Capítulo 2

Verano de 1979

Abrió los ojos muy despacio a causa de un terrible dolor de cabeza que le martilleaba los sesos y hacía que se le erizase el cabello. Pero lo más extraordinario era que no existía diferencia alguna entre lo que veía con los ojos cerrados o abiertos. Todo seguía envuelto en la más compacta oscuridad. En un momento de pánico, creyó que se había quedado ciega tal vez porque el aguardiente casero que había bebido el día anterior estuviese en mal estado. Algo de eso había oído contar: jóvenes que se quedaban ciegos por beber aguardiente de destilación casera. Tras unos segundos, el entorno empezó a deslindarse de las sombras vagamente y comprendió que su vista estaba perfectamente, sólo que se encontraba en un lugar donde no había luz alguna. Alzó la vista, por si podía ver el cielo o la luna, por ver si se encontraba en algún lugar al aire libre, pero no tardó en comprender que, en verano, la noche no era nunca tan cerrada y que tendría que haber visto enseguida la radiante noche nórdica del estío.

Tanteó el suelo sobre el que yacía y cerró la mano en torno a un puñado de tierra arenosa que dejó caer entre los dedos. Desprendía un fuerte olor a mantillo, un perfume dulzón y sofocante, y tuvo la sensación de encontrarse bajo tierra. El pánico se apoderó de ella. Sentía claustrofobia. Sin conocer en realidad las dimensiones del lugar en que se encontraba, logró representarse la imagen de unas paredes que, muy despacio, se le acercaban y la rodeaban. Sintió que el aire se acababa y se frotó la garganta, pero se obligó a respirar hondo varias veces y a dominar su terror.

Hacía frío y, de repente, se dio cuenta de que estaba desnuda y de que lo único que llevaba eran las bragas. Le dolía el cuerpo aquí y allá, y con los brazos en torno a las piernas flexionadas y pegadas a la barbilla, no podía dejar de temblar. El pánico inicial dio paso a un temor tan intenso que sintió que le corroía los huesos. ¿Cómo había ido a parar allí? ¿Y por qué?

¿Quién le habría quitado la ropa? Lo único que su cerebro era capaz de responderle era que, seguramente, no deseaba conocer la respuesta a esas preguntas. Le había sucedido algo horrible, no sabía qué, algo que multiplicaba el pavor que la tenía paralizada.

Un haz de luz se plasmó en su mano y, automáticamente, alzó los ojos hacia el lugar del que procedía. Una grieta diminuta de luz se abrió en la aterciopelada negrura, se obligó a ponerse de pie y gritó pidiendo ayuda, pero no obtuvo respuesta. Se puso de puntillas e intentó alcanzar la fuente de la luz, pero comprendió que quedaba muy lejos. Entonces sintió que empezaban a caerle unas gotas en la cara. Las gotas de agua se convirtieron en un pequeño chorro y, de pronto, tomó conciencia de lo sedienta que estaba. Sin pensarlo, abrió la boca en un acto reflejo para beber el líquido con avidez, a grandes tragos. Al principio, la mayor parte caía fuera, pero, tras unos minutos, dio con la técnica adecuada para aprovechar al máximo y bebió con ansia. Sin embargo, enseguida una especie de niebla lo envolvió todo y la habitación empezó a dar vueltas. Después no hubo más que oscuridad.


* * *

Linda se despertó temprano, para variar, pero intentó volver a dormirse. Había estado con Johan hasta tarde, o hasta tardísimo para ser exactos, y sentía como si tuviese resaca por la falta de sueño. Por primera vez en muchos meses, oyó la lluvia caer sobre el tejado. La habitación que Jacob y Marita habían dispuesto para ella estaba justo debajo del tejado y el sonido de la lluvia contra las planchas era tan fuerte que parecía que le resonaba en las sienes.

Por otro lado, era la primera mañana desde hacía mucho tiempo que se despertaba en una habitación fresca. El calor había sido persistente durante casi dos meses, hasta batir un récord, pues era el verano más caluroso que habían tenido en cien años. Al principio acogió satisfecha el sol implacable, pero el placer de la novedad había desparecido hacía ya varias semanas, cuando empezó a detestar el hecho de despertarse todas las mañanas entre sábanas empapadas en sudor. El aire fresco y limpio que se filtraba por las vigas le resultaba muy agradable, así que retiró la fina colcha que la cubría y dejó que su cuerpo disfrutase de la grata temperatura. En contra de lo habitual, resolvió levantarse antes de que nadie viniese a echarla de la cama. Podía estar bien no desayunar sola, para variar. Abajo, en la cocina, oyó el tintineo de las tazas y cubiertos del desayuno, se puso un kimono corto y enfundó los pies en sus zapatillas.

