Verano de 1979
Iba haciendo auténticas eses en la bicicleta mientras pedaleaba a casa aquella noche de San Juan. La fiesta había sido mucho más fuerte de lo que ella esperaba, pero daba igual. Era una mujer adulta, así que hacía lo que quería. Lo mejor de todo había sido verse libre de la niña por un rato. Sus gritos, su necesidad de atención y ternura, y sus exigencias de aquello que ella no podía darle. Era culpa suya que aún tuviese que vivir en casa de su madre y que la vieja apenas la dejase salir al porche de la puerta, pese a que tenía ya veinte años. Era un milagro que le hubiese permitido irse aquella noche a celebrar San Juan.
De no ser por la niña, podría vivir sola a aquellas alturas y ganar su propio sueldo. Podría salir cuando quisiera y volver a casa cuando se le antojase, sin que nadie se metiese en sus asuntos. Pero con la niña no era posible. Por ella, la habría dejado en adopción, pero la vieja no quería y era ella quien tenía que pagar el pato. Si tanto quería a la niña, ¿por qué no la cuidaba ella misma?
La vieja se enfadaría lo suyo cuando la viese entrar trastabillando de madrugada. Le apestaba el aliento a alcohol y seguro que se lo haría pagar al día siguiente. Pero había merecido la pena. No se lo había pasado tan bien desde que nació la maldita cría.
Atravesó la rotonda de la gasolinera en línea recta y continuó pedaleando por la carretera. Después, giró a la izquierda en dirección a Brácke y estuvo a punto de caerse a la cuneta. Pero logró enderezar la bicicleta y pedaleó con más fuerza, para entrar con algo más de impulso en la primera gran cuesta. El viento le arremolinaba el cabello y la noche era clara y tranquila. Por un instante, cerró los ojos y rememoró la luminosa noche de verano en la que el alemán la dejó embarazada. Fue una noche maravillosa, prohibida, pero no valió el precio que había tenido que pagar.
De repente, volvió a abrir los ojos. Algo hizo que la bicicleta se detuviese en seco y lo último que recordaba era la tierra que se le venía encima a toda velocidad.
Ya de vuelta en la comisaría de Tanumshede, Mellberg se sumió, raro en él, en honda cavilación. Patrik, sentado frente a su jefe en la pequeña cafetería, tampoco decía gran cosa, pues también él reflexionaba sobre los sucesos de la mañana. En realidad, hacía demasiado calor para tomar café, pero necesitaba algo fuerte y el alcohol no era lo más adecuado. Ambos se abanicaban con los faldones de las camisas para refrescarse un poco. El aire acondicionado llevaba tres semanas estropeado y aún no habían conseguido encontrar a nadie que fuese a repararlo. Por la mañana todavía era soportable, pero hacia el mediodía, el calor alcanzaba cotas realmente agobiantes.
– ¿Qué coño está pasando? -Mellberg se rascaba meditabundo algún punto impreciso del nido de pelo que llevaba enroscado encima de la coronilla para ocultar la calva.
– No tengo ni idea, si quieres que te diga la verdad. El cadáver de una mujer tendido sobre dos esqueletos. Si no hubiesen matado de verdad a alguien, pensaría que se trataba de la ocurrencia de algún gamberro. Que hubiesen robado los esqueletos de algún laboratorio o algo así, pero está claro que la mujer fue asesinada. Oí el comentario de uno de los peritos forenses y dijo que los huesos no parecían muy frescos. Aunque es evidente que eso depende de en qué condiciones hayan estado ahí, si estaban expuestos al aire y las inclemencias del tiempo o si estaban protegidos de algún modo. Esperemos que el forense nos proporcione una valoración aproximada del tiempo que tienen.
– Sí, eso, ¿cuándo crees tú que nos dará el primer informe? -Mellberg arrugó su sudorosa frente.
– Supongo que nos harán llegar un informe preliminar a lo largo de la jornada. A partir de ahí, me imagino que les llevará un par de días examinarlo todo a conciencia. Así que, hasta nueva orden, tendremos que trabajar con lo que podamos. ¿Dónde están los demás?
Mellberg lanzó un suspiro.
– Gösta se pidió el día libre hoy. Una de sus condenadas competiciones de golf o algo así. Ernst y Martin salieron para atender una emergencia. Annika está en Tenerife. Seguro que creía que este verano también iba a llover. ¡Pobre infeliz! No debió de resultarle nada fácil marcharse de Suecia con este tiempo tan bueno.
Patrik volvió a mirar con asombro a Mellberg preguntándose el porqué de aquella insólita expresión de empatía. Algo raro se estaba cociendo, eso era seguro. Pero ahora no merecía la pena perder el tiempo en adivinarlo. Tenían cosas más importantes en las que pensar.
– Ya sé que tienes vacaciones toda esta semana, pero ¿no podrías venir a ayudarnos en este caso? Ernst apenas tiene imaginación y a Martin le falta experiencia para llevar una investigación, así que nos va a hacer falta tu ayuda.
La pregunta resultó tan halagadora para la vanidad de Patrik que aceptó sin pensárselo. Seguramente Erica le armaría un escándalo, pero se consoló pensando que no estaba a más de un cuarto de hora de casa si ella lo necesitaba con urgencia. Además, últimamente y con el calor que hacía, estaban siempre irritados el uno con el otro, así que podía incluso venirles bien que él se ausentase de casa a ratos.
– En primer lugar, quiero comprobar si hemos recibido alguna denuncia de la desaparición de alguna mujer. Debemos organizar la búsqueda en un área bastante amplia; por ejemplo, desde Stromstad hasta Gotemburgo. Le pediré a Martin o a Ernst que lo comprueben. Me ha parecido oír que regresaban.
– Eso está bien, muy bien. Ese es el espíritu adecuado, ¡sigue así!
Mellberg se levantó de la mesa muy animado y le dio a Patrik una palmadita en el hombro. Este intuyó que, como de costumbre, al final él haría el trabajo y Mellberg cosecharía los méritos, pero esta era una realidad por la que ya no valía la pena enfadarse.
Con un suspiro, colocó su taza y la de Mellberg en el lavaplatos mientras pensaba que hoy no necesitaría ponerse crema solar.
– ¡Arriba ahora mismo! ¿Creéis que esto es una pensión y que podéis quedaros remoloneando en la cama todo el día?
La voz penetró las gruesas capas de niebla y les retumbó hiriente en la cabeza. Johan abrió un ojo, con cautela, pero lo cerró tan pronto como se encontró con el brillo cegador del sol.
– ¡Pero qué demonios…! -su hermano Robert, un año mayor que él, se dio la vuelta en la cama y se cubrió la cabeza con el almohadón que enseguida le arrancaron con un gesto brusco. Robert se sentó en la cama rezongando.
– ¡Nunca puede uno levantarse tarde en esta casa!
– Vosotros dos os levantáis tarde todas las mañanas, so gandules. Son casi las doce. Si no anduvieseis por ahí de juerga todas las noches haciendo Dios sabe qué, quizá no tendríais que pasaros los días durmiendo. Venga, que necesito que me ayudéis. Dos tíos tan mayorcitos y vivís y coméis gratis, así que no me parece que sea demasiado pedir que le echéis una mano a vuestra pobre madre.
Solveig Hult hablaba con los brazos cruzados sobre la enorme mole de su abdomen. Padecía obesidad mórbida y su rostro presentaba la palidez propia de alguien que nunca sale a la calle. Llevaba el cabello sucio y revuelto alrededor del rostro en desaliñados mechones.
– Tenéis cerca de treinta años y aún vivís de vuestra madre. Fíjate, vaya hombres hechos y derechos. A ver, si puede saberse, ¿cómo podéis permitiros salir de fiesta todas las noches? Trabajar no trabajáis y, desde luego, aquí no contribuís nunca con dinero. Claro que, si vuestro padre estuviese aquí, esto se habría acabado hace tiempo. ¿Sabéis algo de la oficina de empleo? ¿No ibais a pasaros por allí hace dos semanas?
Ahora fue Johan quien se cubrió la cabeza con el almohadón en un intento de aislarse del rollo de siempre, del mismo disco rayado, pero también a él se lo quitó la mujer de un tirón obligándolo a sentarse en la cama. La cabeza le retumbaba por la resaca como si tuviese toda una orquesta dentro.
– Ya he retirado el desayuno, así que tendréis que prepararos algo del frigorífico vosotros mismos.
El enorme pandero de Solveig salió balanceándose del pequeño dormitorio que aún compartían los dos hermanos, y la mujer cerró de un portazo. No se atrevieron a intentar volver a dormirse, así que sacaron un paquete de tabaco y se encendieron un cigarrillo. Sin el desayuno podían pasar, pero el tabaco les devolvía la vida y les producía una agradable quemazón en la garganta.
– ¡Menudo golpe el de ayer, oye…! -Robert soltó una carcajada y se puso a hacer anillos de humo-. Ya te dije que tendrían buena mercancía. Es director ejecutivo de una compañía de Estocolmo y se permite lo mejor.
Johan no respondió. A diferencia de su hermano mayor, él no experimentaba ningún subidón de adrenalina cuando robaba, sino que, al contrario, se pasaba varios días, tanto antes como después de cada golpe, con el estómago encogido de angustia. Pero él siempre hacía lo que le decía Robert y ni siquiera se le ocurría la posibilidad contraria.
El golpe del día anterior les había procurado el mayor botín en mucho tiempo. Por lo general, la gente había empezado a tener cuidado y a no dejar chismes caros en las casas de veraneo, que solían amueblar con muebles viejos que a ellos no les servían para nada o con artículos de subasta, que al principio les daban la sensación de haber encontrado una ganga, pero que luego no valían una mierda. Ayer, en cambio, se habían llevado un televisor nuevo, un reproductor de DVD, una Nintendo y unas cuantas joyas de la señora de la casa. Robert lo vendería todo a través de sus canales habituales, y sacarían un buen puñado de dinero. Se diría que el dinero de los robos les quemaba en el bolsillo y, en un par de semanas, ya se lo habrían gastado en el juego, en salir e invitar generosamente a los colegas y en algún que otro cacharro que se comprasen. Johan observaba su lujoso reloj. Por suerte, su madre no servía para reconocer un objeto de valor aunque lo tuviese delante. Si ella supiese lo que le había costado, el sermón sería de órdago.
A veces tenía la impresión de estar atrapado en una rueda que giraba y giraba mientras pasaban los años. En realidad, todo seguía igual desde su adolescencia y tampoco ahora veía ninguna posibilidad de cambio. Lo único que le daba sentido a su existencia en aquellos momentos era también lo único que le había ocultado a Robert en toda su vida. Un arraigado instinto le decía que confiarse a él no le acarrearía nada bueno. Robert lo ensuciaría todo con sus burdos comentarios.
Por un instante, se concedió el respiro de pensar en la suavidad de su cabello al rozar su áspera mejilla y lo menuda que sentía la mano de ella cuando la sostenía entre las suyas.
– Oye, no te quedes ahí embobado. Tenemos negocios que hacer.
Robert se levantó con el cigarrillo colgándole de la comisura de los labios y se adelantó a salir del dormitorio. Como de costumbre, Johan lo siguió. Era lo único que podía hacer.
