudara a vivir con ellos, pero ahora podía cortarse el aire con un cuchillo. Su hermano le había mencionado brevemente la visita de Solveig a su padre, pero no se lo veía muy dispuesto a abundar en el tema y eso era algo que Linda no pensaba consentir.

– Así que no fue el tío Johannes quien mató a aquellas chicas. Pues papá debe de sentirse fatal, mira que acusar a su hermano y que ahora resulte que era inocente…

– ¡Cállate! No hables de lo que no sabes.

Todos los miembros de la familia que estaban alrededor de la mesa se sobresaltaron. Rara vez oían a Jacob levantar la voz, por no decir nunca. Incluso Linda se asustó por un instante, aunque se tragó el temor y continuó persistente:

– Pero, en realidad, ¿por qué creía papá que había sido el tío Johannes? A mí nadie me cuenta nunca nada.

Jacob dudó un segundo, pero comprendió que no conseguiría convencerla para que dejase de hacer preguntas, por lo que decidió que lo mejor sería satisfacer su curiosidad… al menos parcialmente.

– Papá vio a una de las chicas en el coche de Johannes la noche en que la joven desapareció.

– ¿Y qué hacía papá fuera a esas horas?

– Había venido a verme al hospital, y decidió al fin volver a casa en lugar de dormir allí.

– Entonces, ¿sólo por eso? Esa fue la razón por la que llamó a la policía y denunció a Johannes. Quiero decir…, debían de existir montones de explicaciones, incluso que Johannes se hubiese ofrecido a llevarla a su casa.

– Puede ser. Pero Johannes negó incluso haber visto a la muchacha aquella noche y declaró que, a esa hora, ya estaba durmiendo.

– ¿Y qué dijo el abuelo? ¿No se enfadó cuando Gabriel llamó a la policía para acusar a Johannes?

A Linda le parecía fascinante. Ella había nacido después de la desaparición de las jóvenes y no le habían contado más que fragmentos de la historia. Nadie deseaba hablar de lo que había sucedido de verdad y la mayor parte de lo que Jacob le estaba revelando era una novedad para ella. Jacob resopló con sorna.

– ¿Si el abuelo se enfadó? Pues sí, podría decirse que sí que se enfadó. Además, precisamente entonces estaba aislado y por completo concentrado en salvar mi vida, así que el abuelo se enfureció de verdad con papá, por ser capaz de hacer algo así.

Les dieron permiso a los niños para levantarse de la mesa. De lo contrario, se habrían pasado el rato haciendo chiribitas con los ojos al escuchar la historia de cómo el abuelo le salvó la vida a su padre. La habían oído muchas, muchas veces, pero no se cansaban nunca.

Jacob prosiguió:

– Al parecer se enfadó tanto que se planteó incluso modificar el testamento y poner a Johannes como heredero único, pero no tuvo tiempo de hacerlo antes de que Johannes muriese. Sí no hubiese muerto, puede que fuésemos nosotros quienes viviésemos en la cabaña del guardabosques en lugar de Solveig y los chicos. No lo sé, porque papá nunca ha sido muy hablador al respecto, pero el abuelo me contó muchas cosas que pueden explicarlo. La abuela murió al nacer Johannes y, a partir de ahí, viajaron mucho por todas partes acompañando al abuelo por toda la costa oeste mientras él predicaba y oficiaba sus celebraciones religiosas. El abuelo me dijo que no tardó en descubrir que tanto Johannes como Gabriel tenían el don de curar, así que cada oficio religioso terminaba en una serie de curaciones con gente del público, minusválidos y otros enfermos.

– ¿Papá era capaz de curar gente? ¿Todavía puede hacerlo?

Linda estaba atónita. De pronto se abría de par en par una puerta de acceso a una estancia de su historia familiar totalmente nueva para ella y no se atrevía ni a respirar por temor a que Jacob se cerrase en banda de nuevo y se negase a compartir con ella lo que sabía. Había oído decir que entre su hermano y el abuelo existió una relación muy especial, sobre todo después de que comprobasen que la médula del abuelo era compatible con la suya y que podía donársela a Jacob, que tenía leucemia, pero ignoraba que el abuelo le hubiese confiado tanto a su hermano. Y, claro está, también sabía que la gente llamaba al abuelo El predicador y que se rumoreaba que había amasado su fortuna con engaños, pero siempre había considerado las historias sobre Ephraim como simples habladurías. Además, era muy pequeña cuando el abuelo murió, de modo que para ella no representaba más que el anciano severo que aparecía en las fotografías familiares.

– No, no creo que aún sea capaz de hacerlo -respondió Jacob, sonriendo al imaginar a su perfecto padre como curador de enfermos y tullidos-. Por lo que a papá se refiere, es algo que nunca sucedió. Y según el abuelo, no es nada raro que se pierda el don al llegar a la pubertad. Puede recuperarse, pero no es fácil. Creo que tanto Gabriel como Johannes perdieron esa facultad cuando dejaron atrás la infancia. Y la razón por la que papá detestaba a Johannes es, seguramente, por lo distintos que eran. Johannes era muy bien parecido y se metía a la gente en el bolsillo con un guiño, pero no tenía remedio, era un irresponsable en todos los aspectos de su vida. Tanto él como Gabriel recibieron su parte de dinero mientras el abuelo aún vivía, pero a Johannes no le duró más que un par de años. El abuelo se puso furioso y por eso puso a Gabriel como único heredero, en lugar de repartir la fortuna a partes iguales entre los dos. Pero, ya te digo, si hubiese vivido lo suficiente, tal vez el abuelo habría vuelto a cambiar el testamento.

– Pero tenía que haber algo más; papá no podía odiar a Johannes sólo porque era más guapo y más agradable que él. Uno no va y acusa a su hermano ante la policía sólo por eso.

– No, claro. Yo creo que la gota que colmó el vaso fue que Johannes le quitó la novia a papá.

– ¿Cómo, que papá estaba con Solveig? ¿Con esa vaca lechera?

– Pero ¿tú no has visto fotografías de esa época? Era un verdadero bombón y papá y ella estaban prometidos. Pero un buen día ella le dijo que se había enamorado del tío Johannes y que pensaba casarse con él. Yo creo que aquello hundió a papá por completo. Ya sabes lo poco que le gustan los dramas y el desorden en su vida.

– Sí, esa historia debió de sacarlo de quicio.

Jacob se levantó de la mesa, con la intención de señalar que daba por concluida la charla.

– En fin, ya está bien de secretos de familia. Aunque ahora quizá comprendas por qué la relación entre papá y Solveig está un tanto infectada.

Linda soltó una risita.

– Habría dado cualquier cosa por haber sido una mosca en la pared cuando llegó a echarle la bronca a papá. ¡Menudo circo!

Jacob no pudo por menos de sonreír también.

– Sí, un circo, esa es la palabra. Pero intenta mostrar un lado algo más serio cuando veas a papá, por favor. Me cuesta creer que él le vea la gracia al asunto.

– Sí, sí, sí, me portaré bien.

Metió el plato en el lavavajillas, le dio a Marita las gracias por la comida y subió a su habitación. Era la primera vez en mucho tiempo que ella y Jacob se reían juntos. Su hermano podía ser divertido si se esforzaba un poco, se dijo Linda, sin pensar desde luego en que ella tampoco se había comportado como un encanto en los últimos años.

Tomó el auricular e intentó localizar a Johan. Ante su sorpresa, se dio cuenta de que, de hecho, le preocupaba saber cómo se sentía.


Laine tenía miedo a la oscuridad. Un miedo horrible. Pese a haber pasado en la granja tantas noches sin Gabriel, jamás había conseguido acostumbrarse. Antes, al menos, estaba Linda y, antes aún, también Jacob, pero ahora se sentía totalmente sola. Sabía que Gabriel tenía que viajar mucho, pero aun así no podía evitar sentirse amargada. No era aquella la vida con la que había soñado al casarse con alguien con hacienda y fortuna. Y no porque el dinero en sí fuese tan importante. Era la seguridad lo que la había atraído: la seguridad que halló en la seriedad de Gabriel y la seguridad de tener dinero en el banco. Ella quería llevar una vida distinta por completo a la de su madre.

De niña, había vivido el miedo constante a la cólera que en su padre desataban las borracheras. Durante años tiranizó a toda la familia y convirtió a sus hijos en personas inseguras, sedientas de amor y de ternura. De los tres hermanos, sólo quedaba ella. Tanto su hermano como su hermana habían sucumbido a las tinieblas que llevaban dentro: uno volviéndolas al interior y la otra expulsándolas hacia fuera. Ella era la mediana, ni una cosa ni otra; sólo insegura y débil. No lo bastante fuerte como para despachar su inseguridad hacia dentro ni hacia fuera, sino dejándola en su interior, humeando año tras año.

Y nunca se hacía tan patente como cuando deambulaba sola al atardecer por las habitaciones de la casa. Entonces recordaba con total nitidez el apestoso aliento, los golpes y las caricias clandestinas que la sorprendían de noche.

Cuando se casó con Gabriel, creía de verdad haber encontrado la llave que abriría el oscuro cofre que contenía su pecho. Pero no era una necia. Sabía que ella había sido un premio de consolación, alguien a quien él tomó a falta de la que en verdad quería tener. Pero tanto daba. En cierto sentido, era más fácil así. No había sentimientos capaces de alterar la calma superficie, tan sólo la tediosa previsión reinante en una infinita cadena de días y más días. Eso era lo único que ella creía desear.

