Capítulo 5

Verano de 1979

El dolor y la oscuridad hacían que el tiempo discurriese como una bruma sin sueños. Noche o día, vida o muerte, tanto daba. Ni siquiera los pasos que oía en el exterior, la certeza de la maldad que se aproximaba, eran capaces de lograr que la realidad penetrase su lóbrega morada. El ruido de huesos al romperse se mezclaba con los gritos de dolor de un ser humano, tal vez los suyos propios, no estaba segura.

La soledad era lo más duro de soportar. La ausencia total de sonidos, de movimientos, y la sensación del tacto en su piel. Jamás se había imaginado que la ausencia de contacto humano pudiese llegar a suponer semejante tortura. Superaba cualquier dolor, le hendía el alma como un cuchillo y la hacía temblar convulsamente zarandeando todo su cuerpo.

El olor del extraño era, a aquellas alturas, un aroma conocido, no desagradable, no el olor que ella había imaginado que exhalaría la maldad. Era más bien fresco y lleno de promesas de un cálido estío, en radical contraste con el negro olor húmedo que siempre respiraba, que la envolvía como una manta mojada y que, trocito a trocito, iba devorando los últimos vestigios de la persona que era antes de ir a parar a aquel lugar. De ahí que, cuando el extraño se le acercaba, ella inspirase con avidez su cálido perfume. Valía la pena vivir la maldad para, por un instante, poder inundarse del olor a aquella existencia que seguía su curso allá arriba. Al mismo tiempo, ese olor despertaba en ella apagados sentimientos de añoranza de la vida. Ya no era la misma que fue y echaba de menos a la persona en la que nunca se convertiría. Una despedida dolorosa, pero obligada en aras de la supervivencia.

El mayor tormento allá abajo era, en cualquier caso, el recuerdo de la cría. A lo largo de su corta vida, siempre la había culpado desde que nació, y ahora, en la undécima hora, comprendía que en realidad su hija era un regalo. El recuerdo de sus tiernos bracitos alrededor de su cuello o de sus ojos que la miraban hambrientos en busca de algo que ella no era capaz de darle la perseguía en sueños a todo color. Era capaz de revivir cada ínfimo detalle de su pequeña, cada pequita, cada cabello, el diminuto remolino de la nuca, exactamente en el mismo lugar que el suyo. Y le prometía a Dios y a sí misma, una y otra vez que, si lograba huir de aquella prisión, compensaría a aquella chiquilla por cada segundo de amor materno que le había negado. Si…


* * *

– ¡No vas a salir así!

– ¡Saldré como me dé la gana, no es cosa tuya!

Melanie miraba a su padre con inquina y él le devolvía la misma moneda con su mirada. El tema de la discusión era habitual: lo reducido de las prendas que se ponía.

Claro que su ropa no era muy abundante en cuanto a la cantidad de tela, admitía Melanie, pero a ella le gustaba y sus amigas se vestían exactamente igual. Además, tenía diecisiete años y ya no era una mocosa, así que se ponía lo que a ella le parecía. Escrutó con desprecio a su padre, cuyo rostro se había encendido de ira y aparecía ahora rojizo desde el cuello hasta la frente. ¡Qué mierda hacerse viejo y cutre! Llevaba unos pantalones Adidas brillantes que dejaron de ser modernos hacía ya quince años y el color chillón de la camisa se mataba con el del pantalón. El barrigón que había criado, después de muchas bolsas de patatas fritas delante del televisor, amenazaba con reventar la camisa y hacer saltar algunos de los botones y, para remate, las horrendas chanclas de plástico. Le daba vergüenza que la vieran con él y detestaba tener que pasarse todo el verano en aquella mierda de camping.

Cuando era pequeña, le encantaban las vacaciones en la caravana. Siempre había montones de niños con los que jugar y podía bañarse y correr a su antojo entre las hileras de caravanas. Pero ahora sus colegas estaban en Jönköping y lo peor de todo era que había tenido que dejar allí a Tobbe. Ahora que no podía vigilar sus intereses, seguro que se la jugaría con la cerda de Madde, que siempre estaba enganchada a él como una lapa, y si eso llegaba a pasar, juraba por lo más sagrado que odiaría a sus padres para siempre jamás.

Mira que verse pillada en un camping del pueblucho de Grebbestad y, para colmo, la trataban como si tuviera cinco años en lugar de diecisiete. Ni siquiera podía elegir por sí misma cómo vestirse. Echó atrás la cabeza con un gesto altanero y se ajustó el top, que no era mucho más grande que la parte de arriba de un bikini. Era verdad que los shorts vaqueros, que eran mínimos, se le clavaban entre las piernas y resultaban bastante incómodos, pero las miradas que provocaban en los chicos compensaban cualquier molestia. El punto sobre la i lo ponían las altísimas plataformas que añadían como mínimo diez centímetros a su metro sesenta.

– Mientras que seamos nosotros quienes te costeemos techo, comida y, en general, todas tus necesidades, eso lo decidimos precisamente nosotros, así que ahora haz el favor de…

Su padre se vio interrumpido por unos fuertes golpes en la puerta y Melanie se apresuró a abrir, agradecida por el respiro. Al otro lado había un hombre de cabello oscuro y de unos treinta y cinco años de edad, así que Melanie se enderezó y sacó pecho enseguida. Un poco mayor para su gusto, pero parecía majo y, además, su padre se ponía enfermo con esas cosas.

– Hola, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. ¿Podría pasar a hablar con ustedes un momento? Se trata de Jenny.

Melanie se apartó para dejarlo pasar, pero tan pocos centímetros que lo obligó a pegarse a la escasa vestimenta que cubría su persona.

Después de las presentaciones, se sentaron en torno a la pequeña mesa de comedor.

– ¿Quiere que vaya a buscar a mi esposa? Está abajo, en la playa.

– No, no es necesario, en realidad es con Melanie con quien quería intercambiar unas impresiones. Como quizá sepan, Bo y Kerstin Möller han denunciado la desaparición de su hija Jenny y me dijeron que tú habías quedado con ella para ir a Fjällbacka ayer tarde, ¿es correcto?

Melanie se tiró un poco del top para ampliar el escote sin que se notase y se humedeció los labios antes de responder. Un policía, vaya, eso sí que era sexy.

– Sí, íbamos a vernos hacia las siete en la parada del autobús para tomar el de las siete y diez. Habíamos conocido a unos chicos que lo pillarían en Tanum Strand y sólo íbamos a ver si había algo que hacer en Fjällbacka, pero no teníamos ningún plan concreto.

– Pero Jenny no acudió.

– No, súper raro. No nos conocemos mucho, pero parecía una chica formal y eso, así que me sorprendió que no se presentase. No es que lo sintiera mucho, vamos, porque era más bien ella la que se colgaba de mí y a mí no me importaba quedarme sola con Micke y Fredde, los chicos de Tanum Strand, vamos.

– ¡Pero Melanie, chiquilla!

Su padre le lanzó una mirada furibunda, que ella le devolvió.

– ¿Qué pasa? ¿Qué le voy a hacer yo si me parecía aburrida? Tampoco es culpa mía que haya desaparecido. Lo más seguro es que se haya largado a Karlstad. Me contó algo de un chico al que había conocido allí y, si no era tonta del todo, seguro que decidió pasar de esta mierda de vacaciones en caravana y largarse con él.

– ¡Pues tú no te atrevas ni a pensarlo! Ese tal Tobbe…

Patrik se vio obligado a interrumpir la discusión entre padre e hija y movió la mano ligeramente para llamar su atención. Por suerte, los dos callaron.

– En otras palabras, tú no tienes la menor idea de por qué no acudió a la cita.

– No, ni remota.

– ¿Sabes si se veía con alguna otra persona del camping a la que pueda haberse confiado?

Como por accidente, Melanie rozó con su pierna desnuda la del policía, que respondió dando un respingo para satisfacción de la muchacha. Los tíos eran tan simples… Daba igual la edad, sólo tenían una cosa en la cabeza y, sabiendo eso, podía una llevarlos adonde quisiera. Volvió a rozarle la pierna; ya parecía que le sudaba el labio superior. Claro que también hacía un calor bochornoso dentro de la caravana.

– Había un tío, un pardillo al que, al parecer, conocía desde que era pequeña porque lo veía aquí todos los veranos. Un palurdo, pero ya te digo que ella tampoco es que fuese ningún crack, así que seguro que lo pasaban bien juntos.

– ¿Y no sabrás cómo se llama o dónde puedo encontrarlo?

– Sus padres tienen la caravana dos filas más allá. La del toldo de rayas blancas y marrones con mil macetas de geranios delante.

Patrik le dio las gracias antes de, ruborizado, volver a quedar medio preso entre Melanie y la salida.

La joven intentó posar de la forma más provocativa que supo mientras se despedía de él desde la puerta. Su padre acababa de reemprender la retahíla, pero ella apagó el chip. De todos modos, nunca le decía nada digno de atención.


Sudoroso, y no sólo por el calor, Patrik se alejó de allí a buen paso. Fue un alivio salir de la angosta caravana al alboroto de fuera. Se había sentido como un pederasta mientras aquella jovencita le pegaba los pechos a la cara y, cuando empezó a rozarlo con su pierna, quiso que se lo tragara la tierra de lo desagradable que le resultó. Tampoco iba muy vestida que digamos, más o menos como si hubiese dividido en dos la tela de un pañuelo para cubrirse el cuerpo. En un arrebato visionario pensó que, dentro de diecisiete años, tal vez fuese su hija la que llevase esa indumentaria y se dedicase a intentar seducir a hombres mayores. Se estremeció ante la idea y se dijo que ojalá Erica llevase un niño en sus entrañas. Con los chicos adolescentes, al menos, sabía cómo funcionaba la cosa. Aquella jovencita se le antojaba un ser del espacio exterior, con tanto maquillaje y tan enjoyada. Tampoco pudo evitar constatar que llevaba un aro en el ombligo. Tal vez estuviese haciéndose viejo, pero lo consideraba cualquier cosa menos sexy. Más bien le hacía pensar en el riesgo de infecciones y la formación de cicatrices. En fin, seguro que esa opinión tenía que ver con la edad. Aún vivía fresca en su memoria la reprimenda de su madre cuando lo vio llegar con un aro en la oreja, y eso que tenía diecinueve años. Tuvo que quitárselo enseguida y fue lo máximo a lo que se atrevió.

Al principio se perdió entre las caravanas, que estaban tan juntas que parecían amontonadas. Era incapaz de entender cómo la gente se prestaba voluntariamente a pasar sus vacaciones empaquetada como arenques junto con otro montón de personas. Aunque, claro, comprendía que aquella práctica se había convertido para muchos en un estilo de vida y que la camaradería con los demás campistas, que volvían cada año al mismo lugar, era uno de los atractivos. Algunas caravanas apenas merecían ya ese nombre, pues las habían ampliado con tiendas de campaña montadas en todas direcciones y parecían más bien residencias permanentes que siempre estaban allí, año tras año.

Tras preguntar encontró por fin la caravana descrita por Melanie, a cuya puerta vio sentado a un chico alto y desgarbado, con la cara plagada de acné. A Patrik le dio pena ver los granos, blancos o enrojecidos, y advertir que no había podido resistir la tentación de hurgarse algunos, pese a que le quedarían cicatrices que durarían hasta mucho después de que el acné hubiese desaparecido.

Cuando llegó adonde estaba el chico, el sol le daba directamente en los ojos y tuvo que hacerse sombra con la mano, porque se había olvidado las gafas de sol en la comisaría.

– Hola, soy de la policía. He estado hablando con Melanie, de aquella caravana. Me dijo que conocías a Jenny Möller. ¿Es verdad?

El chico asintió sin pronunciar palabra. Patrik se sentó a su lado sobre el césped y supo enseguida que aquel muchacho, a diferencia de la lolita de antes, parecía realmente preocupado.

– Me llamo Patrik, ¿y tú?

– Per.

Patrik alzó una ceja como para indicar que esperaba algo más.

– Per Thorsson -respondió el joven, mientras arrancaba nerviosamente manojos de briznas con la mano, sin apartar la vista de lo que hacía y sin mirar a Patrik, y añadió-: Si le ha ocurrido algo, ha sido culpa mía.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Patrik atónito.