Solveig estaba en la cocina, sentada en su lugar de siempre. Desde que era pequeño, desde que pasó lo de su padre, la había visto allí sentada delante de la ventana trasteando con lo que tenía en la mesa. Recordaba que ella había sido hermosa, pero con los años la grasa se había ido acumulando alrededor de su cuerpo y su rostro.
Se diría que estuviese en trance allí sentada, como si los dedos tuviesen vida propia, moviéndose y acariciando constantemente. Más de veinte años llevaba su madre arreglando aquellos malditos álbumes, clasificando y volviendo a clasificar. Había comprado nuevos álbumes para volver a colocar en ellos las mismas fotografías y recortes de periódico, para que quedara más bonito, mejor. Claro que él no era un imbécil y comprendía que era su modo de mantener vivo un tiempo más feliz, pero algún día tendría que darse cuenta de que ya hacía años que aquello había quedado atrás.
Las fotografías eran de la época en que Solveig era hermosa. El punto culminante de su vida fue el día en que se casó con Johannes Hult, el hijo menor de Ephraim Hult, el célebre pastor de la Iglesia Libre y propietario de la granja más rica de la zona. Johannes era guapo y rico mientras que ella era, ciertamente, pobre, pero también la joven más hermosa que había dado Bohuslan, a decir de todos. Y, si se precisaban más pruebas, bastaban los artículos que ella había conservado de cuando la nombraron reina de la fiesta de la primavera por dos años consecutivos. Esas y otras muchas fotografías suyas en blanco y negro eran las que cuidaba y clasificaba con tanto esmero cada día desde hacía veinte años. Sabía que aquella joven existía allí, en algún lugar, bajo las capas de grasa y, gracias a las instantáneas, podía mantenerla viva, aunque según pasaban los años, iba escapándosele de las manos.
Con una última ojeada por encima del hombro, Johan dejó a su madre donde estaba y fue tras Robert, pisándole los talones. Como él había dicho, tenían negocios que hacer.
Erica estaba pensando si salir a dar un paseo, pero cayó en la cuenta de que quizá, no fuese una idea muy brillante hacerlo justo cuando más alto estaba el sol y más calor hacía. Se había encontrado perfectamente durante todo el embarazo, hasta que estalló la ola de calor. Desde entonces, iba y venía como una ballena sudorosa intentando buscar un lugar fresco. A Patrik, Dios lo bendiga, se le había ocurrido la idea de comprarle un ventilador de mesa; y con él en la mano, como si de un tesoro se tratase, se paseaba ella por toda la casa. El único inconveniente era que funcionaba con electricidad, así que no podía alejarse del enchufe más que lo que le permitía el cable, circunstancia que reducía al mínimo sus opciones.
Pero en la terraza, el enchufe estaba en un lugar perfecto y allí sí podía tumbarse en el sofá con el ventilador delante, apoyado en la mesa. Ninguna posición le resultaba cómoda durante más de cinco minutos, lo que la obligaba a andar moviéndose de un lado a otro para encontrar la más agradable. Había posiciones en las que un piececillo se le encajaba en las costillas, cuando no sentía que algo, probablemente una mano, le golpeaba el costado, y entonces no le quedaba otro remedio que volver a cambiar de postura. En definitiva, para ella era un misterio cómo aguantaría aún más de un mes en esas condiciones.
Patrik y ella llevaban juntos seis meses cuando se quedó embarazada, pero, por raro que pudiera parecer, ninguno de los dos se sintió preocupado por ello. Ambos tenían ya cierta edad, estaban más seguros de lo que querían y no pensaban que hubiese razón para esperar. Ahora, en cambio, ella empezaba a sentir que no las tenía todas consigo, aunque era, desde luego, demasiado tarde. ¿No habrían tenido que compartir un poco más de vida cotidiana antes de embarcarse en aquello? ¿Cómo se enfrentaría su relación a la llegada de un pequeño extraño que exigía toda la atención que, hasta entonces, se habían concedido el uno al otro?
Claro que el enamoramiento ciego y apasionado del principio ya había pasado y ahora tenían una base más realista y terrenal sobre la que asentarse, pues cada uno conocía el lado bueno y el lado malo del otro, pero ¿y si en el oleaje provocado por el bebé no quedaba más que el lado malo? ¿Cuántas veces no había oído las estadísticas de la cantidad de parejas que se iban al garete durante el primer año de vida del primer hijo? En fin, que no merecía la pena calentarse la cabeza con aquello. Lo hecho, hecho estaba y tampoco podía negar que tanto ella como Patrik deseaban la llegada de aquel bebé con toda su alma. Sólo esperaba que su deseo durase lo suficiente como para ayudarles a superar un cambio tan radical.
Cuando sonó el teléfono, dio un respingo. Con gran esfuerzo, se las arregló para levantarse del sofá con la esperanza de que quien llamase tuviera la suficiente paciencia para no colgar antes de que ella respondiese.
– ¿Diga?… Hombre, Conny, hola… Bueno, bien, gracias. Aunque hace demasiado calor para tanto peso… ¿A vernos? Claro…, podéis venir a tomar café… ¿A pasar la noche? Pues… -Erica suspiró para sus adentros-. No, sí, claro que sí. ¿Cuándo venís?… ¡Esta noche! ¡Sí! ¡No! Claro, por supuesto que no hay ningún problema. Os prepararé la habitación de invitados.
Colgó el auricular con gesto cansino. Tener casa en Fjällbacka suponía un gran inconveniente en cuanto llegaba el verano. De pronto, todos los amigos y parientes que no habían dado señales de vida durante los otros diez fríos meses del año empezaban a llamar. En noviembre no les hacía ninguna ilusión ir a verlos, pero en el mes de julio, veían la oportunidad de tener casa gratis con vistas al mar. Erica creía que este verano se iban a librar dado que, transcurrido medio julio, nadie se había manifestado. Y ahora resultaba que la llamaba su primo Conny, que ya había salido de Trollhättan camino de Fjällbacka, con su mujer y sus dos hijos. Sólo se trataba de una noche, así que podría sobrellevarlo. En realidad, a ella nunca le había caído bien ninguno de sus dos primos, pero su educación la imposibilitaba para negarse a recibirlos, aunque era lo que hubiese debido hacer, pues, en su opinión, eran unos gorrones.
En cualquier caso, ella estaba contenta de, junto con Patrik, tener en Fjällbacka una casa en la que poder recibir visitas, invitadas o no. Tras la repentina muerte de sus padres, su cuñado había intentado venderla, pero su hermana Anna había terminado por cansarse de su maltrato físico y psíquico. Se separó de Lucas y, ahora, era copropietaria de la casa junto con Erica. Puesto que Anna se había quedado a vivir en Estocolmo con sus dos hijos, Patrik y Erica pudieron mudarse a vivir juntos en la casa del pueblo y, a cambio, pagaban todos los gastos. Llegado el momento, tendrían que encontrar una solución definitiva a la cuestión de la casa, pero, por ahora, Erica se sentía feliz de conservarla y de poder vivir en ella todo el año.
Miró a su alrededor y se dio cuenta de que tendría que darse un poco de prisa si quería que la casa estuviese presentable para cuando llegasen sus invitados. Se preguntó qué diría Patrik de la invasión, pero enseguida alzó airada la cabeza diciéndose que si era capaz de irse a trabajar y dejarla sola en plenas vacaciones, por qué no iba ella a poder invitar gente a su casa si le apetecía. Así, ya se le había olvidado que, hacía unos minutos, le había parecido una idea estupenda no tenerlo en casa a todas horas.
En efecto, Ernst y Martin ya habían vuelto de su salida de emergencia y Patrik empezaba a ponerlos al corriente del caso. Los llamó a su despacho y ambos se sentaron frente al escritorio. Era inevitable advertir que Ernst estaba furioso, pues ya se había enterado de que Patrik había sido designado para dirigir la investigación, pero Patrik decidió ignorarlo. Era responsabilidad de Mellberg, y él tendría que tragárselo. En el peor de los casos, hasta podría trabajar sin su ayuda si se negaba a colaborar.
– Supongo que ya sabéis lo ocurrido.
– Sí, lo oímos por la radio del coche. -Martin, que era joven y venía lleno de entusiasmo, estaba, a diferencia de Ernst, bien sentado en la silla, con el bloc de notas en la rodilla y el bolígrafo preparado.
– Bien, pues una mujer ha sido hallada asesinada en Kungsklyftan, aquí en Fjällbacka. Estaba desnuda y parecía tener entre veinte y treinta años. Debajo de su cuerpo encontramos dos esqueletos humanos de origen y edad desconocidos, pero Karlström, de la policía científica, me dio su opinión oficiosa y, según él, no eran recientes. De modo que parece que tenemos bastante trabajo por hacer, además de todas las peleas de borrachos y conductores ebrios que nos tienen hasta el cuello. Tanto Annika como Gösta están de vacaciones, así que, por el momento, tendremos que arreglarnos nosotros solos. De hecho, yo también tenía vacaciones esta semana, pero he aceptado trabajar y, según los deseos de Mellberg, dirigiré la investigación de este caso. ¿Alguna pregunta al respecto?
Esa pregunta iba dirigida más bien a Ernst, que, no obstante, optó por evitar el enfrentamiento, seguramente con la idea de criticarlo y quejarse a sus espaldas.
– ¿Qué quieres que haga yo? -preguntó Martin, que, impaciente como un caballo nervioso encerrado en el establo, dibujaba círculos en el bloc.
– Quiero que te pongas a comprobar en el registro de desapariciones del SIS las denuncias de mujeres desaparecidas durante, digamos, los dos últimos meses. Es mejor comenzar por un período más amplio, hasta que sepamos algo del Instituto Forense, aunque yo creo que el momento de la muerte es mucho más reciente, no más de un par de días, quizá.
– ¿No lo has oído? -preguntó Martin.
– ¿El qué?
– La base de datos está fuera de servicio. Tendremos que pasar del SIS y hacerlo a la vieja usanza.
– ¡Joder! ¡Qué oportuno! Bueno, como parece que nosotros no tenemos ninguna desaparición pendiente, según lo que dijo Mellberg y, por lo que yo sé, de antes de tomarme las vacaciones, propongo que llames a todos los distritos próximos. Empieza a llamar desde los más cercanos a los más lejanos, en círculo, ¿me entiendes?
– Sí, claro. ¿Hasta dónde extiendo el círculo?
– Lo necesario, hasta encontrar a alguien que encaje. A Uddevalla llama inmediatamente, en cuanto acabemos la reunión, para que te den una descripción preliminar de la chica a partir de la cual buscar.
– ¿Y yo qué voy a hacer? -el tono de Ernst no rebosaba entusiasmo.
Patrik echó un vistazo a las notas que había tomado a toda prisa después del encuentro con Mellberg.