Treinta y cinco años después sabía hasta qué punto se había equivocado. Nada era peor que la soledad en pareja, que fue a lo que dijo «sí» aquel día en la iglesia de Fjällbacka. Habían llevado vidas paralelas, habían cuidado la finca y criado a sus hijos y, a falta de otros temas de conversación, hablaban de cosas cotidianas.

Ella era la única que sabía que, en el interior de Gabriel, se ocultaba otro hombre muy distinto al que él mostraba a su entorno. Observándolo a lo largo de los años, lo había estudiado a hurtadillas y, poco a poco, llegó a conocer al hombre en que habría podido convertirse. La sorprendía comprobar la añoranza que ese hombre había despertado en ella. Estaba enterrado tan hondo que creía que ni siquiera él sabía que existía, pero, tras aquella superficie gris y contenida, vivía un hombre lleno de pasiones. Ella veía la ira acumulada, pero estaba convencida de que existía igual cantidad de amor si ella hubiera tenido la capacidad de activarlo…

Ni siquiera cuando Jacob estuvo enfermo lograron acercarse el uno al otro. Aguardaban sentados codo con codo ante lo que creían que era su lecho de muerte, sin poder ofrecerse el menor consuelo. Y con frecuencia experimentaba la sensación de que Gabriel hubiese preferido no tenerla allí, a su lado.

La introversión de Gabriel podía achacarse en gran medida a su padre. Ephraim Hult fue un hombre impresionante, que movía a todo el que lo conocía a decantarse por uno u otro de dos bandos: el de los amigos o el de los enemigos. Nadie quedaba indiferente ante El predicador, pero Laine comprendía lo difícil que debió de ser crecer a la sombra de un hombre como aquel. Sus hijos no habrían podido ser más distintos entre sí. Johannes fue un niño grande a lo largo de su breve existencia, un hedonista que tomaba lo que quería y nunca se quedaba para ver las huellas del caos que iba dejando tras de sí. Gabriel optó por tomar el camino contrario. Ella había sido testigo de hasta qué punto se avergonzaba de su padre y de su hermano Johannes, de su gesticulación ampulosa, de su capacidad para brillar como una hoguera en la noche, en cualquier contexto. Él, en cambio, deseaba desaparecer en un anonimato que le indicase a su entorno lo diferente que era de su padre. Gabriel aspiraba a la respetabilidad, al orden y la justicia más que a ninguna otra cosa. Su niñez y los años que pasó viajando con Ephraim y Johannes eran una época de la que nunca hablaba. Ella sabía bastante al respecto y era consciente de la importancia que su esposo atribuía al hecho de ocultar una porción de su pasado que tan mal rimaba con la imagen que quería exhibir. Que fuese Ephraim quien le salvó la vida a Jacob despertó en Gabriel una serie de sentimientos contradictorios. La alegría de haber vencido la enfermedad se vio empañada por el hecho de que fuese su padre y no él mismo quien apareció como el caballero de la armadura. Él habría dado cualquier cosa por ser el héroe de su hijo.

Un ruido del exterior vino a interrumpir las reflexiones de Laine. Por el rabillo del ojo vio cómo una sombra y después dos cruzaban el jardín a toda prisa. El miedo volvió a apoderarse de ella. Fue a buscar el teléfono inalámbrico y consiguió convertir su temor en pánico antes de encontrarlo en su cargador. Con dedos temblorosos, marcó el número del móvil de Gabriel. Algo golpeó la ventana y ella lanzó un grito. Habían roto los cristales con una piedra que ahora se veía en el suelo, entre fragmentos de vidrio. Otra piedra fue a dar en el cristal que tenía al lado y, entre sollozos, salió a la carrera de la habitación en dirección a la planta alta, donde se encerró en el cuarto de baño mientras, en pleno ataque de nervios, esperaba oír la voz de Gabriel. Le respondió, en cambio, el monótono mensaje del contestador y pudo oír claramente el pánico de su voz chillona cuando le dejó un mensaje incongruente.

Temblando de miedo, se sentó en el suelo, abrazándose las rodillas y atenta a cualquier ruido que proviniese del otro lado de la puerta. Y, aunque no volvió a oír nada, no se atrevió a moverse del lugar.

Cuando llegó el alba, aún seguía allí.


Sonó el teléfono y despertó a Erica. Miró el reloj: eran las diez y media de la mañana. Debía de haberse quedado dormida después de pasar media noche dando vueltas y sudando incómoda en la cama.

– ¿Hola? -respondió con voz somnolienta.

– Hola, Erica, perdona que te haya despertado.

– Sí, bueno, no pasa nada, Anna. No tendría que estar en la cama a estas horas del día.

– Que sí, mujer, tú aprovecha para dormir todo lo que puedas. Después no podrás hacerlo en mucho tiempo. Bueno, ¿cómo estás?

Erica no desaprovechó la oportunidad de quejarse de todas las molestias del embarazo con su hermana, la cual, después de haber tenido dos hijos, sabía perfectamente de qué hablaba Erica.

– Pobre… El único consuelo es que sabemos que, tarde o temprano, pasará. ¿Y qué tal con Patrik en casa todo el día? ¿No os sacáis de quicio el uno al otro? Yo recuerdo que, las últimas semanas, lo único que quería era que me dejaran en paz.

– Sí, he de reconocer que yo casi me subía por las paredes, así que no protesté demasiado cuando lo llamaron de refuerzo para un caso de asesinato.

– ¿Un caso de asesinato? ¿Qué ha pasado?

Erica le refirió lo que sabía de la joven alemana asesinada y de las dos desaparecidas cuyos esqueletos habían salido a la luz.

– ¡Qué barbaridad, es horrible! -se oyó un carraspeo.

– ¿Dónde estáis? ¿Pasándolo bien en el barco?

– Sí, es estupendo. A Emma y a Adrian les encanta y, si es por Gustav, no tardarán en convertirse en auténticos navegantes.

– Sí, eso, Gustav. ¿Qué tal va eso? ¿Está maduro para ser presentado en familia?

– Pues precisamente por eso llamaba. Estamos en Stromstad y pensaba que podríamos navegar hacia el sur. Si no te sientes con fuerzas, dímelo, pero pensábamos parar en Fjällbacka mañana para saludaros. Nos quedamos a dormir en el barco, así que no molestaremos. Y si ves que es demasiado, me lo dices. Claro que me encantaría verte la barriga…

– Por supuesto que podéis venir. De todos modos, Dan y su chica vienen mañana de barbacoa, así que poner más hamburguesas en la parrilla no es ningún problema

– ¡Ah, qué bien! Entonces, por fin podré conocer a «la carne de cordero».

– Oye, que Patrik ya me ha leído la cartilla y me ha dicho que tengo que portarme bien, así que ahora no empieces tú.

– Ya, claro, pero eso requiere una preparación extra. Tendremos que comprobar cuál es la música que mola entre la peña, qué ropa está guay y si aún se lleva el brillo de labios de sabores. A ver, lo hacemos así. Tú te encargas de echarle un ojo a MTV y yo me compro un ejemplar de Vecko-Revyn y me lo empollo. ¿Tú crees que daremos con un ejemplar de la revista Starlet? En ese caso, no sería mala idea.

Erica se sujetaba la barriga entre carcajadas.

– Calla ya, que me voy a morir de risa. Venga, compórtate… Y no hay que tentar la suerte, ya sabes. Todavía no conocemos a Gustav y, por lo que sabemos hasta ahora, podría ser un auténtico engendro.

– Pues no sé, engendro no es la palabra que yo elegiría para describir a Gustav.

Erica oyó enseguida que a Anna le había molestado su broma ¿Cómo podía ser tan sensible?

– La verdad es que me considero afortunada por que un hombre como Gustav se haya fijado en mí siquiera, una mujer sola con dos hijos pequeños y todo lo demás. Sobre todo teniendo en cuenta que puede elegir y arrasar entre la mejor selección de jovencitas de la nobleza y, aun así, me ha elegido a mí, y pienso que eso dice mucho de él. Yo soy la primera novia que tiene que no pertenece a la nobleza, así que pienso que he tenido mucha suerte.

Erica opinaba, como su hermana, que su elección decía mucho de Gustav, pero no en el mismo sentido. Anna nunca había tenido buen criterio en cuestión de hombres y el modo en que hablaba de Gustav le resultaba un tanto preocupante. Pero decidió no prejuzgarlo, con la esperanza de que sus sospechas se viesen defraudadas en cuanto lo conociese.

Apartó esos pensamientos y le preguntó animada:

– ¿Cuándo llegáis?

– A eso de las cuatro. ¿Te viene bien?

– Sí, perfecto.

– Bueno, pues nos vemos entonces. Un beso, hasta luego.

Erica colgó el auricular con cierto desasosiego. Había algo en el tono forzado de su hermana que la incitaba a preguntarse hasta qué punto la relación con el fantástico Gustav af Klint sería, en el fondo, positiva para Anna.