– Perdió el autobús por mi culpa. Llevamos toda la vida viéndonos aquí en verano, desde niños, y siempre lo hemos pasado muy bien juntos. Pero desde que conoció a la imbécil de Melanie, se volvió muy antipática. Sólo hablaba de ella, Melanie por aquí, Melanie por allí, Melanie ha dicho que tal y la madre que la parió. Antes se podía hablar con ella de cosas serias, cosas que significan algo, pero este verano, nada más que de maquillajes, ropa y basuras por el estilo, y si venía a verme, ni siquiera se atrevía a contárselo a Melanie porque al parecer ella piensa que soy un pardillo.

La velocidad con que arrancaba los manojos iba en aumento, de modo que a su lado se veía ya una zona totalmente pelada que crecía con cada ramito extraído. El olor a comida asándose en la parrilla flotaba denso sobre sus cabezas y se deslizó hasta las fosas nasales de Patrik, cuyo estómago protestó de hambre.

– Las adolescentes son así. Se le pasará, te lo aseguro. Después vuelven a la normalidad -lo calmó Patrik con una sonrisa, antes de adoptar un tono más serio-. Pero, dime, ¿qué quieres decir con que tú tuviste la culpa? ¿Sabes dónde está? Porque, en ese caso, te diré que sus padres están terriblemente preocupados…

Per desechó su insinuación con la mano.

– No tengo la menor idea de dónde está. Sólo sé que tiene que haberle pasado algo. Ella jamás se iría así, sin más. Y puesto que pensaba hacer autoestop…

– ¿Autoestop? ¿Adónde? ¿Cuándo se puso a hacer autoestop?

– Por eso es culpa mía -Per le hablaba a Patrik con una claridad excesiva, como si estuviese dirigiéndose a un niño pequeño. Continuó-: Empecé a darle el rollo porque estaba harto de que yo sólo le viniese bien cuando esa Melanie no sabía que estaba conmigo, así que la paré cuando pasó por delante de mi caravana para decirle lo que pensaba. No le sentó muy bien, pero no protestó y aguantó el chaparrón. Después me dijo que había perdido el autobús y que tendría que hacer autoestop hasta Fjällbacka, y se marchó.

Per alzó la vista de su rodal pelado y miró a Patrik. El labio inferior le temblaba levemente y Patrik notó que se esforzaba cuanto podía por no caer en la humillación de echarse a llorar allí, delante de todos los campistas.

– Por eso es culpa mía. Si no hubiera empezado a discutir con ella por algo que, bien mirado, es totalmente absurdo, no habría perdido el autobús y no le habría pasado nada. Seguro que se topó con algún psicópata cuando hacía autostop, y todo por mi culpa.

Su voz subió una octava y se quebró en falsete hasta cambiar de tono. Patrik negaba con gesto vehemente.

– No, no es culpa tuya. Y ni siquiera sabemos si le ha ocurrido algo. Eso es lo que intentaremos averiguar. Quién sabe, quizá aparezca cuando menos te lo esperes, quizá haya estado haciendo alguna trastada.

Su tono intentaba infundirle tranquilidad, pero el propio Patrik oyó lo falso que sonaba. Sabía que el temor que se percibía en los ojos del chico también lo expresaban los suyos. A tan sólo cien metros de donde ellos se encontraban, estaba el matrimonio Möller en su caravana, aguardando a su hija. Patrik sintió que se le helaba la boca del estómago, que tal vez Per tuviese razón y estuviesen esperando en vano. Alguien había recogido a Jenny, alguien cuyas intenciones no eran buenas.


Mientras que Jacob y Marita estaban en sus trabajos y los niños en la guardería, Linda esperaba la llegada de Johan. Era la primera vez que iban a verse en la casa de Västergården en lugar de en el pajar, y para Linda era algo muy emocionante. Saber que, pese a la prohibición, se encontrarían en la casa de su hermano, le añadía sal a la cita. Sin embargo, hasta que no vio la expresión de Johan cuando cruzó la puerta, no comprendió que volver a entrar en aquella casa despertaba unos sentimientos bien diferentes en él.

El joven no había estado allí desde que abandonaron la finca, inmediatamente después de la muerte de Johannes. Empezó a recorrerlo todo muy despacio, primero la sala de estar, después la cocina e incluso el baño. Era como si quisiera impregnarse de cada pequeño detalle. Habían cambiado muchas cosas. Jacob había reparado y pintado aquí y allá, y la casa no tenía el aspecto que él recordaba. Linda lo seguía muy de cerca.

– Hacía mucho que no venías a esta casa.

Johan asintió y pasó la mano por la chimenea de la sala de estar.

– Hace más de veinte años. Yo tenía apenas cinco cuando nos mudamos de aquí. Jacob ha hecho muchas reformas.

– Sí, todo tiene que ser tan bonito a su alrededor… Se pasa la vida con el bricolaje. Todo tiene que estar perfecto.

Johan no respondía. Era como si se encontrase en otro mundo. Linda empezó a lamentar haberlo invitado a casa. Lo único que ella pretendía era que pasaran un rato tranquilos en la cama, no un viaje por los tristes recuerdos del pasado de Johan. En realidad, ella prefería no pensar en absoluto en esa parte de Johan, la mitad de su persona obsesionada por sentimientos y experiencias, una parte que no la incluía a ella. Siempre lo había visto embrujado por su persona, casi adorándola, y eso era lo que ella quería de él, no a ese Johan adulto, meditabundo y reflexivo, que ahora se paseaba por la casa.

Linda le tiró del brazo y él se sobresaltó, como si lo hubiesen despertado de un trance.

– ¿Subimos? Mi habitación está arriba, en la buhardilla.

Johan la siguió indolente escaleras arriba. Cruzaron la planta alta, pero, cuando Linda se disponía a subir la escalera que conducía a la buhardilla, se dio cuenta de que Johan se había detenido. Allí estaban antes su dormitorio y el de Robert, y también el de sus padres.

– Espera, ahora mismo voy. Sólo quiero ver una cosa.

No hizo caso de las protestas de Linda, sino que, con mano temblorosa, abrió la primera puerta que había en el descansillo, la de su dormitorio de pequeño. Aún seguía siendo la habitación de un niño, sólo que las ropas y los juguetes que ahora se veían por todas partes eran de William. Se sentó en el borde de la cama y rememoró el aspecto del dormitorio cuando aún era suyo. Tras unos minutos, se levantó y se dirigió a la habitación de su hermano Robert. La halló más cambiada aún que la suya, pues se había, convertido en un dormitorio de niña donde dominaban el rosa, el tul y las lentejuelas. Salió casi enseguida y se encaminó, como atraído por un imán, a la habitación del fondo del rellano. Cuántas noches había recorrido esos metros de puntillas, caminando sobre la alfombra que su madre había puesto allí, hacia la puerta blanca del fondo, para abrirla con cuidado y escurrirse sigiloso en la cama de sus padres. Allí dormía seguro, libre de pesadillas y de monstruos bajo la cama. El prefería dormir pegado, muy pegado a su padre. Comprobó que Jacob y Marita habían conservado el viejo y suntuoso cabecero; aquella era la habitación menos cambiada.

Sintió que las lágrimas le ardían bajo los párpados, y los apretó para impedir que brotaran antes de volverse de espaldas a Linda. Ante ella no quería mostrarse tan débil.

– ¿Has terminado de mirar o qué? Aquí no hay nada que robar, si es eso lo que crees.

Detectó en su tono una maldad que no le había oído antes y una chispa de ira estalló en su interior. La idea de lo que pudo haber sido animó esa chispa y Johan la agarró del brazo con firmeza:

– ¿De qué demonios estás hablando? ¿Crees que estoy mirando qué robar? ¡Estás loca! Para que lo sepas, yo vivía aquí mucho antes de que se mudase tu hermano y, de no haber sido por el cerdo de tu padre, nosotros habríamos seguido viviendo en Västergården, así que cállate la boca.

Por un instante, Linda quedó muda de asombro ante la transformación experimentada por el dulce Johan. Pero se zafó enseguida de su brazo y le espetó:

– Oye, que no es culpa de mi padre que el tuyo se jugase su dinero y lo perdiese. E hiciese lo que hiciese el mío, tampoco es responsable de que el cobarde de tu padre se suicidase. Él decidió abandonaros y no puedes echarle la culpa de eso a mi padre.

Tal era la ira que sentía que su campo de visión se vio empañado por unas extrañas manchas blancas. Cerró los puños. Linda parecía tan delgada y frágil que se preguntó si no podría partirla en dos, pero se obligó a respirar hondo para calmarse. Con una extraña voz ronca, le advirtió:

– Hay muchas cosas de las que quiero y puedo acusar a Gabriel. Tu padre destrozó nuestras vidas por envidia. Mi madre me lo ha contado todo. A mi padre lo quería todo el mundo, en cambio a Gabriel lo consideraban un gruñón inaguantable y eso él no lo soportaba. Mi madre estuvo aquí ayer y le dijo un par de cosas. Lástima que no le diese una paliza también, claro que no se atrevería a tocarlo.

Linda se echó a reír.

– Hubo un tiempo en que sí que le gustó tocarlo, parece ser. Me da un asco que me muero al pensar en mi padre con la mugrienta de tu madre, pero así pasó, parece, hasta que ella comprendió que resultaba más fácil sacarle dinero a tu padre que al mío. Y se fue con él. Ya sabes cómo se llama a ese tipo de mujeres: ¡putas!

Linda, que era casi tan alta como él, le escupió sus palabras con tal desprecio que le salpicó la cara de saliva.

Por miedo a no saber contenerse, Johan retrocedió hacia la escalera. Sentía deseos de rodearle el cuello con las manos y estrangularla para que se callara; sin embargo, salió corriendo.

Desconcertada ante el curso que habían tomado los acontecimientos y de pura indignación al ver que no dominaba a Johan como ella creía, Linda se agarró de la barandilla y le gritó con odio:

– Eso, lárgate, perdedor de pacotilla; de todos modos, sólo servías para una cosa y ni siquiera en eso eras ninguna maravilla.

Concluyó con un corte de mangas, pero él ya salía por la puerta y no la vio.

Poco a poco, fue bajando el brazo y, con la volubilidad propia de la adolescencia, empezó a lamentar haberse expresado como lo había hecho. Pero la había sacado de sus casillas.


Cuando llegó el fax de Alemania, Martin acababa de colgar el auricular después de hablar con Patrik. La noticia de que alguien hubiese cogido a Jenny mientras hacía autoestop no mejoraba precisamente la situación. Podía haber sido cualquiera y la única fuente en la que podían confiar al respecto era el ojo siempre alerta de la gente. La prensa llevaba días llamando a Mellberg enloquecida y, dado que ya sabían que la noticia tendría una amplia difusión, Martin esperaba que alguien llamase diciendo que había visto a Jenny subir a un coche cerca del camping. Esperaba poder seleccionar con relativa facilidad las llamadas realmente útiles de entre todas las que recibirían a partir de la publicación de la noticia, entre las que habría llamadas de perturbados mentales y de gente que aprovechaba la ocasión para amargarle la vida a un enemigo.

Fue Annika quien le llevó el fax, que era breve y conciso. Leyó como pudo las escasas frases y llegó a la conclusión de que el pariente más próximo de Tanja era su ex marido. A Martin le sorprendió que ya estuviese separada siendo tan joven, pero allí estaba el dato, más claro que el agua. Tras unos minutos de indecisión y una rápida consulta a Patrik por el móvil, marcó el número de la oficina de información turística de Fjällbacka. Al oír la voz de Pia en el auricular, sonrió inconscientemente.

– Hola, soy Martin Molin -se hizo un silencio que, en su opinión, duró un segundo de más-, el policía de Tanumshede -añadió malhumorado por haber tenido que aclarar quién era. Él, en cambio, habría podido decir hasta el número que ella calzaba si, por alguna extraña razón, se le hubiese pedido que lo hiciera.

– Ah, sí, hola, perdona. Se me da fatal recordar los nombres de la gente, aunque por suerte soy muy buena recordando caras, lo que es una ventaja en este trabajo -aclaró entre risas-. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?