– Quisiera que empezases hablando con la gente que vive en los alrededores de Kungsklyftan, por si han visto u oído algo esta noche o por la mañana temprano. El barranco está lleno de turistas durante el día, así que el cadáver, o los cadáveres, para ser precisos, debieron ser transportados allí de noche o por la mañana muy temprano. Podemos suponer que los llevaron allí a través de la gran entrada y no usando las escaleras que parten de la plaza Ingrid Bergman. El pequeño la encontró hacia las seis, por lo que habría que centrarse en las horas transcurridas entre las nueve de la noche y las seis de la mañana. Yo pensaba bajar a mirar los archivos. Esos dos esqueletos me han espoleado la memoria. Tengo la sensación de que debería saber quiénes son, pero… ¿No se os ocurre nada? ¿Nada que os venga a la memoria?
Patrik alzó los brazos y las cejas con resignación, como a la espera de una respuesta, pero tanto Martin como Ernst se limitaron a negar sin decir nada. Patrik suspiró. En fin, pues no le quedaba otro remedio que bajar a las catacumbas…
Ignorante de haber caído en desgracia, aunque bien podría haberlo adivinado si hubiera tenido tiempo de reflexionar sobre ello, Patrik se aplicó a rebuscar entre viejos archivos en el sótano de la comisaría de Tanumshede. El polvo se había acumulado durante años en la mayoría de las carpetas, pero, por suerte, éstas parecían bien ordenadas. La mayor parte de los informes estaban dispuestos cronológicamente y, aunque no sabía con exactitud qué buscaba, tenía la certeza de que lo encontraría allí.
Se puso cómodo, directamente en el suelo, y empezó a hojear metódicamente un cajón tras otro. Decenios de destinos personales pasaron por sus manos y, después, se le ocurrió pensar en la cantidad de personas y familias cuyos apellidos aparecían en los archivos de la policía de forma recurrente. Se diría que el crimen se heredaba de padres a hijos e incluso a los nietos, se dijo al ver el mismo apellido por tercera vez.
Sonó el móvil y, al mirar la pantalla, comprobó que se trataba de Erica.
– Hola, querida, ¿todo bien? -preguntó, aunque ya sabía cuál sería la respuesta-. Sí, ya sé que hace calor. Tendrías que quedarte sentada junto al ventilador y ya está, no hay mucho más que podamos hacer… Oye, se nos ha presentado un caso de asesinato y Mellberg quiere que yo dirija la investigación. ¿Te importaría mucho que me quedase a trabajar un par de días?
Patrik contuvo la respiración. Sabía que debería haberle llamado antes para contarle que tal vez tuviese que interrumpir las vacaciones, pero, a la manera evasiva de los hombres, optó por posponer lo inevitable. Aunque, por otro lado, ella conocía muy bien las condiciones que imponía su profesión. El verano era la época más ajetreada para la policía de Tanumshede y siempre tenían que turnarse y tomarse períodos vacacionales no demasiado largos y, a veces, ni siquiera tenían garantizados los pocos días que podían tomarse seguidos, según la cantidad de borracheras, peleas y demás efectos secundarios del turismo a que tuviese que enfrentarse la comisaría. Además, el asesinato constituía una categoría aparte.
Erica le dijo algo de lo que no se enteró muy bien.
– ¿Visita, dices? ¿De quién? ¿Tu primo? -Patrik lanzó un suspiro-. No, claro, qué voy a decir yo. Por supuesto que habría sido mucho mejor si hubiésemos estado solos esta noche, pero si ya están en camino, qué le vamos a hacer. Pero sólo se quedarán una noche, ¿verdad?… De acuerdo, compraré unas gambas para la cena, que son fáciles de preparar. Así no tendrás que ponerte a cocinar también. Estaré en casa sobre las siete. Un beso.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y siguió hojeando el contenido de los cajones que tenía ante sí. Un archivador en cuyo lomo se leía «Desaparecidos» captó su interés. Algún colega muy ambicioso se había dedicado a reunir las denuncias de desaparición relacionadas con investigaciones policiales. Tenía negras las yemas de los dedos de tanto pasar hojas polvorientas y se las limpió en el pantalón corto antes de abrir el poco abultado archivador. Tras pasar varias hojas leyendo por encima, supo que acababa de darle a su memoria el empujón que necesitaba. Debería haberlo recordado de inmediato, teniendo en cuenta que eran muy pocas las personas que, habiendo desaparecido de verdad, no habían sido encontradas después. Sería la edad, que ya empezaba a hacer de las suyas. En cualquier caso, allí estaban las denuncias y tenía el presentimiento de que no era casualidad. En 1979 se habían presentado dos denuncias de la desaparición de otras tantas mujeres que nunca fueron halladas. Y en el barranco de Kungsklyftan encontraban ahora dos esqueletos.
Se llevó todo el archivador a la oficina para repasarlo a la luz del día y sentado ante su escritorio.
Los caballos eran la única razón por la que se quedaba allí. Con mano experta, fue cepillando el lomo del caballo castrado. El trabajo físico era para ella como una válvula de escape por la que evacuaba su frustración. Sencillamente, era una mierda tener diecisiete años y no poder decidir sobre su propia vida. En cuanto alcanzase la mayoría de edad, se largaría de aquel agujero. Entonces aceptaría la oferta de aquel fotógrafo que se le acercó un día en que iba por el centro de Gotemburgo. Cuando se hubiese convertido en modelo, viviese en París y tuviese montañas de dinero, les diría a todos dónde se podían meter los malditos estudios. El fotógrafo le había dicho que, cada año que pasaba, su valor como modelo disminuía, de modo que perdería miserablemente un año de su vida hasta que tuviese la oportunidad de empezar, todo porque al viejo se le había metido en la cabeza lo de los estudios. ¿Quién necesitaba estudios para desfilar por la pasarela?; y luego, cuando tuviese veinticinco o así y empezase a resultar demasiado mayor para la pasarela, seguro que se casaría con un millonario y entonces podría reírse de la amenaza de desheredarla. En un solo día podría gastarse en compras tanto como el viejo había reunido en toda su vida.
Y el perfecto de su hermano no mejoraba las cosas. Claro que era mejor vivir con él y con Marita que en casa, pero no demasiado. Era tan condenadamente legal. Nunca hacía nada que estuviese mal, mientras que a ella siempre la culpaban de todo.
– ¿Linda?
Vaya, cómo no, ni siquiera allí, en el establo, la dejaban en paz.
– ¿Linda? -volvió a oírse la voz, mucho más apremiante ahora. Él sabía que se encontraba allí, así que no tenía sentido intentar escabullirse.
– Sí, sí, vale, ¡qué pesado! ¿Qué pasa?
– No tienes por qué hablarme en ese tono. Me parece que no es pedirte demasiado que intentes ser un poco respetuosa.
Linda maldijo entre dientes, pero Jacob lo dejó pasar.
– Te recuerdo que eres mi hermano, no mi padre, ¿habías caído en la cuenta?
– Soy consciente de ello, sí, pero mientras vivas bajo mi techo, tengo cierta responsabilidad sobre ti.
Sólo porque era casi quince años mayor que ella, su hermano se creía que lo sabía todo, pero era fácil leerle la cartilla a la gente cuando uno lo tenía todo resuelto. Su padre le había dicho hasta la saciedad que Jacob era un hijo del que sentirse orgulloso y que administraría bien la granja de la familia, así que Linda suponía que, llegado el día, él se lo quedaría todo. Hasta entonces, podía fingir que el dinero no era importante para él, pero Linda lo tenía más que calado. Todos admiraban a Jacob porque trabajaba con jóvenes descarriados, pero también sabían que, en su momento, heredaría tanto la granja como una fortuna y, entonces, sería curioso comprobar qué quedaba de su vocación por trabajar desinteresadamente.
Sonrió sin querer. Si Jacob supiera que se escapaba por las noches, le daría algo, y si tuviera idea de con quién se veía, le soltaría el sermón de su vida. Bien estaba ser solidario con los menos favorecidos siempre y cuando no se le instalasen a uno en el porche de su puerta. Sin embargo, había razones más profundas para que Jacob se escandalizase si supiera que se veía con Johan. Era su primo y la disputa entre las familias duraba desde antes de que ella naciese; bueno, desde antes de que naciera Jacob. Linda ignoraba los motivos, pero así era y esa circunstancia acentuaba aún más el cosquilleo en el estómago cada vez que se escapaba para ir a verlo. Además, estaba a gusto con él. Cierto que era un tanto tímido, pero también diez años mayor que ella, por lo que tenía una seguridad en sí mismo que ya quisieran los jóvenes de su edad. A Linda no le preocupaba lo más mínimo que fuesen primos. Ahora los primos podían hasta casarse y, aunque eso no entrase en sus planes de futuro, no tenía nada en contra de experimentar con él alguna que otra cosa, con tal de que todo ocurriese en secreto.
– ¿Querías algo en concreto o sólo tenerme vigilada, sin más?
Jacob lanzó un hondo suspiro al tiempo que le ponía la mano en el hombro. Ella intentó retroceder, pero él la sujetó con fuerza.
– Te aseguro que no comprendo de dónde te viene tanta agresividad. Los jóvenes con los que yo trabajo habrían dado cualquier cosa por tener un hogar y una juventud así. La verdad es que no estaría de más algo de gratitud y de madurez por tu parte, ¿sabes? Y sí, sí que quería algo en concreto: Marita ya tiene lista la comida, así que ya puedes ir corriendo a cambiarte de ropa para comer con nosotros.
Le soltó el hombro y salió del establo en dirección a la casa. Renegando, Linda dejó en el suelo el cepillo y fue a prepararse. Después de todo, se sentía muy hambrienta.
El corazón de Martin se había roto una vez más, por enésima vez, pero no dolía menos sólo porque estuviese acostumbrado. Al igual que en las ocasiones anteriores, creía que, en aquella, la mujer que recostaba la cabeza sobre su hombro era la definitiva. Claro que era del todo consciente de que ya estaba comprometida, pero, con su habitual ingenuidad, creyó que él sería para ella algo más que un entretenimiento y que los días del hombre con el que vivía estaban contados. Poco se maliciaba él que, con su apariencia inocente y su aspecto dulce como el de una muñeca, las mujeres algo mayores e instaladas en la rutina con sus respectivos veían en él lo que una mosca en un terrón de azúcar. Los respectivos eran hombres a los que ellas no pensaban abandonar por un amable policía de veinticinco años con el que, pese a todo, no dudaban en revolcarse cuando necesitaban satisfacer su deseo o su vanidad. Y no es que Martin tuviese nada en contra del aspecto físico de una relación, incluso hacía gala de un talento especial en ese terreno, pero el problema consistía en que, además, era un joven de excepcional sensibilidad emotiva. En otras palabras, los enamoramientos tenían un terreno más que abonado en la persona de Martin Molin. De ahí que sus historias siempre acabasen para él en llanto y rechinar de dientes, cada vez que las mujeres le daban las gracias y regresaban a sus vidas, aburridas, pero no por ello menos seguras y familiares.
Y allí estaba él, suspirando ante su escritorio, aunque obligándose a concentrarse en la tarea que tenía delante. Las llamadas que había hecho hasta el momento habían sido infructuosas, pero aún le faltaban muchos distritos por comprobar. Que la base de datos estuviese fuera de servicio, justo cuando él la necesitaba, no era más que otra muestra de su proverbial mala suerte, de ahí que ahora se viese en la necesidad de marcar un número tras otro para intentar encontrar a alguien que encajase con la descripción de la mujer asesinada.