¡Se alegró tanto de que se separase de Lucas Maxwell, el padre de los niños! Después de aquello, Anna había empezado incluso a cumplir su sueño de estudiar arte y antigüedades, y había tenido la gran suerte de conseguir un trabajo de media jornada en la Dirección Nacional de Subastas, en Estocolmo. Allí fue donde conoció a Gustav. Procedía de una de las familias de sangre más azul de toda Suecia y se dedicaba a administrar la hacienda de la familia en Hälsingland que, en tiempos pretéritos, le había concedido a sus ancestros el mismísimo Gusav Vasa. Su familia se codeaba con la familia real y, si a su padre le surgía un imprevisto, era él mismo quien acudía a la cacería anual del rey. Todo aquello se lo había contado apasionadamente Anna a Erica, la cual había visto a demasiados golfos de clase alta por Stureplan como para no sentirse preocupada. Claro que aún no conocía a Gustav y quizá fuese muy distinto de los demás ricos herederos que, protegidos por su muro de títulos y dinero, se tomaban la libertad de comportarse como cerdos en lugares como el Riche o el Spy Bar. En el peor de los casos, ya lo comprobaría al día siguiente. Cruzó los dedos deseando equivocarse y con la esperanza de que Gustav fuese de otra pasta muy distinta. Para ella, nadie merecía más que Anna un poco de felicidad y de estabilidad.

Puso el ventilador y empezó a pensar en cómo invertiría las horas del día. Su matrona le había explicado que la oxitocina, hormona que se segrega tanto más cuanto más próximo está el parto, exacerba en las embarazadas el deseo de ponerse a ordenarlo todo. Ahí estaba la explicación de que, en las últimas semanas, Erica se hubiese dedicado a clarificar, numerar y catalogar como una maniática todo lo que había en la casa como si le fuera la vida en ello. Tenía la idea fija de que todo debía estar en perfecto orden antes de que naciese el bebé, y ya empezaba a encontrarse en un estadio en el que no le quedaba mucho más que ordenar. Había limpiado los armarios, la habitación del pequeño estaba lista, los cajones de los cubiertos, relucientes… Lo único que le faltaba por despejar eran los trastos del sótano. Dicho y hecho. Se levantó resoplando, pero con resolución y se llevó el ventilador bajo el brazo. Más valía que se diese prisa, antes de que llegara Patrik y la sorprendiera trabajando.


Se había tomado una pausa de cinco minutos y estaba sentado al sol, comiéndose un helado a la puerta de la comisaría, cuando Gösta asomó la cabeza por una de las ventanas abiertas.

– Patrik, hay una llamada que creo que debes atender.

Le dio un lametón al resto del Magnum antes de entrar. Tomó el auricular de la mesa de Gösta y se sorprendió un poco al oír quién llamaba. Tras una breve conversación durante la que fue escribiendo hábilmente una serie de notas, colgó y le dijo a Gösta, que lo miraba desde su silla;

– Ya lo has oído, alguien ha roto los cristales de las ventanas en casa de Gabriel Hult. ¿Te vienes conmigo a ver qué ha pasado?

Gösta mostró cierto asombro al ver que Patrik se lo pedía a él en lugar de a Martin, pero asintió sin más.

Cuando, poco después, recorrían en coche el paseo, no pudieron por menos de suspirar llenos de envidia. La residencia de Gabriel Hult era, en verdad, magnífica. Relucía como una perla blanca en medio de todo aquel verdor, y los juncos que flanqueaban el camino hasta la casa se inclinaban al viento. Patrik pensó que Ephraim Hult debió de ser un hacha predicando para que le regalaran todo aquello por hacerlo.

Incluso el crujido de la gravilla bajo sus pies, mientras se dirigían a la escalera, sonaba más lujoso que de costumbre y Patrik sentía una gran curiosidad por ver el interior de la casa.

Fue el propio Gabriel Hult quien abrió la puerta, y tanto Patrik como Gösta se limpiaron bien los zapatos en la alfombra antes de entrar en el vestíbulo.

– Gracias por venir tan rápido. Mi esposa está muy nerviosa. Yo he pasado la noche fuera por negocios, así que ella estaba sola ayer, cuando esto sucedió.

Mientras hablaba, les mostró el camino hasta una sala de estar espaciosa y muy bien decorada, con las ventanas muy altas por las que se filtraba un raudal de luz. En el sofá, de color blanco, había sentada una mujer con la angustia pintada en el rostro, que se levantó para saludarlos en cuanto los vio entrar.

– Laine Hult -se presentó-. Gracias por acudir tan pronto.

Volvió a sentarse y Gabriel les indicó con un gesto el sofá de enfrente para que se acomodasen en él. Los dos policías se sentían un tanto fuera de lugar. Ninguno de los dos había pensado en vestirse bien para ir al trabajo y los dos llevaban pantalón corto. Por lo menos Patrik lucía una camiseta que estaba bastante bien, pero Gösta se había puesto una anticuada camisa de manga corta, de material sintético y con un estampado en color verde menta. El contraste resultaba mayor aún en comparación con Laine, que vestía un conjunto de lino de color crudo y con Gabriel, que iba enfundado en un traje en toda regla. «Debe de estar sudando», se dijo Patrik, pensando que ojalá Gabriel no tuviese que vestirse así todos los días del caluroso verano. Claro que resultaba difícil imaginárselo con una indumentaria más informal y ni siquiera parecía tener calor con el traje azul marino, mientras que Patrik sudaba por las axilas ante la sola idea de ponerse algo parecido en esa época del año.

– Su marido nos refirió por teléfono y brevemente lo sucedido, pero quizá usted pueda ofrecernos más detalles.

Patrik sonrió para tranquilizarla, al tiempo que sacaba su pequeño bloc de notas y un bolígrafo. Y aguardó.

– Pues ayer estaba yo sola en casa. Gabriel viaja con frecuencia, así que no son pocas las noches que paso sin compañía.

Patrik no pudo por menos de oír la tristeza que resonaba en su voz al decir aquellas palabras y se preguntó si Gabriel Hult también la habría percibido. La mujer continuó:

– Ya sé que es una tontería, pero yo le tengo mucho miedo a la oscuridad, así que, cuando estoy sola, procuro moverme entre dos habitaciones solamente: mi dormitorio y la sala de la televisión, que está justo al lado.

Patrik anotó que había dicho «mi» dormitorio y no pudo evitar reflexionar sobre lo triste que era que dos personas que estaban casadas no durmiesen siquiera en la misma habitación. A Erica y a él nunca llegaría a pasarles algo así.

– Estaba a punto de llamar a Gabriel cuando vi algo que se movía al otro lado de las ventanas. Un segundo después, un objeto se acercó volando y atravesó el cristal de una de ellas, a la izquierda de donde yo me encontraba. Acababa de comprobar que se trataba de una piedra enorme, cuando arrojaron otra, que quebró el cristal de la ventana contigua. Después no oí más que el ruido de alguien que echaba a correr y vi dos sombras que se esfumaron en dirección al lindero del bosque.

Patrik anotaba frases sueltas. Gösta no había pronunciado una sola palabra desde que llegaron, salvo su nombre cuando saludó a Gabriel y a Laine. Patrik lo miró inquisitivo para ver si quería que le aclarasen algo sobre el incidente, pero su colega seguía mudo, escrutando minuciosamente las cutículas de sus uñas. «Igual podría haberme traído una momia», se dijo Patrik.

– ¿Tienen idea de cuál pudo ser el móvil?

La rauda respuesta de Gabriel pareció interrumpir a Laine, que había abierto la boca para decir algo.

– No, ninguna, salvo la repetida envidia habitual. A la gente siempre le ha molestado que sea nuestra familia la que tenga esta finca y, a lo largo de los años, hemos sufrido bastantes ataques de borrachos y gente así. Esto habrá sido una inocente gamberrada de muchachos, y en eso se habría quedado si mi esposa no hubiese insistido en que la policía debía tener conocimiento de ello.

Le dedicó una mirada displicente a Laine que, por primera vez durante la conversación, dio muestras de tener algo de sangre en las venas e, indignada, se la devolvió.

Ese acto de rebelión pareció encender en ella una chispa, pues, sin mirar siquiera a su esposo, le dijo a Patrik con total tranquilidad:

– En mi opinión, deberían mantener una conversación con Robert y Johan Hult, los sobrinos de mi marido, y preguntarles dónde estuvieron ayer noche.

– Laine, eso es totalmente innecesario.

– Tú no estabas aquí, así que no sabes lo horrible que es que te lancen dos piedras por la ventana y que caigan a un metro de ti. Podían haberme dado. ¡Y sabes tan bien como yo que fueron esos dos idiotas!

– ¡Laine! Habíamos acordado que… -se dirigió a ella con la cara y las mandíbulas en tensión.

¡Tú lo acordaste! -Sin prestarle más atención, se volvió a Patrik, envalentonada por su inusual alarde de valor-: Ya digo que no los vi, pero podría jurar que eran Johan y Robert. Su madre, Solveig, estuvo aquí horas antes, el mismo día, y se condujo de un modo muy desagradable. Además, esos dos muchachos son dos manzanas podridas, así que… Bueno, ya lo saben ustedes porque han tenido más de un asunto con ellos.

La mujer gesticulaba mirando a Patrik y a Gösta, que no pudo más que asentir. Era cierto que, con regularidad alarmante, habían tenido que vérselas con los celebérrimos hermanos Hult desde que no eran más que unos adolescentes con acné.