«¿Por dónde empezaría yo…?», se preguntó Martin, pero recordó enseguida el motivo de su llamada y se dijo que debía comportarse.

– Tengo que hacer una llamada importante a Alemania y no confío en el cinco que saqué en alemán. ¿Podrías participar en una llamada a tres y hacer de intérprete?

– Por supuesto -respondió ella sin pensarlo-, en cuanto le pida a mi colega que se encargue de la oficina un rato.

Martin la oyó hablar con alguien, hasta que la voz de Pia volvió a sonar en el auricular.

– Ya está arreglado. ¿Cómo funciona eso? ¿Me llamas tú o qué?

– Sí, yo tengo que incorporarte a la llamada, así que espera un minuto mientras llamo.

Cuatro minutos más tarde exactamente, tenía al teléfono al ex marido de Tanja, Peter Schmidt, y a Pia. Empezó por presentarle sus condolencias y disculpándose por llamar en circunstancias tan amargas. La policía alemana ya había informado a Peter de la muerte de su ex mujer, de modo que Martin pudo ahorrarse esa tarea, pero le resultaba desagradable llamarlo con tan poco margen después de la triste noticia. Aquella era, en efecto, una de las misiones más desagradables de su profesión y, por fortuna, un fenómeno poco frecuente en su día a día laboral.

– ¿Qué sabía usted del viaje de Tanja a Suecia?

Pia tradujo con fluidez al alemán la pregunta de Martin y después, del alemán al sueco, la respuesta de Peter.

– Nada. Por desgracia no nos dijimos adiós amistosamente, así que después de la separación apenas mantuvimos el contacto; pero mientras estuvimos casados, jamás mencionó que tuviese deseos de viajar a Suecia. Le gustaban más las vacaciones de sol y playa, a España o a Grecia. Yo creo que a ella Suecia le habría parecido un país demasiado frío para unas vacaciones.

«Frío…», pensó Martin irónicamente, al tiempo que veía por la ventana los vapores que despedía el asfalto. «Sí, sí, claro, y los osos polares se pasean por la calle…», remató para sí antes de proseguir.

– Es decir, jamás dijo una sola palabra de que tuviese nada que resolver en Suecia o algún contacto o relación con el país. ¿Ni sobre un pueblo llamado Fjällbacka?

La respuesta de Peter seguía siendo negativa y a Martin no se le ocurría nada más que preguntar. Seguía sin saber qué le habría querido insinuar Tanja a su compañera al hablarle del motivo de su viaje. De repente, cuando ya estaba a punto de despedirse, se le ocurrió una última pregunta.

– ¿Hay alguna otra persona a la que le podamos preguntar? El único pariente de cuya existencia nos ha informado la policía alemana es usted, pero quizá pueda darnos el nombre de alguna amiga…

– Podrían hablar con su padre. Vive en Austria. Seguramente por eso la policía no lo encontró en ningún registro. Espere, aquí tengo su número de teléfono.

Martin oyó que Peter se alejaba y el ruido que hacía al buscar en algún cajón. Segundos después volvió a ponerse al teléfono. Pia seguía traduciendo y se esforzó en repetir los números con especial claridad.

– No estoy seguro de que pueda decirles mucho. Hace dos años, poco después de que Tanja y yo nos separásemos, ellos dos tuvieron un fuerte enfrentamiento y se distanciaron bastante. Tanja no quiso contarme por qué, pero tengo la impresión de que llevaban mucho tiempo sin hablarse. Claro que nunca se sabe. Cuando hable con él, salúdelo de mi parte.

La conversación no había sido muy fructífera, pero Martin le dio las gracias y le preguntó si podía volver a llamarlo en caso de que surgiesen más preguntas. Pia se quedó al teléfono y se le adelantó preguntándole si quería llamar al padre de Tanja enseguida, para ayudarle con la traducción.

El tono de llamada sonó una y otra vez, pero nadie contestaba, no parecía haber nadie en casa. El comentario del ex marido sobre el enfrentamiento entre Tanja y su padre también había despertado la curiosidad de Martin. ¿Sobre qué podían haber discutido que fuera tan grave como para que interrumpiesen del todo el contacto? ¿Y tendría algo que ver con el viaje de Tanja a Fjällbacka y con su interés por la desaparición de las dos chicas?

Sumido en sus cavilaciones, casi se olvidó de que tenía a Pia al teléfono; le dio las gracias apresuradamente y acordaron que le ayudaría a llamar al padre de Tanja al día siguiente.

Martin se quedó un buen rato pensando y observando la fotografía de Tanja en el depósito. ¿Qué había ido a buscar a Fjällbacka? ¿Y qué habría encontrado?


Con sumo cuidado, Erica fue acercándose a los muelles. No era normal que hubiese huecos libres entre los barcos varados en aquella época del año. Por lo general, los veleros solían atracar en doble y hasta en triple fila, pero el asesinato de Tanja había espantado a bastante gente, que había ido a buscar sitio en otros puertos. Erica deseaba con todas sus fuerzas que Patrik y sus colegas resolviesen el caso cuanto antes. De lo contrario, el invierno se presentaría muy duro para todos aquellos que vivían de lo que ganaban durante el verano.

Anna y Gustav optaron, no obstante, por ir contra corriente y se quedaron en Fjällbacka un par de días más. Cuando vio el barco, comprendió por qué no había podido convencerlos de que se quedaran en casa con ella y con Patrik. Era impresionante. Allí estaba, al final del muelle, de un blanco reluciente, con la cubierta de madera y con espacio suficiente para albergar por lo menos a dos familias.

Anna la saludó alegre al verla acercarse y la ayudó a subir al barco. Erica estaba sin resuello cuando, por fin, pudo sentarse a tomarse el gran vaso de refresco que le sirvió su hermana.

– ¿Verdad que se harta una al final?

Erica puso los ojos en blanco, dándole la razón.

– ¿Me lo preguntas? Pero supongo que es así como la naturaleza nos obliga a tener ganas de parir. Si no fuese por este calor tan agobiante… -se secó el sudor de la frente con una servilleta, pero no tardó en sentir cómo se le formaban nuevas gotas de sudor que le rodaban por la sien.

– Pobrecilla -se compadeció Anna con una sonrisa.

Gustav subió del camarote y saludó a Erica con corrección. Su indumentaria era tan impecable como la última vez que se vieron y sus blanquísimos dientes relucían sobre el fondo tostado de su rostro. Se dirigió a Anna y, algo irritado, le advirtió:

– La mesa del desayuno está aún sin recoger. Ya te he dicho que es preciso que mantengas un poco de orden en el barco. Si no, esto no funciona.

– Ah, sí, perdona, ahora mismo lo soluciono.

La sonrisa se borró del rostro de Anna que, bajando la mirada, se apresuró a descender a las regiones inferiores del barco. Gustav se sentó junto a Erica, con una cerveza fría en la mano.

– No es posible vivir en un barco si no se mantiene el orden. En especial si hay niños. De lo contrario, es un lío.

Erica se preguntó por qué no había podido quitar la mesa del desayuno él mismo si tan importante le parecía. Después de todo, no parecía inválido.

El ambiente empezaba a espesarse entre ellos y Erica sintió enseguida que el abismo creado por las diferencias entre sus orígenes y su educación se abría sin remisión. Aun así, se sintió obligada a romper el silencio.

– Un barco precioso.

– Sí, es una verdadera belleza -no cabía en sí de orgullo-. Me lo ha prestado un buen amigo, pero ahora me están dando ganas de comprarme uno.

Un nuevo silencio. Erica se alegró cuando vio que Anna volvía y se sentaba al lado de Gustav. Dejó el vaso que traía en el otro lado. Una arruga de contrariedad se formó entonces en la frente de Gustav.

– ¿Podrías hacerme el favor de no dejar los vasos ahí? Se forman manchas en la madera.

– Lo siento -se excusó ella con un hilo de voz, al tiempo que se apresuraba a retirar el vaso.

– Emma -dijo Gustav, trasladando su atención de la madre a la hija-, ya te he dicho que no puedes jugar con la vela. Aléjate de ahí ahora mismo -la pequeña, de cuatro años, se hizo la sorda y lo ignoró por completo. Gustav estaba a punto de levantarse cuando Anna se le adelantó de un salto.

– Ya voy yo. Seguro que no te ha oído.

La niña empezó a chillar enrabietada al ver que la arrancaban de donde estaba y, cuando Anna la llevó a la mesa donde se encontraban los mayores, estaba visiblemente enfurruñada.

– Eres malo -le dijo a Gustav al tiempo que se preparaba para propinarle un puntapié en la espinilla, gesto que le arrancó a Erica una sonrisa furtiva.

Entonces, Gustav agarró a Emma del brazo y, por primera vez desde que llegaron, Erica vio encenderse una chispa en los ojos de Anna. Le retiró a Gustav la mano y acercó a Emma contra sí.

– No la toques.

Él alzó las manos como para tranquilizarla:

– Perdona, pero tus hijos son unos salvajes. Alguien tiene que enseñarles modales.

– Mis hijos están perfectamente educados, gracias, y de su educación me encargo yo personalmente. Venga, vamos a Ackes a comprar un helado.

Le hizo un gesto a Erica, que se puso más que contenta de poder estar sola un rato con su hermana y sus sobrinos, sin el señor Melindres. Colocaron a Adrian en el carrito y Anna le dio permiso a Emma para ir empujándolo delante de ellas.

– ¿A ti te parece que soy hipersensible? Lo único que hizo fue cogerla del brazo. Quiero decir que sé que lo que pasé con Lucas me ha afectado y me ha convertido en una madre sobreprotectora…

Erica tomó a su hermana del brazo.

– A mí no me parece que seas sobreprotectora en absoluto. Personalmente, pienso que tu hija es una excelente conocedora del género humano y deberías haberla dejado que le diese una buena patada en la espinilla.

El rostro de Anna se ensombreció.

– Pues a mí me parece que exageras un poco. Después de todo, ahora que lo pienso, no era para tanto. Si uno no está acostumbrado a estar con niños, es normal estresarse.

Erica dejó escapar un suspiro. Por un instante creyó que su hermana iba a mostrar por fin un poco de entereza y a exigir el trato al que ella y sus hijos tenían derecho, pero Lucas había hecho un buen trabajo.

– ¿Qué tal va el juicio por la patria potestad?

En un primer momento, Anna pareció dispuesta a desoír la pregunta, pero al cabo de un instante respondió en voz muy baja:

– No va nada bien. Lucas está resuelto a utilizar todos los medios a su alcance, por sucios que sean. Y que haya conocido a Gustav lo ha puesto más furioso si cabe.

– Pero no tiene a qué agarrarse, ¿no? Quiero decir, ¿qué puede aducir para demostrar que tú no eres una buena madre? Si hay alguien con razón para retirarle la patria potestad, ¡esa eres tú!

– Sí, bueno, pero él parece convencido de que si inventa las suficientes mentiras, algo quedará.

– Pero ¿y tu denuncia por maltrato a los niños? ¿No debería ser un argumento de más peso que su sarta de mentiras?

Anna no respondió y su silencio originó en Erica una sospecha muy desagradable.

– Nunca pusiste esa denuncia, ¿verdad? Me mentiste en mi propia cara y me dijiste que lo habías denunciado, pero no lo hiciste.

Anna no se atrevía a mirarla de frente.

– Venga, contesta. ¿Es así? ¿Tengo razón?

Anna le respondió desabrida.

– Sí, querida hermana, tienes razón. Pero no tienes derecho a juzgarme. No has estado en mi pellejo, así que no tienes ni idea de lo que es vivir siempre con el miedo de lo que pueda ocurrírsele. Si lo hubiese denunciado, me habría perseguido hasta el fin del mundo. Yo esperaba que, si no acudía a la policía, nos dejaría en paz. Y al principio pareció funcionar, ¿no?

– Sí, claro. Pero ahora ya no funciona. Maldita sea, Anna, tienes que aprender a pensar más allá.

– Sí, claro, para ti es muy fácil decirlo. Tú, que estás aquí con toda la tranquilidad del mundo, con un hombre que te adora y que nunca te haría daño, y ahora, después del libro de Alex, con dinero contante y sonante. Para ti es muy fácil decirlo, sí. Tú no sabes lo que es estar sola con dos niños y trabajar como una negra para darles de comer y vestirlos. A ti todo te va divinamente, claro, y no creas que no te he visto mirar a Gustav con desprecio. Tú crees que lo sabes todo, pero en realidad no tienes ni idea.