Dos horas más tarde se retrepó en la silla y arrojó el bolígrafo contra la pared absolutamente desencantado. Ninguna de las personas desaparecidas coincidía con la descripción de la víctima. ¿Qué podía hacer ahora?
Era tan injusto… Él era mayor que aquellos dos mocosos y debería tener la dirección de la investigación, pero en este mundo reinaba la ingratitud. Llevaba varios años haciéndole la pelota al condenado Mellberg, pero nada, no recibía nada a cambio. Ernst tomaba las curvas a gran velocidad mientras conducía a Fjällbacka y, de no haber llevado un coche de la policía, seguro que le habrían sacado el dedo por el retrovisor en más de una ocasión. Pero así los malditos turistas no se atrevían, claro, si no, tendrían que atenerse a las consecuencias.
¡Ir a preguntar de casa en casa! Esa era una tarea propia de un ayudante, no para alguien con veinticinco años de experiencia en la profesión. Bien podría haberlo hecho el mocoso de Martin y así él, Ernst, habría podido hacer la ronda de llamadas y haber charlado un poco con los colegas de los distritos de los alrededores.
Le hervía la sangre, pero ese era su estado natural desde la niñez, así que no era nada fuera de lo normal. Su carácter colérico no lo hacía especialmente apto para una profesión que requería tanto contacto social, pero, por otro lado, se hacía respetar por los malos, que, instintivamente, se daban cuenta de que Ernst Lundgren era un hombre con el que no deberían discutir si le tenían algún aprecio a la vida.
Mientras circulaba por el pueblo, comprobó que la gente se ponía tensa al verlo, lo seguía con la mirada y lo señalaba, y él comprendió que ya había cundido el rumor de la noticia en toda Fjällbacka. Al llegar a la plaza Ingrid Bergman, tuvo que ir a paso de tortuga, de tantos coches como había mal aparcados, y vio, con satisfacción, que varios de los propietarios se levantaban precipitadamente de la terraza del Café Bryggan. Mejor así. Si los coches seguían allí cuando él volviese a pasar por la plaza, no le importaría lo más mínimo perder un rato destruyendo la paz vacacional de los que habían aparcado mal e incluso hacerles soplar el globito. Varios de los conductores estaban tomándose una cerveza fría cuando lo vieron pasar. Con un poco de suerte, tal vez pudiera quedarse con un par de permisos de conducir.
Había poco espacio para aparcar en la calleja próxima a Kungsklyftan, pero se las arregló y comenzó la operación de ir de puerta en puerta. Tal y como esperaba, nadie había visto nada. La gente, que por lo general notaba hasta cuando al vecino se le escapaba una ventosidad en su casa, se volvía ciega y sorda cuando la policía necesitaba información. Aunque tenía que admitir que tal vez fuese verdad y que no hubiesen visto ni oído nada. En verano había tanto ruido por la noche, con tanta gente borracha como andaba de un lado a otro a altas horas de la madrugada, que uno aprendía a ignorar los sonidos que venían de fuera para poder dormir bien. Pero, desde luego, era un fastidio.
Hasta que no llegó a la última casa, no consiguió nada. Ninguna gran cosa, desde luego, pero algo era. El señor de la casa que estaba al final de la salida del barranco de Kungsklyftan había oído acercarse un coche a eso de las tres de la mañana, cuando se levantó a hacer pis. Podía incluso precisar que eran las tres menos cuarto, pero no se molestó en mirar, así que no podía decir nada ni del aspecto del conductor ni del coche. Pero había sido profesor de autoescuela y estaba seguro de que no era un modelo muy nuevo, sino que tendría unos cuantos años a sus espaldas.
Estupendo, lo único que había sacado en claro de dos horas de ir de puerta en puerta era que el asesino, con toda probabilidad, habría llegado allí en coche hacia las tres de la mañana y que cabía la posibilidad de que condujese un coche de un modelo algo antiguo. No era como para tirar cohetes.
No obstante, su humor mejoró un tanto cuando pasó de nuevo por la plaza de vuelta a la comisaría y se percató de que otros pecadores habían ocupado los puestos de los anteriores. Aquí iba a soplar todo el mundo hasta perder los pulmones.
El timbre persistente de la puerta apartó a Erica de su tarea de, con bastante esfuerzo, pasar la aspiradora por el salón. Sudaba a mares y se apartó de la cara un par de mechones húmedos antes de ir a abrir. «Deben de haber conducido como criminales huyendo de la justicia, si son ellos».
– ¡Hola, gordita!
Se vio atrapada en un abrazo demoledor y notó que no era la única que estaba sudando. En efecto, su nariz había ido a encasquillarse en el sobaco de Conny y comprendió enseguida que ella, en comparación, debía de oler a rosas y lirios silvestres.
Una vez que pudo zafarse del abrazo, saludó a Britta, la mujer de Conny, aunque sólo formalmente, con un apretón de manos, pues no se habían visto más que en contadísimas ocasiones. Su apretón le resultó húmedo, flojo, como si tuviese en la mano un pez muerto. Erica se estremeció y reprimió el impulso de secársela en el pantalón.
– ¡Menuda barriga! ¿Es que llevas gemelos?
A Erica le disgustaba muchísimo que hicieran ese tipo de comentarios sobre su mole, pero ya había empezado a comprender que el embarazo era un estado que propiciaba que todo el mundo comentase la forma corporal y le tocase la barriga con una familiaridad excesiva a quien lo sufría. Incluso había llegado a ocurrirle que completos extraños se le acercasen y, de forma totalmente inopinada, empezasen a tocarla. Erica estaba preparada para que comenzase la fase obligatoria de toqueteo y, de hecho, las manos de Conny no tardaron muchos segundos en empezar a palmearle la barriga.
– ¡Vaya futbolista que tienes ahí dentro! Está claro que va a ser niño, con las patadas que da. ¡Venid aquí, niños, venid y comprobadlo!
Erica no tuvo fuerzas para protestar, así que se vio atacada por dos pares de manos pegajosas que le dejaron la blanca camiseta de premamá llena de huellas de helado. Por suerte, Lisa y Victor, de seis y ocho años respectivamente, no tardaron en perder el interés por aquello.
– ¿Y qué dice el padre? ¿Estará orgulloso y contando los días, no? -Conny no esperaba respuesta a sus preguntas, Erica recordaba bien que mantener una conversación no era el lado fuerte de su primo-. Pues sí, uno se acuerda de cuando estos dos mocosos vinieron al mundo. Toda una experiencia. Pero dile que no se le ocurra mirar por ahí abajo, que luego se le quitan las ganas durante un tiempo.
Soltó una risotada al tiempo que le daba un codazo a Britta, que lo miró con encono. Erica tomó conciencia de que aquel sería, sin duda, un día muy largo. Ojalá Patrik no llegase muy tarde a casa.
Patrik llamó discretamente a la puerta de Martin. Sentía cierta envidia por el orden que reinaba allí dentro. El escritorio estaba tan limpio que habría podido usarse como mesa de quirófano.
– ¿Qué tal va eso? ¿Has encontrado algo?
La expresión abatida de Martin le dijo que no antes de que el joven lo confirmase con un gesto. Mierda. Lo más importante de toda la investigación en aquel momento era poder identificar a la mujer. Alguien debía de estar preocupado por ella en algún lugar. ¡Joder, alguien la echará de menos!
– ¿Y tú? -preguntó Martin señalando la carpeta que Patrik llevaba en la mano-. ¿Has encontrado lo que buscabas?
– Eso creo.
Patrik tomó la silla que había junto a la pared y la arrastró para poder sentarse al lado de Martin.
– Mira esto. Dos mujeres desaparecieron de Fjällbacka a finales de los años setenta. No entiendo cómo no lo recordé enseguida, fueron noticias de primera plana, pero, bueno, aquí está el material que conservamos de la investigación.
La carpeta, que había dejado sobre la mesa, estaba llena de polvo, y se dio cuenta de que Martin sentía tal deseo de limpiarla que le pinchaban los dedos, pero una mirada de Patrik lo disuadió. Abrió la carpeta y le mostró lo primero que había dentro, que eran unas fotografías.
– Esta es Siv Lantin, desaparecida antes del día del solsticio de verano de 1979. Tenía diecinueve años -dijo Patrik sacando la segunda fotografía-. Y esta es Mona Thernblad, que desapareció dos semanas después y tenía dieciocho años. Ninguna de las dos apareció nunca, pese a la intensa búsqueda, una batida tras otra, rastreos y todo lo que te puedas imaginar. La bicicleta de Siv apareció en la cuneta, pero fue lo único que encontraron. Y de Mona no hallaron más que una zapatilla de deporte.
– Sí, ahora que lo mencionas, yo también lo recuerdo. Había un sospechoso, ¿verdad?
Patrik hojeó los documentos de la investigación, tan viejos que amarilleaban, y señaló con el dedo un nombre escrito a máquina.
– Johannes Hult. De todas las personas imaginables, resultó que fue su hermano, Gabriel Hult, quien llamó a la policía para avisar de que habían visto a su hermano con Siv Lantin camino de su granja de Bracke la noche en que la joven desapareció.
– ¿Se tomaron muy en serio esa información? Quiero decir que debe haber más evidencias si uno acusa a su propio hermano nada menos que de sospechoso de un asesinato.
– Se trata de una guerra que dura ya años en el seno de la familia Hult y seguramente todos lo sabían, así que recibieron la información con cierto escepticismo, me temo, pero de todos modos tenían que indagar y Johannes fue llamado a interrogatorio un par de veces. Pese a todo, nunca hubo pruebas, salvo la información aportada por el hermano; todo quedó en su palabra contra la del otro y al final lo soltaron.
– ¿Qué fue de él, dónde está?
– No estoy seguro, pero me suena que Johannes Hult se quitó la vida poco después de aquello. Lástima, si Annika estuviera aquí, habría podido redactar un informe más actualizado en un momento. Lo que hay en esa carpeta es, cuando menos, escaso.
– Pareces estar bastante seguro de que los esqueletos que encontramos corresponden a esas dos mujeres.
– Bueno, seguro, seguro… Me guío por la ley de la probabilidad. Tenemos a dos mujeres desaparecidas a finales de los setenta, y ahora nos encontramos dos esqueletos que parecen tener ya unos cuantos años. ¿Cuál es la probabilidad de que no sea más que una coincidencia? Seguro no estoy, y no podremos saberlo con certeza hasta que no se haya pronunciado el forense. Pero ya me encargaré de que tenga acceso a esta información lo antes posible.
Patrik echó un vistazo al reloj.
– Demonios, será mejor que me dé prisa. He prometido llegar temprano a casa hoy. Tenemos visita, un primo de Erica, y tengo que comprar unas gambas para esta noche. ¿Puedes encargarte de que le llegue esta información al forense? Y habla con Ernst cuando llegue, por si ha averiguado algo interesante.
El calor cayó sobre Patrik como una losa en cuanto salió de la comisaría, así que se apresuró dando grandes zancadas para llegar hasta el coche y poner cuanto antes el aire acondicionado. Si aquella temperatura lo dejaba transpuesto a él, no quería ni imaginarse lo que sufriría Erica, pobrecilla.