Laine se volvió con mirada retadora hacia Gabriel, como para comprobar si se atrevía a contradecirla, pero él se encogió de hombros resignado, en un gesto que indicaba que se lavaba las manos.

– ¿Cuál fue la causa de la disputa con la madre de los muchachos? -quiso saber Patrik.

– No es que esa mujer necesite muchos motivos para buscar pelea, siempre nos ha odiado, pero lo que la hizo perder los papeles ayer fue la noticia de que la policía había encontrado los esqueletos de aquellas dos muchachas en Kungsklyftan. Con su limitada inteligencia, creyó que eso probaba que Johannes, su marido, había sido acusado a pesar de ser inocente y culpaba de ello a Gabriel.

Su indignación iba en aumento y hablaba señalando con la mano a su marido, cuya mente, por otro lado, parecía haberse abstraído ya de la conversación.

– Sí, bueno. El caso es que yo estuve revisando los archivos relativos a la desaparición de las chicas y leí en ellos que usted denunció a su hermano ante la policía como sospechoso. ¿Podría decirme algo más al respecto?

El rostro de Gabriel se contrajo de forma apenas perceptible, una mínima evidencia de que la pregunta lo incomodaba, pero su voz se oyó sosegada cuando contestó:

– De eso hace muchos, muchos años. Pero si lo que quiere saber es si mantengo que vi a mi hermano en compañía de Siv Lantin, la respuesta es sí. Yo volvía en coche del hospital de Uddevalla, de ver a mi hijo, que estaba enfermo de leucemia. Por el camino hacia Bräcke, me crucé con el coche de mi hermano. Pensé que era un tanto extraño que anduviese fuera de casa a aquellas horas de la noche, así que me fijé y, entonces, vi a la chica en el asiento del acompañante, con la cabeza apoyada en el hombro de mi hermano. Parecía estar dormida.

– ¿Cómo sabía que era Siv Lantin?

– No lo sabía. Pero, en cuanto vi la fotografía en el periódico, la reconocí enseguida. Sin embargo, me gustaría señalar que yo nunca dije que mi hermano las hubiese matado ni lo acusé de asesino, que es la versión que le gusta dar a la gente del pueblo. Lo único que hice fue dar cuenta de que lo vi con la joven, porque consideré que era mi deber de ciudadano. No tuvo nada que ver con el supuesto conflicto que existiese entre nosotros ni fue por venganza, como han afirmado algunos. Conté lo que vi y dejé la interpretación e investigación de mi testimonio a la policía. Es evidente que nunca encontraron la menor prueba contra Johannes, de modo que la discusión es, a mi entender, absurda.

– Pero ¿qué creía usted? -Patrik miraba a Gabriel lleno de curiosidad. Le costaba comprender que alguien fuese tan concienzudo con sus deberes civiles como para comprometer a su propio hermano.

– Yo no creo nada, simplemente me atengo a los hechos.

– Pero conocía a su hermano, ¿no? ¿Cree que habría sido capaz de asesinar?

– Mi hermano y yo no teníamos mucho en común. Éramos tan distintos que a veces me preguntaba si tendríamos los mismos genes. Me pregunta si yo creo que fuese capaz de matar a alguien… -Gabriel se encogió de hombros-. No lo sé, no lo conocía tan bien como para poder responder a esa pregunta. Y, además, a la luz de los últimos acontecimientos, parece superflua, ¿no cree?

Con esas palabras dio a entender que, para él, había terminado la conversación, así que se levantó del sillón. Patrik y Gösta comprendieron el gesto, nada sutil por otro lado, y se despidieron dando las gracias.

– ¿Qué me dices? ¿Nos acercamos a tener una charla con los chicos sobre lo que estuvieron haciendo ayer noche?

Se trataba de una pregunta retórica, pues Patrik ya había puesto rumbo a la casa de Johan y Robert sin aguardar respuesta por parte de Gösta. Lo irritaba la apatía de que su colega había hecho gala durante el interrogatorio. ¿Qué hacía falta para infundir algo de vida en aquel viejo carcamal? Cierto que no le quedaba mucho para la jubilación, pero aún estaba en activo, caramba, y se esperaba de él que cumpliese con su obligación.

– Bueno, dime, ¿qué opinas tú de todo esto? -le preguntó Patrik, a todas luces irritado.

– Que no sé qué opción es peor: o bien tenemos a un asesino que ha matado a tres jóvenes en veinte años y no tenemos ni idea de quién es, o de verdad fue Johannes Hult quien torturó y mató a Siv y a Mona, y ahora hay otro que lo está copiando. En el primer caso, tal vez deberíamos echarle una ojeada a los archivos de prisiones por si hay alguien que haya estado encerrado desde que Siv y Mona desaparecieron, hasta el asesinato de la joven alemana. Eso explicaría el largo lapso transcurrido -Gösta hablaba como para sí y Patrik lo miró asombrado. Al parecer, el viejo no estaba tan sumido en el limbo como él pensaba.

– Pues no debe de ser muy difícil comprobarlo. En Suecia no hay tanta gente que haya estado encerrada durante veinte años. ¿Lo compruebas tú cuando lleguemos a la comisaría?

Gösta asintió y, a partir de ahí, volvió a guardar silencio y se dedicó a mirar por la ventanilla.

La carretera que conducía hasta la vieja cabaña del guardabosques iba empeorando cada vez más, aunque el trayecto que separaba la residencia de Gabriel y Laine de la casa de Solveig y sus hijos era bastante corto. A pesar de todo, teniendo en cuenta el estado de la carretera, el viaje resultaba mucho más largo. El terreno que rodeaba la casa parecía un desguace. En efecto, había allí tres coches destrozados y en distinto grado de descomposición, como si aquel fuese el lugar apropiado para desecharlos, además de otros muchos residuos de diversa índole. Los miembros de aquella familia eran auténticas ratas de almacén y Patrik sospechaba que, si hacían un registro somero, encontrarían también algunos de los objetos robados en las casas de veraneo de la zona. Pero no era ese el motivo que los había llevado allí. Tenían que elegir qué cartas jugar.

Robert salió de un cobertizo donde había estado trasteando con uno de los coches desvencijados. Llevaba un mono mugriento de color gris muy desgastado, tenía las manos cubiertas de grasa y se notaba que se las había pasado por la cara, también llena de manchas grasientas. Se las fue limpiando en un paño mientras se acercaba adonde ellos se encontraban.

– A ver, ¿qué queréis? Si pensáis hacer un registro, quiero ver los papeles antes de que toquéis nada -les habló con familiaridad, y con razón, pues habían tenido muchos encuentros a lo largo de los años.

Patrik alzó las manos para tranquilizarlo.

– Tómatelo con calma. No hemos venido a buscar nada. Sólo queremos hablar.

Robert los miró con suspicacia, pero terminó por asentir.

– Y también queremos hablar con tu hermano. ¿Está en casa?

Robert volvió a asentir, aunque con disgusto, y se volvió gritando hacia la casa:

– Johan, ha venido la poli, quieren hablar con nosotros.

– ¿No podríamos entrar y sentarnos un rato?

Patrik se encaminó a la puerta sin esperar respuesta, con Gösta pisándole los talones. A Robert no le quedó más opción que seguirlos. No se molestó en quitarse el mono ni en lavarse las manos. Y, después de haber hecho allí varias redadas al alba, Patrik sabía que tampoco había razón alguna para que lo hiciese. La suciedad se acumulaba en todos los rincones de aquel lugar. Seguramente, hacía muchos años, la casa donde vivían, aunque pequeña, era un sitio acogedor, pero tras lustros de desidia, todo parecía estar a punto de venirse abajo. Los papeles pintados de las paredes eran de un triste color marrón, con algunos cantos sueltos y un montón de manchas y, además de la mugre, todo parecía estar cubierto de una fina membrana grasienta.

Los dos policías saludaron con un gesto a Solveig, que estaba sentada ante la desvencijada mesa de la cocina, totalmente inmersa en sus álbumes. El cabello oscuro y greñudo le caía sobre los hombros y cuando, con un ademán nervioso, fue a apartarse el flequillo de los ojos, vieron brillar la grasa de los dedos. En un acto reflejo, Patrik se limpió las manos en el pantalón antes de sentarse con cuidado en el borde de una de las sillas. Johan salió de una de las habitaciones contiguas y fue a acomodarse a regañadientes al lado de su hermano, en el sofá de la cocina. Al verlos allí sentados, uno junto al otro, Patrik comprobó lo mucho que se parecían. La antigua belleza de Solveig pervivía como un eco en los rostros de sus hijos. Según había oído, Johannes también había sido un hombre apuesto y, si sus hijos llegaban a enmendarse, tampoco estarían nada mal. Por ahora, empañaba sus personas un halo de veleidad que inspiraba una sensación un tanto escurridiza; de falta de honradez, diría Patrik, si es que un rostro podía ser deshonesto: ese sería el modo de describirlo, por lo menos en relación al de Robert. Con respecto a Johan, Patrik aún tenía cierta esperanza. En las ocasiones en que se había visto con él, siempre por cuestiones de trabajo, el hermano menor le había causado la impresión de ser menos recalcitrante. A veces había creído intuir en él una especie de ambivalencia, como si vacilara sobre el camino que había elegido en su vida, como si sólo estuviese siguiendo la estela de Robert. Lástima que éste ejerciese sobre él tal influencia, de lo contrario Johan habría podido llevar una vida muy distinta. Pero así estaban las cosas.