Su temprana aparición fue recibida con sorpresa por toda la familia allí reunida, Jacob, Marita, William y Petra, y el murmullo de su conversación se interrumpió bruscamente cuando Linda se sentó y empezó a prepararse un bocadillo.

– Está bien que quieras hacernos compañía en el desayuno, para variar, pero te agradecería que te pusieras algo más de ropa para bajar. Piensa en los niños.

La mojigatería de Jacob le resultaba nauseabunda. Sólo por provocarlo, dejó caer el hombro del kimono para que, por la abertura, se entreviese uno de sus pechos. Jacob se quedó blanco de indignación, pero, por algún motivo, no tuvo fuerzas para emprender una batalla con ella y lo dejó pasar. William y Petra miraban fascinados a Linda. Esta los miró a su vez con un mohín que hizo a los dos niños estallar en una risita nerviosa. Los pequeños eran, admitió para sí, encantadores de verdad, pero Jacob y Marita terminarían por estropearlos, porque una vez terminada la educación religiosa impuesta por sus padres, no conservarían un ápice de su alegría de vivir.

– Venga, tranquilos. Y sentaos correctamente a la mesa. Baja la pierna del asiento, Petra, y compórtate como una niña mayor. Y tú, William, cierra la boca mientras masticas. No quiero verte el bocado dentro.

La risa se esfumó del rostro de los niños, que se sentaron derechos como dos soldaditos de plomo, con la mirada vacía y centrada en el desayuno. Linda suspiró para sus adentros. A veces no le entraba en la cabeza que ella y Jacob fuesen de verdad de la misma familia. No existían otros hermanos más distintos que ellos dos, de eso estaba convencida. Lo más injusto era que Jacob era el favorito de sus padres, que siempre lo ponían por las nubes, mientras que a ella andaban criticándola a todas horas. ¿Acaso era culpa suya que su nacimiento no entrase en los planes de sus padres y haber venido al mundo cuando ellos ya creían haber dejado atrás los pañales y los purés? O tal vez hubiese sido la enfermedad que Jacob sufrió muchos años antes de que ella naciera lo que los hizo reacios al riesgo de enfrentarse a ello una vez más. Claro que ella era consciente de la gravedad del asunto, de que Jacob estuvo a punto de morir, pero no por eso tenían que castigarla a ella, que no tenía la culpa de la enfermedad de su hermano.

Los miramientos dispensados a Jacob durante su convalecencia continuaron incluso después de que los médicos declararan que estaba totalmente recuperado y sano. Era como si sus padres considerasen un regalo de Dios cada día de la vida de su hijo, mientras que la de Linda no les suponía más que problemas y molestias. Por no hablar de Jacob y el abuelo. Desde luego, ella comprendía que la relación entre ellos debía de ser muy especial después de lo que el abuelo había hecho por Jacob, pero eso no significaba que no quedase espacio alguno para sus otros nietos. Cierto que el abuelo había muerto antes de que ella naciera, así que no se había visto en la necesidad de sufrir su indiferencia, pero sabía por Johan que él y Robert se habían visto privados del favor del abuelo porque toda su atención se había centrado en el primo Jacob. Y seguramente, si el abuelo siguiese con vida, a ella le habría ocurrido lo mismo.

La injusticia flagrante de todo aquel asunto le llenó los ojos de lágrimas, pero se obligó a contenerlas, como había hecho en tantas otras ocasiones. No tenía intención de darle a Jacob la satisfacción de verla llorar y con ello la oportunidad de, una vez más, hacer de salvador del mundo. Sabía que Jacob tenía unas ganas locas de hacerla entrar por el buen camino, pero antes prefería morir que convertirse en el felpudo humano que él había llegado a ser. Las niñas buenas tal vez fuesen al cielo, pero ella pensaba llegar mucho, mucho más lejos. Más valía arruinarse la vida con bombo y platillo que deslizarse por ella dulcemente como su hermano mayor, que se sentía seguro al saber que todos lo querían.