Era mala suerte que les llegase visita ahora precisamente, pero comprendía que a ella le resultaba difícil decir que no. Y puesto que la familia Flood se marcharía al día siguiente, sólo perderían una noche. Puso el aire acondicionado al máximo y emprendió el camino a Fjällbacka.
– ¿Has hablado con Linda?
Laine se retorcía las manos con nerviosismo. Era un gesto que él había terminado por detestar.
– No hay mucho de que hablar. Sólo tiene que hacer lo que le digamos.
Gabriel ni siquiera alzó la vista, sino que continuó tranquilamente con sus cosas. Había utilizado un tono brusco, pero Laine no era de las que callaban tan fácilmente… por desgracia. Durante muchos años había deseado que su esposa se inclinara por callar más que por hablar. Tal actitud obraría milagros en su personalidad.
Gabriel Hult, por su parte, tenía el alma y el corazón de un contable. Adoraba cuadrar el debe y el haber, y, al final, conseguir el equilibrio, y detestaba con todas sus fuerzas lo que estaba relacionado con los sentimientos y era ajeno a la lógica. La pulcritud era su lema y, pese al calor estival, vestía camisa y traje, cierto que de una tela algo más fina, pero igual de correcto. Con los años había ido perdiendo algo de su oscuro cabello, pero lo llevaba peinado hacia atrás, sin pretender, en modo alguno, ocultar la parte calva del centro. Las gafas redondas eran el punto sobre la i, siempre instaladas en el extremo de la nariz, lo que le permitía mirar por encima de las lentes y con condescendencia a sus interlocutores. Lo que estaba bien, estaba bien, había sido la máxima de su vida, y lo que más deseaba en el mundo era que la gente que tenía a su alrededor hiciese lo mismo. En cambio, los demás parecían dedicar toda su energía y sus esfuerzos a alterar su perfecto equilibrio y a hacerle la vida imposible. Todo sería mucho más sencillo si simplemente hicieran lo que él decía, en lugar de inventar un montón de tonterías de su propia cosecha.
El gran motivo de preocupación de su vida en aquellos momentos era Linda. La adolescencia de Jacob no había sido tan problemática, ¡dónde va a parar! En el mundo ideal de Gabriel, las chicas eran más tranquilas y más dóciles que los chicos. Y, sin embargo, ellos se habían encontrado con un monstruo adolescente que decía a cuando ellos decían b y que, en términos generales, hacía lo posible por destrozar su vida en el menor tiempo posible. Él no creía lo más mínimo en aquella absurda ocurrencia de convertirse en modelo. Claro que la niña era mona, pero, por desgracia, había heredado el cerebro de su madre y no sobreviviría ni una hora en el duro mundo de la moda.
– Ya hemos discutido sobre esto en otras ocasiones, Laine, y no he cambiado de opinión desde la última. No quiero ni oír hablar de que Linda vaya a hacerse fotos en el estudio de un fotógrafo sospechoso, que lo único que quiere es verla desnuda. Linda tiene que estudiar y no se hable más.
– Sí, pero dentro de un año tendrá dieciocho y entonces podrá hacer lo que quiera, de todos modos. ¿No sería mejor que la apoyásemos ahora, en lugar de arriesgarnos a que desaparezca de nuestro lado para siempre en cuanto pase ese tiempo?
– Linda sabe de dónde sale el dinero que tiene y me sorprendería mucho que se marchase a ninguna parte sin haberse asegurado antes unos ingresos suficientes y constantes. Y, si sigue estudiando, los tendrá. Le he prometido que le enviaré dinero todos los meses si continúa con los estudios y pienso mantener mi promesa. Y ya no quiero hablar más de este asunto.
Laine no dejaba de frotarse las manos, pero sabía cuándo había perdido una batalla y salió de su despacho con los hombros vencidos. Luego, con mucho cuidado, cerró la puerta de corredera y Gabriel lanzó un suspiro de alivio. Aquella historia lo sacaba de quicio. Después de tantos años como llevaban juntos, ella debería conocerlo lo suficientemente bien como para saber que no era de los que cambiaban de idea una vez tomada una decisión.
La satisfacción y la tranquilidad volvieron tan pronto como pudo continuar con el libro que tenía ante sí. Los modernos programas de contabilidad para ordenador no habían ganado terreno en su vida, pues él adoraba la sensación de tener delante su enorme registro lleno de cifras primorosamente escritas a mano que luego sumaba al final de cada página. Una vez que hubo terminado, se retrepó en la silla, muy conforme consigo mismo. Aquel era un mundo que podía controlar.
Patrik se preguntó por un instante si se habría equivocado de casa. Aquel no podía ser el hogar tranquilo y sereno del que había salido por la mañana. El volumen era mucho más alto que el permitido en la mayoría de los lugares de trabajo y se diría que alguien hubiese arrojado en la casa una granada de mano. Todo estaba revuelto y lleno de objetos que le eran desconocidos, y nada estaba en su lugar. A juzgar por la expresión de Erica, le pareció que debería haber vuelto una o dos horas antes.
Lleno de admiración, comprobó mentalmente que sólo había dos niños y dos adultos más y se preguntó de qué manera se las arreglaban para sonar como si fuesen una guardería entera. Tenían puesto el canal Disney a todo volumen mientras un niño pequeño perseguía a una niña, más pequeña aún, con una pistola de juguete. Los padres de los dos retoños estaban sentados en paz y tranquilidad fuera, en la terraza, y Patrik vio que un patán de enormes proporciones lo saludaba ufano, pero sin molestarse en abandonar el sofá para salir a su encuentro ni en apartarse de la gran bandeja de dulces que tenía delante.
Entró en la cocina en busca de Erica, que se dejó caer en sus brazos.
– Sácame de aquí, por favor. Debí de cometer algún pecado terrible en otra vida para tener que soportar esto. Los niños son dos demonios con forma humana y Conny es… Conny. Su mujer apenas si ha dicho mu y tiene un carácter tan agrio como la leche cortada. ¡Socorro!, ojalá se vayan pronto a su casa.
Él le acarició la espalda consolándola y notó que tenía la camiseta empapada de sudor.
– Ve a ducharte tranquilamente mientras yo me encargo un rato de las visitas. Estás chorreando.
– Gracias, eres un ángel. Hay una cafetera llena. Ya van por la tercera taza, pero Conny ha empezado a insinuar que tiene ganas de algo más contundente, así que mira a ver qué tenemos que pueda interesarle.
– Déjamelo a mí, cariño, y vete antes de que cambie de idea.
Erica le dio un beso como muestra de agradecimiento y subió las escaleras balanceándose, en dirección a la ducha.
– Quiero un helado.
Victor se había colocado detrás de Patrik y le apuntaba con la pistola.
– Lo siento, no tenemos helados.
– Pues entonces ve a comprarlos.
La desfachatez del niño sacaba a Patrik de sus casillas, pero intentó mostrarse amable y, con la mayor suavidad posible, explicó.
– No, no voy a ir a comprar helado. Ahí fuera, en la mesa, hay galletas. Coge alguna.
– ¡Pero yo quiero un heladooooo! -El niño chillaba y saltaba sin cesar y estaba colorado como un tomate.
– ¡Te digo que no hay helado! -La paciencia de Patrik empezaba a agotarse.
– Helado, helado, helado, helado…
Victor no era de los que se rendían al primer obstáculo, pero debió de ver en los ojos de Patrik que había llegado al límite, porque dejó de gritar y salió de la cocina retrocediendo despacio. Después echó a correr llorando, en busca de sus padres, que seguían en la terraza ignorantes del incidente acaecido en la cocina.
– ¡Papá! El tío es muy malo. ¡Yo quiero un helado!
Patrik intentó hacer oídos sordos y, enarbolando la cafetera, fue a saludar a sus invitados. Conny se levantó y le estrechó la mano, y después le tocó el turno de estrechar el pescado muerto de Britta.
– Victor ha entrado en una fase en que intenta poner a prueba los límites de su propia voluntad. Y no queremos cohibir su desarrollo personal, así que lo dejamos para que encuentre él solo la línea divisoria entre sus deseos y los de su entorno.
Britta dedicó una tierna mirada a su hijo mientras Patrik recordaba que Erica le había contado que era psicóloga. Desde luego, si aquella era su idea de cómo educar a un niño, el pequeño Victor tendría motivos para entrar en íntimo contacto con ese grupo profesional cuando se hiciese mayor. Conny no pareció haber notado nada y puso fin a los gritos del niño metiéndole una galleta en la boca, sin más. Y, a juzgar por la redondez del pequeño, se trataba de un procedimiento recurrente. En cualquier caso, Patrik no pudo por menos de reconocer que el método era eficaz y atractivo en su inmensa simpleza.
Erica bajó recién duchada, con una expresión mucho más risueña, justo cuando Patrik acababa de poner la mesa con las gambas y demás platos. Además, le había dado tiempo de comprar un par de pizzas para los niños, una vez que le quedó claro que aquella era la única forma de evitar una auténtica catástrofe a la hora de la cena.
Se sentaron y, en el preciso instante en que Erica iba a abrir la boca para decir, «podéis empezar», Conny se le adelantó hundiendo las dos manos en la fuente de gambas. Uno, dos y hasta tres puñados de gambas vieron aterrizar en su plato, mientras que en la fuente no quedaba ni la mitad de la cantidad original
– Mmm, ¡qué rico! Yo sí que soy capaz de comer gambas -dijo Conny, orgulloso, dándose palmaditas en la barriga antes de emplearse en su montaña.
Patrik, que vio reducirse de golpe los dos kilos de gambas que le habían costado carísimas, se sirvió con un suspiro una porción que apenas ocupaba espacio en su plato. Erica hizo lo propio, sin decir nada, y le pasó la fuente a Britta, la cual, un tanto amoscada, se sirvió el resto.
Tras el fracaso de la cena, prepararon la cama de los huéspedes en la habitación de las visitas y se disculparon enseguida, con la excusa de que Erica necesitaba descansar. Patrik le dijo a Conny dónde estaba el whisky y, con un alivio indecible, subió la escalera hacia la paz del piso de arriba.
Ya en la cama, Patrik le contó a Erica lo que había hecho durante el día. Hacía tiempo que había renunciado a los intentos de ocultarle sus tareas como policía, porque además sabía que ella no se dedicaba a propagarlas. Al llegar al episodio de las dos mujeres desaparecidas, observó que Erica prestaba más atención.
– Sí, recuerdo que algo leí sobre el asunto. ¿Y creéis que son ellas?
– Estoy casi seguro. Lo contrario sería una coincidencia inaudita. Pero, en cuanto tengamos el informe del forense, podremos empezar en serio con la investigación. Por ahora, tenemos que dejar abiertas tantas vías como sea posible.
– ¿No necesitas ayuda para investigar sobre material de archivo? -le preguntó volviéndose ansiosa hacia él, que reconoció enseguida el brillo en sus ojos.
– No, no y no. Tienes que descansar. No olvides que estás de baja.
– Sí, pero la presión arterial se ha restablecido, según el último control. Y me enloquece pasar los días en casa sin hacer nada. Ni siquiera he podido empezar otro libro.