– ¿Qué demonios pasa? -preguntó Johan, tan visiblemente molesto como su hermano.

– Pues queríamos saber qué estuvisteis haciendo anoche. No iríais, por casualidad, a la casa de vuestros tíos para divertiros un poco tirando piedras a sus ventanas, ¿verdad?

Los dos hermanos cruzaron una fugaz mirada cómplice que enseguida quedó oculta bajo una máscara del más absoluto desconocimiento al respecto.

– No, ¿por qué íbamos a hacer algo así? Ayer estuvimos aquí todo el día, ¿no es cierto, mamá?

Ambos miraron a su madre, que asintió sin decir nada. Había cerrado los álbumes por un momento y escuchaba atenta la conversación entre sus hijos y la policía.

– Sí, aquí estuvieron los dos. Estuvimos viendo la tele juntos. Una agradable velada familiar.

La mujer ni siquiera se molestó en disimular la ironía.

– ¿Y no salieron ni un rato? ¿Sobre las diez más o menos?

– No, no salieron ni un minuto. Ni siquiera fueron al lavabo, que yo recuerde. -Solveig persistía en el tono burlón y sus hijos no pudieron contener la risa-. Vaya, así que alguien les destrozó unas ventanas ayer. Estarían todos muertos de miedo, ¿no? -La risa se convirtió en una expresión de auténtica burla.

– Bueno, no, sólo a vuestra tía, la verdad. Gabriel estaba fuera, así que ella era la única que se encontraba en la casa.

La decepción se leía en sus semblantes. Al parecer, habían ido allí con la esperanza de asustarlos a los dos y no contaban con que Gabriel no estuviese.

– Solveig, tengo entendido que tú también les hiciste ayer una breve visita en la finca y que los amenazaste. ¿Qué tienes que decir a eso?

Fue Gösta quien preguntó y tanto Patrik como los hermanos Hult lo miraron atónitos.

Ella soltó una risa sarcástica.

– Vaya, ¿te dijeron que los había amenazado? Puede, pero no les dije nada que no mereciesen. Fue Gabriel quien acusó a mi marido de ser un asesino. Él fue quien le quitó la vida, igual que si le hubiese puesto la cuerda al cuello con sus propias manos.

Al oír mencionar cómo murió su padre, el rostro de Robert se contrajo ligeramente y Patrik recordó enseguida haber leído que fue él quien lo encontró después de que se hubiese colgado.

Solveig continuó con su perorata.

– Gabriel siempre había odiado a Johannes. Le tenía envidia desde que eran niños. Johannes era su cara opuesta, y él lo sabía. Ephraim siempre favoreció a Johannes y lo comprendo. Cierto que uno no debe hacer diferencias entre sus hijos -dijo señalando a los chicos que estaban sentados a su lado, en el sofá-, pero Gabriel era frío como un pez, mientras que Johannes rebosaba vida. Yo sé lo que digo porque estuve prometida primero con uno y después con el otro. A Gabriel no había forma humana de excitarlo; siempre era condenadamente correcto porque había que esperar a estar casados, decía. Me sacaba de quicio. Después llegó su hermano y empezó a rondarme y aquello ya era una cosa muy distinta. Sus manos eran capaces de estar en todas partes al mismo tiempo, él sí sabía encenderte con una simple mirada…

Rompió a reír a carcajadas, con la mirada perdida, como si estuviese reviviendo sus ardientes noches de juventud.

– ¡Joder!, cállate ya, mamá.

Un gesto de repugnancia asomó al rostro de sus hijos. Al parecer, no deseaban oír los detalles del pasado amoroso de su madre. Patrik recreó en su mente la figura de Solveig desnuda, retorciendo de placer su grasienta anatomía y cerró los ojos para deshacerse de la imagen.

– Así que cuando me enteré de lo de la chica que habían encontrado muerta y que también habían hallado los esqueletos de Siv y Mona, fui a verlos para decirles la verdad a la cara. Por pura envidia y por maldad, destruyó la vida de Johannes, la mía y la de mis hijos, pero ahora la gente tendrá que enfrentarse por fin a la verdad. ¡Ahora tendrán que avergonzarse cuando comprendan que prestaron oídos al hermano equivocado y espero que Gabriel arda en el infierno por sus pecados!

Solveig había empezado a enardecerse hasta los límites del día anterior en casa de Gabriel y su hijo Johan le puso la mano en el brazo para calmarla, pero también para prevenirla.

– En fin, sean cuales fueran los motivos, no está bien ir por ahí amenazando a la gente. Ni tampoco está permitido arrojar piedras contra las ventanas.

Patrik señaló a Robert y a Johan, para dejar claro que ni por un instante se había creído el testimonio de su madre, de que hubiesen estado en casa viendo la televisión. Ahora sabían que él estaba al corriente de todo y que les advertía de que pensaba tenerlos vigilados. Los dos muchachos mascullaron una respuesta apenas inteligible. Solveig, por su parte, pareció ignorar el aviso de Patrik, con las mejillas aún encendidas por la agitación.

– ¡Por cierto, Gabriel no es el único que debería sentirse avergonzado! ¿Cuándo nos va a pedir perdón la policía, eh? ¡Cómo entrasteis a saco revolviéndolo todo y os llevasteis a Johannes en el coche policial para interrogarlo! También vosotros pusisteis vuestro granito de arena para obligarlo a buscar la muerte. ¿No es hora ya de que pidáis perdón?

Por segunda vez, fue Gösta quien tomó la palabra:

– Hasta que no hayamos aclarado por completo lo que sucedió con las tres chiquillas, aquí nadie va a disculparse por nada. Y hasta que le veamos el fin a este asunto, Solveig, quiero que te comportes como es debido.

La firmeza de su voz parecía originarse en un lugar recóndito y desconocido.

Ya en el coche, Patrik le preguntó, todavía sorprendido:

– ¿Acaso os conocéis Solveig y tú?

Gösta lanzó un gruñido.

– Bueno, lo que se dice conocer… Tiene la misma edad que mi hermano menor y andaba mucho por mi casa cuando éramos niños. Después, cuando ya éramos adolescentes, todos conocían a Solveig. Era la muchacha más bonita del pueblo, para que lo sepas, aunque parezca mentira con el aspecto que tiene ahora. Sí, es una verdadera lástima que les fuese tan mal en la vida a ella y a los chicos -se lamentó meneando la cabeza con aire compungido-. Y ni siquiera puedo asegurarle que tiene razón y que Johannes murió sin culpa. ¡Si es que no sabemos nada, caramba!

Se golpeó el muslo con el puño, víctima de la frustración. Patrik pensó que aquello era como ver a un oso despertarse de un prolongado letargo.

– ¿Comprobarás el registro de prisiones cuando lleguemos?

– ¡Que sí, hombre, que ya he dicho que sí! No soy tan viejo como para no enterarme de las instrucciones a la primera. Mira que tener que recibir órdenes de un mocoso que apenas ha salido del cascarón… -Gösta se dio la vuelta y se puso a mirar por la ventanilla con aire sombrío.

Desde luego, aún les quedaba mucho camino por recorrer, se dijo Patrik agotado.


El sábado, Erica empezó a notar que tenía ganas de tener a Patrik en casa otra vez. Le había prometido que tendría libre el fin de semana, así que habían salido en su barca y ahora navegaban rumbo a las rocas. Habían tenido la suerte de encontrar un barco casi idéntico al de Tore, el padre de Erica. Era el único tipo de embarcación que a ella le apetecía tener. Nunca le había entusiasmado la vela, pese a que había seguido un par de cursos en la escuela correspondiente, y, claro, una lancha de motor navegaba más rápido. Pero, por otro lado, ¿para qué tanta prisa?

El sonido del motor del bote era, para ella, el de la infancia. De pequeña solía quedarse dormida en la cálida cubierta de madera, con el monótono ronroneo de fondo. Por lo general, prefería subir y sentarse en la proa elevada del barco, ante las ventanillas, pero en su actual estado, poco grácil, no se atrevía a intentarlo, así que se acomodó en uno de los bancos que estaban al abrigo de los cristales. Patrik llevaba el timón, con el cabello castaño al viento y el rostro iluminado por una sonrisa. Habían salido temprano para adelantarse a los demás turistas y, a aquellas horas, el aire era limpio y fresco. El agua del mar salpicaba el barco a cada vaivén y Erica podía sentir el sabor salado del aire que respiraba. Le resultaba difícil imaginar que, en su vientre, llevaba a una personita que, seguramente dentro de dos años, estaría sentada junto a Patrik en la popa, enfundada en un amplio chaleco salvavidas de color naranja con un gran cuello, igual que ella había acompañado a su padre tantas veces.