Anna no se molestó en darle a Erica la oportunidad de responder a su exabrupto, sino que echó a andar a buen paso hacia la plaza empujando el carrito con una mano y con Emma de la otra. Erica, por su parte, se quedó en la acera a punto de llorar y preguntándose cómo habían llegado a aquella situación. Su intención era buena. Lo único que quería era que Anna tuviese la vida que se merecía.


Jacob besó a su madre en la mejilla y le estrechó la mano a su padre con toda formalidad. Esa había sido siempre la naturaleza de su relación: distante y correcta en lugar de cálida y cariñosa. Le resultaba raro ver a su propio padre como a un extraño, pero esa era la descripción que más se adaptaba a la realidad. Claro que había oído contar cómo su padre se quedaba en el hospital día y noche cuidándolo, junto con su madre, pero él no tenía de aquello más que un vago recuerdo borroso que no les había servido para estar más unidos. La relación íntima la había tenido, en cambio, con Ephraim, en el que veía más un padre que un abuelo. Desde que Ephraim le salvó la vida donándole parte de su médula, Jacob lo veía como a un héroe.

– ¿Hoy no trabajas?

Su madre sonaba tan angustiada como de costumbre, sentada a su lado en el sofá. Jacob se preguntó cuáles serían los peligros que ella imaginaba siempre a la vuelta de la esquina. Aquella mujer había vivido toda su vida como si estuviese haciendo equilibrios al límite del abismo.

– Sí, pero hoy pensaba ir un poco más tarde y quizá trabajar un rato por la tarde. Pensé que estaría bien pasarme a ver cómo estabais. Ya me enteré de que os habían roto los cristales de las ventanas. Pero, mamá, ¿por qué no me llamaste a mí en lugar de a papá? Yo habría podido venir en un santiamén.

Laine sonrió agradecida.

– No quería preocuparte. No te conviene alterarte.

Jacob no respondió, simplemente le sonrió dulcemente, casi para sus adentros.

Su madre le tomó la mano.

– Ya sé, ya sé, pero déjame que te coja la mano un momento. Es difícil enseñarle a un perro viejo, ya sabes.

– Pero, mamá, tú no eres vieja, si aún eres una niña…

La mujer se ruborizó, encantada con el cumplido. Aquella era una conversación habitual entre madre e hijo, y él sabía que a ella le gustaba oír ese tipo de comentarios. Con su padre no se lo había pasado tan bien nunca, los cumplidos no eran el lado fuerte de Gabriel.

Y, en efecto, lo oyeron resoplar impaciente en el sillón, hasta que por fin se levantó.

– Bueno, pues la policía ha estado hablando con el desastre que tienes por primos, así que esperemos que ahora se mantengan tranquilos un tiempo -dijo, al tiempo que empezaba a dirigirse al despacho-. ¿Tienes tiempo de echarle una mirada a los números?

Jacob le besó la mano a su madre, asintió y siguió a su padre. Gabriel había empezado hacía unos años a introducir a su hijo en los negocios de la finca, formación en la que no cejaba desde entonces. Su padre quería asegurarse de que Jacob sería perfectamente capaz de sustituirlo llegado el momento. Por suerte, Jacob tenía una inclinación natural para el negocio y se le daban tan bien los números como las tareas prácticas que requería.

Cuando ya llevaban un buen rato inclinados sobre los libros contables y estudiándolos juntos, Jacob se estiró un poco y comentó:

– Había pensado subir un rato a visitar al abuelo. Hace mucho tiempo que no lo hago.

– Mmm, ¿cómo? Ah, sí, claro, ve -respondió Gabriel, aún sumido en el mundo de las cifras.

Jacob subió la escalera que conducía a la planta superior y se encaminó despacio hacia la puerta de acceso al ala izquierda de la casa. En ella había vivido el abuelo Ephraim hasta el fin de sus días y Jacob había pasado allí de niño muchas horas.

Entró y comprobó que todo estaba intacto. Él mismo les había pedido a sus padres que no cambiasen ni trasladasen nada de sitio, y ellos habían respetado su deseo, conscientes de la relación tan singular que lo unía al abuelo.

Las habitaciones irradiaban fortaleza. Su decoración tan masculina y apagada, tan distinta de la del resto de las habitaciones del caserón, que era alegre y luminosa, provocaba en Jacob la sensación de haber accedido a otro mundo.

Se sentó en el sillón de piel que había junto a una de las ventanas y apoyó los pies en el escabel que tenía delante. Así encontraba Jacob a Ephraim cuando lo visitaba. Él, por su parte, se sentaba en el suelo, delante del abuelo, como un cachorrillo, a escuchar con devoción las historias de tiempos pasados.

Los relatos de las asambleas de evangelización lo atraían poderosamente. Ephraim le describía con todo lujo de detalles el éxtasis reflejado en los rostros de los congregados y su concentración absoluta en la figura del Predicador y sus hijos. Su abuelo poseía una voz profunda y atronadora con la que, sin duda, era capaz de embaucar a la gente. Lo que más le gustaba de las historias que el abuelo le contaba eran los episodios en los que narraba los milagros realizados por Gabriel y Johannes. Cada día obraban un nuevo portento y aquello le resultaba a Jacob tan maravilloso… No comprendía por qué su padre no sólo no quería hablar de ese período de su vida, sino que incluso parecía avergonzarse de él. Ni más ni menos que el don de curar, sanar a los enfermos y a los inválidos. ¡Qué dolor debió de sentir cuando perdió el don! Según Ephraim, desapareció de un día para otro. A Gabriel no le importó, pero Johannes cayó en la más honda desesperación. Por las noches, rogaba a Dios para que le devolviese la gracia y, tan pronto como veía un animal herido, echaba a correr tras él e intentaba concitar el poder que un día poseyó.

Jacob jamás llegó a entender por qué Ephraim se reía de un modo tan extraño cuando hablaba de aquella época. A Johannes debió de causarle un sufrimiento terrible y El predicador, como hombre de Dios, debería haberlo comprendido. Sin embargo, Jacob amaba a su abuelo y no cuestionaba nunca ni lo que decía ni la manera en que lo decía. A sus ojos, era infalible, claro, puesto que le había salvado la vida, no milagrosamente mediante la imposición de manos, pero sí donándole parte de su cuerpo para infundirle nueva vida. Y por eso lo idolatraba.

Claro que lo mejor de todo era el modo en que Ephraim acababa sus relatos. Solía guardar un silencio denso y trágico, miraba a su nieto fijamente a los ojos y le decía:

– Y tú, Jacob, tú también tienes dentro el don. En algún lugar, en lo más hondo de ti, aguarda a que alguien o algo lo despierte.

Jacob adoraba aquellas palabras.

Jamás consiguió activar tal don, pero a él le bastaba saber que su abuelo pensaba que, en su interior, latía aquella fuerza. Durante el tiempo que estuvo enfermo, intentó muchas veces cerrar los ojos y hacerlo surgir para curarse a sí mismo, pero así, con los ojos cerrados, lo único que veía era oscuridad, las mismas tinieblas que ahora lo atenazaban con mano de hierro.

Tal vez habría encontrado el camino si el abuelo hubiese vivido más tiempo. El abuelo le había enseñado a Gabriel y a Johannes, así que ¿por qué no iba a poder enseñarle a él?

El sonoro graznido de un pájaro lo arrancó de su cavilar. Las tinieblas que llevaba en su interior volvieron a aprisionarle el corazón con tal fuerza que se preguntó si no serían capaces de detener sus latidos. Últimamente, la oscuridad se hacía presente más a menudo y era más densa que nunca.

Puso los pies en el sillón y se encogió, abrazado a sus piernas. Si Ephraim estuviese allí, habría podido ayudarle a encontrar la luz sanadora.


– Llegados a este punto, partimos de la base de que Jenny Möller no se ha ausentado voluntariamente. Queremos poder contar con la ayuda de la gente y dirigimos nuestra petición en ese sentido a todos aquellos que la hayan visto, en especial a quienes la hayan visto cerca de algún coche. Según la información que tenemos, pensaba hacer autoestop hasta Fjällbacka, de modo que cualquier dato relacionado con ese hecho resultará del máximo interés.

Patrik miraba con gravedad y uno por uno a los periodistas congregados en la conferencia de prensa. Al mismo tiempo, Annika iba distribuyendo la fotografía de Jenny Möller, con el fin de que todos los diarios tuviesen una copia para su publicación. No siempre lo hacían así, pero en este caso la prensa podía serles de utilidad.

Para sorpresa de Patrik, fue Mellberg quien le propuso que dirigiese la precipitada conferencia de prensa, mientras él se quedaba apartado en la pequeña sala de reuniones de la comisaría, observándolo.

Varios de los asistentes tenían la mano levantada para pedir turno de palabra.

– ¿Existe alguna relación entre el asesinato de Tanja Schmidt y la desaparición de Jenny? ¿Han encontrado algo que establezca una conexión entre ese asesinato y los esqueletos de Mona Thernblad y Siv Lantin?

Patrik se aclaró la garganta.

– En primer lugar, aún no tenemos la identificación definitiva de Siv, así que os rogaría que no escribieseis nada al respecto. Por lo demás, no quiero hacer comentarios sobre nuestras conclusiones, con el fin de no entorpecer la investigación técnica.

Se oyó suspirar a los periodistas, pues siempre se encontraban con la misma excusa de «la investigación técnica», aunque eso no les impidió seguir incansables con las manos en alto.

– Los turistas han empezado a marcharse de Fjällbacka. ¿Tienen motivos para estar preocupados por su seguridad?

– No hay motivo alguno de preocupación. Estamos trabajando muy duro por resolver este caso, pero en estos momentos debemos centrarnos en encontrar a Jenny Möller. Es cuanto puedo decir. Gracias.

Salió de la sala en medio de las protestas de los periodistas, pero vio por el rabillo del ojo que Mellberg se quedaba rezagado. ¡Ojalá no dijera ninguna imbecilidad!

Patrik fue al despacho de Martin y se sentó en el borde de su escritorio.

– Que me aspen si lo de las conferencias de prensa no es como meter la mano en un avispero voluntariamente.

– Sí, aunque ahora puede sernos útil.

– Claro, alguien tiene que haber visto a Jenny subir al coche, si es que hizo autoestop como dice el chico. Con el tráfico tan intenso que suele haber en Grebbestadsvägen, sería un milagro que nadie hubiera visto nada.

– Cosas más raras ocurren -dijo Martin con un suspiro.

– ¿Aún no has localizado al padre de Tanja?

– No he vuelto a intentarlo. Pensaba esperar hasta esta tarde. Lo más probable es que durante el día esté en el trabajo.

– Sí, claro, tienes razón. ¿Sabes si Gösta ha comprobado los registros de prisiones?

– Pues mira, por increíble que parezca, lo ha hecho. Pero nada, no hay nadie que haya estado encerrado todo este tiempo hasta ahora. Como era de esperar. Quiero decir que aquí uno puede matar al rey y salir al cabo de un par de años por buena conducta y la condicional la tienes en un par de semanas -aseguró al tiempo que arrojaba el bolígrafo sobre la mesa, visiblemente irritado.

– Venga, hombre, no seas tan cínico, eres demasiado joven. Dentro de diez años en la profesión puedes empezar a amargarte, pero hasta entonces has de seguir siendo ingenuo y depositar tu confianza en el sistema.

– Sí, viejo lobo -respondió Martin cuadrándose medio en broma, a lo que Patrik se levantó riéndose.

– Por cierto -recordó Patrik-, no podemos dar por hecho que la desaparición de Jenny guarde relación con los asesinatos de Fjällbacka, así que, por si acaso, pídele a Gösta que verifique si tenemos a alguien conocido por violación o similar que se haya librado de la cárcel otra vez. Pídele que compruebe a todos los que hayan estado en chirona por violación, agresión contra mujeres o algo así y que sepamos que suelen trabajar por la zona.

– Bien pensado, pero también puede ser alguien de fuera que esté aquí de turismo.

– Cierto, pero por algún sitio tenemos que empezar y ese es tan bueno como cualquier otro.