El libro sobre Alexandra Wijkner y su trágica muerte se había convertido en un gran éxito de ventas y, además, le valió un nuevo contrato para un caso que tratara de un asesinato real. Pero escribirlo le había exigido un esfuerzo enorme, tanto físico como afectivo, y después de enviarlo a la editorial en el mes de mayo, no había tenido fuerzas para empezar otro proyecto. Las subidas y bajadas de presión sanguínea habían marcado todo su embarazo y, aun en contra de su voluntad, había decidido aplazar el trabajo hasta que naciera el bebé. Pero lo de estar en casa sin hacer nada no iba bien con su forma de ser.
– Annika está de vacaciones, así que ella no puede hacerlo. Y no es tan fácil como parece eso de investigar documentación antigua. Hay que saber dónde buscar y yo lo sé. Déjame que pruebe un poco, anda…
– No, ni hablar. Esperemos que Conny y compañía, que son un tanto salvajes, se vayan mañana temprano y, después, no harás otra cosa que descansar, ¿entendido? Y ahora déjame, que voy a hablar con el bebé un ratito. Tenemos que perfilar el plan de la carrera futbolística del chico…
– O de la chica.
– O de la chica. Aunque entonces será mejor que se dedique al golf. El fútbol femenino no da mucho dinero, por ahora.
Erica lanzó un suspiro, pero se puso boca arriba para facilitar la comunicación.
– Cuando te escapas, ¿no se dan cuenta?
Johan estaba tumbado de costado, junto a Linda, y le hacía cosquillas en la mejilla con una brizna de paja.
– No, porque, ya sabes, Jacob confía en mí. -Linda arrugó la frente imitando el tono de voz grave de su hermano-. Es algo que ha aprendido en esos cursos de «establecer-buen-contacto-con-los-jóvenes» a los que ha asistido. Lo peor de todo es que la mayoría de ellos parecen creérselo, porque para algunos Jacob es como Dios. Aunque, claro, si uno crece sin un padre, puede tomar cualquier cosa como sustituto. ¡Déjalo ya! -exclamó apartando irritada la brizna con la que Johan le hacía cosquillas.
– ¿Qué pasa? ¿No vamos a poder jugar un poco?
Linda advirtió que él se había molestado y se inclinó para besarlo y hacer las paces. Simplemente, aquel no era un buen día. Le había venido la regla por la mañana, así que no podría tener relaciones con Johan en una semana, y, además, le desquiciaba los nervios vivir con el perfecto de su hermano y su mujer, tan perfecta como él.
– ¡Oh, si un año pudiese pasar en un suspiro… y pudiera largarme de este maldito agujero!
Tenían que hablar muy quedo para que nadie descubriese su escondite en el pajar, pero Linda fue dando golpes con el puño en los listones de madera para subrayar cada palabra.
– Y yo, ¿también quieres estar lejos de mí?
La expresión de Johan revelaba lo herido que se sentía, más aún que antes, y Linda se mordió la lengua. Si conseguía salir de allí y hacerse con el mundo, jamás se le ocurriría mirar siquiera a alguien como Johan, pero, mientras tuviese que estar en casa, le bastaba como entretenimiento, poco más. Sin embargo, él no tenía por qué saberlo, así que se enroscó como un gatito mimoso y se acurrucó a su lado. No obtuvo ninguna respuesta, con lo que ella misma le tomó el brazo y lo colocó alrededor de su cintura. Como si tuviesen voluntad propia, los dedos de Johan empezaron a recorrer su cuerpo; Linda sonrió para sus adentros. Era tan fácil manipular a los hombres…
– Podrías venirte conmigo, ¿no?
Lo dijo a sabiendas de que Johan jamás sería capaz de dejar Fjällbacka y, sobre todo, a su hermano. A veces se preguntaba si Johan iría siquiera al lavabo sin antes preguntarle a Robert.
Johan eludió la pregunta y preguntó a su vez:
– Dime, ¿has hablado con tu padre? ¿Qué le parecen a él tus planes de largarte?
– ¿Qué le van a parecer? Puede decidir mi vida durante un año más, pero, en cuanto haya cumplido los dieciocho, no tendrá nada que hacer y eso lo saca de sus casillas. A veces creo que le gustaría poder meternos a todos en sus libros de cuentas. Jacob en el «debe» y Linda en el «haber».
– ¿Cómo que en el «debe»?
Linda se echó a reír al oír la pregunta.
– Son términos de contabilidad, no te preocupes.
– Me pregunto cómo habría sido todo si… -comenzó Johan mordisqueando una brizna de paja, con la mirada perdida en algún punto, más allá de donde ella se encontraba.
– ¿Cómo habría sido todo si qué?
– Si mi padre no hubiera perdido todo su dinero. Entonces tal vez seríamos nosotros quienes viviríamos en la granja y tú habrías crecido en la cabaña con el tío Gabriel y la tía Laine.
– Pues sí, eso sí que habría sido digno de ver. Mi madre de prestado en la cabaña y pobre como una rata de iglesia.
Linda echó atrás la cabeza y se rió de buena gana, y Johan le advirtió enseguida que bajase el tono para que Jacob y Marita no la oyesen desde la casa, que estaba a un tiro de piedra del pajar.
– De haber sido así, tal vez mi padre aún estaría vivo. Y entonces mi madre no se habría pasado los días enteros con los dichosos álbumes de fotos.
– Pero si no fue por el dinero por lo que tu padre…
– Bueno, eso no lo sabes tú. ¿Qué coño sabes tú de por qué lo hizo? -gritó con voz chillona, una octava más alta.
– Pues lo sabe todo el mundo.
A Linda no le gustaba lo más mínimo el giro que estaba tomando la conversación y no se atrevía a mirar a Johan a los ojos. La disputa familiar y cuanto guardaba relación con ella había sido hasta el momento, y como por un acuerdo tácito, excluido de sus temas de conversación.
– Todos creen que lo saben, pero nadie sabe una mierda. Y tu hermano viviendo en nuestra granja… ¡Hay que joderse!
– Jacob no tiene la culpa de que las cosas acabaran así. -A Linda le resultaba extraño defender al mismo hermano al que, por lo general, no dejaba de criticar, pero la sangre es más espesa que el agua…-. Fue el abuelo el que le dejó la granja y, además, él siempre ha sido el primero en defender a Johannes.
Johan sabía que Linda tenía razón y su ira se disipó. Sólo que a veces le resultaba tan doloroso oírla hablar de su familia, porque le hacía pensar en lo que él había perdido. No se atrevía a decírselo, pero muy a menudo pensaba que era una desagradecida. Ella y su familia lo tenían todo, mientras que la de él no tenía nada. ¿Dónde estaba la justicia?
Sin embargo, al mismo tiempo, era capaz de perdonárselo todo. Jamás había amado a nadie con tanto ardor y la sola contemplación del precioso cuerpo de Linda a su lado lo encendía por dentro. A veces no podía creerse que un ángel como ella quisiera perder el tiempo con él, pero era lo suficientemente listo como para no cuestionar su buena suerte, de modo que intentaba no pensar en el futuro y disfrutar del presente. La atrajo hacia sí y cerró los ojos mientras inspiraba el perfume de su cabello. Después, empezó a desabotonarle los vaqueros, pero ella lo detuvo.
– No puedo, tengo la regla. ¡Déjame en paz!
Linda se abrochó el pantalón y se tumbó boca arriba. A Johan se le nubló la vista y el cielo se desvaneció tras sus párpados cerrados.
Sólo había pasado un día desde que encontraron a la mujer muerta, pero a Patrik lo torturaba la impaciencia. En algún lugar, alguien estaría preguntándose por ella, pensando, preocupado, dejando volar su imaginación por derroteros cada vez más angustiosos. Y lo más terrible era, después de todo, que lo que le había ocurrido era, en efecto, lo peor. Más que nada, deseaba averiguar la identidad de la mujer para poder avisar a sus seres queridos. Nada era peor que la incertidumbre, ni siquiera la muerte. La gente no podía empezar a procesar su dolor hasta que no sabía cuál era el motivo. No sería fácil para quien tuviera que dar la noticia, tarea que Patrik ya había asumido mentalmente, pero era consciente de que constituía una parte fundamental de su trabajo: facilitar las cosas, apoyar a la gente. Pero ante todo, quería saber qué le había ocurrido a la persona que aquella gente amaba.
La infructuosa ronda de llamadas que Martin emprendió el día anterior había complicado mil veces el trabajo de identificación. Nadie de la zona había denunciado la desaparición de la mujer, con lo que el campo de búsqueda se ampliaba a toda Suecia y tal vez incluso al extranjero. Aquella tarea se le antojó imposible por un segundo, pero no tardó en desechar tan desoladora sensación. En aquellos momentos, ellos eran los únicos portavoces de la desconocida.
Martin dio unos tímidos golpecitos en su puerta.
– ¿Cómo quieres que continúe? ¿Amplío el círculo, empiezo con los distritos de las capitales o…? -inquirió alzando las cejas y los hombros, como si preguntase con todo el cuerpo.
Patrik sintió de pronto el peso de la responsabilidad de dirigir la investigación. En realidad, no tenían nada que señalase en una dirección determinada, pero estaba claro que por algún lado tenían que empezar.
– Mira los distritos de las capitales. Gotemburgo ya está, así que prueba ahora con Estocolmo y Malmoe. El informe del Instituto Forense no debería tardar en llegar y, con un poco de suerte, nos aportará algo de provecho.
– De acuerdo -dijo Martin, dando una palmada en la mesa, y salía en dirección a su despacho cuando una señal estridente lo hizo volverse hacia la recepción e ir a abrir la puerta. Por lo general, eso era tarea de Annika, pero durante su ausencia tenían que hacerlo ellos.
La joven parecía preocupada. Era menuda, llevaba el largo cabello peinado en dos trenzas rubias y una mochila gigantesca a la espalda.
– I want to speak to someone in charge.
Su inglés tenía un marcado acento y Martin adivinó que sería alemana. Le abrió la puerta y le indicó que entrase antes de gritar en dirección al pasillo:
– ¡Patrik, tienes visita!
Algo tarde, cayó en la cuenta de que debería haberle preguntado antes a la joven qué la había llevado allí, pero Patrik ya había asomado la cabeza por la puerta de su despacho y la joven ya iba a su encuentro.
– Are you the man in charge?
Por un instante, Patrik tuvo la tentación de remitirla a Mellberg, que, desde un punto de vista estrictamente técnico, era el superior, pero al ver su cara de desesperación, cambió de idea y decidió ahorrarle a la muchacha esa experiencia. Enviarle a Mellberg una chica guapa era como mandar una oveja al matadero, así que predominó su natural instinto protector.
– Yes, can I help you?
Le hizo señas de que entrara y tomase asiento en la silla que había frente a la suya. Con una agilidad sorprendente, la muchacha se deshizo de la mochila, que colocó con sumo cuidado contra la pared, junto a la puerta.
– My English is very bad. You speak German?
Patrik examinó fugazmente su alemán de la escuela. Era muy simple, la respuesta dependía de lo que la joven entendiese por «hablar alemán». Sabía pedir una cerveza y la cuenta, pero sospechaba que ella no había venido para hacer de camarera.