Al caer en la cuenta de que su padre jamás conocería a su nieto, notó que se le empañaban los ojos. Tampoco su madre, pero, puesto que ella nunca se había preocupado demasiado por sus hijas, no creía que un nieto le despertase ningún sentimiento especial. Además, recordaba que siempre se había conducido con rigidez y poca naturalidad con los hijos de Anna y cómo apenas los abrazaba cuando la situación lo requería y el entorno parecía exigírselo. La amargura la desbordó, pero tragó saliva para reducirla. En sus peores momentos, la atemorizaba pensar que la maternidad resultase una carga para ella igual que lo había sido para Elsy; que, de repente, se convirtiese en una madre fría e inaccesible. La parte lógica de su cerebro le decía que era ridículo pensar así, pero el miedo no seguía los dictados de la lógica y la acechaba de todos modos. Por otro lado, Anna se comportaba como una madre cálida y amorosa con sus hijos, Emma y Adrian, así que, ¿por qué no había de serlo ella también?, se decía en un intento de tranquilizarse. Al menos ella había elegido al padre adecuado para su hijo, constató observando a Patrik. La calma y la confianza que él emanaba compensaban su desasosiego como nadie lo había logrado hasta entonces. Patrik iba a ser un padre excelente.

Subieron a tierra en una pequeña cala recoleta, sobre cuyas lisas rocas extendieron las toallas. Aquello era algo que echaba de menos cuando vivía en Estocolmo. El archipiélago era allí muy distinto, con todo ese bosque, y, en cierto modo, le resultaba más bien excesivo, avasallador. «Un archipiélago abigarrado» solían llamarlo los habitantes de la costa oeste con un deje de desprecio. El de allí resultaba limpio en su sencillez: el granito rosa y gris reflejaba el resplandor de las aguas y se oponía con sobrecogedora belleza al limpio cielo sin nubes; las florecillas que crecían en las grietas de las rocas eran la única flora y, en aquel ambiente tan sobrio, la hermosura de las islas se realzaba sin reservas. Erica cerró los ojos y sintió cómo iba cayendo en una dulce somnolencia, al arrullo del sonido refrescante del agua y del discreto vaivén del bote allí varado.

Cuando Patrik la despertó dulcemente, no sabía, dónde se encontraba. La intensa luz del sol la cegó unos segundos, al abrir los ojos, y Patrik no era más que una oscura sombra que, poco a poco, fue perfilándose ante su vista. Cuando se orientó, se dio cuenta de que llevaba casi dos horas durmiendo y que tenía unas ganas enormes de comer algo de lo que habían preparado para la excursión.

Se sirvieron el café del termo en dos grandes tazones y lo acompañaron de unos bollos de canela. En ningún lugar sabía tan bien una merienda como en una isla y ambos disfrutaron a lo grande. Erica no pudo contenerse y sacó a relucir el tema prohibido entre ellos.

– Dime, ¿qué tal va el caso?

– Más o menos. Un paso adelante, dos pasos atrás.

Patrik contestó con parquedad. Era evidente que no quería que el mal rollo de su profesión invadiese aquella soleada calma. Pero la curiosidad pudo con ella y no logró dominar sus ganas de averiguar un poco más.

– ¿Os sirvieron los artículos que encontré? ¿Creéis que todo esto tiene algo que ver con la familia Hult? ¿O tal vez fue que Johannes Hult tuvo mala suerte y se vio involucrado?

Patrik lanzó un suspiro con el cuenco entre las manos.

– Ojalá lo supiera. La familia Hult al completo parece un avispero y, la verdad, preferiría no tener que andar hurgando en sus relaciones internas. Pero hay algo en ellos que no acaba de gustarme, no sé si tiene o no que ver con. los asesinatos. Tal vez es sólo la idea de que la policía probablemente contribuyó a que un inocente se quitase la vida lo que me hace conservar la esperanza de que no nos estemos equivocando. El testimonio de Gabriel fue, pese a todo, lo único sensato sobre lo que basarse cuando las dos muchachas desaparecieron. Aunque no podemos centrarnos sólo en ellas, tenemos que trabajar con amplitud de miras. -Patrik hizo una pausa de unos segundos, antes de continuar-: Pero prefiero no hablar de ello. En estos momentos lo que necesito es precisamente desconectar de todo lo relacionado con los asesinatos y pensar en algo muy distinto.

Ella asintió comprensiva.

– Te prometo que no volveré a preguntarte. ¿Quieres otro bollo?

No se lo despreció y, tras un par de horas leyendo al sol en la isla, vieron que era el momento de volver a casa y prepararse para la llegada de sus huéspedes. En el último minuto decidieron invitar también al padre de Patrik y a su mujer, así que, además de los niños, tendrían que proveer de carne a la parrilla a ocho adultos.


Gabriel se ponía nervioso cuando llegaba el fin de semana y se suponía que no debía trabajar, sino relajarse y descansar. El problema era que, si no trabajaba, no sabía qué hacer. El trabajo era su vida. No tenía ninguna afición, ni le gustaba salir con su mujer, y los hijos ya habían volado del nido, aunque el estatus de Linda aún era discutible. En consecuencia, lo que solía hacer era encerrarse en el despacho y zambullirse en sus libros contables. Las cifras eran lo que mejor se le daba en la vida. A diferencia de lo que les ocurría a las personas, tan irracionales y con esa molesta propensión a lo emocional, las cifras seguían unas reglas concretas. Siempre podía confiar en ellas y, en su mundo, se sentía cómodo. No era preciso ser un genio para comprender de dónde procedía ese anhelo suyo por el orden, Gabriel ya lo había achacado hacía tiempo a su caótica niñez. Sin embargo, no creía en la necesidad de ponerle remedio. Funcionaba bien y le había sido de utilidad, de modo que el origen de ese anhelo tenía poca importancia, por no decir ninguna.

Los años que pasó recorriendo caminos con El predicador configuraban una época en la que intentaba no pensar. No obstante, cuando recordaba su niñez, siempre aparecía esa imagen de su padre: un personaje sin rostro, aterrador, que llenaba sus días de gente que gritaba o murmuraba histéricamente; hombres y mujeres que intentaban tocarlo a él y a su hermano Johannes, que los atrapaban con manos como garras con el fin de procurarse alivio para el dolor físico o psíquico que los atormentaba, que creían que él y su hermano tenían la respuesta a sus plegarias, que eran un canal directo de comunicación con Dios.

A Johannes le gustaron aquellos años. Disfrutaba con el protagonismo y se colocaba de buen grado bajo los focos. En alguna ocasión, por la noche, cuando ya se habían acostado, Gabriel lo sorprendió mirándose fascinado las manos, como para ver de dónde procedían en realidad todos aquellos sorprendentes milagros.

Y mientras que Gabriel experimentó una enorme gratitud cuando su don desapareció, Johannes cayó en la desesperación. No estaba dispuesto a reconciliarse con la realidad de ser un niño normal, sin ningún don especial, igual que cualquier otro. Johannes lloró y le rogó al Predicador que le ayudase a recuperar su facultad, pero su padre les explicó sin más que aquella vida se había terminado, que otros tomarían el relevo y que los caminos del Señor eran inescrutables.

Cuando se mudaron a la finca, cerca de Fjällbacka, El predicador se convirtió para Gabriel en Ephraim, no en su padre, y desde el primer momento supo que amaba aquella nueva vida. No porque la relación con su padre se estrechase, ya que Johannes siempre había sido el favorito y así continuaron las cosas, sino porque, por fin, había encontrado un hogar: un lugar en el que quedarse y a partir del cual ordenar su existencia, un horario por el cual guiarse, unos plazos que respetar y una escuela a la que ir. Asimismo, amaba la finca y soñaba con llegar a regentarla él solo un día, según su propio criterio. Sabía que sería mejor administrador que Ephraim y que Johannes, y por las noches rogaba para que su padre no cometiese la tontería de dejarle la finca a su hijo favorito cuando fuesen mayores. A él no le importaba lo más mínimo que el padre le diese a Johannes todo su amor y que le prestase toda su atención, con tal de heredar él la finca.

Y así fue, aunque no como lo había previsto. En efecto, en sus previsiones siempre había contado con la presencia de Johannes. Hasta que murió, no comprendió Gabriel en qué medida necesitaba a su hermano, su desenfado, alguien por quien preocuparse y alguien que lo irritase. Y aun así, no le habría sido posible actuar de otro modo.

Al mismo tiempo, le había rogado a Laine que no dijese nada de sus sospechas de que Johan y Robert hubiesen arrojado las piedras contra sus ventanas. Y él mismo se sorprendió al hacerlo. ¿Acaso había empezado a perder su sentido de la ley y el orden, o sentiría, aunque de forma inconsciente, algún tipo de remordimiento por el destino de la familia? No lo sabía, pero, a toro pasado, se alegraba de que Laine hubiese resuelto llevarle la contraria y contárselo todo a la policía. Claro que su actitud también lo sorprendió. A sus ojos, su esposa era más una muñequita sumisa, caprichosa y pusilánime que una persona con voluntad propia, y el tono mordaz y contestatario y la mirada de rebeldía de su mujer no encajaban con esa imagen. Aquello lo llenó de inquietud. Con todos los sucesos de la semana pasada, empezaba a tener la sensación de que el orden natural de las cosas estaba cambiando. Para un hombre que odiaba los cambios, resultaba una preocupante visión del futuro. Gabriel se refugió en el mundo de las cifras, adentrándose más aún en él.