En ese momento, Annika asomó la cabeza.

– Disculpen los señores si los molesto, pero tienes al teléfono al forense, Patrik. ¿Te lo paso aquí o lo coges en tu despacho?

– Pásamelo a mi despacho, por favor. Dame medio minuto.

Ya en el despacho, se sentó a esperar a que sonase el teléfono. Notó que se le aceleraba el corazón, pues tener noticias del Instituto Forense era como esperar a Papá Noel. Uno nunca sabía qué sorpresas contendría el paquete.

Diez minutos después, ya estaba de vuelta en el despacho de Martin, pero se quedó en el umbral.

– Nos han confirmado que el segundo esqueleto pertenece a Siv Lantin, tal y como sospechábamos. Y el análisis de la tierra también está listo. Puede que ahí tengamos algo contundente.

Martin se inclinó hacia delante, con las manos cruzadas y lleno de expectación.

– Bueno, no me tengas en ascuas. ¿Qué han encontrado?

– Para empezar, el tipo de tierra que hallaron en el cadáver de Tanja, el que había en la manta y los restos hallados en los dos esqueletos son el mismo, lo que demuestra que, al menos en algún momento, las tres han estado en el mismo lugar. Además, el Laboratorio Nacional de Investigaciones Criminológicas ha detectado en la tierra un tipo de abono que sólo se usa en las granjas; incluso lograron determinar la marca y el nombre del fabricante. Lo mejor de todo es que no se vende en comercios, sino que se compra directamente del fabricante y, por si fuera poco, se trata de una de las marcas de uso más habitual. Así que, ya puestos, si pudieras llamar y pedirle una lista de los clientes que han comprado ese abono en concreto, tal vez podamos conseguir algo por fin. Aquí tienes una nota con el nombre del abono y el del fabricante. El número estará en las páginas amarillas.

– Yo me encargo. Te avisaré en cuanto tenga la lista -aseguró Martin, indicándole con un gesto de la mano que podía estar tranquilo.

– Perfecto -respondió Patrik con el pulgar en alto, al tiempo que tamborileaba ligeramente contra el quicio de la puerta.

– Oye, por cierto…

Patrik ya iba camino del pasillo, pero se dio la vuelta al oír la voz de Martin.

– ¿Sí?

– ¿Han dicho algo del ADN que encontraron?

– Seguían trabajando en ello. Esos análisis también son cosa del Laboratorio Nacional y parece que tienen una buena cola para ese tipo de pruebas. Hay muchas violaciones en esta época del año, ya sabes…

Martin asintió sombrío. Sí, lo sabía perfectamente. Era una de las grandes ventajas del otoño y el invierno. Gran parte de los violadores pensaba que hacía mucho frío para bajarse los pantalones. En verano, en cambio, el frío no era un inconveniente…

Patrik se encaminó a su despacho tarareando una cancioncilla. Por fin empezaban a ver la luz. Aunque lo que tenían no fuese gran cosa, era, al menos, algo concreto sobre lo que trabajar.


Ernst decidió permitirse el lujo de tomarse un perrito con puré en la plaza de Fjällbacka. Se sentó en uno de los bancos que daban al mar mientras, lleno de desconfianza, vigilaba a las gaviotas que lo sobrevolaban describiendo círculos en el aire. Si se les presentaba la oportunidad, las aves le robarían el perrito, de modo que no las perdía de vista ni un segundo. ¡Malditos pajarracos! Cuando era niño, se divertía amarrando un pez al extremo de una cuerda, que sujetaba por el otro. Así, cuando la gaviota, ignorante del peligro que la acechaba, se tragaba el pez, el pequeño Ernst se hacía de una cometa viviente que, indefensa, aleteaba en el aire presa del pánico. Otra diversión que le gustaba era robarle a su padre un poco de aguardiente y mojar en él migas de pan que luego les ofrecía a las gaviotas. Verlas volar y tambalearse sin ton ni son lo hacía carcajearse hasta el punto de tener que tumbarse en el suelo muerto de risa. Ya no se atrevía a cometer ese tipo de gamberradas, pero no por falta de ganas. Buitres asquerosos, eso es lo que eran las gaviotas.

Por el rabillo del ojo atisbo un rostro que le resultaba familiar. Gabriel Hult se detuvo con su BMW junto a la acera, delante del Centrumkiosken. Ernst se irguió en el banco. Se había mantenido al tanto de la investigación de asesinato de las chicas, de pura rabia al verse excluido, por lo que conocía bien el testimonio de Gabriel contra su hermano. Quizá, sólo quizá, se dijo Ernst, podría sacársele algo más a aquel engreído. La sola idea de la finca y los terrenos que poseía Gabriel Hult le hacía la boca agua de envidia y el hecho de poder apretarle un poco las tuercas lo reconfortaba. Y si existía la posibilidad, por pequeña que fuese, de averiguar algo nuevo para la investigación y restregárselo al cerdo de Hedström no estaría mal de propina.

Arrojó el resto del perrito y del puré en la papelera más próxima y echó a andar indolente en dirección al coche de Gabriel. El color plateado del BMW relucía al sol y Ernst no pudo resistir la tentación de pasarle la mano por el techo con expresión soñadora. ¡Joder, si yo tuviera uno así! Pero retiró la mano rápidamente cuando vio salir del quiosco a Gabriel con un periódico en la mano. El propietario miró suspicaz a Ernst, que se apoyaba tan tranquilo en la puerta del acompañante.

– Perdone, pero el coche en el que se está apoyando es mío.

– No me diga -respondió con todo el descaro de que fue capaz, antes de presentarse para ganar el respeto que merecía su cargo-. Ernst Lundgren, de la comisaría de Tanumshede.

Gabriel lanzó un suspiro.

– ¿Qué pasa ahora? ¿Johan y Robert han vuelto a hacer de las suyas?

Ernst sonrió socarrón.

– Si no conozco mal a esas dos manzanas podridas, es lo más probable, aunque no estoy al corriente de nada. No, lo que yo quiero es hacer algunas preguntas sobre las mujeres que encontramos en Kungsklyftan -dijo, señalando con la cabeza la desvencijada escalera de madera que, encaramada a la loma, conducía hasta allí.

Gabriel se cruzó de brazos sujetando el periódico.

– ¿Y qué se supone que podría saber yo de ese asunto? ¿No será una vez más la vieja historia de mi hermano, verdad? Ya he respondido a cuantas preguntas quisieron hacer sus colegas sobre ese asunto. Por un lado, fue hace muchísimos años y, teniendo en cuenta los sucesos de los últimos días, debería estar claro que Johannes no tuvo nada que ver con aquello. ¡Mire!

Desplegó el periódico y lo sostuvo ante Ernst. En la portada dominaba una fotografía de Jenny Möller junto a una borrosa instantánea de Tanja Schmidt. El titular, como era de esperar, resultaba de lo más llamativo.

– ¿No querrá decir que mi hermano se ha levantado de la tumba para hacer esto, no? -preguntó con voz temblorosa-. ¿Cuánto tiempo piensan perder en remover en las entrañas de mi familia, mientras que el verdadero asesino anda suelto? Lo único que tienen contra nosotros es el testimonio que di hace más de veinte años y, desde luego, entonces estaba seguro, pero, qué coño, tampoco había amanecido del todo aún, yo venía de pasar la noche despierto junto al lecho de muerte de mi hijo y seguramente me confundí.

Con ademán indignado, se dio la vuelta, rodeó el coche a buen paso en dirección a la puerta del conductor y presionó el botón del mando para desbloquear el cierre centralizado. Antes de entrar en el coche, disparó contra Ernst una última invectiva:

– Si siguen así, recurriré a nuestros abogados. Estoy harto; desde que encontraron a las chicas, la gente me mira que parece que van a perder los ojos, y no tengo la menor intención de permitir que mantengan con vida los rumores sobre mi familia sólo porque no tengan nada mejor que hacer.

Gabriel cerró de un portazo y salió derrapando, Galärbacken arriba, a una velocidad que hizo apartarse a los viandantes.

Ernst se carcajeó para sí. Gabriel Hult tendría dinero, pero él, como policía, gozaba, del poder de alterar su pequeño mundo privilegiado. Ahora, de repente, la vida tenía otro color.


– Nos hallamos ante una crisis que afectará a todo el municipio -auguró Stig Thulin, el hombre clave del ayuntamiento, con los ojos fijos en Mellberg, que no parecía muy impresionado.

– Bueno, como ya te he dicho a ti y a todos los demás que han llamado, trabajamos a toda máquina con esta investigación.

– Pues yo recibo a diario decenas de llamadas de empresarios preocupados y comprendo su preocupación. ¿Has visto cómo están los campings y los amarraderos de por aquí? Y esto no sólo afecta a los comerciantes de Fjällbacka, que ya es malo. A raíz de la desaparición de la última chica, los turistas huyen también de las localidades vecinas: Grebbestad, Harmburgsund, Kämpersvik e incluso las de más al norte, como Strömstad, empiezan a notarlo. Quiero saber cuáles son las medidas concretas que estáis adoptando para resolver esta situación.

El rostro de Stig Thulin, que por lo general exhibía siempre una sonrisa de anuncio de dentífrico, ostentaba ahora unas profundas arrugas en su noble frente. Había sido el principal representante del municipio durante más de un decenio y tenía cierta fama de semental en la región. Mellberg se vio obligado a reconocer que comprendía lo irresistible que el encanto de Thulin resultaba para las mujeres de la zona. No porque Mellberg cojease de ese pie, observó enseguida para sí mismo, pero ni siquiera un hombre podía dejar de notar que Stig Thulin estaba en perfecta forma física para sus cincuenta años, además del atractivo que las sienes encanecidas adquirían en combinación con el azul inocente de sus ojos.

Mellberg sonrió con ánimo de tranquilizarlo.

– Sabes tan bien como yo, Stig, que no puedo entrar en detalles sobre nuestro modo de llevar la investigación, pero tienes que creer en mi palabra cuando te digo que estamos aplicando todos los recursos a nuestro alcance para encontrar a la joven Möller y a quien haya cometido estos crímenes tan horribles.

– ¿Crees de verdad que tenéis capacidad para sacar adelante una investigación tan compleja? ¿No deberíais solicitar ayuda de…, yo qué sé, de Gotemburgo, por ejemplo?

Las grises sienes de Stig se llenaban de sudor, tal era la excitación que sentía. Su plataforma política descansaba fundamentalmente en el grado de satisfacción que los empresarios del municipio experimentasen con su actuación y la indignación que habían demostrado los últimos días no auguraba nada bueno para las próximas elecciones. Él se encontraba más que a gusto en las esferas del poder y comprendía que su estatus político contribuía además, de forma nada despreciable, a sus éxitos en la cama.

En ese punto, en la no tan noble frente de Mellberg también empezó a formarse una arruga como señal de irritación.

– No necesitamos ayuda ninguna para esta investigación, te lo aseguro. Y tengo que decir que no aprecio en absoluto la desconfianza que demuestras tener en nuestra competencia al formular semejante pregunta. Hasta ahora, jamás hemos recibido quejas de nuestro modo de trabajar y no veo motivo para que se nos critique sin fundamento en esta ocasión.

Gracias a su profundo conocimiento del género humano, que le había sido de gran utilidad en el mundo de la política, Stig Thulin sabía cuándo llegaba el momento de retirarse. Respiró hondo y se recordó a sí mismo que de nada serviría a sus intereses indisponerse con la policía local.

– Sí, bueno, quizá me haya precipitado al hacer la pregunta. Por supuesto que gozáis de nuestra plena confianza. Sin embargo, quisiera subrayar la importancia de que el caso se resuelva lo antes posible.

Mellberg asintió sin más y, tras las consabidas frases de despedida, arrastró al principal del ayuntamiento fuera de la comisaría.


Se escrutó con mirada crítica ante el gran espejo que se había pasado semanas pidiendo que le pusieran en la caravana. No estaba tan mal, aunque un par de kilos menos no le harían ningún daño. Melanie se estiró la piel de la barriga y la metió para dentro, por probar. Así, mucho mejor. No quería que se le viese ni un gramo de grasa, de modo que decidió que, en las próximas semanas, sólo almorzaría una manzana. Su madre podía decir lo que quisiera, Melanie daría cualquier cosa por no ponerse tan gorda y repugnante como ella.