– ¿Tienes algún plan para hoy? Necesitaría que me ayudaras un poco en casa.

Marita dirigió la pregunta a Linda mientras seguía preparándoles tostadas a los niños. Era una mujer muy maternal, de facciones vulgares y cierto sobrepeso. Linda siempre pensó que Jacob podría haber encontrado a alguien mejor. Recordó la fotografía de su hermano y su cuñada que había en el dormitorio. Seguro que lo hacían una vez al mes, según los cánones, con la luz apagada y su cuñada vestida con un camisón largo que la tapase entera. El recuerdo de la foto la hizo soltar una risita que le valió una mirada inquisitiva de los demás.

– Oye, que Marita acaba de hacerte una pregunta. ¿Puedes quedarte a ayudarla hoy en casa? Esto no es un hostal, ¿sabes?

– Sí, sí, ya lo había oído. No tienes que ser tan pesado. Y no, hoy no puedo quedarme, voy a… -buscó en su cabeza una buena excusa-. Tengo que cuidar a Scirocco. Ayer vi que cojeaba un poco.

El pretexto que presentó fue acogido con una serie de miradas llenas de escepticismo, a las que Linda respondió con su gesto más retador, preparada para el combate. Pero, para su sorpresa, nadie tuvo valor aquella mañana para entablar esa lucha, pese a que su mentira era más que evidente. La victoria, un día más de ociosidad, era suya.


Sentía unas ganas irresistibles de salir y colocarse bajo la lluvia, con el rostro hacia el cielo, para que el agua le corriese por todo el cuerpo. Pero había cosas que un adulto no podía permitirse si, además, estaba en el trabajo, así que Martin no tuvo más remedio que contener un impulso tan infantil, pese a que era magnífico. Todo el calor sofocante, el ardor que los había tenido prisioneros durante los dos últimos meses quedó borrado de un solo chaparrón. Podía oler el perfume de la lluvia a través de la ventana que tenía abierta de par en par. El agua salpicaba sobre la parte del escritorio que estaba más cerca de la ventana, pero él había cambiado de lugar todos los documentos, así que no importaba lo más mínimo. Merecía la pena, sólo por sentir aquel frescor.

Patrik llamó para avisar de que se había quedado dormido, así que, para variar, Martin había sido el primero en ocupar su puesto aquella mañana. El día anterior había terminado con un ambiente más que enrarecido a causa del descubrimiento de la metedura de pata de Ernst, y resultaba muy agradable poder sentarse en paz y tranquilidad a ordenar las ideas sobre el último giro de los acontecimientos. No le envidiaba a Patrik la misión de comunicar la muerte de la mujer a sus familiares, aunque era consciente de que conocer la noticia era el primer paso para que se recuperasen de su dolor. Lo más probable era que ni siquiera supiesen que había desaparecido, así que la noticia les causaría un gran impacto. En cualquier caso, ahora se trataba ante todo de localizarlos, y esa era una de las tareas del día de Martin, ponerse en contacto con los colegas alemanes. Esperaba poder comunicarse con ellos en inglés, pues, de lo contrario, tendría problemas. Recordaba lo suficiente del alemán de la escuela como para no ver el de Patrik como un gran recurso, tras haber oído al colega atrancándose en su conversación con la amiga de Tanja.

Estaba a punto de coger el auricular para llamar a Alemania, cuando se le adelantó el timbre chillón del teléfono. Al saber que llamaban del Instituto Forense de Gotemburgo, se le aceleró el pulso y extendió el brazo para echar mano del bloc de notas, que tenía lleno de apuntes. En realidad, le dijeron, tendrían que comunicarle el informe a Patrik directamente, pero, puesto que aún no había llegado, se lo darían a él.

– Parece que las cosas empiezan a ponerse feas para los que estáis en las zonas rurales.

El forense Tord Pedersen se refería a la autopsia de Alex Wijkner, practicada por él hacía un año y medio, que se convirtió en el primero de los, hasta el momento, escasísimos casos de asesinato de la comisaría de Tanumshede.

– Sí, cabe preguntarse si es alguna sustancia extraña que nos han puesto en el agua… Si seguimos así, no tardaremos en alcanzar a Estocolmo en la estadística de asesinatos.

El tono un tanto jocoso de la conversación era para ellos, como para tantos otros profesionales que trataban a diario con la muerte y el dolor, un modo de soportar los problemas con los que se enfrentaban cotidianamente en su trabajo, pero nada que les hiciese restar gravedad a lo que tenían delante.