Los primeros invitados llegaron muy puntuales. Lars, el padre de Patrik, y su esposa Bittan, se presentaron a las cuatro en punto con un ramo de flores y una botella de vino. El padre de Patrik era un hombre alto y corpulento, con una enorme panza. La que era su mujer desde hacía veinte años era de baja estatura y redonda como una bola, pero su aspecto no era desagradable y las arrugas que marcaban las comisuras de sus ojos indicaban que no le costaba mucho reírse. Erica sabía que, en muchos aspectos, a Patrik le resultaba más fácil la relación con Bittan que con Kristina, su propia madre, que era mucho más estricta y rígida. La separación había tenido intervalos amargos, pero, con el tiempo, Lars y Kristina habían llegado, si no a ser amigos, al menos sí a un entendimiento mutuo y podían incluso verse en distintos contextos sociales. Pero lo más sencillo era, en cualquier caso, invitarlos por separado y, puesto que Kristina había ido a Gotemburgo a visitar a la hermana menor de Patrik, no había razón para preocuparse por haber invitado sólo a Lars y a Bittan aquella tarde.

Un cuarto de hora después llegaron Dan y Maria, y apenas se habían sentado en la terraza, después de saludar a Lars y a Bittan, cuando Erica oyó la voz de Emma dando gritos de contento por la cuesta que subía hasta la casa. Salió a recibirlos y, tras abrazar a los niños, pudo por fin conocer al nuevo hombre que Anna había puesto en su vida.

– ¡Hola! ¡Por fin nos conocemos!

Le estrechó la mano y saludó a Gustav af Klint que, como para confirmar sus prejuicios en la primera impresión, tenía exactamente el mismo aspecto que los demás niños de Ostermalm que se movían por Stureplan: cabello oscuro, en una melena corta peinada hacia atrás, camisa y pantalones de estilo aparentemente informal, aunque Erica sabía cuál era el precio, y el obligatorio jersey sobre los hombros y anudado por delante. Se hizo la advertencia de no prejuzgarlo pues, pese a que el hombre apenas había abierto la boca aún, ella ya lo estaba colmando con su desprecio. Por un instante se preguntó algo inquieta si no sería envidia pura y simple lo que la movía a sacar las uñas contra las personas que habían nacido con la cuchara de oro en la boca. Y deseó que ese no fuera el caso.

– ¿Cómo está mi sobrino favorito? ¿Te portas bien con mamá?

Anna aplicó el oído a la barriga de Erica, como para escuchar la respuesta a su pregunta, pero enseguida se echó a reír y abrazó cariñosamente a Erica. Hizo lo mismo con Patrik y fueron juntos a la terraza, donde les presentaron al resto de los invitados. Los niños se pusieron a correr por el jardín mientras que los mayores tomaban vino o, en el caso de Erica, refresco, y empezaron a asar la carne. Como de costumbre, los hombres se reunieron en torno a la parrilla, mientras las mujeres hablaban. Erica nunca había comprendido la relación de los hombres con las parrillas. Ellos, que en condiciones normales no dudaban en afirmar que no tenían ni idea de cómo freír un filete en la sartén, se consideraban verdaderos virtuosos a la hora de conseguir que la carne quedase en su punto sobre una parrilla al aire libre. A las mujeres podía confiárseles como mucho la guarnición y tampoco funcionaban mal como portadoras de cervezas.

– ¡Dios! ¡Qué casa tan bonita tenéis! -Maria iba por la segunda copa de vino, mientras que los demás apenas lo habían probado.

– Sí, gracias, estamos muy a gusto aquí.

A Erica le costaba mostrarse algo más que correcta con la novia de Dan. No se explicaba qué veía en ella, sobre todo si la comparaba con Pernilla, su ex mujer, pero suponía que se trataba de otro de esos misterios sobre los hombres que las mujeres no lograban descifrar. Lo único que se sentía capaz de afirmar sin la menor duda era que no la había elegido por su conversación. Era evidente que la joven despertó el instinto maternal de Bittan, que se dedicó a ella, con lo que Erica y Anna pudieron hablar un poco por su cuenta.

– ¿A que es guapo? -preguntó Anna, contemplando a Gustav con admiración-. ¡Figúrate, que un hombre así se interese por mí…!

Erica miraba a su guapísima hermana menor preguntándose cómo una persona como ella podía perder la confianza en sí misma hasta ese punto. Hubo un tiempo en que Anna había sido un espíritu fuerte, independiente y libre, pero los años de convivencia con Lucas y los malos tratos recibidos la habían destrozado. Erica contuvo las ganas de zarandearla para que espabilase. Contempló a Emma y a Adrian, que corrían como locos a su alrededor, y se preguntó cómo podía su hermana dejar de sentirse orgullosa de los dos hijos tan bellos y educados que tenía. Pese a todo lo que habían sufrido a lo largo de sus cortas vidas, eran alegres y fuertes, y amaban a la gente que tenían a su alrededor. Todo ello era, naturalmente, mérito de Anna.

– Todavía no he podido hablar con él, en realidad, pero parece agradable. Ya te daré una calificación más precisa cuando me haya familiarizado un poco más con tu hombre. Aunque parece que no os ha ido mal encerrados en el reducido espacio de un velero, supongo que eso es una buena señal.

Acompañó el comentario de una sonrisa forzada, artificial.

– Bueno, tan reducido no es -objetó Anna entre risas-. Un amigo suyo le ha prestado un Najad 400, donde cabría sin problemas una pequeña armada.

Vinieron a interrumpirles la conversación la carne, ya sobre la mesa, y el frente masculino del grupo, que se sentó a la mesa orgulloso de haber ejecutado la variante moderna del sacrificio de un tigre salvaje.

– Y vosotras qué, chicas, aquí charlando, ¿eh?

Dan pasó el brazo por los hombros de Maria, que se le acercó arrullándolo. Las caricias no tardaron en convertirse en puro morreo y, aunque hacía ya muchos años que Dan y Erica habían dejado de ser novios, a ella no le agradó lo más mínimo ver sus lenguas retorciéndose. Gustav también parecía incómodo, pero Erica no pudo evitar observar que aprovechaba la ocasión para mirar de reojo el generoso escote de Maria, que se había abierto un poco más.

– Pero, Lars, no te pases poniéndole salsa a la carne, por Dios, ya sabes que has de tener cuidado con el peso.

– ¿Qué dices? Si yo estoy fuerte como un toro, esto que ves son músculos -declaró el padre de Patrik en voz alta, dándose palmaditas en la panza-. Y Erica me ha dicho que esta salsa lleva aceite de oliva, así que es muy sana. Hoy por hoy puede leerse en todas partes que el aceite de oliva es bueno para el corazón.

Erica se reprimió las ganas de señalar que un decilitro no podía calificarse, tal vez, como la cantidad más saludable. Ya habían discutido sobre el mismo tema infinidad de veces, pero Lars era un experto a la hora de asumir exclusivamente los consejos alimentarios que le convenían. La comida era una de sus grandes aficiones en la vida y cualquier intento de recortar su consumo lo interpretaba como un ataque personal. Bittan se había resignado hacía ya mucho tiempo, pero de vez en cuando intentaba lanzarle alguna que otra indicación sobre qué opinión le merecían sus hábitos alimentarios. Toda tentativa de ponerlo a dieta había resultado en que se dedicase a comer a escondidas en cuanto ella volvía la espalda y, después, al constatar que no perdía peso, abría los ojos de par en par para expresar su asombro pues, según él, no comía prácticamente nada.

– Oye, ¿conoces a E-Type? -Maria acababa de interrumpir su examen oral de la boca de Dan y miraba a Gustav con absoluta fascinación-. Es que sale con Vicky y sus colegas, y Dan me dijo que tú conoces a la familia real, así que pensé que lo conocerías a él también. ¡Es que es tan guay!

Gustav parecía estupefacto, no se explicaba que a alguien pudiese resultarle más interesante conocer al cantante E-Type que al rey, pero se sobrepuso y contestó comedido a la pregunta de Maria:

– Yo soy un poco mayor que la princesa heredera, pero mi hermano pequeño los conoce tanto a ella como a Martin Eriksson.

Maria quedó un tanto confusa.

– ¿Quién es Martin Eriksson?

Gustav lanzó un suspiro y, tras una breve pausa, dijo contrariado:

– E-Type.

– Ah, vale, está guapo -respondió ella entre risas, claramente impresionada.

Por Dios, se dijo Erica, ¿tendría de verdad veintiuno como les había asegurado Dan? A ella le parecía más acertado diecisiete. Aunque no pudo por menos de reconocer que era guapa. Algo apenada, miró sus orondos pechos y constató que los días en que sus pezones, como los de Maria, apuntaban al cielo, pertenecían para siempre al pasado.

La reunión no fue de las más logradas que habían celebrado. Erica y Patrik hicieron cuanto pudieron por mantener viva la conversación, pero era como si Dan y Gustav proviniesen de dos planetas distintos y Maria bebió de más y demasiado rápido, le entraron náuseas y se pasó el rato en el baño. El único que estuvo a gusto fue Lars, que, muy concentrado en su tarea, devoró los restos de todos los platos, ignorando tranquilamente las miradas matadoras de Bittan.

A las ocho de la tarde ya se habían marchado todos y Patrik y Erica se quedaron solos con la vajilla.