Después de colocarse bien la parte de arriba del bikini una vez más, tomó el bolso y la toalla y ya estaba a punto de salir para bajar a la playa cuando la interrumpieron unos toquecitos en la puerta. Seguro que era alguno de los colegas que iba a bañarse y pasaba a preguntarle si se apuntaba. Abrió la puerta. Un segundo después, estaba volando por los aires y fue a estrellarse de espaldas contra la pequeña mesa de comedor. El dolor casi la hizo desmayarse y el golpe le había sacado todo el aire de los pulmones y le impedía emitir un solo sonido. Un hombre entró en la caravana. Ella rebuscaba en su memoria para averiguar si lo había visto con anterioridad. Le resultaba un tanto familiar, pero la conmoción y el dolor le impedían centrar sus pensamientos. De repente le vino a la mente una idea: la desaparición de Jenny. El pánico le hizo perder la poca conciencia que le quedaba y se desvaneció en el suelo, indefensa.

No protestó cuando él la levantó agarrándola de un brazo y la obligó a meterse en la cama, pero cuando empezó a desatarle el bikini que tenía anudado a la espalda, el miedo le infundió fuerzas e intentó asestarle una patada en la entrepierna. Falló el golpe y le dio en el muslo. La respuesta fue inmediata. Un puño bien cerrado se estrelló contra su espalda, exactamente en el mismo lugar en que se había golpeado con la mesa. El aire volvió a abandonar sus pulmones.

Se desplomó en la cama, rendida. La fuerza del golpe que le había asestado el hombre la hizo sentirse insignificante e indefensa y la única idea que tenía presente era la de la supervivencia. Se preparó para morir, pues ahora estaba segura de que Jenny también estaba muerta.

Un ruido obligó al hombre a darse la vuelta justo cuando acababa de bajarle a Melanie las bragas del bikini hasta las rodillas. Antes de que lograse reaccionar, un objeto hizo impacto en la cabeza del hombre que, emitiendo un sonido gutural, cayó de rodillas. Detrás de él, Melanie vio a Per, el pardillo, con un bate de béisbol sueco en la mano. «El bate más delgado», acertó a pensar antes de que la engullese la oscuridad.


– Mierda, debería haberlo reconocido.

Martin pateaba el suelo de pura frustración, gesticulando hacia el hombre que, esposado, llevaban en el asiento trasero del coche policial.

– ¿Y cómo demonios ibas a hacerlo? En la cárcel se ha echado por lo menos veinte kilos encima y, además, se ha teñido el pelo de rubio. No lo habría reconocido ni su madre. Y por si fuera poco, sólo lo habías visto en una foto.

Patrik intentaba consolar a Martin en la medida de lo posible, pero sospechaba que su colega hacía oídos sordos. Estaban en el camping de Grebbestad, junto a la caravana en la que vivían Melanie y sus padres, y un nutrido grupo de curiosos se había congregado a su alrededor para enterarse de lo sucedido. Melanie ya había sido trasladada en ambulancia al hospital de Uddevalla. Sus padres estaban de compras en el centro comercial de Svinesund cuando Patrik los localizó en el móvil y, conmocionados, se fueron derechos al hospital.

– Lo miré directamente a los ojos, Patrik. Creo que incluso lo saludé al pasar. El tipo debió de reírse de lo lindo cuando nos fuimos. Además, su tienda estaba justo al lado de la de Tanja y Liese. Mierda, ¿cómo se puede ser tan imbécil?

Se dio un amago de puñetazo en la frente, para subrayar lo que acababa de decir, mientras sentía en el pecho un nudo de angustia. El diabólico juego de las condicionales con «si» se había puesto en marcha en su mente. Si hubiera reconocido a Mårten Frisk, Jenny estaría ahora con sus padres, si…, si…, si…

Patrik sabía perfectamente lo que en aquellos momentos sucedía en el cerebro de Martin, pero ignoraba qué podría decirle para aliviar su tormento. Lo más probable es que en su caso él mismo se hubiese sentido igual, por más que la autocrítica, le recordaba la experiencia, no tuviese ningún sentido. Habría sido prácticamente imposible reconocer al violador al que habían detenido hacía cinco veranos. Entonces, Mårten Frisk sólo contaba diecisiete años y era un jovenzuelo delgaducho y de cabello oscuro que se servía de una navaja para obligar a sus víctimas a obedecer. Ahora era una musculosa montaña rubia que, a todas luces, no creía tener que confiar más que en su propia fuerza para convertirse en el dueño de la situación. Asimismo, Patrik sospechaba que los esteroides, relativamente fáciles de conseguir en los centros penitenciarios del país, habían desempeñado un papel importante en la transformación física de Mårten, lo que no atenuaba precisamente su agresividad natural, sino que más bien transformaba las humeantes ascuas en un infierno arrasador.

Martin señaló al joven que, un tanto atribulado y mordiéndose las uñas, aguardaba apartado del escenario de los acontecimientos. Del bate de béisbol sueco ya se había encargado la policía y el joven daba muestras evidentes del mayor nerviosismo. Lo más probable es que no supiese a ciencia cierta si el largo brazo de la ley lo consideraría un héroe o un criminal. Patrik le hizo una seña a Martin de que lo acompañase, y ambos se dirigieron al joven, que no cesaba de dar pisotones nerviosos en el suelo.

– Me dijiste que tu nombre era Per Thorsson, ¿no es así?

El chico asintió.

Patrik le explicó a Martin:

– Es amigo de Jenny Möller. Fue él quien me contó que Jenny pensaba hacer autoestop hasta Fjällbacka.

Patrik volvió a dirigirse a Per.

– Lo tuyo de hoy ha sido una buena intervención. ¿Cómo sabías que estaban intentando violar a Melanie?

Per bajó la vista al suelo.

– Me gusta observar a la gente. En ese me fijé enseguida, en cuanto levantó su tienda aquí el otro día. Había algo curioso en su forma de sacar pecho ante las niñas del camping; se creía muy chulo con esos brazos de gorila que tiene. Y también me di cuenta de cómo miraba a las mujeres en general, sobre todo si no llevaban mucha ropa encima.

– Y lo de hoy, ¿cómo ha sido? -Martin estaba impaciente e intentaba animarlo a seguir.

Aún con la vista en el suelo, el chico prosiguió:

– Vi que el tipo se había dado cuenta de que los padres de Melanie se marchaban y luego esperó un rato.

– ¿Como cuánto? -preguntó Patrik.

Per hizo memoria.

– Unos cinco minutos, más o menos. Después se encaminó resuelto a la caravana de Melanie y pensé que tal vez iba a hablar con ella o algo así, pero cuando Melanie abrió la puerta, él se metió dentro de golpe y entonces pensé «vaya mierda, ese tuvo que ser el que se llevó a Jenny», y sin pensarlo dos veces me hice con el bate con el que habían estado jugando los niños, me fui a la caravana y le di en la cabeza.

El joven tuvo que hacer aquí un alto para respirar y, por primera vez, alzó la vista y miró cara a cara a Patrik y a Martin, que vieron cómo le temblaba el labio inferior.

– ¿Me acarreará problemas este asunto? Quiero decir, por haberlo golpeado en la cabeza…

Patrik le puso la mano en el hombro, para tranquilizarlo.

– Creo que puedo prometerte que tu actuación no tendrá consecuencias de ningún tipo. No es que nosotros animemos a la gente a comportarse de ese modo, no me malinterpretes, pero lo cierto es que, de no ser por tu mediación, ese tipo habría violado a Melanie.

La sensación de alivio lo hizo literalmente venirse abajo, pero se repuso enseguida, antes de preguntar:

– ¿Puede haber sido el que…? Bueno, lo de Jenny…

El joven no se atrevía ni a pronunciar las palabras, pero sobre aquel punto no tenía Patrik ninguna palabra tranquilizadora que ofrecerle. Más aún, la pregunta de Per expresaba sus propias cavilaciones.

– No lo sé. ¿Lo viste mirar a Jenny del mismo modo en alguna ocasión?

Per se esforzaba por hacer memoria, pero al final negó con la cabeza.

– No recuerdo. Quiero decir que seguramente lo hizo, porque miraba a todas las chicas que pasaban, pero no puedo asegurar que a ella la mirase con especial interés.

Dieron las gracias a Per y lo dejaron con sus padres, que estaban muy preocupados. Después subieron al coche y pusieron rumbo a la comisaría. Allí, y ya a buen recaudo, se encontraba tal vez el tipo al que con tanto afán habían estado buscando. Cada uno por su cuenta, ambos cruzaron los dedos para que aquel fuese, en verdad, su hombre.


En la sala de interrogatorios reinaba un ambiente tenso. Todos estaban estresados pensando en Jenny Möller y en su deseo de sacarle la verdad a Mårten Frisk, pero había cosas que no podían forzarse y ellos lo sabían. Patrik dirigía el interrogatorio y a nadie le sorprendió que le hubiese pedido a Martin que lo acompañase. Una vez concluido el obligatorio proceso de registro de nombres, fecha y hora en la grabadora, comenzaron su trabajo.

– Estás detenido por el intento de violación de Melanie Johansson, ¿tienes algo que decir al respecto?

– Desde luego que sí, puedes creerlo.

Mårten presentaba una actitud indolente, retrepado en la silla y con uno de sus enormes bíceps descansando en el respaldo. Llevaba ropa veraniega, una camiseta escotada y pantalones cortos, el mínimo de tela para exponer el máximo de músculos. Tenía el rubio cabello teñido y demasiado largo, y el flequillo le caía constantemente sobre los ojos.

– No hice nada que ella no consintiese, y si dice lo contrario, miente. Habíamos quedado en vernos cuando sus padres se marchasen y acabábamos de empezar a pasarlo bien cuando aquel imbécil entró como una tromba con el bate de béisbol. Por cierto, quiero poner una denuncia por agresión, así que anotadlo en vuestros blocs -dijo, con una sonrisa sardónica, señalando las libretas que Patrik y Martin tenían delante.

– De eso ya hablaremos más tarde, ahora vamos a abordar las acusaciones que hay contra ti.

El tono brusco de Patrik contenía todo el desprecio que aquel sujeto le inspiraba. Para él, los hombretones que se obsesionaban por jovencitas quedaban clasificados en el más bajo nivel imaginable.

Mårten se encogió de hombros, como si le fuese indiferente. Los años pasados en la cárcel habían constituido una buena escuela. La última vez que estuvo sentado frente a Patrik era un adolescente delgaducho e inseguro que soltó la confesión de las cuatro violaciones nada más sentarse en la sala de interrogatorios. Ahora, en cambio, había aprendido de los grandes y su transformación física se correspondía bien con la mental. Lo que seguía imperturbable, eso sí, era su odio y su deseo de agredir a las mujeres. Por lo que ellos sabían, ese deseo sólo había desembocado hasta el momento en violaciones, nunca en asesinato, pero a Patrik le preocupaba que los años vividos en la cárcel hubiesen causado más daño del que ellos sospechaban. ¿Habría involucionado Mårten Frisk de violador a asesino? De ser así, ¿dónde estaba Jenny Möller y cuál era la relación que su caso guardaba con las muertes de Mona y de Siv? Cuando ellas fueron asesinadas, ¡Mårten Frisk ni siquiera había nacido!

Patrik lanzó un suspiro y reanudó el interrogatorio.

– Supongamos que te creemos. Pero resulta que existe una coincidencia que nos inquieta, a saber, que tú vivías en el camping de Grebbestad cuando una chica llamada Jenny Möller desapareció y que, cuando la turista alemana desapareció primero para aparecer luego asesinada, tú te alojabas en el camping de Sälvik, en Fjällbacka. Es más, vivías justo en la tienda contigua a la de Tanja Schmidt y su amiga. Curioso, a nuestro entender.

Mårten palideció.

– No, vaya mierda, yo con eso no tengo nada que ver.

– Pero sabes a qué muchacha nos referimos, ¿verdad?

Visiblemente contrariado, admitió:

– Sí, claro que vi a las dos bolleras de la tienda de al lado, pero esas nunca han sido lo mío y, además, eran un poco viejas para mi gusto. Parecían dos marujas.