– ¿Le habéis hecho la autopsia tan pronto? Yo pensaba que, con este calor, la gente se mataba más que nunca -prosiguió Martin.

– Sí, en realidad tienes razón, ya hemos notado que los nervios están menos templados a causa del bochorno, pero los últimos días ha aflojado un poco la cosa, la verdad, así que pudimos ponernos con vuestro caso antes de lo que creíamos.

– Bien, cuéntame -dijo Martin conteniendo la respiración, pues gran parte del éxito de la investigación se basaba y dependía de lo que tuviese que ofrecerles el Instituto Forense.

– Pues, desde luego, está claro que el tipo con quien tenéis que véroslas no es ningún encanto. La causa de la muerte fue sencilla de establecer: la estrangularon, pero lo que le hicieron antes de su muerte es lo que más nos llama la atención.

Pedersen hizo una pausa para, según le pareció oír a Martin, ponerse las gafas.

– ¿Y bien? -insistió Martin sin poder ocultar su impaciencia.

– Veamos… Esto os llegará también por fax… Mmmnm -Pedersen iba leyendo de pasada y Martin notó que empezaba a sudarle la mano por la fuerza con que agarraba el auricular.

– Sí, aquí lo tenemos. Catorce fracturas en distintas partes del esqueleto. Todas ellas anteriores al momento de la muerte, a juzgar por el diverso grado de consolidación ósea.

– ¿Quieres decir…?

– Quiero decir que le estuvieron rompiendo los brazos, las piernas, los dedos de las manos y de los pies durante, calculamos, una semana.

– ¿Lo hicieron al mismo tiempo o en varias veces, según lo que habéis averiguado?

– Como ya te he dicho, hemos comprobado que las fracturas presentan diferente grado de consolidación, lo que, según mi opinión profesional, indica que se las infligieron durante todo un período. He hecho un borrador del orden en que creo que se produjeron las fracturas; va en el fax que os he enviado. Además, tenía una buena cantidad de cortes en el cuerpo, también en distinto grado de curación.

– ¡Qué barbaridad! -exclamó Martin sin poder contenerse.

– Estoy dispuesto a suscribir esa declaración -la voz de Pedersen sonó muy seca al teléfono-. Debió de sufrir un dolor indescriptible.

Ambos consideraron en silencio la maldad humana, hasta que Martin se recobró y siguió preguntando:

– ¿Habéis encontrado en el cadáver alguna huella que nos pueda ser útil?

– Sí, hemos encontrado esperma. Si encontráis un sospechoso, el ADN puede relacionarlo con el asesinato. Por supuesto, nosotros haremos una búsqueda en la base de datos, pero rara vez encontramos algo ahí. El registro es, por ahora, demasiado reducido. El día que tengamos introducido el ADN de todos los ciudadanos será un sueño. Entonces la situación será muy distinta.

– Sí, un sueño es la palabra adecuada, porque la merma de las libertades del individuo y esas historias le pondrán todo tipo de obstáculos.

– Pues si lo que le ocurrió a esta mujer no puede llamarse merma de la libertad del individuo, no sé qué podrá…

Fue una reflexión inusualmente filosófica tratándose de Pedersen, por lo general tan pragmático, y Martin comprendió que, en contra de lo habitual, se había visto afectado por el terrible destino de la pobre mujer. Normalmente no era una actitud que se pudiese permitir ningún forense si quería dormir bien por las noches.

– ¿Puedes darme una fecha aproximada de su muerte?

– Sí. Tengo los resultados de las pruebas que la policía científica tomó en el escenario del crimen y que luego completé con mis propias observaciones, así que puedo dar un intervalo bastante fiable.

– Cuéntame.

– Según mi valoración, murió entre las seis y las once, la víspera de la noche que la encontraron en Kungsklyftan.

Martin replicó, algo decepcionado:

– ¿No puedes precisar un poco la hora?

– En Suecia la praxis impone, en estos casos, no dar un margen de tiempo inferior a cinco horas, así que esto es lo mejor que puedo ofrecerte. Sin embargo, la verosimilitud del intervalo es del noventa y cinco por ciento, así que es bastante fiable. En cambio, puedo confirmarte algo que seguramente habréis sospechado y es que Kungsklyftan es secundario como lugar del crimen: la asesinaron en otro sitio, donde la tuvieron después un par de horas, lo que hemos podido deducir por las manchas de lividez.