– Un poco -le chapurreó en su lengua, acompañando su respuesta de un gesto que quería decir «más o menos».
La muchacha pareció contenta de saberlo y empezó a hablar despacio y claro, para que él pudiese comprender lo que decía. Patrik comprobó con asombro que sabía más alemán de lo que creía y que, aunque no entendía todas las palabras, comprendía lo que le estaba diciendo.
Se presentó como Liese Forster. Al parecer, había estado en la comisaría hacía una semana para denunciar la desaparición de su amiga Tanja. Había hablado con un policía, que le dijo que se pondrían en contacto con ella cuando supiesen algo, y después de una semana no había tenido la menor noticia. El rostro de la joven expresaba la más viva preocupación y Patrik se tomó sus palabras muy en serio.
Tanja y Liese se habían conocido en el tren camino de Suecia. Las dos eran del norte de Alemania, pero no se conocían de antes. Enseguida conectaron de maravilla y, según Liese, se sentían como hermanas. Ella no tenía ningún recorrido planificado para su viaje por Suecia, por lo que Tanja le propuso que se fuesen juntas a Fjällbacka, un pequeño pueblo de la costa occidental sueca.
– ¿Por qué Fjällbacka, precisamente? -preguntó Patrik, más o menos fiel a la gramática alemana.
La respuesta se hizo esperar un poco. Era el único tema de conversación del que Tanja no hablaba con alegría y franqueza, y Liese admitió que no lo sabía con exactitud. Lo único que Tanja le había contado era que tenía un asunto que tratar allí. Una vez resuelto, podrían continuar su viaje por Suecia, pero antes tenía que buscar algo, le confesó. Parecía un asunto delicado, así que Liese no insistió con más preguntas. Estaba contenta de tener compañía en su viaje y la siguió encantada, sin importarle el motivo por el que Tanja deseaba ir allí.
Llevaban tres días alojándose en el camping de Salvik cuando Tanja desapareció. Salió por la mañana, le dijo que tenía cosas que hacer aquel día y que volvería a media tarde. Pasó el tiempo, llegó la tarde y luego la noche, y el desasosiego de Liese fue creciendo a medida que avanzaban las agujas del reloj. A la mañana siguiente fue a la oficina de información turística de la plaza Ingrid Bergman, donde se enteró de cómo llegar a la comisaría más próxima. Había presentado la denuncia de desaparición y, bueno, ahora se preguntaba qué había pasado.
Patrik estaba desconcertado; que él supiera, no habían recibido ninguna denuncia de desaparición y ya empezaba a sentir un nudo en el estómago. Preguntó por la descripción de Tanja y la respuesta confirmó sus temores. Todo lo que Liese le contó sobre su amiga coincidía con las características de la joven muerta en el barranco de Kungsklyftan y cuando, con el corazón encogido, le enseñó la fotografía de la víctima, las lágrimas de Liese verificaron lo que él ya sospechaba. Martin ya podía dejar la ronda de llamadas y tendrían que buscar al responsable de que la desaparición de Tanja no hubiese quedado registrada correctamente. Habían perdido, sin necesidad, un tiempo precioso y a Patrik no le cabía la menor duda de en qué dirección debía buscar para dar con el culpable.
Patrik ya se había ido al trabajo cuando Erica despertó para variar, después de un sueño profundo y sin ensoñaciones. Miró el reloj, eran las nueve y no se oía ruido alguno desde la planta baja.
Poco después ya había puesto la cafetera y empezó a preparar el desayuno para sí misma y para sus invitados, que fueron entrando en la cocina uno tras otro, a cual más adormilado, aunque se despabilaron tan pronto como la emprendieron con la comida ya servida.
– ¿Adónde pensabais ir después, a Koster?
Erica preguntó por cortesía, pero también con la esperanza de quitárselos de encima cuanto antes.
Conny cruzó una rápida mirada con su esposa, antes de explicar:
– Sí, bueno, Britta y yo estuvimos hablando de eso anoche y hemos pensado que, ya que estamos aquí y hace tan buen tiempo, podríamos ir a alguna de las islas cercanas a pasar el día. Vosotros teníais un barco, ¿verdad?
– Pues sí que tenemos uno… -admitió Erica de mala gana-, pero no estoy muy segura de que a Patrik le guste la idea de prestarlo por el tema del seguro y demás… -añadió como quien no quiere la cosa. Le temblaban las piernas de frustración ante la sola idea de que permanecieran allí siquiera unas horas más de lo que tenían previsto.
– No, bueno, pero habíamos pensado que tú podrías llevarnos a algún sitio que esté bien y luego podemos llamar para que nos recojas.
Erica no encontró palabras y Conny interpretó su silencio como un sí. Rogó al cielo que le diese paciencia y se dijo que no merecía la pena tener una trifulca con la familia sólo por ahorrarse unas horas de su compañía. Además, no tendría que verlos durante todo el día y, para cuando Patrik volviese del trabajo, quizá ya se hubiesen marchado. Se le había ocurrido preparar algo especial para la cena y pasar una noche agradable. Después de todo, Patrik estaba de vacaciones y quién sabía si, cuando naciera el bebé, tendrían mucho tiempo para dedicarse el uno al otro, así que más valía aprovechar.
Cuando, después de muchos dimes y diretes, la familia Flood hubo preparado el equipaje de baño, bajaron al embarcadero. El barco, en realidad un pequeño bote de madera de color azul, tenía poco calado y no era fácil subir a él desde el muelle de Badholmen. Ella, además, con su enorme barriga, no lo logró sino después de muchos intentos. Tras una hora de travesía en busca de unas «rocas desiertas o, mejor, una playa» para sus huéspedes, dio por fin con una pequeña cala que, como por un milagro, parecían no haber visto los demás turistas, y puso después rumbo a casa. Subir al muelle sola le resultó una empresa inviable y se vio obligada a algo tan humillante como pedirles ayuda a unos bañistas que pasaban por allí.
Sudorosa, acalorada, cansada e indignada, cogió el coche y se fue a casa, pero, justo antes de pasar el edificio del club de vela, giró rápidamente hacia la izquierda, en dirección a Sälvik. Tomó la curva a la derecha, bordeando la montaña, por delante del estadio deportivo y de la urbanización de apartamentos Kullen, y aparcó ante la biblioteca. Terminaría loca si se veía obligada a pasarse todo el día en casa sin hacer nada. Patrik protestaría después, pero ella le ayudaría con las tareas de documentación, quisiera él o no.
Cuando Ernst entró en la comisaría, se dirigió temeroso al despacho de Hedström. Ya cuando Patrik lo llamó al móvil y, con un tono de voz frío como el mármol, le ordenó que se presentase en la comisaría de inmediato, intuyó que lo acechaba el peligro. Hizo memoria por ver si caía en qué fallo podían haberlo sorprendido, pero tuvo que admitir que había demasiadas cosas entre las que elegir como para que él acertase con la correcta. De hecho, era un maestro en tomar atajos y había elevado la chapuza a la condición de arte.
– Siéntate
Obedeció sumiso la orden de Patrik, pero adoptó un gesto rebelde, a modo de escudo contra la tempestad inminente.
– ¿Qué es lo que corre tanta prisa? Estaba en pleno trabajo, y sólo porque te hayan asignado transitoriamente la dirección compartida de una investigación, no puedes andar dándome órdenes.
Un buen ataque solía ser la mejor defensa, pero, a juzgar por el semblante cada vez más sombrío de Patrik, era el peor camino en aquel caso.
– ¿Te presentaron a ti una denuncia sobre la desaparición de una turista alemana hace más o menos una semana?
¡Mierda!. Se le había olvidado. Aquella chiquilla rubia llegó justo antes del almuerzo, así que procuró quitársela de encima lo antes posible para irse a comer. Aquellas denuncias de amigos perdidos casi nunca resultaban en nada. Por lo general, estaban en el fondo de cualquier cuneta o se habían ido a casa de algún amiguito. Vaya mierda, esto le costaría caro. ¿Cómo no lo había relacionado con la joven que encontraron ayer? Pero, claro, era fácil decirlo a toro pasado. Ahora se trataba de minimizar los daños.
– Pues sí, bueno, sí que me parece que fui yo.
– ¿¡Que te parece que fuiste tú!? -La voz de Patrik, por lo general tan pacífica, retumbó como un trueno en el pequeño despacho-. O bien fuiste tú quien recibió la denuncia o bien fue otro. No hay posibilidad intermedia. Y, si fuiste tú, ¿dónde c… fue a parar la denuncia? -Patrik estaba tan furioso que se le trababa la lengua-. ¿Eres consciente del tiempo que esto le ha robado a la investigación?
– Sí, claro que el asunto tiene mala sombra, pero ¿cómo iba yo a saber…?
– ¡Tú no tienes que saber, lo que tienes que hacer es cumplir con tus obligaciones!. Espero que esto no vuelva a ocurrir nunca más. Y ahora, venga, tenemos muchas horas perdidas que recuperar.
– ¿Hay algo que yo pueda…? -Ernst puso la voz más humilde de que fue capaz y adoptó el mejor gesto de arrepentimiento que supo. Para sus adentros, maldecía la hora en que un jovenzuelo como aquel se dirigía a él en ese tono, pero puesto que Hedström parecía gozar ahora del apoyo de Mellberg, sería estúpido empeorar aún más su situación.
– Ya has hecho bastante. Martin y yo seguimos con la investigación. Tú te encargarás de lo que vaya entrando. Tenemos una denuncia por robo en un chalet de Skeppstad. Ya he hablado con Mellberg, que me ha confirmado que puedes arreglártelas solo.
Patrik le volvió la espalda en señal de que daba por terminada la conversación y comenzó a aporrear el teclado con tal ímpetu que las teclas resonaban a cada golpe.
Ernst se marchó refunfuñando. Tampoco había sido para tanto; total, simplemente, no había redactado un informe. En su momento mantendría una charla con Mellberg sobre lo inadecuado de designar jefe de una investigación de asesinato a alguien con un humor tan variable. Desde luego que sí, eso era lo que pensaba hacer.
El muchacho lleno de acné que tenía delante era, en sí mismo, un caso de estudio sobre el letargo. Todos los rasgos de su semblante denotaban desesperanza y hacía ya mucho tiempo que la falta de sentido de su existencia había dejado en él su huella. Jacob reconocía los signos a la perfección y no podía evitar considerarlo como un reto. Sabía que tenía la capacidad necesaria para orientar la vida del chico en un sentido totalmente distinto y que lo consiguiese dependía ahora exclusivamente de que el muchacho abrigara o no el menor deseo de emprender el buen camino.
En la parroquia conocían bien el trabajo de Jacob con los jóvenes. Muchos de ellos eran almas rotas acogidas en la granja para luego salir de allí como ciudadanos productivos para la sociedad. No obstante, él procuraba atenuar el aspecto religioso de cara al entorno, pues las instituciones estatales descansaban sobre una base poco firme: siempre había personas sin fe dispuestas a gritar «¡es una secta!» tan pronto como algo se salía de su rígida visión de la religión.