Patrik pensó en el rostro amable aunque quizá algo mediocre de Tanja, en la foto del pasaporte, y reprimió el impulso de arrojarle a Mårten el bloc a la cara. Con una mirada gélida, le preguntó:

– ¿Y qué me dices de Jenny Möller, diecisiete años, bonita y rubia? Eso es lo que a ti te gusta, ¿no?

La frente de Mårten empezó a inundarse de pequeñas gotas de sudor. Sus ojos pequeños parpadeaban rítmicamente cuando se ponía nervioso y ahora lo hacían a un ritmo frenético.

– ¡Yo no tengo nada que ver con eso! A ella no la he tocado, ¡lo juro!

Alzó los brazos como queriendo subrayar su inocencia y, en contra de su voluntad, Patrik creyó entender que había algo de verdad en su afirmación. Su actitud cuando salieron a relucir los nombres de Tanja y de Jenny había sido totalmente distinta a la provocada por las preguntas sobre Melanie. Por el rabillo del ojo, vio que también Martin parecía pensativo.

– Vale, podría reconocer que la tía de hoy tal vez no estuviese del todo en la onda, pero tenéis que creerme, no tengo la menor idea de qué habláis en el caso de las otras dos. ¡Lo juro!

El pánico que denotaba su voz no dejaba lugar a dudas y, como por un acuerdo tácito, Martin y Patrik decidieron interrumpir el interrogatorio. Por desgracia, ambos creían sus palabras. Lo que significaba que, en algún lugar, otra persona retenía a Jenny Möller, si no estaba ya muerta. Y la promesa que Patrik le había hecho a Albert Thernblad de que encontraría al asesino de su hija se le antojaba, de repente, muy, muy remota.


Gösta se sentía angustiado. Era como si, de repente, una parte de su cuerpo que estaba desde hacía años adormecida hubiese salido de su sopor. El trabajo llevaba tanto tiempo llenándolo de indiferencia que le resultaba extraño sentir algo que pudiera parecerse ni por asomo al deseo de involucrarse. Con cierta reserva, llamó a la puerta de Patrik.

– ¿Puedo entrar?

– ¿Qué? ¡Ah, sí, claro! -Patrik respondió distraído alzando la vista de la mesa.

Gösta entró con parsimonia y se sentó en la silla de las visitas. Pero no decía nada, así que, al cabo de un rato, Patrik se vio en la necesidad de preguntarle para qué había ido a verlo.

– Dime, ¿te preocupa algo?

Gösta se aclaró la garganta mientras se observaba con detenimiento las manos, apoyadas en las rodillas.

– Ayer me enviaron la lista.

– ¿Qué lista? -preguntó Patrik con el ceño fruncido.

– La de los violadores de la zona que han salido de prisión. Sólo contenía dos nombres y uno era el de Mårten Frisk.

– ¿Y a qué viene esa cara tan larga sólo por eso?

Gösta miró al techo. La angustia cobraba la forma de una gran bola que le ocupase todo el estómago.

– Pues que no hice mi trabajo. Pensé en comprobar los nombres, averiguar dónde estaban, ir a hablar con ellos…, pero no me tomé la molestia. Esa es la pura verdad, Hedström. No me quise tomar la molestia. Y ahora…

Patrik no respondió, sino que decidió aguardar la continuación en actitud reflexiva.

– … Ahora me veo obligado a admitir que, de haber hecho bien mi trabajo, la muchacha no habría sido hoy atacada y casi violada. y habríamos tenido la oportunidad de preguntarle por Jenny un día antes. Quién sabe, tal vez eso habría supuesto la diferencia entre la vida y la muerte para Jenny. Es posible que ayer estuviese viva y que hoy ya esté muerta. ¡Y todo porque soy un cantamañanas y no hice mi trabajo! -subrayó, dándose un puñetazo en el muslo.

Patrik guardó silencio un rato, al cabo del cual se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas. Se dirigió a él en un tono conciliador, no de reconvención como Gösta se esperaba. Éste lo miró sorprendido.

– Cierto que tu forma de trabajar deja mucho que desear de vez en cuando, Gösta, eso lo sabes tú tan bien como yo. Pero no es asunto mío abordar ese tema, sino de nuestro jefe. En cuanto a Mårten Frisk y al hecho de que no comprobases su paradero ayer, puedes estar tranquilo. En primer lugar, jamás lo habrías localizado en el camping con tanta rapidez como crees, te habría llevado como mínimo un par de días. En segundo lugar, y por desgracia, creo que no fue él quien se llevó a Jenny Möller.

Gösta miraba perplejo a Patrik.

– Pero… yo creía que estaba prácticamente solucionado…

– Sí, claro, y yo también lo creía. Tampoco puedo decir que esté totalmente seguro, pero ni a Martin ni a mí nos dio esa impresión durante el interrogatorio.

– ¡Joder! -Gösta optó por considerar aquella información en silencio. No obstante, la angustia no terminaba de remitir-. ¿Hay algo que pueda hacer?

– Ya te digo que no estamos del todo seguros, pero le hemos tomado una muestra de sangre a Frisk, y con ello averiguaremos con certeza si es o no nuestro hombre. Ya ha salido para el laboratorio y les hemos avisado de que es urgente, pero te agradecería que los apremiases un poco. Si, contra todo pronóstico, es él, cada hora transcurrida puede ser decisiva para la joven Möller.

– Por supuesto, cuenta con ello. Los perseguiré como si fuera un pitbull.

Patrik sonrió ante la comparación. Si tuviese que comparar a Gösta con un perro, sería más bien un viejo beagle cansado.

En su ferviente deseo de cumplir, Gösta se levantó de la silla y, a una velocidad jamás vista en él, salió del despacho. El alivio que experimentaba al ver que no había cometido el tremendo error del que se creía culpable lo hacía sentirse en una nube. Se prometió a sí mismo que, a partir de ahora, trabajaría con más ahínco que nunca, incluso tal vez haría alguna hora extra aquella tarde… Ay no, cierto, tenía reservada una cita de golf a las cinco… Bueno, ya trabajaría extra otro día.


Detestaba tener que moverse entre suciedad y desechos. Aquello era como acceder a otro mundo. Con suma cautela, fue pisando viejos periódicos, bolsas de basura y Dios sabe qué otras inmundicias.

– ¿Solveig?

Ninguna respuesta. Se apretó el bolso contra el pecho y siguió avanzando por el pasillo. Allí la encontró. Sentía la aversión como una reacción física en todo su cuerpo. La odiaba mucho más de lo que había odiado a nadie en toda su vida, incluido su padre. Al mismo tiempo, dependía de ella y la sola idea la asfixiaba.

Solveig recibió a Laine con una amplia sonrisa.

– Pero mira a quién tenemos aquí. Puntual, como siempre. Desde luego, eres una mujer cumplidora, Laine -dijo cerrando el álbum con el que había estado entretenida hasta el momento, antes de indicarle a Laine que se sentara.

– Prefiero dejártelo enseguida, tengo un poco de prisa…

– Venga, Laine, ya conoces las reglas del juego. Primero nos tomamos algo tranquilamente y luego, el pago. Sería toda una impertinencia por mi parte no ofrecerle algo para picar a una visita tan distinguida.

Su voz destilaba sorna. Pero Laine no era tan necia como para protestar. Ya llevaban muchos años jugando al mismo juego. Cepilló con la mano una porción del sofá de la cocina y, cuando se sentó, no pudo evitar un gesto de repugnancia. Después de haber estado allí, la sensación de suciedad le duraba horas.

Solveig se levantó con esfuerzo de su silla y recogió con mimo los álbumes. Sacó dos tazas desportilladas y Laine tuvo que reprimir las ganas de limpiar la suya. Después, Solveig puso una cesta de galletitas finlandesas medio deshechas y animó a Laine a que se sirviese. La invitada tomó un trozo mientras en su fuero interno rogaba por que la visita pasase lo antes posible.

– ¿No estamos a gusto?, dime.

Solveig mojaba con fruición una galleta en el café y miró maliciosamente a Laine, que respondió con silencio.

La anfitriona continuó impasible:

– Nadie que nos viera aquí sentadas, como dos viejas amigas, diría que una de nosotras vive en una casa señorial y la otra en un cobertizo apestoso. ¿A que no, Laine?

Laine cerró los ojos con la esperanza de que aquella humillación no tardase en llegar a su fin… hasta la próxima vez. Cruzó las manos bajo la mesa, recordándose por qué se exponía a aquella situación una vez tras otra.

– ¿Sabes lo que me tiene preocupada, Laine? -preguntó Solveig con la boca llena, de modo que las migas cayeron sobre la mesa-. Que mandes a la policía tras mis hijos. ¿Sabes, Laine?, yo creía que tú y yo teníamos un trato. Pero, claro, cuando la policía se presenta aquí y afirma algo tan absurdo como que tú has dicho que mis chicos han roto los cristales de las ventanas, pues me pongo a cavilar, lógico.

Laine sólo fue capaz de asentir brevemente.

– Creo que me merezco una disculpa por ello, ¿no te parece? Porque, tal y como le explicamos a la policía, los chicos estuvieron aquí toda la noche. Así que no pueden haber estado tirando piedras a vuestras ventanas, Laine. -Solveig dio un sorbo a su café y señaló a Laine, antes de añadir-: Bueno, estoy esperando.

– Te pido perdón -Laine murmuró su respuesta mirándose las rodillas, humillada.

– Disculpa, no te he oído bien -insistió Solveig poniéndose la mano detrás de la oreja.

– Te pido perdón. Debí confundirme -contestó con una mirada retadora hacia su cuñada, aunque Solveig pareció contentarse con la disculpa.

– Bueno, pues ya lo hemos resuelto. No ha sido tan difícil, ¿verdad? ¿Vamos a ver si resolvemos también el otro asuntillo?

Solveig se inclinó sobre la mesa y se pasó la lengua por los labios. Laine tomó el bolso reacia y sacó un sobre. Solveig extendió la mano con avidez y empezó a contar minuciosamente el contenido con sus dedos grasientos.

– Exacto hasta el último céntimo. Como de costumbre. En fin, es lo que digo siempre. Tú eres cumplidora. Tú y Gabriel sois de verdad dos personas muy cumplidoras.

Laine se levantó y se encaminó hacia la puerta, aunque con la sensación de estar atrapada en una noria para ardillas. Una vez en la calle, respiró hondo el fresco aire estival. A su espalda, antes de que se cerrase la puerta, oyó gritar a Solveig:

– Siempre es un placer pasar un rato contigo, Laine. El mes que viene repetimos, ¿a que sí?

Laine cerró los ojos y se obligó a respirar tranquilamente. A veces se preguntaba si de verdad merecía la pena.

Después, recordaba el hedor del aliento de su padre cerca de su oído y los motivos por los que tenía que conservar a cualquier precio la tranquilidad de la vida que se había procurado a sí misma. Sí, tenía que valer la pena.


Tan pronto como entró por la puerta supo que algo no andaba bien. Erica estaba sentada en el porche, de espaldas a él, pero su postura indicaba que había algún problema. La preocupación se adueñó de él por un instante, hasta que cayó en la cuenta de que, si algo relacionado con el bebé iba mal, ella lo habría llamado al móvil.

– ¿Erica?

Ella se dio la vuelta y entonces Patrik pudo ver que tenía los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto. De un par de zancadas llegó a su lado y se sentó junto a ella en el sofá de mimbre.

– ¿Pero, cariño, qué ha pasado?

– He discutido con Anna.

– Pero ¿por qué?

Patrik conocía bien los entresijos de la compleja relación entre las dos y los motivos por los que siempre parecían abocadas al enfrentamiento. Sin embargo, desde que Anna rompió con Lucas, se diría que habían firmado una especie de paz transitoria, así que Patrik se preguntaba cuál habría sido el problema en esta ocasión.

– Nunca denunció a Lucas por lo que le hizo a Emma.

– ¿Qué demonios me estás diciendo?

– Lo que oyes. Y ahora que Lucas ha puesto en marcha un proceso por la custodia de los niños, yo creía que esa era la baza con la que ella ganaría la partida. Pero no hay nada contra él, en tanto que él sí que tejerá una maraña con todas las mentiras que se le ocurran de por qué Anna no es adecuada como madre.