– Bueno, algo es algo -suspiró Martin-. ¿Y qué me dices de los esqueletos? ¿Nos revelan algo? Supongo que te llegaría la información de Patrik sobre quiénes sospechamos que pueden ser.

– Sí, me llegó. Pero aún no estamos listos con eso. No es tan fácil como podría creerse encontrar fichas dentales de los años setenta, pero estamos trabajando al máximo con ello y, tan pronto como sepamos algo más, os lo comunicaremos. Lo único que podemos deciros por ahora es que se trata de dos esqueletos de mujer y que la edad es más o menos la que necesitáis. De las caderas de una de las mujeres se deduce, además, que tuvo algún parto, lo que encaja con la información de que disponemos. Y, lo más interesante de todo, los dos esqueletos presentan fracturas similares a las del cadáver. Entre tú y yo, casi me atrevería a decir que las fracturas de las tres víctimas son prácticamente idénticas.

A Martin se le cayó el bolígrafo al suelo de puro asombro. ¿Qué era, en realidad, lo que tenían delante? Un asesino sádico que dejaba pasar veinticuatro años entre sus crímenes. La otra posibilidad, que ni siquiera quería plantearse, era que el asesino no hubiese esperado veinticuatro años, sino que ellos no hubiesen encontrado a las demás víctimas.

– Las otras dos mujeres, ¿también habían sido acuchilladas?

– Puesto que no tenemos ningún material orgánico que utilizar, resulta difícil de decir, pero los huesos presentan ciertas marcas de raspaduras que podrían indicar que sufrieron el mismo trato, sí.

– ¿Y cuál fue, en su caso, la causa de la muerte?

– La misma que en el de la muchacha alemana. Los huesos deprimidos a la altura del cuello coinciden con las lesiones que aparecen en casos de estrangulamiento.

Martin iba tomando notas durante la conversación.

– ¿Tienes algo más que pueda interesarnos?

– Nada, salvo que es probable que los esqueletos hayan estado enterrados, pues hallamos en ellos restos de tierra de cuyo análisis quizá saquemos algo. Pero aún no hemos terminado con ellos, así que tendréis que ser pacientes. También había tierra en el cadáver de Tanja Schmidt y en la manta sobre la que yacía, que compararemos con la de los dos esqueletos. -Pedersen hizo una pausa, antes de continuar-: ¿Es Mellberg quien dirige la investigación?

Martin creyó percibir cierto desasosiego en su voz y sonrió para sus adentros, pero lo tranquilizó enseguida al respecto.

– No, Patrik es el responsable. Aunque otra cosa es quién se atribuirá los honores si resolvemos el caso…

Los dos se echaron a reír ante el comentario, aunque a Martin se le atragantó la risa en la garganta.

Concluida la conversación con Tord Pedersen, fue a buscar el fax y cuando, minutos más tarde, llegó Patrik, él ya lo había leído. Le hizo un resumen a Patrik, que quedó tan abatido como él. La cosa se presentaba como una auténtica maraña.


Anna se dejaba tostar por el sol en la proa del barco, donde se había tumbado. Los niños dormían la siesta abajo, en el camarote, y Gustav llevaba el timón. Cada vez que la proa golpeaba la superficie del agua, las pequeñas gotas saladas salpicaban su cuerpo, proporcionándole una deliciosa sensación de frescor. Si cerraba los ojos, podía olvidar por un instante sus problemas y persuadirse de que aquella era su verdadera vida.

– Anna, te llaman por teléfono -la despertó de su meditación la voz de Gustav.

– ¿Quién es? -preguntó, haciéndose sombra con la mano mientras él blandía su móvil.

– No me lo ha querido decir.

¡Vaya, hombre! Comprendió enseguida de quién se trataba y, con el estómago encogido de desasosiego, se levantó y se dirigió hacia donde se encontraba Gustav.

– Aquí Anna.

– ¿Quién coño es ese? -farfulló Lucas.

Anna vaciló un instante.

– Ya te dije que iba a salir a dar una vuelta en barco con un amigo.

– ¿Y quieres que me crea que ese era «un amigo»? -respondió Lucas inmediatamente-. ¿Cómo se llama?

– Eso no es algo que…

Lucas la interrumpió bruscamente:

– ¿Cómo se llama, Anna?