La mayor parte del respeto de que gozaba se lo había ganado por méritos propios, pero no podía negar que otra parte se la debía al hecho de ser nieto de Ephraim Hult, El predicador. Claro que su abuelo no había pertenecido a aquella parroquia, pero su fama se extendía por toda la costa de Bohuslän y tenía resonancias en todas las comunidades de iglesias libres de la zona. Ni que decir tiene que la iglesia sueca ortodoxa veía al Predicador como un charlatán al igual que, por otro lado, todos aquellos que preferían limitarse a predicar los domingos ante los bancos vacíos del templo, de modo que las iglesias libres no prestaban mucha atención a esas descalificaciones.
El trabajo con los jóvenes inadaptados y drogodependientes había colmado la vida de Jacob durante casi un decenio, pero ya no lo satisfacía como antes. Él había contribuido a poner en marcha el centro de formación de Bullaren, pero su trabajo no llenaba ya ese vacío que lo había acompañado toda su vida. Le faltaba algo y la búsqueda de ese «algo» desconocido lo aterraba. Él, que durante tanto tiempo había creído pisar suelo firme, sentía ahora cómo todo temblaba bajo sus pies, y la amenaza de descubrir un abismo que lo engullese entero, en cuerpo y alma, lo llenaba de terror. ¡En cuántas ocasiones, al amparo de su certeza, no había afirmado, sentencioso, que la duda era la principal herramienta del diablo…, sin saber que un día se vería a sí mismo en ese estado!
Se levantó, colocándose de espaldas al chico. Miró por la ventana, que daba al lago, pero sin ver más que su imagen reflejada en el vidrio. Un hombre fuerte y sano, se dijo con ironía. Lucía un cabello oscuro y lo llevaba muy corto. Marita, que era quien se lo cortaba en casa, lo hacía bastante bien. Tenía el rostro perfilado con rasgos que denotaban una personalidad sensible, sin dejar de ser masculinos. No era ni delgado ni corpulento, sino más bien el paradigma de una persona de complexión normal. Pero lo mejor de Jacob eran sus ojos, de un azul intenso, que tenían la extraordinaria capacidad de parecer dulces y penetrantes al mismo tiempo. Sus ojos le habían ayudado infinidad de veces a convencer a mucha gente de cuál era el camino correcto. Consciente de ello, utilizaba su mirada siempre que podía.
Aquel día, en cambio, no lo hizo. Sus propios demonios le impedían concentrarse en los problemas ajenos y le resultaba más fácil interiorizar lo que el chico le decía sin mirarlo a la cara. Apartó la vista del reflejo de su imagen y posó la mirada sobre el lago Bullarsjon y más allá, sobre el bosque que, infinito, se extendía ante él. Hacía tanto calor y el aire era tan denso que podía verlo vibrar sobre el agua. La granja era grande y la habían comprado por poco dinero, pues se encontraba en muy mal estado después de tantos años abandonada, tras muchas horas de esfuerzo conjunto, habían conseguido renovarla hasta dejarla en la forma en que ahora se hallaba. No era lujosa, pero estaba como nueva, limpia y acogedora. El representante del ayuntamiento siempre quedaba impresionado por la casa y la belleza del entorno, y no paraba de hablar sobre el efecto positivo que todo aquello tendría sobre los pobres chicos y chicas inadaptados. Hasta ahora nunca habían tenido problemas para recibir subvenciones y el centro había marchado bien desde que empezó a funcionar hacía ya diez años, de modo que los problemas sólo existían en su cabeza. ¿O sería en su alma?
Tal vez la tensión del día a día lo había empujado en la dirección incorrecta, cuando se vio ante una encrucijada decisiva. Nunca tuvo la menor duda cuando llegó la hora de acoger a su hermana en su casa. ¿Quién, si no él, podría mitigar su desasosiego interior y calmar la rebeldía de su carácter? Pero la muchacha había demostrado ser superior a él en la lucha psicológica y, mientras el yo de la joven crecía y se fortalecía de forma constante, la irritación que él experimentaba sin pausa le carcomía los cimientos. A veces se sorprendía cerrando el puño con rabia y pensando que su hermana era una niñata tonta que merecía que la familia le retirase su apoyo, pero aquella no era una forma cristiana de pensar, y las consecuencias de hacerlo solían ser horas de examen de conciencia y de intensos estudios bíblicos, que emprendía con la esperanza de hallar la fortaleza que le faltaba.
Visto desde fuera, seguía, siendo la misma roca de siempre, una mole de seguridad y confianza. Jacob sabía que la gente de su entorno necesitaba verlo siempre dispuesto a prestarles su apoyo, y aún no se sentía preparado para sacrificar esa imagen de sí mismo. Desde que venció la enfermedad que durante un tiempo se cebó en él, había luchado por no perder el control de su existencia. Pero el esfuerzo por mantener la fachada minaba sus últimos recursos y presentía que se aproximaba al abismo a pasos de gigante. Una vez más, reflexionó sobre lo irónico de que, después de tantos años, se hubiese cerrado el círculo. Aquella noticia lo había llevado a, por un segundo, hacer lo impensable: dudar; una duda que murió al instante, pero que logró abrir una grieta diminuta, muy pequeña, en el recio tejido que había sostenido su existencia; una grieta que no dejaba de crecer.
Jacob desechó aquellas ideas y se obligó a centrarse en el jovencito que tenía delante y en su vida absolutamente deplorable. Las preguntas que fue haciéndole surgían de sus labios de forma automática, al igual que la empatía de su sonrisa, que siempre tenía a mano para cada nueva oveja negra que se unía al rebaño.
Otro día más. Otro ser humano deshecho que reparar. Aquello no se acababa nunca. Sin embargo, incluso Dios descansó el séptimo día.
Después de recoger en la isla a su familia, rojos todos como gambas, Erica esperaba ansiosa el regreso de Patrik. Entretanto buscaba indicios de que Conny y su familia empezasen a hacer el equipaje, pero habían dado ya las cinco y media y no hacían ningún amago de marcharse. Así las cosas, decidió aguardar un poco hasta hallar el modo de, con delicadeza, preguntarles si no deberían ir pensando en partir dentro de un rato, pero que como los gritos de los niños le habían provocado un intenso dolor de cabeza, el rato no debía prolongarse demasiado. Oyó con alivio los pasos de Patrik acercándose en la escalera y se acercó a recibirlo.
– ¡Hola, cariño! -lo saludó Erica, poniéndose de puntillas para poder besarlo.
– Hola. ¿Aún no se han marchado? -preguntó Patrik con voz queda y mirando hacia la sala de estar.
– No, y no parecen tener intención de hacerlo. ¿Qué demonios vamos a hacer? -Erica respondía también en voz baja, alzando la vista al cielo para subrayar hasta qué punto la irritaba la situación.
– Pero no pueden pensar en serio en quedarse aquí un día más sin preguntar siquiera, ¿no? -opinó Patrik, cada vez más nervioso-. ¿O sí?
Erica resopló, antes de explicarle:
– No te imaginas cuántos invitados han tenido mis padres en verano, durante años y años, que sólo venían a quedarse un rato y que, al final, permanecían aquí durante una semana entera, esperando además que los atendiesen y les diesen de comer. La gente está mal de la cabeza, y la familia, peor.
Patrik estaba horrorizado.
– Pero no van a quedarse una semana, ¿verdad? Tenemos que hacer algo. ¿Por qué no les dices que tienen que marcharse?
– ¿Yo? ¿Por qué tengo que ser yo quien se lo diga?
– Pues porque son tus parientes.
Erica no pudo por menos de admitir que ahí tenía razón, así que no le quedaba más que tragarse el pastel. Entró en la sala de estar dispuesta a averiguar los planes de la familia, pero no tuvo oportunidad.
– ¿Qué hay para cenar? -Cuatro pares de ojos la miraban expectantes.
– Eh… -Erica no supo reaccionar; tan sorprendida estaba ante tal desfachatez que revisó mentalmente el frigorífico antes de responder-: Espaguetis con salsa boloñesa. Dentro de una hora.
Mientras iba a la cocina, donde esperaba Patrik, sintió deseos de darse ella misma una paliza.
– ¿Qué te han dicho? ¿Cuándo se van?
Erica le contestó sin mirarlo a los ojos:
– Pues la verdad es que no lo sé. Pero dentro de una hora cenamos espaguetis con salsa boloñesa.
– ¿No les has dicho nada? -en esta ocasión fue Patrik el que alzó la vista al cielo.
– No es tan fácil. Inténtalo tú y verás -bufó Erica trasteando irritada entre ollas y cacerolas-. Tendremos que aguantar una noche más. Se lo diré mañana. Y ahora ponte a picar cebolla, que no tengo ganas de cocinar yo sola para seis personas.
Trabajaron un rato en un silencio muy tenso, hasta que Erica no pudo contenerse más.
– He estado en la biblioteca y he recopilado algún material que tal vez te sea útil. Está ahí -dijo señalando con la cabeza hacia la mesa de la cocina, donde había un buen montón de copias bien ordenadas.
– Pero si te dije que no…
– Sí, sí, ya lo sé. Pero lo hice y la verdad es que ha sido la mar de entretenido, mucho más que pasarme el día sentada en casa mirando las paredes. Así que no seas pesado.
A aquellas alturas, Patrik ya sabía cuándo era mejor cerrar el pico, de modo que se sentó a la mesa de la cocina y empezó a ojear el material. Eran artículos de periódico que trataban sobre la desaparición de las dos jóvenes, así que se aplicó a leer con sumo interés.
– ¡Jo, está fenomenal! Oye, creo que me lo llevaré mañana a la oficina para echarle un vistazo con más detenimiento, pero tiene muy buena pinta.
Luego se encaminó a los fogones, donde ella estaba, se le acercó por detrás y le rodeó la enorme barriga con sus brazos.
– Venga, que no quiero ser pesado, es sólo que me preocupo por ti y por el bebé.
– Ya lo sé. -Erica se dio la vuelta y lo abrazó-. Pero te aseguro que no soy de porcelana y si en otro tiempo las mujeres podían trabajar los campos hasta que daban a luz prácticamente en mitad de la faena, pues también podré yo ir a la biblioteca a pasar hojas sin poner en peligro nuestras vidas.
– Vale, de acuerdo, lo sé -dijo con un suspiro-. En cuanto nos deshagamos de nuestros huéspedes, podremos dedicarnos más tiempo el uno al otro. Y prométeme que, si quieres que me quede en casa algún día, me lo dirás. En la comisaría saben que trabajo por propia iniciativa y que tú eres lo primero.
– Te lo prometo, pero ahora ayúdame a terminar la cena, a ver si los niños se tranquilizan un poco.
– No lo creo. Tal vez si le diésemos un poco de whisky a cada uno antes de cenar, se dormirían pronto -sugirió con una sonrisa malévola.
– Ay, mira que eres terrible. Pero a Conny y a Britta sí que puedes servirles uno, así al menos los tendremos de buen humor.
Patrik siguió su sugerencia y observó apenado el nivel de su mejor botella de whisky de malta, que había descendido drásticamente. Si se quedaban unos días más, su colección de whisky nunca volvería a ser lo que era.