Decidieron dejarlo para después y se sentaron en el sofá, cada uno con su copa.

– ¡Ah, qué ganas de tomar vino! -exclamó Erica mirando apenada su refresco.

– Sí, después de esta cena, comprendo que necesites una copa. Madre mía, ¿cómo conseguiste reunir a un grupo tan heterogéneo? ¿En qué estábamos pensando?

Se echó a reír meneando la cabeza.

– ¿Conoces a E-Type?

Patrik imitaba la voz en falsete de Maria y Erica no pudo por menos de soltar una risita.

– ¡Dios, qué enrollado! -seguía hablando con voz chillona hasta que las risitas de Erica desembocaron en puras carcajadas.

– Mi mamá dice que no importa ser un poco boba, siempre que seas mona…

Patrik imitaba a la joven con la cabeza algo ladeada y Erica se echó mano a la barriga y, resoplando, le rogó:

– Para ya, no puedo más. ¿No eras tú el que me pedía que yo fuese amable con ella?

– Sí, ya lo sé, pero es que resulta difícil contenerse -admitió Patrik, antes de adoptar una expresión grave-. Oye, ¿a ti qué te ha parecido el tal Gustav? No daba la sensación de ser el hombre más cálido del mundo, precisamente. ¿Crees que le conviene a Anna?

Erica dejó de reír bruscamente y, con el ceño fruncido, contestó:

– No, la verdad es que estoy bastante preocupada. Claro que cabe pensar que cualquier cosa es mejor que un maltratador, y sí, bueno, lo es, pero yo habría querido… -no encontraba el modo de expresarlo-… yo habría querido algo mejor para Anna. ¿No viste la cara que ponía cuando veía a los niños correr y alborotar? Estoy por creer que es de los que piensan que los niños han de verse, pero sin notarse, y eso a Anna no le conviene. Ella necesita a alguien que sea amable, cálido y cariñoso, alguien que la haga sentirse bien. Y, diga lo que diga, ahora no la veo feliz. Pero ella misma piensa que no merece más.

El sol descendía sumergiéndose en el mar como un disco de fuego purpúreo ante sus ojos pero, por una vez, no disfrutó de la inmensa belleza del atardecer. El desasosiego que le infundía la situación de su hermana la apesadumbraba demasiado, y era tal la responsabilidad que sentía que le costaba respirar. Si le agobiaba sentirse tan responsable de su hermana, ¿cómo iba a soportar la responsabilidad de otra nueva vida?

Apoyó la cabeza sobre el hombro de Patrik, dispuesta a recibir con él la oscuridad del ocaso.


El lunes empezó con una buena noticia: Annika había vuelto de sus vacaciones. Tostada por el sol y resplandeciente, relajada después de mucho vino y amor, ocupaba de nuevo su puesto en la recepción y, cuando vio entrar a Patrik, lo acogió con una esplendorosa sonrisa. Por lo general, él detestaba las mañanas de los lunes, pero ver a Annika le alegró el día. Ella era, en cierto modo, el centro alrededor del cual giraba toda la comisaría. Ella era la que organizaba, debatía, reconvenía y loaba, según las necesidades. Cualquiera que fuese el problema, uno siempre podía confiar en recibir de ella consuelo y un juicioso consejo. Incluso Mellberg había empezado a tenerle cierto respeto y ya no se atrevía a darle pellizcos a hurtadillas ni a lanzarle esas miradas de cordero, tan frecuentes durante sus primeros meses en el trabajo.

Patrik no llevaba ni una hora en la comisaría cuando Annika fue a llamar a la puerta de su despacho y, con semblante compungido, le comunicó:

– Ahí fuera hay una pareja que viene a denunciar la desaparición de su hija.

Los dos cruzaron una mirada cómplice.

Annika hizo pasar a los preocupados padres que, abatidos, se sentaron frente a Patrik. Se presentaron como Bo y Kerstin Möller.

– Nuestra hija Jenny no volvió anoche a casa.

Fue el padre quien tomó la palabra. Era un hombre menudo y enjuto que rondaba la cuarentena. Mientras hablaba, se tironeaba nervioso los pantalones cortos de un estampado muy llamativo y miraba fijamente el tablero de la mesa. La realidad de, por fin, verse en la comisaría para denunciar la desaparición de su hija parecía hacer que el pánico aflorase en ellos. Se le hizo un nudo en la garganta, por lo que su mujer, también menuda, pero regordeta, fue la que continuó:

– Vivimos en el camping de Grebbestad y Jenny había quedado en Fjällbacka con unas amigas a las que se había encontrado. Creo que iban a salir por ahí, pero nos había prometido que estaría de vuelta hacia la una. Irían allí en autobús y el regreso lo tenían arreglado. -También la voz de la mujer empezó a quebrarse y tuvo que hacer una pausa, antes de seguir-: Cuando vimos que no llegaba, empezamos a preocuparnos. Fuimos a llamar a casa de una de las amigas y la despertamos a ella y a sus padres. Nos dijo que Jenny jamás se presentó en la parada del autobús y que pensaron que había decidido no ir con ellas. Entonces supimos que había ocurrido algo grave. Jenny jamás nos haría una cosa así. Es nuestra única hija y siempre nos avisa si va a llegar tarde. ¿Qué puede haberle pasado? Hemos oído lo de la chica que encontraron en Kungsklyftan, ¿creen que…?

En este punto, la voz la abandonó y dio paso a un sentido llanto de desesperación. Su esposo la abrazó para consolarla, pero tampoco él pudo reprimir el llanto.

Patrik estaba preocupado. Incluso muy preocupado, pero intentó no dejar traslucir su inquietud en presencia de la pareja.

– No creo que haya motivo para establecer ningún paralelismo aún.

«Joder, qué frialdad la mía», se dijo a sí mismo, pero le costaba mucho enfrentarse a ese tipo de situaciones. La angustia de las personas que tenía enfrente le hacía un nudo en la garganta de compasión, pero no podía permitirse ceder a ese sentimiento y su reacción era, curiosamente, una corrección casi burocrática.

– Empezaremos por recabar algunos datos sobre su hija. Se llama Jenny, ¿no? ¿Cuántos años tiene?

– Diecisiete, pronto cumplirá dieciocho.

Kerstin seguía llorando, con el rostro oculto en la camisa de su marido, así que fue Bo quien proporcionó la información a Patrik. Cuando él preguntó si tenían alguna foto reciente de ella, Kerstin se enjugó las lágrimas con un pañuelo de papel y sacó una foto a color que llevaba en el bolso.

Patrik la tomó y la estudió con atención. Era una chica normal de diecisiete años, demasiado maquillada y con una expresión un tanto rebelde en la mirada. Después miró a los padres con una sonrisa, esforzándose por dar una imagen de absoluta confianza.

– Una hija muy guapa. Entiendo que estén orgullosos de ella.

Ambos asintieron vehementes y al rostro de Kerstin asomó incluso una cauta sonrisa.

– Es una buena chica. Claro que los adolescentes tienen sus ratos. Este año, por ejemplo, no quería venir con nosotros de vacaciones con la caravana, aunque lo hacemos todos los veranos desde que ella era pequeña, pero insistimos y le dijimos que, seguramente, sería el último verano que podríamos hacer algo juntos, así que al final aceptó.

Al oírse decir lo del último verano, Kerstin volvió a estallar en sollozos, mientras Bo le acariciaba el cabello para calmarla.

– Se lo van a tomar en serio, ¿verdad? Dicen que hay que esperar veinticuatro horas antes de empezar a buscar y eso, pero tienen que creernos: algo ha tenido que ocurrirle, de lo contrario, nos habría llamado. No es el tipo de chica que pasa de todo y nos deja angustiados sin una noticia.

Una vez más, Patrik intentó aparentar tanta calma como pudo, pero, en su fuero interno, los pensamientos le cruzaban la mente como rayos. La imagen del cuerpo desnudo de Tanja en Kungsklyftan se perfiló en su retina y cerró los ojos un segundo para desecharla.

– Nosotros no esperamos veinticuatro horas, eso sólo pasa en las películas americanas, pero antes de que sepamos nada, deben tranquilizarse. Aunque estoy convencido de que tienen razón y de que Jenny es una buena chica, les aseguro que yo he visto estas cosas: conocen a alguien, olvidan el tiempo y el espacio, y que sus padres están en casa preocupados. No es nada insólito. Claro que vamos a empezar preguntando por el pueblo hoy mismo. Déjenle a Annika un número en el que podamos localizarles y les llamaré en cuanto sepa algo. Y si les llama o aparece por casa, comuniquénnoslo enseguida, por favor. Ya verán cómo todo se arregla.

Una vez que se hubieron marchado, Patrik empezó a preguntarse si no les habría prometido demasiado. La sensación de resquemor que se le había instalado en el estómago no auguraba nada bueno. Observó la foto de Jenny que los padres le habían dejado. Ojalá la muchacha estuviese por ahí de fiesta.

Se levantó y se encaminó al despacho de Martin. Lo mejor sería empezar a buscar de inmediato. En caso de que hubiese ocurrido lo peor, no tenían un minuto que perder. Según el informe del forense, Tanja había estado viva y prisionera toda una semana antes de morir. El tictac de las agujas del reloj los apremiaba.

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