Su entereza se quebrantaba por segundos, a medida que oía esa voz y, al fin, respondió en silencio:

– Gustav af Klint.

– ¡Huy, qué elegante suena eso! -replicó Lucas, pasando de la sorna a la amenaza-. ¿Cómo te atreves a llevarte de vacaciones a mis hijos con otro hombre?

– Tú y yo estamos divorciados, Lucas -le recordó Anna cubriéndose los ojos con la mano.

– Pero tú sabes tan bien como yo que eso no cambia nada, Anna. Tú eres la madre de mis hijos, un lazo que siempre nos unirá a los dos. Tú eres mía y los niños también son míos.

– Entonces, ¿por qué intentas arrebatármelos?

– Porque tú eres inestable, Anna. Siempre has sido débil de carácter y, para ser sincero, no confío en que puedas cuidar de mis hijos como se merecen. Fíjate qué vida lleváis. Tú trabajando todo el día y ellos en la guardería. ¿Eso es bueno para los niños, Anna? ¿A ti qué te parece?

– Ya, pero yo tengo que trabajar, Lucas. Y, además, ¿cómo ibas tú a resolver ese problema si estuvieran contigo? Tú también tienes que trabajar. ¿Quién iba a encargarse de ellos?

– Hay una solución, Anna, y tú lo sabes.

– ¿Estás loco? ¿Crees que yo iba a volver contigo después de haberle roto el brazo a Emma? Por no mencionar lo que me hiciste a mí -empezaba a quebrársele la voz cuando, instintivamente, supo que había ido demasiado lejos.

– ¡No fue culpa mía! Fue un accidente. Además, si tú no te hubieses empeñado en ir siempre en mi contra, yo no habría perdido la paciencia tan a menudo.

Era como hablar con una pared. No tenía sentido. Anna sabía, después de tantos años con él, que Lucas estaba convencido de tener razón. Él nunca tenía la culpa. Todo lo que sucedía era siempre culpa de los demás. Cada vez que él la golpeaba, la hacía sentirse culpable porque ella no había mostrado la suficiente comprensión, el suficiente cariño, la suficiente sumisión.

Cuando, recurriendo a una fuerza suya mucho tiempo oculta, emprendió la separación, se sintió, por primera vez en muchos años, fuerte, invencible. Por fin podía reconquistar su vida. Ella y los niños podrían empezar de nuevo. Sin embargo, había sido demasiado fácil. Lucas quedó sinceramente impresionado al ver que, durante uno de sus accesos de ira, le había roto el brazo a su hija y se comportó de un modo razonable y atípico en él. Gracias al desenfreno de su nueva vida de soltero después de la separación, dejó en paz a Anna y a los niños durante un tiempo, mientras estuvo ocupado conquistando a una mujer detrás de otra. Sin embargo, justo cuando Anna empezaba a sentir que había conseguido liberarse, Lucas se empezó a cansar de su nueva vida y volvió a acordarse de su familia. Y al ver que de nada servían flores, regalos y súplicas de perdón, se desprendió de los guantes de seda… y exigió la custodia de los niños basándose en una serie de acusaciones infundadas sobre la supuesta ineptitud de Anna para ser madre. Ninguna de esas acusaciones era cierta, pero Lucas podía ser tan convincente y encantador cuando se lo proponía que Anna temía la posibilidad de que se saliese con la suya. Por otro lado, sabía muy bien que no eran los niños los que le interesaban. Sería imposible casar su vida laboral con la custodia de dos niños pequeños, pero tenía la esperanza de infundir en Anna el temor necesario para que volviese con él. Y, de hecho, en momentos de debilidad se sentía inclinada a hacerlo. Al mismo tiempo, comprendía que era imposible, eso la destruiría; y entonces se reafirmaba en su decisión.

– Lucas, esta discusión no conduce a nada. Yo he sabido seguir adelante después de la separación y tú deberías hacer lo propio. Es cierto que he conocido a otro hombre, es algo que tendrás que aceptar. Los niños están bien y yo también. ¿Por qué no intentamos comportarnos como adultos?

Dijo aquello en un tono de súplica, frente al compacto silencio procedente del otro lado del teléfono. Pero enseguida comprendió que había sobrepasado el límite. Cuando oyó la señal de que Lucas había colgado, supo que, de algún modo, tendría que pagarlo… y muy caro, por cierto.

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