– Sí, bueno, pero no tiene pruebas en qué basarse.

– No, eso ya lo sabemos. De todos modos, si acumula suficientes argumentos negativos, algo quedará. Ya sabes lo astuto que es. A mí no me sorprendería lo más mínimo que lograse ganarse al tribunal y ponerlo de su parte -dijo Erica desconsolada, apoyando el rostro sobre el hombro de Patrik-. Imagínate si Anna pierde a los niños, entonces se hundirá sin remedio.

Patrik la rodeó con su brazo y la estrechó para tranquilizarla.

– Bueno, bueno, no nos dejemos llevar por la imaginación. Anna cometió una tontería al no denunciar, pero la verdad es que la entiendo. Lucas ha dejado más que claro que con él no se juega, así que no es extraño que tuviese miedo.

– No, supongo que tienes razón. Pero creo que lo que más me dolió fue comprobar que me había mentido. Ahora me siento engañada. Cuando le preguntaba qué había pasado con la denuncia, siempre me respondía con evasivas, que la policía de Estocolmo tenía muchas cosas pendientes y que les llevaba mucho tiempo procesar todas las denuncias que recibían, bueno, ya lo sabes, tú mismo lo has oído. Y ahora resulta que todo era mentira. Y no sé cómo, siempre consigue que me sienta como la mala de la película -dijo antes de estallar en un nuevo ataque de llanto.

– Venga, vamos, cariño, cálmate un poco. No queremos que el bebé tenga la impresión de que viene a un valle de lágrimas, ¿no?

Erica no pudo por menos de reírse entre las lágrimas, que se enjugó en la manga de la camiseta.

– Escúchame. La relación entre Anna y tú se asemeja en ocasiones más a la existente entre madre e hija que a la que cabe esperar entre hermanas y eso es lo que os causa tantos problemas. Tú te encargaste de Anna en lugar de tu madre, y por esa razón ella siente la necesidad de comprobar que tú te haces cargo de ella, pero, al mismo tiempo, necesita liberarse de ti. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Erica asintió.

– Sí, ya lo sé. Pero a mí me parece una injusticia que se me castigue por haber cuidado de ella -dijo entre nuevos sollozos.

– Bueno, yo creo que ahora estás compadeciéndote de ti misma algo más de la cuenta, ¿no? -señaló Patrik, apartándole un mechón de la frente-. Anna y tú aclararéis este malentendido tarde o temprano, igual que habéis aclarado otros y, además, pienso que en esta ocasión tú deberías mostrarte como la parte generosa. No creo que las cosas sean nada fáciles para ella en estos momentos. Lucas es un adversario poderoso y, si te he de ser sincero, comprendo que tu hermana esté aterrorizada. Así que piensa en ello antes de compadecerte de ti misma.

Erica se liberó de su abrazo y lo miró un tanto molesta.

– ¿Es que tú no piensas ponerte de mi parte?

– Eso es lo que estoy haciendo, querida -la consoló, acariciándole el cabello, aunque por la expresión de sus ojos parecía hallarse a kilómetros de distancia.

– Perdona, yo aquí lamentándome de mis problemas y ni siquiera te he preguntado cómo os va.

– Uf, no menciones ese desastre. Te aseguro que hoy ha sido un día criminal.

– Pero no puedes entrar en detalles -completó Erica.

– No, no puedo. De todos modos, ha sido un día criminal -se lamentó con un suspiro, aunque se repuso enseguida-. Venga, vamos a pasar un rato agradable esta tarde, ¿de acuerdo? Me parece que tanto tú como yo necesitamos animarnos. Iré a la pescadería a comprar algo suculento mientras tú pones la mesa, ¿qué te parece?

Erica asintió y le puso la cara para que le diera un beso. El padre de su hijo tenía sus buenas facetas, se dijo.

– Compra también patatas fritas y alguna salsa, por favor. Ya que estoy gorda, me aprovecharé.

Él rompió a reír.

– Lo que tú digas, jefe.


Martin golpeó la mesa con el bolígrafo, irritado consigo mismo. El curso de los acontecimientos del día anterior le habían hecho olvidar la llamada al padre de Tanja Schmidt. Sería capaz de darse de tortas. Su única excusa era que, cuando dieron con Mårten Frisk, dejó de pensar que fuese importante. Lo más probable era que no lograse hablar con él hasta la tarde, pero podía intentarlo de todos modos. Miró el reloj: las nueve. Decidió comprobar si el señor Schmidt estaba en casa antes de llamar a Pia para pedirle que hiciera de intérprete.

Se oyó un tono, dos, tres, cuatro y ya empezaba a pensar en colgar cuando, después del quinto tono, le respondió una voz somnolienta. Avergonzado por haberlo despertado, Martin consiguió, en su chapurreado alemán, explicarle quién era y que lo volvería a llamar después de transcurridos unos minutos. La suerte lo acompañó porque Pia respondió enseguida desde la oficina de turismo. Le prometió que le ayudaría una vez más y, minutos más tarde, ambos estaban al teléfono.

– Quisiera empezar por presentarle mis condolencias.

El hombre que hablaba al otro lado del hilo telefónico le dio las gracias con voz queda, pero Martin sintió que su honda pena dominaría la conversación como un pesado velo. Vaciló un instante sobre cómo continuar. La dulce voz de Pia iba traduciendo lo que él decía pero, mientras pensaba en su siguiente pregunta, sólo se oía la respiración de ambos.

– ¿Saben quién le ha hecho esto a mi hija?

La voz temblaba un poco y, en realidad, Pia no habría tenido por qué traducir. Martin lo había entendido.

– Aún no, pero lo averiguaremos.

Al igual que Patrik, cuando fue a ver a Albert Thernblad, Martin se preguntó si no estaría excediéndose en sus promesas, pero no pudo evitar hacer un intento de mitigar el dolor de aquel hombre del único modo que tenía a su alcance.

– Hemos hablado con la compañera de viaje de Tanja, según la cual su hija vino a Suecia y, en concreto, a Fjällbacka, por un motivo determinado. Sin embargo, cuando le preguntamos al ex marido de Tanja, nos dijo que no se le ocurría ninguna razón por la que ella quisiera venir aquí. ¿Usted sabe algo al respecto?

Martin contuvo la respiración. A su pregunta siguió un largo silencio insoportable. Después, el padre de Tanja comenzó a hablar.

Cuando el hombre colgó por fin el auricular, Martin se quedó preguntándose si era lógico dar crédito a lo que acababa de oír. Era una historia demasiado fantástica y, aun así, el eco de la verdad resonaba en ella de forma inequívoca y no pudo dejar de creer al padre de Tanja. Justo antes de colgar, cayó en la cuenta de que Pia seguía al teléfono y la joven le preguntó vacilante:

– ¿Has averiguado lo que necesitabas? Creo que lo he traducido todo bien.

– Sí, estoy seguro de que lo has traducido correctamente. Y sí, he averiguado lo que necesitaba saber. No sé si tengo que advertírtelo, pero…

– Sí, ya lo sé, no puedo contárselo a nadie. Te prometo que no diré una palabra.

– Bien. Oye, por cierto…

– ¿Sí?

¿Lo engañaban sus oídos? ¿Había un timbre esperanzado en su voz?, se preguntó. Pero le faltó valor y, además, le pareció que tampoco era el momento adecuado.

– No, nada, perdona. Ya lo hablamos otro día.

– De acuerdo.

En su respuesta le había parecido oír cierta decepción, pero su confianza en sí mismo estaba demasiado castigada aún, después de su último fracaso en el frente amoroso, como para creerse que aquello era algo más que figuraciones suyas.

Colgó el auricular después de darle las gracias a Pia, pero el hilo de su pensamiento tomó otros derroteros. Se apresuró a pasar a limpio las notas que había ido tomando durante la conversación y se dirigió con ellas al despacho de Patrik. Por fin tenían algo concreto que cambiaría el curso de la investigación.


Cuando se reunieron, tanto ella como él se mostraron suspicaces. Era la primera vez desde el catastrófico encuentro en Västergården y ambos esperaban que el otro diese el primer paso de la reconciliación. Puesto que fue Johan el que llamó y puesto que a Linda la habían atormentado los remordimientos por su culpa en la disputa, decidió ser la primera en tomar la palabra.

– Oye, el otro día te dije cosas que no debería haber dicho. No era mi intención, pero me cabreó tanto que…

Estaban en su lugar de siempre, en el pajar del cobertizo de Västergården y, al mirarlo, le pareció que el perfil de Johan estuviese tallado en piedra. Sin embargo, sus rasgos no tardaron en ablandarse.

– ¡Bah! Olvídalo. Yo también reaccioné con más dureza de la necesaria. Es que… -parecía buscar la palabra adecuada-, es que fue tan duro entrar allí, con todos los recuerdos. En realidad, no tenía nada que ver contigo.

Aún con cierta reserva en sus movimientos, Linda se acurrucó detrás de él y lo rodeó con sus brazos. La disputa había surtido un efecto inesperado y ahora sentía cierto respeto por él. Siempre lo había visto como a un niño, como alguien colgado de las faldas de su madre y de su hermano mayor, pero ese día vio en él a un hombre y eso la atraía. Ejercía una atracción inusitada. Había visto, igualmente, un rasgo peligroso que también incrementaba su atractivo: había estado a punto de agredirla, lo vio en sus ojos y en aquel momento, con la mejilla contra su espalda, el recuerdo la hacía vibrar por dentro. Era como volar cerca de una llama, tan cerca como para sentir el calor, pero con el control suficiente como para no quemarse. Si alguien sabía dominar esa balanza, era ella.

Dejó que sus manos avanzasen sobre él suavemente, hambrientas y exigentes. Todavía podía notar cierta resistencia por su parte, pero se sentía segura y con la certeza de que ella aún tenía el poder en la relación, que sólo se había definido desde un punto de vista físico y ahí consideraba que las mujeres en general y ella en particular tenían ventaja, una ventaja que estaba dispuesta a utilizar ahora. Comprobó con satisfacción que la respiración de Johan se volvía más profunda y que su rechazo iba disipándose.

Linda se sentó en sus rodillas y, cuando sus bocas se encontraron, supo que había salido victoriosa de aquella batalla. Y de esa sensación pudo disfrutar hasta que sintió que Johan la agarraba firmemente y con fuerza de la melena y la obligaba a echar la cabeza hacia atrás, hasta que pudo mirarla a los ojos desde arriba. Si su intención había sido la de hacerla sentirse insignificante e indefensa, había conseguido su objetivo. Por un instante, Linda vio en sus ojos el mismo destello que durante la disputa en Västergården y se sorprendió a sí misma preguntándose si sería capaz de hacer llegar un grito de socorro hasta la casa. Probablemente no.

– ¿Sabes? Tienes que portarte bien conmigo. De lo contrario, tal vez un pajarito vaya a contarle a la policía lo que vi en esta finca.

Linda abrió los ojos de par en par y le dijo en un susurro:

– ¿Serías capaz? Me lo prometiste, Johan.

– Por lo que dice la gente, las promesas de cualquier miembro de la familia Hult no valen demasiado. Deberías saberlo.

– No puedes hacerlo, Johan. Por favor, haré cualquier cosa.

– Eso es, al final parece que la sangre es más densa que el agua.

– Tú mismo dices que no comprendes cómo Gabriel pudo comportarse así con el tío Johannes. ¿Piensas hacer tú lo mismo?

Le habló en tono suplicante. La situación se le había escapado de las manos por completo y ahora se preguntaba desconcertada cómo había podido dar la vuelta y verse ahora en tal desventaja, cuando era ella la que tenía el control.

– ¿Y por qué no iba a hacerlo? De alguna manera, podría decirse que es como un karma. Así el círculo se cierra en cierto sentido -observó sonriendo con maldad-. Aunque puede que tengas algo de razón, de modo que mantendré la boca cerrada. Pero no olvides que eso puede cambiar en cualquier momento, así que será mejor que te portes bien conmigo, cariño.

Le acarició las mejillas, pero sin dejar de tirarle fuerte del pelo con la otra mano. Después, la obligó a bajar la cabeza más aún. Ella no protestó. El equilibrio de poder se había descompensado por completo.

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